—¿Desea ver ahora el rebaño o bebemos antes una copa?
Lord Terence Silkham saludó a su visitante estrechándole enérgicamente la mano, a lo que Gerald Warden respondió de forma no menos firme. Lord Silkham no sabía demasiado bien cómo debía imaginarse a un hombre al que la unión de ganaderos de Cardiff había anunciado como el «Barón de la Lana» de ultramar. Sin embargo, la persona que tenía frente a él no le desagradó. El hombre se había vestido para el clima de Gales de forma práctica pero, no obstante, a la moda. Los breeches tenían un corte elegante y eran de una tela de calidad, la gabardina de confección inglesa. Unos ojos azul claro lo miraban en el rostro amplio y algo anguloso, en parte oculto por el sombrero de alas anchas típico del lugar. Bajo aquél asomaba un cabello castaño y abundante, ni más corto ni más largo que el que era corriente en Inglaterra. Dicho en pocas palabras, nada en el aspecto de Gerald Warden recordaba ni de lejos a los cowboys de las novelitas que ocasionalmente leían algunos empleados de servicio, y para horror de su esposa ¡también su rebelde hija Gwyneira! El autor de tales porquerías de libros plasmaba las luchas sangrientas de los colonos americanos con indígenas furibundos, y las torpes ilustraciones mostraban a jóvenes audaces con largas y enredadas melenas, sombrero Stetson, pantalones de piel y botas de extraña forma, a las que estaban sujetas unas espuelas ostentosamente largas. Para más inri, los vaqueros no tardaban en recurrir a su arma, que llamaban «Colt» y guardaban en pistoleras que llevaban sujetas a un cinturón holgado.
El invitado de Lord Silkham no llevaba ninguna arma a la cintura, sino una petaca de whisky que sacó en ese momento y ofreció a su anfitrión.
—Diría que esto bastará al principio como refuerzo —respondió Gerald Warden con una voz profunda, agradable y acostumbrada a mandar—. Sirvámonos otras bebidas durante las negociaciones, cuando haya visto las ovejas. Y en lo que a esto respecta, mejor que nos pongamos pronto en camino antes de que llueva. Sírvase, por favor.
Silkham asintió y bebió un buen trago de la petaca. ¡Un scotch de primera categoría! Nada de matarratas de baratillo. El lord pelirrojo y de alta alcurnia consideró también ese detalle una virtud de su visitante. Hizo un gesto con la cabeza a Gerald, tomó su sombrero y su fusta y emitió un leve silbido. Como si hubieran estado aguardándolo, aparecieron volando tres vivaces perros guardianes negros y blancos y marrones y blancos procedentes del rincón del establo en el que se habían resguardado del tiempo inestable. Era evidente que ardían en ganas de reunirse con los jinetes.
—¿No está usted acostumbrado a la lluvia? —preguntó Lord Terence mientras montaba su caballo. Un sirviente le había llevado un sólido Hunter, mientras él saludaba a Gerald Warden. El caballo de Gerald parecía todavía fresco, si bien esa mañana ya había recorrido el largo trecho de Cardiff hasta Powys. Con seguridad se trataba de un caballo alquilado, pero procedía sin duda de uno de los mejores establos de la ciudad. Otro indicio más de por qué le adjudicaban el título de barón de la lana. Warden no era, con toda certeza, un aristócrata, pero sí parecía ser rico.
Éste sonreía ahora y se deslizó también sobre la silla de su elegante caballo zaino.
—Al contrario, Silkham, al contrario…
Lord Terence tragó saliva, pero decidió no tomarse a mal la falta de respeto con que le había hablado el otro. De donde fuera que procedía el hombre, los milord y milady eran, por lo visto, un género desconocido.
—Tenemos trescientos días de lluvia al año, aproximadamente. Para ser exactos, el tiempo en las llanuras de Canterbury es idéntico al de aquí, al menos en verano. Los inviernos son más suaves, pero basta para que la lana sea de primera calidad. Y la buena hierba engorda a las ovejas. ¡Tenemos hierba en abundancia, Silkham! ¡Hectáreas y hectáreas! Las llanuras son un paraíso para los ganaderos.
En esa época del año, tampoco se podían quejar en Gales de la falta de pastos. Un verdor exuberante cubría como una alfombra de terciopelo la colina y se extendía hasta las montañas lejanas. También los caballos salvajes disfrutaban ahora de él y no precisaban bajar a los valles para pacer en los pastizales de Silkham. Sus ovejas, todavía sin esquilar, estaban redondas como globos. Los hombres contemplaron con regocijo un rebaño de ovejas al que habían descendido a las proximidades de la casa señorial para parir.
—¡Hermosos animales! —los alabó Gerald Warden—. Más robustos que los Romney y Cheviot. Con ellos debe suministrar lana de una calidad, como mínimo, igual de buena.
Silkham afirmó.
—Ovejas Welsh Mountain. En invierno corren casi libres por las montañas. No es fácil que algo acabe con ellas. ¿Y dónde se encuentra su paraíso de rumiantes? Debe disculparme, pero Lord Bayliff sólo me habló de «ultramar».
Lord Bayliff era el presidente de la unión de criadores de ovejas y había puesto a Warden en contacto con Silkham. El barón de la lana, así había aparecido en la carta, tenía intención de adquirir unas ovejas con pedigrí para mejorar con ellas su propia cría en ultramar.
Warden soltó una carcajada.
—¡Y éste es un concepto muy amplio! Déjeme adivinar…, probablemente ya veía usted sus ovejas en algún sitio del Salvaje Oeste taladradas por las flechas de los indios. No debe preocuparse al respecto. Los animales permanecerán seguros en suelo del Imperio británico. Mi propiedad se encuentra en Nueva Zelanda, en las llanuras de Canterbury, en la isla Sur. ¡Hasta donde la vista alcanza, todo son pastos! Es muy similar a esto, pero más extenso, Silkham, mucho más extenso sin punto de comparación.
—Bueno, ésta no es precisamente una pequeña granja —protestó Lord Terence indignado. ¡Qué se figuraba este tipo, imaginar Silkham Farm como una granja de nada!—. Tengo unas treinta hectáreas de pastos.
Gerald Warden le sonrió con ironía.
—Kiward Station tiene alrededor de cuatrocientas —replicó con superioridad—. Aun así, no todo está desmontado, todavía queda mucho trabajo por hacer. Pero es una hermosa propiedad. Y si además llega un lote de cría de las mejores ovejas, un día se revelará como un filón. Romney y Cheviot cruzadas con Welsh Mountain: el futuro está ahí, hágame caso.
Silkham no lo contradijo. Era uno de los mejores ganaderos de Gales, cuando no de toda Gran Bretaña. No cabía duda de que los animales criados por él mejorarían cualquier tipo de población. Entretanto veía también los primeros ejemplares del rebaño que había previsto para Warden. Todas eran ovejas jóvenes que hasta el momento todavía no habían parido. Además de dos jóvenes carneros de la mejor casta.
Lord Terence silbó a los perros, que corrieron de inmediato a reunir las ovejas que pacían dispersas por el enorme prado. Para ello rodearon los animales a una distancia relativamente grande y se ocuparon de que de forma casi inadvertida las ovejas quedasen orientadas en línea directa respecto a los hombres. Durante la tarea no permitieron en ningún momento que el rebaño echara a correr. En cuanto éste se puso en movimiento en la dirección deseada, los perros se sentaron en el suelo y quedaron al acecho por si alguno de los animales se separaba del grupo. Si esto sucedía, el perro pertinente intervenía al instante.
Gerald Warden contemplaba fascinado la autonomía con que procedían los perros.
—Increíble. ¿De qué raza son? ¿Sheepdogs?
Silkham movió la cabeza afirmativamente.
—Border collies. Llevan en la sangre la guía del ganado y apenas necesitan adiestramiento. Y éstos no son casi nada. Debería ver a Cleo: una perra sagaz que gana un concurso tras otro. —Silkham se puso a buscarla—. ¿Dónde se habrá metido? De hecho quería traerla con nosotros. En cualquier caso se lo he prometido a mi señora. Para que Gwyneira no volviera… ¡Oh, no! —El lord había estado mirando alrededor en busca de la perra, pero en ese momento su mirada se posó en un caballo y su jinete que, procedentes de la vivienda, se acercaban velozmente. Para ello no se tomaban la molestia de utilizar los senderos entre los grupos de ovejas o de abrir las puertas y pasar por ellas. En lugar de eso, el fuerte caballo zaino saltaba sin vacilar por encima de las vallas y los muros que limitaban los rebaños de Silkham. Cuando estuvo más cerca, Warden divisó también una pequeña sombra negra que se esforzaba por mantener el paso de caballo y jinete. El perro unas veces saltaba sobre los obstáculos, otras escalaba por los muros como si fueran escaleras o bien se limitaba a deslizarse por debajo de los listones inferiores de las vallas. Sea como fuere, ese algo diligente y que movía la cola estaba al final delante del jinete junto al rebaño y tomó la dirección del trío. Las ovejas casi parecían leerle los pensamientos. Como respondiendo a una única orden de la perra, los animales se reunieron en un grupo compacto y se detuvieron delante de los hombres sin excitarse ni un solo minuto durante el proceso. Con toda tranquilidad, las ovejas volvieron a hundir las cabezas en el pasto, observadas por los tres perros pastores de Silkham. El pequeño recién llegado se acercó al lord en busca de aprobación y parecía que el amistoso rostro de collie resplandecía. Aun así, la perra no miraba directamente a los hombres. Su mirada se dirigía, antes bien, al jinete del caballo zaino que se ponía al paso y se detenía justo detrás de los varones.
—¡Buenos días, padre! —dijo una voz cristalina—. Te quería traer a Cleo. He pensado que la necesitarías.
Gerald Warden alzó a su vez la vista hacia el joven con el propósito de dedicarle unas palabras de elogio por su elegante cabalgada parforce. Pero se contuvo cuando advirtió la silla para damas, además de un vestido de amazona gris oscuro y desgastado, así como el abundante cabello rojo vivo descuidadamente atado en la nuca. Era posible que la muchacha se hubiera recogido los cabellos castamente antes del paseo, como era usual, pero no podía haberse esforzado demasiado en ello. De otro modo se habrían soltado todos los rizos en tal impetuosa cabalgada.
Lord Silkham miraba poco entusiasmado. Pese a ello, recordó presentar a la muchacha en ese momento.
—El señor Warden…, mi hija Gwyneira. Y su perra Cleopatra, el pretexto de su aparición. ¿Qué haces aquí, Gwyneira? Si no recuerdo mal, tu madre dijo algo de una clase de francés hoy por la tarde…
Por regla general Lord Terence no solía tener en la cabeza los horarios de su hija, pero Madame Fabian, la profesora francesa que daba clases particulares a Gwyneira, padecía una fuerte alergia a los perros. Por esta causa, Lady Silkham ponía cuidado en recordarle continuamente a su marido que alejara a Cleo del entorno de su hija antes de la clase, lo que no era fácil. La perra se pegaba a su ama y ambas eran como uña y carne y sólo se la podía separar de ella para alguna tarea de carea especialmente interesante.
Gwyneira encogió los hombros en un ademán encantador. Estaba sentada de forma impecable, recta pero cómoda y totalmente segura en el caballo, y sujetaba serena por las bridas su pequeña y fuerte yegua.
—Sí, era lo previsto. Pero la pobre madame ha tenido un fuerte ataque de asma. Tuvimos que llevarla a la cama, no podía pronunciar ni una palabra. ¡De qué le vendrá! Madre se preocupó tan concienzudamente de que no se acercara ningún animal…
Gwyneira intentaba permanecer impasible y fingir lamentarlo, pero su expresivo rostro reflejaba cierto triunfo. Warden tenía ahora tiempo de observar a la muchacha más de cerca: poseía una tez muy clara y con una ligera tendencia a las pecas, un rostro en forma de corazón que habría obrado un efecto ingenuamente dulce si la boca hubiera sido menos llena y ancha, lo que proporcionaba a los rasgos de Gwyneira cierta sensualidad. Sobre todo destacaban en el rostro los grandes ojos, insólitamente azules. Azul índigo, recordó Gerald Warden. Así lo llamaban en las clases de pintura en que su hijo malgastaba la mayoría del tiempo.
—¿Y no habrá entrado por casualidad Cleo en el salón después de que la sirvienta haya eliminado cualquier pelo de perro antes de que madame osara salir de sus estancias? —preguntó Silkham con severidad.
—Ah, no creo —opinó Gwyneira con una dulce sonrisa que dio al color de sus ojos un tono más cálido—. Antes de la clase la he llevado personalmente al establo y le he ordenado por favor que te esperase allí. Pero cuando volví, todavía estaba sentada delante del box de Igraine. ¿Habrá presentido algo? Los perros son a veces muy sensibles…
Lord Silkham recordó el vestido de terciopelo azul oscuro que llevaba Gwyneira durante la comida. Si había llevado a Cleo así vestida y se había acuclillado junto a ella para darle esas indicaciones, se le habrían prendido tantos pelos del perro como para dejar a madame fuera de combate durante tres semanas.
—Ya hablaremos más tarde de esto —señaló Silkham con la esperanza de que su esposa asumiría entonces los papeles de fiscal y juez. En ese momento, delante de una visita, no quería seguir regañando a Gwyneira—. ¿Qué opina usted de las ovejas, Warden? ¿Responden a lo que usted se había imaginado?
Gerald Warden era consciente de que, al menos para guardar las formas, debía ahora ir de un animal a otro y examinar la calidad de la lana, las construcciones y el estado del pienso. En realidad, no le cabía la menor duda de que las ovejas eran de primera calidad. Todas eran grandes, sanas y estaban bien alimentadas, y su lana volvía a crecer de forma regular tras la esquila. Un Lord Silkham no se permitiría en ninguna circunstancia, sobre todo por cuestión de honor, engañar a un comprador de ultramar. Más bien le ofrecería los mejores animales para salvaguardar su fama de ganadero también en Nueva Zelanda. En este sentido, la mirada de Gerald se posó en primer lugar en la insólita hija de Silkham. Le parecía mucho más interesante que los animales de cría.
Gwyneira había descendido sin ayuda de la silla. Una amazona tan airosa como ella seguramente también podría montar en la silla sin un punto de apoyo. En el fondo, Gerald estaba sorprendido de que hubiera elegido la silla lateral; probablemente prefería la de caballero. Pero tal vez eso habría sido la gota que hacía rebosar el vaso. Lord Silkham no parecía encantado de ver a la muchacha, y sus modales frente a la institutriz francesa se ajustaban poco a los propios de una damisela.
A Gerald, por el contrario, le gustó la muchacha. Contempló con satisfacción la figura delicada, pero lo suficientemente redondeada en los lugares adecuados. No cabía duda de que la muchacha había completado su desarrollo aunque era muy joven, apenas mayor de diecisiete años. Gwyn tampoco parecía ser infantil en absoluto; las damas adultas no mostraban tanto interés por caballos y perros. En cualquier caso, el modo en que Gwyneira trataba a los animales estaba muy alejado del frívolo comportamiento femenino. En ese momento rechazaba sonriendo al caballo que intentaba apoyar su expresiva cabeza sobre el hombro de ella. La yegua era claramente más pequeña que el Hunter, sumamente robusta, pero elegante. El cuello arqueado y el lomo corto de la yegua le recordaron los caballos españoles y napolitanos que le habían ofrecido, entre otros, en sus viajes por el continente. Sin embargo, los había encontrado en general, para Kiward Station, demasiado grandes y tal vez también demasiado sensibles. No habría podido exigirles que recorrieran Bridle Path, desde el muelle hasta Christchurch. Sin embargo, ese caballo…
—Tiene usted un caballo muy bonito, milady —observó Gerald Warden—. Acabo de admirar su estilo de salto. ¿Participa también en cacerías con él?
Gwyneira hizo un gesto afirmativo. Al mencionar su yegua los ojos brillaron de igual modo que cuando hablaba de la perra.
—Es Igraine —dijo con naturalidad—. Es un Cob. Los caballos típicos de la región, muy seguro de paso y tan bueno para el tiro como para la carrera. Crecen en libertad en la montaña. —Gwyneira señaló las escabrosas montañas que se elevaban al fondo del pastizal: un entorno salvaje que requería sin duda una naturaleza robusta.
—Pero no es la típica montura para damas, ¿verdad? —dijo Gerald riéndose. Ya había visto cabalgar en Inglaterra a otras jóvenes ladies. La mayoría prefería ligeros purasangre.
—Depende de si la dama sabe montar —replicó Gwyneira—. Y no me puedo quejar… ¡Cleo, apártate de una vez de mis pies! —ordenó a la pequeña perra después de casi tropezar con ella—. ¡Lo has hecho bien, todas las ovejas están ahí! Pero en realidad no ha sido una tarea difícil. —Se volvió hacia Silkham—: ¿Puede reunir Cleo a los carneros, padre? Se aburre.
Pero Lord Silkham quería mostrar primero las ovejas para la cría. Y también Gerald se forzó entonces a contemplar con más detalle los animales. Entretanto, Gwyneira dejó pastar al caballo y rascó suavemente a la perra. Al final, su padre aceptó la sugerencia:
—Está bien, Gwyneira, enséñale el perro al señor Warden. Sólo estás deseando presumir un poco. Venga, Warden, debemos cabalgar un trecho. Los jóvenes carneros están en la colina.
Como Gerald había supuesto, Silkham no hizo ningún movimiento para ayudar a su hija a subir a lomos del caballo. Gwyneira dominaba la difícil tarea de poner primero el pie izquierdo en el estribo y luego colocar elegantemente la pierna derecha sobre el cuerno de la silla de montar, llena de gracia y de naturalidad, mientras la yegua permanecía tan quieta como una estatua. Una vez se hubo acomodado, a Gerald le complacieron sus elevados y elegantes movimientos. Le gustaban la muchacha y el caballo en igual medida, del mismo modo en que le fascinaba la perrita tricolor. Durante el paseo para llegar a los carneros, se enteró de que Gwyneira había adiestrado ella misma a la perra y que había ganado ya distintos concursos de perros guardianes.
—Los pastores ya no me aguantan más —explicó Gwyneira con una sonrisa ingenua—. Y la Asociación de Mujeres ha planteado la pregunta de si es decente en realidad que una chica presente a un perro. Pero ¿qué hay de indecente en ello? Sólo doy alguna vuelta por ahí y de vez en cuando abro y cierro una valla.
Efectivamente, bastaban unos pocos gestos con la mano y una orden susurrada para que el bien adiestrado perro pastor del lord partiera a cumplir su tarea. Al principio, Gerald Warden no vio ninguna oveja en la gran área, cuya cerca había abierto con facilidad Gwyneira desde su silla, en lugar de limitarse a saltar por encima. También entonces demostró su eficacia el caballo más pequeño: a Silkham y Warden les hubiera resultado difícil inclinarse desde sus altos animales.
Cleo y los otros perros necesitaron sólo unos pocos minutos para reunir el rebaño, si bien los jóvenes carneros eran más respondones que las tranquilas ovejas. Algunos se separaron mientras los guiaban o se enfrentaron belicosos a los perros, pero los pastores no se sintieron por ello desconcertados. Cleo movía encantada la cola cuando acudió de nuevo, tras una breve llamada, junto a su ama. Todos los carneros estaban a una distancia relativamente corta. Silkham señaló a Gwyneira dos de ellos, que Cleo separó del resto a una velocidad vertiginosa.
—Había previsto estos dos para usted —explicó Lord Silkham a su visitante—. Los mejores animales con pedigrí, de una casta de primera categoría. También puedo enseñarle después a los padres. En otras circunstancias habrían criado conmigo y habrían obtenido un buen número de premios. Pero así… Pienso que mencionarán mi nombre como criador de ganado en las colonias. Y esto es para mí más importante que la próxima condecoración en Cardiff.
Gerald Warden afirmó pensativo.
—Puede confiar en ello. ¡Hermosos animales! ¡Apenas puedo esperar a ver los descendientes del cruce con mis Cheviot! ¡Aunque deberíamos hablar también de los perros! No es que no tengamos en Nueva Zelanda perros pastores. Pero un animal como esa perra y además un macho que fuera adecuado valen su peso en oro.
Gwyneira, que daba unas caricias de reconocimiento a su perra, oyó el comentario. Al segundo se volvió enfadada y dijo furiosa al neozelandés:
—¡Si quiere comprar mi perra, es mejor que trate conmigo, señor Warden! Pero ya se lo digo ahora: no podrá comprar a Cleo ni por todo su dinero. Sin mí no va a ningún lugar. Tampoco podría darle órdenes, porque no obedece a todo el mundo.
Lord Silkham movió la cabeza con desaprobación.
—Gwyneira, ¿qué modales son ésos? —preguntó con severidad—. Claro que podemos vender un par de perros al señor Warden. No tiene por qué ser tu preferido. —Dirigió la vista a Warden—. De todos modos, le aconsejaría un par de animales jóvenes de la última camada, señor Warden. Cleo no es el único perro con el que ganamos competiciones.
«Pero el mejor», pensó Gerald. Y para Kiward Station lo mejor era justo suficientemente bueno. En los establos y en casa. ¡Si las muchachas de sangre azul fueran tan fáciles de adquirir como los carneros! Cuando los tres regresaban a caballo hacia la casa, Warden ya estaba urdiendo sus planes.
Gwyneira se vistió con sumo cuidado para la cena. Tras el asunto con madame no quería volver a llamar la atención. Su madre le había echado una buena reprimenda. Además ya se sabía de memoria sus sermones: si seguía comportándose de forma tan asilvestrada y pasaba más tiempo en los establos y a lomos del caballo que en sus clases, nunca encontraría un pretendiente. Era innegable que los conocimientos de francés de Gwyneira dejaban que desear. Y eso también se aplicaba a sus habilidades como ama de casa. Con los trabajos manuales de la joven nunca daban la impresión de que fueran a servir para decorar el hogar: de hecho, el párroco permitía incluso que desaparecieran discretamente en los bazares de la iglesia en lugar de ofrecerlos para su venta. Tampoco tenía la muchacha mucho sentido para planificar grandes banquetes y dar respuestas concretas a preguntas de la cocinera tipo: «Salmón o perca». Gwyneira se limitaba a comer lo que se servía en la mesa; no obstante, sabía qué tenedor y cuchara debía emplear en cada plato, pero todo eso le parecía en el fondo una tontería. ¿Para qué adornar los platos durante horas si en pocos minutos ya se había comido todo? ¡Y luego el asunto de los arreglos florales! Hacía pocos meses que entre las obligaciones de Gwyneira se contaba la decoración con ramos de flores del salón y el comedor. Lamentablemente, su sensibilidad no solía satisfacer las expectativas, por ejemplo cuando recogió flores silvestres y las puso en un jarrón a su gusto. Lo encontraba bonito, pero su madre casi se había desmayado ante tal visión. Aún con mayor motivo cuando descubrió entre las hierbas una araña que había pasado inadvertida. Desde entonces, Gwyneira cortaba las flores bajo la vigilancia del jardinero del jardín de rosas de Silkham Manor y las arreglaba con ayuda de madame. Sin embargo, la joven también había evitado ese día tal fastidiosa tarea. Los Silkham no sólo tenían a Gerald Warden como invitado, sino también a la hermana mayor de Gwyneira, Diana, y su esposo.
Diana amaba las flores y desde su matrimonio se ocupaba casi exclusivamente de cultivar los jardines de rosas más excéntricos y mejor cuidados de toda Inglaterra. En esa ocasión había llevado a su madre una selección de las flores más bonitas e inmediatamente las había distribuido con habilidad en jarrones y en cestas. Gwyneira suspiró. A ella nunca le saldría tan bien. Si para elegir esposa los hombres se dejaban guiar realmente por eso, moriría solterona. No obstante, Gwyneira tenía la sensación de que los adornos florales les resultaban totalmente indiferentes tanto a su padre como a Jeffrey, el esposo de Diana. Tampoco los bordados de Gwyneira habían alegrado hasta el momento la vista de ningún varón; excepto la del poco entusiasmado párroco. ¿Por qué no podía mejor impresionar a los jóvenes caballeros con sus auténticas virtudes? En la caza, por ejemplo, causaba admiración: Gwyneira solía ir en pos del zorro más deprisa y obteniendo mejores resultados que el resto de los cazadores. No obstante, esto atraía tan poco a los hombres como su habilidoso trato con los perros pastores. Aunque los caballeros expresaban su reconocimiento, en su mirada había algo de desaprobación y en los bailes nocturnos bailaban con otras jóvenes. Pero eso también podía estar relacionado con la exigua dote de Gwyneira. La muchacha no se hacía ilusiones: siendo la tercera hija no podía esperar gran cosa. Especialmente porque su hermano vivía a costa del padre. John Henry «estudiaba» en Londres. Gwyneira tan sólo se preguntaba qué disciplina. Mientras todavía vivía en Silkham Manor no había sacado más provecho de las ciencias que su hermana pequeña y las facturas que mandaba desde Londres eran demasiado altas como para que respondieran sólo a la adquisición de libros. El padre pagaba siempre sin rechistar y como mucho murmuraba algo sobre «sentar la cabeza», pero Gwyneira tenía claro que tanto dinero procedía de su dote.
A pesar de estas contrariedades no se preocupaba demasiado por su futuro. Por ahora se sentía bien y en algún momento su dinámica madre también conseguiría un marido para ella. Ya ahora las invitaciones nocturnas de sus padres casi se limitaban a matrimonios conocidos que, por pura casualidad, tenían hijos de la edad adecuada. A veces ya se hacían acompañar por los jóvenes, con más frecuencia aparecían sólo los padres y todavía más frecuentemente acudían sólo las madres a tomar el té. Gwyneira odiaba esto en especial, pues ahí se comprobaban todas las habilidades que se suponían imprescindibles en las muchachas para dirigir una casa de alta posición. Se esperaba que Gwyneira sirviera con elegancia el té; tarea en la cual había, por desgracia, quemado a Lady Bronsworth. Se quedó pasmada cuando su madre precisamente contó durante tal ardua transacción la solemne mentira de que la misma Gwyneira había preparado los pastelillos.
Tras el té se echaba mano del bastidor de bordar, mientras Lady Silkham, para mayor seguridad, pasaba a Gwyneira con disimulo el suyo, donde la obra de arte de petit-point ya estaba casi concluida, y se conversaba sobre el último libro del señor Bulwer-Lytton. Esa lectura era para la joven más bien un somnífero: todavía no había conseguido leer hasta el final ni aunque fuera uno solo de esos ladrillos. De todos modos conocía algunas palabras como «edificante» y «una expresividad sublime» que siempre podía formular en ese contexto. Naturalmente, las señoras hablaban además de las hermanas de Gwyneira y de sus maravillosos maridos, con lo que expresaban urgentemente la esperanza de que pronto también Gwyneira tuviera la suerte de encontrar un partido igual de bueno. La misma joven no sabía si era eso lo que ella deseaba. Encontraba a sus cuñados aburridos y el marido de Diana era casi tan viejo como para ser su padre. Corría la voz de que tal vez ésa fuera la razón por la que el matrimonio todavía no hubiera sido bendecido con hijos, asunto en el que Gwyneira no veía demasiado claro las relaciones. No obstante, también se excluían de la cría las ovejas más viejas… Se rio para sus adentros cuando comparó al gélido marido de Diana, Jeffrey, con el carnero Cesar, que su padre acababa de excluir a su pesar de la cría.
¡Y luego estaba Julius, el marido de Larissa! Si bien procedía de una de las mejores familias de la nobleza era terriblemente incoloro y exangüe. Gwyneira recordaba que su padre había murmurado tras la primera presentación algo de «consanguineidad». Al menos, Julius y Larissa ya tenían un hijo…, con el aspecto de un fantasma. No, ninguno de ellos era como el hombre que soñaba Gwyneira. ¿Sería mejor la oferta en ultramar? Ese Gerald Warden daba una impresión muy vital aunque, naturalmente, era demasiado viejo para ella. Pero al menos sabía de caballos y no se había ofrecido a ayudarla a montar. ¿Podrían montar la mujeres en Nueva Zelanda en sillas de caballero? Gwyneira se sorprendía a veces soñando con las noveluchas del servicio. ¿Cómo sería echar una carrera a caballo con uno de esos apuestos cowboys americanos? ¿Mirarlo con el corazón desbocado en un duelo con pistolas? ¡Y las mujeres de los pioneros también recurrían en el Oeste a las armas! Gwyneira hubiera referido un fuerte rodeado por indios antes que el jardín de rosales de Diana.
En esos momentos se estaba embutiendo por vez primera en un corsé que todavía la ceñía con más fuerza que esa antigualla que llevaba al cabalgar. Odiaba tales torturas, pero cuando miró el espejo se sintió satisfecha con el talle extremamente esbelto. Ninguna de sus hermanas era tan grácil. Y el vestido de seda azul cielo le quedaba de maravilla. Reforzaba el brillo de sus ojos y acentuaba la luminosa cabellera rojiza. Lástima que tuviera que recogérsela. ¡Y qué agotador para la doncella, que ya estaba preparada a su lado con peine y horquillas! El cabello de Gwyneira era ondulado por naturaleza y cuando había humedad en el aire, lo que solía suceder casi siempre en Gales, se encrespaba especialmente y era difícil de dominar. A menudo, Gwyneira debía permanecer sentada sin moverse durante horas hasta que la doncella lo había domado del todo. Y esos momentos de inmovilidad le resultaban más difíciles que otros cualesquiera.
Gwyneira se instaló en la silla de peinar con un suspiro y se preparó para media hora de aburrimiento. Sin embargo, su mirada se posó en el discreto folletín que descansaba junto a los peines y otros instrumentos que había sobre la mesa. En manos del piel roja rezaba el sensacionalista título.
—He pensado que milady desearía un poco de entretenimiento —observó la joven doncella, y sonrió a Gwyneira por el espejo—. ¡Pero es muy terrorífico! ¡Sophie y yo no hemos podido dormir en toda la noche después de habérnoslo leído la una a la otra!
Gwyneira ya había tomado el folletín. Ella no se asustaba tan pronto.
Mientras tanto Gerald Warden se aburría en el salón. Los caballeros estaban tomando una copa antes de comer. Lord Silkham acababa de presentarle a su yerno Jeffrey Riddleworth. Le explicó a Warden que Lord Riddleworth había servido en la colonia de la Corona en la India y que había regresado hacía apenas dos años a Inglaterra en posesión de importantes condecoraciones. Diana Silkham era su segunda esposa, la primera había fallecido en la India. Warden no se atrevió a preguntar de qué, pero con bastante seguridad la dama había muerto a causa de la malaria o de la picadura de una serpiente. Siempre que hubiera dispuesto de mucho más arrojo y ganas de acción que su marido. En todo caso, Riddleworth parecía no haber abandonado los alojamientos del regimiento durante toda su estancia en la colonia. Del país sólo podía contar que, salvo en los refugios ingleses, todo era ruido y suciedad. Consideraba a los nativos sin excepción un hato de desarrapados, en primer lugar a los maharajás, y, en cualquier caso, todo estaba infestado de tigres y serpientes fuera de las ciudades.
—Una vez hasta tuvimos una culebra en nuestro alojamiento —explicó Riddleworth asqueado mientras se retorcía su esmerado bigote—. Naturalmente, de inmediato maté a esa bestia de un disparo, aunque el culi me dijo que no era venenosa. Pero ¿puede uno fiarse de esa gente? ¿Cómo ocurre en su país, Warden? ¿Controla su servicio a esos engendros repugnantes?
Gerald pensó divertido que seguramente los disparos de Riddleworth en el interior de la casa habían causado más desperfectos que los que podría haber originado jamás un auténtico tigre. No creía que el pequeño y bien alimentado coronel fuera capaz de acertar de un tiro a la cabeza de una serpiente. En cualquier caso, era evidente que ese hombre había elegido el país equivocado como esfera de acción.
—El servicio necesita a veces…, hummm…, familiarizarse con las costumbres —respondió Gerald—. Solemos emplear a nativos para quienes el estilo de vida inglés resulta completamente ajeno. Pero no tenemos nada que ver con serpientes y tigres. En toda Nueva Zelanda no hay ninguna serpiente. Y en su origen tampoco había mamíferos. Fueron los misioneros y colonos los que introdujeron en las islas el ganado doméstico, perros y caballos.
—¿No hay animales salvajes? —preguntó Riddleworth frunciendo el entrecejo—. Vamos Warden, no querrá hacernos creer que antes de la colonización aquello estaba como en el cuarto día de la creación.
—Hay pájaros —informó Gerald Warden—. Grandes, pequeños, gordos, delgados, que vuelan y que corren…, ah, sí, y un par de murciélagos. Salvo esto, insectos, claro está, pero tampoco son peligrosos. Si quiere que lo maten en Nueva Zelanda, milord, tiene que esforzarse. A no ser que recurra a ladrones de dos patas con armas de fuego.
—Probablemente también a otros con machetes, dagas y sables, ¿no? —preguntó riendo Riddleworth—. Bien ¡cómo puede alguien desplazarse por propia voluntad a esos lugares vírgenes es para mí una incógnita! Yo me sentí contento de poder abandonar las colonias.
—Nuestros maoríes suelen ser pacíficos —replicó Warden con tranquilidad—. Un pueblo extraño…, fatalista y fácil de contentar. Cantan, bailan, tallan madera y no conocen ningún armamento digno de mención. No, milord, estoy seguro de que antes se hubiera usted aburrido en Nueva Zelanda que asustado.
Riddleworth ya estaba dispuesto a aclarar, airado, que durante su estancia en la India no había tenido, naturalmente, ni una gota de miedo. Sin embargo, la llegada de Gwyneira interrumpió a los caballeros. La muchacha entró en el salón y descubrió desconcertada que su madre y su hermana no estaban entre los presentes.
—¿Llego demasiado pronto? —preguntó Gwyneira en lugar de saludar primero a su cuñado, como era conveniente.
Éste también puso la oportuna cara de ofendido, mientras Gerald Warden apenas si podía apartar la vista de la figura de la joven. La muchacha ya le había parecido antes hermosa, pero ahora, vestida de ceremonia, reconoció que se trataba de una auténtica belleza. La seda azul acentuaba su tez clara y su vigoroso cabello rojizo. El peinado sobrio destacaba el corte noble de su rostro. ¡Y además de todo ello esos labios audaces y los luminosos ojos azules con su expresión despierta, casi provocadora! Gerald estaba arrebatado.
Sin embargo, esa mujer no encajaba ahí. Era incapaz de imaginársela al lado de un hombre como Jeffrey Riddleworth. Gwyneira pertenecía más al tipo de las que se colgaban una serpiente alrededor del cuello y domesticaban a un tigre.
—No, no, eres puntual, hija mía —respondió Lord Terence, consultando el reloj—. Son tu madre y tu hermana quienes se retrasan. Es probable que hayan vuelto a demorarse demasiado tiempo en el jardín…
—¿No estaba usted en el jardín? —preguntó Gerald Warden a Gwyneira. De hecho, antes se la hubiera imaginado a ella al aire libre que a su madre, quien, en el momento de conocerla, le había parecido algo afectada y aburrida.
Gwyneira se encogió de hombros.
—No tengo afición por las rosas —reconoció, aunque con ello volvió a despertar la indignación de Jeffrey y seguramente también la de su padre—. Si fueran verduras o algo que no pinchara…
Gerald Warden rio ignorando las expresiones avinagradas de Silkham y Riddleworth. El barón de la lana encontraba encantadora a la joven. Evidentemente no era la primera a la que sometía a un discreto examen durante el viaje a su antiguo hogar, pero hasta ahora ninguna de las jóvenes ladies inglesas se había comportado de forma tan natural y desenvuelta.
—¡Vaya, vaya, milady! —bromeó con ella—. ¿Me está usted confrontando realmente con los inconvenientes de las rosas inglesas? ¿Acaso se esconden espinas bajo la piel blanca como la leche los cabellos cobrizos?
La expresión de «rosa inglesa», extendida en las islas británicas para referirse al tipo de muchacha de piel blanca y pelirroja, también era conocida en Nueva Zelanda.
En realidad, Gwyneira debería haberse ruborizado, pero sólo sonrió.
—En cualquier caso, resulta más seguro ponerse guantes —observó, y vio con el rabillo del ojo que su madre tomaba aire.
Lady Silkham y su hija mayor, Lady Riddleworth, acababan de llegar y habían oído el breve intercambio de palabras entre Warden y Gwyneira. Ninguna de las dos sabía, al parecer, lo que más tenía que impresionarlas: si la insolencia de Warden o la aguda réplica de Gwyneira.
—Señor Warden, mi hija Diana, Lady Riddleworth. —Lady Silkham decidió al final limitarse a obviar el asunto. Aunque el hombre no tenía buenos modales en sociedad, había prometido a su marido el pago de una pequeña fortuna por un rebaño de ovejas y una camada de perros jóvenes. Esto aseguraría la dote de Gwyneira y daría mano libre a Lady Silkham para casar pronto a la muchacha antes de que se divulgara entre los clientes que tenía una lengua muy suelta.
Diana saludó ceremoniosamente al visitante de ultramar. En la mesa le habían asignado el puesto junto a Gerald Warden, lo que él pronto lamentó. La cena con los Riddleworth fue más que aburrida. Mientras Gerald daba pequeñas entradas y fingía escuchar con atención las explicaciones de Diana sobre el cultivo de rosas y las exposiciones de jardines, seguía observando a Gwyneira. Salvo por su forma de hablar sin tapujos, su comportamiento era impecable. Sabía cómo comportarse en sociedad y conversaba educadamente, aunque era obvio que se aburría con Jeffrey, su compañero de mesa. Respondió con sinceridad a las preguntas de su hermana sobre sus progresos en conversación en francés y el estado de la estimada Madame Fabian. Esta última lamentaba profundamente no asistir a la cena por motivos de salud. En caso contrario hubiera tenido el placer de conversar con su anterior y favorita alumna Diana.
Fue al servir el postre cuando Lord Riddleworth volvió a la pregunta anterior. Era evidente que entretanto la conversación en la mesa también lo estaba enervando a él. Diana y su madre habían procedido durante ese tiempo a intercambiarse información sobre conocidos comunes que encontraban «atractivos» y a cuyos «bien educados» hijos tomaban en consideración, a ojos vistas, para una unión con Gwyneira.
—Todavía no nos ha contado cómo fue a parar a ultramar, señor Warden. ¿Fue por encargo de la Corona? ¿Tal vez en el séquito del fabuloso capitán Hobson?
Gerald Warden negó con la cabeza mientras reía y permitió que el sirviente volviera a llenarle la copa de vino. Hasta el momento había sido contenido con ese excelente vino. Se ofrecería después suficiente cantidad del espléndido scotch de Lord Silkham y, por poco que asomara la oportunidad de ejecutar sus planes, necesitaba tener la cabeza despejada. Una copa vacía atraería, por otra parte, la atención. Así que dio su conformidad al sirviente, pero luego tomó su vaso de agua.
—Viajé allí veinte años antes que Hobson —dio como respuesta—. En una época en que todavía la isla era más salvaje que ahora. Especialmente en las estaciones de pesca de la ballena y de caza de focas…
—¡Pero usted es criador de ovejas! —intervino Gwyneira con entusiasmo. ¡Por fin un tema interesante!—. ¿De verdad ha pescado ballenas?
Gerald rio furibundo.
—Que si participé en la captura de ballenas…, milady. Durante tres años embarqué en el Molly Malone…
No quería explicar nada más al respecto, pero ahora Lord Silkham frunció el entrecejo.
—Ah, no me venga con éstas, Warden. ¡Sabe demasiado de ovejas para que yo dé crédito a esas historias de bandidos! ¡Eso no lo habrá aprendido en un buque ballenero!
—Claro que no —respondió Gerald impasible. El halago lo dejó indiferente—. De hecho procedo de los Yorkshire Dales, y mi padre era pastor…
—¡Pero fue en pos de la aventura! —Era Gwyneira. Le brillaban los ojos de emoción—. Dejó la noche y la niebla y abandonó su país y…
Una vez más, Gerald Warden se sintió a un mismo tiempo divertido y cautivado. Sin duda alguna ésta era la muchacha adecuada, incluso si era consentida y sus imaginaciones eran totalmente falsas.
—Antes de nada fui el décimo de once hijos —la corrigió—. Y no quería pasar mi vida cuidando de las ovejas de otras personas. Con trece años, mi padre quería que me pusiera a trabajar a sueldo. Sin embargo, en lugar de eso, me enrolé como grumete. He visto la mitad del mundo. Las costas de África, América, el Cabo…, navegamos hasta el mar del Norte. Y finalmente hacia Nueva Zelanda. Y es lo que más me gustó. Ni tigres ni serpientes… —Guiñó el ojo a Lord Riddleworth—. Un país en gran parte todavía sin explorar y un clima como el de mi hogar. A fin de cuentas uno busca sus raíces.
—¿Y luego pescó ballenas y cazó focas? —preguntó la joven una vez más, incrédula—. ¿No empezó enseguida con las ovejas?
—Las ovejas no se obtienen de la nada, señorita —respondió riendo Gerald Warden—. Como he experimentado de nuevo hoy mismo. ¡Para adquirir las ovejas de su padre uno tiene que haber matado a más de una ballena! Y pese a que la tierra era barata, los jefes de tribu maoríes tampoco la regalaban…
—¿Los maoríes son los nativos? —preguntó curiosa Gwyneira.
Gerald Warden hizo un gesto afirmativo.
—El nombre significa «cazador de moa». Los moas eran unas aves enormes, pero los cazadores eran por lo visto demasiado diligentes. En cualquier caso, esos animales se han extinguido. Los inmigrantes nos llamamos, dicho sea de paso, «kiwis». El kiwi también es un ave. Un animal curioso, cargante y muy vivaz. El kiwi no puede pasar inadvertido. En Nueva Zelanda está por todas partes. Pero no me pregunte ahora a quién se le ocurrió la idea de denominarnos precisamente kiwis.
Una parte de los comensales se echó a reír, sobre todo Lord Silkham y Gwyneira. Lady Silkham y los Riddleworth estaban más bien indignados de compartir mesa con un antiguo pastor y ballenero por mucho que se hubiera convertido, con el tiempo, en un barón de la lana.
Lady Silkham no tardó en levantarse de la mesa y se retiró con sus hijas al salón, con lo que Gwyneira se separó de mala gana del círculo de caballeros. Por fin la conversación había virado hacia un tema más interesante que la monótona sociedad y las increíblemente aburridas rosas de Diana. Anhelaba ahora retirarse a sus estancias, donde le esperaba la mitad todavía sin leer de En manos del piel roja. Los indios acababan de secuestrar a la hija de un oficial de la caballería. Ante Gwyneira todavía quedaban al menos dos tazas de té en compañía de sus parientes femeninas. Suspirando, se abandonó a su destino.
En la sala de caballeros, Lord Terence había ofrecido puros. Gerald Warden también dio en esa ocasión probadas muestras de su conocimiento al escoger la mejor clase de habanos. Lord Riddleworth tomó uno de la caja al azar. A continuación pasaron una tediosa media hora discutiendo acerca de las decisiones que había tomado la reina en relación a la agricultura británica. Tanto Silkham como Riddleworth lamentaban que la reina se decantara por la industrialización y el comercio exterior en lugar de fortalecer la economía tradicional. Gerald Warden se manifestó sólo con vaguedad al respecto. En primer lugar no tenía muchos conocimientos y en segundo, le resultaba bastante indiferente. El neozelandés volvió a animarse cuando Riddleworth lanzó una mirada triste al ajedrez, que esperaba preparado en una mesa auxiliar.
—Lástima que hoy no podamos volver a nuestra partida, pero es obvio que no queremos aburrir a nuestro invitado —observó el lord.
Gerald Warden entendió los matices. Si él fuera un auténtico caballero, intentaba comunicarle Riddleworth, se retiraría a sus aposentos en ese momento alegando algún pretexto. Pero Gerald no era un gentleman. Ya había representado suficiente tiempo ese papel; así que pausadamente debían ir al asunto.
—¿Por qué no nos aventuramos en lugar de eso a un pequeño juego de cartas? —sugirió con una sonrisa ingenua—. Seguro que también se juega al blackjack en los salones de las colonias ¿no es así, Riddleworth? ¿O prefiere usted otro juego? ¿Póquer?
Riddleworth lo miró horrorizado.
—¡Se lo ruego! Blackjack…, póquer…, eso se juega en los tabernuchos de las ciudades portuarias, pero no entre caballeros.
—Bien, a mí no me importaría jugar una partida —respondió Silkham. No parecía ponerse del lado de Warden por cortesía; sino que, de hecho, miraba con apetencia hacia la mesa de cartas—. Solía jugar con frecuencia durante mi período militar, pero aquí no se encuentra ningún círculo social en el que no se hable de forma profesional sobre ovejas y caballos. ¡En pie, Jeffrey! Puedes ser el primero en repartir. Y no seas tacaño. Sé que tienes un salario generoso. ¡A ver si recupero algo de la dote de Diana!
El lord habló sin rodeos. Durante la cena había hecho honores al vino y a continuación no había tardado en beberse el primer scotch. En esos momentos indicó ansioso a los otros hombres que tomaran asiento. Gerald se sentó satisfecho, Riddleworth todavía enojado. De mala gana tomó las cartas y las barajó con torpeza.
Gerald puso su copa a un lado. Debía mantenerse completamente despierto. Advirtió complacido que el achispado Lord Terence enseguida abría con una apuesta realmente alta. Gerald permitió de buen grado que ganara. Media hora más tarde descansaba una pequeña fortuna en monedas y billetes delante de Lord Terence y Jeffrey Riddleworth. El último había perdido algo la reticencia, aunque todavía no mostraba entusiasmo por el juego. Silkham se servía alegremente whisky.
—¡No gaste usted el dinero de mis ovejas! —advirtió a Gerald—. Acaba de perder otra camada de perros.
Gerald Warden rio.
—Quien no arriesga, no gana —contestó, subiendo de nuevo la apuesta—. ¿Qué pasa, Riddleworth, continúa?
El coronel tampoco estaba sobrio, pero era desconfiado por naturaleza. Gerald Warden sabía que tarde o temprano tenía que desembarazarse de él, a ser posible sin perder demasiado dinero. Cuando Riddleworth apostó una vez más su ganancia sólo a una carta, Gerald cerró.
—¡Blackjack, amigo mío! —casi se lamentó, mientras dejaba el segundo as sobre la mesa—. ¡A ver si se me acaba la mala racha! ¡Otra más! ¡Venga Riddleworth, recoja su dinero duplicado!
Riddleworth se levantó disgustado.
—No, yo lo dejo. Ya tendría que haberlo hecho antes. Ya se sabe: lo que el agua trae, el agua lo lleva. No pienso darle más cancha. Y tú también deberías dejarlo, padre. Así conservarás al menos un pequeño beneficio.
—Hablas como mi mujer —observó Silkham, y su voz ya sonaba vacilante—. ¿Y qué significa eso de pequeño beneficio? Antes no he continuado. ¡Todavía tengo todo mi dinero! ¡Y me acompaña la fortuna! Hoy es, desde luego, mi día de suerte, ¿no es así, Warden? ¡Hoy estoy realmente de suerte!
—Entonces te deseo que sigas disfrutando —respondió Riddleworth con tono agrio.
Gerald Warden respiró aliviado cuando salió de la habitación. Ahora tenía vía libre.
—¡Entonces duplique sus ganancias, Silkham! —animó al lord—. ¿A cuánto ascienden ahora? ¿Quince mil en total? Maldita sea, ¡hasta ahora me ha birlado más de diez mil libras! ¡Si duplica, obtendrá sin dificultad otra vez el precio de sus ovejas!
—Pero…, si pierdo, me quedaré sin nada —dijo pensativo el lord.
Gerald Warden se encogió de hombros.
—Es el riesgo. Pero podemos seguir con cantidades pequeñas. Mire, le doy una carta y yo cojo otra. Mira cuál es y yo destapo la mía…, y usted decide. Si no desea apostar, no pasa nada. ¡Pero yo también puedo negarme una vez haya visto mi carta! —Warden sonrió.
Silkham recibió la carta dubitativo. ¿Acaso no contravenía las reglas esta posibilidad? Un gentleman no debía buscar escapatorias ni temer el riesgo. Casi con disimulo, lanzó, sin embargo, una mirada a la carta.
¡Un diez! Exceptuando el as, no podía ser mejor.
Gerald, que era banca, destapó su carta. Una dama. Valía tres puntos. Un comienzo realmente menos prometedor. El neozelandés frunció el entrecejo y pareció dudar.
—Al parecer mi buena suerte brilla por su ausencia —suspiró—. ¿Cómo lo tiene usted? ¿Seguimos o lo dejamos?
De repente, Silkham estaba extremadamente ansioso por seguir jugando.
—¡Pido otra carta! —declaró.
Gerald Warden miró su dama con resignación. Pareció luchar consigo mismo, pero repartió otra carta.
El ocho de picas. En total eran dieciocho puntos. ¿Sería suficiente? Silkham empezó a sudar. Pero si ahora cogía otra carta, corría el riesgo de pasarse. Farol. El lord intentaba mantener un rostro inexpresivo.
—Me planto —dijo conciso.
Gerald descubrió otra carta. Un ocho. Hasta el momento eran once puntos. El neozelandés volvió a coger las cartas.
Silkham esperaba con toda su alma que cogiera el as. Gerald se habría pasado entonces. Pero sus posibilidades tampoco eran malas. Sólo un ocho o un diez podían salvar al barón de la lana.
Gerald cogió carta: otra reina.
Expulsó aire con fuerza.
—Si ahora pudiera ser vidente… —suspiró—. Da igual, no puede usted tener menos de quince, no puedo imaginármelo. ¡Voy a arriesgarme!
Silkham tembló cuando Gerald cogió la última carta. El riesgo de pasarse era enorme. Pero cayó el cuatro de corazones.
—Diecinueve —contó Gerald—. Y me planto. ¡Las cartas sobre la mesa, milord!
Silkham descubrió resignado su mano. Un punto por debajo. ¡Había estado tan cerca!
Gerald Warden pareció opinar lo mismo.
—¡Por un pelo, milord, por un pelo! Esto clama por una revancha. Sé que estoy loco, pero no podemos dejar esto así. ¡Otra partida más!
Silkham sacudió la cabeza.
—No tengo más dinero. No eran sólo las ganancias, sino toda la apuesta. Si sigo perdiendo, me meteré en un serio problema. No se hable más, lo dejo.
—¡Pero se lo ruego, milord! —Gerald barajó las cartas—. ¡Cuanto mayor es el riesgo, más divertido es el juego!, y la apuesta…, espere, ¡juguemos con las ovejas! ¡Sí, las ovejas que me quiere vender! Incluso si va mal, no pierde nada. Pues si yo ahora no me hubiera recuperado para comprar las ovejas tampoco habría tenido usted el dinero. —Gerald Warden mostró una sonrisa triunfal y dejó que las cartas se deslizaran con agilidad por sus manos.
Lord Silkham vació su vaso y se dispuso a levantarse. Se tambaleó un poco, pero las palabras todavía surgieron nítidas de sus labios:
—¡Podría sucederle, Warden! ¿Veinte de las mejores ovejas de cría de esta isla por unos pocos trucos de cartas? No, lo dejo. Ya he perdido demasiado. Entre ustedes, en tierras salvajes, estos juegos tal vez sean muy corrientes, pero aquí mantenemos la cabeza fría.
Gerald Warden alzó la botella de whisky y se sirvió de nuevo.
—Lo tenía por más valiente —se lamentó—. O mejor dicho, por más emprendedor. Pero tal vez eso sea típico de nosotros los kiwis: en Nueva Zelanda sólo vale el hombre que se atreve a algo.
Lord Silkham frunció el entrecejo.
—A los Silkham no les puede reprochar cobardía. Siempre hemos luchado valientemente, hemos servido a la Corona y… —Era evidente que al lord le costaba mantenerse en pie al mismo tiempo que encontrar las palabras adecuadas. Se dejó caer de nuevo en su butaca. Sin embargo, todavía no estaba borracho. Por el momento aún podía plantarle cara a ese buscavidas.
Gerald Warden rio.
—También nosotros servimos a la Corona en Nueva Zelanda. La colonia se está convirtiendo en un factor económico de importancia. A la larga, devolveremos a Inglaterra todo lo que la Corona ha invertido en nosotros. En eso, la reina es más valiente que usted, milord. Juega su juego y gana. ¡Vamos, Silkham! ¡No irá a dejarlo ahora! ¡Un par de cartas buenas y duplica el precio de las ovejas!
Con estas palabras, arrojó a la mesa dos cartas boca abajo delante de Silkham. Ni el mismo lord supo por qué las cogió. El riesgo era demasiado grande, pero el beneficio tentador. Si realmente ganaba, la dote de Gwyneira no sólo estaría garantizada, sino que sería lo suficientemente elevada para satisfacer a las mejores familias de la región. Mientras tomaba las cartas con lentitud, vio a su hija en el papel de baronesa…, quién sabe, tal vez incluso de dama de la corte de la reina.
Un diez. Buena carta. Si la otra sólo…, el corazón de Silkham latía con fuerza cuando después del diez de diamantes, destapó el diez de picas… Veinte puntos. Imbatible.
Miró a Gerald con aire triunfal.
Gerald Warden levantó la primera carta del montón. As de picas. Silkham gimió. Pero eso no significaba nada. La próxima carta podía ser un dos o un tres y entonces había grandes posibilidades de que Warden se pasara.
—Todavía puede abandonar —dijo Gerald.
Silkham rio.
—Oh, no, amigo mío, no es así como hemos apostado. ¡Haga ahora su juego! ¡Un Silkham cumple con su palabra!
Gerald tomó con parsimonia otra carta.
De repente Silkham deseó haber barajado él mismo. Por otra parte…, había estado observando a Gerald mientras lo hacía y no había ocurrido nada erróneo. Pasara lo que pasase en ese momento no podía reprochar a Warden que lo hubiera engañado.
Gerald Warden destapó la carta.
—Lo siento, milord.
Silkham contempló como hipnotizado el diez de corazones que yacía frente a él sobre la mesa. El as contaba por once, el diez completaba el veintiuno.
—Entonces sólo me queda darle la enhorabuena —dijo el lord ceremoniosamente. En su vaso todavía había whisky y lo terminó de un trago. Cuando Gerald iba a servirle de nuevo, puso la mano sobre el vaso.
»Ya he tomado demasiado, gracias. Es hora de que deje… de beber y de jugar antes de que mi hija pierda toda la dote y también mi hijo se quede sin nada. —La voz de Silkham sonó velada. Intentó levantarse de nuevo.
—Me lo imaginaba… —observó Gerald en un tono distendido y se llenó al menos su vaso—. La muchacha es la más joven, ¿no es cierto?
Silkham asintió con amargura.
—Sí. Y antes ya he casado a otras dos hijas mayores. ¿Tiene idea de lo que cuesta eso? Esta última boda me arruinará. Sobre todo ahora que he perdido la mitad de mi capital.
El lord quería marcharse, pero Gerald sacudió la cabeza y levantó la botella de whisky. La tentación dorada cayó pausadamente en el vaso de Silkham.
—No, milord —dijo Gerald—, no podemos dejar esto así. No era mi intención arruinarlo o dejar sin dote a la pequeña Gwyneira. Arriesguémonos con una última partida. Pongo en juego otra vez las ovejas. Si usted gana esta vez, todo quedará como estaba.
Silkham rio sarcástico.
—¿Y qué me apuesto yo? ¿El resto de mis ovejas? ¡Olvídese!
—Y… ¿Qué tal la mano de su hija?
Gerald Warden habló serena y tranquilamente, pero Silkham se sobresaltó como si Warden lo hubiera abofeteado.
—¡Se ha vuelto usted loco! ¿No puede pedir en serio la mano de Gwyneira? Esa muchacha podría ser su hija.
—Justo eso es lo que desearía de todo corazón. —Gerald intentó poner tanta franqueza y calidez en su voz y en su mirada como le era posible—. Mi petición no es, claro está, para mí, sino para mi hijo Lucas. Tiene veintidós años, es mi único heredero, bien educado, de buena apariencia y diestro. Puedo imaginarme a Gwyneira perfectamente a su lado.
—¡Pero yo no! —replicó Silkham con rudeza, tropezó y buscó apoyo en su butaca—. Gwyneira pertenece a la alta nobleza. ¡Podría casarse con un barón!
Gerald Warden rio.
—¿Casi sin dote? Y no se engañe usted, he visto a la muchacha. No es exactamente aquello por lo que la madre de un baronet perdería la cabeza.
Lord Silkham montó en cólera.
—¡Gwyneira es una belleza!
—Cierto —lo tranquilizó Gerald—. Y no me cabe duda de que es el honor de toda cacería del zorro. ¿Pero se desenvolvería tan bien en un palacio? Es una joven indómita, milord. Le costará el doble de dinero casar a esta muchacha.
—¡Se lo exijo! —protestó Silkham.
—Se lo exijo yo a usted. —Gerald Warden levantó las cartas—. Vamos, esta vez baraja usted.
Silkham cogió su vaso. Los pensamientos bullían en su mente. Todo esto iba en contra de las buenas costumbres. No podía apostarse a su hija jugando a cartas. Ese Warden había perdido el juicio. Por otra parte…, tal trato no podía ser válido. Las deudas del juego eran deudas de honor, pero la joven no era una apuesta admisible. Si Gwyneira decía que no, nadie podía forzarla a subirse en un barco rumbo a ultramar. Y no había que llegar tan lejos. Esta vez ganaría. Su suerte tenía que cambiar de una vez.
Silkham barajó las cartas, no concienzudamente como antes, sino con rapidez, como con prisa, como si quisiera dejar a sus espaldas ese juego degradante.
Lanzó una carta a Gerald casi con rabia. Agarró el resto de la baraja entre sus temblorosas manos.
El neozelandés destapó su mano sin mostrar emoción. As de corazones.
—Esto es… —Silkham no dijo más. En lugar de eso se sirvió. Diez de picas. No estaba mal. El lord intentó repartir con tranquilidad, pero la mano le temblaba tanto que la carta cayó a la mesa delante de Gerald antes de que el neozelandés pudiera cogerla.
De momento, Gerald Warden ni siquiera intentó tapar la carta. Impasible colocó la sota de corazones junto al as.
—Blackjack —anunció serenamente—. ¿Cumplirá usted su palabra, milord?