Y entonces, cuando la primera y fatigosa parte del viaje se había superado, la vida social a bordo del Dublin se animó.
El médico del barco asumió por fin sus tareas de profesor, por lo que los hijos de los emigrantes tuvieron otra cosa que hacer que fastidiarse unos a otros y molestar a sus padres y, sobre todo, a las niñas de Helen. Las últimas tuvieron la oportunidad de destacar en las clases y Helen se sintió orgullosa de ellas. Al principio había esperado contar con algo de tiempo libre gracias a las horas de enseñanza, pero luego prefirió supervisar las tareas. Ya el segundo día, las chismosas de Mary y Laurie volvieron de clase con unas noticias preocupantes.
—Daphne le ha dado un beso a Jamie O’Hara —informó jadeante Mary.
—Y Tommy Sheridan quería tocar a Elizabeth, pero ella le ha dicho que la esperaba un príncipe y entonces todos se han echado a reír —añadió Laurie.
Helen llamó primero a capítulo a Daphne, quien no mostró el menor sentimiento de culpabilidad.
—Jamie me ha dado a cambio un buen trozo de salchicha —dijo con toda tranquilidad—. La han traído de casa. Y todo fue muy rápido, ¡no tiene ni idea de dar un beso de verdad!
Helen estaba horrorizada de los conocimientos a ojos vistas más profundos de Daphne. La reprendió con severidad pese a que sabía que no iba a conseguir nada con ello. El sentido de moral y decencia de Daphne sólo se aguzaría, quizás, a largo plazo. Así que Helen asistía primero a la clase de las niñas y luego ella misma asumió cada vez más obligaciones en la escuela y en la preparación de las misas dominicales. El médico del barco se lo agradecía: él no tenía madera ni de maestro ni de predicador.
Por las noches casi cada día había música en la entrecubierta. Los viajeros se habían resignado a la pérdida de su antiguo hogar o encontraban cierto consuelo en cantar viejas melodías en inglés antiguo, irlandés y escocés. Algunos se habían embarcado con su instrumento, así que se oía el sonido de violines, flautas y armónicas. Los viernes y sábados había baile y de nuevo Helen tuvo que refrenar a Daphne, sobre todo. Permitía de buen grado que las mayores escucharan la música y también contemplaran el baile durante una hora. Después, sin embargo, debían meterse en cama, a lo que Dorothy se prestó sensatamente, mientras que Daphne buscaba excusas para quedarse y llegó incluso a marcharse a hurtadillas después de ir a la cama pensando que Helen dormía.
En la cubierta superior las actividades sociales transcurrían de forma más cultivada. Se interpretaban conciertos y obras de teatro, y, por supuesto, las cenas se celebraban de forma solemne en el comedor. Gerald Warden y Gwyneira compartieron mesa con un matrimonio londinense cuyo hijo más joven estaba estacionado en una guarnición en Christchurch y pensaba establecerse definitivamente allí. El joven tenía la intención de casarse y entrar en el comercio de la lana. Había pedido a su padre que le concediera un anticipo de la herencia. El señor y la señora Brewster —dos personas en la cincuentena, dinámicas y resolutivas— habían comprado sin demora los billetes para viajar a Nueva Zelanda. Antes de desprenderse del dinero, tronó la señora. Brewster, quería echar un vistazo al lugar y, sobre todo, a su futura nuera.
—Peter nos ha escrito que es medio maorí —dijo la señora Brewster vacilante—. Y que es tan bonita como una de esas muchachas de los mares del Sur que a veces se ven en cuadros. Pero no sé, una nativa…
—Puede ser muy práctico para la compra de tierras —intervino Gerald—. A uno de mis conocidos le regalaron en una ocasión la hija de uno de los jefes de tribu y con ella diez hectáreas de los mejores pastos. Mi amigo se enamoró de inmediato. —Gerald guiñó un ojo de forma expresiva.
El señor Brewster soltó una estruendosa carcajada a causa de la broma y Gwyn y la señora Brewster sonrieron más bien de manera forzada.
—Además, la hija podría ser la amiguita de su hijo —siguió reflexionando Gerald—. Debería de tener unos quince años ahora, una edad apta para el matrimonio entre los nativos. Y las mestizas suelen ser preciosas. Los maoríes de pura sangre por el contrario…, vaya, no son de mi gusto. Demasiado bajos, demasiado achaparrados y después están los tatuajes…, pero a cada uno lo suyo. En materia de gustos no hay disputas.
A partir de las preguntas de los Brewster y las respuestas de Gerald, Gwyneira adquirió algo más de conocimiento respecto a su futura tierra de acogida. Hasta el momento el barón de la lana había hablado sobre todo de las posibilidades económicas de la cría de ganado y de los pastos de las llanuras de Canterbury, pero ahora oía por vez primera que toda Nueva Zelanda se componía de dos grandes islas y que Christchurch y Canterbury estaban situadas en la isla Sur. Oyó hablar de montañas y fiordos, pero también del bosque de lluvia similar a una jungla, de las estaciones de los balleneros y de la búsqueda de oro. Gwyneira recordó que Lucas, por lo que le habían dicho, investigaba sobre la flora y la fauna de la región, así que sustituyó en el acto sus sueños de arar y sembrar junto a su esposo por la fantasía casi igual de excitante de emprender expediciones a territorios todavía sin explotar de las islas.
En algún momento, no obstante, se agotó tanto la curiosidad de los Brewster como las ganas de contar de Gerald. Era evidente que éste conocía bien Nueva Zelanda, pero animales y paisajes sólo le interesaban por lo que suponían desde el punto de vista económico. A la familia Brewster parecía sucederle lo mismo. Para ellos lo más importante era si el lugar era seguro y si emprender un negocio allí arrojaría beneficios. Mientras se discutía sobre tales cuestiones se mencionaron los nombres de distintos comerciantes y granjeros, y Gwyneira aprovechó la oportunidad de ejecutar el plan por largo tiempo acariciado y preguntar inocentemente por un gentlemanfarmer de nombre O’Keefe.
—Tal vez lo conozca. Debe de vivir en algún lugar de las llanuras de Canterbury.
La reacción de Gerald Warden la sorprendió. Su futuro suegro se puso colorado al instante y pareció que los ojos se le salían de las órbitas a causa de la excitación.
—¿O’Keefe? ¿Un terrateniente? —Gerald escupió estas palabras y resopló escandalizado—. ¡Conozco a un pillo y usurero llamado O’Keefe! —siguió vociferando—. Una escoria que debería ser devuelta a Irlanda de inmediato. ¡O hacia Australia, a las colonias de reclusos que es de donde procede! ¡Granjero y gentleman! ¡Qué gracia! Olvídese, Gwyneira; ¿dónde ha escuchado ese nombre?
Gwyneira hizo un gesto apaciguador con la mano. El señor Brewster, por su parte, se apresuró a volver a llenar de whisky el vaso de Gerald. Al parecer esperaba que tuviera un efecto calmante. La señora Brewster se había sobresaltado de verdad, cuando Warden empezó a gritar.
—Seguro que debo de referirme a otro O’Keefe —se apresuró a decir Gwyneira—. Una joven de la entrecubierta, una institutriz inglesa, se ha prometido a él. Dice que es uno de los notables de Christchurch.
—¿Ah, sí? —preguntó Gerald con desconfianza—. Es raro que se me haya pasado por alto. Un terrateniente en la región de Christchurch que con este condenado hijo de perra…, oh, discúlpenme, señoras…, tenga la mala fortuna de compartir nombre debería resultarme, sin lugar a dudas, conocido. O’Keefe es un sujeto de dudosa reputación.
—O’Keefe es un nombre muy frecuente —lo tranquilizó el señor Brewster—. Es absolutamente posible que haya dos O’Keefe en Christchurch.
—Y el señor O’Keefe de Helen escribe cartas muy bonitas —añadió Gwyneira—. Debe de ser muy cultivado.
Gerald soltó una escandalosa carcajada.
—Bueno, entonces seguro que se trata de otro. ¡El viejo Howie apenas si logra escribir su nombre sin faltas! Pero Gwyn, no me gusta que vayas a la entrecubierta. Mantén la distancia con la gente de allí, también con supuestas institutrices. La historia me resulta sospechosa, así que no hables más con ella.
Gwyneira frunció el ceño. El resto de la tarde estuvo enfadada y en silencio. Más tarde, en su camarote, su cólera fue verdaderamente en aumento.
¿Qué se figuraba Warden? La evolución desde «milady» hasta «Lady Gwyneira» y ahora al breve «Gwyn» y el desenfadado tuteo y mando sobre lo que debía hacer había sucedido bastante deprisa. ¡Se negaba rotundamente a romper el contacto con Helen! La joven era la única persona en todo el barco con la que podía charlar con franqueza y sin temor. Pese a sus distintos orígenes sociales e intereses, ambas se estaba haciendo cada vez más amigas.
Además, Gwyn les había tomado cariño a las seis niñas. En especial le entusiasmaba la seria Dorothy, pero también la soñadora Elizabeth, la pequeña Rosie, y también la algo turbia, pero sin duda lista y vivaracha, Daphne. Le hubiera encantado llevárselas a las seis a Kiward Station y en realidad había planeado hablar con Gerald sobre contratar al menos a una nueva sirvienta. Por el momento no le parecía oportuno, pero todavía quedaba mucho tiempo y Warden sin duda se calmaría. Más dolores de cabeza le producía lo que acababa de escuchar sobre Howard O’Keefe. Bien, el apellido era frecuente, y que hubiera dos O’Keefe en la región no era, sin lugar a dudas, nada insólito. ¿Pero dos Howard O’Keefe?
¿Qué tenía Gerald en contra del futuro esposo de Helen?
Gwyn hubiera compartido con agrado sus reflexiones con Helen, pero se contuvo. ¿De qué hubiera servido torpedear la paz interior de su amiga y atizar sus miedos? Al fin y al cabo, todo eso no eran más que vanas especulaciones.
Entretanto hacía un calor casi agobiante a bordo del Dublin. El sol brillaba sin piedad en el cielo. En un principio, los emigrantes disfrutaron de él, pero ahora, tras casi ocho semanas en el barco, los ánimos cambiaron. Mientras que el frío de la primera semana había provocado más bien apatía, la gente cada vez estaba más excitada a causa del calor y el bochorno.
En la entrecubierta, los tripulantes se peleaban y se enfadaban por naderías. Se produjeron las primeras peleas entre los hombres, incluso entre viajeros y miembros de la tripulación cuando alguien creía que le habían dado gato por liebre en el reparto de las porciones de comida o agua. El médico empleaba ginebra en abundancia para limpiar las heridas y calmar los ánimos. Además, en casi todas las familias se producían desacuerdos; la inactividad forzada era enervante. Sólo Helen mantenía la tranquilidad y el orden en su camarote. Seguía ocupando a las niñas en las interminables tareas de aprendizaje acerca de las labores en una casa de la clase alta. A Gwyneira misma le daba vueltas la cabeza cuando las escuchaba.
—¡Dios mío, tengo suerte de librarme! —agradecía sonriente a su destino—. ¡Nunca hubiera sido la señora idónea para administrar una casa así! Me hubiera olvidado sin cesar de la mitad de las cosas. Y sería incapaz de mandar a la sirvienta a que limpiara la plata cada día. ¡Es un trabajo inútil por completo! ¿Y por qué hay que doblar de manera tan complicada las servilletas? De todos modos se utilizan cada día.
—Es una cuestión de belleza y decoro —le comunicó Helen con determinación—. Además, pronto deberás poner cuidado en todo esto. Ya que, según he oído, te aguarda una casa señorial en Kiward Station. Tú misma me has contado que el señor Warden se ha guiado por la arquitectura de las casas de campo inglesas para construir la suya y se ha hecho decorar las habitaciones por un interiorista londinense. ¿Crees que ha renunciado a una cubertería de plata, candelabros, bandejas y fruteros? ¡Y la mantelería forma parte de tu ajuar!
Gwyneira suspiró.
—Debería de haberme casado en Tejas. Pero en serio, yo creo…, espero…, que el señor Warden exagere. Puede que sea un gentleman, pero debajo de todos esos elegantes modales se esconde un tipo bastante rudo. Ayer ganó el señor Brewster jugando al blackjack. Bueno, ganó…, lo desplumó como a un ganso de navidad. Y al final los otros caballeros lo acusaron de hacer trampas. ¡En vista de ello quería desafiar a Lord Barrington! Te lo digo, parecía una tabernucha del puerto. Al final, el mismo capitán tuvo que pedir que se moderasen. En realidad es probable que Kiward Station sea un fortín y yo misma tenga que ordeñar las vacas.
—¡Ya te gustaría! —rio Helen, que en ese tiempo ya había llegado a conocer bien a su amiga—. Pero no te engañes. Eres y sigues siendo una dama, en caso de duda incluso en el establo de las vacas; y esto también sirve para ti, Daphne. Nada de ir deambulando por ahí de forma dejada y esparracándote sólo porque en ese momento no te estoy mirando. En lugar de eso puedes peinar a Miss Gwyneira. Se nota que no tiene doncella. En serio, Gwyn, se te encrespa el pelo como si te lo hubieran peinado con tenacillas. ¿Es que no te lo arreglas nunca?
A las órdenes de Helen y con un par de indicaciones adicionales de Gwyneira sobre la última moda, tanto Dorothy como Daphne se habían convertido en unas doncellas de cámara realmente hábiles. Ambas eran corteses y habían aprendido cómo ayudar a una lady a la hora de vestirse y a peinarle el cabello. No obstante, Helen se había planteado algunas veces no enviar a Daphne sola a los aposentos de Gwyneira pues no confiaba en la niña. Creía que era absolutamente posible que Daphne aprovechara cualquier oportunidad para robar. Pero Gwyneira la tranquilizaba.
—No sé si es honrada, pero con toda seguridad no es tonta. Si roba aquí, se descubrirá. ¿Quién podría ser sino ella y dónde iba a esconder el objeto robado? Mientras esté en el barco, se comportará. No me cabe la menor duda.
La tercera de las mayores, Elizabeth, se mostraba asimismo complaciente y era encantadora y de una honradez sin tacha. No obstante, no se mostraba diestra en exceso. Le gustaba más leer y escribir que los trabajos manuales. Eso era para Helen causa de muchas preocupaciones.
—En el fondo debería seguir yendo a la escuela y más tarde, quizás, a una escuela para profesores —le dijo a Gwyneira—. Eso también sería de su agrado. Le gustan los niños y tiene mucha paciencia. ¿Pero quién se haría cargo de los costes? ¿Y hay en Nueva Zelanda un instituto adecuado? Como sirvienta es un caso perdido. Cuando tiene que fregar el suelo, inunda la mitad y se olvida del resto.
—Tal vez fuera una buena nodriza —pensó la pragmática Gwyn—. Es probable que yo pronto necesite una…
Helen enseguida se sonrojó ante tal observación. No le gustaba nada pensar en dar a luz y, sobre todo, en la procreación en el contexto de su inminente matrimonio. Una cosa era maravillarse del refinado estilo epistolar de Howard y pensar en su adoración. Pero la idea de dejarse tocar por ese hombre totalmente desconocido… Helen tenía una idea vaga sobre lo que ocurría entre un hombre y una mujer por las noches, pero esperaba más dolores que alegrías. ¡Y ahora Gwyneira se refería despreocupadamente a tener hijos! ¿Querría hablar de este asunto? ¿Sabría más al respecto que Helen? La institutriz se preguntaba sobre cómo abordar el tema sin infringir de modo lamentable los límites de la decencia con la primera palabra. Y, claro está, sólo podía hacerlo cuando las niñas no estuvieran cerca. Con alivio comprobó que Rosie jugaba junto a ellas con Cleo.
Gwyneira tampoco podría haber contestado a esas preguntas apremiantes. Aunque hablaba en modo abierto de tener niños, sin embargo no dedicaba el menor pensamiento a las noches con Lucas. No tenía ni la menor idea de lo que la esperaba: su madre sólo le había explicado, avergonzada, que correspondía al destino de una mujer soportar esas cosas con humildad. Si Dios quería, sería correspondida por ello con un hijo. No obstante, Gwyn se preguntaba a veces si realmente podía considerarse una dicha tener a un bebé llorando y con la cara enrojecida, pero no se hacía ilusiones. Gerald Warden esperaba de ella que le diera lo más pronto posible un nieto. No iba a negarse…, no, cuando supiera cómo hacerlo.
El viaje por mar se prolongaba. En primera clase se luchaba contra el aburrimiento: a fin de cuentas ya hacía tiempo que se habían intercambiado todas las cortesías y se habían contado todas las historias. Los pasajeros de la entrecubierta se peleaban más por los crecientes problemas de supervivencia. La alimentación, frugal e incompleta, provocó enfermedades y síntomas carenciales, la angostura de los camarotes y el calor constante de esos días favorecían que todo se hallara infestado de bichos. Mientras, los delfines acompañaban el barco y a menudo también se veían peces grandes como tiburones. Los hombres de la entrecubierta hacían planes para matarlos con arpones o anzuelos, pero sólo rara vez llevaban a cabo la empresa con éxito. Las mujeres anhelaban un mínimo de higiene y empezaron a lavar a sus hijos y la ropa con el agua de lluvia. Helen, no obstante, encontró esta solución insuficiente.
—Con el agua sucia las cosas todavía se ensucian más —protestaba a la vista del agua almacenada en un bote salvavidas.
Gwyneira hizo un gesto de impotencia.
—Al menos no tenemos que beberla. El capitán dice que tenemos suerte con el tiempo. Y por ahora no hay calma chicha, aunque lentamente estaremos en la…, en la…, zona de calma. El viento no sopla como debería y a los barcos se les acaba el agua.
Helen asintió.
—Los marineros cuentan que esta zona se llama también la Latitud de los Caballos porque antes solían sacrificarse los caballos que estaban a bordo para no morir de hambre.
Gwyneira resopló.
—Antes de sacrificar a Igraine ¡me como a los marineros! —exclamó—. Pero lo dicho, parece que estamos de suerte.
Por desgracia, la suerte del Dublin iba a acabarse pronto. Si bien el viento siguió soplando, una insidiosa enfermedad amenazó la vida de los pasajeros. Al principio sólo un marinero se quejó de tener fiebre, lo que nadie se tomó muy en serio. El médico del barco reconoció el peligro cuando se le presentaron los primeros niños con fiebre y una erupción. La enfermedad entonces se propagó como un reguero de pólvora en la entrecubierta.
Al comienzo, Helen esperaba que sus niñas no se vieran afectadas, puesto que salvo en las horas de clase diarias tenían poco contacto con los demás niños. Gracias a las aportaciones de Gwyneira y a las expediciones periódicas de Daphne en busca del botín en los establos de las vacas y en el gallinero se encontraban en un estado general mucho mejor que los otros niños emigrantes. Sin embargo, Elizabeth tuvo fiebre, y poco después la siguieron Laurie y Rosemary. Daphne y Dorothy enfermaron, pero sólo ligeramente, y Mary, para sorpresa de Helen, no se contagió pese a compartir todo el tiempo la cama con su melliza, a la que abrazaba estrechamente y cuya posible pérdida lloraba con anticipación. La fiebre fue benigna con Laurie, mientras que Elizabeth y Rosemary oscilaron varios días entre la vida y la muerte. El médico las trató como a todos los demás enfermos con ginebra, con lo que los respectivos titulares de la patria potestad debían decidir por sí mismos si el remedio debía administrarse de forma externa o interna. Helen se decidió por los lavados y compresas y así consiguió al menos que las pequeñas enfermas sintieran un poco de frescor. En la mayoría de las familias, por el contrario, el aguardiente acababa en la barriga del padre y la atmósfera, ya de por sí irritada, se volvió explosiva.
Al final murieron doce niños a causa de la epidemia, y de nuevo las lágrimas y las lamentaciones reinaron en la entrecubierta. El capitán celebró al menos una conmovedora misa de difuntos en la cubierta principal a la que asistieron todos los pasajeros sin excepción. Gwyneira, con el rostro arrasado por las lágrimas, tocaba el piano, pero sus buenas intenciones superaban con toda claridad su pericia. Sin partituras estaba desvalida. Al final, Helen se encargó de tocar y algunos de los pasajeros de la entrecubierta también recurrieron a sus instrumentos. La canción y el llanto de esos seres humanos se extendieron lejos sobre el mar y, por primera vez, emigrantes ricos y pobres se unieron en una comunidad. Se consolaron juntos y unos días después de la misa el ambiente general era más suave y pacífico. El capitán, un hombre tranquilo y experimentado, estableció a partir de entonces que la misa dominical se celebraría para todos en la cubierta principal. El tiempo ya no constituía ningún obstáculo. Era mucho más caluroso que frío y lluvioso. Sólo al doblar el cabo de Buena Esperanza se produjo una tormenta y se embraveció el mar; luego el viaje transcurrió con tranquilidad.
Mientras, Helen ensayaba canciones religiosas con sus discípulas. Dado que la interpretación de una coral un domingo por la mañana había resultado especialmente exitosa, el matrimonio Brewster la hizo partícipe de una conversación con Gerald y Gwyneira. Felicitaron con vehemencia a la joven por sus discípulas y al final Gwyneira aprovechó la oportunidad de presentar a su amiga y su futuro suegro como era debido.
Sólo esperaba que Warden no empezara de nuevo a despotricar, pero esta vez no perdió la compostura, sino que se mostró encantador. Intercambió con tranquilidad las cortesías de rigor con la joven y alabó el canto de las niñas.
—Así que quiere casarse… —gruñó cuando ya no tenían más que decir.
Helen asintió solícita.
—Sí, señor, si Dios quiere. Confío en que el Señor me guíe por la senda de un matrimonio feliz… ¿Tal vez no le resulte desconocido mi futuro esposo? Se llama Howard O’Keefe, de Chaldon, Canterbury. Tiene una granja.
Gwyneira contuvo la respiración. Tal vez sí debería haberle contado a Helen el último estallido de Gerald, cuando se mencionó a su prometido. Pero no había razón para preocuparse. Ese día, Gerald se mantuvo bajo control de forma inquebrantable.
—Espero que conserve su fe —observó con una sonrisa fingida—. A veces el Señor se burla de la forma más insospechada de sus ovejas más ingenuas. Y en lo que respecta a su pregunta… no. Un gentleman llamado Howard O’Keefe me resulta totalmente desconocido.
El Dublin surcaba ahora el océano Índico, la penúltima travesía, la más larga y la más peligrosa del viaje. Aunque las aguas pocas veces se embravecían, la ruta discurría por mar abierto. Hacía semanas que los pasajeros no divisaban tierra y, según Gerald Warden, las costas más próximas estaban a cientos de millas de distancia.
La vida a bordo se iba normalizando y, gracias al clima tropical, todos permanecían más tiempo en cubierta en lugar de ir apretados como sardinas en los camarotes. De este modo la rígida división entre primera clase y entrecubierta se relajaba de forma cada vez más sorprendente. Junto a las misas se organizaban también conciertos y danzas comunes. Los hombres de la entrecubierta siguieron desarrollando su técnica de pesca y al final triunfaron. Cazaron tiburones y barracudas con arpones y atraparon albatros utilizando cañas con una especie de anzuelos y pescados que arrastraban tras el barco como cebos. El aroma de la carne de pez o el ave a la parrilla se extendía entonces por toda la cubierta y a las familias que no participaban se les hacía la boca agua. Helen recibía muestras de cariño. Como profesora disfrutaba de gran consideración y en lo que iba de tiempo casi todos los niños de la entrecubierta sabían leer y escribir mejor que sus padres. Además, Daphne solía obtener astutamente una porción de pescado o carne. Cuando Helen no la sometía a una estrecha vigilancia, se colaba entre los pescadores durante la captura, elogiaba su arte y conseguía entre pestañeos y morritos atraer la atención. Los hombres jóvenes en especial mendigaban sus favores y a veces se dejaban convencer para realizar peligrosas pruebas de valor. Daphne aplaudía, en apariencia encantada, cuando sus héroes se quitaban las camisas, zapatos y medias para dejar que el grupo de hombres vociferantes los descendieran hasta el agua. Ni Helen ni Gwyneira tenían la sensación de que Daphne realmente se preocupara por ninguno de los jóvenes.
—Espera a que muerda un tiburón —observó Gwyneira cuando un joven e intrépido escocés se colgó boca abajo en el torrente de agua y luego dejó que el Dublin lo arrastrara como un cebo en un anzuelo—. Apuesto a que no tendría el menor escrúpulo para comerse luego al animal.
—Ya es hora de que el viaje llegue a su fin —suspiró Helen—. En caso contrario, de maestra me convertiré en celadora. Estas puestas de sol, por ejemplo…, son preciosas y románticas, pero, claro, del mismo modo las ven también los jóvenes y las muchachas. Elizabeth está entusiasmada con Jamie O’Hara, al que Daphne dejó hace tiempo, cuando se le acabaron todas las salchichas. Y cada día unos tres jóvenes acosan a Dorothy para que contemple con ellos el mar fosforescente durante la noche. Gwyneira rio y jugó con el sombrero que la protegía del sol.
—Daphne, por su parte, no busca al príncipe de sus sueños en la entrecubierta. Ayer me pidió si podía ver la puesta de sol desde la cubierta superior porque ahí la vista era mucho mejor. Así estuvo acechando al joven vizconde Barrington como un tiburón a un cebo.
Helen puso los ojos en blanco.
—¡Habría que casarla pronto! Oh, Gwyn, siento un miedo espantoso cada vez que pienso que dentro de sólo dos o tres semanas entregaré a las niñas a una gente extraña y tal vez nunca más volveré a verlas.
—¡Pues no querías librarte de ellas! —replicó riendo Gwyneira—. Y al menos saben leer y escribir. Os podéis enviar cartas. ¡Y nosotras también! Si al menos supiera cuál es la distancia entre Haldon y Kiward Station. Los dos están en las llanuras de Canterbury, pero ¿dónde está cada cosa? No quiero perderte, Helen. ¿A que sería bonito que pudiéramos visitarnos la una a la otra?
—Lo haremos seguro —contestó Helen confiada—. Howard debe de vivir cerca de Christchurch, si no no pertenecería a su comunidad. Y es probable que el señor Warden tenga muchas cosas que hacer en la ciudad. Nos veremos, Gwyn, ¡seguro!