El Dublin era un barco imponente, incluso cuando todavía no había desplegado todas sus velas. A Helen y las huérfanas les pareció tan grande como una casa y, de hecho, durante los próximos tres meses, el Dublin albergaría a más gente que un gran edificio de viviendas de alquiler. Helen esperaba que los barcos no fueran igual de peligrosos ni amenazaran ruina, pero que al menos se controlaran antes de la partida las aptitudes para navegar de los que se dirigían a Nueva Zelanda.
Los patrones de los barcos debían demostrar a los controladores que los camarotes estaban correctamente ventilados y que contaban con suficientes provisiones a bordo. Parte del abastecimiento todavía se estaba cargando ese día y Helen ya sospechaba lo que les aguardaba cuando vio los barriles de carne salada, los sacos llenos de harina y patatas y los paquetes de pan tostado de los almacenes. Ya había oído decir que la comida en el barco no tenía nada de variada, al menos para los pasajeros de la entrecubierta. A los ocupantes de los camarotes de primera clase se les trataba de otro modo. Se decía que hasta tenían un cocinero a bordo.
Un oficial de barco y un médico de la tripulación controlaron el embarque del «pueblo llano». El último hizo un breve examen a Helen y las niñas, palpó las frentes de éstas, posiblemente para confirmar que ninguna tuviera fiebre y pidió que le enseñaran la lengua. Como no halló nada fuera de lo normal, dio su aprobación al oficial, que a continuación tachó los nombres de la lista.
—Camarote uno en popa —anunció, y apremió a Helen y las niñas para que pasaran. Las siete avanzaron a tientas a través de los pasillos estrechos y oscuros del vientre del barco, que además estaban atiborrados de personas inquietas con sus trastos. Helen no llevaba mucho equipaje, pero incluso su pequeña maleta de viaje le pesaba cada vez más. Las niñas todavía iban más ligeras; sólo llevaban la ropa de noche y un vestido de repuesto en un hatillo.
Por fin encontraron el camarote y las niñas entraron a trompicones dando un suspiro de alivio. Hasta Helen se decepcionó al ver el diminuto cuartito que iba a hacer las veces de su casa durante tres meses. El mobiliario de esa habitación, pequeña y oscura en extremo, estaba compuesto de una mesa, una silla y seis literas, una menos para colmo, según Helen comprobó horrorizada. Por fortuna, Mary y Laurie estaban acostumbradas a compartir cama. Éstas tomaron posesión de inmediato de una de las literas intermedias y se acurrucaron allí, apretujándose la una contra la otra. Todavía tenían miedo del viaje. El enorme gentío y el ruido que había a bordo las asustaba.
Helen se sintió todavía más molesta por el penetrante olor a ovejas, caballos y otros animales que ascendía desde la cubierta inferior. Justo al lado y debajo de donde se alojaba la institutriz se habían instalado corrales para ovejas y cerdos, así como compartimentos para una vaca y dos caballos. Helen encontró todo ello desalentador y decidió ir a quejarse. Indicó a las niñas que esperasen en el camarote y se encaminó de nuevo hacia la cubierta. Por fortuna había un camino más corto para llegar al aire libre que el que recorría la entrecubierta y por el que habían llegado: delante del camarote de Helen unas escaleras conducían hacia arriba. Entretanto se habían colocado unas rampas provisionales para cargar los animales. En la popa del barco no se veía, sin embargo, a ningún miembro de la tripulación. Al contrario que el acceso del otro extremo, éste no estaba vigilado. No obstante, también rebosaba de familias de emigrantes que arrastraban sus equipajes a bordo y que entre llantos y gemidos se despedían de sus allegados. El ruido y la aglomeración resultaban insoportables.
Sin embargo, la muchedumbre se apartó en las pasarelas por las que se embarcaría la carga y el ganado. La causa fue fácil de reconocer: en ese momento estaban cargando dos caballos y uno de ellos estaba asustado. El hombre musculoso y de baja estatura, cuyos tatuajes en los dos brazos indicaban que pertenecía a la tripulación, se esforzaba en sujetar al animal. Helen pensó si el hombre estaría condenado a realizar esa tarea, ajena a su profesión marinera, como castigo. Era evidente que no tenía experiencia con los caballos, pues manejaba al vigoroso semental sin la menor pericia.
—Venga, diablo negro, que no tengo todo el tiempo del mundo —rugía al animal que, sin embargo, no reaccionaba ante tales palabras. Al contrario, el caballo negro tiraba hacia atrás, con las orejas gachas de enfado. Parecía en firme decidido a no poner ni un solo casco sobre la rampa, que oscilaba peligrosamente.
El segundo caballo, que Helen sólo distinguió de forma vaga detrás del primero, parecía más tranquilo. Al menos la muchacha que lo guiaba tenía más agallas. Para su sorpresa, Helen distinguió a una delicada joven vestida con un elegante traje de montar. Esperaba impaciente con la cuerda de una yegua marrón y robusta en la mano. Cuando el semental siguió sin dar muestras de querer avanzar, intervino.
—Así no se hace, ¡déjeme a mí! —Helen contempló maravillada cómo la joven lady le cedía sin más ni más la yegua a uno de los emigrantes que esperaban y le cogía el semental al marinero. Helen imaginó que el animal se soltaría, a fin de cuentas el hombre apenas si había conseguido sujetarlo. En lugar de ello, el caballo negro se sosegó enseguida cuando la muchacha acortó la cuerda con habilidad y le habló con delicadeza.
—Muy bien, ahora iremos paso a paso, Madoc. Yo voy delante y tú vas detrás. ¡Y no intentes atropellarme!
Helen contuvo la respiración mientras el semental seguía, en efecto, a la joven lady, tenso, pero portándose extremadamente bien. La muchacha lo elogió y acarició cuando ya estuvo seguro a bordo. El semental manchaba de espuma el traje de montar de terciopelo azul oscuro, pero la joven no parecía darse cuenta de ello.
—¿Y usted qué hace con la yegua? —gritó por el contrario al marinero que permanecía abajo, con unos modales poco dignos de una dama—. ¡Igraine no le hará nada! ¡Limítese a subir!
La yegua zaina se mostraba a ojos vistas más tranquila que el joven semental, aunque también ella hacía escarceos. El marinero cogió la cuerda por el extremo. Su expresión era la misma que si estuviera sosteniendo en equilibrio un cartucho de dinamita. No obstante embarcó al animal y Helen se dispuso a presentar su queja. Mientras la muchacha y el hombre conducían a los caballos directamente por delante de su camarote a la cubierta baja, Helen se dirigió al marinero.
—Es probable que no sea culpa suya, pero alguien debe tomar cartas en este asunto. Es imposible que nos instalemos junto a los establos. ¡El olor es tan molesto que resulta casi insoportable! ¿Y qué sucederá si los animales se sueltan? Entonces nuestras vidas correrían peligro.
El marinero se encogió de hombros.
—Yo no puedo hacer nada, señora. Órdenes del capitán. El ganado viene. Y el reparto de camarotes es el mismo: los hombres que viajan solos, delante; las familias en el medio, y las mujeres que viajan solas, detrás. Puesto que ustedes son las únicas mujeres que viajan sin compañía no puede cambiarse con nadie. Confórmese con esto.
Corrió jadeante detrás de la yegua, que se apresuraba de forma evidente para seguir al semental y la joven lady. Ésta colocó primero al caballo negro y luego al marrón en dos compartimentos vecinos, donde los ató con firmeza. Cuando volvió a aparecer llevaba la falda de terciopelo azul cubierta de briznas de heno y paja.
—¡Qué ropa tan poco práctica! —gruñó la muchacha, e intentó cepillársela. Luego abandonó la empresa y se volvió hacia Helen—. Siento que los animales la molesten. Pero no pueden bajar, están desmontando las rampas…, lo que no carece de peligro. Si se hunde el barco nunca podré sacar de aquí a Igraine. Pero el capitán insiste en ello. Al menos cada día se hará limpieza. Y el olor de las ovejas no es tan fuerte una vez que están secas. Además, uno se acostumbra…
—¡Nunca me acostumbraré a vivir en un establo! —la interrumpió Helen con un tono majestuoso.
La muchacha rio.
—¿Dónde está su espíritu pionero? Usted quiere emigrar, ¿no es así? Bueno, a mí no me importaría cambiar mi camarote por el suyo. Pero duermo arriba del todo. El señor Warden ha alquilado el camarote salón. ¿Son todas hijas suyas?
Arrojó una mirada a las niñas, que al principio se habían parapetado, prudentes, en el camarote pero ahora se asomaban con cautela y un poco curiosas al oír la voz de Helen. Daphne, sobre todo, miraba interesada tanto los caballos como el elegante traje de la joven.
—Claro que no —respondió Helen—. Me ocupo de las niñas sólo durante la travesía. Son huérfanas… ¿Y todos estos animales son suyos?
La joven rio.
—No, sólo los caballos…, uno de los caballos, para ser más precisa. El semental es del señor Warden. Al igual que las ovejas. No sé a quién pertenecen los otros animales, pero tal vez se puedan ordeñar las vacas. Entonces tendríamos leche fresca para las niñas. Se diría que podrían necesitarla.
Helen asintió con tristeza.
—Sí, están muy desnutridas. Espero que sobrevivan al largo viaje, se habla mucho de epidemias y de mortandad infantil. Pero al menos llevamos a un médico a bordo. Esperemos que domine su oficio. Por cierto, mi nombre es Helen Davenport.
—Gwyneira Silkham —contestó la muchacha—. Y éstos son Madoc e Igraine… —Presentó a los caballos con tanta naturalidad como si fueran los invitados a una reunión para tomar el té—. Y Cleo… ¿dónde se habrá vuelto a meter? Ah, ahí está. Ya está haciendo amistades.
Helen siguió la mirada de Gwyneira y distinguió a un ser pequeño y peludo que parecía sonreír amistosamente. Pese a ello mostraba unos dientes impresionantemente grandes que enseguida incomodaron a Helen. Se asustó cuando vio a Rosie al lado del animal. La niñita se arrimaba con la misma confianza a su pelaje como a los pliegues de la falda de Helen.
—¡Rosemary! —la llamó Helen alarmada. La niña se sobresaltó y dejó al perro. Éste se puso boca arriba encantado y levantó la pata suplicante.
Gwyneira rio haciendo a su vez un gesto apaciguador con la mano.
—Deje que la niña juegue tranquilamente con él —dijo con serenidad—. A Cleo le encantan los niños, no le hará nada. Bueno, ahora debo marcharme. El señor Warden estará esperando. Y en realidad yo no debería estar aquí, sino dedicando algo de tiempo a mi familia. Por eso han venido ex profeso mis padres y hermanos a Londres. Otra tontería más. He visto a mi familia durante diecisiete años cada día. Con esto está todo dicho. Pero mi madre no para de llorar y mis hermanas se lamentan con ella.
»Mi padre se lanza reproches a sí mismo porque me envía a Nueva Zelanda y mi hermano tiene tanta envidia que se me lanzaría al cuello. Apenas si puedo esperar a que zarpemos. ¿Y usted? ¿Nadie la acompaña? —Gwyneira miró a su alrededor. La entrecubierta bullía de seres llorosos y quejumbrosos. Se entregaban los últimos regalos y se daban los saludos finales. El viaje separaría a muchas de esas familias para siempre.
Helen sacudió la cabeza. Se había puesto en camino con una calesa, totalmente sola desde casa de los Greenwood. El día anterior habían ido a recoger la mecedora, la única pieza voluminosa.
—Voy a reunirme con mi marido en Christchurch —respondió, como si quisiera justificar la ausencia de sus allegados. No quería que esa joven rica y, como era evidente, privilegiada, sintiera pena por ella.
—¿Ah, sí? ¿Entonces su familia ya está en Nueva Zelanda? —preguntó Gwyneira entusiasmada—. En tales circunstancias debe explicármelo, yo todavía no he estado nunca… ¡pero ahora de verdad que tengo que irme! ¡Hasta mañana, niñas, no os mareéis! ¡Ven, Cleo!
Gwyneira se volvió para marcharse, pero la pequeña Dorothy se agarró a ella. Tiró de su falda con timidez.
—Perdone, miss, pero lleva el vestido muy sucio. Su mamá la regañará.
Gwyneira rio, pero luego miró preocupada a su alrededor.
—Tienes razón. Se pondrá histérica. Soy imposible. Ni siquiera en la despedida puedo comportarme como es debido.
—Se lo puedo cepillar, miss. Sé cómo tratar el terciopelo. —Dorothy alzó la vista diligente hacia Gwyneira y le señaló vacilante la silla de su camarote.
La muchacha tomó asiento.
—¿Dónde has aprendido, pequeña? —preguntó sorprendida mientras la niña se afanaba con habilidad con la chaqueta y el cepillo de la ropa de Helen. Por lo visto, la había observado antes cómo ésta depositaba los utensilios de aseo en el diminuto armario que correspondía a cada litera.
Helen suspiró. Al comprar ese caro cepillo no había pensado justamente en utilizarlo para eliminar las manchas de estiércol.
—En el orfanato solemos recibir donativos de ropa. Pero no nos la quedamos, la venden. Claro que antes hay que limpiarla y yo siempre ayudo a hacerlo. Lo ve, miss, ¡ahora ya está bonito otra vez! —Dorothy sonrió con modestia.
Gwyneira buscó en sus bolsillos una moneda para recompensar a la niña, pero no encontró ninguna, el vestido era todavía demasiado nuevo.
—Mañana os traeré un regalo, lo prometo —le comunicó a Dorothy cuando se disponía a marcharse—. Y un día serás una buena ama de casa. ¡O la doncella de gente muy refinada! ¡Nos vemos! —Gwyneira saludó a Helen y a las niñas cuando subió con ligereza al puente.
—¡Esto no se lo cree ni ella! —dijo Daphne, y escupió detrás de la joven—. Esa gente no hace más que promesas y luego no se la ve más. Debes procurar que suelten algo de inmediato, Dot, o no sacarás nada.
Helen alzó los ojos al cielo. ¿Qué había sido de esas «niñas selectas, aplicadas y educadas para ser diligentes sirvientas»? En cualquier caso, era el momento de actuar con severidad.
—¡Daphne, limpia eso de inmediato! Miss Gwyneira no tiene ninguna obligación con vosotras. Dorothy se ha ofrecido ella misma a prestarle un servicio. Era cortesía y no negocio. ¡Y las señoritas no escupen! —Helen buscó un cubo.
—¡Pero si no somos señoritas! —replicaron Laurie y Mery con unas risitas.
—Cuando lleguemos a Nueva Zelanda, lo seréis —les prometió Helen—. Al menos os comportaréis como tales.
Decidida, empezó con la educación.
Gwyneira suspiró cuando las últimas pasarelas del muelle del Dublin se recogieron. Las horas de la despedida habían sido agotadoras, sólo el torrente de lágrimas de su madre había empapado tres pañuelos. Se añadieron los lamentos de sus hermanas y la actitud contenida pero melancólica de su padre, más propia de una ejecución que de una boda. Y encima la evidente envidia de su hermano la sacó de sus casillas. ¡Habría dado su herencia en Gales a cambio de la aventura de su hermana! Gwyn reprimió una risita histérica. Qué pena que John Henry no pudiera casarse con Lucas Warden.
Pero el Dublin por fin iba a zarpar. Un zumbido, fuerte como un viento tempestuoso, dio a conocer que las velas estaban puestas. Esa tarde el barco saldría por el canal de la Mancha y navegaría en dirección al Atlántico. Gwyneira hubiera permanecido gustosa junto a sus caballos, pero, como es obvio, eso no se hacía. Así que se quedó como una buena chica en la cubierta y despidió con su pañuelo más grande a su familia hasta que la costa casi se perdió de vista. Gerald Warden se percató de que no vertía ni una sola lágrima.
Las pequeñas discípulas de Helen lloraron amargamente.
La atmósfera en la entrecubierta era, al menos, más tensa que la de los viajeros ricos. Para los emigrantes más pobres el viaje significaba, con seguridad, una despedida para siempre. Además, la mayoría viajaba hacia un futuro mucho más incierto que Gwyneira y sus compañeros de viaje de la cubierta superior. Helen palpó la carta de Howard en el bolsillo mientras consolaba a las niñas. A ella, al menos, la esperaban…
No obstante, durmió mal la primera noche en el barco. Las ovejas todavía no estaban secas; la sensible nariz de Helen percibía todavía el olor a estiércol y a lana mojada. Las niñas tardaron una eternidad en dormirse e incluso así se asustaban ante cualquier ruido. Cuando Rosie se apretujó por tercera vez en la cama de Helen, ésta no tuvo ánimos ni, sobre todo, energía para volver a enviar a la niña a su cama. También Laurie y Mary se estrechaban la una contra la otra y, a la mañana siguiente, Helen encontró a Dorothy y Elizabeth juntas en un rincón de la litera de la primera. Sólo Daphne durmió profundamente y sin interrupciones; si soñó, sus sueños debieron de ser bonitos, pues sonreía cuando Helen decidió despertarla.
La primera mañana en el mar resultó ser inesperadamente agradable. El señor Greenwood había advertido a Helen que las primeras semanas del viaje podían ser tormentosas, pues entre el canal de la Mancha y el golfo de Vizcaya solía predominar el mar agitado. Ese día, sin embargo, el tiempo concedió a los emigrantes un favor de gracia. El cielo brillaba algo pálidamente tras el día de lluvia, y el mar relucía de un gris acerado bajo una luz mortecina. El Dublin se desplazaba cómodo y tranquilo sobre la superficie plana del agua.
—Ya no veo más costa —susurró amedrentada Dorothy—. Si ahora nos hundimos no nos encontrará nadie. Entonces nos ahogaremos todos.
—También te habrías ahogado si el barco se hubiera hundido en el puerto de Londres —señaló Daphne—. A fin de cuentas no sabes nadar y antes de que hubieran rescatado a toda la gente de la cubierta superior ya haría tiempo que te habrías ahogado.
—¡Tú tampoco sabes nadar! —replicó Dorothy—. ¡Te ahogarías igual que yo!
Daphne rio.
—¡Yo no! Una vez me caí en el Támesis, cuando era pequeña, pero salí chapoteando. La mierda siempre flota, dijo mi pare.
Helen decidió interrumpir la conversación no sólo por razones pedagógicas.
—¡Esto lo dijo tu «padre», Daphne! —la corrigió—. Incluso si no se expresó de forma poco elegante. Y ahora para de atemorizar a las demás o no tendrán ganas de desayunar. Podemos ir a recoger el desayuno ahora. Entonces, ¿quién va a la cocina? ¿Dorothy y Elizabeth? Muy bien. Laurie y Mary se ocuparán del agua del aseo…, ah, sí, señoritas, ¡vamos a lavaros! Una lady se mantiene limpia y arreglada también cuando viaja.
Cuando una hora más tarde Gwyneira corrió a la entrecubierta para ver sus caballos se encontró con un cuadro inaudito. El área exterior de los camarotes estaba desierta, la mayoría de los pasajeros estaban ocupados desayunando o inmersos en el dolor de la separación. Sin embargo, Helen y las niñas habían sacado la mesa y la silla. Helen se sentaba a la mesa como una auténtica dama, erguida y orgullosa. Delante de ella, sobre la mesa, se hallaba un servicio improvisado compuesto por un plato de hojalata, una cuchara curvada, un tenedor y un cuchillo romo. Dorothy servía a Helen la comida de una bandeja imaginaria, mientras Elizabeth manejaba una vieja botella como si dentro hubiera un noble vino que vertía con elegancia.
—¿Qué hacéis? —preguntó Gwyneira pasmada.
Dorothy hizo diligente una reverencia.
—Practicamos cómo comportarnos a la mesa, Miss Gwyn…, Gwyn…
—Gwyneira. Pero podéis llamarme sin problema Gwyn. Y ahora… ¿qué estáis practicando? —Gwyneira miró a Helen recelosa. El día anterior la joven institutriz le había parecido totalmente normal; pero tal vez estuviera chiflada.
Helen enrojeció un poco ante la mirada de Gwyneira, pero enseguida se repuso.
—Esta mañana he comprobado que los modales de las niñas a la mesa dejan mucho que desear —explicó—. En el orfanato las cosas deben de hacerse como en una jaula de animales de presa. Las niñas comen con los dedos y a dos carrillos como si estuvieran frente a la última comida de la Tierra.
Dorothy y Elizabeth bajaron avergonzadas la vista al suelo. A Daphne le impresionó menos la reprimenda.
—En otro caso, es posible que no hubieran sobrevivido —señaló Gwyneira—. Cuando veo lo delgadas que están… Pero ¿qué es esto? —señaló de nuevo la mesa. Helen corrigió un poco la colocación del cuchillo.
—Enseño a las niñas cómo comportarse como una dama a la mesa y además les muestro las características de un servicio correcto —explicó—. No creo probable que encuentren colocación en casas más grandes, donde tendrían la posibilidad de especializarse como doncellas, cocineras o criadas. La situación del personal en Nueva Zelanda es sumamente mala. Así que daré a las niñas una formación lo más completa posible durante el trayecto, para que puedan ser útiles a sus señores en la mayor cantidad de aspectos posible.
Helen dirigió una amable inclinación a Elizabeth, quien acababa de servir agua a la perfección en una taza de café. La niña recogió las gotas que eventualmente se habían derramado con una servilleta.
Gwyneira no salía de su asombro.
—¿Útiles? —preguntó—. ¿Estas niñas? Ayer ya quería preguntar por qué las envían a ultramar, pero ahora lo entiendo… ¿Me equivoco si sospecho que en el orfanato se querían librar de ellas y que nadie en Londres busca a una chica de servicio pequeña y mal alimentada?
Helen le dio la razón.
—Cuentan cada céntimo. Alojar a un niño durante un año en el orfanato, alimentarlo, vestirlo y escolarizarlo cuesta tres libras. La travesía cuesta cuatro, pero de este modo se han desprendido de una vez por todas de las niñas. En caso contrario deben ocuparse, al menos de Rosemary y las mellizas, dos años más como mínimo.
—Pero los niños de hasta doce años pagan sólo la mitad del viaje —añadió Gwyneira, sorprendiendo a Helen. ¿Se había informado realmente esta chica rica de los precios de la entrecubierta?—. Y sólo las niñas de trece años, como mucho, pueden trabajar.
Helen puso los ojos en blanco.
—En la práctica también con doce, pero juraría que al menos Rosemary no ha pasado de los ocho años. Pero está usted en lo cierto: Dorothy y Daphne tuvieron que pagar, en efecto, el precio completo. Si bien es probable que las respetables ladies del orfanato las hayan rejuvenecido un poco para el viaje…
—Y en cuanto lleguemos, las niñas envejecerán como por arte de magia para que se las pueda contratar como si tuvieran trece años. —Gwyneira rio y rebuscó en los bolsillos de su amplio vestido de entrecasa, sobre el que sólo se había echado una ligera capa—. El mundo es malo. Tomad, chicas, tomad algo de comida como debe ser. Está muy bien que juguéis a servir, pero eso no os engordará. ¡Tomad!
La joven les ofreció encantada, a manos llenas, unas magdalenas y panecillos dulces del día. Las niñas se olvidaron al momento de los modales que acababan de aprender y se lanzaron sobre tales manjares.
Helen intentó restaurar el orden y repartir al menos los dulces de forma equitativa. Gwyneira resplandecía.
—No ha sido mala idea, ¿verdad? —le preguntó a Helen, cuando las seis niñas se sentaron en el borde de un bote salvavidas mientras iban dando bocaditos, siguiendo las instrucciones, y no comían con la boca llena—. En la cubierta superior sirven una comida como en el Grand Hotel, pensé en sus flacos ratoncitos. Así que me guardé un poco de desayuno. ¿Le parece bien?
Helen asintió.
—En cualquier caso no engordarán gracias a nuestra alimentación. Las porciones no son especialmente abundantes y debemos ir nosotras mismas a recogerlas en la cocina del barco. Las mayores se comen la mitad en el camino, sin contar con que entre las familias de emigrantes hay un par de pilluelos desvergonzados. Todavía están intimidados, pero preste atención: dentro de dos o tres días acecharán a las niñas y les pedirán el peaje. Pero al menos habremos resistido un par de semanas. Y yo intento enseñarles algo. Es más de lo que hasta ahora ha hecho nadie.
Mientras las niñas comían primero y luego jugaban con Cleo, las dos jóvenes pasearon charlando arriba y abajo de la cubierta. Gwyneira era curiosa y quería saber todo lo posible de su nueva conocida. Al final, Helen le contó acerca de su familia y de su empleo con los Greenwood.
—¿Entonces no es que usted ya esté viviendo realmente en Nueva Zelanda? —preguntó Gwyn un poco decepcionada—. ¿No dijo ayer que su esposo la estaría esperando?
Helen se ruborizó.
—Bueno…, mi futuro esposo. Yo…, seguramente lo encontrará tonto, pero viajo para casarme allí. Con un hombre que, hasta ahora, sólo conozco por carta… —Avergonzada, bajó la vista al suelo. Por primera vez fue de verdad consciente, al contárselo a otra persona, de la monstruosidad de su aventura.
—Entonces le sucede lo mismo que a mí —dijo Gwyneira como si nada—. Y el mío ni siquiera me ha escrito.
—¿Usted también? —preguntó Helen sorprendida—. ¿Acude a contraer matrimonio con un desconocido?
Gwyn se encogió de hombros.
—Bueno, desconocido no lo es. Se llama Lucas Warden y su padre ha pedido formalmente mi mano para él… —Se mordió los labios—. Bastante formalmente —se corrigió—. En principio todo es correcto. Pero en lo que respecta a Lucas…, espero que quiera casarse de verdad. Su padre no me ha revelado que él lo hubiera pedido antes…
Helen rio, pero Gwyneira estaba casi seria. En las últimas semanas se había percatado de que Gerald Warden no era un hombre que preguntase demasiado. El barón de la lana tomaba deprisa y a solas sus decisiones, y podía reaccionar con bastante mal humor si otra persona se entremetía. De esa manera había conseguido durante las semanas de su estancia en Europa realizar una enorme tarea de organización. Desde la compra de ovejas a través de distintos acuerdos con importadores de lana, conversaciones con arquitectos y especialistas para la excavación de pozos hasta la petición de mano para su hijo, todo lo había resuelto con frialdad y a una velocidad que quitaba la respiración. En el fondo a Gwyneira le gustaba ese proceder decidido, pero a veces le daba un poco de miedo. Para con sus obligaciones, Warden tenía una vena colérica, y para los tratos comerciales mostraba a veces una clase de astucia que, sobre todo a Lord Silkham, no le agradaba. Según la opinión de Silkham, el neozelandés había engañado en toda regla al criador del pequeño semental Madoc…, y también era cuestionable que las cosas hubieran ido como debían en el juego de cartas para pedir la mano de Gwyneira. Ésta se preguntaba a veces cuál sería la postura de Lucas al respecto. ¿Era tan resuelto como su padre? ¿Administraba en la actualidad la granja con igual eficacia e intransigencia? ¿O también tenía Gerald por objetivo acortar la estancia en Europa mediante una negociación precipitada y con ello abreviar en lo que fuera posible el control en solitario de Lucas sobre Kiward Station?
En ese momento Gwyneira contaba a Helen, a su vez, una versión ligeramente suavizada de las relaciones comerciales de Gerald con su familia que habían llevado a la proposición de matrimonio.
—Sé que me caso en una granja floreciente, de cuatrocientas hectáreas de tierra y con cinco mil ovejas de propiedad que todavía tiene que crecer —concluyó—. Sé que mi suegro mantiene relaciones sociales y comerciales con las mejores familias de Nueva Zelanda. Es evidente que es rico, si no no podría haberse permitido este viaje y todo lo demás. Pero sobre mi futuro esposo, no sé nada.
Helen escuchaba con atención, pero le resultaba difícil compadecerse de Gwyneira. En realidad Helen estaba tomando dolorosamente conciencia de que su nueva amiga estaba mejor informada sobre su futura vida que ella misma. Howard no le había comunicado nada sobre el tamaño de su granja ni de su ganado, ni sobre sus contactos sociales. Respecto a su situación financiera, sólo sabía que no tenía deudas, pero que no podía permitirse gastos de mayor envergadura, como el dinero para un viaje a Europa, aunque fuera en la entrecubierta. ¡Al menos escribía cartas preciosas! Ruborizándose de nuevo, Helen sacó del bolsillo el escrito, que ya estaba totalmente gastado de tanto leerlo, y se lo tendió a Gwyneira. Las dos mujeres habían tomado asiento entretanto al borde del bote salvavidas. Gwyneira leyó con curiosidad.
—Pues sí, escribir sí sabe… —dijo al final reservada, plegando la carta.
—¿Encuentra algo raro? —preguntó Helen temerosa—. ¿No le gusta la carta?
Gwyneira se encogió de hombros.
—A mí no es a quien debe gustarle. Si tengo que serle sincera, la encuentro un poco ampulosa. Pero…
—¿Pero? —la urgió Helen.
—Bueno, lo que encuentro extraño…, nunca hubiera pensado que un granjero escribiera cartas tan bonitas. —Gwyneira se volvió. Encontraba la carta más que extraña. Resultaba obvio que Howard O’Keefe podía ser un hombre muy cultivado. También su padre era a un mismo tiempo un gentleman y un granjero; eso no era inusual en la Inglaterra rural y en Gales. Pero pese a toda su formación, Lord Silkham nunca había utilizado unas fórmulas tan rebuscadas como ese Howard. Además, en las negociaciones matrimoniales entre nobles se intentaba poner las cartas sobre la mesa. Las futuras parejas debían saber lo que les esperaba y en ese caso Gwyneira echaba en falta datos sobre la situación económica de Howard. También le parecía extraño que no pidiera una dote o que no renunciara al menos expresamente a ella.
Claro que el hombre no había contado con que Helen tomara el próximo barco para arrojarse a sus brazos. Tal vez esas lisonjas eran útiles sólo en las primeras tomas de contacto. Pero no cabía duda de que lo encontraba extraño.
—Es precisamente muy sentimental —defendió Helen a su futuro esposo—. Escribe justo como yo lo había deseado. —Sonrió feliz y ensimismada.
Gwyneira respondió con otra sonrisa.
—Está bien —dijo, pero se propuso en silencio preguntar a su suegro cuando se presentara la ocasión acerca de Howard O’Keefe. A fin de cuentas, también criaba ovejas. Cabía la posibilidad de que ambos hombres se conocieran.
Por de pronto, sin embargo, no lo consiguió: las horas de las comidas, que constituían el marco adecuado para realizar tales pesquisas de urgencia se suspendieron en su mayoría a causa del fuerte oleaje. El buen tiempo del primer día de viaje se había revelado engañoso. En cuanto llegaron al Atlántico, el viento cambió de golpe y el Dublin navegaba luchando contra la lluvia y la tormenta. Muchos pasajeros estaban mareados y por esa razón preferían evitar las comidas o llevárselas a sus camarotes. Gerald Warden y Gwyneira, empero, no se veían afectados por el temporal, pero si no había convocada ninguna cena oficial solían comer a horas distintas. Gwyneira lo hacía con un objetivo: su futuro suegro habría acabado por no consentir que ordenara tan abundantes cantidades de comida para hacérselas llegar a las pequeñas discípulas de Helen. A Gwyn, por el contrario, le habría gustado abastecer de comida a todos los demás pasajeros de la entrecubierta. Al menos los niños necesitaban cualquier alimento que pudieran recibir para mantenerse más o menos calientes. Aunque era pleno verano y la temperatura exterior, pese a la lluvia, no demasiado baja. Con la mala mar, sin embargo, el agua entraba en los camarotes de la entrecubierta y todo estaba húmedo, no había ni un lugar seco en el que poder sentarse. Helen y las niñas se congelaban con la ropa mojada, pero pese a eso la institutriz mantuvo firmemente las clases diarias de sus discípulas. Los otros niños del barco no recibían durante ese período ninguna clase. El médico del barco, que debía cumplir la tarea de maestro, también estaba mareado y se aturdía con abundante ginebra del botiquín.
Por lo demás, las condiciones en la entrecubierta lo eran todo menos agradables. Debido a la tormenta, en el área de las familias y de los caballeros, los lavabos rebosaban y por esa razón la mayoría de los pasajeros apenas si se lavaban. Con las actuales temperaturas reinantes hasta la misma Helen no tenía ganas de lavarse, pero persistió en que sus niñas utilizaran una parte de la ración diaria de agua para su higiene corporal.
—Me gustaría lavar también los vestidos, pero es que no se secan, no hay nada que hacer —se lamentó, por lo que Gwyneira prometió prestarle un vestido de recambio. Su camarote estaba caldeado y perfectamente aislado. Incluso con el más feroz oleaje, el agua no penetraba para echar a perder las mullidas alfombras y los elegantes muebles tapizados. Gwyneira tenía mala conciencia, pero no podía pedir a Helen que ella y las niñas fueran a sus aposentos. Gerald jamás lo habría permitido. Así que, como mucho, se llevaba a Dorothy o a Daphne con el pretexto de tener que arreglar algo de sus vestidos.
—¿Por qué no das la clase abajo, con los animales? —preguntó al final, después de encontrar a Helen temblando de nuevo en la cubierta, donde las niñas estaban leyendo por turnos Oliver Twist. En la cubierta inferior hacía frío, pero al menos estaba seca y el aire fresco era más agradable que la atmósfera húmeda de la entrecubierta—. Cada día se limpia, por mucho que los marineros maldigan. El señor Warden comprueba que las ovejas y caballos están bien alojados. Y el intendente de víveres es meticuloso con los animales de matanza. A fin de cuentas, no los carga para que se los lleven y tengan que lanzar la carne por la borda.
Tal como quedó demostrado, los cerdos y las aves servían como provisiones vivas a los pasajeros de la primera clase y las vacas se ordeñaban, en efecto, cada día. Los viajeros de la entrecubierta, empero, no veían ninguno de tales manjares, hasta que Daphne sorprendió a un joven que por las noches ordeñaba a escondidas. Sin el menor reparo lo delató, no sin antes observarlo e imitar los movimientos para obtener ella misma la leche. Desde ese día, las niñas tuvieron leche fresca. Y Helen fingía no darse cuenta de nada.
Así pues, Daphne aprobó de inmediato, entusiasmada, la sugerencia de Helen. Mientras ordeñaba y robaba huevos, ya hacía tiempo que se había percatado de que hacía mucho más calor en los establos improvisados situados bajo la cubierta. Los grandes cuerpos de los bueyes y caballos desprendían un calor consolador y la paja era mullida y solía estar más seca que los colchones de sus literas. Al principio, Helen se resistió, pero luego dio su consentimiento. En total, dio clases en el establo durante tres semanas, hasta que el intendente la descubrió, sospechó que robaba los víveres y la sacó de allí echando pestes. Entretanto, el Dublin había dejado atrás el golfo de Vizcaya. El mar se apaciguó y aumentaron las temperaturas. Los pasajeros de la entrecubierta sacaron aliviados los vestidos y la ropa de cama mojada para que se secaran al sol. Alabaron a Dios por el buen tiempo, pero la tripulación les advirtió que pronto llegarían al océano Índico y maldecirían el sofocante calor.