—Las niñas daban la impresión de estar bastante mal criadas —observó la señora Baldwin con expresión amarga—. Espero que sean realmente útiles a sus futuros señores.
—¡Son niñas! —suspiró Helen. ¿Acaso no había mantenido ya esta conversación con la señora Greenwood, del orfanato de Londres?—. En el fondo sólo dos de ellas son lo suficientemente mayores para trabajar. Pero todas son aplicadas y diligentes. No creo que nadie se vaya a quejar.
La señora Baldwin pareció contentarse por lo pronto con estas palabras. Condujo a Helen a la habitación de invitados y por primera vez en ese día la joven recibió una sorpresa agradable. La habitación era luminosa y estaba limpia, decorada con tapetes de florecitas y cortinas al estilo de las casas de campo. Helen suspiró aliviada. Había encallado en un entorno rural, pero no lejos de la civilización. Además apareció entonces la chica regordeta con una gran jarra de agua caliente que vació en la palangana de loza de Helen.
—Refrésquese un poco primero, Miss Davenport —indicó la señora Baldwin—. La esperamos después para cenar. No tenemos nada especial, no estábamos preparados para recibir invitados. Pero si desea pollo y puré de patatas…
Helen sonrió.
—Tengo tanta hambre que me comería el pollo y las patatas crudas. Y las niñas…
La señora Baldwin estuvo a punto de perder la paciencia.
—¡Ya nos cuidaremos de las niñas! —respondió con frialdad—. La veré después, Miss Davenport.
Helen se tomó su tiempo para lavarse a fondo, soltarse el cabello y volver a recogérselo. Pensó en si valía la pena cambiarse de ropa. Helen sólo tenía unos pocos vestidos y, por añadidura, dos de ellos estaban sucios. En realidad había reservado sus mejores ropas para el encuentro con Howard. Por otra parte, tampoco podía presentarse a la cena con los Baldwin desaliñada y sudada como se sentía. Al final se decidió por el vestido de seda azul oscuro. Un vestido de fiesta sería sin duda el apropiado para la primera noche en su nuevo hogar.
Acababa de servirse la comida cuando Helen entró en el comedor de los Baldwin. También ahí superó el mobiliario sus expectativas. El aparador, la mesa y las sillas eran de teca maciza y artísticamente tallada. O bien los Baldwin habían traído los muebles de Inglaterra, o bien Christchurch disponía de excelentes ebanistas. El último pensamiento la consoló. En caso necesario podría acostumbrarse a vivir en una cabaña de madera si el interior resultaba acogedor.
El retraso le produjo cierto malestar, pero, exceptuando a la hija de los Baldwin, una maleducada se mirase por donde se mirase, todos se levantaron para darle la bienvenida. Además de la señora Baldwin y Belinda, estaban sentados a la mesa el reverendo y un joven vicario. El reverendo Baldwin era un hombre alto y enjuto, de aspecto sumamente severo. Iba vestido de manera formal (su terno de paño marrón oscuro resultaba casi demasiado solemne para una cena familiar) y no sonrió cuando Helen le tendió la mano. En lugar de eso pareció someterla a un examen con la mirada.
—¿Es usted hija de un colega? —preguntó con una voz sonora, susceptible sin duda de llenar el espacio de la iglesia.
Helen asintió y habló de Liverpool.
—Sé que las circunstancias de mi llegada a su casa son un tanto peculiares —reconoció ruborizándose—. Pero todos seguimos la senda del Señor y no siempre nos indica los caminos ya trillados.
El reverendo Baldwin asintió.
—Es absolutamente cierto, Miss Davenport —contestó con gravedad—. Quién lo sabrá mejor que nosotros. Tampoco yo había contado con que mi Iglesia me enviaría al fin del mundo. Pero éste es un lugar muy prometedor. Con la ayuda de Dios haremos de él una ciudad cristiana y vital. Probablemente ya sepa que Christchurch va a convertirse en sede episcopal…
Helen asintió solícita. Presentía por qué el reverendo Baldwin no había rechazado su puesto en Nueva Zelanda cuando se diría que no había abandonado de buen grado Inglaterra. Parecía ambicioso; aunque sin los contactos que sin duda se precisaban en Inglaterra para ocupar un obispado. Ahí, por el contrario…, Baldwin sin duda abrigaba esperanzas. ¿Sería tan buen pastor de almas como inteligente estratega en la política eclesiástica?
No obstante, el joven vicario que estaba al lado de Baldwin le resultó sin matices más simpático. Sonrió a Helen con franqueza cuando Baldwin le presentó como William Chester y le estrechó la mano con calidez y amabilidad. Chester era de complexión delicada, delgado y pálido, con un rostro común y huesudo, en el que destacaban una nariz demasiado larga y una boca demasiado ancha. Pero todo eso se compensaba con unos ojos castaños, vivaces e inteligentes.
—El señor O’Keefe ya se ha referido a usted de forma elogiosa —dijo solícito, después de que hubo tomado asiento al lado de Helen y servido generosamente puré de patatas y pollo—. Estaba tan contento de su carta…, apuesto a que en los próximos días, en cuanto se entere de la llegada del Dublin, se presentará aquí. Esperaba otra carta. ¡Qué sorpresa se llevará cuando sepa que ya ha llegado usted! —El vicario Chester parecía tan entusiasmado como si fuera él el responsable de la unión de la joven pareja.
—¿En los próximos días? —preguntó Helen decepcionada. Había pensado que conocería a Howard al día siguiente. Enviar un mensaje a su casa no debería de ser tan difícil.
—Bueno, las noticias no llegan tan deprisa a Haldon —contestó Chester—. Debe contar con una semana de espera. Pero puede que sea más rápido. ¿No ha llegado hoy Gerald Warden con el Dublin? Su hijo mencionó que estaba en camino. ¡No se preocupe!
—Y en lo que concierne a su prometido, es usted sinceramente bienvenida —aseguró la señora Baldwin, pese a que su rostro reflejaba cualquier cosa menos sinceridad.
Helen, no obstante, se sentía insegura. ¿Acaso Haldon no estaba en los alrededores de Christchurch? ¿Hasta adónde iba a prolongarse todavía su viaje?
Se disponía a preguntarlo, cuando la puerta se abrió de par en par. Sin disculparse ni saludar, Daphne y Rosemary entraron corriendo. Las dos se habían soltado el pelo para dormir y en los bucles castaños de Rosie había briznas de heno prendidas. Las mechas rojas y rebeldes de Daphne enmarcaban su rostro como envolviéndolo en llamas. Y también sus ojos despedían chispas cuando contempló la mesa del reverendo, abastecida en abundancia. A Helen de inmediato le remordió la conciencia. Por la expresión de Daphne, todavía no habían dado nada de comer a las niñas.
Sin embargo, era evidente que en ese momento tenían otras preocupaciones. Rosemary corrió hacia Helen y la agarró por la falda.
—¡Miss Helen, Miss Helen, se están llevando a Laurie! ¡Por favor, haga algo! Mary está gritando y llorando, y Laurie también.
—¡Y también quieren llevarse a Elizabeth! —se lamentó Daphne—. Por favor, Miss Helen, ¡haga algo!
Helen se puso en pie de un brinco. Si Daphne, por lo general tranquila, estaba tan alarmada, algo horrible debía de estar sucediendo.
Miró con recelo a los comensales.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
La señora Baldwin puso los ojos en blanco.
—Nada, Miss Davenport. Ya le dije que hoy mismo podíamos contactar con dos de los futuros señores de las huérfanas. Han llegado para recoger a las niñas. —Sacó una hoja del bolsillo—. Lea: Laurie Alliston va con los Lavender y Elizabeth Beans con la señora Godewind. Todo como debe ser. No entiendo por qué se ha armado tanto alboroto. —Lanzó una mirada de censura a Daphne y Rosemary. La pequeña lloró. Daphne, por el contrario, devolvió la mirada con sus ojos centelleantes.
—Laurie y Mary son mellizas —explicó Helen. Estaba enfurecida, pero se obligó a conservar la serenidad—. Nunca las habían separado. No entiendo por qué las alojan en familias distintas. Debe de haber un error. Y Elizabeth no querrá irse sin haberse despedido. Por favor, acompáñeme, reverendo, y aclare este asunto. —Helen decidió no perder más tiempo con la insensible señora Baldwin. Las niñas formaban parte del ámbito de las competencias del reverendo, así que ya era hora de que se ocupase de una vez de ellas.
Por fin el párroco se puso en pie, si bien era visible que lo hacía de mala gana.
—Nadie nos ha informado de lo de las mellizas —explicó cuando entró circunspecto en el establo—. Claro que era obvio que se trataba de hermanas, pero es del todo imposible alojarlas en la misma casa. Aquí apenas se encuentra servicio inglés. Hay una lista de espera para estas niñas. No podemos conceder dos niñas a una sola familia.
—Pero una sola no será de utilidad, las niñas se pegan la una a la otra como lapas —razonó Helen.
—Tendrán que separarse —replicó con sequedad el reverendo.
Delante del establo esperaban dos vehículos, uno de ellos era una camioneta de reparto ante la cual esperaban aburridos dos pesados caballos bayos. El otro vehículo era un cabriolé negro y elegante tirado por un brioso palafrén que apenas podía quedarse quieto. Un hombre alto y chupado lo sostenía relajadamente por la brida y le iba dirigiendo susurros apaciguadores. Sacudiendo la cabeza miraba una y otra vez al establo, donde no cesaban los llantos y lamentos de las niñas. Helen creyó distinguir compasión en su mirada.
En los cojines del pequeño asiento se hallaba una delicada y anciana dama. Iba vestida de negro y sus cabellos, blancos como la nieve y recogidos con esmero bajo una toca, contrastaban de forma sugerente. También su tez era muy clara, como de porcelana, y unas arrugas minúsculas le cruzaban la cara dándole la textura de una seda antigua. Delante de ella se encontraba Elizabeth haciendo una educada reverencia. La anciana dama parecía conversar amistosa y benévolamente con la niña. Sólo de vez en cuando, ambas miraban inquietas y con pena hacia el establo.
—Jones —dijo finalmente la dama al conductor, cuando Helen y el reverendo se acercaban—. ¿Puede entrar y poner remedio a esas lamentaciones? Nos resulta muy incómodo. ¡Esas niñas lloran a lágrima viva! Averigüe de qué se trata y ponga solución al problema.
El conductor ató las riendas al pescante y se levantó. No parecía muy entusiasmado. Consolar el llanto infantil no debía de estar comprendido entre sus quehaceres habituales.
Entretanto, la anciana dama advirtió al reverendo Baldwin y lo saludó con afecto.
—Buenas noches, reverendo. Es un placer verlo. Pero no deseo entretenerle, es evidente que ahí dentro se reclama su presencia. —Señaló al establo, tras lo cual el conductor volvió a ocupar su sitio, suspirando aliviado. Si el mismo reverendo se ocupaba del asunto, él ya no era necesario.
Baldwin pareció reflexionar acerca de si debía proceder a la debida presentación de Helen y la dama antes de internarse en el establo. Luego desestimó la idea y se encaminó al centro del tumulto.
En medio del griterío, Mary y Laurie se mantenían abrazadas y sollozando mientras una mujer robusta intentaba separarlas. Un individuo de hombros anchos, pero de actitud pacífica estaba de pie al lado, impotente. También Dorothy parecía indecisa respecto a si debía actuar o limitarse a suplicar y rogar.
—¿Por qué no se lleva a las dos? —preguntaba desesperada—. Por favor, ya ve que así no conseguirá nada.
El hombre parecía ser de la misma opinión. Con un tono de urgencia, se dirigió a su esposa.
—Sí, Anna, al menos tendríamos que pedirle al reverendo que nos dé a las dos niñas. La pequeña todavía es muy joven y tierna. No puede hacer sola el trabajo pesado. Pero si las dos se ayudan…
—Si se quedan juntas, se limitarán a cotillear y no harán nada —respondió la mujer sin compasión. Helen contempló unos ojos azules y fríos en un rostro despejado y autocomplaciente—. Sólo pedimos una, y sólo nos llevaremos una.
—Entonces lléveme a mí —se ofreció Dorothy—. Soy más alta y más fuerte.
Anna Lavender pareció satisfecha con esta solución. Observó con agrado la complexión, a ojos vistas más sólida, de Dorothy.
Pero Helen sacudió la cabeza.
—Obras como una auténtica cristiana, Dorothy —intervino, mirando de soslayo a los Lavender y al reverendo—. Pero esto no soluciona el problema, sino que lo aplaza tan sólo por un día. Mañana vendrán tus nuevos señores y Laurie tendrá que marcharse con ellos. No, reverendo, señor Lavender, tenemos que buscar una solución para que las mellizas permanezcan juntas. ¿No hay dos familias vecinas que hayan solicitado servicio? Así al menos las niñas podrían verse en su tiempo libre.
—¡Y pasar todo el día lloriqueando sin descanso por estar juntas! —espetó la señora Lavender—. ¡Ni hablar! Me llevo a esta niña o a otra. Pero sólo a una.
Helen pidió ayuda al reverendo con la mirada. Sin embargo, éste no mostró indicios de apoyarla.
—En el fondo, sólo puedo dar la razón a la señora Lavender —dijo por el contrario—. Cuanto antes separen a las niñas, mejor. Así que callad de una vez, Laurie y Mary. Dios os ha traído a las dos juntas a este país, una muestra de clemencia por su parte, también podría haber elegido a una y dejado a la otra en Inglaterra. Pero ahora os guía por senderos distintos. No es una separación para siempre, os reuniréis de nuevo en la misa del domingo o en las grandes festividades de la iglesia. Dios os tiene en Su pensamiento y sabe lo que se hace. Nosotros nos sentimos en la obligación de seguir su mandato.
»Serás para los Lavender una buena criada, Laurie. Y Mary se marcha mañana con los Willard. Las dos son familias buenas y cristianas. Os darán de comer, os vestirán de forma conveniente y llevaréis una vida decente. Laurie, no tienes nada que temer si ahora eres obediente y te vas con los Lavender. Pero si no hay otro remedio, el señor Lavender te dará unos buenos azotes.
El señor Lavender no daba en absoluto la impresión de ser un hombre que pegara a niñas pequeñas. Por el contrario, miraba con franca compasión a Mary y Laurie.
—Escucha, pequeña, vivimos en Christchurch —se dirigió apaciguador a la llorosa niña—. Y todas las familias de los alrededores vienen de vez en cuando aquí para comprar y para ir a misa. No conozco a los Willard, pero seguro que podemos ponernos en contacto con ellos. Cuando vengan, te daremos el día libre y podrás pasarlo todo entero con tu hermana. ¿Te sirve esto de consuelo?
Laurie asintió, pero Helen se preguntó si de verdad entendía de qué se trataba. A saber dónde vivían esos Willard: el que el señor Lavender ni siquiera los conociera no era buena señal. ¿Y serían ellos tan comprensivos con su pequeña sirvienta como él? ¿Se llevarían a Mary a la ciudad cuando sólo iban de vez en cuando a comprar?
En cualquier caso, Laurie parecía ahora vencida por el agotamiento y la pena. Se dejó separar de su hermana sin rechistar. Dorothy tendió al señor Lavender el hatillo de la niña. Helen le dio un beso de despedida en la frente.
—¡Todas te escribiremos! —le prometió.
A Helen se le partió el corazón cuando los Lavender se llevaron a la niña. Y para colmo oyó entonces que Daphne le murmuraba a Dorothy:
—Ya te había dicho que Miss Helen no podía hacer nada —susurró la niña—. Es buena, pero le pasa como a nosotras. Mañana vendrá un tipo y se la llevará, y tiene que ir a casa de ese señor Howard, como Laurie a la de los Lavender.
Helen bullía de indignación, pero ésta pronto se convirtió en un profundo sentimiento de inquietud. Daphne no se equivocaba. ¿Qué iba hacer si Howard no se casaba con ella? ¿Qué sucedería si él no le gustaba? No podía volver a Inglaterra. ¿Habría realmente ahí puestos para institutrices o profesoras?
Helen apartó de sí ese pensamiento. Hubiera preferido acurrucarse en un rincón y llorar como solía hacer de pequeña. Pero eso concluyó cuando murió su madre. A partir de entonces tuvo que ser fuerte. Y eso significaba armarse de paciencia y dejar que le presentaran a la anciana dama que al parecer se encontraba ahí a causa de Elizabeth.
El reverendo adoptó de nuevo una afectada gravedad. Al menos en este caso no había estallado ningún drama. Al contrario, Elizabeth se veía animada y contenta.
—Miss Helen, ésta es la señora Godewind. —La niña procedió a las presentaciones antes de que el reverendo pudiera expresar palabra—. ¡Viene de Suecia! Está muy al norte, todavía más lejos de aquí que Inglaterra. Todo el invierno está nevando, ¡todo el invierno! Su esposo era capitán de un gran barco y a veces se iba con él de viaje. ¡Ha estado en la India! ¡Y en América! ¡Y en Australia!
La señora Godewind se rio del entusiasmo de Elizabeth. Tenía un rostro enérgico que no respondía a su edad.
Helen le tendió la mano amistosamente.
—Hilda Godewind. Así que usted es la profesora de Elizabeth. La pone por las nubes, ¿lo sabía? Y a un tal Jamie O’Hara. —Guiñó un ojo.
Helen respondió también con una sonrisa y un gesto de complicidad y se presentó con su nombre completo.
—¿Debo entender que desea tomar a Elizabeth a su servicio? —se informó luego.
La señora Godewind asintió.
—Si Elizabeth así lo desea. No quiero arrancarla de aquí como acaba de hacer esa gente con la otra pequeña. ¡Es repugnante! De todos modos, había pensado que las niñas eran mayores…
Helen asintió. Habría abierto su corazón a esa simpática y pequeña dama. Estaba definitivamente al borde de las lágrimas. La señora Godewind la examinó con la mirada.
—Ya veo que todo esto no es de su agrado —observó—. Además está usted tan agotada como las niñas… ¿Han cruzado a pie Bridle Path? ¡Es inadmisible! ¡Deberían de haberles enviado mulos! Y yo también debería haber venido mañana. A las niñas seguro que les habría gustado pasar otra noche juntas. Pero cuando me dijeron que tenían que dormir en un establo…
—Yo iré encantada con usted, señora Godewind —intervino Elizabeth radiante—. Y mañana mismo empezaré a leerle Oliver Twist. Imagínese, Miss Helen, la señora Godewind no conoce Oliver Twist. Le he contado que lo habíamos leído durante el viaje.
La señora Godewind convino amablemente.
—Entonces recoge tus cosas, pequeña, y despídete de tus amigas. A usted también le gusta, Jones, ¿no es cierto? —Se dirigió a su conductor quien, claro está, asintió con diligencia.
Poco después, cuando Elizabeth ya se había acomodado con su hatillo junto a la señora Godewind y las dos proseguían su animada conversación, el conductor se dirigió a Helen en un aparte.
—Miss Helen, esta niña ofrece una buena impresión, pero ¿es realmente de confianza? Me rompería el corazón que la señora Godewind sufriera un desengaño. Ha puesto tantas ilusiones en la pequeña inglesa…
Helen le aseguró que no podía imaginarse a otra niña más lista y agradable.
—¿Necesita entonces la niña como compañía? Me refiero a que…, para eso suelen contratarse a jóvenes mayores y más cultivadas.
El sirviente le dio la razón.
—Sí, pero primero hay que encontrarlas. Y la señora Godewind tampoco puede permitirse grandes gastos, sólo cuenta con una pequeña pensión. Mi esposa y yo administramos la casa, pero mi mujer es maorí, sabe…, puede peinarla, cocinar y ocuparse de ella, pero leerle en voz alta y contarle historias no sabe. Por eso pensamos en una muchacha inglesa. Vivirá conmigo y mi esposa y ayudará un poco en el cuidado de la casa, pero sobre todo le hará compañía a la señora Godewind. Puede estar segura de que no le faltará nada.
Helen asintió confiada. Al menos Elizabeth estaría en buenas manos. Un diminuto rayo de luz al final de un día horrible.
—Venga pasado mañana a tomar el té con nosotros —la invitó la señora Godewind, antes de que el cabriolé se pusiera en marcha.
Elizabeth agitó la mano feliz.
A Helen, por el contrario, ya no le quedaban fuerzas para entrar en el establo y consolar a Mary ni tampoco para reanudar la conversación en torno a la mesa del reverendo Baldwin. Sin embargo, todavía tenía hambre, pero se consoló con la idea de que los restos se emplearían, con algo de suerte, en beneficio de las niñas. Se disculpó cortésmente y se fue a la cama. Mañana apenas si podría ser peor.
Al día siguiente el sol brillaba radiante sobre Christchurch y lo impregnaba todo de una luz cálida y amable. Desde la habitación de Helen se abría una fascinante vista panorámica de la cadena montañosa que limitaba las llanuras de Canterbury y las calles de la pequeña ciudad se veían a la luz del sol limpias y acogedoras. De la sala del desayuno de los Baldwin salía el aroma de pan recién horneado y té. A Helen se le hizo la boca agua. Esperó que ese buen comienzo fuera un buen presagio. No cabía duda de que el día anterior simplemente se había figurado que la señora Baldwin era desagradable e insensible, su hija huraña y mal educada y el reverendo Baldwin mojigato y totalmente indiferente al bienestar de las niñas de su parroquia. A la luz del nuevo día, juzgaría con mayor benevolencia a la familia del pastor, seguro. Pero primero tenía que ir a ver a las niñas.
En el establo se encontró con el vicario Chester, que consolaba en vano a la todavía llorosa Mary. La pequeña lloraba y preguntaba entre gemidos por su hermana. Ni siquiera tomó el pastelito que el joven sacerdote le tendió como si un poco de azúcar pudiera aliviar toda la pena del mundo. La niña parecía completamente extenuada, era evidente que no había conciliado el sueño. Helen no pensaba en entregar de inmediato a la niña a otra gente extraña.
—Si Laurie llora tanto y tampoco come nada, los Lavender seguro que la enviarán de vuelta —dijo esperanzada Dorothy.
Daphne alzó la mirada al cielo.
—No te lo crees ni tú. Esa vieja la reñirá o la encerrará en el armario de las escobas. Y si no come, se alegrará de ahorrarse una comida. Es más fría que el morro de un perro, esa pájara…
»Oh, buenos días, Miss Helen. Espero que al menos usted haya dormido bien. —Daphne miró con los ojos brillantes a su profesora sin mostrar el menor respeto y no hizo ningún gesto de disculpa por lo de “pájara”.
—Tal como viste tú misma ayer —contestó Helen en un tono gélido—, no tuve la menor posibilidad de ayudar a Laurie. Pero voy a intentar hoy entrar en contacto con la familia. Exceptuando lo dicho, sí, he dormido muy bien, y seguro que tú también. A fin de cuentas, sería la primera vez que te hubieras dejado influir por los sentimientos de tus semejantes.
Daphne inclinó la cabeza.
—Lo siento, Miss Helen.
Helen se sorprendió. ¿Había alcanzado, por así decirlo, un logro educacional?
Ya entrada la mañana, aparecieron los futuros señores de la pequeña Rosemary. Helen ya estaba asustada antes de la entrega, pero esta vez experimentó una agradable sorpresa. Los McLaren, un hombre bajito y gordinflón con una cara amable y mofletuda, y su no menos bien alimentada esposa, que parecía una muñeca con sus mejillas rojas como manzanas y sus ojos redondos y azules, llegaron hacia las once a pie. Resultó que la panadería de Christchurch era de su propiedad: los panecillos frescos y los pastelillos de té, cuyo aroma había despertado a Helen por la mañana, eran de su producción. Puesto que el señor McLaren empezaba a trabajar antes del amanecer y se iba por consiguiente temprano a la cama, la señora Baldwin no había querido molestar a la familia el día anterior y esperó a informarla de la llegada de la niña a la mañana del día siguiente temprano. En ese momento habían cerrado la tienda para recoger a Rosemary.
—¡Dios mío, pero si todavía es una niña! —exclamó asombrada la señora McLaren cuando la amedrentada Rosemary hizo una reverencia ante ella—. Y antes tendremos que darte unas cuantas papillas, ¿verdad fideíto? ¿Cómo te llamas?
La señora McLaren se dirigió primero con cierto reproche a la señora Baldwin, quien recibió la objeción sin comentarios. Pero cuando habló con Rosemary, se acuclilló afable delante de la niña y le sonrió.
—Rosie… —susurrró la pequeña.
La señora McLaren le acarició el pelo.
—Qué nombre tan bonito. Rosie, había pensado que quizá te gustaría vivir con nosotros y ayudarme un poco en el cuidado de la casa y en la cocina. Y es obvio que también en la pastelería. ¿Te gusta preparar pasteles, Rosemary?
Rosie reflexionó.
—Me gusta comer pasteles —respondió.
Los McLaren rieron, él como si cloqueara y ella como en un alegre falsete.
—Es la mejor condición previa —declaró con seriedad el señor McLaren—. Sólo a quien le gusta comer bien, sabe también cocinar bien. ¿Qué piensas, Rosie, te vienes con nosotros?
Helen suspiró aliviada cuando Rosemary asintió con determinación. Los McLaren tampoco parecían estar muy sorprendidos de que a su casa llegara más bien una niña acogida y no una criada.
—En Londres también adiestré a un joven del orfanato —resolvió el enigma el señor MacLaren poco después. Habló un poco más con Helen mientras su mujer ayudaba a Rosie a recoger sus cosas—. Mi patrón había pedido un niño de catorce años para que arrimara el hombro con nosotros. Y nos enviaron a un renacuajo que parecía tener diez años. Sin embargo, era un jovencito diestro. La patrona lo alimentó bien y con el tiempo se ha convertido en un oficial panadero reconocido. ¡Si nuestra Rosie también da tan buen resultado, no nos quejaremos de los gastos de crianza! —Sonrió a Helen y tendió una bolsa con pan a Dorothy que había traído para las niñas en especial—. ¡Pero reparte bien, chica! —la exhortó—. Ya sabía que habría más niños aquí y la esposa del pastor no es conocida precisamente por su generosidad.
Daphne enseguida tendió la mano con avidez hacia los pasteles. Era probable que todavía no hubiese desayunado, al menos, no lo suficiente. Mary, por el contrario, seguía estando desconsolada y todavía lloró más cuando Rosemary también se fue.
Helen decidió distraer un poco a las niñas y les anunció que ese día darían clase como en el barco. Mientras no estuvieran con sus familias, era mejor que siguieran aprendiendo en vez de haraganear. En atención al hecho de que se encontraban en casa de un pastor, Helen escogió en esa ocasión la Biblia como lectura.
Daphne empezó a leer con desgana la historia de las bodas de Caná y cerró gustosa el libro cuando la señora Baldwin apareció poco después. La acompañaba un hombre alto y rechoncho.
—Miss Davenport, es muy loable que se entregue a la edificación de las niñas —declaró la esposa del párroco—. Pero entretanto debería haber hecho callar de una vez a esta niña.
Miró malhumorada a la llorosa Mary.
—Pero ahora da igual. Éste es el señor Willard y se llevará a Mary Alliston a su granja.
—¿Va a vivir sola con un granjero? —exclamó Helen.
La señora Baldwin alzó la mirada al cielo.
—¡No, por Dios! ¡Sería una indecencia! No, no, es indudable que el señor Willard tiene esposa y siete hijos.
El señor Willard asintió orgulloso. Parecía muy simpático. Su rostro, surcado de arrugas de expresión, mostraba también las huellas de un arduo trabajo al aire libre que debía cumplirse fuera cual fuese el tiempo que hacía. Sus manos eran como garras encallecidas y bajo la ropa se percibían los músculos.
—Los mayores ya trabajan duro en los campos conmigo —explicó el granjero—. Pero mi mujer necesita que la ayuden con los pequeños. En el cuidado de la casa y del establo también, claro está. Y a ella no le gustan las mujeres maoríes. Sus hijos deben ser educados, según ella, por cristianos decentes. ¿Quién es nuestra sirvienta? Tendrá que ser fuerte, a ser posible, el trabajo es pesado.
El señor Willard pareció igual de horrorizado que Helen cuando la señora Baldwin le señaló a Mary.
—¿La pequeña? ¡Está usted de broma, señora Baldwin! ¡Sería como tener un octavo hijo en casa!
La señora Baldwin lo miró con severidad.
—Si no la pone entre algodones, será capaz de realizar un trabajo duro. En Londres nos han garantizado que todas las niñas han cumplido ya los trece años y que están disponibles sin restricciones. Así pues, ¿se la lleva o no?
El señor Willard pareció dudar.
—A mi esposa le urge que la ayuden —dijo mirando a Helen y casi disculpándose—. En Navidad dará a luz a nuestro próximo hijo, alguien tendrá que echarle una mano. Venga, ven pequeña, ya nos las apañaremos. Venga, vamos, ¿a qué esperas? ¿Y por qué lloras? ¡Dios mío, no tengo ningunas ganas de cargar con más problemas! —Sin volver la vista a Mary, el señor Willard salió del establo. La señora Baldwin le puso a la niña el hatillo en la mano.
—Ve con él. ¡Y sé una criada obediente! —dijo a Mary. Ésta no replicó. Únicamente lloraba. Lloraba y lloraba.
—Esperemos que al menos su esposa muestre un poco de compasión —suspiró el vicario Chester. Había presenciado la escena tan impotente como Helen.
Daphne resopló con rabia.
—¡Mostrar compasión cuando lleva ocho críos colgados de las faldas! —respondió al sacerdote—. Y ese hombre cada año le hace uno más. Pero dinero no tienen, y lo poco que hay se lo bebe él. Así se le atraganta a uno la compasión. Ni siquiera ellos mismos dan pena.
El vicario Chester la miró horrorizado. Era evidente que se estaba preguntando en ese mismo instante cómo esa niña se desenvolvería en las funciones de sumisa sirvienta en la casa de uno de los dignos notables de Christchurch. Helen, por el contrario, ya no se sorprendía ante los estallidos de Daphne y se percató de que cada vez los comprendía mejor.
—Pero Daphne, Daphne. El señor Willard no da la impresión de malgastar el dinero emborrachándose —llamó a la niña a la moderación. A partir de ahí, ya no podía censurar a Daphne, no cabía la menor duda de que tenía toda la razón. La señora Willard no cuidaría de Mary. Ya tenía bastantes hijos propios como para preocuparse por ella. La pequeña criada no sería más que mano de obra barata. También el vicario debía de ser de la misma opinión. En cualquier caso, no puso ninguna objeción a las insolentes palabras de Daphne, sino que hizo el breve ademán de bendecirla antes de abandonar el establo. Sin duda, ya había descuidado durante mucho tiempo sus tareas y el reverendo le amonestaría por ello.
Helen quería volver a abrir la Biblia, pero ni ella ni sus discípulas tenían en el fondo ningún interés por textos edificantes.
—Siento curiosidad por saber qué nos espera —dijo Daphne al final, poniendo palabras a los pensamientos de las niñas que quedaban—. La gente debe de vivir bastante lejos si todavía no se han presentado para recoger a sus esclavas. ¡Practica otra vez cómo se ordeñan las vacas, Dorothy! —Señaló la vaca del pastor, la que con certeza había descargado de algunos litros de leche la noche anterior. La señora Baldwin no había permitido en absoluto que las niñas se beneficiaran de los restos de la cena, sino que les habían enviado una sopa clara y un poco de pan duro al establo. No cabía la menor duda de que las niñas no echarían de menos la acogedora casa del reverendo.