—¿Cuánto se tarda a caballo desde Kiward Station hasta Christchurch? —preguntó Gwyneira. Estaba con Gerald Warden y los Brewster sentada a una mesa provista de un abundante desayuno en el White Hart Hotel. Éste no era elegante, pero sí correcto, y tras el agotador día anterior había dormido profundamente en una cómoda cama.
—Bueno, depende del hombre y del caballo —respondió Gerald con jovialidad—. Debe de haber unos ochenta kilómetros, con las ovejas necesitaremos dos días. Pero un correo que tenga prisa y que cambie un par de veces de caballo durante el trayecto tardaría fácilmente pocas horas. El camino no está pavimentado, aunque sí es bastante plano. Un buen jinete irá al galope.
Gwyneira se preguntaba si Lucas Warden sería un buen jinete… ¡y por qué demonios no se había presentado a caballo ya el día anterior para conocer a su novia en Christchurch! Claro que tal vez todavía no supiera que el Dublin había llegado. Sin embargo, su padre le había comunicado la fecha de salida, y era por todos conocido que los barcos precisaban entre setenta y cinco y ciento veinte días para realizar la travesía. El Dublin había estado ciento cuatro días navegando. ¿Por qué Lucas no la estaba esperando ahí? ¿O no estaba en absoluto ansioso por conocer a su futura esposa? La misma Gwyneira habría preferido partir hoy mejor que mañana para llegar a su nuevo hogar y encontrarse por fin cara a cara con el hombre a quien se había prometido sin conocerlo. ¡A Lucas debería ocurrirle lo mismo!
Gerald rio cuando ella realizó la observación pertinente.
—Mi Lucas tiene paciencia —señaló—. Y sentido del estilo y las grandes entradas en escena. Es probable que ni en sus sueños más osados podría imaginarse el primer encuentro contigo en un sudado traje de montar. En eso es muy gentleman…
—¡Pero eso a mí no me importaría! —replicó Gwyneira—. Y podría haberse instalado en el hotel y cambiarse de ropa si cree que tanto me importan las formalidades.
—Creo que este hotel no tiene clase —gruñó Gerald—. No te impacientes, Gwyneira, Lucas te gustará.
Lady Barrington sonrió y dejó a un lado los cubiertos con afectación.
—En realidad es muy bonito que un joven se imponga cierta contención —observó—. A fin de cuentas no estamos entre salvajes. En Inglaterra tampoco habría conocido usted a su futuro esposo en un hotel, sino tomando el té en su casa o en la de él.
Gwyneira tuvo que darle la razón, pero no se animaba, simplemente, a renunciar a sus sueños de esposo pionero y emprendedor, de granjero y caballero apegado a la tierra y con afán de investigador. ¡Lucas tenía que ser distinto de los lánguidos vizcondes y baronets de su tierra!
No obstante, volvió a alimentar esperanzas. Tal vez esa timidez no tenía nada que ver con el mismo Lucas, sino que se remontaba a una educación en exceso distinguida. Sin duda consideraba a Gwyneira tan estirada y complicada como habían sido sus institutrices y profesoras particulares. Tanto más cuanto ella era, además, noble. Seguro que Lucas temía dar algún paso en falso en su presencia. Puede que hasta tuviera algo de miedo de ella.
Gwyn intentó consolarse con estos pensamientos, aunque no lo consiguió del todo. En su caso, la curiosidad habría vencido con rapidez el miedo. Pero tal vez Lucas era de verdad tímido y necesitaba cierto tiempo para prepararse. Gwyneira pensó en su experiencia con los perros y los caballos: los animales más tímidos y reservados solían ser los mejores cuando se conseguía acceder a ellos. ¿Por qué iba a ser distinto con los seres humanos? Cuando conociera a Lucas, él se explayaría.
No obstante, la paciencia de Gwyneira iba a seguir poniéndose a prueba. No había posibilidad de que Gerald Warden partiera ese mismo día a Kiward Station, como ella deseaba en silencio. En lugar de eso, debía resolver algunos asuntos todavía en Christchurch y organizar el transporte de los muebles y otros objetos domésticos que había adquirido en Europa. Todo ello, según informó a la decepcionada joven, le llevaría uno o dos días con toda certeza. Mientras tanto, debía tranquilizarse, seguro que el largo viaje la había agotado.
A Gwyneira, la travesía más bien la había aburrido. Lo que menos deseaba era permanecer más tiempo inactiva. Así que decidió dar un paseo a caballo por la mañana, lo que provocó una nueva pelea con Gerald. Empezó bien: cuando ella le informó de que iba a ensillar a Igraine, al principio Gerald no dijo nada. Sólo cuando la señora Brewster observó horrorizada que no podía permitirse que una dama montara sin compañía, el barón de la lana se echó atrás. En ningún caso autorizaría a su futura nuera hacer algo que en los círculos distinguidos se considerase indecoroso. Por desgracia no había ahí ningún mozo de cuadras y, claro está, ninguna doncella propiamente dicha que pudiera acompañar a la joven a dar un paseo a caballo. Tal pretensión ya le pareció extraña al propietario del hotel: en Christchurch, así lo dejó bastante claro la señora Brewster, no se montaba a caballo por placer, sino para llegar a algún sitio. El hombre podía comprender el razonamiento de Gwyneira de querer mover al caballo tras tanto tiempo de inactividad en el barco, pero en ningún caso estaba preparado ni era capaz de facilitarle compañía para ello. Al final, Lady Barrington sugirió que su hijo Charles fuera con ella, y éste enseguida estuvo dispuesto a salir de paseo con Madoc. Aun así, el vizconde de catorce años no era la carabina ideal, pero Gerald ni pensó en ello y la señora Brewster guardó silencio para no enojar a Lady Barrington. Durante toda la travesía, Gwyneira había considerado al joven Charles bastante aburrido, pero por suerte éste reveló ser un buen jinete y suficientemente discreto. No confesó pues a su escandalizada madre que la silla de amazona de Gwyneira ya había llegado hacía tiempo, sino que corroboró lo que la joven decía respecto a que, lamentablemente, sólo se disponía de sillas de caballero. Y luego se comportó como si no pudiera manejar a Madoc: dejó que el semental se precipitara fuera del patio del hotel y así dio a Gwyn la oportunidad de seguirlo sin mayores discusiones sobre el decoro. Los dos rieron cuando dejaron Christchurch a sus espaldas a trote ligero.
—¡A ver quién llega antes a esa casa! —gritó Chales, poniendo a Madoc a galope. No lanzó ni una mirada a las faldas recogidas de Gwyn. Una carrera a caballo por un prado sin fin parecía seducirlo decisivamente más que las formas de una mujer.
Hacia mediodía estaban los dos de vuelta y se habían divertido mucho. Los caballos bufaban satisfechos, Cleo parecía mostrar de nuevo una sonrisa de oreja a oreja y Gwyn encontró incluso el momento para arreglarse la falda antes de cruzar la ciudad.
—Con el tiempo se me ocurrirá algo —murmuró, cubriéndose castamente el tobillo derecho con la falda. Por supuesto, al hacerlo la parte izquierda del vestido subió más—. Tal vez baste con hacer un corte por detrás.
—Funcionará siempre que no sople el viento —sonrió con ironía su joven acompañante—. Y mientras no galope. En ese caso se le subirá la falda y se le verá…, hummm…, bueno…, lo que sea que lleve debajo. Es probable que mi madre se desmaye.
Gwyneira soltó una risita.
—Es cierto. Ah, me encantaría ponerme unos pantalones y ya está. ¡Los hombres no os dais cuenta de la suerte que tenéis!
Por la tarde, exactamente a la hora del té, salió en busca de Helen. Como era obvio, corría el riesgo de tropezar en el camino con Howard O’Keefe, lo que con toda certeza Gerald desaprobaría. Pero, en primer lugar, se moría de curiosidad y, en segundo lugar, Gerald no podía en modo alguno oponerse a que presentara sus respetos al párroco. A fin de cuentas, ese hombre iba a casarla, así que la visita de presentación era un deber de cortesía.
Gwyn enseguida encontró la casa parroquial y, como era de esperar, le dispensaron una acogida muy calurosa. En efecto, la señora Baldwin se desvivía haciendo cumplidos a su visitante como si ésta perteneciera al menos a la casa real. Helen, sin embargo, no pensaba que esto se debiera a sus orígenes nobles. Los Baldwin no rendían pleitesía a la familia Silkham, para ellos la eminencia era Gerald Warden. Por otra parte, parecían asimismo conocer bien a Lucas. Y mientras que hasta el momento se habían mantenido reservados en sus observaciones sobre Howard O’Keefe, sus alabanzas respecto al futuro esposo de Gwyneira no podían ser mayores.
—¡Un joven extremadamente cultivado! —elogió la señora Baldwin.
—¡Sumamente educado y muy instruido! ¡Un hombre muy maduro y serio! —añadió el reverendo.
—¡Profundamente interesado en el arte! —intervino el vicario Chester con los ojos centelleantes—. ¡Leído, inteligente! La última vez que estuvo aquí mantuvimos por la noche una conversación tan animada que casi me olvidé de la misa de la mañana.
Tales descripciones desanimaban a Helen cada vez más. ¿Dónde estaba su granjero, su cowboy, su héroe de folletín? Por otra parte, no había ahí ninguna mujer a la que liberar de las garras de los pieles rojas. Pero en tal caso, ¿habría pasado las noches charlando con el párroco su osado pistolero en lugar de salvarla?
Helen también guardaba silencio. Se preguntaba por qué Chester no dedicaba ninguna alabanza similar a Howard. Además, los llantos de Laurie y Mary no se le iban de la cabeza. Se preocupaba por las niñas que quedaban y que todavía esperaban a sus señores en el establo. De nada servía que ya hubiera vuelto a ver a Rosemary. Por la tarde, la pequeña se había presentado en la casa del párroco haciendo una reverencia y sintiéndose muy importante con un cesto lleno de pastelillos para el té. Hacer los recados era la primera tarea que le había encomendado la señora McLaren y estaba sumamente orgullosa de poder satisfacer a todas las partes.
—Rosie da la impresión de estar contenta —se alegró también Gwyneira, que había presenciado la llegada de la pequeña.
—Ojalá a las otras les fuera tan bien…
Con la excusa de salir a tomar algo de aire fresco, Helen acompañó al exterior a su amiga y en tales circunstancias ambas jóvenes pudieron por fin pasear por las relativamente anchas calles de la ciudad y conversar con franqueza. Helen casi perdió el control. Con ojos llorosos habló a Gwyneira de Mary y Laurie.
—Y no tengo la sensación de que lleguen a superarlo —concluyó—. El tiempo cura las heridas, pero en este caso… Creo que esto las matará, Gwyn. Todavía son demasiado pequeñas. ¡Y no soporto a esos santurrones de los Baldwin! El reverendo podría haber hecho algo por las niñas. Tiene una lista de espera de las familias que buscan sirvienta. Seguro que habrían encontrado dos casas vecinas. En lugar de eso, envían a Mary con esos Willard. Se exige demasiado de la pequeña. ¡Siete hijos, Gwyneira! Y un octavo que está en camino. Mary debe ocuparse de la asistencia en el parto.
Gwyneira suspiró.
—¡Si yo hubiera estado allí! Tal vez el señor Gerald podría hacer algo. Seguro que Kiward Station precisa de personal. Y yo necesito una doncella. Mira qué pelo, se suelta cuando me lo recojo yo sola.
El aspecto de Gwyneira era en efecto un poco desarreglado.
Helen sonrió entre lágrimas y se encaminó de nuevo hacia la casa de los Baldwin.
—Ven —la invitó a entrar—. Daphne puede arreglarte el peinado. Y si hoy no viene nadie a buscarla a ella y a Dorothy, tal vez deberías hablar en serio con el señor Warden. Te apuesto que los Baldwin le obedecen si pide a Daphne o a Dorothy.
Gwyneira asintió.
—¡Y tú podrías llevarte a la otra! —sugirió—. El cuidado a fondo de una casa precisa de una sirvienta, así debería entenderlo Howard. Debemos ponernos de acuerdo, quién se lleva a Dorothy y quién se enfrenta con la afilada lengua de Daphne…
Antes de que una partida de blackjack diera respuesta a tal pregunta, las dos llegaron a la casa parroquial, ante la cual aguardaba un carruaje. Helen tomó conciencia de que su hermoso plan no iba a ejecutarse. En el patio, la señora Baldwin ya estaba conversando con una pareja de edad avanzada, mientras Daphne esperaba diligente al lado. La niña parecía un dechado de virtudes. Su vestido estaba inmaculado y el cabello tan bien recogido y tan bien peinado como Helen raras veces lo había visto. Daphne debía de haberse arreglado especialmente para ese encuentro con sus señores; al parecer, antes se había informado sobre la pareja. Su imagen pareció impresionar sobre todo a la mujer, quien, a su vez, iba vestida de forma pulcra y modesta. Bajo el sombrerito decentemente adornado con un diminuto velo, asomaba un rostro despejado y unos ojos castaños y sosegados. Su sonrisa era franca y amistosa, y era evidente que no cabía en sí de alegría por la suerte que el destino le había deparado con su nueva sirvienta.
—Salimos justo anteayer de Haldon, y ayer ya deseábamos ponernos en camino. Pero entonces mi modista quiso hacer un par de retoques en mi pedido y le dije a Richard: quedémonos un poco más y disfrutemos de una cena en el hotel. Richard estaba entusiasmado cuando esa gente tan interesante habló de que el Dublin acababa de llegar, así que pasamos una velada muy animada. Y qué bien que a Richard se le ocurriera preguntar aquí de inmediato por nuestra chica. —Mientras hablaba, la dama mostraba una expresión vivaz y se servía de las manos para dar más realce a sus palabras.
Helen la encontró simpatiquísima. Richard, su esposo, parecía más serio, pero también amistoso y bonachón.
—Miss Davenport, Miss Silkham, señor y señora Candler —les presentó a la señora Baldwin, interrumpiendo así el torrente de palabras de la señora Candler que, a ojos vistas, le resultaba cansino—. Miss Davenport ha acompañado a las niñas durante la travesía. Ella puede contarles más acerca de Daphne que yo. Así pues, me limito a dejarles en sus manos y me voy a buscar los documentos que necesitan. Después podrán llevarse a la niña.
La señora Candler se dirigió de inmediato con la misma actitud comunicativa que había adoptado antes con la esposa del pastor. Helen no se tomó la molestia de sonsacar al matrimonio información alguna sobre el futuro puesto de trabajo de Daphne. De hecho, los dos le ofrecieron un esbozo de su actual vida en Nueva Zelanda. El señor Candler contó con amenidad sus primeros años en Lyttelton, que antes todavía se conocía con el nombre de Port Cooper. Gwyneira, Helen y las niñas escucharon fascinadas sus historias sobre la pesca de la ballena y la caza de focas. El mismo señor Candler no se había arriesgado, sin embargo, a hacerse a la mar.
—No, no, eso era para locos que no tenían nada que perder. Pero yo ya tenía por ese entonces a mi Olivia y los chicos: no iba a pelearme con peces gigantes cuyo único deseo era saltarme al cuello. Además, según cómo, me daban pena esos bichos. Sobre todo las focas, con esa mirada tan mansa…
En lugar de ello, el señor Candler había gestionado una pequeña tienda que había dado tal rendimiento que más tarde, siendo los primeros colonos que se establecieron en las llanuras de Canterbury, se permitieron la compra de una bonita parcela de tierra para construir una granja.
—Pero enseguida me di cuenta de que las ovejas no eran lo mío —reconoció con franqueza—. La cría de animales no tiene para mí mucho interés y para mi Olivia tampoco. —Lanzó una cariñosa mirada a su esposa—. Así que volvimos a venderlo todo y pusimos una tienda en Haldon. Eso es lo que nos gusta, ahí hay vida y se gana dinero, y el lugar crece. Ahí se encuentran las mejores perspectivas para nuestros chicos.
Los «chicos», los tres hijos de los Candler, tenían ahora entre dieciséis y veintiún años. Helen percibió un brillo en los ojos de Daphne cuando el señor Candler los mencionó. Si la niña se comportaba con inteligencia y sacaba provecho de sus atractivos, uno de ellos cedería con certeza a sus encantos. Y si bien Helen nunca había podido imaginarse a su peculiar discípula como sirvienta, sin lugar a dudas ocuparía el lugar adecuado como esposa de un comerciante, considerada y respetada por los clientes varones.
Helen ya iba a alegrarse de corazón por Daphne, cuando la señora Baldwin reapareció en el patio, delante de los establos, acompañada en esta ocasión por un hombre alto y de espaldas anchas, rostro de rasgos angulosos y unos inquisitivos ojos azul claro. Comprendieron con la velocidad de un rayo la escena que se desarrollaba en el patio, pasearon brevemente la mirada por los Candler, con lo cual los ojos del hombre se detuvieron de forma evidente más tiempo en la señora Candler que en su esposo; luego vagaron hacia Gwyneira, Helen y las niñas. Era evidente que Helen no atrajo su atención. Parecía encontrar mucho más interesantes a Gwyn, Daphne y Dorothy. Sin embargo, bastó con su mirada huidiza para desasosegarla de forma especialmente dolorosa. Tal vez se debía a que no la miró a la cara como un caballero, sino que pareció someter a examen su silueta. Pero eso tal vez podía ser una equivocación o fruto de su imaginación…, Helen examinó al hombre con desconfianza, aunque no había nada que reprocharle. Incluso tenía una sonrisa atractiva, si bien algo falsa.
En cualquier caso, Helen no fue la única que reaccionó con inquietud. Con el rabillo del ojo, vio que Gwyn retrocedía ante el hombre de forma instintiva y la vivaz señora Candler llevaba su rechazo escrito con nitidez en el rostro. Su marido la rodeó suavemente con el brazo como si quisiera dejar claro su derecho de propiedad. El hombre hizo una expresiva mueca, como si se hubiera percatado del gesto.
Cuando Helen miró a las niñas, vio que Daphne parecía alarmada. Dorothy miraba con temor. Sólo la señora Baldwin parecía no percatarse de la extraña sensación que irradiaba el recién llegado.
—Y bien, aquí tenemos también el señor Morrison —lo presentó impasible—. El futuro señor de Dorothy Carter. Saluda, Dorothy, el señor Morrison quiere llevarte de inmediato.
Dorothy ni se movió. Parecía helada de miedo. Su rostro empalideció y las pupilas se le dilataron.
—Yo… —La niña empezó a hablar sofocada, pero el señor Morrison la interrumpió con una sonora risa.
—No tan deprisa, señora Baldwin, primero quiero echar un vistazo a la gatita. A fin de cuentas no puedo llevar a mi mujer la primera criada que encuentre. Entonces tú eres Dorothy…
El hombre se aproximó a la niña, que seguía sin moverse, tampoco cuando le apartó un mechón del cabello del rostro y, como sin querer, le acarició la tierna piel del cuello.
—Bonita. Mi esposa estará encantada. ¿También eres diestra con las manos, pequeña Dorothy? —La pregunta pareció inofensiva, pero hasta a Helen, inexperta por entero en cuestiones de sexo, le resultó evidente que ahí yacía algo más que interés por los conocimientos de Dorothy en trabajos manuales. Gwyneira, quien al menos había leído una vez la palabra «lascivia», se percató de la expresión casi voraz de los ojos de Morrison.
—Enséñame las manos, Dorothy…
El hombre desenlazó los dedos que Dorothy había unido al cruzar temerosa las manos y avanzó cauteloso por la mano derecha. El gesto se acercaba más a una caricia que a un examen de las durezas de la piel. Sujetó la mano demasiado tiempo, pero sin sobrepasar los límites de la decencia. En algún momento, la misma Dorothy salió de su inmovilismo. Retiró la mano con rudeza y dio un paso atrás.
—¡No! —exclamó—. No, yo…, yo no voy con usted…, no me gusta. —Asustada de su propio valor, bajó la mirada.
—¡Pero Dorothy, Dorothy! ¡Si no me conoces! —El señor Morrison se acercó a la niña, que bajo su mirada inquisitiva se encogió, sobre todo cuando siguió la reprimenda de la señora Baldwin.
—¡Qué comportamiento es éste, Dorothy! Pide perdón ahora mismo.
Dorothy sacudió la cabeza con vehemencia. Prefería morir antes que ir con ese hombre. No podía describir con palabras las imágenes que pasaban por su cabeza al ver esos ojos ávidos. Las imágenes del hospicio con su madre en brazos de un hombre al que ella debía llamar «tío». Recordó difusamente sus manos duras y nervudas que un día la tocaron, se introdujeron bajo su vestido… Dorothy había llorado por eso y había querido resistirse. Pero el hombre había seguido, le había acariciado zonas de su cuerpo que no podían mencionarse y que ni siquiera descubría en su totalidad cuando se lavaba. Dorothy pensó que iba a morirse de vergüenza; pero entonces llegó su madre, poco antes de que el dolor y el miedo le resultaran insoportables. Había apartado al hombre y protegido a su hija. Más tarde abrazó a Dorothy, la meció, la consoló y le advirtió de los peligros.
—¡Nunca debes permitirlo, Dottie! ¡No dejes que nunca te toquen, da igual lo que te prometan a cambio de ello! No permitas que te traten así. Esto ha sido por mi culpa. Tendría que haberme dado cuenta de cómo te miraba. ¡Nunca te quedes sola con los hombres aquí! ¡Nunca! ¿Me lo prometes?
Dorothy lo había prometido y había cumplido su palabra hasta que poco después la madre murió. Luego la habían llevado al orfanato, donde se encontraba a salvo. Pero este hombre la miraba ahora. Con más lascivia todavía que el tío. Y ella no podía negarse. No debía, le pertenecía, el mismo reverendo la castigaría si se negaba a ello. Debería partir de inmediato con ese Morrison. En su coche, a su casa…
Dorothy sollozó.
—¡No! No, no voy. ¡Miss Helen, ayúdeme! No me envíe con él. Señora Baldwin, por favor… ¡por favor!
La niña se inclinó hacia Helen buscando protección y huyó hacia la señora Baldwin cuando Morrison se le acercó sonriente.
—¿Pero, qué le pasa? —preguntó con aparente asombro, cuando la esposa del pastor se desprendió con brusquedad de Dorothy—. ¿Está enferma? La llevaremos de inmediato a la cama…
Dorothy arrojó una mirada casi enloquecida alrededor.
—¡Es el demonio! ¿Es que nadie lo ve? ¡Miss Gwyn, por favor, Miss Gwyn! ¡Lléveme con usted! Necesita una doncella. Por favor, ¡haré todo lo demás! No quiero dinero, no…
Desesperada, la niña se hincó de rodillas delante de Gwyneira.
—Dorothy, cálmate —dijo Gwyn vacilante—. Con placer se lo consultaré el señor Warden.
Morrison pareció enfadarse.
—¿Podríamos abreviar ahora? —preguntó con rudeza, ignorando a Helen y Gwyneira y dirigiéndose sólo a la señora Baldwin—. ¡Esta niña está fuera de sí! Pero mi mujer necesita ayuda, así que me la llevo de todos modos. ¡Ahora no me dé a ninguna otra! He venido a caballo ex profeso desde las llanuras…
—¿Ha venido a caballo? —preguntó Helen—. ¿Cómo quiere llevarse a la niña?
—En el caballo, detrás de mí, está claro. Se lo pasará bien. Sólo tienes que agarrarte fuerte, pequeña…
—Yo… ¡no lo haré! —balbuceó Dorothy—. Por favor, por favor, no me exija que lo haga. —Estaba ahora de rodillas delante de la señora Baldwin, mientras Helen y Gwyn contemplaban horrorizadas y el señor y la señora Candler se mantenían a distancia.
—¡Esto es horrible! —dijo la señora Candler al final—. ¡Pero diga algo, señora Baldwin! Si la niña no quiere de ninguna de las maneras, debe buscarle otra colocación. Estaremos encantados de llevárnosla. Seguro que en Haldon dos o tres familias más precisan de su ayuda.
Su esposa asintió vehemente.
El señor Morrison tomó una bocanada de aire.
—¿No irá a ceder a los caprichos de esta pequeña? —preguntó a la señora Baldwin con expresión incrédula.
Dorothy sollozaba.
Daphne había seguido la escena con expresión impasible hasta entonces. Sabía con exactitud lo que le esperaba a Dorothy, pues había vivido tiempo suficiente en la calle (y sobrevivido), para saber con más precisión que Helen y Gwyn lo que la mirada de Morrison revelaba. Hombres como ése no podían permitirse ninguna sirvienta en Londres. Pero para eso encontraban a niños suficientes en las orillas del Támesis que por un mendrugo de pan lo hacían todo. Como Daphne. Sabía perfectamente cómo evadirse del miedo, el dolor y la vergüenza, cómo separar la mente del cuerpo cuando un hombre repugnante como ése quería «jugar» un rato. Era fuerte. Pero Dorothy se desmoronaría.
Daphne miró a Miss Helen, quien justo aprendía (demasiado tarde, para Daphne) que nada podía cambiar el curso del mundo, ni siquiera comportarse como una dama. Luego miró a Miss Gwyn, quien todavía tenía que aprenderlo. Pero ésta sí era fuerte. En otras circunstancias, tal vez como mujer de un poderoso barón de la lana, podría emprender algo. Pero todavía no había llegado tan lejos.
Y luego los Candler. Gente encantadora y amable que por una vez en la vida podían dar a la pequeña Daphne, salida del arroyo, una oportunidad. Sólo con que jugara sus cartas con un poco de destreza, se casaría con uno de sus herederos y llevaría una vida respetable, tendría hijos y se convertiría en una de las «notables» del lugar. Daphne casi se habría echado a reír. Lady Daphne Candler, sonaba a uno de esos cuentos de Elizabeth. Demasiado bonito para ser verdad.
Daphne se desprendió bruscamente de su ensoñación y se dirigió a su amiga.
—Levántate, Dorothy. ¡Deja de llorar! —la riñó—. Es insoportable que te comportes así. Por mí, podemos cambiar. Vete tú con los Candler. Yo iré con él… —Daphne señaló el señor Morrison.
Helen y Gwyn contuvieron la respiración, mientras el señor Candler cogía aire. Dorothy alzó la cabeza con lentitud y mostró su cara llorosa, roja e hinchada. El señor Morrison arrugó el ceño.
—¿Es un juego? ¿Las cuatro esquinas? ¿Quién ha dicho que yo vaya cambiando de chica? —preguntó iracundo—. ¡A mí me han prometido ésta! —Agarró a Dorothy, que gritó despavorida.
Daphne se lo quedó mirando, mientras que la sombra de una sonrisa se dibujaba en su hermoso rostro. Como por descuido pasó la mano por su sobrio peinado y desprendió una mecha de su radiante cabello rojo.
—No será en perjuicio suyo —susurró al tiempo que el bucle le caía sobre hombro.
Dorothy corrió a abrazarse a Helen.
Morrison soltó una risa irónica, y esta vez sin falsedades.
—Bueno, si es así… —Y fingió como si quisiera ayudar a Daphne a recoger de nuevo su cabello—. Una gatita roja. Mi esposa estará encantada. Y seguro que serás una buena criada para ella. —Su voz era suave como la seda, pero Helen tuvo la sensación de que sólo con ese sonido se ensuciaba. A las otras mujeres pareció producirles el mismo efecto. Sólo la señora Baldwin permanecía insensible a los sentimientos, de cualquier tipo que fueran. Frunció el ceño con desaprobación y pareció reflexionar seriamente acerca de si podía permitir el intercambio de las niñas. A continuación, sin embargo, tendió a los Candler el documento que tenía preparado de Dorothy.
Daphne sólo arrojó una breve mirada antes de seguir al hombre.
—Y bien, Miss Helen —preguntó la niña—. ¿Me he comportado…, como una dama?
Helen la abrazó sin decir palabra.
—¡Te quiero y rezaré por ti! —susurró cuando la dejó partir.
Daphne rio.
—Le agradezco el cariño. Puede prescindir de la oración —dijo con amargura—. Esperemos primero a ver qué carta se saca su Dios de la manga para usted.
Una vez que se hubo librado de la cena con los Baldwin mediante manidas excusas, Helen lloró toda la noche hasta caer rendida. Hubiera abandonado la casa parroquial de inmediato y se habría cubierto en el establo con la manta que Daphne había olvidado a causa del nerviosismo. Sólo con ver a la señora Baldwin, se habría echado a gritar, y las oraciones del reverendo le resultaban como un insulto al Dios a quien su padre había servido. ¡Tenía que salir de ahí! ¡Si al menos pudiera pagarse una habitación en el hotel! Y aunque no fuera del todo decente, si pudiera salir al encuentro de su futuro esposo sin intermediarios ni carabinas… Pero no podía tardar mucho. Dorothy y los Candler ya iban camino de Haldon. Al día siguiente Howard sería informado de su llegada.