Gwyneira no reaccionó a la inaudita petición de mano de Gerald Warden ni la mitad de horrorizada que su padre se temía. Después de que madre y hermana respondieran con ataques de histeria a la mera insinuación de casar a la muchacha en Nueva Zelanda (si bien no parecían estar del todo decididas sobre qué destino era peor, si la desventajosa alianza con el burgués Lucas Warden o el destierro en tierras salvajes), Lord Silkham también había contado con las lágrimas y lamentos de Gwyneira. La muchacha pareció además divertida, cuando Lord Terence le contó el asunto con el funesto juego de cartas.
—¡Naturalmente, no tienes que ir! —lo suavizó enseguida—. Algo así va contra todas las buenas costumbres. Pero he prometido al señor Warden que al menos consideraría su propuesta…
—¡Ya, ya, padre! —le reprochó Gwyneira, amenazándolo con un dedo mientras se reía—. ¡Las deudas de juego son deudas de honor! De ésta no te libras tan fácilmente. Al menos deberías ofrecerle mi equivalente en oro…, o unas cuantas ovejas más. Tal vez lo prefiera. ¡Inténtalo!
—¡Gwyneira, tienes que tomártelo en serio! —la amonestó su padre—. Ya se entiende que he intentado disuadir al hombre…
—¿De verdad? —preguntó curiosa Gwyneira—. ¿Cuánto le has ofrecido?
A Lord Terence le rechinaron los dientes. Sabía que era una costumbre odiosa, pero Gwyneira siempre lo desesperaba.
—Naturalmente, no he ofrecido nada en absoluto. He apelado al entendimiento y sentido del honor de Warden. Pero tales atributos no parecen estar demasiado anclados en él… —Silkham se volvió a ojos vistas.
—¡Entonces quieres casarme, sin el menor escrúpulo, con el hijo de un jugador! —determinó divertida Gwyneira—. Pero en serio, padre, ¿según tu opinión, qué debo hacer? ¿Rechazar la proposición de matrimonio? ¿O aceptarla de mala gana? ¿Debo ser arrogante o humilde? ¿Llorar o gritar? ¡Tal vez podría huir! Ésta sería, sin la menor duda, la solución más digna. Si desaparezco en la noche y envuelta en la niebla, ¡te habrás librado del asunto! —Los ojos de Gwyneira brillaban al imaginar una aventura así. Incluso hubiera preferido dejarse raptar a escaparse sola…
Silkham apretó los puños.
—¡Yo tampoco lo sé, Gwyneira! Por supuesto me resultaría penoso que rechazaras la proposición. Pero también me parece igual de penoso que te sientas obligada a aceptar. Y nunca me perdonaría que fueras desdichada allí. Por eso te pido…, bueno, tal vez podrías…, cómo decirlo, ¿estudiar con benevolencia la proposición?
Gwyneira hizo un gesto de resignación.
—De acuerdo. Entonces estudiémosla. Pero para ello deberíamos ir a buscar a mi posible suegro, ¿no? Y quizá también a madre… O mejor no, sus nervios no lo soportarían. Se lo diremos a madre después. Entonces, ¿dónde está el señor Warden?
Gerald Warden había estado esperando en una habitación contigua. Encontraba entretenidos los acontecimientos que ese día se desarrollaban en casa de Silkham. Lady Sarah y Lady Diana ya habían pedido seis veces sus frasquitos de sales; además se quejaban de forma alternativa de tener los nervios alterados y de sentir debilidad. Las doncellas apenas salían de su estado de excitación. En esos momentos, Lady Silkham descansaba en su salón con una bolsa de hielo sobre la frente, mientras en la habitación de los invitados Lady Riddleworth imploraba a su marido que hiciera algo, como retar a Warden, para salvar a Gwyneira. Como era comprensible, el coronel se sentía poco inclinado a ello. Se limitó a castigar al neozelandés con su desprecio. Salvo esto, no pareció desear nada con mayor intensidad que abandonar la casa de sus suegros cuanto antes.
La misma Gwyneira se tomó el asunto con manifiesta tranquilidad. Aunque Silkham no se había atrevido a convocar a Warden justo después de la conversación con ella, habría sido inevitable oír un arranque temperamental de la apasionada muchacha. Cuando convocaron a Warden a la sala de caballeros, encontró también a Gwyneira sin lágrimas y con las mejillas encendidas. Era justo lo que había esperado. Su proposición le había resultado sorprendente, pero con toda seguridad tampoco era reacia a ella. Ansiosa, dirigió sus fascinantes ojos azules al hombre que de forma tan inusual había pedido su mano.
—¿Tiene quizás algún retrato o algo similar? —Gwyneira no se anduvo con rodeos y fue directa al grano. Warden la encontró tan encantadora como el día anterior. Su sencilla falda azul acentuaba su esbelta figura y la blusa con volantes la hacía parecer mayor, pero esta vez no se había esforzado por recoger su espléndida melena roja. La doncella había enlazado detrás de la cabeza dos mechones con una cinta azul para que el cabello no cayera sobre el rostro de su señora. El resto descendía ondulado y suelto cubriendo gran parte de la espalda.
—¿Un retrato? —preguntó Gerald Warden desconcertado—. Bueno… Planos… Debo de tener un dibujo, mientras discutía sobre algunos detalles de la casa con un arquitecto inglés…
Gwyneira rio. No pareció nada impresionada ni tampoco asustada.
—¡No de su casa, señor Warden! ¡De su hijo! De…, hummm, Lucas. ¿No tiene un daguerrotipo o una fotografía?
Gerald Warden hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Lo siento, milady. Pero Lucas le gustará. Mi fallecida esposa era una belleza y todos dicen que Lucas tiene su misma cara. Y es alto, más alto que yo, pero de complexión más delgada. Tiene los cabellos de un rubio ceniza, ojos grises… ¡y está muy bien educado, Lady Gwyneira! Me ha costado una fortuna, un profesor privado de Inglaterra tras otro… A veces pienso que yo, que nosotros…, exageramos un poco. Lucas es…, bueno, la gente está, en cualquier caso, encantada con él. Y Kiward Station también le gustará, Gwyneira. La casa está concebida según el modelo inglés. No se trata de una cabaña de madera normal, no, es una casa señorial, construida con arenisca gris. ¡Lo más exquisito! Y los muebles los hice llevar de Londres, de las mejores carpinterías. Confié en un decorador para la elección, para no cometer ningún error. No echará nada en falta, milady. Es cierto que el personal no está tan bien adiestrado como las doncellas de aquí, pero nuestros maoríes son serviciales y se dejan instruir. Si lo desea, podemos plantar un jardín de rosas…
Se detuvo cuando Gwyneira hizo una mueca. El jardín de rosas más bien parecía horrorizarla.
—¿Podré llevarme a Cleo? —preguntó la joven. La perrita había permanecido sin moverse debajo de la mesa, pero levantó la cabeza cuando oyó su nombre. Con la mirada interrogante típica de un collie que Gerald ya conocía, alzó la vista hacia Gwyneira.
—¿Y a Igraine también?
Gerald Warden reflexionó unos segundos antes de recordar que Gwyneira hablaba de su yegua.
—Gwyneira, ¡el caballo no! —se entremetió Lord Silkham furioso—. ¡Te comportas como una niña! ¡Se trata de tu futuro y tú sólo te preocupas de tus juguetes!
—¿Tratas a mis animales como si fueran juguetes? —replicó visiblemente enojada por la observación de su padre—. ¿Un perro pastor que gana todos los concursos y el mejor caballo de cacería de Powys?
Gerald Warden aprovechó la oportunidad.
—Milady, puede usted llevarse todo lo que desee —la sosegó, poniéndose así de su parte—. La yegua será una joya para mis establos. Además debería pensar en adquirir un semental adecuado. Y la perra…, bien, usted recordará que ayer mostré interés en ella.
Gwyneira todavía estaba irritada, pero consiguió dominarse e incluso bromear.
—Esto es lo que escondía —observó con una risa pícara, pero con la mirada fría—. La proposición de matrimonio tenía sólo este objeto, quitarle a mi padre el perro pastor galardonado con premios. Lo entiendo. Pero estudiaré su proposición con benevolencia. A lo mejor yo le resulto más preciada que él. Al menos usted, señor Warden, parece diferenciar un caballo de carreras de un juguete. Permítame ahora por favor que me retire. Discúlpame tú también, padre. Debo meditar sobre todo esto. Nos vemos a la hora del té, creo.
Gwyneira salió corriendo, todavía llena de una rabia incierta pero ardiente. Sus ojos también se llenaron entonces de lágrimas, aunque no permitiría que nadie las viera. Como siempre, cuando estaba furiosa y tramaba vengarse, despedía a su doncella, se acurrucaba en el rincón más apartado de su cama con dosel y corría las cortinas. Cleo se cercioraba de que los sirvientes realmente habían desaparecido. Una vez hecho esto se colaba por una rendija y luego se acurrucaba contra su ama para consolarla.
—En cualquier caso, ahora ya sabemos lo que opina mi padre de nosotros —señaló Gwyneira, acariciando el suave pelaje de Cleo—. Tú eres un juguete y yo, una apuesta en el blackjack.
Antes, cuando su padre le había explicado lo de la apuesta, no le había parecido tan mal. En realidad había encontrado divertido que también su progenitor por una vez se pasara de la raya, y quizás esa petición de matrimonio no era demasiado seria. Por otra parte, a Lord Silkham tampoco le hubiera ido bien que Gwyneira se negara simplemente a tomar nota de la proposición de Warden. Dejando aparte que su padre se había jugado sin más su futuro, a fin de cuentas Warden había ganado las ovejas, con o sin Gwyneira. Y el beneficio de las ovejas ¡era su dote! Pero Gwyneira no hubiera insistido en casarse. Por el contrario, en realidad le gustaba Silkham Manor y le hubiera encantado asumir la dirección de la granja un día. Sin duda alguna, lo habría hecho mejor que su hermano, a quien del campo sólo le interesaban la caza y las carreras point to point. Siendo niña, Gwyneira había visto con optimismo tal futuro: quería vivir en la granja con su hermano para ocuparse de todo, mientras John Henry se entregaba a las diversiones. Entonces, los dos niños lo habían considerado una buena idea.
—¡Yo seré jinete de carreras! —había declarado John Henry—. ¡Y criaré caballos!
—¡Y yo me encargaré de las ovejas y los ponis! —comunicó Gwyneira a su padre.
Mientras los hijos fueron pequeños, Lord Silkham se había reído de eso y había llamado a su hija «mi pequeña administradora». Pero cuanto mayores fueron haciéndose los niños, con más respeto hablaban de Gwyneira los trabajadores de la granja, más a menudo vencía Cleo a los perros pastores de John Henry en las competiciones y menos le agradaba a Silkham ver a su hija en los establos.
¡Y había dicho que para él su trabajo allí era un juego! Furiosa, Gwyneira estrujó la almohada. Pero luego empezó a cavilar. ¿Había querido decir eso Lord Silkham? ¿No era más bien que consideraba a Gwyneira como una rival para su hermano y la herencia? ¿Un escándalo como mínimo y una traba en su iniciación como futuro propietario? Si ése era el caso, ¡no cabía duda de que no tenía ningún futuro en Silkham Manor! Con o sin dote, a más tardar antes de que su hermano saliera el año próximo de la universidad, su padre la casaría. De todos modos, su madre presionaba; estaba impaciente por desterrar a su indómita hija de una vez por todas delante de una chimenea junto al bastidor de bordar.
Y respecto a su situación financiera, Gwyneira no podía ser exigente. Con toda certeza no iban a encontrar a ningún joven lord con una propiedad comparable a Silkham Manor. Podría darse por satisfecha si un hombre como el coronel Riddleworth se interesaba por ella. Y era probable que acabara incluso en una casa en la ciudad a través del matrimonio con un segundo o tercer hijo de una familia noble que se abría paso a duras penas en Cardiff como médico o abogado. Gwyneira pensó en reuniones diarias para tomar el té, en reuniones con el comité de obras benéficas…, y se estremeció.
¡Pero también estaba la proposición de matrimonio de Gerald Warden!
Hasta el momento sólo había considerado el viaje hacia Nueva Zelanda como una fantasía. Muy emocionante, pero del todo imposible. Sólo la idea de unirse a un hombre del lado opuesto de la Tierra (un hombre al que su padre había descrito en no más de veinte palabras) le parecía un despropósito. Pero en esos momentos pensó seriamente en Kiward Station. Una granja de la que sería el ama, una mujer pionera como las de los folletines. Seguro que Warden exageraba en la descripción del salón y del esplendor de la casa señorial. A fin de cuentas quería causar una buena impresión en sus padres. Probablemente la explotación de la granja todavía estaba en ciernes. Tenía que ser así, porque si no Warden no hubiera necesitado comprar las ovejas. Gwyneira trabajaría codo con codo junto a su marido. Podría ayudarlo a reunir las ovejas y plantar un huerto donde crecieran auténticas hortalizas en lugar de esas aburridas rosas. Ya se veía sudando detrás de un arado del que tiraba un fuerte Cob Hengst por encima de una tierra todavía sin roturar.
Y Lucas…, bueno, al menos era joven y se suponía que de buen aspecto. No podía pedir más. En un matrimonio en Inglaterra, el amor tampoco hubiera desempeñado ningún papel.
—¿Qué piensas de Nueva Zelanda? —preguntó a su perra, haciéndole cosquillas en la tripa. Cleo la miró extasiada y le dedicó una sonrisa de collie.
Gwyneira sonrió a su vez.
—¡Pues bien! ¡Aprobado por unanimidad! —sonrió para sus adentros—. Esto significa… que tenemos que consultar también con Igraine. Pero ¿qué te apuestas a que dirá que sí cuando le contemos lo del semental?
La elección del ajuar de Gwyneira constituyó una lucha larga y tenaz entre la joven y Lady Silkham. Una vez que ésta se hubo repuesto de los numerosos desmayos que siguieron a la decisión de Gwyneira, se ocupó de los preparativos con su acostumbrado fervor. Durante la tarea se lamentó sin fin y con exceso de palabras de que esta vez el acontecimiento no tuviera lugar en Silkham Manor, sino en algún sitio «en tierras salvajes». Las vivas descripciones de Gerald Warden de su casa señorial en las llanuras de Canterbury produjeron, al menos en ella, más admiración que en su hija. Además, para su alivio, Gerald participó activamente en todas las cuestiones referentes al ajuar.
—¡Es obvio que su hija necesita un espléndido traje de novia! —aseguró, por ejemplo, después de que Gwyneira hubiera rechazado, ya sólo de palabra, un vestido de volantes blanco con una cola kilométrica de ensueño—, pues deberá ir a caballo a la boda y tanta pompa sería simplemente un fastidio.
»Celebraremos el acto o en la iglesia de Christchurch o, lo que yo personalmente preferiría, en el marco de una ceremonia doméstica en mi granja. En el primer caso, la ceremonia sería como tal, más solemne, claro está; pero para la recepción posterior será complicado alquilar los espacios adecuados y el personal adiestrado. En este sentido, espero poder convencer al reverendo Baldwin para que se desplace a Kiward Station. Allí podré hacer los honores a los invitados en una atmósfera más elegante. Invitados ilustres, se entiende. Asistirá el teniente gobernador, representantes destacados de la Corona, el colectivo de comerciantes…, la mejor sociedad de Canterbury al completo. Ésta es la razón por la que el vestido de Gwyneira nunca será lo suficientemente costoso. ¡Estarás preciosa, hija mía!
Gerald dio a Gwyneira unos suaves golpecitos en el hombro y se retiró para ir a hablar con Lord Silkham acerca del envío de caballos y ovejas. Ambos hombres habían acordado con igual satisfacción no volver a mencionar el funesto juego de cartas. Lord Silkham enviaba a ultramar el rebaño de ovejas y los perros como dote de Gwyneira, mientras que Lady Silkham presentaba el compromiso matrimonial con Lucas Warden como un enlace sumamente conveniente con una de las familias más antiguas de Nueva Zelanda. Y de hecho era cierto: los abuelos maternos de Lucas habían pertenecido a los primeros colonos de la isla Sur. Si se cuchicheó al respecto en los salones, las habladurías no llegaron por lo menos a oídos ni de la dama ni de sus hijas.
A Gwyneira le hubiera resultado indiferente. Se arrastraba de mala gana, de todos modos, a las muchas reuniones para tomar el té, en las que sus supuestas «amigas» celebraban con hipocresía su «emocionante» emigración para después poner por las nubes a sus futuros esposos en Powys o en la ciudad. En cuanto no había visitas, la madre de Gwyn insistía en que hiciera las pruebas de los vestidos y que permaneciera después durante horas haciendo de maniquí para la costurera. Lady Silkham mandó tomar medidas para los vestidos de la ceremonia y de la tarde, se ocupó de adquirir elegante ropa de viaje y apenas si podía creer que Gwyneira fuera a necesitar los primeros meses en Nueva Zelanda vestidos ligeros de verano antes que ropa de invierno. Sin embargo, al otro lado del globo terráqueo, en el otro hemisferio, como Gerald no se cansaba de asegurarle, las estaciones del año estaban invertidas.
En cualquier caso, siempre tenía que mediar cuando un nuevo conflicto por «otro vestido de tarde o un tercer vestido de montar» se agravaba.
—¡No puede ser —se alteraba Gwyneira— que en Nueva Zelanda me inviten a tantas reuniones para el té como en Cardiff! Usted ha dicho que es una tierra nueva, señor Warden. En parte sin explotar. ¡Allí no necesitaré vestidos de seda!
Gerald Warden sonreía a ambas adversarias.
—Miss Gwyneira, en Kiward Station encontrará los mismos círculos sociales que aquí, no se preocupe —respondió, aunque sabía, por supuesto, que era Lady Silkham quien se preocupaba por ello—. Sin embargo, las distancias son mucho más grandes. El vecino más próximo con quien nos relacionamos vive a sesenta y cinco kilómetros de distancia. No se hacen visitas para el té de la tarde. Además, la construcción de carreteras todavía está en pañales. Por esa razón preferimos el caballo al carro para visitar a los vecinos. No obstante, esto no significa que nuestros contactos sociales sean menos civilizados. Más bien tiene que prepararse para visitas de varios días y no visitas cortas, y para ello, es obvio, necesita la indumentaria adecuada.
»Además, ya he reservado nuestro billete para el barco. Viajaremos el 18 de julio a bordo del Dublin desde Londres hasta Christchurch. Se acondicionará una parte de los espacios destinados a las cargas para los animales. ¿Quiere acompañarme esta tarde a ver el semental dando un paseo a caballo? Creo que en los últimos días no ha salido del vestidor.
Madame Fabian, la institutriz francesa de Gwyneira, se preocupaba sobre todo por el estado de emergencia cultural de las colonias. Lamentaba en todas las lenguas disponibles que Gwyneira no pudiera proseguir su formación musical, aunque tocar el piano fuera la única actividad reconocida en sociedad para la que la muchacha mostraba al menos una pizca de talento. También en este tema, Gerald podía atemperar los ánimos: claro que había un piano en su casa. Su fallecida mujer era una intérprete excelente y había enseñado a su hijo el arte de tocar el piano. Según decían, Lucas era un pianista notable.
Sorprendentemente fue asimismo Madame Fabian, más que cualquier otra persona, quien obtuvo más información del neozelandés sobre el futuro esposo de Gwyneira. La profesora, una amante del arte, se limitó a plantear las preguntas correctas: siempre que se trataba de conciertos, libros, teatro y galerías de arte de Christchurch se mencionaba el nombre de Lucas. Al parecer, el prometido de Gwyneira era sumamente cultivado y dotado para el arte. Pintaba, componía y mantenía una amplia relación epistolar con científicos británicos, en la que se trataba sobre todo de seguir investigando el extraordinario mundo animal de Nueva Zelanda. Gwyneira esperaba poder compartir este interés, si bien el resto de las inclinaciones de Lucas descritas casi le resultaba un poco raro. Del heredero de una granja de ovejas en ultramar ella había esperado, de hecho, menos actividades artísticas. Con toda certeza, los cowboys de los folletines no habían tocado un piano en su vida. Pero tal vez Gerald Warden también exageraba en eso. No cabía duda de que el barón de la lana intentaba mostrar el mejor aspecto de su granja y su familia. ¡La realidad sería más cruda y emocionante! En cualquier caso, Gwyneira olvidó sus partituras cuando al final llegó el momento de embalar su ajuar en arcones y cajas.
Para sorpresa de todos, la señora Greenwood reaccionó con toda tranquilidad ante la noticia de Helen. En efecto, George debía de todos modos ir a la universidad, por lo que no necesitaba ninguna profesora particular, y William…
«En lo que respecta a William, tal vez buscaré después alguna ayuda algo más permisiva —pensó la señora Greenwood—. Todavía es muy infantil y esto hay que tenerlo en consideración».
Helen se contuvo y le dio dócilmente la razón, mientras ya estaba pensando en sus nuevas alumnas a bordo del Dublin. La señora Greenwood le había permitido en un acto de generosidad prolongar la salida de la misa del domingo para que fuera a la escuela dominical a conocer a las niñas. Tal como esperaba, estaban pálidas, desnutridas y asustadas. Todas llevaban batas de color gris, limpias pero muy remendadas, bajo las cuales ni siquiera la mayor, Dorothy, mostraba todavía ninguna forma femenina. La niña ya tenía trece años y había pasado diez de su corta vida con su madre en el hospicio. Muy al principio, la madre de Dorothy había estado empleada en algún lugar, pero la niña ya no recordaba nada más. Se acordaba todavía de que en algún momento su madre había caído enferma y al final había muerto. Desde entonces vivía en el orfanato. Antes del viaje a Nueva Zelanda estaba muerta de miedo, pero, por otra parte, también estaba preparada para hacer todo lo imaginablemente posible para contentar a sus futuros señores. Dorothy había empezado a aprender a leer y escribir en el orfanato, pero se esforzaba mucho para recuperar el retraso que llevaba. Helen decidió en silencio seguir con su aprendizaje en el barco. Enseguida sintió simpatía por esa niña delicada y de cabello oscuro que seguramente se convertiría en una belleza al crecer, cuando la alimentaran bien y cuando por fin ya no hubiera razón para que se doblegase ante todo el mundo con la espalda inclinada y como un perrito apaleado. Daphne, la segunda de las mayores, era más vivaz. Daphne se las había arreglado sola por las calles y no cabía duda de que había sido antes cuestión de suerte que no de inocencia que al final no la cogieran en compañía de algún ladrón y la encontraran enferma y agotada debajo de un puente. En el orfanato la trataban con severidad. La profesora parecía considerar su cabello, de un rojo vivo, un signo infalible de gusto, de avidez por la vida, y la castigaba siempre que mostraba una expresión pícara. Daphne era la única de las seis niñas que se había presentado voluntaria para que la enviaran a ultramar. Éste no era en absoluto el caso de Laurie y Mary, hermanas gemelas procedentes de Chelsea y no mayores de diez años. No eran las más inteligentes, pero cuando hubieron comprendido lo que se pretendía de ellas reaccionaron bien y de forma casi complaciente. Laurie y Mary se creían todo lo que los niños malos del orfanato les habían contado sobre los terribles peligros del viaje por mar y apenas podían dar crédito al hecho de que Helen emprendiera el viaje sin grandes reparos. Elizabeth, por el contrario, una niña soñadora, de doce años y con una larga melena rubia, encontraba romántico encaminarse al encuentro de un esposo desconocido.
—¡Oh, Miss Helen, será como un cuento! —susurró. Elizabeth ceceaba un poco y eso la convertía en continuo objeto de burla, así que sólo en raras ocasiones alzaba la voz—. ¡Un príncipe que la está esperando! ¡Seguro que se consume y sueña cada noche con usted!
Helen rio e intentó liberarse del abrazo de su alumna más joven, Rosemary. Se suponía que Rosie tenía once años, pero Helen calculó que esa niña totalmente amedrentada no debía tener más de nueve. No podía explicarse quién había tenido la idea de que esa criatura trastornada iba a ganarse de algún modo la vida por sí misma. Hasta entonces, Rosemary se había mantenido pegada a Dorothy. Sin embargo, en el momento en que se presentó un adulto amable, cambió sin transición a Helen. Ésta encontraba tranquilizador sentir la manita de Rosie en la suya, pero sabía que no debía fomentar la dependencia de la pequeña: los niños ya estaban adjudicados a señores de Christchurch y por ello no podía en absoluto alimentar en Rosie las esperanzas de que podría quedarse con ella después del viaje.
Además, el propio destino de Helen también era totalmente incierto. Todavía seguía sin saber nada de Howard O’Keefe.
No obstante, Helen preparó una especie de dote. Invirtió sus pocos ahorros en dos vestidos nuevos y en prendas interiores y adquirió ropa de cama y de mesa para su nuevo hogar. Por una modesta cantidad también podía llevarse su querida mecedora y Helen pasó horas embalándola con primor. Con objeto de luchar contra su nerviosismo, emprendió pronto los preparativos del viaje y, básicamente, ya estaba lista cuatro semanas antes de comenzar la travesía. Sólo retrasó casi hasta el final la desagradable tarea de comunicar la partida a su familia. No obstante, en algún momento ya no se demoró más. La reacción fue la esperada: la hermana de Helen se mostró sorprendida y los hermanos enfadados. Si Helen ya no estaba dispuesta a pagar su mantenimiento, tendrían que volver a refugiarse en casa del reverendo Thorne. Helen pensaba que eso sería beneficioso para ambos y así se lo hizo saber con bastante crudeza.
En cuanto a su hermana, ni por un segundo Helen prestó importancia a sus diatribas. Susan expuso largamente, empero, cuánto añoraría a su hermana, y en algunos lugares la carta mostraba incluso huellas de lágrimas que más bien eran causadas por el hecho de que los gastos de los estudios de John y Simon recaerían ahora sobre las espaldas de Susan.
Cuando ésta y su esposo se decidieron a viajar a Londres para «discutir una vez más sobre el asunto», Helen no respondió al supuesto dolor por la separación de la hermana. En lugar de ello explicó que su emigración no alteraría para nada su relación con Susan. «Hasta ahora no nos hemos escrito más de dos veces al año —le dijo Helen con cierta malicia—. Ya tienes bastante trabajo con tu familia y a mí pronto me sucederá igual».
¡Si al menos hubiera por fin un motivo concreto para creerlo!
Howard, no obstante, seguía guardando silencio. Apenas una semana antes de la partida de Helen, cuando ya hacía tiempo que había dejado de acechar cada mañana la llegada del cartero, George le llevó un sobre con muchos sellos de colores.
—Aquí lo tiene, Miss Davenport —dijo el niño emocionado—. Puede abrirlo ahora mismo. Le prometo que no me chivaré y que tampoco miraré por encima del hombro. Juego con William, ¿vale?
Helen estaba con sus alumnos en el jardín, acababa de concluir la hora de clase. William estaba ocupado en lanzar la pelota sin método alguno a través de los aros del cróquet.
—¡George, no tienes que decir «vale»! —le reprendió Helen como era habitual, mientras que cogía la carta con una precipitación impropia—. ¿De dónde has sacado ese modo de hablar? ¿De una de esas noveluchas que lee el personal? No dejes que anden rondando por ahí. Si William…
—William no sabe leer —la interrumpió George—. Los dos lo sabemos, Miss Davenport, da igual lo que crea mi madre. ¿Leerá ahora la carta? —La expresión del fino rostro de George era insólitamente seria. Helen había contado más bien con su habitual sonrisa irónica.
¿Pero qué podía pasar? Incluso si le contaba a su madre que ella, Helen, leía cartas privadas durante la clase, en una semana ya estaría navegando, si es que no…
Helen abrió el sobre con manos temblorosas. Si el señor O’Keefe no mostraba ningún interés más en ella…
Mi muy estimada Miss Davenport:
Imposible expresar con palabras cuánto han conmovido mi alma sus líneas. Desde que recibí su carta pocos días atrás, ya no me he separado de ella. Me acompaña a todos sitios, durante mi trabajo en la granja, durante los escasos viajes a la ciudad: cada vez que la palpo siento consuelo y reboso de alegría por el hecho de que en algún lugar, lejos de aquí, un corazón late por mí. Y debo admitir que en las tristes horas de mi soledad, la acerco con disimulo a mis labios. Este papel que usted ha tocado, que su aliento ha rozado, es para mí tan sagrado como los pocos recuerdos de mi familia que todavía hoy conservo como tesoros.
¿Pero qué nos sucederá? Respetadísima Miss Davenport, lo que ahora haría con más agrado sería gritarle: ¡venga! ¡Dejemos ambos a nuestras espaldas la soledad! ¡Desprendámonos de nuestra antigua piel de desesperación y oscuridad! ¡Empecemos de nuevo los dos juntos!
Estoy impaciente por que emanen los primeros aromas de la primavera. La hierba empieza a reverdecer, los árboles echan brotes. ¡Cuánto me agradaría compartir con usted este paisaje, esta arrebatadora sensación del despertar de una nueva vida! Para ello, sin embargo, son precisas reflexiones menos elevadas que un afecto naciente. Me gustaría enviarle el dinero para la travesía, estimada Miss Davenport…, qué digo, ¡queridísima Helen! No obstante, esto tendrá que esperar hasta que mis ovejas hayan dado a luz y se puedan calcular los beneficios de la granja para este año. A fin de cuentas, en ningún caso deseo cargar nuestra vida en común con deudas desde el principio.
¿Comprende usted, estimada Helen, estos reparos? ¿Puede, quiere esperar usted, hasta que por fin pueda llamarla? No hay nada en el mundo que desee más ardientemente.
Quedo su más devoto afecto,
Howard O’Keefe
El corazón de Helen latía tan deprisa que por primera vez en su vida creyó que iba a necesitar un frasquito de sales. ¡Howard la quería, la amaba! Y ella ahora le iba dar la más hermosa de las sorpresas. ¡En lugar de una carta, sería ella quien corriera a su encuentro! ¡Le estaba infinitamente agradecida al reverendo Thorne! ¡Estaba infinitamente agradecida a Lady Brennan! Sí, incluso a George, que le había llevado la noticia…
—¿Ya…, ya ha terminado con la lectura, Miss Davenport?
Absorta como estaba, Helen no había advertido que el muchacho todavía estaba a su lado.
—¿Ha recibido buenas noticias?
En realidad no parecía que George fuera a alegrarse con ella. Tenía, por el contrario, una expresión turbada.
Helen lo miró preocupada, pero era incapaz de ocultar su dicha.
—¡Las mejores noticias que se puedan recibir! —contestó extasiada.
George no le devolvió la sonrisa
—Entonces… ¿quiere de verdad casarse con usted? ¿No…, no ha dicho que tiene usted que quedarse donde está? —preguntó con un tono neutro de voz.
—¡Pero George! ¿Cómo iba a hacerlo? —Helen se sentía tan feliz que olvidó por completo que hasta el momento siempre había negado a sus alumnos su ofrecimiento al mencionado anuncio—. ¡Congeniamos de maravilla! Un joven en extremo cultivado, que…
—¿Más cultivado que yo, Miss Davenport? —la interrumpió el adolescente—. ¿Está segura de que es mejor que yo? ¿Más inteligente? ¿Más leído? Porque…, si se trata sólo de amor, entonces…, yo…, entonces él no puede amarla más que yo…
George le volvió la espalda, asustado de su propia intrepidez. Helen tuvo que agarrarle por los hombros y darle la vuelta para mirarlo de nuevo a los ojos. Él pareció estremecerse cuando ella lo tocó.
—Pero George, ¿qué estás diciendo? ¿Qué sabes tú del amor? ¡Tienes dieciséis años! ¡Eres mi alumno! —replicó Helen consternada, y en ese mismo instante supo que estaba diciendo una tontería. ¿Por qué no podía alguien a los dieciséis años experimentar un sentimiento profundo?—. Escucha, George, a Howard y a ti ¡nunca os he comparado! —empezó de nuevo—. O nunca os he visto como competidores. Además yo no sabía que tú…
—¡Usted no podía saberlo! —En los ojos castaños de George se reflejó algo así como esperanza—. Yo tendría…, tendría que habérselo dicho. Ya antes del asunto de Nueva Zelanda. Pero no me atreví…
Helen casi sonrió. El adolescente parecía tan joven y vulnerable, tan grave en su infantil enamoramiento. ¡Tendría que haberlo notado antes! Visto a posteriori se habían producido muchas situaciones que lo indicaban.
—Fue lo más correcto y normal, George —respondió ahora apaciguadora—. Tú mismo te has dado cuenta de que eres demasiado joven para estas cosas y en circunstancias normales no hubieras dicho nada. Ahora nos olvidaremos de lo que ha pasado…
—Soy diez años más joven que usted, Miss Davenport —la interrumpió George—. Y está claro que soy su alumno, ¡pero ya no soy un niño! Voy a empezar la carrera y en un par de años seré un respetado comerciante. Nadie preguntará entonces mi edad ni la de mi esposa.
—Pero yo sí la pregunto —contestó con dulzura Helen—. Deseo un hombre de mi edad que se ajuste a mí. Lo siento, George…
—¿Y cómo sabe usted que la persona que ha escrito esa carta satisface sus expectativas? —preguntó atormentado el muchacho—. ¿Por qué lo quiere a él? ¡Es la primera carta que recibe de él! ¿Ha mencionado su edad? ¿Sabe si puede alimentarla y vestirla de forma conveniente? ¿Si hay algo de lo que puedan hablar los dos? Siempre ha conversado bien conmigo y mi padre. Si me espera…, sólo un par de años, Miss Davenport, hasta que concluya mis estudios. ¡Por favor, Miss Davenport! ¡Por favor, deme una oportunidad!
El joven le cogió la mano sin poder dominarse.
Helen se liberó de él.
—Lo siento, George. No es que no me gustes, al contrario. Pero soy tu profesora y tú eres mi alumno. De esta relación no puede salir nada más…, y en un par de años, pensarás de una forma totalmente distinta.
Helen se planteó por un instante si Richard Greenwood habría sospechado algo del amor ciego de su hijo. ¿Debía tal vez agradecer su generoso donativo para el billete del barco a que quería demostrar al joven que su locura no tenía futuro?
—¡Nunca pensaré de otro modo! —dijo George apasionadamente—. ¡En cuanto sea adulto, en cuanto pueda alimentar a una familia, me tendrá a su disposición! ¡Si sólo esperase, Miss Davenport!
Helen negó con la cabeza. Debía poner punto final a esa conversación ya.
—George, incluso si te amara, no puedo esperar. Si quiero formar una familia, debo aprovechar ahora la oportunidad. Howard es esa oportunidad. Y seré una buena y fiel esposa para él.
George la miró desesperado. Su delicado rostro reflejaba todas las penas de una pasión despechada y Helen casi creyó distinguir en los rasgos todavía indefinidos del joven el destello del hombre en el que un día se convertiría. El hombre sabio y digno de amor que no se precipitaba en sus compromisos y que cumplía sus promesas. A Helen le habría gustado abrazar al joven para consolarlo, pero, por supuesto, ni se lo planteó.
Esperó en silencio hasta que George volvió la espalda. Helen ya contaba con que asomaran unas lágrimas infantiles, no obstante George le devolvió la mirada con serenidad y firmeza.
—¡Siempre la amaré! —declaró—. Siempre. No importa dónde esté ni lo que haga. No importa dónde esté yo ni lo que yo haga. La amo sólo a usted. No lo olvide jamás, Miss Davenport.