ormalmente, cuando despertaba en cualquier otro lugar que no fuera su cuidadosamente resguardado santuario, le sobrevenía un momento de pánico mientras la memoria luchaba por restablecerse. Aquella noche supo dónde se encontraba incluso antes de que recuperase la consciencia del todo, porque el inequívoco olor de los licántropos saturaba el diminuto cuarto.
Se estiró y permaneció inmóvil un momento. Extendió sus sentidos hasta tocar la vida de Vicky y su hambre se alzó para acompasarse al ritmo de sus latidos. Esta noche se alimentaría.
Mientras Henry bajaba por las escaleras, por toda la granja podía escucharse el Don Giovanni de Mozart y, sospechaba, en buena parte de los campos que se extendían a su alrededor. Los sistemas estéreo eran un elemento de la cultura humana que los licántropos habían aceptado de todo corazón. Henry se encogió mientras un contrapunto que Mozart nunca hubiera podido imaginar subía y bajaba vertiginosamente en torno a la voz de la soprano.
Oh, bueno, supongo que podría ser peor. Tuvo que sujetarse para que la entusiasta bienvenida de Sombra no lo hiciera caer. Podría ser New Kids on the Block.
Mientras acariciaba con una mano las orejas de Sombra, se detuvo un instante bajo el umbral de la puerta de la cocina para permitir que sus ojos se acostumbraran a la luz. Esperaba, al menos en parte, encontrar a Vicky sentada a la mesa, pero la habitación estaba vacía a excepción de Donald, que observaba, con los pies sobre la mesa, cómo Jennifer y Mane se las veían con un fregadero lleno de platos. Segundos más tarde, esta sencilla escena doméstica se vio arruinada por la aparición de Sombra, que se abalanzó sobre Mane y frotó una nariz húmeda y fría contra la parte trasera de sus rodillas. Un plato cayó al suelo, rebotó y quedó allí, olvidado, mientras las dos gemelas perseguían a su hermano pequeño hacia el exterior de la casa.
—Buenas noches —gruñó Donald mientras Henry se agachaba para recoger el plato—. Supongo que no conocerás a ninguna cantante de ópera.
Había conocido a una bailarina de ópera una vez, casi doscientos años antes, pero no era exactamente lo mismo.
—No, lo siento. ¿Por qué?
—Porque si conocieras a una podrías traerla aquí —Donald agitó un brazo en el aire, acompañando con su gesto la melodía del Don Giovanni—. Sería estupendo poder escuchar esto en vivo, para variar.
Henry estaba a punto de señalar que Toronto no estaba demasiado lejos en coche y que la Royal Canadian Opera Company, si bien no era la Opera de Viena, sí que tenía sus momentos, cuando tuvo una repentina visión de los licántropos en el estreno, empalideció y decidió preguntar:
—¿Dónde está todo el mundo?
—Parche y Cielo…
Stuart y Nadine, tradujo Henry.
—… han salido a cazar, ignorando las protestas de tu amiga la señorita Nelson. Ya has visto la salida del trío terrible. Colin está trabajando y los otros dos están…
El contrapunto se alzó por encima del solo del tenor y las notas se envolvieron casi las unas a las otras.
—… en el salón, con las cabezas metidas entre los altavoces. Le han sacado un par de viejos discos al doctor, grabaciones de compañías desconocidas que ni siquiera se han editado en CD —se rascó la rojiza mata de pelo del pecho y frunció el ceño—. Personalmente, creo que el tenor es un poco estridente.
—¿Por qué han ido a ver al doctor? ¿Alguien ha sido herido?
—Todos están perfectamente —la voz de Vicky se alzó detrás de él, desde la puerta del cuarto de baño y su tono añadió hasta el momento. Henry se volvió mientras ella continuaba diciendo—. Tenía que hablar con él para asegurarme de que no era el asesino.
—Y ahora estás segura…
—Bastante segura. No es él, ni el compañero de Colin ni tampoco el guarda de la reserva. Desgraciadamente, hay al menos otras treinta y siete personas que salen de excursión de forma regular por los bosques, con binoculares de alta potencia y podría ser cualquiera de ellos. Por no mencionar a un número indeterminado de fotógrafos aficionados a la naturaleza cuyos nombres no he conseguido todavía.
Henry enarcó una ceja y sonrió.
—Parece que has tenido un día muy productivo.
Vicky dejó escapar un bufido.
—Menudo día… —dijo mientras se subía las gafas—. La verdad es que no estoy más cerca que antes de descubrir quién lo hizo. Y además, Stuart y Nadine han salido a hacer una de sus correrías nocturnas —su voz traducía la opinión que aquel acto le merecía.
—Son cazadores, ellos…
—Ellos podrían cazar en el supermercado más cercano hasta que todo esto haya terminado —le espetó—. Como el resto de nosotros.
—Es que no son como el resto de nosotros —le recordó Henry—. No puedes juzgarlos…
—¡Vale! Ya me he dado cuenta. Más de lo que me gustaría —suspiró al ver su expresión y sacudió la cabeza—. Lo siento. Es sólo que el comportamiento ilógico me resulta frustrante. ¿Podemos ir a algún sitio a hablar?
—¿Fuera?
Ella lo miró con aire ceñudo.
—Está a oscuras, no podría ver y, además, el campo está a rebosar de bichos. ¿Qué te parece mi habitación?
—¿Y qué te parece la mía? —aunque no era demasiado grande, era el único cuarto de la casa con una cerradura que podía echarse desde el interior. Si comenzaban en su habitación, no tendrían que trasladarse cuando llegara el momento de alimentarse. Sentía que su sangre lo llamaba y el plato que todavía sostenía se hizo pedazos entre sus manos.
—Oh, demonios. Donald, lo siento.
Donald se limitó a encogerse de hombros mientras una sospechosa sonrisa de complicidad se insinuaba en las comisuras de sus labios.
—No te preocupes por eso. La verdad es que por aquí somos bastante duros con los platos.
Dando gracias porque su naturaleza no le permitiera enrojecer —la rubicunda tez de los Tudor había sido la maldición de sus años mozos— Henry depositó los pedazos del plato en el cubo de basura y se volvió de nuevo hacia Vicky. Para variar, descubrió que su expresión le resultaba ilegible.
—¿Y bien? —preguntó, buscando refugio en la formalidad.
Unas lámparas de cristal festoneado iluminaban la escalera y la sección original del pasillo del piso superior, pero los licántropos, que podían ver casi igual de bien en la oscuridad, no se habían molestado en añadirlas a la ampliación.
Vicky soltó un improperio y se detuvo en seco entre la luz y las sombras.
—Puede que mi habitación sea mejor, después de todo.
Henry puso el brazo de ella alrededor del suyo y la empujó con delicadeza hacia delante.
—No está lejos —dijo con voz tranquilizadora.
—No seas condescendiente conmigo —le espetó ella—. Me estoy quedando ciega, no senil.
Pero sus dedos se aferraron con fuerza al borde de su codo y Henry sintió que había tensión en sus pasos.
La bombilla de cuarenta vatios que colgaba en el centro mismo del armario que ocupaba Henry —llamarlo habitación hubiera sido una exageración burda— daba luz suficiente para que Vicky pudiera ver la cara de Henry pero los trastos amontonados por todos lados estaban envueltos en sombras. Colocó la almohada de Henry detrás de su espalda, se apoyó contra la pared y lo observó mientras echaba el cerrojo de la puerta.
Él podía oler el aroma de su deseo.
Se volvió lentamente, mientras su hambre crecía.
—Bueno —ella se quitó las sandalias y se rascó una picadura de mosquito. No hay nada como ocuparse de una picazón para olvidarse de otra—. Siéntate y te contaré cómo me ha ido el día.
Henry se sentó. No había mucho más que pudiera hacer.
—… y así está la lista de sospechosos en este momento.
—¿De verdad crees que podría tratarse de uno de esos ornitólogos?
—O los fotógrafos. Demonios, preferiría que fuera Carl Biehn o su pringoso sobrino, en vez de cualquier excursionista solitario al que nunca podremos encontrar.
—No crees que sea el señor Biehn…
—Eso es cierto. Es un hombre muy amable —suspiró—. Naturalmente, no sería la primera vez que me equivocara, así que no lo he borrado por completo de la lista. Pero es que, a estas alturas, sólo he borrado a tres personas de la lista.
—No puedo creerlo —Henry tocó la pierna extendida que había sobre la cama plegable, frente a sí, y comenzó a masajear la pantorrilla, hundiendo los dedos profundamente en el músculo y haciéndolo después rodar entre sus palmas.
Después de un intento poco entusiasta por soltarse, Vicky dejó la pierna donde estaba.
—¿Qué es lo que no puedes creer?
—Que te hayas equivocado alguna vez.
—Sí. Vaya. Me pasa… —tuvo que tragar saliva antes de continuar—… de vez en cuando.
Henry sabía que ahora podía tenerla. Ella le había contado lo que quería y estaba dispuesta. Más que dispuesta; la pequeña habitación casi vibraba al ritmo de sus latidos. Envolvió su hambre con una voluntad de hierro.
—Entonces —después de darle una pequeña palmada en el envés del pie, dejó la pierna a un lado—. ¿Qué es lo que querías que hiciera?
Ella abrió los ojos bruscamente y arrugó las cejas.
Henry esperó, con una expresión de educado interés en el rostro.
Durante un suspiro, Vicky se debatió entre la cólera y la risa. La risa venció y su rostro se iluminó.
—Puedes apostarte junto al árbol que encontré. El viento —y te aseguro que corre mucho por allí— ha vuelto a cambiar de modo que ahora sopla hacia los campos. Si se presenta alguien con un rifle calibre .30 buscando un objetivo, lo coges y caso cerrado.
—Muy bien —hizo ademán de levantarse pero ella colocó la pierna sobre su regazo, impidiéndole moverse.
—Quieto ahí… y ya puedes ir bajando esa ceja. Si demoramos esto mucho más acabaremos arrancándonos la ropa en la cocina y nos pondremos en evidencia. No quiero que eso ocurra. Esta es una de mis camisetas favoritas. Ahora que ambos hemos exhibido un gran control sobre nuestras naturalezas más básicas, ¿qué te parece si lo declaramos un empate y pasamos a algo más interesante?
—Me parece justo —extendió la mano hacia ella, con el propósito de levantarla en sus brazos en la mejor tradición romántica, pero en vez de eso se vio atraído con fuerza hacia su boca.
No destrozaron la camiseta pero la dieron un poco de sí.
Al final, él se hizo con el control y, cuando sus colmillos atravesaron la piel de la muñeca de Vicky, ella dejó escapar un grito mientras hincaba los dedos de su otra mano en sus hombros. Continuó moviéndose mientras él bebía y sólo se detuvo cuando él lamió la diminuta herida para limpiarla y el coagulante de su saliva la cerró.
—Ha sido… asombroso —jadeó un instante más tarde, su aliento cálido sobre la cabeza de él.
—Gracias —el olor salado de la piel de la mujer llenaba su nariz y su garganta y sus pulmones—. Yo mismo estoy bastante asombrado —se revolvió hasta que pudo ver su cara—. Dime, ¿siempre haces el amor con las gafas puestas?
Ella sonrió y lo atrajo hacia sí con un dedo tembloroso.
—Sólo la primera vez. Después de eso, puedo fiarme de mi memoria. Y, para algunas cosas, tengo una memoria fenomenal —se movió para poder sentirlo más cerca—. ¿Siempre estás tan frío?
—La temperatura de mi cuerpo es inferior a la de los humanos. ¿Te molesta?
—Estamos en pleno agosto y esto es un armario sin ventilación. ¿Tú que crees? —las yemas de sus dedos trazaron intrincados dibujos sobre su espalda—. Me encanta tocarte. Me encanta estar aquí.
—A mí también —dijo él—. Pero tengo que irme —lo dijo con dulzura, mientras se ponía en pie y recorría con una mano la sedosa longitud del cuerpo de ella—. Las noches son cortas y si quieres que resuelva este caso para ti…
—Para los licántropos —le enmendó ella mientras bostezaba. Era demasiado madura para reaccionar a comentarios estúpidos como aquel—. Claro, vete. Come y corre —apartó el pie de forma brusca, lejos de su contacto y lo observó mientras se vestía—. ¿Cuándo podemos repetirlo?
—No hasta dentro de algún tiempo. La sangre tiene que renovarse.
—No puedes haber tomado más que unos pocos tragos. ¿Cuánto es algún tiempo?
Mientras se metía la camisa por debajo de los vaqueros, él se inclinó y la besó, chupando un instante su labio inferior.
—Tenemos mucho tiempo.
—Puede que tú sí —murmuró ella—, pero yo estaré muerta dentro de sesenta o setenta años como mucho y no quiero desaprovechar ni uno solo de ellos.
El agente de policía Barry Wu miró a su compañero y deseó saber qué demonios estaba ocurriendo. Lo que quiera que hubiese estado molestando a Colin durante las últimas semanas, metiéndose debajo de su piel y retorciéndolo, había dejado de preocuparlo —lo cual era estupendo. Un hombre lobo deprimido no era la mejor compañía que uno podía tener en un coche patrulla— pero seguía sin contárselo y a Barry eso no le gustaba. Si Colin estaba metido en algún problema, él debía ser el primero en saberlo. Eran compañeros, por el amor de Dios.
—Entonces —recorrió con la mirada la avenida Fellner mientras cruzaban la intersección; todo parecía tranquilo—, ¿todo va bien ya?
Colin suspiró.
—Como te he dicho al comienzo del turno, estamos en ello. Te contaré lo que ocurre en el momento en que Stuart me lo permita —Stuart se había mostrado terriblemente esquivo aquella tarde pero Colin estaba resuelto a buscar al líder de su manada en cuanto acabara su turno para transmitirle las conclusiones de Vicky. Ahora que sus lealtades no tiraban de él en dos direcciones opuestas, cuanto antes pudiese comentar el asunto con Barry, mejor.
—Pero ¿tiene que ver conmigo? —Barry le dio un codazo.
—No, ya te lo he dicho. Ya no.
—Pero entonces, ¿tenía que ver conmigo?
—Mira, ¿no puedes confiar en mí hasta mañana por la noche? Te lo juro, para entonces podré contártelo todo.
—¿Mañana por la noche?
—Sí.
Barry dobló la esquina y cogió la avenida Ashland; en las noches calurosas de verano, bandas de muchachos solían merodear en torno al estadio y a la policía le gustaba vigilar el lugar.
—Está bien, fornicador de cabras. Puedo esperar.
Colin frunció los labios.
—Tienes suerte de estar conduciendo.
Barry sonrió.
—No lo hubiera dicho de no ser así.
Henry permaneció un momento inmóvil, escudriñando el bosque, con una mano apoyada sobre el poste superior de la cerca de cedro. En pleno verano, el bosque rebosaba de vida, lleno de cazadores y presas, tantos que le resultaba imposible diferenciarlos. No podía sentir ninguna vida humana en las proximidades pero no podía asegurar que ello se debiera a su ausencia o al hecho de que las más pequeñas las ocultaban.
¿He cometido un error al alimentarme?, se preguntó. El hambre hubiera aumentado su sensibilidad a la presencia de la sangre. En realidad, admitió con una sonrisa, al recordar la imagen de Vicky moviéndose debajo de él, no creo que tuviera demasiada elección.
En el pasado, cuando permanecía con los licántropos más de tres días y la necesidad de alimentarse se convertía en algo demasiado intenso, se dirigía a Londres en coche y alquilaba los servicios de una prostituta. No le importaba tener que pagar ocasionalmente. A largo plazo, le resultaba más barato que comprar verduras. Después de un momento de reflexión, decidió no compartir ese pensamiento con Vicky.
La cerca no era una barrera para él y un momento más tarde se movía entre los árboles, silencioso como una sombra, siguiendo el rastro que Vicky había dejado aquella mañana. Una pequeña criatura se cruzó en su camino y entonces, al percibir el olor de un depredador de tal tamaño, se detuvo helada, con el corazón latiendo como un martillo neumático. Henry la sintió escabullirse una vez que él hubo pasado y le deseó buena suerte; lo más probable era que no sobreviviese a aquella noche. Los licántropos habían seguido aquel mismo camino, probablemente de caza, pero hacía ya algún tiempo; su rastro se había desvanecido, dejando tras de sí tan solo algunas trazas allí donde el suelo del bosque retenía algo de humedad.
Se agachó bajo una rama y recogió un solitario cabello dorado de la ramita en la que había quedado prendido. Vicky no se había desenvuelto demasiado bien en el bosque. Las pruebas de ello estaban a su alrededor, por todas partes. Incluso, un tenue rastro de su sangre marcaba buena parte del camino seguido. Viniendo como ella venía de un mundo de cristal y acero, no podía sorprenderlo. Después de poner el cabello a salvo en su bolsillo, siguió adelante, permitiendo que su mente vagara entre los recuerdos mientras caminaba.
No pretendía haber salido aquella noche pero no había podido conciliar el sueño y lo había tomado por una señal. Se acomodó en el árbol y, mientras aspiraba a bocanadas el cálido aire empapado de aroma a pino, se limpió del rostro un reguero de sudor y contempló el cielo. Las estrella eran un centenar de joyas brillantes y la luna disfrutaba de la gloria prestada por el sol. Tendría luz suficiente.
Por debajo y detrás de él, alguna criatura caminaba a tientas entre los árboles. Quizá una vaca o una oveja de alguna de las granjas vecinas se había perdido en la reserva. No importaba. Ahora que el viento había cambiado, su único interés yacía en los pálidos rectángulos de los campos que se extendían más allá del boque. Vendrían a comprobar su ganado y él les estaría esperando.
Con el cañón del rifle posado sobre una rama, apoyó suavemente la mejilla sobre la culata y encendió el visor nocturno. Aquel verano, al descubrir lo que tenía que hacer, había comprado el más sencillo visor infrarrojo que había podido encontrar en un catálogo de Bushnell. Le había costado más de lo que podía permitirse, pero lo consideraba un dinero bien gastado. Tampoco se mortificaba por el gasto continuado que le suponían las baterías de litio, que tenía que reemplazar después de cada misión. Un hombre sólo es tan bueno como el equipo que lleva. Su viejo sargento se había asegurado de que todos los soldados que se encontraban bajo su mando lo recordaban.
Bajo las finas cruces del visor, comenzaron a aparecer los fantasmales contornos de los árboles, interrumpidos aquí y allá por las tenues formas rojizas de pequeños animales. Sin molestarse en encender el emisor, escudriñó los dos campos, pero no encontró nada más que ovejas. Las ovejas eran inocentes. No podían elegir a sus dueños. Entonces volvió su atención hacia los árboles.
Ellos cazaban en la reserva en ocasiones. Quizá esta noche decidieran hacerlo y entonces…
Un destello rojizo entre dos árboles le hizo fruncir el ceño. Era demasiado débil para ser tan grande. No sabía lo que podía ser. Moviéndose lenta y silenciosamente encendió el emisor y recorrió el área con el haz de luz infrarroja. Aunque el ojo desnudo no podía captar diferencia alguna, su visor se iluminó como si acabase de encender un foco de luz roja.
La criatura que acababa de descubrir tenía que ser…
Con esfuerzo, Henry volvió su atención hacia el bosque. Resultaba infinitamente más placentero recordar el inicio de la noche, pero sabía que debía de estarse aproximando al pino. Levantó la mirada hacia las copas de los árboles…
… y volvió a bajarla con un gruñido mientras un rayo de luz roja pasaba delante de sus ojos.
—¡Maldita sea! —Mark Williams alzó con mano temblorosa la escopeta de su tío. No sabía lo que era. No le importaba. Tenía pesadillas sobre cosas como aquella, la clase de pesadillas que hacen que te despiertes empapado en sudor, y busques desesperadamente el interruptor de la luz para ahuyentar la oscuridad.
No parecía humano. Parecía peligroso.
Apretó el gatillo.
La posta se había dispersado lo suficiente como para no hacer verdadero daño al impactar. Pero trazó un patrón de pequeñas heridas en la parte exterior de su cadera y su hombro derechos. La luz había sido una molestia. Esto era un ataque.
Henry había advertido a Vicky de que los de su raza albergaban una bestia mucho más cerca de la superficie que los mortales. Mientras la sangre empezaba a empapar lentamente sus vaqueros, la liberó.
Apenas un suspiro después, un nuevo disparo le acertó en mitad del hombro izquierdo y lo arrojó por los aires dando vueltas. Su cráneo se golpeó con fuerza contra el tronco de un árbol y se desplomó, apenas consciente, sobre el suelo.
Más allá del dolor, más allá del latido de su propia vida en los oídos, creyó escuchar voces, voces de hombres, una casi histérica, la otra serena y sorda. Sabía que era imperativo que escuchara, que averiguara, pero era incapaz de concentrarse. Podía soportar el dolor. Ya había recibido disparos en otras ocasiones y sabía que en aquel preciso momento su cuerpo ya había comenzado a curarse. Luchó contra las oleadas de gris, tratando de aferrarse a la consciencia, pero era como tratar de conservar arena mientras se le escurría entre los dedos.
Las voces se habían marchado; a dónde, lo ignoraba.
Entonces una mano lo tocó y le dio la vuelta con gentileza. Una voz que conocía dijo con suavidad:
—Tenemos que llevarlo de vuelta a la casa.
—No creo que pueda andar. Ve a buscar a Donald. Pesa demasiado para ti.
Stuart. Reconoció a Stuart. Eso le dio algo con lo que empezar. Para cuando Nadine regresó con Donald, había logrado recomponer sus quebrantados pensamientos y tornarlos una semblanza de razón. Tenía la impresión de que su cabeza era frágil como una cáscara de huevo pero si tenía cuidado, mucho cuidado, podía impedir que el mundo diera demasiadas vueltas.
A pesar de haber sido transportado sin muchos miramientos, los pensamientos de Henry casi se habían aclarado del todo cuando los licántropos llegaron a la casa. Un cierto número de manchones grises seguía ascendiendo desde la hinchazón de la base de su cráneo pero, esencialmente, volvía a ser el mismo.
Pudo ver a Vicky esperando en el porche, escudriñando la oscuridad con aire ansioso. Parecía más débil y vulnerable de lo que nunca la hubiese visto. Mientras Stuart y Donald lo acercaban hasta ella, extendió una mano y le tocó suavemente la mejilla.
Ella frunció el ceño de forma brusca.
—¿Qué coño te ha pasado?
—¡Por supuesto que te estaba siguiendo! —Mark Williams tomó un nuevo trago de whisky del vaso que tenía en la mano—. Vuelvo pronto de una partida de póquer y me encuentro a mi viejo tío saliendo de casa en mitad de la noche y llevando… —hizo un ademán en dirección el rifle que ahora, desmontado, yacía sobre la mesa de la cocina—… eso, para sólo Dios sabe qué…
—Dios lo sabe, sí —le interrumpió Carl con voz tranquila, mientras pasaba un trapo empapado de aceite por el cañón.
—Estupendo. Dios lo sabe. Pero yo no. Y —dio un golpe con el vaso, ahora vacío, sobre la mesa— después de lo que acaba de pasar, creo que me merezco una explicación.
Carl miró fijamente a su sobrino un instante y luego suspiró.
—Siéntate.
—Muy bien. Me sentaré —Mark se dejó caer sobre una de las sillas de la cocina—. ¿Qué demonios pretendías cazar ahí fuera y qué era esa cosa que me atacó?
Desde el preciso instante en que el Señor le mostrara lo que se escondía en la granja de los Heerkens y le hiciera saber cuál era su deber, Carl Biehn había temido no tener la fuerza necesaria para cumplir con Sus deseos. Era un hombre viejo, más viejo de lo que aparentaba y el Señor había colocado sobre sus hombros una terrible carga. Jamás hubiera elegido a Mark para ayudarlo a llevar su cruz, pero el Señor seguía misteriosos caminos y aparentemente, su sobrino también había sido elegido. Tenía cierto sentido, supuso, dado que el muchacho era su único familiar vivo y, al apretar el gatillo aquella noche, había demostrado que tenía la fuerza necesaria para participar en la cruzada. Quizá sus pecados quedaran lavados en la sangre de los impíos que la ayudaría a destruir.
Carl tomó su decisión, sacó del bolsillo de su chaleco las tres balas que había preparado y las puso encima de la mesa. Brillaron bajo la luz de la lámpara como diminutos misiles.
—¡Coño! ¡Eso es plata!
—Sí.
Mark tocó la cabeza de una de las balas con un dedo y soltó una carcajada un poco histérica.
—¿Estás tratando de decirme que cazas hombres lobo?
—Sí.
En el súbito silencio que siguió, el tictac del reloj de la cocina resultó un sonido casi estrepitoso.
El viejo ha enloquecido. Ha perdido del todo la cabeza. Hombres lobo. Está loco.
Y entonces Carl empezó a hablar. Le contó cómo, la pasada primavera, había salido a observar a los pájaros y había presencia la primera de las transformaciones por accidente. Cómo había espiado hasta descubrir otras. Cómo había reconocido a una criatura del diablo y había comprendido por qué ningún miembro de aquella familia maldita entraba jamás en la casa de Dios. Se había dado cuenta entonces de que aquellas no eran criaturas de Dios sino de Satán, enviadas por el Gran Farsante para propagar la oscuridad por la Tierra. Poco a poco, fue sabiendo lo que tenía que hacer.
Debían ser enviados de vuelta al Infierno. Y debían serlo mientras estaban en la forma que no era una burla de la imagen de Dios. Debía hacerse en secreto, bajo la protección de la noche, no fuera a ser que el Señor de las Mentiras tratara de detenerlo.
Para su sorpresa, Mark empezó a creerlo. Era la historia más extraña que hubiese escuchado en toda su vida, pero destilaba un innegable aroma de verdad.
—Hombres lobo —murmuró mientras sacudía la cabeza.
—Criaturas del maligno —asintió su tío.
—¿Y tú los estás matando? —y este es el tío que dice que comerse una hamburguesa es pecado.
—Los estoy enviado de vuelta al seno de su impío señor. Nadie puede matar de verdad a un demonio.
—¿Pero los envías utilizando balas de plata?
—La plata es el metal del Señor pues con plata se pagó por la vida de su hijo.
—Jesucristo…
—No blasfemes.
Mark miró el rifle, ya limpio y montado y de nuevo a su tío. El hombre era un moralista chiflado, cosa que no podía olvidarse. Un moralista chiflado muy bien armado y con excelente puntería.
—Sí. Lo siento. Entonces… eh… ¿qué era esa cosa que estaba en los bosques esta noche?
—No lo sé —Carl juntó las manos y suspiró—. Le disparé para protegerte.
El sudor empapó la frente de Mark mientras recordaba y su corazón comenzó a agitarse. Por un instante temió que fuera a perder de nuevo el control de su vejiga. Había mirado al rostro de la Muerte aquella noche y nunca podría, no importaba cuánto lo deseara, olvidar la sensación de sus dedos gélidos cerrándose alrededor de su corazón. Aquella experiencia, primaria y aterradora, hacía más fácil creer el resto.
—Era el propio Demonio, venido para cobrarse sus deudas.
Carl asintió lentamente.
—Tal vez, pero si es así, se lo dejaré al Señor.
Para ti es fácil decirlo. Mark se limpió el sudor de las manos sobre los vaqueros. No era tu garganta la que buscaba.
—¿Y qué hay de la mujer?
—¿La mujer?
—Sí, esa tal Nelson que anduvo por aquí esta mañana.
—Sólo es una espectadora inocente. No la metas en esto.
Pero Mark recordaba las agujas de pino prendidas en su camiseta y no estaba tan seguro.
—A esa distancia, un rifle de calibre .30 hubiera debido arrancarte de cuajo el puto hombro —Vicky aseguró el extremo de la gasa y miró con el ceño fruncido su obra—. No me explico cómo pudo desviar tu clavícula un tiro como ese.
La incredulidad que había en la voz de Vicky hizo sonreír a Henry. El dolor había menguado hasta un nivel tolerable y el daño había sido mucho menor del que temía. Supuestamente, debería ser capaz de regenerar un miembro perdido, pero no tenía muchas ganas de probar la veracidad de esa teoría. Una clavícula rota y un pedazo de carne arrancado de lo alto de su hombro eran cosas con las que podía vivir.
—Mi raza tiene los huesos más duros que la tuya —le dijo al tiempo que intentaba flexionar el brazo. Vicky cerró el puño. Parecía dispuesta a utilizarlo, así que se detuvo.
—¿Más duros? —ella bufó—. Son de jodido titanio.
—No exactamente. El titanio se hubiera roto —pestañeó mientras Donald extraía otra posta de su muslo y entonces se volvió de nuevo hacia Vicky—. ¿Te has dado cuenta de que tu lenguaje se deteriora cuando estás preocupada?
—¿De qué coño estás hablando?
—Has proferido más improperios durante la última hora que en todo el tiempo desde que nos conocemos.
—¿Ah sí? —cerró el botiquín con más fuerza de la necesaria—. Vaya, creo que he hecho algo más que soltar tacos, ¿no te parece? No entiendo cómo ha podido ocurrir esto. Se supone que de noche no tienes rival. ¿En qué estabas pensando?
Él no veía razón alguna para mentir.
—En ti. En nosotros. En lo que ocurrió antes.
Vicky entornó los ojos.
—Muy masculino, sí señor. Cuatrocientos cincuenta jodidos años y todavía piensas con las pelotas.
—Esto ya está —Dormid se enderezó y arrojó las pinzas en la palangana, junto a todo lo que había extraído del cuerpo de Henry—. Unas pocas horas de descanso y estarás como nuevo. Algunas de las heridas más profundas ya se están cerrando.
—Eres bastante bueno en esto —señaló Henry, mientras elevaba un poco la pierna para ver mejor.
Donald se encogió de hombros.
—Practiqué mucho hace veinte o treinta años. La gente de entonces tenía el gatillo fácil y el pelaje no es una gran protección. Solía tener marcas como esas por todo el culo —giró el torso de una manera imposible para una columna vertebral humana y estudió la zona en cuestión—. Parece que ya han desaparecido —recogió la palangana y se dirigió hacia la puerta—. Si fueras uno de nosotros, te recomendaría que cambiaras unas cuantas veces para limpiar toda posible infección. O que lamieras las heridas. Pero, claro…
Se encogió de hombros y desapareció.
—¡Ni siquiera te lo iba a pedir! —protestó Henry al ver la mirada feroz que Vicky le dirigía.
—Me alegro —lamer heridas de escopeta. ¡Ja! No pudo mantener la mirada de enfado. Se convirtió en una sonrisa y entonces, al caer en al cuenta de otro problema, en una mueca de preocupación—. ¿Vas a necesitar alimentarte de nuevo?
Él sacudió la cabeza y lo lamentó casi al instante.
—Puede que mañana. Esta noche no.
—Después del ataque del demonio, tuviste que alimentarte inmediatamente.
—Créeme, después de aquello me encontraba mucho peor que ahora.
Vicky posó la mano con suavidad sobre la extensión plana del estómago de Henry, justo por debajo del ombligo, allí donde comenzaba a aparecer el pelo rojizo-dorado. Fue un movimiento íntimo, sin llegar a resultar abiertamente sexual.
—¿Podrás alimentarte mañana?
Él cubrió la mano con la suya.
—Ya veremos.
Ella asintió, si no satisfecha, al menos dispuesta a esperar. El deseo que sentía resultaba embarazoso y esperaba con todas sus fuerzas que las vibraciones vampíricas de Henry fueran las responsables. Unas hormonas sobreexcitadas eran lo último que necesitaba en este momento.
—Me asombra que hayas conseguido sobrevivir durante cuatrocientos cincuenta años, ¿sabes?; primero el demonio y ahora esto. Y sólo en cinco meses de nada.
—Puede que no me creas pero hasta que te conocí llevaba la vida apacible y aburrida de un escritor de novelas románticas.
Ella alzó las cejas y sus gafas se deslizaron hasta la punta de su nariz.
—Oh, bueno, está bien —admitió él—. La vida nocturna era un poco mejor, pero esta clase de cosas no me ocurrían nunca.
—¿Nunca?
Él sonrió mientras recordaba, aunque, en su momento, el suceso había sido cualquier cosa menos divertido. Una mujer —bien, bien, su preocupación por una mujer— había sido también la responsable de aquel desastre.
—Bueno, quizá alguna vez…
Su rodilla derecha se había inflamado hasta el doble de su tamaño normal y apenas lograba sostenerlo. Un golpe afortunado del martillo del herrero le había acertado en un lado de la articulación. Un hombre no hubiera vuelto a caminar. Henry Fitzroy, vampiro, se había levantado y había escapado corriendo pero la lesión y el dolor le impedían superar el paso de un mortal.
Oía a los perros. Estaban cerca.
Debiera haber sentido la trampa. Debiera haber oído o visto u olido a los hombres que lo esperaban en los rincones oscuros de la habitación. Pero había estado tan ansioso por alimentarse, tan ansioso por perderse entre los brazos de su pequeña Mila que no sospechó nada. Nunca hubiera podido sospechar que la pequeña Mila, la de la dulce sonrisa, los muslos tersos y la sangre caliente había confesado su pecado al sacerdote y este había alzado en armas la aldea.
La presencia de un vampiro pesaba más que la santidad del confesionario.
Los perros le estaban ganando terreno. Detrás de ellos venían las antorchas y las estacas y la muerte definitiva.
Si no hubieran tenido tanta fe en su cruz, lo hubieran capturado. Sólo el herrero había tenido la presencia de ánimo necesaria para atacarlo mientras rompía el círculo y se abalanzaba hacia la puerta.
Su pierna se dobló y un fuego blanco recorrió todo su cuerpo. Sintiendo los estrepitosos latidos de su propia sangre en los oídos se aferró al tronco de un árbol, desesperado por permanecer en pie. No podía abandonar. No podía detenerse.
Duele. Oh Dios, cómo duele.
Los perros se estaban acercando.
No podía morir de aquella manera, no después de apenas un siglo de vida; cazado de noche, como una bestia salvaje. Sus costillas se apretaron en torno a su acongojado corazón como si ya pudiesen sentir la presión final de la estaca.
Los perros casi estaban sobre él. La noche se había reducido a sus aullidos y el dolor.
No vio el acantilado.
Apenas le faltó la distancia de una plegaria para chocar contra las rocas de la orilla y entonces el mundo comenzó a dar vueltas y él estuvo a punto de ahogarse antes de que lograra arrastrarse de vuelta al aire. Incapaz de combatir la fuerza de la corriente, se entregó a ella. Afortunadamente, era primavera y el río bajaba profundo. La mayor parte de sus colmillos estaban sumergidos a más de un metro de profundidad. La mayor parte. No todos.
Justo antes del alba, Henry logró ganar la orilla y escondió su cuerpo lo mejor que pudo en el interior de una estrecha grieta de la roca. Era un lugar húmedo y frío pero la luz del sol no lo alcanzaría allí. Por el momento, estaba a salvo.
Aquellas palabras jamás habían significado tanto.
—No, señor. El señor Fitzroy jamás ha causado problemas —Greg alzó los hombros y miró a Cellucci directamente a los ojos—. Es un buen inquilino.
—¿Ninguna fiesta salvaje? —preguntó Cellucci—. ¿Ninguna queja de los vecinos?
—No, señor. Ninguna en absoluto. El señor Fitzroy es un caballero muy tranquilo.
—¿Nunca tiene visita?
—Oh, sí, claro que recibe visitas, señor —las orejas del viejo guardia de seguridad ardieron—. Está esa joven…
—¿Alta, pelo corto y rubio, gafas? ¿De unos treinta y pocos?
Su tono hizo pestañear a Greg.
—Sí, señor.
—Ya la conocemos. Siga.
—Bueno, luego está un muchacho, un adolescente, casi adulto ya. Es un poco desaliñado y tiene cierto aire de gamberro. No es la clase de compañía que uno esperaría que alguien como el señor Fitzroy frecuentara.
La presencia del muchacho no suponía una gran sorpresa. Sólo añadía otra pieza al puzzle. Cada vez estaba más cerca.
—¿Eso es todo?
—Por lo que se refiere a las visitas sí, señor, pero…
Cellucci se precipitó sobre su vacilación.
—¿Pero qué?
—Bueno, es sólo que nunca verá usted al señor Fitzroy durante el día. Y cuando le hace alguna pregunta sobre su pasado…
Sí, yo mismo me he hecho algunas preguntas sobre su pasado. De hecho, las pesquisas sobre Henry Fitzroy habían sacado a la luz más preguntas que respuestas. A Cellucci no le gustaba eso en un hombre y, ahora que comenzaba a ver cómo podían llenarse los huecos, le gustaba todavía menos.
Si Henry creía que podía esconder lo que era, le esperaba una sorpresa desagradable.
El viejo dormía. Mark podía escuchar sus ronquidos a través del muro que separaba sus dormitorios.
—El sueño de los justos —murmuró, mientras juntaba las manos detrás de la cabeza y contemplaba la gotera del techo.
Aunque había accedido a participar en la guerra santa de su tío —un anciano caballero a quien le falta bien poco para estar chiflado—, no habían dicho nada sobre lo que eso suponía. El hecho de que los hombres lobo fueran o no criaturas del Diablo era un asunto sin importancia para él. Lo más importante es que, aparentemente, eran criaturas que se encontraban fuera de la ley.
Él era un hombre de negocios; tenía que haber un modo de sacar provecho de aquella situación.
Si pudiera capturar a uno de ellos… Conocía a más de una persona dispuesta a comprar una curiosidad como aquella. Desgraciadamente, la idea venía acompañada de un problema. La criatura podía negarse a cambiar —y parecían poseer un control completo sobre el proceso— arruinando de ese modo toda su credibilidad. Y, en el mundo de los negocios, la credibilidad lo era todo.
—Muy bien, si no puedo sacarles un pavo estando vivos…
Sonrió.
Hombres lobo.
Lobos.
Los lobos muertos tenían pieles.
Llévate también la cabeza y ya tienes la alfombra de un dandi.
La gente siempre está dispuesta a pagar por cosas únicas e inusuales.