En efecto, el viaje se acercaba ahora a su fin. El Dublin surcaba el mar de Tasmania entre Australia y Nueva Zelanda, los pasajeros de la entrecubierta se superaban unos a otros rumoreando acerca de a qué distancia se encontraban del nuevo país. Algunos ya acampaban en la cubierta antes de la salida del sol para ser los primeros en divisar su nuevo hogar.
Elizabeth se entusiasmó cuando Jamie O’Hara la despertó una vez con tal propuesta, pero Helen le ordenó con firmeza que se quedara en cama. Sabía por Gwyneira que todavía tardarían dos o tres días en divisar tierra y entonces el capitán les informaría en el momento oportuno.
Por fin ocurrió, incluso a la clara luz de la mañana. El capitán hizo aullar las sirenas del barco y en cuestión de segundos todos los pasajeros se reunieron en la cubierta principal. Gwyneira y Gerald estaban, cómo no, en primera fila, pero al principio no veían más que nubes. Una capa blanca de algodón extendida a lo largo ocultaba la vista de la tierra. Si los marineros no hubieran asegurado a los viajeros que la isla del Sur se ocultaba ahí detrás, el fenómeno de la nube no habría despertado especial atención.
Sólo cuando se acercaron a la costa, se fueron dibujando las montañas en la niebla, peñas de contorno escarpado, tras las cuales se amontonaban de nuevo las nubes. Era algo raro, como si la montaña estuviera suspendida en un blanco luminoso de algodón.
—¿Estará siempre tan nublado? —preguntó Gwyneira poco entusiasmada. Por bonita que fuera la vista, podía imaginarse muy bien lo húmedo y frío que sería el paseo a caballo por el desfiladero que separaba Christchurch de los embarcaderos de las naves de alta mar. Según le había explicado Gerald, el puerto se llamaba Lyttelton. El recinto todavía estaba en construcción y una fatigosa cuesta conducía a las primeras casitas. Para llegar al mismo Christchurch había que ir a pie o a caballo, pero el camino era a veces tan escarpado y difícil que unos expertos en el lugar debían tirar de los animales por la brida. De ahí que el camino recibiera el nombre de Bridle Pass, Paso de Brida.
Gerald sacudió la cabeza.
—No. Es más bien inusual que se ofrezca tal visión al viajero. Y seguro que trae suerte… —Sonrió contento a ojos vistas de volver a contemplar su hogar—. Al fin y al cabo se dice que el país se presentó precisamente así a los viajeros de la primera canoa, que transportaba a gente de Polinesia hacia Nueva Zelanda. De ahí procede el nombre maorí de Nueva Zelanda: Aotearoa, la tierra de la gran nube blanca.
Helen y sus niñas miraban fascinadas el espectáculo de la naturaleza.
Daphne, sin embargo, parecía intranquila.
—No hay casas —observó pasmada—. ¿Dónde están los diques y las instalaciones portuarias? ¿Dónde están los campanarios? ¡Sólo veo nubes y montañas! No tiene nada en común con Londres.
Helen intentó sonreír animosa, pese a que compartía en el fondo la sorpresa de Daphne. También ella se había criado en la ciudad y tal desmesura de la naturaleza le resultaba ajena. No obstante, ella al menos había contemplado diversos paisajes ingleses, mientras que las niñas sólo conocían las calles de la gran ciudad.
—Claro que no es Londres, Daphne —le explicó—. Aquí las ciudades son mucho más pequeñas. Pero también Christchurch tiene su campanario, que se convertirá en una catedral como la abadía de Westminster. Además no puedes ver casas simplemente porque no atracamos justo en la ciudad. Debemos…, hummm, debemos caminar un poco, hasta…
—¿Caminar un poco? —Gerald Warden había escuchado sus palabras y rio sonoramente—. Sólo puedo desearle, Miss Davenport, que su estupendo prometido le envíe un mulo. En caso contrario gastará hoy mismo la suelas de sus zapatitos de ciudad. El Bridle Path es un angosto paso montañoso, resbaladizo y húmedo a causa de la niebla. Y cuando la bruma se levanta hace un calor de mil demonios. Pero mira, Gwyneira, ¡ahí está Lyttelton Harbour!
Las gentes del Dublin compartieron la excitación de Gerald cuando la niebla dejó a la vista una recogida bahía en forma de pera. Según Gerald esa dársena natural era de origen volcánico. La bahía estaba rodeada de montañas y ahora se distinguían también un par de casas y pasarelas de desembarco.
—No tema usted —dijo jovialmente el médico del barco a Helen—. Desde hace poco hay un servicio de lanzadera que va una vez al día desde Lyttelton hasta Christchurch. Allí podrá alquilar un mulo. No tendrá que escalar como los primeros colonos.
Helen titubeó. Tal vez ella pudiera alquilar un mulo, pero ¿qué iba a hacer con las niñas?
—¿A qué…, a qué distancia está? —preguntó indecisa, mientras el Dublin se aproximaba ahora veloz a la costa—. ¿Y debemos llevar nosotras todo el equipaje?
—Como guste —respondió Gerald—. Puede enviarlo también por barco, río Avon arriba. Pero, por supuesto, eso cuesta dinero. La mayoría de los nuevos colonos arrastra sus cosas por el Bridle Path. Son casi veinte kilómetros.
Helen decidió de inmediato que transportaran sólo su querida mecedora. Ella misma llevaría el resto del equipaje como los demás inmigrantes. Podía recorrer veinte kilómetros, ¡seguro que podía hacerlo! Aunque, naturalmente, nunca lo había intentado antes…
Entretanto, la cubierta principal se había vaciado: los pasajeros se precipitaban a sus camarotes para empaquetar sus pertenencias. Ahora que por fin habían alcanzado su destino querían desembarcar lo antes posible. En la entrecubierta reinaba un alboroto similar al del día de la partida.
En primera clase se procedía de forma más sosegada. En general, el equipaje era entregado: los servicios de los transportistas se hacían cargo de los señores y conducían tierra adentro, con mulos, a personas y mercancías. La señora Brester y Lady Barrington ya temblaban, empero, antes del viaje a caballo por el Paso. Ninguna estaba acostumbrada a montar en caballo o mulo, y, por añadidura, habían escuchado cuentos horripilantes sobre los peligros del camino. Gwyneira, por el contrario, estaba impaciente por subir a lomos de Igraine, razón ésta por la que no tardó en enzarzarse en una encarnizada discusión con Gerald.
—¿Quedarnos una noche más aquí? —preguntó perpleja cuando él le explicó que iban a alojarse en el modesto pero recientemente accesible hostal de Lyttelton—. ¿Y por qué?
—Porque será imposible descargar los animales antes de entrada ya la tarde —respondió Gerald—. Y porque debo pedir arrieros para llevar las ovejas por el Paso.
Gwyneira sacudió la cabeza sin comprender.
—¿Que necesita ayuda para eso? Yo sola puedo guiar las ovejas. Y también contamos con dos caballos. No tenemos que esperar a los mulos.
Gerald soltó una sonora carcajada y Lord Barrington intervino de inmediato.
—¿Quiere conducir las ovejas por el Paso, señorita? ¿A caballo como un cowboy americano? —Al lord le pareció, a ojos vistas, el mejor chiste que había oído en mucho tiempo.
Gwyneira puso los ojos en blanco.
—Naturalmente, no soy yo misma quien guía a las ovejas —observó—. Eso lo hacen Cleo y los otros perros que el señor Warden ha comprado a mi padre. Es cierto que los animales todavía son jóvenes y no han sido suficientemente adiestrados. Pero son sólo treinta ovejas. Eso lo consigue Cleo sin la menor ayuda, si así debe ser.
La perrita había oído su nombre y abandonó su rincón para acercarse de inmediato. Moviendo la cola y con unos ojos radiantes de entusiasmo y devoción se detuvo ante su dueña. Gwyn la acarició y le informó de que por fin hoy concluiría el aburrimiento en el barco.
—Gwyneira —protestó Gerald irritado—, no he comprado esas ovejas y perros y los he transportado por medio mundo para que se caigan en el próximo precipicio que encuentren. —Odiaba que un miembro de su familia se pusiera en ridículo. Y aun más cuando cuestionaba sus indicaciones o simplemente las ignoraba—. No conoces Bridle Path. Es un camino traicionero y peligroso. Ningún perro puede guiar él solo las ovejas por allí ni tampoco puedes limitarte a recorrerlo a caballo. He pedido que esta noche preparasen unos corrales para las ovejas. Mañana haré que conduzcan a los caballos y tú irás en mulo.
Gwyneira echó imperiosa la cabeza hacia atrás. Odiaba que menospreciaran sus aptitudes y las de sus animales.
—Igraine va por cualquier camino y tiene el paso más seguro que cualquier mulo —aseguró con voz firme—. Y Cleo jamás ha perdido una oveja, tampoco le pasará hoy. Espere y verá cómo esta tarde estaremos en Christchurch.
Los hombres siguieron riéndose, pero Gwyneira estaba firmemente decidida. ¿Para qué tenía el mejor perro pastor de Powys, cuando no de todo Gales? ¿Y para qué se habían estado criando durante siglos caballos diestros y de paso seguro? Gwyneira ardía en deseos de demostrárselo a los hombres. ¡Éste era un mundo nuevo! Aquí no permitiría que le hicieran adoptar el papel de la mujercita modosa que seguía las órdenes de los hombres sin rechistar.
Helen se sentía totalmente mareada cuando al fin, hacia las tres de la tarde, puso pie en suelo neozelandés. La tambaleante pasarela de desembarco no le pareció mucho más segura que las planchas del Dublin, pero se balanceó intrépidamente sobre ella y por fin llegó a tierra firme. Se había sacado tal peso de encima que se habría hincado de rodillas y besado el suelo, como habían hecho sin complejos la señora O’Hara y otros cuantos colonos. Las niñas de Helen y los demás niños de la entrecubierta danzaban por ahí alegremente y sólo con esfuerzo se los pudo apaciguar para que pudieran, junto con los otros supervivientes del viaje, rezar una oración de gracias. Sin embargo, Daphne seguía decepcionada. Las pocas casas que bordeaban la bahía de Lyttelton no se correspondían con su idea de una ciudad.
Helen ya había encargado el transporte de la mecedora en el barco. En esos momentos ascendía despacio, con la bolsa de viaje en una mano y la sombrilla apoyada en el hombro, por una amplia vía de acceso hacia las primeras casitas. Las niñas la seguían dóciles con su hatillo. Encontró la subida hasta allí agotadora, pero no peligrosa o en absoluto intolerable. Si no empeoraba, superaría el camino hasta Christchurch. Pese a todo, por fin llegaron al centro de la colonia de Lyttelton. Había un pub, una tienda y un hotel que parecía digno de confianza. Pero, claro está, sólo los ricos se beneficiarían de él. Los pasajeros de la entrecubierta que no quisieran partir de inmediato hacia Christchurch, podían alojarse en las sencillas barracas y tiendas. Muchos nuevos colonos aprovecharon esa posibilidad. Otros emigrantes tenían parientes en Christchurch y habían acordado con ellos que les enviaran animales de carga tan pronto llegara el Dublin.
Helen albergaba leves esperanzas cuando vio que los mulos del transportista aguardaban delante del bar. Aunque Howard todavía no sabría nada de su llegada, habían comunicado al párroco de Christchurch, el reverendo Baldwin, que las seis huérfanas llegarían con el Dublin. Tal vez había tomado medidas para lo que quedaba de su viaje. Helen se informó con los muleros, pero ninguno de ellos había recibido indicaciones al respecto. Sabían que tenían que recibir unas mercancías para el reverendo Baldwin, y también les habían dado aviso de los Brewster, pero el párroco no había mencionado a las pequeñas.
—Ya veis, niñas, no nos queda otro remedio que ir caminando —dijo Helen, resignándose al final a su destino—. Y cuanto antes mejor, así lo habremos dejado a nuestras espaldas.
A Helen no le parecieron lugar seguro las tiendas y barracas que habrían podido constituir una alternativa a la excursión. Era evidente que hombres y mujeres dormían también ahí separados, pero no había puertas que pudieran cerrarse y seguro que en Lyttelton reinaba la misma escasez de mujeres que en Christchurch. ¿Quién sabía lo que se les ocurriría a los hombres si les servían una mujer y seis niñas en bandeja de plata?
Helen partió pues junto a otras familias de inmigrantes que también querían emprender de inmediato la marcha hacia Christchurch. Entre ellas estaban los O’Hara y Jamie se ofreció caballerosamente a cargar las pertenencias de Elizabeth junto con las suyas. Pero su madre se lo prohibió de forma categórica: los O’Hara transportaban todos sus enseres domésticos por las montañas y todos tenían más que suficiente que llevar. En un caso así, la resuelta mujer decidió que la cortesía era un lujo superfluo.
Pasados los primeros kilómetros bajo el sol, Jamie pensaría como ella. La niebla se había disipado, tal como Gerald había predicho, y Bridle Path estaba expuesto a un cálido sol primaveral. Para los inmigrantes, esto seguía siendo difícil de entender. En casa, en Inglaterra, ya se contaba en esos momentos con las primeras tormentas de otoño, pero ahí en Nueva Zelanda la hierba acababa de empezar a brotar y el sol a subir cada vez más. En efecto, la temperatura era muy agradable, pero subir por la larga pendiente con la ropa de abrigo del viaje resultaba abrumador, pues muchos de los viajeros se habían puesto varias prendas una encima de la otra para llevar un fardo más pequeño. Incluso los hombres pronto empezaron a jadear. Por otra parte, también los tres meses de inactividad en el mar habían menoscabado la condición física de los trabajadores más fuertes. Así que el camino no sólo se fue haciendo cada vez más empinado, sino también más peligroso. Las niñas lloraban de miedo cuando tenían que pasar por el borde de un cráter. Mary y Laurie se abrazaban con tal desesperación la una a la otra que casi corrían el peligro de caerse a causa de ello. Rosemary se colgaba de la falda de Helen y escondía la cabeza en los pliegues de su vestido cuando el precipicio se abría demasiado peligrosamente. La misma Helen ya hacía tiempo que había cerrado la sombrilla. La necesitaba de bastón de paseo y ya no tenía energía suficiente para apoyarla en el hombro con elegancia y feminidad. Ese día no le importaba su cutis.
Tras una hora de marcha, los caminantes estaban cansados y sedientos, pero ya habían recorrido más de tres kilómetros.
—En lo alto de la montaña venden refrescos —consoló Jamie a las niñas—. Al menos eso es lo que han dicho en Lyttelton. Y en el transcurso de la subida hay albergues donde tomarse un respiro. Sólo tenemos que llegar arriba, luego lo peor ya habrá pasado. —Y dicho esto emprendía con resolución el nuevo trecho y las niñas lo seguían por el suelo pedregoso.
Durante el ascenso, Helen no tuvo apenas tiempo de contemplar el paisaje, pero lo que vio era desalentador. Las montañas eran peladas, grises y ralas.
—Piedra volcánica —comentó el señor O’Hara, quien ya había trabajado en la minería. Pero Helen recordó la «montaña infierno» de una balada que su hermana a veces cantaba. Precisamente así, yermo, descolorido e interminable, había imaginado el telón de fondo de la condena eterna.
Gerald Warden había podido descargar sus animales una vez que todos los pasajeros hubieron desembarcado; pero también los hombres de la agencia de transportes acababan de preparar sus mulos para emprender la marcha.
—¡Lo lograremos antes de que oscurezca! —garantizaron a las temerosas ladies que acababan de subirse a lomos de los mulos—. Son unas cuatro horas. A eso de las ocho de la noche ya habremos llegado a Christchurch. Puntuales para la cena en el hotel.
—¡Lo ve! —dijo Gwyneira a Gerald—. Podemos ir con ellos. Aunque está claro que solos iríamos más deprisa. A Igraine no le gustará ir trotando detrás de los mulos.
Para disgusto de Gerald, Gwyneira ya había ensillado los caballos mientras él controlaba el desembarco de las ovejas. Gerald logró a duras penas contenerse para no largarle una reprimenda. De todos modos estaba de mal humor. No había nadie que supiera tratar a las ovejas, no había corrales preparados y el rebaño se desparramaba de forma pintoresca por la colina de Lyttelton. Los animales disfrutaban de la libertad tras el largo tiempo transcurrido en el vientre del barco y brincaban revoltosos como corderitos por la escasa hierba del poblado. Gerald riñó a dos marineros que lo habían ayudado a descargar los animales y les ordenó con energía que los reunieran y vigilaran mientras él organizaba la construcción de un corral provisorio. Los hombres, sin embargo, consideraron que su tarea ya estaba concluida. Con la insolente respuesta de que eran gente de mar y no pastores se dirigieron al bar que acababa de inaugurarse poco tiempo atrás. Tras el largo período de abstinencia a bordo, estaban sedientos de alcohol. Las ovejas de Gerald no eran asunto suyo.
En cambio sonó en ese momento un estridente silbido que no sólo dio un susto enorme a Lady Barrington y la señora Brewster, sino también a Gerald y los muleros. Además, el sonido no procedía de cualquier niño de la calle, sino de una joven dama de sangre azul que hasta ahora se había comportado de forma juvenil y bien educada. Otra Gwyneira se reveló en ese momento. La joven se había percatado del problema de Gerald con las ovejas y puso remedio sin dilación. Silbó a su perrita y Cleo obedeció entusiasmada. Como un pequeño relámpago negro corrió a toda velocidad colina arriba y abajo y rodeó a las ovejas, que pronto se agruparon. Como guiados por una mano invisible, los animales se dirigieron en formación hacia Gwyneira, que esperaba tranquila, al contrario de los jóvenes perros de Gerald, que en realidad iban a ser transportados en cajas por barco hasta Christchurch. Cuando sintieron el olor de las ovejas, los pequeños collies se comportaron de forma tan salvaje que rompieron sin esfuerzo las livianas cajas de planchas de madera. Los seis animales brincaron fuera y se abalanzaron de inmediato sobre el rebaño. Sin embargo, antes de provocar el pavor entre las ovejas, los perros se dejaron caer en el suelo como si cumplieran una orden. Jadeando excitados, con sus rostros inteligentes y expectantes de collie vueltos hacia el rebaño, permanecieron tendidos, listos para intervenir cuando una oveja se saliera de la fila.
—¿Lo ve? —dijo Gwyneira con calma—. Los cachorros dan estupendos resultados. Con ese gran macho fundaremos aquí una línea por la que a los ingleses se les caerá la baba. ¿Nos ponemos en marcha, señor Gerald?
Sin esperar su respuesta, se montó asimismo en la yegua. Igraine hacía escarceos excitada. También ella ansiaba ponerse por fin en acción. El marinero que había aguantado al joven semental, entregó aliviado el nervioso animal a Gerald.
Gerald oscilaba entre la cólera y la admiración. La actuación de Gwyneira había sido impresionante, pero eso no le daba derecho a desacatar sus órdenes. Y ahora no podía silbar de vuelta sin quedar mal ante los Brewster y los Barrington.
Tomó de mala gana las riendas del pequeño semental. Había cruzado más de una vez Bridle Path y conocía el peligro. Emprender el camino ya entrada la tarde siempre suponía un riesgo. Incluso cuando no se guiaba ningún rebaño de ovejas y sobre un dócil mulo en lugar de a lomos de un joven caballo macho apenas domado.
Por otra parte, no sabía dónde meter las ovejas en Lyttelton. Al final, su inepto hijo no había tomado medidas para alojarlas en el puerto. Y en el presente era seguro que no encontraría a nadie que construyera un corral antes de que oscureciera. Los dedos de Gerald se contrajeron de rabia alrededor de la brida. ¡Cuándo aprendería Lucas a pensar más allá de las paredes de su estudio!
Gerald apoyó iracundo un pie en el estribo. Naturalmente, a lo largo de su dinámica vida había aprendido a manejar un caballo de forma aceptable, pero no era su medio de locomoción favorito. Cruzar Bridle Path a lomos de un joven semental era para Gerald algo similar a una prueba de valor, y odiaba a Gwyneira precisamente porque lo forzaba a hacerlo. El espíritu rebelde de la joven, que a Gerald tanto le había gustado mientras iba dirigido contra su padre, resultaba ahora a ojos vistas escandaloso.
Gwyneira, que lo precedía relajada y alegre a la grupa de la yegua, nada sospechaba de los pensamientos de Gerald. Se alegraba más bien de que su futuro suegro no hubiera dicho nada sobre la silla para caballero que había colocado a Igraine. Su padre habría armado un alboroto de mil demonios si se hubiera aventurado a abrirse de piernas encima de un caballo en compañía. Sin embargo, Gerald no pareció advertir cuán indecoroso resultaba que así sentada la falda de su vestido de montar se deslizara hacia arriba y dejara al descubierto los tobillos. Gwyneira intentó tirar de la falda hacia abajo, pero luego se olvidó del asunto. Ya tenía trabajo suficiente con Igraine, que ansiaba ponerse delante de los mulos y recorrer el Paso a galope. Los perros, a su vez, no necesitaban ninguna vigilancia. Cleo ya sabía de qué se trataba y guiaba el rebaño de ovejas con destreza también en el sendero, cuando el camino se estrechaba. Los perros jóvenes la seguían por tamaño y provocaron que la señora Brewster incluso bromeara al respecto:
—Me recuerdan un poco a Miss Davenport y sus niñas huérfanas.
Helen se hallaba al límite de sus fuerzas, cuando, dos horas después de haberse puesto en marcha, oyó el sonido de unos cascos a sus espaldas. El camino seguía ascendiendo y continuaba sin haber nada más que un paisaje montañoso, yermo e inhóspito. Así y todo, uno de los emigrantes les dio ánimos. Pocos años atrás se había embarcado y en 1836 había llegado a esa región en una de las primeras expediciones, había escalado Port Hills y se había enamorado de tal modo de la vista de las llanuras de Canterbury que regresaba ahora con su mujer y los hijos para asentarse ahí. Anunciaba en ese momento a su agotada familia el final del ascenso. Sólo unos pocos recodos más en el camino y llegarían a la cima.
El camino, sin embargo, seguía siendo estrecho y escarpado, y los muleros no podían adelantar a los caminantes. Tras éstos se sucedían las quejas. Helen se preguntó si Gwyneira estaría entre los jinetes. Se había percatado de la diferencia de opiniones entre ella y Gerald y tenía curiosidad por saber quién había ganado la pelea. Su fino olfato pronto le indicó que Gwyneira debía de haberse impuesto. No había duda de que olía a oveja y, puesto que se avanzaba con lentitud, también llegaban desde atrás balidos de protesta.
Y entonces, por fin llegaron al lugar más alto del Paso. En una especie de plataforma, los tenderos que habían montado los puestos de refrescos esperaban a los caminantes. Ahí era tradición descansar para disfrutar ya con calma de la primera vista del nuevo hogar. Sin embargo, Helen no mostró ningún interés al principio. Se limitó a arrastrase a uno de los puestos y aceptó una gran jarra de cerveza de jengibre. Sólo una vez que hubo bebido se dirigió al punto desde el que se contemplaba el panorama y donde ya se habían detenido fascinadas muchas más personas.
—¡Qué bonito! —susurró Gwyneira arrebatada. Todavía iba a la grupa de su caballo y podía mirar por encima de los demás inmigrantes. Helen, por el contrario, sólo disfrutó de una visión limitada desde la tercera fila. No obstante, fue suficiente para dar un fuerte impulso a su entusiasmo. Lejos a sus pies, el paisaje montañoso cedía lugar a una pradera de un verde delicado a través de la cual serpenteaba un riachuelo. En la orilla opuesta se hallaba la colonia de Christchurch; pero era totalmente diferente de la ciudad floreciente que Helen había esperado. Era cierto que se reconocía un pequeño campanario, pero ¿no habían hablado de una catedral? ¿No iba a convertirse ese lugar en sede episcopal? Helen había contado al menos con que estaría en obras, pero no había nada a la vista. Christchurch no era más que un conjunto de casitas de colores, la mayoría de madera y sólo unas pocas de la arenisca de que había hablado el señor Warden. Recordaba mucho a Lyttelton, la pequeña ciudad portuaria que acababan de dejar. Y era probable que no ofreciera mucho más en cuanto a comodidades y vida social.
Gwyneira, por el contrario, apenas si lanzó al lugar un segundo vistazo. Era diminuto, sí, pero ella ya estaba acostumbrada a los pueblos de Gales. Lo que le fascinaba era el interior del país. Una pradera casi infinita se extendía bajo el sol de la tarde ya avanzada y tras las llanuras se elevaban majestuosas las montañas cubiertas en parte de nieve. Estaban con toda seguridad a kilómetros y kilómetros de distancia, pero el aire era tan nítido que parecía como si estuvieran al alcance de la mano. Unos niños incluso extendieron los brazos hacia ellas.
La vista recordaba al paisaje de Gales o de algunas otras partes de Inglaterra en las que el prado delimitaba el paisaje de las colinas. Ésta era la causa por la que el entorno les parecía vagamente familiar tanto a Gwyneira como a muchos otros inmigrantes. Sin embargo, todo era más claro, más grande, más extenso. Ni corrales ni muros recortaban el paisaje y sólo de vez en cuando se distinguía alguna casa. Gwyneira experimentó un sentimiento de libertad. Aquí podría galopar sin límites y las ovejas podrían desperdigarse por un territorio enorme. Nunca más volvería a oír que la hierba no era suficiente o que debía reducirse el número de animales. ¡Había tierra en abundancia!
La ira de Gerald contra la joven se disipó al ver su rostro radiante. Reflejaba el mismo sentimiento de felicidad que también él sentía cada vez que miraba esa tierra. Aquí Gwyneira se sentiría como en casa. Tal vez no amara a Lucas, pero seguro que sí amaría esa tierra.
Helen llegó a la conclusión de que tenía que apañárselas. Eso no era lo que ella había imaginado, pero por otra parte todos le habían asegurado que Christchurch era una comunidad floreciente. La ciudad crecería. En algún momento habría escuelas y bibliotecas; tal vez incluso podría contribuir en su construcción. Howard parecía ser un hombre interesado en la cultura, sin duda la apoyaría. Y sobre todo: no tenía que amar ese país, sino a su esposo. Encajó resuelta su decepción y se dirigió a las niñas.
—En marcha, niñas. Ya habéis tomado vuestro refresco, ahora debemos continuar. Pero cuesta abajo es más fácil. Y al menos ahora tenemos nuestra meta a la vista. Venid, vamos a hacer una apuesta. Quien llegue antes a la próxima hostería, tendrá una limonada de más.
La siguiente hostería no se encontraba muy lejos. Ya en las estribaciones de la montaña se hallaban las primeras casas. El camino se ensanchaba y los jinetes pudieron adelantar a los caminantes. Cleo pasó junto a los colonos guiando el rebaño de ovejas y Gwyn fue tras ella montada sobre Igraine, que seguía con sus escarceos. Poco antes, en las sendas realmente peligrosas, los caballos se habían comportado al menos de forma modélicamente sosegada. Incluso el pequeño Mardoc se encaramaba con habilidad por los pedregosos caminos y Gerald no tardó en sentirse más seguro. Entretanto había decidido borrar de su memoria el desagradable episodio con Gwyneira. De acuerdo, la chica había impuesto su voluntad, pero eso no tenía por qué volver a suceder. Había que poner freno al carácter indómito de esa princesita galesa. A ese respecto, Gerald era, no obstante, optimista: Lucas exigiría a su esposa un comportamiento impecable y Gwyneira había sido educada para vivir junto a un gentleman. Tal vez prefiriese las cacerías y el adiestramiento de los perros, pero a la larga se rendiría a su destino.
Los viajeros llegaron al río Avon a la postrera luz del día y los jinetes pronto lo cruzaron. Todavía había tiempo suficiente para cargar las ovejas en el transbordador antes de que los caminantes llegaran, de modo que los acompañantes de Helen sólo maldijeron el hecho de que el transbordador se hubiera ensuciado con el sirle de las ovejas y no la demora.
Las muchachas londinenses contemplaron extasiadas el agua del río, clara como el cristal, pues hasta ese momento sólo habían visto las turbias y malolientes del Támesis. Llegada a ese punto, a Helen le daba todo igual: sólo ansiaba una cama. Esperaba que el reverendo al menos fuera hospitalario con ella. Debía de haber preparado algo para las niñas, era imposible que ese mismo día las enviara a las casas de sus señores.
Agotada, Helen preguntó delante del hotel y del establo de alquiler por dónde llegar a la casa parroquial. Vio entonces a Gwyneira y el señor Warden que acababan de salir de los establos. Habían provisto a los animales de un buen alojamiento y ahora les esperaba una cena de celebración. Helen sintió muchísima envidia de su amiga. ¡Cuánto le hubiera agradado refrescarse primero en la habitación limpia de un hotel y sentarse después a una mesa ya servida! Pero todavía tenía por delante la marcha a través de las calles de Christchurch y luego las negociaciones con el párroco. Las niñas murmuraban a sus espaldas y las pequeñas lloraban de agotamiento.
Por fortuna, el camino hasta la iglesia no era largo. Hasta entonces no había grandes distancias en Christchurch. Helen sólo tuvo que doblar tres esquinas con las niñas para llegar ante la puerta de la casa parroquial. Comparado con la casa del padre de Helen y la de los Thorne, el edificio de madera pintado de amarillo presentaba un aspecto mísero, pero la iglesia contigua no resultaba más representativa. Al menos, una bonita aldaba de latón, representando la cabeza de un león, decoraba la puerta de la casa. Daphne la golpeó con resolución.
Al principio no sucedió nada. Luego apareció en el umbral una muchacha de rostro ancho y expresión desabrida.
—¿Y vosotras qué queréis? —preguntó con grosería.
Todas las niñas, excepto Daphne, retrocedieron asustadas. Helen dio un paso hacia delante.
—Primero queremos desearle unas buenas noches, ¡¡miss!! —contestó resoluta—. Y luego quisiera hablar con el reverendo Baldwin. Mi nombre es Helen Davenport. Lady Brennan debe de haberme mencionado en alguna de sus cartas. Y ellas son las niñas que el reverendo solicitó en Londres para darles aquí una colocación.
La joven asintió y se mostró algo más amable. No obstante, de su boca no salió ningún saludo y siguió lanzando miradas de desaprobación a las niñas huérfanas.
—Creo que mi madre la esperaba mañana. Voy a avisarle.
La joven se disponía a marcharse, pero Helen la retuvo.
—Miss Baldwin, las niñas y yo tenemos a nuestras espaldas un viaje de dieciocho mil millas. ¿No cree que la cortesía exige que nos haga pasar y nos invite a tomar asiento? —La muchacha hizo una mueca.
—Puede usted entrar —contestó—. Pero las crías no. Váyase a saber qué bichos traerán después del viaje en la entrecubierta. ¡Estoy segura de que mi madre no querrá que entren en casa!
Helen estaba furiosa, pero se contuvo.
—Entonces también yo espero fuera. He compartido el camarote con las niñas. Si ellas tienen bichos, yo también los tengo.
—Como usted quiera —respondió indiferente la muchacha. Se internó en la casa arrastrando los pies y cerró la puerta tras de sí.
—¡Una auténtica lady! —dijo Daphne riendo con ironía—. Algo en sus clases debe de haber entendido mal, Miss Davenport.
En realidad, Helen debería haberla reprendido, pero le faltaba la energía. Y si el comportamiento cristiano de la madre semejaba al de la hija necesitaría un poco de fuerza para enfrentarse a ella.
Al menos la señora Baldwin apareció enseguida y se esforzó también por comportarse con gentileza. Era más baja y no tan regordeta como su hija. Sobre todo, no tenía esa cara redonda. En lugar de ello, sus rasgos eran más aquilinos, con ojos pequeños y juntos y una boca que debía forzar para sonreír.
—¡Qué sorpresa, Miss Davenport! Claro que la señora Brennan ha hablado de usted, y de forma muy positiva, si me permite la observación. Entre, por favor, Belinda ya está preparándole la habitación de invitados. Bueno, y a las niñas también tendremos que alojarlas una noche. Aunque… —Meditó unos minutos y pareció repasar mentalmente una lista—. Los Lavender y la señora Godewind viven cerca. Puedo enviar a alguien enseguida. Tal vez quieran recibir a sus niñas hoy mismo. El resto puede dormir en el establo. Pero, por favor, entre, Miss Davenport. Fuera hace frío.
Helen suspiró. Hubiera aceptado con agrado la invitación, pero era indudable que así no se hacían las cosas.
—Señora Baldwin, también las niñas tienen frío. Han recorrido una distancia de veinte kilómetros y necesitan una cama y comida caliente. Y hasta que no sean entregadas a sus señores, están bajo mi responsabilidad. Así se acordó con la dirección del orfanato y para eso me pagan. Enséñeme pues el alojamiento de las niñas primero y luego aceptaré de buen grado su hospitalidad.
La señora Baldwin hizo una mueca, pero no dijo nada más. En lugar de ello hurgó en los bolsillos de un amplio delantal que cubría un vestido informal pero caro, sacó una llave y condujo a las niñas y a Helen a una esquina de la casa. Había allí un establo para un caballo y una vaca. El henil contiguo desprendía un olor aromático y estaba acogedoramente equipado con un par de mantas. Helen se rindió a lo inevitable.
—Ya habéis oído, niñas. Hoy por la noche dormiréis aquí —les explicó a las pequeñas—. Extended bien vuestras sábanas para que después no llevéis los vestidos llenos de heno. Seguro que en la cocina tenéis agua para lavaros. Yo me encargaré de que esté a vuestra disposición. Y luego volveré para comprobar que os habéis preparado como unas buenas cristianas para la noche. Primero a lavarse, luego a rezar. —Helen quería dar una impresión de severidad, pero no lo consiguió del todo ese día. Tampoco ella habría tenido ningunas ganas de desvestirse a medias en ese establo y de lavarse con agua fría. En consecuencia, el control de esa noche no sería demasiado estricto. Las niñas tampoco parecieron tomarse las indicaciones excesivamente en serio. En lugar de responder a su profesora con un solícito «Sí, Miss Helen», la asaltaron con más preguntas.
—¿No nos van a dar nada de comer, Miss Helen?
—¡Yo no puedo dormir en la paja, Miss Helen, me da asco!
—¡Seguro que hay pulgas!
—¿No podemos ir con usted, Miss Helen? ¿Y qué pasará con esa gente que a lo mejor viene? ¿Vienen a recogernos, Miss Helen?
Helen suspiró. Durante todo el viaje había intentado preparar a las niñas para la inminente separación el día después de la llegada. Al mismo tiempo, tampoco quería poner a la señora Baldwin todavía más contra ella y las niñas. Así que respondió de forma evasiva.
—Instalaos primero y descansad. Todo lo demás llegará, no os preocupéis. —Acarició consoladora los cabellos rubios de Laurie y Mary. Era evidente que las niñas estaban al borde de sus fuerzas. Dorothy hizo incluso la cama de Rosemary, que se durmió enseguida. Helen le hizo un gesto de reconocimiento.
—Luego vendré a veros otra vez —anunció—. ¡Prometido!