lguien ha visto a Daniel esta mañana?
Jennifer levantó la vista del erizo que estaba tratando de desenredar del pelo de su hermana.
—Salió hacia el camino hace cosa de una hora. Dijo que iba a esperar al cartero.
—Pero si es domingo —Nadine puso los ojos en blanco—. De verdad, ese muchacho tiene un problema con los días de la semana. Peter, ¿te importaría salir a buscarlo? —su tono era a medias una orden y a medias una petición.
Los buenos sargentos solían utilizar el mismo tono, pensó Vicky; quizá los licántropos pudiesen integrarse más fácilmente en la sociedad de lo que pensaba.
Peter se quitó la camiseta y se la arrojó a Rose.
—¿Puedes buscar las llaves del coche mientras estoy fuera?
—Están por aquí —murmuró olisqueando por encima de un montón de papeles—. Lo sé. Puedo olerlas.
—No os preocupéis —dijo Vicky mientras evitaba que una pila de ejemplares de Granjeros de Ontario, sostenida en precario equilibrio, cayera al suelo—. Si no las has encontrado para cuando Peter regrese, cogeremos el coche de Henry.
—¿Iremos en el BMW? —Peter se quitó las zapatillas—. ¿Sabes dónde están las llaves?
Vicky sonrió.
—Claro. Me las dio por si necesitaba desplazarme a algún sitio.
—¡Estupendo! —arrojó sus pantalones cortos sobre la cabeza de Rose—. No busques demasiado —le aconsejó a su hermana. Entonces se transformó, salió de la casa y se dirigió a la carrera en dirección al camino.
Mark tenía la intención de pasar en coche junto a la granja. Esperaba toparse con alguno de los supuestos hombres lobo y poder echar un vistazo a su piel pero cuando vio la forma que aguardaba sentada junto al buzón le pareció que Dios le estaba haciendo un regalo.
—Y, como se me ha asegurado, Dios está de nuestro lado.
Así que paró.
No parecía exactamente un lobo pero tampoco parecía exactamente un perro. Aproximadamente del tamaño de un pastor alemán pequeño, se sentaba y lo observaba, con la cabeza ladeada y jadeando un poco a causa del calor. Su pelaje, de un intenso color negro, parecía poseer las características de una piel de lobo, incluyendo aquel tacto suave y sedoso que a las mujeres les encantaba.
Sacó una mano por la ventanilla y chasqueó los dedos.
—Aquí… eh… chico. Ven aquí…
La criatura se irguió, se estiró y bostezó, mostrando el luminoso blanco de los dientes contra el hocico negro.
¿Por qué no se le había ocurrido traer una galleta o una chuleta de cerdo o algo parecido?
—Ven aquí —la pena es que fuera negro; un color más exótico hubiera supuesto un precio más alto.
Y entonces vio un destello rojizo que se acercaba desde el camino. Cuando llegó junto al buzón, se dio cuenta de que el negro debía de ser todavía muy joven. La criatura de color rojizo era mucho más grande y poseía la piel más hermosa que Mark hubiese visto jamás. Su pelo largo y tupido lucía toda una gama de matices, desde un profundo bermejo hasta un tono dorado-rojizo bajo los rayos del sol. Cada vez que se movía, de su cuerpo escapaban nuevos y brillantes destellos. Tanto el hocico como las orejas eran puntiagudos y los ojos se enmarcaban en una piel más oscura, lo que le otorgaba a su cara una expresividad casi humana.
Sabía de gente que pagaría varios de los grandes por una piel como aquella.
La criatura lo estudió un momento, con la cabeza alta, ignorando los intentos del más pequeño por derribarlo. Había algo en su mirada que hizo que Mark se sintiera profundamente incómodo y bajo aquel silencioso examen, se desvaneció cualquier duda que pudiera albergar sobre que aquellas criaturas eran algo más de lo que aparentaban. Entonces, la criatura dejó de mirarlo y las dos volvieron por el camino en dirección a la casa.
—Oh, sí —murmuró mientras las observaba alejarse—. Acabo de encontrar una fortuna —y lo que era mejor, si las cosas iban mal, el chiflado tío Carl y su misión divina cargarían con todas las culpas.
Antes que nada, haría una visita a Londres para llevar a cabo una pequeña investigación.
Vicky no tardó mucho en descubrir dónde radicaba el encanto del BMW de Henry; en la parte baja del salpicadero, discretamente lejos del alcance de ojos espías y camuflado un poco más por el acabado negro mate —que lo cubría por completo, incluyendo los botones y la pantalla digital— había un reproductor de CD de tecnología punta. Estaba dispuesta a admirar la calidad del sonido e incluso a escuchar la disertación entusiasta de Peter sobre altavoces especiales para graves y para agudos y no sé qué estabilizadores internos, pero de ningún modo lo estaba a pasar todo el camino hasta Londres escuchando ópera. Especialmente si los dos licántropos la acompañaban con sus coros.
Finalmente llegaron a un acuerdo y pusieron a Conway Twitty. Por lo que a los hombres lobo se refería, era un pobre sustituto de la vieja y buena ópera, pero era mejor que no tener ninguna música. Vicky podía tolerar el country. Al menos entendía el idioma y Rose estaba dotada, si bien de una manera un poco histérica, para imitar los timbres nasales y la congoja.
Atravesaron el extremo este de la ciudad por la avenida Highbury —Autopista 126— en dirección a la 401. En cuanto se toparon con tráfico Rose extendió la mano y apagó la música. Para sorpresa de Vicky Peter, reclinado sobre su asiento con la cabeza asomada por la ventanilla, no protestó.
—No vemos del mismo modo que vosotros —le explicó Rose al tiempo que cambiaba con sumo cuidado de carril y adelantaba a un camión de dieciséis ruedas—. Tenemos que prestar mucha más atención cuando conducimos.
—La mayoría de la gente debería prestar más atención cuando conduce —murmuró Vicky—. Peter, deja de darle patadas al respaldo de mi asiento.
—Lo siento —Peter cambió las piernas de posición—. Vicky, me estaba preguntando… ¿Cómo es que vas a visitar la oficina de la PPO[2] en domingo? ¿No estará cerrada?
Vicky bufó.
—¿Cerrada? Peter, la policía no cierra nunca, funciona las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Deberías saberlo. Tu hermano es policía.
—Ya, pero en la ciudad.
—La PPO es exactamente igual que cualquier otra policía… salvo en que nadie se dedica a trastear con los colores de los coches —a Vicky le gustaban los antiguos blancos y negros, y nunca había aprobado que la Policía Metropolitana de Toronto cambiara su color por el amarillo y luego por el blanco—. De hecho —continuó—, en algunos lugares es la única policía existente. Con todo, en una calurosa tarde de domingo, en pleno agosto, cualquiera que tenga una buena razón para encontrarse lejos de la comisaría debería estarlo y tendré alguna posibilidad de obtener lo que quiero.
—Pensé que ibas a entrar sin más y preguntarles los nombres de todos los que posean un rifle de calibre .30 registrado —un Chevrolet se cruzó en su camino y Rose frenó y dejó que el otro se alejara la distancia de tres coches mientras murmuraba entre dientes, «Imbécil».
—Y eso es lo que haré. Pero dado que no tienen por qué facilitarme la información, todo dependerá de cómo la pida. Y a quién.
Peter dio un bufido.
—Vas a intimidar a algún pobre novato, ¿verdad?
Vicky se subió las gafas.
—Naturalmente que no —se trataba más bien de una sutil combinación del recurso al rango y a la clásica actitud «Todos estamos en esto juntos» que compartían los polis del mundo entero. Cierto, ella había dejado de ser una poli, pero eso no debería de afectar al resultado final.
El Cuartel General del Distrito de la PPO, un edificio de ladrillo rojo escondido detrás de un establecimiento llamado la Posada Ramada, se encontraba junto a la 401, en el lado sur de la calle Exidor. Vicky dejó a los gemelos en el coche.
Si siguiera siendo policía, habría funcionado. Desgraciadamente, el que hubiera sido policía no bastaba. De hecho, si no hubiese tratado de «intimidar a un pobre novato», podría haber funcionado a pesar de todo, pero la mujer joven y muy nerviosa con la que habló sabía que Vicky no tenía derecho a pedir la información, estuviera o no «trabajando en el caso» y, con la espalda bien erguida, se lo había hecho saber.
Las cosas hubieran ido mejor con el sargento si Vicky no hubiera perdido los estribos.
Cuando dejó el edificio, la mayor parte de su enfado se dirigía a sí misma. Su boca se había convertido en una línea blanca y apretada y las aletas de su nariz temblaban cada vez que respiraba. Había llevado mal todo el asunto y lo sabía.
Ya no soy policía. No puedo esperar que se me trate como si lo fuera. Cuanto antes me lo meta en la cabezota, mejor para todos. Era una letanía fácil de olvidar allá en Toronto, donde todos la conocían y todavía tenía acceso a muchos de sus antiguos privilegios pero acababa de disfrutar de un desagradable anticipo de lo que podía ocurrir cuando los miembros de la Policía Metropolitana ya no fueran sus antiguos compañeros. Apretó y relajó los puños como si estuviera buscando una garganta que estrangular.
Se dirigió hacia el coche, que aguardaba en solitario esplendor en un extremo del aparcamiento. A cada paso que daba, podía sentir las oleadas de calor elevándose desde el pavimento, pero no eran nada comparadas con el calor que emanaba de ella. ¿Dónde demonios están los gemelos? Casi esperaba que hubieran hecho algo estúpido para poder desahogarse con ellos. Cuando llegó junto al coche los vio: volvían de la Posada Ramada llevando consigo varias botellas de agua.
Al encontrarse con ella, ambos licántropos la miraron y bajaron los ojos.
—No ha funcionado, ¿verdad? —preguntó Rose con timidez, mirándola de hito en hito. Bajo sus cabellos, tenía las orejas inclinadas hacia delante.
—No. No ha funcionado.
—Hemos ido a por un poco de agua —se explicó Peter. Su postura era idéntica a la de su hermana. Levantó una de las botellas que llevaba—. Te… eh… hemos traído una.
Vicky miró la botella, luego a los gemelos y de nuevo a la botella. Por fin, con un bufido, la aceptó.
—Gracias —estaba fría, lo que era muy de agradecer—. Oh, vamos, tranquilos. No voy a morderos —y entonces se dio cuenta de que quizá ellos podían creer que iba a hacerlo.
La cosa era tan absurda que no tuvo más remedio que reírse.
Los dos gemelos levantaron las orejas y la miraron, aliviados. Si hubieran estado en sus formas animales, probablemente hubieran empezado a dar saltos; dado que no era así, se limitaron a sonreír y a beber su agua.
Comportamiento dominante sumiso, pensó Vicky mientras apuraba su botella de agua. Eso la preocupaba un poco. Si todos los licántropos, a excepción de la pareja dominante, estaban condicionados para mostrarse sumisos frente a la cólera o las agresiones, podrían tener problemas en el mundo real.
Mientras Rose rodeaba el coche para subir al asiento del conductor, dos jóvenes musculosos que holgazaneaban junto a la Posada Ramada comenzaron a gritar toda clase de obscenidades. Rose bostezó, les dio la espalda y entró en el coche.
Claro que, después de todo, reflexionó Vicky, quizá no haya de qué preocuparse.
Arrojó la botella vacía al asiento de atrás, junto a Peter.
—Vamos a comer mientras se me ocurre alguna otra idea brillante.
A diferencia de muchos otros lugares, Londres había pasado de ser un pequeño pueblo que servía a las granjas circundantes para convertirse en una ciudad de tamaño medio sin perder la dignidad. Mientras conducían por el centro de la ciudad, Vicky aprobaba lo que veía. La planificación urbana había respetado numerosos parques, desde terrenos de varios acres hasta diminutos patios arbolados escondidos en insólitos rincones. El desarrollo había progresado alrededor de los antiguos árboles y, donde esto no había sido posible, se habían plantado otros nuevos. Los cantos de las cigarras podían oírse por todas partes y la ciudad entera parecía tranquila y apacible, como si descansase bajo el sol.
Vicky, que prefería encontrar un poco más de ajetreo en las ciudades, albergaba la sospecha de que el lugar no tardaría más de veinticuatro horas en aburrirla. Aunque negaba con todo énfasis la creencia generalizada entre los habitantes de Toronto de que su ciudad era el centro del universo, no podía imaginarse trabajando o viviendo en cualquier otro lugar.
—El sitio se llama la Casa de los Bistecs de Bob —le explicó Peter mientras Rose dejaba el coche en un aparcamiento pequeño y casi vacío—. En realidad se encuentra en la calle Clarence, pero si aparcamos allí tendremos que meterlo en paralelo.
—Y no somos demasiado buenos en eso —añadió Rose mientras, con un suspiro de alivio, apagaba el motor.
A Vicky le hubiera bastado con un establecimiento de comida rápida —todo lo que necesitaba en aquel momento era un buen aire acondicionado— pero los gemelos habían insistido en un restaurante «en el que la carne no esté tan muerta».
Apenas habían recorrido una manzana en dirección este desde el aparcamiento, cuando Rose se detuvo bruscamente frente a una pequeña tienda que había en una esquina y exclamó:
—¡Pegatinas de béisbol!
Peter asintió.
—Le encantan.
—¿Se trata de una conversación privada —preguntó Vicky, a ninguno de ellos en particular— o puede participar alguien más?
—Daniel colecciona pegatinas de béisbol —le explicó Rose. Arrugó la frente—. Nadie sabe muy bien por qué, pero así es. Si le llevamos algunas, se le pasará el enfado por no haberle dejado que nos acompañara.
—Id entrando vosotros —Vicky registró su bolso en busca de las llaves del coche—. No estoy segura de haber cerrado las puertas y voy a volver a comprobarlo.
—Yo cerré la mía —le dijo Peter. Pensó un instante y añadió—. Creo.
—Exacto —gruñó Vicky—. Y no me gustaría tener que decirle a Henry que le cogimos prestado el BMW y que hemos perdido la mitad de las piezas.
Rose señaló con un ademán la vacía calle.
—Pero si no hay nadie por aquí.
—Tengo un carácter suspicaz por naturaleza. Comprad esas pegatinas. Nos reuniremos aquí.
¿Qué sentido tiene la nueva legislación sobre horarios laborales de los domingos, se preguntaba Mark Williams, si los lugares a los que tengo que ir siguen cerrados? Un país realmente civilizado no debería atentar contra el estilo de vida de un hombre y… ¡Vaya!
Retrocedió rápidamente y se escondió detrás de un enorme y viejo arce. Con una mano apoyada sobre la corteza, se inclinó hacia delante y volvió a mirar. En efecto, era la señorita «No Tengo Nombre de Pila» Nelson. Creyó reconocer su forma de caminar. Pocas mujeres lo hacían de manera tan agresiva. De hecho…
Frunció el ceño mientras la observaba comprobar las puertas del coche, preguntándose por qué el lenguaje corporal le resultaba tan familiar.
Eh, tiene un BMW. No está mal.
Mientras ella se alejaba del coche, se escondió detrás del árbol. No deseaba que lo viera. Le debía algunos de sus más provechosos negocios a su habilidad para observar y mantener la boca cerrada. Cuando creyó que había pasado el tiempo suficiente, volvió a mirar.
Jesucristo. Es una poli.
Para aquellos que se tomaban la molestia de aprender ciertas señales sutiles, resultaba bastante fácil ganar al juego de encuentra-al-poli. Mark Williams se había tomado mucho tiempo atrás la molestia de aprender aquellas señales. Nunca resultaba perjudicial estar preparado y esta no era la primera vez que esa preparación le resultaba provechosa.
Pero ¿qué puede estar haciendo con los hombres lobo?, esa es la cuestión. Puede que el viejo tío no haya sido tan listo como cree. Si es amiga de la familia y encima es una poli…
Mientras ella desaparecía en una calle lateral al otro lado del aparcamiento, él abandonó su escondite. No podía saber si ella estaba armada porque, la verdad, podría llevar un cañón en su inmenso bolso sin que nadie se enterara. Pensando furiosamente, se encaminó con lentitud hacia la bocacalle. Si conseguía demostrar que el viejo había estado disparando a los perros de los vecinos, no tendría que sacar a colación el asunto de los hombres lobo. El tío Carl lo haría. Y el tío Carl sería encerrado en un manicomio. Y adiós a su oportunidad de ganar unos miles de dólares.
Ella estaba detrás de algo. Las agujas de pino prendidas en su camiseta el día anterior demostraban que había encontrado el árbol y estaba dispuesto a apostar que aquella historia de la muchacha perdida que les había contado entre las flores del viejo no era más que una excusa para echar una ojeada.
Apoyó la mano sobre la carrocería calentada por el sol del BMW.
No voy a dejar pasar esta oportunidad.
Ella no lo apreciaría. Diría que se estaba metiendo en su vida, que podía cuidar de sí misma y que debía dejar de comportarse como un HDP condescendiente. Mike Cellucci apagó la maquinilla eléctrica y contempló su rostro en el espejo del cuarto de baño.
Había tomado una decisión. Se marchaba a Londres. Y Vicky Nelson podía quejarse hasta que las ranas criaran pelo.
Ignoraba la clase de embrollo en la que Henry Fitzroy podía haberla enredado y la verdad es que no le importaba. Era difícil que ocurriera algo en Londres, Ontario, que Vicky no fuera capaz de manejar… por lo que él sabía, la ciudad no contaba todavía con capacidad nuclear. Pero Fitzroy era harina de otro costal.
Mientras se ponía una camisa de golf limpia por la cabeza, revisó mentalmente cuanto había descubierto sobre aquel escritor de novelas románticas de ambientación histórica. Novelas románticas e históricas, por el amor de Dios. ¿Qué clase de trabajo es ese para un hombre? Pagaba regularmente los tiques de aparcamiento, no había recurrido la multa por exceso de velocidad que le había sido impuesta hacía un año y no tenía historial delictivo de ninguna clase. Sus libros se vendían bien, su dinero estaba en el Canadá Trust, pagaba sus impuestos y apoyaba a la Cruz Roja. Poca gente lo conocía y el guarda de seguridad de su edificio lo respetaba y al mismo tiempo lo temía.
Todo aquello era de una perfección insólita pero, en cambio, en la vida del señor Fitzroy faltaban gran parte de los documentos que acompañaban a todo hombre moderno desde el momento mismo de su nacimiento. No las cosas importantes, tuvo que admitir Cellucci mientras metía los faldones de la camisa bajo el elástico de los pantalones, pero las suficientes para hacer saltar las alarmas. No podía indagar más profundamente, no sin que sus poco éticas razones salieran a la luz, pero al menos podía presentarle a Vicky lo que había descubierto. Ella había sido poli. Ella sabía lo que significaban los vacíos en el pasado de Henry Fitzroy.
Crimen organizado. La policía no solía toparse con él en Canadá, pero el patrón coincidía a la perfección.
Cellucci sonrió. Vicky exigiría una explicación inmediata. Sólo deseaba estar presente para ver a Fitzroy tratando de dársela.
2:15. Sus obligaciones familiares lo retendrían en Scarborough hasta por lo menos las cinco e incluso a aquella hora sus hermanas graznarían si hacía ademán de marcharse. Se estremeció. Dos horas comiendo hamburguesas quemadas, rodeado por una horda de sobrinos y sobrinas chillones, escuchando a sus cuñados discutir sobre el aumento en las estadísticas criminales y criticando a la policía. Un modo estupendo de pasar la tarde del domingo.
—Muy bien. Está claro que la parte del rifle en Club del Rifle y la Caña se refiere a las armas de fuego y demás pero —Peter, que había logrado convencer a Rose de que lo dejara conducir, sacaba el coche con todo cuidado del aparcamiento—, ¿qué quiere decir lo de la caña?
—No tengo la menor idea —contestó Vicky, mientras extendía el improvisado plano sobre sus rodillas. La servilleta tenía algunas manchas de grasa pero resultaba bastante legible—. A lo mejor dan clase de pesca con mosca o algo parecido.
—¿Pesca con mosca? —repitió Rose—. Una mosca muy obediente tendría que ser esa, la verdad.
Vicky pasó las siguientes manzanas explicando lo poco que sabía sobre insectos y anzuelos. A decir verdad resultó una descripción bastante incompleta. Tampoco fue capaz de responder, cuando se lo preguntaron, por qué unos adultos teóricamente maduros querrían pasarse las horas muertas con los pies sumergidos en agua helada mientras los insectos los devoraban vivos, y todo ello con la esperanza de conseguir, si tenían suerte, algo que cuando era cocinado ni siquiera parecía comida sino que los miraba desde el plato como si acabase de salir del agua. No obstante, estaba dispuesta a admitir que había gente para todo.
Aunque Peter conducía de forma tan meticulosa como Rose, se distraía con más facilidad. Cualquier cosa brillante o en movimiento apartaba su atención de la carretera.
Así que, una vez más, los hombres lobo se rigen por las normas estadísticas, pensó Vicky mientras miraba entornando los ojos a través del parabrisas, y vemos por qué las adolescentes tienen menos accidentes que los adolescentes.
—Está en rojo, Peter.
—Ya lo veo.
Vicky tardó un segundo en darse cuenta de que no estaban frenando.
—Peter…
El muchacho tenía los ojos muy abiertos y mostraba los colmillos. Su pierna derecha se apretaba desesperadamente contra el suelo.
—Los frenos no funcionan.
—¡Mierda!
Y entonces entraron en el cruce.
Vicky escuchó el chirriar de unas ruedas. El mundo se detuvo. Ella se volvió, vio el camión, demasiado cerca hasta para leer la matrícula y supo que sólo tenían una posibilidad de no ser embestidos. Gritó a Peter que apretara el acelerador y el coche se abalanzó hacia delante. La rejilla delantera del camión cubrió la ventanilla y entonces, con una precisión casi delicada, comenzó a abrirse camino a través de la puerta de atrás. Fragmentos de cristal danzaron en el aire, reflejando la luz del sol en un millón de arco iris de intenso brillo.
El mundo recuperó su velocidad normal mientras los dos vehículos, todo metal destrozado y chirriar de llantas, atravesaban unidos el cruce, dando vueltas. Entonces el BMW chocó contra una farola y el camión se separó. Vicky se enderezó. Había conseguido mantener las gafas en su lugar protegiéndose la cara con las manos. Aliviada, se las subió y entonces alargó el brazo y apagó el motor. Durante un instante repentino de silencio, los latidos de su corazón, martilleando en sus oídos como una sección entera de percusión, fueron todo lo que pudo oír. Entonces, desde lejos, como si alguien estuviese subiendo el volumen, comenzó a escuchar voces, bocinas y, más lejos aún, sirenas. Lo ignoró todo.
Peter tenía la cabeza en el volante, apoyada sobre sus brazos flexionados. Vicky soltó su cinturón de seguridad y le tocó el hombro con suavidad.
—¿Peter?
La mitad inferior de su cara estaba cubierta de sangre pero, hasta donde ella podía ver, provenía de la nariz.
—Los frenos… —jadeó el muchacho—. No… no funcionaban.
—Lo sé —le apretó el hombro con un poco más de fuerza. Estaba empezando a temblar y, aunque nadie podía reprochárselo, aunque nadie hubiera podido reprochárselo a ninguno de ellos, no era momento para la histeria—. ¿Estás bien?
Él parpadeó, recorrió su cuerpo con la mirada y se volvió hacia ella.
—Creo que sí.
—Bien. Desabróchate el cinturón de seguridad y mira a ver si tu puerta se abre —su tono era un eco del que Nadine había utilizado aquella mañana y Peter respondió a él sin hacer preguntas. Dando gracias a los reflejos condicionados, Vicky se subió de rodillas sobre el asiento y se asomó a la parte trasera del coche para comprobar el estado de Rose.
La puerta trasera se había combado pero todavía se sostenía. La cubierta interior y las piezas dobladas del mecanismo que contenía ocupaban tres cuartas partes del asiento, que se inclinaba violentamente hacia el techo. El parabrisas trasero, roto, había salido despedido hacia el exterior. La ventanilla lateral estaba hecha pedazos. La mayor parte del cristal se había convertido en un millón de diminutos fragmentos pero aquí y allá, desperdigados sobre la tapicería, había algunos trozos de buen tamaño.
Un fragmento triangular de casi veinte centímetros de longitud, clavado en el revestimiento de la puerta, temblaba justo encima de Rose, que había adoptado una posición fetal. Los cristales destellaban sobre sus pálidos cabellos como el hielo en un campo nevado y tanto sus brazos como sus piernas estaban cubiertos por numerosos cortes superficiales.
Vicky alargó el brazo y arrancó de un tirón la daga de cristal. Un BMW de 1976 no tenía cristales plásticos de seguridad.
—¿Rose?
Ella se movió con lentitud.
—¿Ya ha terminado?
—Ha terminado.
—¿Estoy viva?
—Lo estás —pero no lo estaría si hubiera estado sentada en el otro lado del asiento.
—Peter…
—Está bien.
—Quiero aullar.
—Más tarde —le prometió Vicky—. Ahora, quita el seguro de tu puerta para que Peter pueda abrirla.
Mientras Peter ayudaba a su hermana a salir del asiento trasero, Vicky trepó por encima de la palanca de cambios y del asiento del conductor, arrastrando su bolso detrás de sí. Cuando estuvo fuera, lo colocó sobre su hombro. Su familiar peso era algo tranquilizador en medio de aquel caos. Una pequeña multitud se había reunido a su alrededor y más coches se detenían a su alrededor a cada momento que pasaba. Uno de ellos pertenecía a la policía de Londres y se escuchaban más sirenas aproximándose.
Mientras los gemelos, que no habían sufrido daños de importancia, se consolaban mutuamente, Vicky rodeó el coche para comprobar el estado del conductor del camión. Tenía un profundo corte sobre el ojo izquierdo, que derramaba sangre sobre su mejilla y el lado derecho de su cuello mostraba una fea quemadura causada por la fricción de la correa del cinturón de seguridad.
—Dios, señorita —gimió mientras ella llegaba a su lado—. Mire mi camión —a pesar de que el enorme parachoques había absorbido la mayor parte del impacto, la rejilla se había hundido en el radiador—. Si casi ni había empezado a pagarlo. Mi mujer me va a matar —alargó un brazo y tocó suavemente el único faro que quedaba entero—. Alógeno de cuarzo. Setenta y nueve pavos cada uno.
—¿Está todo el mundo bien?
Vicky supo lo que vería antes de volverse; ella misma había utilizado un tono idéntico en más de una ocasión. El agente de la Policía de Londres era un hombre entrado en años, de pelo cano, con un bigote reglamentario y una expresión neutra no menos reglamentaria. Su compañero, más joven, se encontraba con los gemelos y los dos hombres de uniforme del segundo coche se estaban ocupando de organizar el tráfico y controlar a la muchedumbre. Pudo oír que Peter empezaba a balbucear algo sobre el fallo de los frenos y decidió dejarlo estar por el momento. Un poco de histeria contribuiría a convencer a los agentes de que estaba diciendo la verdad. A menudo, la gente solía creer que quienes se mostraban demasiado calmados tenían algo que esconder.
—Por lo que creo —dijo—, todos estamos bien.
El agente alzó las cejas.
—¿Y usted es?
—Oh. Lo siento. Vicky Nelson. Era detective en la Policía Metropolitana de Toronto hasta que empecé a perder la vista —ni siquiera le dolió decirlo. Tal vez había sufrido un shock—. Yo iba en el BMW —extrajo el carné de identidad y se lo entregó.
—¿Era usted la que conducía?
—No. Peter.
—¿El coche es suyo?
—No. De un amigo. Nos lo había dejado para todo el día, cuando Peter intentó pararse delante del semáforo, los frenos no funcionaron y no pudimos detenernos —hizo un ademán en dirección a camión—. No tuvo la menor posibilidad de esquivarnos.
—Aparecieron justo delante de mí —dijo el conductor del camión, mientras se limpiaba la sangre de la mejilla—. Casi no había empezado a pagarlo. Y ahora tendré que pintar de nuevo todo el frontal —suspiró profundamente, haciendo subir y bajar su barriga—. Mi mujer me va a matar.
—¿Han tenido algún problema con los frenos anteriormente?
—Paramos al comienzo de la carretera sin el menor… —su voz tembló ligeramente—… problema.
—Creo que sería mejor que se sentara —la mano del agente estaba alrededor de su codo.
—Estoy bien —protestó Vicky.
Él sonrió con amabilidad.
—Tiene un moratón del tamaño de un huevo de ganso en la sien. Aun a riesgo de equivocarme, yo diría que no está del todo bien.
Vicky se tocó ligeramente la sien y una lluvia de estrellas blancas y brillantes estalló en su cabeza desde las yemas de sus dedos. De pronto, le dolía. Mucho. Le dolía todo el cuerpo. Y no recordaba cuándo o cómo se lo había hecho.
—Me estoy volviendo demasiado vieja para esta mierda —musitó mientras dejaba que el agente la condujera hasta un lado de la carretera.
—Dígamelo a mí —con suavidad, la ayudó a tomar asiento sobre el bordillo—. Quédese aquí sentada un minuto. Me encargaré de que la gente de la ambulancia la examine.
Todo parecía encontrarse a diez centímetros de donde debiera.
—Creo —dijo lentamente— que eso no sería mala idea. La documentación sobre el propietario, el seguro, todo está en la guantera.
El agente asintió y se dirigió hacia el coche. Vicky dejó de prestarle atención a las cosas un momento.
Cuando el personal de la ambulancia sugirió que debía ir al hospital, no se resistió demasiado. Simplemente sacó el teléfono del doctor Dixon de su bolso, pidió que lo llamaran de inmediato e insistió en que Rose y Peter la acompañaran. Los agentes, que no habían tardado en reconocer el parecido existente entre aquellos gemelos y uno de sus compañeros, ignoraron las protestas de los ambulancieros y ayudaron a los tres a subir al compartimiento trasero de la ambulancia.
—No les vamos a acusar de nada —le dijo a Vicky el agente de más edad al tiempo que le entregaba la tarjeta de un servicio de grúas—. Pero haremos que un mecánico examine esos frenos. Este es el taller al que van a llevar el coche.
Vicky asintió cuidadosamente y guardó la tarjeta en su bolso.
Mientras la ambulancia se marchaba, el conductor de la grúa contempló el BMW, ahora convertido en chatarra, y sacudió la cabeza.
—Suerte que no conducían uno de fabricación nacional.
—Huracán ¡Huracán!
Huracán obsequió a Nube con un último lametazo frenético y levantó la mirada hacia el doctor Dixon.
—Ve a la cocina y tráeme un vaso de agua, por favor —Vicky hizo ademán de ir a levantarse de la silla pero el doctor se lo impidió con un gesto—. No, quiero que Huracán vaya a por ella. Deja correr el agua hasta que salga fría. Si hay hielo en el refrigerador, me pones un poco en el vaso.
Golpeteando con las uñas contra el suelo de madera, Huracán abandonó la habitación. El sonido continuó hasta el fondo del pasillo y entonces cesó. Vicky supuso que se había transformado. Nube, el pelaje formando húmedos pinchos a causa de los lametazos de Huracán, se sacudió vigorosamente y luego apoyó la cabeza sobre las patas delanteras y cerró los ojos.
El doctor Dixon suspiró.
—Ya está muy cerca —dijo a Vicky con voz suave— y su gemelo empieza a notarlo.
Vicky frunció el ceño.
—¿Qué es lo que está muy cerca?
—Su primer celo. Imagino que lo enviarán lejos tan pronto como este problema esté solucionado. Sólo espero que no sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde? —repitió Vicky mientras recordaba que Nadine le había mencionado el asunto la mañana del sábado.
—Normalmente suele ocurrir a finales de septiembre o principios de octubre. De ese modo, si se produce un embarazo, la criatura o criaturas, nacen a comienzos del verano, lo que asegura un suministro apropiado de comida durante los últimos meses de gestación y los primeros meses de su vida —rio entre dientes—. Los licántropos no nacen con dientes pero los desarrollan muy poco después. Naturalmente, todo esto tenía más sentido cuando vivían exclusivamente de la caza pero las reglas básicas de la biología siguen operando. Gracias a Dios que los cambios del pequeño están ligados a los de la madre durante los dos primeros años.
Vicky posó la mano sobre el brazo del anciano. En el hospital le habían curado todas las heridas y lo único que le quedaba era un feo moratón, pero le dolía la cabeza y sabía que algo se le estaba pasando por alto.
—Doctor Dixon, ¿qué demonios intenta usted decirme?
—¿Eh? —se volvió para mirarla y sacudió la cabeza—. Lo siento. Soy un viejo. Olvidé que hace muy poco tiempo que usted conoce a los licántropos —su voz adoptó un tono pedagógico, lento y preciso—. Nube se aproxima a la madurez sexual. Su olor está cambiando. Huracán responde a ello. ¿No se ha fijado en la manera en que la estaba lamiendo?
—Pensé que era para consolarla, para limpiarle los cortes.
—Y así era, al menos en parte, pero no me gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. Por eso lo envié a la cocina.
—Pero él es su hermano… —protestó Vicky.
—Razón por la cual su familia lo enviará lejos. Ese es el problema de los gemelos. No pueden permanecer juntos durante el primer celo; él podría herirse tratando de llegar hasta ella. Cuando sea más mayor, será capaz de controlar sus impulsos pero la primera vez, que encima lo es para ambos… —el doctor Dixon dejó que su voz se esfumara y sacudió la cabeza.
Permaneció en silencio mientras Peter volvía a entrar en la habitación.
—Te he traído agua también a ti —dijo. Le tendió a Vicky el otro vaso que traía.
Ella se lo agradeció. Necesitaba un trago y el agua estaría bien. Observó atentamente cómo Huracán se dejaba caer junto a Nube, apoyaba su hocico sobre el lomo de ella, suspiraba profundamente y, casi al instante, se sumía en lo que parecía ser un profundo sueño. Para ella todo había tenido una apariencia perfectamente inocente. Miró de soslayo al doctor Dixon. No parecía preocupado, así que aquel debía de ser un patrón de comportamiento aceptable.
El cuadro se arruinó un segundo más tarde cuando, en el exterior de la casa, alguien cerró un coche de un portazo y los dos licántropos se levantaron de un salto y se dirigieron hacia allí ladrando excitadamente.
—Su padre —le explicó el doctor Dixon—. Lo llamé mientras nos marchábamos del hospital. No tenía sentido molestarlo antes de eso y ahora podrá llevarlos de vuelta a la granja.
—¿Saben ellos lo que va a ocurrir? —preguntó Vicky—. ¿Saben que lo van a enviar lejos?
El doctor pareció confundido durante un instante.
—¿Quién? Oh. ¿Huracán y Nube? ¿Peter y Rose? —ella asintió y el doctor suspiró—. Saben, desde un punto de vista intelectual, que eso es lo que ocurre, pero por muy licántropos que sean, siguen siendo adolescentes y no creen que vaya a pasarles a ellos —sacudió la cabeza—. Adolescentes. No hay dinero suficiente en el mundo para hacerme pasar de nuevo por eso.
Vicky alargó el brazo y brindó con él.
—Amén —dijo—. Amén.
Con el ceño fruncido, Mike Cellucci cerró los dedos sobre el volante. Había salido de la casa de su hermana más tarde de lo esperado y a pesar de ello se sentía afortunado. Nadie le había advertido de que la tía María acudiría a la «pequeña barbacoa familiar», probablemente porque no ignoraban que, de haberlo sabido, se hubiera negado a ir.
—Bueno, Mike, seguro que no esperabas que la Tata viniera sola. Quiero decir, la mujer tiene ochenta y tras años.
Si le hubieran mencionado que la Tata iba a venir, habría ido él mismo a buscarla. Un viaje hasta Dufferin y St. Clair era infinitamente preferible a una tarde en compañía de la tía María. A pesar de sus esfuerzos, le había sido imposible evitarla durante toda la tarde y finalmente había acabado soportando la misma letanía que venía escuchando en la práctica totalidad de sus encuentros desde la pubertad.
—¿Cuándo vas a casarte, Michele? No debes olvidar que eres el último de los Cellucci, Michele. Le dije a tu padre, mi hermano, descanse en paz, que un hombre necesita muchos hijos para perpetuar su nombre pero no me hizo caso. Hijas, tuvo tres hijas. ¿Cuándo vas a casarte, Michele?
Aquella tarde había conseguido no perder los estribos pero sólo a duras penas. Si su abuela no hubiera aparecido en aquel momento…
—Y lo último que necesito ahora es un puto atasco en la maldita 401 —tenía la sirena y la luz en la guantera. El impulso de colocarla en el techo del coche y salir por el arcén para evitar el tráfico del domingo, fue difícil de contener.
Quería estar en Londres antes del anochecer pero no iba a conseguirlo. Si el tráfico no mejoraba, dudaba que estuviera allí antes de las once. El tiempo no suponía un problema, se había tomado tres días libres, pero quería hablar con Vicky aquella misma noche.
Había llamado a Dave Graham para informarlo sobre el lugar al que se dirigía y había terminado colgando de un golpe el receptor cuando su compañero empezó a reírse a carcajadas.
—Celos —gruñó mientras lanzaba una mirada ceñuda hacia el sol, que se ponía en aquel momento. No tenía gracia. Vicky tenía que saber con qué clase de hombre se estaba relacionando. Hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo.
De pronto, se dibujó una sonrisa en su rostro. Quizá debería presentar a Vicky a la tía María; la vieja nunca sabría lo que la había golpeado.
—¿Por qué estas tan nerviosa?
Vicky dio un respingo, giró sobre sus talones y lanzó a Henry una mirada feroz.
—¡No hagas eso!
—¿Que no haga el qu…? Santo Cielo, Vicky, ¿qué te ha ocurrido? —alargó la mano para tocar el hematoma verde y morado de su sien pero se detuvo al ver que ella se encogía.
—Ha habido un accidente.
—¿Un accidente? —miró a su alrededor. La nariz le temblaba—. ¿Dónde están todos?
—Fuera —Vicky aspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco—. Decidimos que debería ser yo la que te lo contara —Peter había querido hacerlo pero ella se lo había prohibido; ya había tenido suficiente por un solo día.
Henry frunció el ceño. La voz de Vicky escondía algo extraño que no podía comprender.
—¿Han disparado a alguien?
—No, no es eso —la mirada de Vicky se perdió más allá de la ventana. Aunque el sol ya se había puesto, el cielo seguía conservando un tono azul zafiro—. Los licántropos han estado fuera, patrullando alrededor de la casa. Parece que todo va bien por ahora. No, esto tiene que ver con otra cosa.
—Algo que tiene que ver con… —miró el moratón del rostro de Vicky y ella asintió—… y conmigo.
—Por decirlo de alguna manera. Los frenos del BMW fallaron. Fuimos… Rose, Peter y yo, fuimos embestidos por un camión. Y el coche… vaya, el coche ha quedado bastante dañado.
—¿Y vosotros tres? ¿Alguien ha sufrido alguna lesión seria?
—Si hubiera sido así —le espetó ella—, tendría cosas más importantes de que preocuparme que de cómo pagarte el coche —se encogió—. Lo siento. He tenido un mal día.
Henry sonrió.
—Uno más —le sujetó la barbilla con la mano derecha y la miró directamente a los ojos—. Entonces, ¿no ha habido ningún herido?
—No. Peter sangró bastante por la nariz y a Rose los cristales le provocaron algunos cortes. Tuvimos suerte —los ojos color avellana del vampiro parecieron casi verdes bajo la luz de la lámpara. Ella podía sentir las manos de él sobre su cuerpo a través de todos y cada uno de sus poros, lo cual resultaba extraño porque, que ella recordara, la barbilla nunca había sido una de sus zonas erógenas. Retrocedió y la mano de él cayó, lacia.
—Tuvisteis mucha suerte —asintió Henry mientras sacaba una silla y se sentaba. No estaba seguro de si Vicky respondía a su hambre —sus propias heridas curarían más rápidamente si se alimentaba— o si era su hambre la que crecía frente a su respuesta pero por el momento prefirió ignorar ambas posibilidades—. Pero no me explico lo de los frenos. Pasé una revisión completa en la primavera y estaban perfectamente. Apenas he utilizado el coche desde entonces.
Vicky se dejó caer en otra silla, a su lado.
—Como es domingo, el taller estaba cerrado. Mañana hablaré con el mecánico —apoyó los codos sobre la mesa y miró a Henry a los ojos—. Te estás mostrando muy comprensivo. Si alguien hubiera destrozado mi BMW, estaría furiosa.
—Cuatrocientos cincuenta años de vida te proporcionan una perspectiva diferente sobre las posesiones materiales —se explicó—. Aprendes a no desarrollar lazos de afecto hacia las cosas.
—¿O la gente? —preguntó Vicky en voz baja.
La sonrisa de Henry se torció.
—No. Eso es algo que nunca he conseguido. Aunque, de vez en cuando, hago el intento.
Vicky era incapaz de imaginarse a sí misma contemplando cómo todos aquellos que le importaban envejecían y morían mientras ella tenía que seguir adelante sin tenerlos a su lado y se preguntó de dónde sacaba Henry la fuerza. Lo que hizo que recordara…
—¿Y qué tal te encuentras esta noche? —dio un suave tirón al cabestrillo que sostenía su brazo izquierdo.
—Con el muslo herido, la cabeza herida y el hombro en pleno proceso de curación —resultaba más frustrante que doloroso. Especialmente teniendo la sangre de ella tan próxima.
—Tendrías que verte cuando pones esa cara.
—¿Qué cara?
—Esa… como si estuvieras escuchando algo.
Los latidos de su corazón. El sonido de su sangre palpitando bajo su piel.
—Será mejor que me vaya.
Ella se levantó con él.
—No, Vicky.
Justo a tiempo recordó que no debía enarcar la ceja.
—¿No, Vicky? Henry, necesitas alimentarte. Yo necesito relajarme. Soy una mujer adulta y si decido que puedo prestarte unos pocos tragos más de mis preciosos fluidos vitales, tus escrúpulos están de más.
Henry abrió la boca, volvió a cerrarla y se rindió. El proceso de curación había consumido todas sus reservas y el apetito era demasiado intenso como para combatirlo. Al menos eso fue lo que se dijo mientras subían las escaleras.
—¿Cómo te has atrevido? ¿Cómo coño te has atrevido? —Barry Wu no recordaba haber estado tan furioso en toda su vida—. Jodido cabrón hijo de puta, ¡de verdad creíste que podría hacer una cosa como esa!
Colin trataba desesperadamente de no perder la paciencia pero sentía que su propia cólera comenzaba a responder a la de Barry. Aquella noche no había salido de patrulla. Lo habían destinado a servicios especiales y esa era la primera oportunidad que habían tenido de hablar.
—Si te molestaras en escucharme… ¡Te acabo de decir que no creía que hubieras sido tú!
Barry golpeó con la palma el capó de la camioneta de Colin.
—¡Pero tampoco creíste lo contrario! ¡Ha hecho falta una jodida investigadora privada de Toronto para convencerte!
—Tienes que admitir que las pruebas…
—¡Una mierda tengo que admitir! —se alejó unos metros a grandes zancadas, se revolvió y regresó con idéntica violencia—. Y otra cosa, ¿quién coño te crees que eres para andar registrando mi casa?
—¿Qué? ¿Se supone que me tenía que quedar de brazos cruzados mientras el asesino volvía a actuar?
—¡Habérmelo dicho, joder!
—¡No podía decírtelo, joder!
—¡Eh!
Ninguno de los dos había advertido que un coche acababa de detenerse a su lado. Se volvieron simultáneamente, hombro con hombro, adoptaron una posición defensiva e hicieron ademán de sacar sus pistolas.
Que ninguno de los dos lleva. Cellucci enarcó la ceja en un gesto sardónico. Por suerte para los tres.
—Podríais buscar un sitio mejor para resolver vuestras diferencias. Dos agentes de las policía gritándose obscenidades en medio del aparcamiento de la comisaría no dan muy buena imagen a los ciudadanos —si no recordaba mal, un sargento le había dicho en una ocasión eso mismo a Vicky y a él.
Ni Colin ni Barry perdieron un momento preguntándose cómo podía un extraño haber sabido que eran policías a pesar de no estar de uniforme. Eran jóvenes. No llevaban demasiado tiempo en el Cuerpo. No eran estúpidos.
—¡Sí, señor! —replicaron al unísono. Al tiempo que, casi, pero no del todo, se ponían firmes.
Cellucci refrenó una sonrisa.
—Estoy buscando a alguien. Una mujer. Se llama Vicky Nelson. Es una investigadora privada de Toronto. Trabaja para los dueños de una granja de ovejas al norte de la ciudad. Me imagino que a estas alturas ya se habrá puesto en contacto con la policía local, como mínimo para buscar información.
Colin se adelantó un paso, tratando de esconder su preocupación detrás de una expresión neutra.
—Discúlpeme, señor pero ¿por qué la busca? ¿Es que está metida en algún problema?
Diana al primer intento. Probablemente ha conseguido que este pobre muchacho le entregue los informes policiales.
—Soy amigo suyo. Tengo información referente al hombre que la acompaña.
—¿Henry? —la preocupación se hizo visible. Información referente a Henry podía significar problemas.
Barry frunció el ceño al reparar en su tono de voz pero avanzó hacia él, preparado para actuar si Colin lo necesitaba.
—¿Lo conoces?
—Eh… sí, así es —el cambio operado en la voz de Colin sorprendió un poco a Barry y su sorpresa aumentó cuando su amigo continuó—. Soy Colin Heerkens. Henry y Vicky se alojan en la granja de mi familia —y, acto seguido, procedió a darle instrucciones detalladas para llegar hasta su casa. Había una especie de secreto regocijo detrás de la actitud de Colin que hizo sentirse muy nervioso a Barry.
Mientras el coche se alejaba, Colin soltó una risotada y dio a Barry una palmada en la espalda.
—Vamos —abrió de un tirón la puerta de la camioneta y entró—. ¡No puedes perderte esto!
—¿Perderme el qué?
Colin puso los ojos en blanco.
—Joder, Barry, ya sé que tu olfato no vale mucho pero me cuesta creer que no hayas olido eso. Ese tío estaba tan celoso que sólo le faltaba ponerse verde —se inclinó y abrió la puerta del copiloto—. Ya sabes, si aprendieras a descubrir las pistas no verbales serías mejor poli.
—¿Ah sí? —Barry subió a la camioneta—. Y si quisiera ingresar en el cuerpo canino, ya lo habría hecho —se reclinó sobre el asiento y se abrochó el cinturón—. Pero sigo queriendo saber lo que ocurre cuando ese tío llegue a la granja.
—Puede que me equivoque —Colin le obsequió una sonrisa franca mientras salían a la calle—. Pero creo que podría ser interesante.
—Todo esto te parece muy divertido, ¿no es así?
—Todos los humanos me parecen muy divertidos. Ríete un poco.
—Fornicador de cabras.
—Peligro amarillo.
—Supongo que sabes, Colin, que tu tío no se sentirá precisamente encantado cuando descubra que has sido tú el que lo ha enviado a la granja —los dedos de Barry tamborilearon sobre el salpicadero y miró de reojo a su compañero—. Quiero decir… tú familia no debe de tener muchas ganas de encontrarse con extraños en este preciso momento…
Colin frunció el ceño.
—Creo que tienes razón, ¿sabes? Supongo que estaba reaccionando a su olor y a la situación. Tío Stuart me va a arrancar la garganta —respiró profundamente entre dientes—. Debería haberlo pensado dos veces.
—Ese es tu rasgo menos peligroso —y uno que le impediría ascender; lo mantendría en las calles, de uniforme. Barry dudaba que Colin llegara alguna vez a ser algo más que agente y algunas veces se preguntaba cómo se las arreglaría el licántropo cuando él se marchara.
—Barry, de verdad que quería contártelo.
—Ya lo sé. Olvídalo —sabía que Colin lo haría. Los licántropos vivían en el presente. A él le costaría mucho más.