stos son nuestros campos del sur, esta es la Reserva, el señor Kleinbein vive aquí y esta es la casa del viejo Biehn —Peter observó su dibujo con la mirada entornada y entonces trazó otras tres líneas sobre la tierra—. Estos son los caminos.
—El Camino de la Vieja Escuela está torcido —señaló Rose, asomándose por encima de su hombro.
—Hay una piedra en medio.
—Entonces hazlo aquí… —ella puso en práctica sus palabras, borrando el camino con la mano y trazándolo de nuevo con la punta del dedo—… y evitas la piedra.
Peter bufó.
—El ángulo está mal.
—La verdad es que no. Sigue yendo desde la esquina hacia abajo…
—Hacia abajo pero mal —la interrumpió su hermano.
—¡No lo está!
—¡Sí lo está!
Ambos tenían los labios y los dedos manchados de mora y Vicky se maravilló al comprobar lo rápidamente que podían pasar de adultos a niños y viceversa. Mientras volvían de la casa del señor Kleinbein —quien se había despedido de ella con un par de codazos y guiños discretos, para indicarle que mantuviera los ojos abiertos— había decidido no contarles que la gente de los alrededores creía que eran nudistas. Todavía no había decidido si se lo mencionaría o no a su tío Stuart; principalmente porque dudaba que le importase.
—¡Tienes que poner el cruce de caminos más arriba! ¡Aquí!
—Qué va.
—¡Claro que sí!
—No importa —les dijo Vicky, poniendo con ello punto final a la discusión. Los licántropos, había advertido mientras los veía dibujar los alrededores sobre una calva del césped, tenían muy escaso sentido para la topografía. Aunque probablemente conocían cada matorral y cada poste de las cercas de su propio territorio, el mapa que Peter había dibujado no correspondía a lo que Vicky recordaba. Frunció el ceño y se subió las gafas—. Por lo que yo recuerdo, el árbol está aquí. Y por aquí salí de los bosques.
—¿Pero por qué no volviste sencillamente por el camino por el que habíamos llegado? —preguntó Rose, aún confundida sobre el particular a pesar de todas las explicaciones que le había dado.
Vicky suspiró. Al parecer, los licántropos tenían también un cierto problema para comprender el concepto de perderse.
Antes de que pudiese volver a surgir la cuestión del olfato, una pequeña cabeza negra se deslizó por debajo de la mano de Vicky y Sombra apareció a rastras, tratando de enterarse de lo que ocurría.
Peter lo sujetó por el pescuezo y lo arrastró hacia atrás.
—Lárgate. Vas a destrozarlo todo.
—No, está bien —Vicky se puso en pie y se sacudió el polvo de los pantalones cortos. La hierba del césped era escasa y había calvas polvorientas por todas partes—. Creo que ya he visto todo lo que necesito aquí —debería estar dentro, haciendo llamadas; aquello no estaba sirviendo de nada.
Sombra se revolvió en los brazos de su primo y, cuando Peter lo soltó, se transformó en un niño pequeño y muy excitado.
—¡Enséñale tu truco a Vicky, Peter!
Peter enrojeció un poco bajo el moreno.
—No creo que quiera verlo, enano.
—¡Claro que quiere! —Daniel se volvió de un salto hacia ella—. Sí quieres, ¿a que sí?
Ella no quería pero era incapaz decirlo frente a tal entusiasmo.
—Claro.
El niño se volvió de nuevo hacia Peter.
—¡Lo ves!
Peter suspiró y se rindió.
—Está bien —extendió el brazo y apartó el mechón de pelo que caía sobre los ojos de Daniel—. Ve y tráelo.
Ladrando furiosamente, Sombra se dirigió corriendo hacia la parte delantera de la casa.
—¿Está hablando cuando hace eso? —se preguntó Vicky en voz alta.
—En realidad no —Rose aguzó el oído en dirección al sonido de los ladridos—. Los ruidos que hacemos en esa forma son como expresar en voz alta las emociones.
—¿Entonces los ladridos de Sombra podrían traducirse como «¡Bien, bien, bien!»?
Los gemelos se miraron y rieron.
—Algo así —admitió Rose.
Sombra regresó corriendo y en silencio, pero sólo, sospechaba Vicky, porque el enorme frisbee amarillo que llevaba en la boca le impedía ladrar. Lo dejó caer a los pies de Peter —parecía bastante mordisqueado— y se sentó a su lado, jadeando y con aire expectante.
Peter se quitó los pantalones cortos y recogió el disco de plástico.
—¿Preparado? —preguntó.
Sombra meneó toda la parte trasera de su cuerpo.
Con un aire no del todo diferente al de un discóbolo de la Grecia antigua, Peter arrojó el frisbee al aire. Sombra salió corriendo detrás de él y un suspiro más tarde lo hizo Huracán. Mientras sus músculos se tensaban bajo el rojizo pelaje, adelantó al pequeño licántropo, encogió los cuartos traseros y dio un salto con las mandíbulas abiertas, dispuesto para hincar los dientes en el borde del disco.
Pero justo antes de que lo hiciera, un licántropo negro todavía más grande se lo arrebató, cayó al suelo y salió corriendo perseguido de cerca por Sombra y Huracán.
Rose dejó escapar una risilla, le entregó el bañador a Vicky y Nube salió detrás de ellos. Se persiguieron por todo el patio durante unos instantes y luego Nube y Huracán, trabajando como equipo, le cortaron al paso al licántropo más grande y saltaron sobre él. Sombra, sin dejar de ladrar cada vez que recuperaba el aliento, se arrojó en medio de la confusión de cuerpos que rodaban por el suelo.
Un momento más tarde, Nadine apareció en medio de un montón de pelajes de todos los colores, arrojó el frisbee a un lado y sonrió a Vicky.
—¿Preparada para comer?
—Encontramos unas huellas, a menos de quinientos metros de la casa —las palabras eran un gruñido casi ininteligible. El silencio que las siguió sólo se mantuvo unos segundos antes de ser respondido con furia.
Nadine atravesó la cocina y agarró el brazo de su marido.
—¿De quién? —demandó— ¿De quién eran las huellas?
—No lo sabemos.
—Pero el olor…
—Ajo. El rastro apestaba a ajo.
—¿Hace cuánto? —quiso saber Peter.
—Doce horas. Puede que un poco más. Puede que un poco menos —Stuart tenía el pelo erizado y no podía permanecer inmóvil. Cruzaba de un lado a otro la habitación con pasos agitados.
Si Ebon había sido disparado desde aquel árbol del bosque, como todas las pruebas parecían sugerir, quinientos metros y doce horas significaban que el asesino había estado muy cerca de la casa en algún momento de la pasada noche.
—Quizá sería mejor que se quedaran en un hotel de la ciudad, hasta que todo esto haya terminado —sugirió Vicky. Pero al mismo tiempo que las palabras abandonaban su boca, sabía perfectamente cuál sería su reacción.
—¡No! —saltó Stuart al mismo tiempo que se volvía hacia ella—. ¡Este es nuestro territorio y lo defenderemos!
—Pero él no quiere arrebatarles su territorio —señaló Vicky, alzando a su vez la voz—. ¡Quiere arrebatarles las vidas! Lléveselos fuera de su alcance, al menos por algún tiempo. ¡Es lo único sensato que puede hacer!
—No vamos a salir corriendo.
—Pero si ese hombre es capaz de acercarse tanto, no podrá protegerlos de él.
Stuart entornó la mirada y sus palabras estuvieron a punto de perderse en medio de su gruñido.
—No volverá a ocurrir.
—¿Y cómo pretende impedírselo? —era peor que discutir con Cellucci.
—Protegeremos…
—¡Pero hasta ahora no han podido hacerlo!
—¡Hasta ahora no había estado en nuestro territorio!
Vicky respiró profundamente. La cosa se estaba descontrolando rápidamente.
—Al menos envíe a los niños lejos.
—¡NO!
La respuesta de Stuart fue explosiva y Vicky se volvió hacia Nadine en busca de ayuda. Sin duda ella comprendería la necesidad de poner a los niños a salvo.
—Los niños deben permanecer bajo la protección de la manada —Nadine sostenía a Daniel, que tenía un aire muy solemne, y le acariciaba el cabello con una mano. Por su parte, el pequeño se apretaba contra su madre.
—Un cobarde con un arma no gobierna a esta manada —Stuart sacó la silla con violencia de debajo de la mesa y se dejó caer sobre ella—. Y sus actos no gobernarán a esta manada. Seguiremos viviendo como vivimos —apuntó a Vicky con un dedo—. ¡Encuéntrelo!
Vicky advirtió que no estaba enfurecido con ella, sino consigo mismo, pues creía estar fallando en su tarea de defender a la familia. Incluso así, la fuerza de su mirada la obligó a apartar los ojos.
—Lo encontraré —dijo, tratando de no resentirse de la intensidad de la cólera del hombre lobo. Sólo espero poder hacerlo a tiempo.
La comida empezó como un asalto; colmillos brillantes desgarraban y destrozaban la carne, sustituto poco satisfactorio de una garganta enemiga. Afortunadamente para la tranquilidad de Vicky, las cosas se calmaron bastante deprisa, pues los licántropos —especialmente los más jóvenes— eran incapaces de mantener demasiado tiempo cualquier estado de ánimo cuando preocupaciones más importantes, como quién había olvidado sacar la mantequilla del frigorífico o dónde se encontraba exactamente la sal, los distraían.
Toda la familia comía con forma humana y más o menos al estilo humano.
—Les facilita las cosas a los niños cuando tienen que volver al colegio —le explicó Nadine al mismo tiempo que le ponía a Daniel un tenedor en la mano y le sugería que lo utilizara.
El cordero frío que acompañaba a la ensalada era un poco grasiento y no especialmente apetitoso pero Vicky se sintió tan aliviada al ver que había sido cocinado que lo comió con gusto.
—La señorita Nelson ha visitado a Carl Biehn esta mañana —anunció Peter de pronto.
—¿Carl Biehn? —Donald miró a Stuart, cuyas orejas habían vuelto a levantarse, y luego a Vicky—. ¿Por qué?
—Es importante que hable con los vecinos —se explicó Vicky mientras le devolvía la mirada al macho dominante—. Debo saber lo que pueden haber visto.
—Ese hombre no ha estado por aquí desde hace años —dijo Nadine de forma enfática—. Desde que Stuart lo echó de casa por asustar a las niñas. Jennifer tuvo pesadillas sobre su Dios durante meses.
Stuart bufó.
—Dios. Ese hombre no reconocería a un Dios de verdad aunque le mordiera el trasero. Ese viejo idiota es un comehierba.
Vicky pestañeó.
—¿Un qué?
—Vegetariano —tradujo Rose.
—¿Se lo contó él?
—No hacía falta —Stuart rompió un hueso y sorbió el tuétano—. Huele a comehierba.
Donald arrojó una rodaja de pan sobre la mesa y se limpió las manos sobre los muslos desnudos.
—Una vez me abordó en el pueblo para recordarme la maldad que suponía el dar la vida a animales para luego quitársela.
—Conmigo también lo hizo pero le contesté que matar a los animales era más sencillo que comérselos vivos —Peter lanzó al aire un rábano, lo cogió entre los dientes y lo mordió haciendo el máximo ruido posible.
—¡No seas maleducado, Peter! —Jennifer miró a su primo con disgusto, pero este se limitó a sonreír y continuó devorando su comida.
—No crees que pueda ser el viejo Biehn, ¿verdad, Vicky? —preguntó Rose con voz tranquila, levantando el tono por encima del nivel de ruido que reinaba en la mesa.
¿Lo creía? Viviendo tan cerca, era posible que Carl Biehn hubiera descubierto el secreto de los hombres lobo y además tenía la oportunidad de acceder al árbol desde el que se habían producido los disparos. Estaba en buenas condiciones físicas para su edad y era indudable que las creencias religiosas habían demostrado más de una vez ser motivo suficiente para el asesinato. Sin embargo, ante la idea de matar había expresado un aborrecimiento que Vicky creía sincero y, aparte de la marca de unas zapatillas que compartía con todo el mundo, no había prueba alguna que lo relacionara con los crímenes. El hecho de que le hubiera gustado, por muy subjetivo que fuera, debía considerarse también. Los buenos policías desarrollan una cierta sensibilidad hacia ciertos tipos de personalidad que, independientemente de lo bien que se oculten, hacen saltar alarmas subconscientes. Carl Biehn le parecía un ser humano decente y estos eran raros.
Por otro lado, el otro sospechoso probable era un oficial de policía y Vicky no quería creer que Barry Wu fuera el responsable. Su mirada cruzó la mesa y se posó sobre Colin quien, aunque era más alto que su padre y su tío, seguía siendo un hombre bajo y enjuto y probablemente no hubiera satisfecho los requerimientos de talla algunos años atrás. Parecía alguien que tuviera un cuchillo clavado en el corazón y estuviera dando vueltas lentamente a la hoja. No había dicho ni dos palabras desde que se sentaran a la mesa.
¿Creía entonces que el asesino era Carl Biehn? No. Ni tampoco quería creer que lo fuera el compañero de Colin. Ni tampoco podía descartarlos a ambos por completo, al menos hasta que el responsable fuera descubierto. No obstante, muchas personas tenían acceso al bosque y, a pesar de las estadísticas, los sospechosos más evidentes no siempre resultaban ser los culpables.
Se volvió hacia Rose, que esperaba una respuesta con paciencia de depredador.
—Hasta que consiga más información, Rose, tengo que sospechar de todo el mundo, incluso del señor Kleinbein. Este asunto es demasiado importante como para no hacerlo.
Después de haber limpiado la mesa por completo de cualquier cosa que se pareciese remotamente a la comida, los licántropos se estaban levantando y se disponían a seguir con sus respectivos asuntos. Donald, que ya se había transformado, se arrastró hasta el porche y se derrumbó en una esquina al abrigo del sol. Sombra, con el permiso de su madre, se había llevado un hueso a un rincón y, sosteniéndolo entre las dos patas delanteras, lo mordisqueaba con insistencia.
Vicky se levantó al mismo tiempo que Colin, pero él se volvió y salió de la cocina sin prestarle la menor atención.
—¡Colin! —incluso Vicky se irguió ante la autoridad que desprendía la voz de Stuart. Colin se detuvo en seco, con los hombros alzados—. Vicky quiere hablar contigo.
Lentamente, Colin se volvió. Sus colmillos brillaban.
—Colin… —Stuart pronunció el nombre con un gruñido sordo y amenazante.
El joven licántropo vaciló un instante y entonces sus hombros cayeron. Con un seco movimiento de la cabeza indicó a Vicky que lo siguiera.
No era una situación cómoda pero tendría que aceptarla tal cual. Lo siguió mientras empezaba a subir las escaleras.
—Hace demasiado calor para salir a dar un paseo, así que hablaremos en mi habitación —dijo sin siquiera volverse—. Así no nos molestarán los chicos.
Dado el sentido de privacidad de los licántropos, Vicky no estaba demasiado segura de eso pero, por lo que a ella se refería, hablarían en el tejado de la casa si eso hacía sentir más cómodo a Colin.
Su habitación era una de las tres que formaban la ampliación construida sobre la leñera y la puerta contigua a la suya era la primera que Vicky veía cerrada en toda la casa.
—Henry —dijo Colin a modo de explicación mientras pasaban—. La cierra desde el interior.
—No es un dormitorio…
—No. Es el cuarto de los trastos, pero no tiene ventanas y si movemos las cosas un poco hay sitio suficiente para una cama plegable.
Vicky apoyó la palma de la mano sobre la madera oscura y se preguntó si podría sentir su presencia en el pasillo y cómo sería el estar allí, tendido en la oscuridad.
No he visto el sol desde hace cuatrocientos cincuenta años.
Suspiró y entró en la habitación de Colin. Él se dejó caer sobre la cama, con las manos cruzadas detrás de la cabeza y la observó con los ojos apenas abiertos. A pesar de aquella postura aparentemente relajada, cada músculo de su cuerpo respiraba tensión, como si estuviera preparado para luchar o huir. Vicky no estaba segura y tampoco deseaba saberlo.
—Yo también solía llevar los míos a la lavandería —dijo, al tiempo que señalaba con un gesto de la cabeza a la media docena de camisas de uniforme limpias que colgaban de la puerta del baño, metidas todavía en bolsas de plástico. Quitó unos pantalones cortos de una silla y se sentó—. Tenía cosas mejores que hacer con mi tiempo que planchar —se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas—. De modo que, ¿crees que tu compañero lo hizo? —los ojos de Colin se cerraron un poco más y retrajo los labios pero antes de que pudiera moverse, ella añadió con tranquilidad—. ¿O quieres ayudarme a demostrar que no lo hizo?
Lentamente, sin dejar que sus ojos la abandonaran un solo instante, Colin se incorporó. Vicky aceptó su intrigado examen con la más neutra de sus expresiones y esperó. Ahora le tocaba a él.
—No crees que Barry lo hiciera —dijo Colin al fin.
—Yo no he dicho eso —apoyó la barbilla sobre el puño—. Pero no quiero creerlo y tú eres la persona más indicada para demostrarlo. Por los clavos de Cristo, Colin, empieza a pensar como un policía y no como un… perro pastor —él se encogió—. ¿Tuvo la oportunidad de hacerlo?
Por un momento no estuvo segura de que fuera a contestarla. Entonces él adoptó sobre la cama una postura semejante a la de ella y suspiró.
—Sí. En ambos casos estábamos de servicio. Él sabe dónde está la granja y conoce bien la Reserva. Ayer salimos a las once y pudo fácilmente haber venido después del turno y haber dejado esas huellas.
—Bien, eso es algo en su contra. Y sabemos que posee la habilidad…
—Va a ir a la próxima Olimpiada, así es de bueno. Pero si tiene balas de plata, yo no he podido encontrarlas y, puedes creerme, las he buscado.
—¿Tiene un motivo?
Colin sacudió la cabeza.
—¿Y cómo voy a saberlo? Si él es el responsable, es posible que esté loco.
—¿Lo está?
—¿Qué?
—Loco. Pasas ocho horas al día con ese hombre. Si se ha vuelto loco, deberías haber notado algo —ella puso los ojos en blanco ante la perplejidad de su expresión y utilizó su voz como un garrote—. ¡Piensa, maldita sea! ¡Utiliza tu entrenamiento!
Colin levantó las orejas y su respiración se agitó pero se mantuvo controlado y Vicky pudo ver que estaba pensando. Estaba impresionada por su control. Si un extraño hubiera utilizado ese tono con ella, probablemente hubiera hecho algo estúpido.
Después de un momento, él frunció el entrecejo.
—No lo juraría delante de un tribunal —dijo lentamente—, pero apostaría mi vida a que está cuerdo.
—De hecho, estás apostando tu vida a que lo está —señaló Vicky con voz seca—, cada vez que sales con él de la comisaría. Y ahora que hemos dejado esto claro, ¿por qué no nos concentramos en demostrar que no lo hizo?
—Pero…
—¿Pero qué? —le espetó ella. Su actitud comenzaba a cansarla un poco. Se daba cuenta de que estaba en una posición terrible, desgarrado entre su familia y su compañero, pero eso no era razón para que su cerebro dejara de funcionar—. Háblame de él.
—Bueno… eh… los dos fuimos juntos a la Academia de Policía —se pasó la mano por el pelo. El corte al rape acentuaba la forma puntiaguda de su barbilla y sus orejas—. Yo ni siquiera sería policía si no hubiera sido por él y supongo que él no lo sería de no haber sido por mí. Era el único cadete perteneciente a una «minoría étnica visible» y yo era… vaya, lo que soy. Nos apoyamos el uno en el otro para sobrevivir. Cuando nos graduamos conseguimos permanecer juntos… bueno, no es que seamos pareja ni nada parecido…
La reacción de Barry frente a la verdad sobre raza de su compañero no sorprendía a Vicky. En la actitud de «nosotros contra ellos» que el trabajo obliga a adoptar a los agentes de policía, descubrir que uno de «nosotros» era en realidad un hombre lobo era algo que podía tolerarse, al menos de manera individual. La pregunta crucial era, ¿Puedo confiar en mi compañero para que me respalde?, no ¿Le aúlla mi compañero a la luna? Y ahora que lo pensaba, Vicky había conocido a un buen número de policías que le aullaban a la luna…
—… y la noche que me dispararon…
—Espera un segundo. ¿Qué has dicho?
Colin se encogió de hombros.
—Sorprendimos a un par de macarras durante un atraco. Salieron disparando. A mí me dieron en la pierna. No fue nada importante.
—Te equivocas, te equivocas por completo —Vicky sonrió—. ¿Barry estaba allí?
—Por supuesto que sí.
—¿Te vio sangrar?
—Sí.
—Y probablemente después hablasteis sobre la muerte, sobre que en aquel momento creías que ibas a morir…
—Sí, pero…
—¿Por qué estaría Barry disparando a los hombres lobo con balas de plata, balas caras, que tendría que hacerse él mismo, arriesgándose a ser descubierto, si supiera que con el plomo le bastaba?
—¿Para alejarnos de la pista?
—¡Colín! —Vicky levantó las manos—. Eso sería lo que haría un loco y tú mismo acabas de reconocer que Barry está cuerdo. Confía en tu instinto. Al menos cuando tienes pruebas suficientes para respaldar lo que te dice.
Colin abrió la boca, volvió a cerrarla y entonces su rostro se iluminó, como si le acabara de ser quitado un gran peso de encima. Se puso en pie de un salto, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido.
Vicky, que había logrado olvidar casi por completo que estaba desnudo, fue de pronto muy consciente de ello. Era posible que los licántropos reaccionaran sexualmente frente a los olores y por tanto que ignoraran a los humanos en ese sentido, pero los humanos poseían una libido de base visual y la de Vicky acababa de hacerse sentir en su entrepierna.
Oh, Señor, ¿por qué a mí?, pensó, mientras dos enormes patas negras se apoyaban sobre sus hombros y una gran lengua rosada recorría vigorosamente su cara.
Después de que Colin hubiera abandonado galopando la habitación para buscar al líder de la manada —necesitaba el permiso de Stuart para poder contarle a Colin lo que estaba ocurriendo— Vicky pasó la primera parte de la tarde al teléfono, comprobando que el guarda de la reserva estaba, efectivamente, en el norte desde principios de agosto y de que, de hecho, se encontraba allí las dos noches en que se produjeron los asesinatos. Su presencia había sido atestiguada por la clientela completa de un bar. Una vez hecho esto, y después de tachar su nombre de la lista, se cambió de ropa y pidió a Rose y Peter que la llevaran a Londres.
Huracán pasó todo el viaje con la cabeza asomada por la ventanilla, la boca abierta, los ojos entornados a causa del viento y las orejas apretadas contra el cráneo.
Las listas de miembros de los dos clubes de ornitólogos aficionados fueron relativamente sencillas de obtener. No tuvo más que mostrarle al presidente de cada uno de ellos su identificación y decirles que había sido contratada para encontrar a un pariente lejano de un hombre muy rico.
—Todo lo que sé es que alguna vez ha vivido en el área de Londres y que era aficionado a la ornitología. Hay mucho dinero de por medio.
—¿Pero está buscando a un hombre o a una mujer?
—No lo sé —Vicky fingió enojo—. El hombre está casi demente y eso es todo lo que puede recordar. Oh, sí, también dijo que su pariente era tirador.
Ninguno de los dos presidentes pudo responderle nada sobre esto. Si el asesino era un miembro de sus clubes, no había mencionado su interés por las armas de fuego a sus respectivas directivas.
—Ninguno de ustedes tendrá un primo tercero llamado Anthony Carmaletti, ¿verdad? —Vicky cruzó los dedos mientras lo preguntaba. Si, de hecho, alguno de ellos tenía un primo llamado Anthony Carmaletti, su historia sobre un pariente rico y moribundo se iría al cuerno.
Obtuvo un no definitivo al cabo de una lección de veinte minutos sobre genealogía, un «le preguntaré a mi madre. ¿Podría usted regresar mañana?» y las dos listas que buscaba. Y Cellucci dice que soy una pésima mentirosa. Ja.
—¿Y ahora qué? —preguntó Rose mientras ella volvía a entrar en el coche después de la segunda visita.
—Ahora necesito la lista de miembros del club de fotografía, pero dudo que la Asociación de Jóvenes Cristianos me la entregue sin más y necesito también la lista de propietarios de armas de fuego registradas en la policía, que debería ser algo más fácil de conseguir… —los polis suelen colaborar entre sí—… pero ahora mismo, lo que necesito es hablar con el señor Dixon.
A primera vista, nadie hubiera dicho que el señor Dixon era el asesino. Era un anciano de aspecto frágil que jamás hubiera podido trepar a lo alto del árbol, por no hablar de llevar consigo un rifle de alta potencia con su mira telescópica.
La visita fue corta pero agradable. El doctor Dixon contó a Vicky historias embarazosas sobre la infancia de Peter y Rose, mientras los dos muchachos, ocupados saqueando su colección de discos, no le prestaban la menor atención.
—Opera —le explicó el doctor cuando Vicky le preguntó qué estaba ocurriendo—. Vuelve locos a todos los licántropos que he conocido.
—¿A todos los licántropos? —preguntó Vicky.
—A todos los que he conocido —reiteró el doctor—. La antigua manada de Stuart, en Vermont prefería la italiana, pero es que son lo suficientemente civilizados para permitirse ser selectivos. La mayoría de los demás, al menos en Canadá, especialmente la manada que vive junto al Parque Algonquin y todos los de Mooseane, está enganchada a las retransmisiones de las tardes de los domingos en la CBC.
—¿Cuántas mandas hay exactamente?
—Bueno, las cuatro que acabo de mencionar y por lo menos otras dos en el Yukón, otra en Manitoba septentrional… —frunció el ceño—. ¿Cómo demonios voy a saberlo? Las suficientes para que exista diversidad genética. Aunque en algún momento parecen haber desarrollado un aprecio por la ópera casi endogámico. Nunca tienen bastante. Les he prestado a estos dos muchos discos y —alzó la voz— de tarde en tarde me los devuelven.
—La próxima vez, doctor Dixon —gritó Peter—. Se lo prometo.
—Claro, claro —murmuró—. Si ese maldito cachorro ha vuelto a mordisquearlos, yo…
—Le rascará detrás de las orejas y le dirá que es adorable —Rose terminó la frase por él mientras entraba en la habitación con media docena de álbumes debajo del brazo—. Como hace siempre.
Mientras se marchaban, Vicky se detuvo en el umbral y observó a Huracán recorrer el césped persiguiendo una mariposa.
—¿Y cuando usted muera? —preguntó al doctor.
Él bufó.
—Me pudriré. ¿Por qué lo pregunta?
—Me refiero a lo que ocurrirá con ellos. No dejarán de necesitar a un médico sólo porque usted haya desaparecido.
—Cuando llegue el momento, se lo contaré todo a la joven doctora que me sustituyó al frente de la consulta —repentinamente se echó a reír—. De joven no sabía si quería ser médico o veterinario. Los licántropos deberían de ser por completo de su agrado.
—No espere demasiado —le advirtió Vicky.
—No meta esa nariz de detective donde no la llaman —le contestó él—. Conozco a la familia Heerkens desde hace años, desde mucho antes que usted naciera. No tengo la menor intención de morirme y dejarlos solos para enfrentarse al mundo.
—No estarán solos.
Su tono defensivo hizo sonreír al doctor, pero su voz era suave mientras decía:
—No, no creo que lo estén.
Jennifer y Marie no se molestaron en presentarse para la cena.
—Compartieron un conejo hace cosa de una hora —explicó Nadine mientras las contemplaba, más allá de la ventana con una sonrisa a la vez cariñosa y triste. Jugueteaban abrazadas la una a la otra y resultaba difícil decir dónde empezaba una forma peluda y dónde acababa la otra.
Colin se había marchado al trabajo hacía ya rato así que sólo eran siete a la mesa. Daniel hizo cuanto estaba en su mano para suplir la ausencia de los tres que faltaban.
Después de cenar, Vicky trabajó un rato en sus notas —impresiones sobre Carl Biehn, Frederick Kleinbein, los ornitólogos aficionados, el doctor, las nuevas huellas aparecidas— y luego se sentó sin más, tratando de poner en orden los descubrimientos del día. El sentido de todo ello seguía escapándosele. Tenía una serie de detalles y pistas, pero nada que se ajustara de forma definitiva a un patrón claro. La ópera que sonaba de fondo no era de mucha ayuda y las insólitas armonías que añadían las voces de sus anfitriones resultaban, como mínimo, molestas.
De hecho, Vicky podía pensar en muchos otros adjetivos que se les podían aplicar pero, en vez de hacerlo, prefirió ir al estanque con Sombra para ver cómo cazaba ranas. En las actuales circunstancias era mucho más seguro… no sólo para Sombra sino para ella misma.
—No le deje que coma demasiadas —escuchó la voz de Nadine sobre la música mientras se marchaban— o se pondrá malo.
—No sé por qué, no me sorprende —murmuró Vicky. Pero al final permitió que el muchacho se comiera las dos que había conseguido cazar. Se había esforzado tanto, saltando de un lado a otro mientras ladraba de forma histérica, que le parecía que se las merecía.
De vuelta en la casa, el crepúsculo pareció prolongarse durante horas, mientras los grillos y Pavarotti le ofrecían canciones a dúo a la luz mortecina del sol. La visión de Vicky se fue oscureciendo y el sonido del viento moviéndose entre los árboles se convirtió en el rumor de la muerte que se acercaba silenciosamente a la casa: el crujido de dos ramitas, mientras el cerrojo de un rifle se echaba atrás. Sabía que estaba permitiendo que su imaginación se impusiera al sentido común pero al mismo tiempo esperaba con miedo la detonación que confirmaría que no se trataba de imaginación. Finalmente, la oscuridad la llevó hasta la mesa de la cocina, donde por lo menos la lámpara del techo le envolvía en un círculo de contornos bruscos en el que podía ver.
De pronto, Donald levantó la cabeza y, mientras su nariz temblaba, anunció:
—Henry ha despertado.
Vicky se quitó las gafas y se frotó los ojos. Era casi la hora. Uno sabe que ha tenido un día extraño, meditó, cuando espera con impaciencia la llegada de un muerto viviente que sobrevive chupando sangre.