Helen sentía algo más que un ligero latir en el corazón cuando se presentó en el despacho del párroco de la comunidad de St. Clement. Sin embargo, no era la primera vez que estaba ahí, y de hecho solía sentirse muy a gusto en ese lugar que tanto se parecía al despacho de su padre. El reverendo Thorne era, además, un viejo amigo del fallecido reverendo Davenport. Un año antes le había proporcionado a Helen el empleo en el hogar de los Greenwood e incluso había albergado en su casa familiar a los hermanos de ésta algunas semanas antes de que, primero Simon y luego John, encontraran una habitación en la asociación de estudiantes. Los jóvenes se habían mudado encantados, pero Helen no se había mostrado muy entusiasmada con ello. Mientras que Thorne y su esposa no sólo alojaban a sus hermanos sin cobrarles, sino que también los vigilaban un poco, el alojamiento en la asociación costaba dinero y facilitaba a los estudiantes cierta diversión no necesariamente provechosa para su progreso en los estudios.
Helen se había quejado con frecuencia de ello al reverendo. La joven pasaba casi todas sus tardes libres en casa de los Thorne.
Pero en la visita de ese día no esperaba sosegarse mientras tomaba el té con el clérigo y su familia ni que de su despacho surgiera el alegre y sonoro «Entra con Dios» con el que el reverendo solía dar la bienvenida a sus feligreses. Una vez que Helen por fin hubo hecho de tripas corazón y golpeó la puerta, desde el despachó sonó, en cambio, una voz femenina acostumbrada al mando. En las dependencias del reverendo se encontraba esa tarde Lady Juliana Brennan, esposa de un segundo teniente retirado del equipo de William Hobson, antes miembro fundador de la comunidad anglicana de Christchurch y desde hacía poco un nuevo pilar de la sociedad londinense. La dama había respondido al escrito de Helen y acordado con ella esa cita en el despacho de la comunidad. Quería a toda costa examinar ella primero a las mujeres «respetables, versadas en las tareas domésticas y la educación infantil» que se habían presentado a su anuncio antes de allanarles el camino hacia los «miembros de buena reputación y de posición acomodada» de la colonia de Christchurch. Por fortuna era tolerante en el examen. Helen sólo disponía de una tarde libre cada dos semanas y de mala gana habría pedido permiso para una ausencia extra a la señora Greenwood. Lady Brennan, sin embargo, enseguida estuvo de acuerdo, cuando Helen le propuso la tarde del viernes para ese encuentro.
Llamó en ese momento a la joven y observó con satisfacción que Helen, ya al entrar, se inclinaba respetuosamente.
—Deje esas cosas, jovencita, no soy la reina —señaló, sin embargo, con frialdad, haciendo enrojecer a Helen.
Y aun así, ésta se percató de las similitudes entre la severa reina Victoria y la también regordeta y vestida de negro Lady Brennan. Ambas parecían sonreír sólo en situaciones excepcionales y tomarse la vida en general como un fardo divino, sobre todo, en la que era evidente que se había de sufrir. Helen se esforzó por manifestarse igual de rígida e inexpresiva. Había comprobado ya en el espejo si, durante el trayecto por las calles londinenses, a merced del viento y la lluvia, se había desprendido aunque fuera una diminuta mecha de su cabello recogido en un moño. De todos modos, la mayor parte del severo peinado estaba cubierta por un sombrero modesto, azul oscuro, que apenas la había protegido de la lluvia y en esos momentos estaba empapado. Al menos había podido dejar el abrigo, igualmente mojado, en el vestíbulo. Llevaba debajo una falda de paño azul y una blusa clara y almidonada con esmero. Helen quería a toda costa causar una buena, y en la media de lo posible distinguida, impresión. Lady Brennan no debía tomarla en ningún caso por una frívola aventurera.
—¿Así que quiere emigrar? —preguntó la dama sin más preámbulos—. La hija de un párroco, con una buena colocación, según veo. ¿Qué es lo que la seduce en ultramar?
Helen meditó con cuidado la contestación.
—No me atrae la aventura —contestó—. Estoy contenta en mi puesto de trabajo y mis patrones me tratan bien. Pero cada día veo la felicidad que reina en su familia y ansío de corazón hallarme yo también un día en el centro de tal preciada compañía.
Esperaba que la señora no considerase exageradas sus palabras. La misma Helen casi podría haberse echado a reír cuando había preparado esta respuesta. A fin de cuentas, los Greenwood no eran precisamente un ejemplo de armonía y lo último que ansiaba Helen era un retoño como William.
Sin embargo, Lady Brennan no pareció impresionada por la respuesta de Helen.
—¿Y no ve aquí en su lugar de nacimiento ninguna posibilidad para ello? —preguntó—. ¿Cree que no va a encontrar a ningún esposo que satisfaga sus pretensiones?
—No sé si mis pretensiones son demasiado grandes —contestó Helen con prudencia. De hecho tenía previsto plantear después algunas preguntas sobre los «miembros de buena reputación y posición acomodada» de la comunidad de Christchurch—. Pero mi dote es sin lugar a dudas reducida. No puedo ahorrar mucho, milady. Hasta ahora he tenido que ayudar a mis hermanos en sus estudios y no me queda nada. Y ya tengo veintisiete años. No me queda mucho tiempo para encontrar esposo.
—¿Y sus hermanos ya no precisan de su ayuda? —quiso saber Lady Brennan. Era obvio que suponía que Helen quería zafarse de las obligaciones familiares emigrando. No estaba equivocada. Helen estaba sumamente harta de financiar a sus hermanos.
—A mis hermanos ya les falta poco para acabar los estudios —afirmó. No era mentira: si Simon volvía a suspender sería expulsado de la universidad y John no se hallaba en mejor situación—. Pero no veo ninguna posibilidad de que después me paguen ellos la dote. Ni un profesor de Derecho ni un médico asistente ganan mucho dinero.
Lady Brennan hizo un gesto afirmativo.
—¿No echará luego en falta a su familia? —inquirió adusta.
—Mi familia estará compuesta por mi marido y, ¡Dios lo quiera!, por nuestros hijos —respondió con firmeza—. Quiero estar junto a mi esposo cuando construya su casa, en el extranjero. Allí no tendré tiempo de añorar mi antiguo hogar.
—Parece firmemente decidida —observó la mujer.
—Espero que Dios me guíe en mi camino —contestó Helen con humildad, inclinando la cabeza. Las preguntas sobre los hombres deberían esperar. ¡Lo principal era que ese dragón con puntillas negras la siguiera ayudando! Y si los caballeros de Christchurch eran examinados con tanto detalle como las mujeres de ahí, nada podría salir mal en realidad. Al menos Lady Brennan se mostraba ahora más abierta. Reveló incluso un poco sobre la comunidad de Christchurch:
—Una colonia floreciente, fundada por colonos selectos, elegidos por la Iglesia de Inglaterra. En breve, la ciudad será obispado. Se planea construir una catedral, así como una universidad. No echará nada en falta, hija mía. Incluso las calles llevan nombres de obispados ingleses.
—Y el río que recorre la ciudad se llama Avon, como la ciudad natal de Shakespeare —añadió Helen. Los últimos días había estado buscando todos los libros accesibles relacionados con Nueva Zelanda, lo que incluso había atraído la cólera de la señora Greenwood: William se había aburrido como una ostra en la Biblioteca de Londres cuando Helen explicó a los niños cómo desenvolverse en esa enorme institución. George debía de haber entendido que la razón para visitar la biblioteca sólo era un pretexto, pero no había traicionado a Helen y el día anterior incluso se había ofrecido para devolver en su tiempo libre los libros que Helen había tomado prestados.
—Exacto —convino satisfecha Lady Brennan—. Debe contemplar algún día el Avon en las tardes de verano, hija mía, cuando la gente está en la orilla y observa las regatas de remos. Uno se siente entonces como en la buena y vieja Inglaterra.
Tales explicaciones tranquilizaron a Helen. Aunque estaba firmemente decidida a emprender la aventura, ello no significaba que en ella bullera un auténtico espíritu de pionera. Deseaba una casa acogedora y urbana y un círculo de amistades cultivadas, algo más pequeño y menos lujoso que el hogar de los Greenwood, pero no obstante familiar. Tal vez el «hombre de posición acomodada» fuera un funcionario de la Corona o un pequeño comerciante. Helen estaba dispuesta a darle una oportunidad.
Pese a todo, cuando abandonó el despacho con la carta y la dirección de un tal Howard O’Keefe, agricultor de Haldon, Canterbury, Christchurch, se sentía un poco insegura. Nunca había vivido en el campo; sus experiencias se limitaban a unas vacaciones con los Greenwood en Cornwall. Habían visitado allí a una familia amiga y todo había trascurrido de forma sumamente civilizada. Sin embargo, en la casa de campo del señor Mortimer nadie había mencionado la palabra «granja» y el señor Mortimer tampoco se había calificado de «agricultor», sino…, gentlemanfarmer, recordó Helen por fin, tras lo cual se sintió mejor. En efecto, de este modo se había denominado a sí mismo el conocido de los Greenwood. Y lo mismo se ajustaría seguramente a Howard O’Keefe. Helen no podía en absoluto imaginarse a un sencillo granjero como un miembro bien situado de la mejor sociedad de Christchurch.
Helen habría preferido leer la carta a O’Keefe ahí mismo, pero se esforzó por apaciguarse. En ningún caso debía abrir el sobre ya en el vestíbulo del reverendo y en la calle se habría mojado. Así que llevó a casa la carta sin abrir y se limitó a alegrarse de la hermosa y clara caligrafía del sobre. ¡No, así no podía escribir un granjero sin educación! Helen meditó brevemente sobre si debía permitirse una calesa para volver a casa de los Greenwood, pero al final se dijo que ya no valía la pena. Iba a hacerse tarde y sólo tendría tiempo para desprenderse del sombrero y el abrigo antes de que se sirviera la cena. Con la preciosa carta en el bolsillo, llegó deprisa a la mesa e intentó evitar la mirada curiosa de George. ¡El muchacho no era tonto! Seguro que sospechaba dónde había pasado Helen la tarde. La señora Greenwood, por el contrario, seguro que no se figuraba nada, y no preguntó cuando Helen le informó de su visita al párroco.
—Ah, sí, yo también tengo que ver al reverendo la semana que viene —dijo la señora Greenwood distraída—. A propósito de las huérfanas para Christchurch. Nuestro comité ha seleccionado seis niñas, pero el reverendo cree que la mitad de ellas es demasiado joven para que las enviemos solas a hacer el viaje. No es que tenga nada contra el reverendo, ¡pero a veces es poco realista! No calcula simplemente lo que cuestan aquí las niñas, mientras que ahí podrían ganarse la vida…
Helen no hizo comentarios a la intervención de la señora Greenwood y tampoco el señor Greenwood parecía ese día estar de humor para peleas. Posiblemente disfrutaba del ambiente amable que reinaba en la mesa, atribuible con toda certeza al hecho de que William estaba muy cansado. Puesto que se habían suspendido las clases y el aya había pretextado otros menesteres, se había encomendado a la sirvienta más joven que jugara con él en el jardín. La dinámica jovencita lo había agotado jugando a pelota, pero al final había sido benévola, dejándole ganar. En esos momentos estaba, por lo tanto, tranquilo y contento.
También Helen puso el cansancio como excusa para escaquearse de las conversaciones posteriores a la comida. Normalmente, en general por cortesía, pasaba media hora más con los Greenwood frente a la chimenea trabajando en sus labores de bordado, mientas la señora Greenwood informaba acerca de sus interminables reuniones del comité. Ese día, se retiró enseguida y ya en el camino de su habitación sacó la carta del bolsillo. Por fin tomó solemnemente asiento en su mecedora, el único mueble de la casa paterna que se había llevado a Londres, y desplegó la carta.
En cuanto leyó las primeras palabras, se conmovió.
Muy estimada lady:
Apenas si oso dirigirle la palabra, tan inconcebible me resulta que yo pueda despertar su atención. El modo que he elegido para ello es seguramente poco convencional, pero vivo en un país todavía joven en el que, aunque tenemos en alta consideración las viejas costumbres, debemos encontrar nuevas e inauditas soluciones cuando algún problema nos encoge el corazón. En mi caso se trata de una profundamente sentida soledad y un ansia que no me permite conciliar el sueño. Si bien resido en una casa confortable, ésta carece de la calidez que sólo una mano femenina puede crear. El paisaje que me rodea es de una belleza y extensión infinitas, pero a tal esplendor parece faltarle el núcleo que lleve luz y amor a mi vida. Dicho en pocas palabras: sueño con una persona que quiera compartir la existencia conmigo, que participe en mis logros en la construcción de mi granja, pero que también esté dispuesta a ayudarme, a soportar los contratiempos. Sí, ansío a una mujer que esté dispuesta a unir su destino con el mío. ¿Acaso es usted esa mujer? Ruego a Dios que me conceda una mujer amorosa cuyo corazón pueda ablandar estas palabras. No obstante, usted deseará que le proporcione algo más que una vaga idea de mis pensamientos y deseos. Pues bien, me llamo Howard O’Keefe y, como el nombre ya le indica, tengo raíces irlandesas. Pero son muy lejanas. Apenas si puedo contar todavía los años que vago lejos de mi hogar natal por un mundo a veces hostil. Querida mía, ya no soy un adolescente inexperimentado. He vivido y sufrido mucho. Pero ahora he encontrado en las llanuras de Canterbury, en las estribaciones de los Alpes neozelandeses, un hogar. Mi granja es pequeña, pero la cría de ovejas tiene futuro en este país y estoy seguro de que soy capaz de alimentar a una familia. Deseo que la mujer que esté a mi lado sea experimentada y cariñosa, diestra en los asuntos domésticos y dispuesta a criar a nuestros hijos de acuerdo con los principios cristianos. La apoyaré en tales menesteres de buena fe y con toda la convicción de un amante esposo.
¿Podría darse la posibilidad quizá, respetada lectora, de que usted compartiera una parte de tales deseos y ansias? Si es así, ¡escríbame! Beberé sus palabras como agua en el desierto. Ya por la buena voluntad de haber leído mis palabras tiene usted para siempre un lugar en mi corazón.
Su más devoto afecto,
Howard O’Keefe
Al concluir la lectura, Helen tenía lágrimas en los ojos. ¡Qué maravillosamente escribía ese hombre! ¡Con qué precisión expresaba lo que a Helen tantas veces le preocupaba! También a ella le faltaba ese punto central en la vida. También ella ansiaba sentirse, en algún lugar, realmente en casa, poseer una familia propia y un hogar que no estuviera administrando para otros, sino al que dar por sí misma cara y forma. Bueno, no es que hubiera pensado exactamente en una granja, más bien en una casa de ciudad. Sin embargo, siempre había que contraer pequeños compromisos, sobre todo cuando alguien se embarcaba en tal aventura. Y en la casa de campo de los Mortimer se había sentido a gusto. Incluso había sido agradable que por las mañanas la señora Mortimer apareciera riendo en el salón con un cestito de huevos frescos y un colorido ramo de flores del jardín en la mano. Helen, que solía levantarse temprano, había ayudado a la señora Mortimer a vestir la mesa y había disfrutado de la mantequilla fresca y la cremosa leche de las vacas de los mismos Mortimer. También el señor Mortimer le había causado una buena impresión cuando regresaba de su paseo matinal por los prados, fresco y hambriento por el aire frío, tostado por el sol. Así de dinámico y atractivo se imaginaba Helen a su Howard. ¡Su Howard! ¡Cómo sonaba! ¡Cómo lo percibía! Helen casi se puso a bailar por su diminuta habitación. ¿Podría llevarse la mecedora a su nuevo hogar? Qué emocionante sería contar a sus hijos ese momento en que las palabras de su padre llegaron a Helen por vez primera y ya la conmovieron en su interior…
Muy estimado señor O’Keefe,
Hoy he leído su carta con gran alegría y afecto. También yo he emprendido el camino hacia nuestro conocimiento de forma vacilante, pero en Dios está saber por qué une a dos personas cuyos mundos están separados. Con la lectura de su carta, los kilómetros que nos separan parecen, sin embargo, fundirse cada vez más deprisa. ¿Es posible que en nuestros sueños ya nos hayamos encontrado una y otra vez? ¿O son quizá las experiencias y las ansias comunes las que nos acercan el uno al otro? Yo tampoco soy ya una muchacha joven, la muerte de mi madre me obligó temprano a adquirir responsabilidades. Ésta es la razón por la que esté versada en la administración de una casa grande. He criado a mis hermanos y estoy actualmente empleada como institutriz en una casa señorial de Londres. Esto me ocupa muchas horas del día, pero en las nocturnas siento, no obstante, el vacío de mi corazón. Vivo en una casa activa de una ciudad ruidosa y poblada, pero a pesar de todo me sentía condenada a la soledad hasta que me sorprendió su llamada hacia ultramar. Todavía me siento insegura acerca de si debo atreverme a seguirle. Todavía desearía saber más sobre el país y su granja, pero sobre todo acerca de usted, Howard O’Keefe. Me sentiría dichosa de poder proseguir nuestra correspondencia. Ojalá tenga usted también la sensación de haber hallado un alma cercana. Ojalá sienta usted también, al leer mis palabras, un asomo de esa calidez y seguridad que deseo dar… a un amante esposo y, si Dios lo quiere, a un tropel de espléndidos hijos en su joven y nuevo país.
De momento así lo espero de corazón.
Suya,
Helen Davenport
Helen había depositado la carta en correos justo al día siguiente y, a pesar suyo, su corazón latía con mayor fuerza los días después, cada vez que veía el buzón frente a la vivienda. Apenas si lograba esperar a concluir la clase matinal y precipitarse en el salón, donde el ama de llaves dejaba cada mañana el correo para la familia y también para Helen.
—No tiene que angustiarse tanto, todavía no puede haber respondido —observó George una mañana, tres semanas después, cuando Helen, de nuevo con el rostro encendido y gesto nervioso cerró los libros en cuanto divisó al cartero por la ventana del estudio—. Un barco tarda tres meses en llegar a Nueva Zelanda. Para el transporte del correo esto significa: tres meses de ida y tres meses de vuelta. En caso de que el destinatario conteste al instante y el barco zarpe de regreso inmediatamente. Ya ve, puede pasar medio año antes de que reciba noticias de él.
¿Seis meses? Helen podría haberlo calculado ella misma; pero ahora estaba impresionada. ¿A la vista de esos plazos, cuánto tiempo pasaría hasta que el señor O’Keefe y ella llegaran a un acuerdo? ¿Y cómo sabía George…?
—¿Cómo se te ocurre lo de Nueva Zelanda, George? ¿Y quién es «él»? —preguntó con severidad—. ¡A veces eres un impertinente! Voy a ponerte un castigo que te mantendrá suficientemente ocupado.
George rio travieso.
—¡Quizás es que leo sus pensamientos! —respondió con insolencia—. Al menos lo intento. Pero alguno se me escapa. ¡Oh, me gustaría saber quién es «él»! ¿Un oficial de Su Majestad en la división de Wellington? ¿O un barón de la lana en la isla Sur? Lo mejor sería un comerciante de Christchurch o Dunedin. Entonces mi padre no la perdería de vista y yo siempre sabría cómo le va. Pero, naturalmente, no debería ser curioso, en absoluto en asuntos tan románticos. Así que deme ya el trabajo de castigo. Lo empezaré con humildad y además blandiré el látigo para que William siga escribiendo. Así tendrá tiempo para salir y echar un vistazo al buzón.
Helen se había puesto roja como un tomate. Pero debía conservar la calma.
—Tu fantasía es excesiva —observó—. Sólo estoy esperando una carta de Liverpool. Una tía se ha puesto enferma.
George sonrió con ironía.
—Dígale que se mejore de mi parte —le dijo muy educadamente.
En efecto, la respuesta de O’Keefe se hizo esperar casi seis meses después del encuentro con Lady Brennan y Helen ya estaba a punto de abandonar sus esperanzas. En su lugar, le llegó una nota del reverendo Thorne. Le pedía que acudiera al té el próximo viernes que tuviera libre. Tenía, le comunicó, asuntos importantes que discutir con ella.
Helen no se esperaba nada bueno. Probablemente se tratara de John o Simon. ¡A saber qué habrían vuelto a hacer! Era posible que la paciencia del decano hubiera llegado realmente a su límite. Helen se preguntaba qué sería de sus hermanos en caso de que realmente los expulsaran de la universidad. Ninguno de los dos había realizado jamás trabajos físicos. Así que lo único que cabía considerar era un puesto como empleado de un despacho, si bien, al principio, como ayudantes. Y ambos lo considerarían, con toda certeza, por debajo de su dignidad. Helen deseaba estar ya lejos. ¿Por qué no escribía ese Howard de una vez? ¡Y por qué eran los barcos tan lentos si había vapores y uno ya no tenía que estar a merced de que los vientos fueran favorables!
El reverendo y su esposa acogieron a Helen con el mismo afecto de siempre. Era un precioso y cálido día de primavera y la señora Thorne había dispuesto la mesa del té en el jardín. Helen respiró profundamente el perfume de las flores y disfrutó del silencio. Aunque el jardín de los Greenwood era más espléndido y silencioso que el diminuto jardín del reverendo, allí no tenía ni un minuto de tranquilidad.
Con los Thorne, por el contrario, uno podía permanecer en silencio. Los tres disfrutaron tranquilamente de sus tés, de las rebanadas de pan con pepino en vinagre de la señora Thorne y de los pastelillos que ella misma había preparado. Luego, no obstante, el reverendo se dispuso a entrar en materia.
—Helen, quiero hablar con toda franqueza. Espero que no se lo tome a mal. Por supuesto todo lo que aquí sucede se mantiene en la confidencialidad, sobre todo las conversaciones entre Lady Brennan y las jóvenes… visitas. Pero Linda y yo sabemos, por supuesto, de qué se trata. Y deberíamos haber estado ciegos para que su visita a Lady Brennan nos hubiera pasado inadvertida.
El rostro de Helen iba pasando del rojo al blanco. Así que el reverendo quería discutir sobre eso. Seguramente era de la opinión que deshonraba la memoria de su padre abandonando a su familia y renunciando a su actual existencia para embarcarse en una aventura con un desconocido.
—Yo…
—Helen, no somos los guardianes de su conciencia —aclaró con afabilidad la señora Thorne, descansando apaciguadora la mano sobre el brazo de la joven—. Incluso puedo comprender muy bien lo que lleva a una muchacha a dar este paso y, de ninguna manera, desestimamos el compromiso de Lady Brennan. El reverendo no habría puesto entonces el despacho a su disposición.
Helen se tranquilizó un poco. ¿No iban a echarle un sermón? ¿Pero entonces qué querían de ella los Thorne?
El reverendo retomó la palabra casi a disgusto.
—Sé que la siguiente pregunta es vergonzosamente indiscreta y apenas si me atrevo a plantearla. Pero, Helen, ¿ha…, esto…, resultado ya algo de su solicitud con Lady Brennan?
Helen se mordió los labios. ¿Por qué, Dios mío, quería saberlo el reverendo? ¿Acaso conocía algo acerca de Howard O’Keefe que ella debiera saber? ¿Se había dejado engañar, Dios no lo quisiera, por un embaucador? ¡Jamás se repondría de tal deshonra!
—He contestado a una carta —respondió tensa—. Salvo esto no ha pasado nada más.
El reverendo calculó con brevedad el tiempo transcurrido entre el anuncio y la fecha actual.
—Claro que no, Helen, sería imposible. Por una parte, habría tenido que darse algo más que vientos favorables durante la travesía. Por otra, el joven debería prácticamente haber estado esperando el barco en el muelle y haber entregado de inmediato su carta al siguiente capitán. El correo va mucho más despacio, hágame caso. Mantengo de forma periódica un intercambio epistolar con un hermano de Dunedin.
—Pero…, pero si lo sabe, ¿qué es lo que desea? —consiguió decir Helen—. En caso de que realmente surja algo entre el señor O’Keefe y yo, pasará un año y más. Primero…
—Habíamos pensado en agilizar un poco el asunto quizás —intervino la señora Thorne, a ojos vistas la mitad más pragmática de la pareja, yendo al quid de la cuestión—. Lo que el reverendo quería preguntarle en realidad es… ¿Le llegó al corazón la carta de ese señor O’Keefe? ¿Podría usted realmente imaginarse emprendiendo un viaje así por ese hombre y rompiendo con todos sus vínculos?
Helen se encogió de hombros.
—La carta era maravillosa —reconoció sin poder evitar que una sonrisa se esbozara en sus labios—. Vuelvo a leerla todas las noches. Y sí, puedo imaginarme comenzando una nueva vida en ultramar. Es mi única oportunidad de formar una familia. Y espero vivamente que Dios me guíe en mi camino…, que fuera él quien me permitió leer ese anuncio…, quien me permitió recibir esa carta y ninguna otra más.
La señora Thorne asintió.
—Tal vez Dios dirija las cosas en su beneficio —dijo con ternura—. Mi marido quiere hacerle una sugerencia.
Cuando abandonó la casa de los Thorne una hora después y se encaminó hacia la de los Greenwood, Helen no sabía si debía bailar de alegría o encogerse de miedo ante su propio valor. En el fondo de su interior bullía de emoción, pues algo era seguro: ya no podría dar marcha atrás. En ocho semanas aproximadamente su barco zarparía rumbo a Nueva Zelanda.
Helen todavía recordaba literalmente la explicación del reverendo Thorne:
—Se trata de las niñas huérfanas que la señora Greenwood y su comité quieren enviar a toda costa a ultramar. Todavía no son adolescentes: la mayor tiene trece años y la más joven sólo once. Las niñas ya se mueren de miedo cuando piensan en encontrar una colocación aquí en Londres. ¡Y ahora las envían a Nueva Zelanda, con gente totalmente extraña! Además, los niños no tienen nada mejor que hacer en el orfanato que tomarles el pelo. Hablan todo el día de naufragios y piratas que secuestran a niñas. La pequeña está del todo convencida de que acabará en el estómago de unos caníbales y la mayor fantasea con la idea de que podrían venderla a un sultán de Oriente para que fuera su amante.
Helen rio, pero los Thorne permanecieron serios.
—También nosotros lo encontramos divertido, pero las niñas se lo creen —dijo con un suspiro la señora Thorne—. Dejando aparte que la travesía no está exenta de peligros. La ruta hacia Nueva Zelanda siempre está cubierta sólo por veleros, pues es un trayecto demasiado largo para los vapores. Así pues, dependen de que el viento sea favorable y pueden producirse motines, incendios, epidemias…
»Entiendo muy bien que las niñas tengan miedo. Cuanto más cercana está la fecha del viaje, más histéricas se ponen. La mayor ya ha pedido que le den la extremaunción antes de partir. Como es natural, las damas del comité no saben nada de esto. No saben lo que provocan en las niñas. Yo, por el contrario, sí lo sé, y es un carga para mi conciencia.
El reverendo manifestó su acuerdo.
—Y no menos para la mía. Por esta razón les he dado un ultimátum a las damas. El orfanato pertenece de hecho a la comunidad, lo que significa que soy el director nominal. Las damas precisan pues de mi conformidad para enviar a las niñas. Y mi conformidad depende de que envíen con las huérfanas a una persona que se cuide de ellas. Ahí es donde interviene usted, Helen. He propuesto a las damas que una de las muchachas que desean contraer matrimonio y que también han solicitado Christchurch viaje con los gastos pagados por la comunidad. Como contrapartida, la muchacha en cuestión asumirá el cuidado de las pequeñas. Ya se ha recibido el donativo para ello, el importe está pues garantizado.
La señora Thorne y el reverendo aguardaron con interés la aprobación de Helen. Ésta pensó en que el señor Greenwood ya había tenido semanas atrás una idea similar y se preguntó quién era el donante. Pero a fin de cuentas era lo mismo quien fuera. ¡Había otras cuestiones que le parecían mucho más impostergables!
—¿Y yo sería esa cuidadora? —preguntó indecisa—. Pero yo…, como les he dicho, todavía no sé nada del señor O’Keefe…
—Lo mismo les sucede a las otras solicitantes, Helen —observó la señora Thorne—. Además son todas muy jóvenes, apenas mayores que sus pequeños alumnos. Como mucho, sólo una, que supuestamente trabaja como niñera, tiene experiencia con niños. ¡Con lo que me pregunto qué buena familia empleará como niñera a una joven que no ha cumplido los veinte años! Algunas de esas muchachas, además, me parecen de…, bueno, más bien de dudosa reputación. Lady Brennan tampoco se ha decidido del todo respecto a si debe dar su bendición a todas las solicitantes. Usted, por el contrario, es una persona estable. No tengo el menor inconveniente en confiarle las niñas. Y el riesgo es limitado. Incluso si no se llega a un acuerdo de matrimonio, una mujer joven con sus cualificaciones enseguida encontrará colocación.
—Al comienzo se alojará con mi colaborador —explicó el reverendo Thorne—. Estoy seguro de que puede proporcionarle una colocación en una buena familia en caso de que el señor O’Keefe no resulte ser el…, bien, el esposo que parece ser. Es usted quien debe tomar la decisión, Helen. ¿Desea de verdad abandonar Inglaterra, o la idea de emigrar era sólo una fantasía? Si da ahora su conformidad, zarpará el 18 de julio a bordo del Dublin desde Londres hasta Christchurch. Si se niega…, esta conversación no habrá tenido lugar.
Helen respiró hondo.
—Sí —dijo.