Gerald Warden y su convoy avanzaron lentamente, aunque Cleo y los jóvenes perros pastores guiaban las ovejas con paso ligero. Gerald, sin embargo, había tenido que alquilar tres carros para transportar a Kiward Station todas sus adquisiciones en muebles y otros enseres domésticos, entre los que se contaba el inmenso ajuar de Gwyneira compuesto de muebles accesorios, plata y delicadas mantelerías y ropa de cama. En lo que a ese tema respecta, Lady Silkham no había sido avara e incluso se había servido de parte de las existencias de su propia dote. Gwyneira ya se había dado cuenta al desembarcar de cuántos objetos de valor, en el fondo inútiles, había empaquetado su madre en arcones y cestas: objetos que ni en Silkham Manor se habían utilizado en treinta años. Gwyn no se explicaba qué debía hacer con ellos ahí, en el fin del mundo, pero Gerald parecía venerar tales cachivaches y pretendía, a toda cosa, llevárselo todo a Kiward Station. Así que en esos momentos tres parejas de caballos y mulos de tiro se arrastraban por el camino embarrado tras la lluvia que conducía a las llanuras de Canterbury, lo que retrasaba notablemente el viaje. Eso no les gustaba en absoluto a los briosos caballos de carrera e Igraine avanzaba contendida toda la mañana. Pero para su sorpresa, Gwyneira no se aburría en absoluto: estaba fascinada ante la infinita extensión de tierra por la que cabalgaba, la sedosa alfombra de hierba en la que las ovejas se habrían detenido con agrado y la visión de las majestuosas montañas al fondo.
Después de que hubiera vuelto a llover en los últimos días, el cielo era tan claro ese día como tras su llegada y las montañas parecían estar de nuevo tan cerca que uno sentía la tentación de tocarlas. La tierra era ahí, cerca de Christchurch, bastante plana, pero se volvía a ojos vistas más accidentada. La pradera, sobre todo, se extendía hasta donde alcanzaba la vista, interrumpida sólo por alguna hilera de arbustos o algunos peñascos que surgían del verdor de forma tan inesperada como si un niño gigante hubiera salpicado el paisaje con ellos. De vez en cuando tenían que atravesar arroyos y ríos, que de todos modos no solían ser tan impetuosos, por lo que podían vadearse sin correr peligro. A veces debían rodear pequeñas colinas, pero eran recompensados por la visión repentina de un lago pequeño y de aguas cristalinas, donde se reflejaban el cielo o las formaciones rocosas. La mayoría de esos lagos, dijo Warden, eran de origen volcánico, pero en esos días no quedaba ningún volcán activo en las inmediaciones.
Cerca de los lagos y los ríos aparecían de modo ocasional modestas granjas en cuyos prados pastaban ovejas. Cuando los colonos descubrían a los jinetes, acostumbraban a salir de las casas y los establos con la esperanza de charlar un poco. No obstante, Gerald se detenía poco con ellos y no aceptaba ninguna de sus invitaciones para tomarse un descanso y refrescarse.
—Si empezamos así, todavía no habremos llegado a Kiward Station ni pasado mañana —dijo cuando Gwyneira le recriminó su aspereza. A ella misma le hubiera gustado echar un vistazo en una de esas bonitas casas de madera, pues suponía que su futuro hogar se asemejaría a ellas. Sin embargo, Gerald se detenía siempre y por un breve espacio de tiempo a las orillas de un río o junto a unos arbustos, de lo contrario, apremiaba para seguir avanzando. Sólo la tarde del primer día de viaje pidió alojamiento en una granja que era manifiestamente más grande y estaba mejor cuidada que las casas de los colonos que se hallaban al borde del camino.
—Los Beasley son gente acomodada. Lucas y su hijo mayor compartieron profesor particular durante un tiempo, los invitamos con frecuencia —le explicó Gerald a Gwyneira—. Beasley se embarcó largo tiempo como primer oficial. Es un navegante fabuloso. Pero no tiene mano con la cría de ovejas, en caso contrario habrían llegado más lejos. Su esposa, sin embargo, quería una granja a toda costa. Procede de la Inglaterra rural. Y Beasley se abre ahora camino con la agricultura. Un gentlemanfarmer… —Sonó en la boca de Gerald un poco despectivo. Pero luego sonrió—. Con acento en gentleman. Pero pueden permitírselo, así que ¿qué más da? Y se preocupan por hacer un poco de vida cultural y social. El año pasado incluso organizaron una cacería del zorro.
Gwyneira frunció el entrecejo.
—¿No dijo que no había zorros?
Gerald sonrió con ironía.
—Por ello se resintió el conjunto. Pero sus hijos son unos buenos corredores. Ellos pusieron la cola.
Gwyneira se echó a reír. Ese señor Beasley parecía ser original, al menos tenía vista para los caballos. No cabía duda de que los purasangre que pastaban en el paddock frente a la casa habían sido importados de Inglaterra y también la concepción del jardín del acceso recordaba a la de los antiguos ingleses. En efecto, Beasley resultó ser un caballero rubicundo y hospitalario que a Gwyneira le evocó vagamente a su padre. También él residía en sus tierras en vez de ocuparse de destripar terrones con sus propias manos, para lo que carecía de la destreza que se adquiere a través de generaciones, así como para dirigir con eficacia desde el salón el funcionamiento de la granja. Puede que el acceso fuera elegante, pero las vallas de los recintos de los caballos habrían necesitado una mano de pintura. Gwyneira también se percató de que ya se había consumido la hierba y de que las cubas de agua estaban sucias.
Beasley pareció alegrarse sinceramente de la visita de Gerald. Descorchó de inmediato su mejor botella de whisky y se deshizo en cumplidos, alternando los dirigidos a la belleza de Gwyneira, con los dedicados a la habilidad de los perros pastores y a la lana de las ovejas Welsh Mountain. También su esposa, una elegante dama de mediana edad, dio una cariñosa bienvenida a la muchacha.
—¡Tiene que ponerme al día de la moda en Inglaterra! Pero primero le enseñaré mi jardín. Tengo el honor de cultivar las rosas más bonitas de las llanuras. Pero no me ofenderé si usted me aventaja, milady. Seguro que se ha traído los esquejes más hermosos del jardín de su madre y los ha estado cuidando durante todo el viaje.
Gwyneira tragó saliva. A Lady Silkham ni se le había ocurrido darle a su hija esquejes de los rosales. No obstante, la joven admiraba en esos momentos, como es debido, las flores que se parecían a las de su madre y hermana como dos gotas de agua. La señora Beasley casi se desvaneció cuando Gwyn mencionó esta apreciación de paso y dejó caer el nombre de «Diana Riddleworth». Al parecer, que la comparasen con la famosa flor era para la señora Beasley la coronación de su carrera como cultivadora de rosas. La joven no quiso enturbiar su alegría. Era seguro que, por su parte, no alimentaba la ambición de aventajar a la señora Beasley en el cuidado de esas flores. De todos modos, mucho más que las rosas le interesaban las plantas autóctonas que crecían alrededor del cuidado jardín.
—Ah, ésos son los cabbage-trees —le explicó la señora Beasley bastante indiferente, cuando Gwyneira señaló una planta parecida a una palmera—. Semejan a las palmeras, pero pertenecen a las liliáceas. Crecen como la mala hierba. Cuídese de tener muchas en el jardín, hijita. Aquellas de allí también…
Señaló un arbusto florido que en realidad a Gwyneira le gustaba más que las rosas de la señora Beasley. Las flores brillantes y rojas como el fuego ofrecían un atractivo contraste con las hojas de un verde intenso y se desplegaban con magnificencia tras la lluvia.
—Un rata —dijo la señora Beasley—. Crecen silvestres por toda la isla. No hay manera de acabar con ellos. Ponga atención en que no crezcan entre las rosas. Y mi jardinero no es de gran ayuda. No entiende por qué algunas plantas se cuidan y otras se arrancan.
Resultó que todo el personal doméstico de los Beasley estaba compuesto por maoríes. Sólo habían contratado a un par de aventureros blancos, que aseguraban tener experiencia, para las ovejas. Ahí vio la muchacha, por vez primera, a un nativo de pura cepa y al principio se asustó un poco. El jardinero de la señora Beasley era bajo y macizo. Tenía el cabello oscuro y rizado y la tez de un moreno claro, aunque estropeada en el rostro por los tatuajes, o eso pensó al menos Gwyneira. Al hombre, en sí, debían de gustarle los zarcillos y púas que había permitido que le grabaran, dolorosamente, en la piel. Cuando la joven se acostumbró a su aspecto, encontró simpática su expresión. Dominaba totalmente los modales corteses, la saludó con una profunda inclinación y sostuvo el portalón del jardín al paso de las señoras. Su ropa no se diferenciaba en nada a la de los empleados blancos, pero Gwyneira supuso que así lo ordenaban los Beasley. Antes de que los blancos aparecieran, los maoríes se habrían vestido con toda certeza de otra manera.
—¡Gracias, George! —le dijo la señora Beasley llena de benevolencia cuando él cerró el portalón tras las mujeres.
Gwyneira se asombró.
—¿Se llama George? —preguntó desconcertada—. Había pensado que…, pero tal vez sus empleados estén bautizados y tengan nombres ingleses, ¿no es así?
La señora Beasley se encogió de hombros.
—Francamente, lo ignoro —confesó—. No vamos a misa de forma regular. Significaría un día de viaje a Christchurch. Por eso los domingos hacemos sólo una pequeña oración nosotros y el personal de la casa. Pero no tengo la menor idea de si asisten porque son cristianos o porque yo se lo exijo…
—Pero si se llama George… —insistió Gwyn.
—Ay, hijita, soy yo quien le ha puesto ese nombre. Nunca aprenderé la lengua de esta gente. Sólo sus nombres ya resultan impronunciables. Y al él no le importa, ¿verdad, George?
El hombre asintió y sonrió.
—Nombre auténtico Tonganui —dijo él, señalándose a sí mismo ya que Gwyneira seguía estando perpleja—. Significa «hijo del dios del mar».
No sonaba muy cristiano, pero a Gwyneira tampoco le pareció un nombre impronunciable. Decidió que en ningún caso cambiaría los nombres del personal a su servicio.
—¿Dónde han aprendido los maoríes inglés, en realidad? —le preguntó Gwyneira a Gerald cuando prosiguieron su viaje al día siguiente. Los Beasley los despidieron con pesar, pero comprendieron que Gerald quisiera ver cómo andaban las cosas en Kiward Station tras el largo viaje. De Lucas no habían podido contar gran cosa, excepto durante las acostumbradas alabanzas. Durante la ausencia de Gerald no parecía que hubiera desatendido la granja. Al menos no había honrado a los Beasley con su visita.
Esa mañana, Gerald estaba de mal humor. Los dos hombres habían bebido whisky en abundancia, mientras que Gwyneira, consciente del largo viaje que les quedaba y que tenían a sus espaldas, se fue a dormir pronto. El monólogo de la señora Beasley sobre las rosas la había aburrido y ya había tomado nota en Christchurch de que Lucas era un hombre cultivado y un compositor dotado, y que, a mayor abundamiento, prestaba sin pausa atención a las últimas obras de Edward Bulwer-Lytton y similares genios de la literatura.
—Ah, los maoríes… —contestó Gerald de mala gana a su pregunta—. Nunca se sabe lo que entienden y lo que no entienden. Siempre pescan algo de sus señores y las mujeres se lo enseñan a sus hijos. Quieren ser como nosotros. Es muy útil.
—¿No van a la escuela? —preguntó Gwyneira.
Gerald rio.
—¿Y quién iba a dar clases a los maoríes? La mayoría de las mujeres de los colonos se alegran cuando consiguen inculcar un poco de civilización a sus propios hijos. De todos modos hay un par de misiones y la Biblia también está traducida al maorí. Si te urge enseñar a un par de diablillos negros el inglés de Oxford, no seré yo quien te ponga trabas.
En verdad, eso no le urgía a Gwyneira, pero tal vez se abriera ahí para Helen un nuevo campo laboral. Sonrió al pensar en su amiga, que todavía estaba instalada en la casa de los Baldwin en Christchurch. Howard O’Keefe aún no se había movido; pero el vicario Chester le aseguraba cada día que no había motivo de preocupación. No era nada seguro que le hubiera llegado ya la noticia de la llegada de Helen, y luego también tenía que estar disponible.
—¿Qué significa «disponible»? —había preguntado Helen—. ¿No tiene ningún personal de servicio en la granja?
El vicario no había contado nada al respecto. Gwyn deseaba que a su amiga no la esperase ninguna sorpresa desagradable.
Gwyneira, por su parte, estuvo al principio muy contenta con su nuevo hogar. Ahora, como las montañas estaban más cerca, el paisaje se hacía más escarpado y variado, si bien seguía siendo un lugar ideal y agradable para las ovejas. Hacia mediodía, Gerald le comunicó, radiante de alegría, que acababan de cruzar la frontera de Kiward Station y que a partir de ese momento se desplazaban por un terreno de su propiedad. Para Gwyneira ese lugar era el jardín del Edén: hierba en abundancia, agua potable, buena y limpia para los animales, un par de árboles de vez en cuando e incluso un bosquecillo que daba sombra.
—Lo dicho, todavía no está todo desmontado —explicó Gerald, mientras paseaba la mirada por el paisaje—. Pero podemos dejar una porción del bosque. Es de madera noble en parte, sería una pena quemarlo. Incluso puede que llegue a tener valor. Es posible que el río permita el transporte en balsa. Pero primero dejemos los árboles. Mira, ¡ahí tenemos las primeras ovejas! Me pregunto, de todos modos, qué estará haciendo aquí el ganado. Ya hace tiempo que tendrían que haberlo llevado a la montaña…
Gerald frunció el entrecejo. Con el tiempo Gwyneira había llegado a conocerlo lo suficiente para saber que estaba tramando un terrible castigo para el culpable. En general no tenía complejos a la hora de comunicar tales reflexiones entre sus oyentes, pero ese día se contuvo. ¿Se debía a que Lucas era el responsable? ¿Evitaba hablar mal de su hijo delante de su prometida, justo antes de su primer encuentro?
Gwyneira apenas si podía controlar su impaciencia. Quería ver la casa y, sobre todo, a su futuro esposo. En los últimos kilómetros se imaginó cómo salía sonriente a su encuentro desde el edificio principal de una vistosa granja como la de los Beasley. Entretanto pasaron junto a los edificios anejos de Kiward Station. Gerald había mandado construir refugios para las ovejas y cobertizos por todo su territorio. Gwyneira lo encontraba muy prudente y ya se maravillaba por la dimensión de las instalaciones. En Gales el número de ovejas de que era propietario su padre, unas cuatrocientas, se consideraba importante. ¡Pero ahí los animales se contaban por miles!
—Y bien, Gwyneira, estoy impaciente por saber qué opinas.
Era entrada la tarde y Gerald mostraba un rostro resplandeciente cuando acercó su caballo a Igraine. La yegua acababa de sacar los cascos de los habituales caminos enlodados y los había colocado en un acceso pavimentado que partía de un pequeño lago y rodeaba una colina. Dos pasos más y se reveló la visión del edificio principal de la granja.
—¡Ya hemos llegado, Lady Gwyneira! —dijo Gerald con orgullo—. ¡Bienvenida a Kiward Station!
Si bien ya debería de haber estado preparada, Gwyneira casi se cayó del caballo. Ante ella, a la luz del sol, en medio de una pradera infinita y con esos Alpes como telón de fondo, divisó una casa señorial inglesa. No era tan grande como Silkham Manor y tenía menos torrecillas y edificios anexos, pero era comparable a ella desde cualquier punto de vista. Kiward Station era en el fondo incluso más bonita porque había sido planificada a la perfección por un arquitecto, en vez de sufrir las modificaciones y ampliaciones habituales en la mayoría de las residencias inglesas. Como Gerald había dicho, la casa estaba construida con arenisca gris. Disponía de miradores y grandes ventanales, algunos dotados de pequeños balcones, delante se desplegaba un extenso camino de acceso con parterres que, sin embargo, todavía carecían de flores. Gwyneira decidió plantar arbustos de rata. Amenizarían la fachada y además no precisaban de grandes cuidados.
Pero por lo demás, todo se le antojaba como un sueño. Seguro que iba a despertarse y confirmar que ese inaudito blackjack nunca se había jugado. En lugar de eso su padre la habría casado con uno de esos nobles galeses gracias a la dote obtenida con la venta de ovejas y ahora tomaba posesión de una casa señorial en Cardiff.
Sólo el personal, que ahora se alineaba como en Inglaterra para dar la bienvenida a su señor ante la puerta de entrada, desentonaba en el cuadro. Si bien los sirvientes llevaban librea y las sirvientas delantales y cofia, el color de su piel era oscuro y muchos rostros estaban tatuados.
—Bienvenido, señor Gerald —saludó a su señor un hombrecillo achaparrado mientras exhibía una gran sonrisa en su rostro amplio y que constituía el «lienzo» ideal para los tatuajes típicos. Abarcó con grandes ademanes el cielo todavía azul y la tierra bañada por el sol—. ¡Y bienvenida, miss! ¡Ya ve: rangi, el cielo, brilla de alegría por su llegada y regala a la tierra, papa, una sonrisa porque camina sobre ella!
Gwyneira se sintió conmovida por ese sincero saludo. Tendió al hombrecillo la mano de forma espontánea.
—Éste es Witi, nuestro criado —le presentó Gerald—. Y éste es el jardinero, Hoturapa, y la sirvienta y la cocinera, Moana y Kiri.
—Miss…, Gwa…, ne… —Moana quería hacer una reverencia y presentar un saludo educado, pero era indudable que el nombre celta le resultaba impronunciable.
—Miss Gwyn —abrevió Gwyneira—. Llámame simplemente Miss Gwyn.
A ella no le resultó difícil memorizar el nombre de los maoríes y decidió aprender lo antes posible un par de fórmulas de cortesía en su lengua.
Así que ése era el personal de servicio. A Gwyneira le pareció bastante reducido para una casa tan grande. ¿Y dónde estaba Lucas? ¿Por qué no estaba ahí para saludarla y darle la bienvenida?
—¿Pero dónde se ha…? —iba a plantear la joven la acuciante pregunta sobre su futuro esposo; pero Gerald se le adelantó. Y parecía tan poco entusiasmado por la ausencia de Lucas como Gwyn.
—¿Dónde se ha metido mi hijo, Witi? Podría empezar a mover el trasero hacia aquí y conocer a su futura esposa…, oh, quería decir…, que es natural que Miss Gwyn espere con impaciencia que le presente sus respetos…
El sirviente rio.
—El señor Lucas marcharse a caballo, a controlar las cercas. El señor James decir que alguien de la casa tiene que autorizar comprar el material para corral caballos. Tal como está, los caballos no quedar dentro. El señor James muy enfadado. Por eso el señor Lucas marcharse.
—¿En lugar de recibir a su padre y a su prometida? ¡Esto empieza bien! —vociferó Gerald.
Gwyneira, no obstante, lo encontró excusable. No habría tenido ni un minuto de tranquilidad si hubieran metido a Igraine en un cercado donde no estuviera segura. Y una cabalgada de control por los prados se ajustaba mejor al hombre de sus sueños que el leer y tocar el piano.
—Pues sí, Gwyneira, no nos queda otro remedio que armarnos de paciencia —se serenó al final Gerald—. Quizá no sea en absoluto tan negativo, en Inglaterra tampoco te habrías presentado por primera vez a tu futuro esposo en traje de montar y con el cabello descubierto.
Él mismo encontraba que Gwyneira, de nuevo con los bucles sueltos y el rostro algo enrojecido por el sol de la cabalgada, estaba encantadora, pero Lucas podría ser de otra opinión…
—Kiri te mostrará tu habitación y te ayudará a refrescarte y a peinarte. Nos reuniremos todos en una hora para tomar el té. A las cinco mi hijo ya debería de haber vuelto, no suele prolongar por más tiempo sus salidas a caballo. Así vuestro primer encuentro se realizará con toda la solemnidad que es de esperar.
Los deseos de Gwyneira eran más bien otros, pero se conformó con lo irremediable.
—¿Puede coger alguien mis maletas? —preguntó mirando al servicio—. Oh, no, ésta es demasiado pesada para ti, Moana. Gracias, Hotaropa… ¿Hoturapa? Disculpa, pero ahora no me acuerdo. ¿Cómo se dice «gracias» en maorí, Kiri?
Helen se había instalado de mala gana con los Baldwin. Por muy detestable que le pareciera la familia, hasta la llegada de Howard no le quedaba otra alternativa. Así que se esforzó para ser amable. Se ofreció al reverendo Baldwin para poner por escrito los textos para las hojas dominicales y llevarlos luego a la imprenta. Alivió a la señora Baldwin de algunas tareas e intentó ser útil en los trabajos domésticos, de los cuales asumió las labores de costura y el control de los deberes escolares de Belinda en casa. Esto último la convirtió en un brevísimo lapso de tiempo en la persona más odiada de la casa. A la muchacha no le sentaba bien que la vigilara y se quejaba a su madre en cuanto se le presentaba la oportunidad. Con ello, Helen se percató claramente de lo flojo que debía de ser el profesorado en la recién abierta escuela de Christchurch. Pensó en ofrecerse para un puesto allí si la relación con Howard fracasaba. El vicario Chester, no obstante, seguía infundiéndole ánimos: podía pasar tiempo antes de que comunicaran a O’Keefe la noticia de su llegada.
—Bien, los Candler no irán a enviarle un mensaje a la granja. Es probable que esperen a que él vaya a comprar a Haldon y hasta que eso ocurra pueden pasar dos días. Pero cuando sepa que está usted aquí, vendrá seguro.
Eso suponía para Helen un dato más sobre el que pensar. Entretanto se había hecho a la idea de que Howard no vivía justo al lado de Christchurch. Obviamente, Haldon no era un suburbio, sino una ciudad independiente y asimismo floreciente. Helen también podía adaptarse a eso. Sin embargo, el vicario decía ahora que la granja de Howard también se hallaba en las afueras de Haldon. ¿Dónde iba pues a vivir? Le hubiera gustado hablar al respecto con Gwyn; tal vez ella podría sondear al señor Gerald con discreción. Pero Gwyn había partido el día anterior hacia Kiward Station. Helen no tenía la menor idea de cuándo volvería a ver a su amiga y de si realmente lo haría.
Al menos esa tarde tenía un bonito plan por delante. La señora Godewind había repetido su invitación y su cabriolé con el cochero Jones en el pescante esperaba a Helen puntualmente a la hora del té para recogerla. Jones la miró radiante y la ayudó con unos modales perfectos a subir en el carruaje. Incluso consiguió formular una frase elogiosa sobre su nuevo vestido de tarde de color lila. A continuación, durante el trayecto a la casa, se deshizo en alabanzas sobre Elizabeth.
—Nuestra Missus se ha convertido en otra persona, Miss Davenport, no lo creería. Cada día parece estar más joven, ríe y bromea con la muchacha. Y Elizabeth es una niña tan encantadora…, siempre se esfuerza por ayudar a mi esposa y siempre está de buen humor. ¡Y vaya si sabe leer la pequeña! Por mis barbas, que siempre que puedo intento buscarme un trabajo en la casa cuando la pequeña le está leyendo a la señora Godewind. Lo hace con una voz y una entonación tan bonitas, que se diría que forma parte de la historia.
Elizabeth tampoco había olvidado las lecciones de Helen sobre cómo servir y comportarse en la mesa. Vertió el té con habilidad y primor y repartió los pasteles; mientras tanto parecía encantada con su nuevo vestido azul y su pulcra y blanca cofia.
Se puso a llorar, no obstante, cuando oyó las noticias sobre Laurie y Marie y también pareció deducir más de la versión suavizada de la historia de Daphne y Dorothy que lo que Helen había pensado. Elizabeth era una soñadora, pero también a ella la habían recogido de las calles de Londres. Vertió amargas lágrimas por Daphne y mostró su mayor confianza en su nueva señora, a la que inmediatamente pidió ayuda.
—¿No podemos enviar al señor Jones y recoger a Daphne? ¿Y a las mellizas? Por favor, señora Godewind, seguro que encontramos aquí trabajo para ellas. ¡Algo podrá hacerse!
La señora Godewind sacudió la cabeza.
—Por desgracia no, hija mía. Esa gente ha firmado unos contratos de trabajo con el orfanato, como yo. Las niñas no pueden marcharse simplemente de allí. Y nos meteremos en un gran problema si además les ofrecemos un empleo provisional. Lo siento, querida, pero las niñas deben arreglárselas para sobrevivir. Aunque por lo que me está contando —prosiguió la señora Godewind dirigiéndose a Helen—, no me preocupa la pequeña Daphne. Ella se abrirá camino. Pero las mellizas…, hummm, es triste. Sírvenos un poco más de té, Elizabeth. Rezaremos una oración por ellas, tal vez Dios al menos vele por estas niñas.
Pero Dios estaba barajando las cartas de Helen, mientras ella permanecía sentada en el acogedor salón de la señora Godewind y ambas disfrutaban de los pastelillos de la panadería del señor y la señora McLaren. El vicario Chester ya la estaba esperando impaciente delante de la casa de los Baldwin, cuando Jones le abrió a la joven la puerta del carruaje.
—¿Dónde se había metido, Miss Davenport? Ya casi habían abandonado toda esperanza de poder presentarla hoy. Está usted preciosa, ¡como si lo hubiera sospechado! Y ahora venga, ¡deprisa! El señor O’Keefe aguarda en el salón.
La puerta de entrada a Kiward Station conducía primero a un espacioso vestíbulo en el que los invitados dejaban los abrigos y las damas podían arreglarse un momento el cabello. Gwyneira observó divertida un armario de espejo con la obligatoria bandeja de plata para dejar las tarjetas de visita. ¿Quién hacía en ese lugar tales visitas de cumplido? En realidad debería pensarse que no habría visitas que se presentaran sin invitación ni nadie que fuera un extraño. Y cuando en efecto un desconocido acudía por equivocación, ¿acaso Lucas y su padre no esperarían hasta que la sirvienta se lo hubiera comunicado a Witi, quien a su vez pondría en conocimiento de ello a los señores de la casa? Gwyneira pensó en las familias de los granjeros que se habían precipitado fuera de sus hogares sólo para poder ver a los extranjeros y en el franco entusiasmo de los Beasley cuando los visitaron. Ahí nadie les había pedido una tarjeta. También a los maoríes les debía de resultar desconocido el intercambio de tarjetas de presentación. Gwyneira se preguntaba cómo se lo habría explicado Gerald a Witi.
Del vestíbulo se pasaba a otro recibidor escasamente amueblado, también éste sin duda inspirado en el concepto y utilidad de las casas señoriales británicas. Ahí podían esperar los invitados en un ambiente agradable a que el señor de la casa tuviera tiempo para recibirlos. Ya había allí una chimenea y un aparador con un servicio de té decorado, las butacas y sofás adecuados estaban en el equipaje de Gerald. Quedaba bonito, pero para qué serviría era un misterio, al menos para Gwyneira.
La muchacha maorí, Kiri, la condujo luego a buen paso al salón, cuya decoración con muebles pesados y de estilo inglés antiguo ya parecía concluida. Si no hubiera habido una puerta que daba a una gran terraza casi habría parecido tétrico. En cualquier caso, no respondía a la última moda, pues los muebles y alfombras más bien se parecían a antigüedades. ¿Se trataba quizá del ajuar de la madre de Lucas? Si era así, su familia debía de haber sido acomodada. Pero de todos modos eso era reciente. Gerald debía de ser un criador de ovejas de éxito, con toda certeza había sido antes un audaz marino y no cabía duda de que era el jugador más experimentado que había salido de las estaciones balleneras. Pero para construir una casa como Kiward Station en plena naturaleza virgen se necesitaba más dinero que el que podía ganarse con la pesca de ballenas y las ovejas. Seguro que la herencia de la señora Warden también se había invertido allí.
—¿Viene, Miss Gwyn? —preguntó con amabilidad Kiri, aunque con tono algo preocupado—. Tengo que ayudarla, pero también hacer té y servir. Moana no es buena con el té, mejor nosotras preparadas antes de que ella romper las tazas.
Gwyneira rio. Esto se lo podía perdonar del todo a Moana.
—Esta vez, yo misma serviré el té —le explicó a la sorprendida muchacha—. Es una vieja costumbre inglesa. Es una de las aptitudes inexcusables para casarse.
Kiri se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—¿Ustedes preparadas para el hombre cuando hacer té? Para nosotras importante la primera sangre del mes…
Gwyneira se ruborizó al momento. ¿Cómo podía hablar Kiri con tanta franqueza de algo que no podía ni mentarse? Por otra parte, Gwyneira agradecía cualquier información. Tener la menstruación era una condición previa para casarse, también eso era válido en su cultura. La joven todavía recordaba con exactitud cómo su madre había suspirado cuando le llegó el momento a Gwyneira. «Ay, hija mía, le había dicho, ahora también tú sufres esta condena. Tendremos que buscarte un esposo».
Pero cómo se relacionaba todo eso, nadie se lo había explicado. Gwyneira reprimió el impulso de echarse a reír fuera de control cuando pensó en la cara que ponía su madre ante tales cuestiones. Una vez que Gwyn había abordado los posibles paralelismos con el celo en los perros, Lady Silkham pidió sus sales de olor y se retiró todo el día a su habitación.
Gwyneira buscó a Cleo, que, como era habitual, iba en pos de ella. Kiri pareció encontrarlo un poco extraño, pero no comentó nada al respecto.
Una amplia y ondulada escalera ascendía desde el salón hacia los aposentos de la familia. Para sorpresa de Gwyneira, sus habitaciones ya estaban totalmente amuebladas.
—Habitaciones ser para la esposa del señor Gerald —le explicó Kiri—. Pero luego ella morir. Siempre vacías. Pero ahora el señor Lucas arreglarlas para usted.
—¿El señor Lucas ha amueblado las habitaciones para mí? —preguntó la muchacha asombrada.
Kiri asintió.
—El señor Lucas elegir muebles del almacén y… ¿cómo decir? ¿Telas para ventanas…?
—Cortinas, Kiri —la ayudó Gwyneira, que no salía de su asombro. Los muebles de la fallecida señora Warden eran de madera clara, las alfombras de color rosa viejo, beige y azul. Además, Lucas u otra persona había elegido unas estimables cortinas de color rosa viejo con cenefas beige azulado y las había drapeado delante de las ventanas y de su lecho. La ropa de cama era de un lino blanco como la nieve; y la cubierta de día de color azul daba un toque acogedor. Junto al dormitorio había un vestidor y un pequeño salón, también exquisitamente amueblado con unas butaquitas, una mesa para el té y un pequeño costurero. Sobre la repisa de la chimenea se hallaban dispuestos los habituales marquitos, candelabros y cuencos de plata. En uno de los marcos había un daguerrotipo de una mujer delgada y de cabello claro. Gwyneira tomó la imagen en la mano y la observó con atención. Gerald no había exagerado. Su fallecida esposa había sido toda una belleza.
—¿Desvestirse ahora, Miss Gwyn? —la urgió Kiri.
Gwyneira asintió y procedió con la joven maorí a desempaquetar sus baúles. Llena de respeto ante las telas nobles, Kiri sacó a la luz los vestidos de fiesta y de tarde de Gwyneira.
—¡Qué bonitos, Miss Gwyn! ¡Tan suaves y finos! Pero usted delgada, Miss Gwyn. ¡No bueno para tener niños!
Desde luego, Kiri no se andaba con rodeos. Gwyneira le explicó riendo que en realidad no estaba tan delgada, sino que lo parecía gracias a su corsé. Para llevar el vestido de seda que había elegido, el corsé todavía debía ceñirse más. Kiri se esforzó de buena fe cuando Gwyneira le enseñó cómo manejarlo, pero era evidente que temía hacer daño a su nueva señora.
—No pasa nada, Kiri, estoy acostumbrada —gimió Gwyn—. Mi madre solía decir que para presumir hay que sufrir.
Kiri pareció comprender al principio. Con una sonrisa turbada se llevó la mano a su rostro tatuado.
—¡Ah, bueno! Es como moku, ¿sí? ¡Pero cada día!
Gwyneira asintió. En principio era cierto. Su cintura de avispa era tan poco natural y dolorosa como los adornos permanentes que Kiri lucía en el rostro. De todos modos, ahí en Nueva Zelanda, Gwyn pensó que relajaría bastante las costumbres. Una de las chicas debería aprender a ensanchar los vestidos, luego no necesitaría mortificarse de ese modo ciñéndoselos. Y cuando estuviera embarazada…
Kiri la ayudó con destreza a ponerse el traje de seda azul, pero peinarla le costó más. Desenredar los rizos de Gwyneira y recogerlos bien era una tarea muy difícil. Era evidente que Kiri todavía no lo había hecho nunca. Al final, Gwyn colaboró de forma activa, y si bien el resultado no correspondía según las normas estrictas al arte del peinado y Helen sin duda habría estado horrorizada, Gwyn se encontró atractiva de verdad. Habían conseguido recoger gran parte de su magnífica melena color rojo dorado; pero el par de rizos que a pesar de ello iban a su aire y revoloteaban alrededor de su cara conferían a sus rasgos más delicadeza y juventud. La tez de la muchacha brillaba tras la cabalgada al sol, sus ojos centellaban de expectación.
—¿Ha llegado ya el señor Lucas? —preguntó a Kiri.
La chica se encogió de hombros. ¿Cómo iba a saberlo ella? A fin de cuentas había pasado todo el tiempo con Gwyneira.
—¿Cómo es el señor Lucas, Kiri? —Gwyn sabía que su madre la habría reprendido con dureza por hacer tal pregunta: no se forzaba al personal a que cotilleara acerca de sus señores. Pero Gwyneira no podía dominarse.
Kiri se encogió de hombros y puso los ojos en blanco al mismo tiempo, lo que resultó divertido.
—¿El señor Lucas? No sé. Es pakeha. Para mí todos iguales. —Era evidente que la joven maorí nunca se había planteado cuáles eran los atributos especiales de la persona que le daba trabajo. Pero luego, cuando vio la expresión de decepción de Gwyneira volvió a reflexionar—. El señor Lucas… es amable. Nunca gritar, nunca enfadarse. Amable. Sólo un poco delgado.