icky no notó que el espesor del bosque disminuyera de forma aparente; un instante se encontraba en su interior y al siguiente salía a campo abierto. Pero tampoco era un campo que reconociera. No había ovejas, ni cerca, ni indicación alguna que le permitiera saber dónde se encontraba.
Se colocó el bolso sobre el hombro y se encaminó hacia la casa de armazón blanco que, rodeada por un racimo de edificios, se elevaba al otro lado del campo. Era posible que allí pudiesen orientarla o le dejasen utilizar el teléfono.
—… o que me persigan un enorme perro y un granjero con una horca por haber penetrado en su propiedad —estaba bastante segura de que esa clase de cosas ocurrían en el campo, de que eran legales y de que no le importaba, porque no tenía la menor intención de regresar al bosque. Antes se enfrentaría a media docena de granjeros armados con horcas.
Mientras se aproximaba, hundida hasta las rodillas en hierba, varas de oro y cardos, se dio cuenta de que nadie había trabajado aquella granja desde hacía bastante tiempo. El corral tenía un aspecto decaído, como si no hubiera sido utilizado hacía años y se podía oler el aroma de las rosas que trepaban por uno de los muros de la casa.
El campo desembocaba en una gran huerta de verduras. Vicky reconoció los repollos, las tomateras y los arbustos de moras… nada más le resultaba familiar. Lo que no es de extrañar. Se abrió camino por un extremo del huerto. Mis verduras suelen venir acompañadas de una cara sonriente…
—Oh, hola.
—Hola —el anciano, que había aparecido repentinamente en su camino, continuó mirándola fijamente. Obviamente, esperaba que ella se explicara.
—Yo… eh, me he perdido en el bosque.
La mirada del anciano la recorrió de arriba abajo, empezando por sus zapatillas, siguiendo por sus piernas llenas de arañazos y picaduras, por sus pantalones cortos, deteniéndose un momento en su camiseta, continuando por su bolso y finalmente yendo a posarse sobre su rostro.
—Ah —una pequeña sonrisa levantó los bordes de su pulcro bigote gris.
Aquella simple palabra contenía mucho significado y la conclusión que la acompañaba hubiera crispado a Vicky hasta los huesos de no haber sido tan acertada. Le tendió la mano al anciano.
—Vicky Nelson.
—Carl Biehn.
Su mano era seca y curtido y su apretón, firme. Vicky había descubierto que podía aprender muchas cosas sobre un hombre por la manera en que le estrechaba la mano… o por hecho de que lo hiciera o no. Algunos hombres parecían confundidos cuando la mano que se les ofrecía pertenecía a una mujer. Carl Biehn se la estrechó con una economía de movimientos que revelaba que no tenía nada que demostrar. A ella le gustó.
—Tengo la impresión de que un poco de agua podría serle de utilidad, señorita Nelson.
—Utilizaría un lago entero, si lo tuviera —admitió ella, mientras se limpiaba el sudor que se había acumulado bajo su barbilla.
La sonrisa del hombre se ensanchó.
—Bueno, no hay ningún lago por aquí, pero veré lo que puedo hacer —la guio a través de los arbustos de moras y Vicky lo siguió. Al aparecer por primera vez ante sus ojos el resto del jardín, se le escapó una exclamación de sorpresa y deleite.
—¿Le gusta? —su voz sonó casi tímida.
—Es… —descartó un buen montón de adjetivos porque resultaban sencillamente inadecuados y terminó diciendo—… la cosa más hermosa que he visto en toda mi vida.
—Gracias —sonrió; primero a ella y luego a los numerosos macizos de flores, envueltos en todos los matices imaginables de verde, sobre los que se derramaba un pequeño arco iris dividido en un millar de fragmentos brillantes—. El Señor ha sido generoso conmigo este verano.
Vicky se puso tensa pero el hombre no hizo ninguna referencia más a Dios. Y gracias a Él por ello. Vicky ignoraba si su admiración había derribado la reserva del hombre o si, por lo que se refería a su jardín, no tenía ninguna. Mientras caminaban entre los macizos, le fue presentando las diferentes flores como si fueran viejos amigos, enderezando aquí la estaca que sostenía un gladiolo rojo sangre, arrancando allí con un rápido movimiento una flor moribunda.
—… esas bellezas de color naranja óxido son hemerocallis enanas, lilas del día. Si se toma la molestia de plantar las variedades temprana, normal y tardía, florecerán muy hermosas entre junio y septiembre. No son exigentes y no hace falta dedicarles demasiados cuidados. Deles tan solo un poco de fosfato y de potasa y le mostraran su agradecimiento. Ahora mire a esas margaritas de allí…
Vicky, que había pasado la mayor parte de su vida en apartamentos, no sabía apenas nada sobre jardines y las plantas que crecían en ellos pero podía —y así lo hizo— apreciar el trabajo necesario para crear un oasis de color como aquel en medio de los secos campos. Tampoco se le escapó la profundidad de la emoción que sentía Carl Biehn por su creación. No es que se mostrara cursi o afectado pero saltaba a la vista que el jardín era para él un ser vivo; se revelaba sutilmente en su voz, en sus expresiones, en sus acciones. La gente que se preocupaba de tal manera de algo que no fuera ella misma era muy rara en el mundo de Vicky y eso contribuyó a reforzar su primera y favorable impresión.
Había una vieja bomba manual sobre una plataforma de cemento, junto a la puerta trasera. Carl la condujo por el césped hasta ella, mientras terminaba un entusiasmado monólogo sobre las rosas que acababan de brotar.
—Parece que el tazón ha vuelto a perderse, señorita Nelson. Espero que no le importe.
Vicky sonrió.
—Sería capaz de meter la cabeza entera debajo del agua, si a usted no le importa.
—Se lo ruego…
A pesar de su aparente antigüedad, la bomba funcionaba a la perfección y ofrecía un agua fresca y clara con apenas un lejano sabor a hierro. Vicky no podía recordar la última vez que hubiera probado algo tan bueno y la brusca impresión que le produjo al caer sobre su nuca se llevó consigo gran parte de la pegajosa humedad de la mañana. Si la bomba hubiera estado un poco más alta, hubiera metido el cuerpo entero debajo de ella.
Después de apartarse el húmedo pelo de la cara, se enderezó y señaló a la bomba.
—¿Puedo?
Cari asintió e intercambiaron sus posiciones. El mecanismo era más duro de lo que Vicky había esperado y tuvo que apoyarse contra él. Evidentemente, la jardinería había permitido a su anfitrión mantenerse en buena condición física.
—Es realmente increíble —murmuró—. Nunca había visto nada parecido.
—Debería haberlo visto la semana pasada. Entonces sí que era algo digno de contemplarse —se levantó, se secó las húmedas manos en los pantalones y contempló con expresión de orgullo la vasta extensión de color—. Pero sí, tengo que admitirlo, no tiene mal aspecto. Hay un poco de todo aquí, desde la A hasta la Zeta, desde ásteres hasta zinnias.
Vicky retrocedió un paso mientras un abejorro con las patas cargadas de polen volaba siguiendo un curso ligeramente tortuoso cerca de su nariz. Desde ese ángulo podía ver las flores, las verduras que había al otro lado y los campos que se abrían más allá. El contraste era increíble.
—Aquello de allí parece trigo seco. Regar todo este jardín debe de llevarle casi todo el día.
—No lo crea —puso un pie sobre la plataforma de cemento y apoyó el antebrazo sobre el muslo—. Utilizo un sistema de riego subterráneo, desarrollado por los israelíes. Simplemente abro el grifo y el sistema hace todo el trabajo. Eso sí, para más seguridad, he puesto una boca de riego con una manguera de treinta metros, por si una planta específica necesita un poco de atención.
Ella hizo un gesto con la mano en dirección al verde del jardín y el marrón de los campos.
—La diferencia es asombrosa.
—Bueno, algunas veces el Señor necesita un poco de ayuda para hacer sus milagros. ¿Ha sido usted salvada, señorita Nelson?
La pregunta era tan inesperada y fue formulada con un tono tan racional que Vicky tardó un momento en darse cuenta de que se había producido y otro más en dar con lo que esperaba que fuera una replica definitiva.
—Soy anglicana —la verdad es que no lo era, pero su madre sí. O casi.
—Ah —asintió, mientras se apartaba de la plataforma—. La Iglesia de Inglaterra —durante sólo un segundo, sobre el cemento y bajo el sol, la suela húmeda de su zapato dejó una huella… un dibujo de círculos concéntricos que ella había visto por última vez marcada sobre la resina en el tronco de un pino.
Esforzándose al máximo para que la súbita oleada de adrenalina no traicionase su expresión neutra, Vicky puso su propio pie sobre la plataforma y se inclinó para atarse los cordones. Al calor del sol, la huella se secaba rápidamente, pero la coincidencia era indudable.
Desgraciadamente, lo mismo ocurría con la huella que ella acababa de dejar.
Una mirada rápida reveló que ambos llevaban la misma marca de zapatillas. Una marca que parecía cubrir los pies de la mitad del mundo civilizado.
Mierda. Mierda. ¡Mierda! Buenas noticias y malas noticias. O malas noticias y buenas noticias, de eso no estaba segura. Las pruebas ya no apuntaban directamente a los pies de Carl Biehn. Por el contrario, la lista de sospechosos, al menos basándose en la huella de calzado, acababa de aumentaren varios millones. Naturalmente habría pequeñas diferencias —tamaño, grietas en la goma, patrones de uso, etc.— pero la posibilidad de una identificación fácil acababa de evaporarse.
—¿Está usted bien, señorita Nelson? Quizá sería mejor que se sentara un momento a la sombra.
—Estoy bien —el anciano la miraba con cierta preocupación, así que esbozó una sonrisa—. Gracias, señor Biehn.
—Bueno, quizá debería volver a su casa. Si puedo llevarla a alguna parte…
—Y si tú no puedes, yo lo haré encantado.
Vicky se volvió. El hombre que se encontraba de pie en el portal debía de tener poco más de treinta años, era de estatura media, apariencia normal y una opinión de sí mismo muy por encima de la media. La miraba sonriendo, con cierto aire lascivo, en una postura que sin duda pretendía realzar su físico varonil… que, ella tenía que admitirlo, no estaba mal. Si te gustan los tíos de gimnasio…
Que no era el caso.
Se quitó unas gafas de sol muy caras y salió a la luz del sol. Su cabello brillaba como el oro bruñido.
Apuesto algo a que se lo tiñe. Una mirada rápida reveló que llevaba unos náuticos azules de piel. Sin calcetines. Vicky odiaba el aspecto que daban los zapatos sin calcetines. Aunque lo más probable es que tuviera un par de zapatillas, Vicky dudaba de estuviese dispuesto a destrozarse la manicura trepando a un árbol. Lo cual era una lástima teniendo en cuenta que parecía exactamente el tipo de persona que ella estaría encantada de entregar a los hombres lobo.
Detrás de ella, Vicky escuchó que Carl reprimía un suspiro.
—Señorita Nelson, permítame que le presente a mi sobrino, Mark Williams.
El joven dedicó una amplia sonrisa a su tío.
—Y yo que pensaba que tus únicas aficiones eran la jardinería, los pájaros y salvar almas —entonces volvió su sonrisa hacia Vicky.
He aquí un trabajo dental realmente caro, pensó ella, al tiempo que se arrancaba un grumo de resina seca de la camisa y trataba de no fruncir el ceño.
—La señorita Nelson se ha perdido en la Reserva —explicó Carl con cierta brusquedad—. Estaba a punto de llevarla a su casa.
—Oh, por favor, permítame —el tono de voz de Mark resultó casi insinuante. Un poco más, en todo caso, de lo que Vicky consideraba ofensivo—. Si conozco un poco a mi tío, lo único que hará teniendo a un mujer hermosa en el coche será rezar.
—Por favor, no se moleste —su tono era más propio de una orden que de una respuesta educada y Mark pareció momentáneamente perplejo—. Si fuera usted tan amable… —continuó, volviéndose hacia Carl. Escuchar sermones sería infinitamente preferible a estar en compañía de Mark. Le recordaba a un chulo al que una vez había arrestado.
—Por supuesto —Carl estaba haciendo un trabajo admirable para mantener un rostro tranquilo pero Vicky advirtió un centelleo en sus ojos y un temblor sospechosos en los bordes de su bigote. Hizo un ademán en dirección a la entrada e invitó a Vicky a marchar delante.
No era difícil relacionar los coches con los hombres. El jeep negro último modelo con adornos dorados, tapicería de felpa, techo retráctil y herrumbre en la parte inferior de las puertas era una réplica casi exacta de Mark. De forma igualmente evidente —aunque no tan estridente— el sedán beige con diez años de antigüedad y recién encerado tenía que ser propiedad de Carl.
Vicky tenía la mano en la manija de la puerta cuando Mark la llamó.
—¡Eh!, ni siquiera sé su nombre de pila.
Ella se volvió y la temperatura del aire cayó a plomo alrededor de su sonrisa.
—Lo sé —contestó, y entró en el coche.
El equipo estéreo de música, muy caro, la sorprendió un poco.
—Me gusta escuchar música gospel mientras conduzco —le explicó Carl al verla observando el panel, cuyas luces, botones e interruptores parecían más propios de la cabina de un avión. Se detuvo al final de la entrada—. ¿Hacia dónde?
Hacia dónde, en efecto; ignoraba la dirección o incluso el nombre de la carretera.
—La… eh, granja de los Heerkens. ¿La conoce?
—Sí.
La emoción contenida que acompañó a aquella simple palabra hizo que Vicky alzara las cejas.
—¿Hay algún problema?
Los nudillos del anciano se habían vuelto blancos sobre el volante.
—¿Son familiares suyo?
—No. Sólo amigos de un amigo mío. Pensó que me vendría bien pasar un tiempo lejos de la ciudad y me trajo a pasar el fin de semana.
Mike Cellucci no hubiera creído aquella mentira un solo momento —solía decir que Vicky era la peor mentirosa del mundo— pero parte de la tensión desapareció de los hombros de Carl y se internó por el camino de grava que conducía al norte.
—Los he conocido este mismo fin de semana —continuó ella como si tal cosa. La experiencia le había enseñado que la aproximación directa daba mejores resultados con la gente sencilla como su anfitrión—. ¿Los conoce usted bien?
Carl frunció los labios hasta que su boca se convirtió en un línea blanca y apretada, pero después de un momento dijo:
—Cuando me mudé aquí, hace diez años, traté de conocerlos. Traté de comportarme como un buen vecinos. No estaban interesados.
—Bueno, la verdad es que son bastante suyos…
—¡Suyos! —la carcajada, más semejante a un ladrido, no contenía rastro alguno de humor—. Traté de cumplir con mi deber como cristiano. ¿Sabía usted, señorita Nelson, que sus hijos no están siquiera bautizados?
Vicky sacudió la cabeza, pero antes de que pudiera decir nada, él continuó.
—Traté de llevar a Dios al seno de esa familia y, ¿sabe lo que conseguí por mi celo? Me dijeron que saliera de su propiedad y que no volviera si no era capaz de mantener a mi Dios en casa.
Tuvo usted suerte de que no lo mordieran, pensó Vicky.
—Supongo que eso le sentaría bastante mal.
—Dios no es algo que puedo coger y dejar como un libro de bolsillo, señorita Nelson —dijo con voz seca—. Es parte de todo lo que hago. Sí, me sentó realmente mal…
¿Tan mal como para matar?, se preguntó ella.
—… pero mi furia era una furia justa y la ofrecí a la gloria de Dios.
—¿Y qué hizo el Señor con ella?
El anciano se volvió ligeramente hacia ella y sonrió.
—La puso a trabajar a Su servicio.
Vaya, eso podría significar un buen montón de cosas. Volvió la mirada hacia los campos, más allá de la ventana. ¿Cómo saca uno a colación el tema de los hombres lobo?
—Su sobrino mencionó que le gustaba a usted observar los pájaros.
—Cuando el cuidado de mi jardín me deja tiempo libre, sí.
—¿Suele ir a la Reserva?
—En ocasiones.
—Un tío mío es ornitólogo aficionado —naturalmente, no era más que la clásica mentira que utilizaba durante los interrogatorios—. Me dijo que pueden verse toda clase de cosas interesantes en los bosques. Dice que lo extraño y lo insólito rondan por todas partes.
—¿De veras? Entonces debe de haber visto cosas realmente interesante.
—¿Cuál es la especie más interesante que ha visto usted?
El anciano frunció sus grises cejas.
—Una vez vi una golondrina ártica. No sé cómo llegó tan al sur. Recé para que lograra volver a salvo a su hogar y, puesto que no volví a verla, supongo que mis plegarias fueron escuchadas.
—¿Una golondrina ártica?
—Esa —dijo sin apartar la mirada de la carretera— es exactamente la reacción que tuvieron todos cuando se lo conté. Yo nunca miento, señorita Nelson. Y nunca le doy a nadie la oportunidad de llamarme mentiroso una segunda vez.
Ella se sintió como si le acabase de dar un golpe con una regla en la muñeca.
—Lo siento.
Bueno, parece que esto no me ha llevado a ninguna parte.
—Debe de haber buena caza por aquí —añadió con aire despreocupado, mientras miraba más allá de la ventanilla a los árboles y los campos que se sucedían unos detrás de otros hasta perderse en la distancia—. ¿Le gusta cazar?
—No —la sílaba estaba cargada de tal aborrecimiento, de tan intensa emoción, que Vicky no tuvo más remedio que creerlo—. Arrebatar las vidas de las criaturas de Dios es una abominación.
Vicky se revolvió para mirarlo, mientras se preguntaba en qué consistiría su dieta.
—¿No come usted carne?
—No desde 1954.
—Oh —al menos era coherente—. ¿Y qué hay de su sobrino?
—En mi casa sigue mis reglas. No trato de gobernar el resto de su vida.
Ni aprueba el resto de su vida, advirtió ella.
—¿Lleva mucho tiempo con usted?
—No —y luego añadió—. Mark es hijo de mi difunta hermana. Mi único familiar vivo.
Lo que explica por qué permite que un saco de basura como ese ande por aquí. Sintió su desaprobación, pero no podía saber si se dirigía a ella o a Mark.
—Yo nunca… eh, nunca he cazado —le dijo, tratando de recuperar su favor, técnicamente era la verdad. Nunca había cazado nada que anduviera sobre cuatro patas.
—Eso está bien. ¿Suele usted rezar?
—Probablemente no tanto como debería.
Esta respuesta le arrancó una sonrisa.
—Probablemente no —frenó. Se encontraban al final del largo camino que conducía a la granja de los Heerkens—. Perdóneme, pero no puedo llevarla más allá.
—¿Que le perdone? Me ha salvado la vida. Estoy en deuda con usted —salió del coche y, mientas con un dedo se subía las gafas, se apoyó sobre la ventanilla—. Gracias por traerme. Y por el agua. Y por la oportunidad de ver su jardín.
Él asintió con aire solemne.
—Es usted bienvenida en mi casa. ¿Sería posible convencerla para que se me uniera mañana en el servicio religioso, señorita Nelson?
—No, me temo que no.
—Muy bien —pareció resignarse—. Tenga cuidado, señorita Nelson. Si pone usted en peligro su alma, pone en peligro la oportunidad de disfrutar de la vida eterna.
Vicky pudo sentir su sinceridad, pudo sentir que no se limitaba a repetir una frase hecha, de modo que asintió y dijo:
—Tendré cuidado —y retrocedió hasta el arcén. Esperó donde se encontraba hasta que él hubo dado la vuelta al enorme coche con tres maniobras y entonces se colgó el bolso del hombro, se despidió con la mano y se dirigió hacia el camino.
Justo en el mismo momento, Huracán apareció desde detrás de un seto, a unos cien metros camino adelante. Con la lengua fuera, trotó hacia ella. La luz del sol le arrancaba destellos dorados a su pelaje.
Las ruedas chirriaron sobre la grava, el gran sedán ganó velocidad y se dirigió directamente hacia el joven hombre lobo.
Vicky trató de gritar —a Huracán, a Carl, no estaba segura— pero todo lo que brotó de su boca, repentinamente seca, fue un gemido estrangulado.
Entonces, en medio de una lluvia de polvo y piedrecillas, todo terminó.
Carl Biehn, su coche y su Dios desaparecieron por el camino y Huracán interpretó a su alrededor un baile de bienvenida.
Mientras su corazón volvía a latir, Vicky se subió las gafas y, de forma ausente, acarició con la otra mano el cálido pelaje entre las orejas de Huracán. Podría haber jurado que… Debe de haberme dado demasiado el sol.
En aquel jardín grande y petulante no había nada de interés para él, de manera que Mark Williams regresó al interior de la casa y sacó una cerveza del congelador.
—Gracias a Dios que el tío Carl no tiene nada contra el «alcohol tomado con moderación» —soltó una carcajada y repitió—. Gracias a Dios —con suerte, aquella zorra rubia estaba sufriendo ahora mismo un buen rollo sobre la paz, el amor y el resto de aquella basura religiosa del viejo chocho.
De todos modos, no era su tipo. Le gustaban las mujeres más pequeñas, más complacientes, las mujeres dispuestas a ser abrumadas. Con las que uno podía estar seguro de que no irían chillando a la policía a la menor infracción de las reglas.
—Las que me gustan son las mujeres que no te acaban llevando a un sitio dejado de la mano de Dios —dio un largo trago de cerveza y miró hacia el exterior, en dirección a los luminosos y sofocantes campos—. Mierda —suspiró—. Todo esto es culpa de Anette.
Si Anette no hubiera estado dispuesta a arruinar la pequeña operación que él había preparado allá en Vancouver, no hubiera tenido que contratar a un idiota para que la asesinara. Se estremeció al pensar en lo cerca que había estado de pasar los años más productivos de su vida entre rejas. Afortunadamente, había sido capaz de arreglarlo todo para que el asesino a sueldo acabase cargando con todas las culpas. Apenas había tenido tiempo de concluir el negocio, cosechar la mayor parte de las ganancias y desaparecer de la provincia entes de que la familia del asesino se presentara para reclamar su parte.
—Y así es como me encuentro en el jodido culo del mundo civilizado —se terminó la cerveza y bostezó. Podría haber sido peor; al menos las noches ofrecían la oportunidad de practicar deportes exóticos. Sonriendo, arrojó la lata vacía al cubo de basura. La diversión de la pasada noche había demostrado que sus habilidades no se habían enmohecido en absoluto.
Un segundo bostezo estuvo a punto de desencajarle las mandíbulas. Había permanecido en pie hasta primera hora de la mañana y le habían despertado indecentemente temprano. Puede que debiera subir a echarse una siesta.
—No quiero que los dedos me tiemblen en el momento crítico. Además —dijo mientras tomaba otra cerveza para llevarse consigo—, no hay nada que hacer hasta que oscurezca.
Cuando llegaron detrás de un macizo de lilas que impedía que fueran vistos desde el camino, Vicky, silenciosamente, le tendió a Peter sus pantalones cortos.
—Gracias. ¿Qué hacía con el viejo Biehn?
—Salí del bosque en su propiedad —que Peter creyera que había tomado aquella dirección a propósito no le haría daño a nadie—. Me ha traído de vuelta.
—Oh. Es una suerte que tío Stuart no lo viera.
—¿Es cierto que tu tío lo echó?
—Oh, sí. Y si tía Nadine no lo hubiera detenido, probablemente lo hubiera atacado.
Vicky levantó las cejas y volvió la cabeza hacia Peter. Ya se había acostumbrado a conversar con las voces sin cuerpo de quienes caminaban a su lado, pero en ocasiones tenía la necesidad de ver sus expresiones.
—¿Lo hubiera atacado por una diferencia de religión?
—¿Es eso lo que le ha dicho el viejo Biehn? —Peter bufó—. Jennifer y Marie tenían seis años por entonces, puede que siete y tía Nadine estaba embarazada de Daniel. El viejo Biehn se presentó… en aquella época nos visitaba bastante a menudo, tratando de salvar nuestras almas. Nos estaba volviendo locos a todos. El caso es que empezó a hablar del infierno. No sé lo que dijo porque no estaba presente pero parece ser que asustó mucho a las chicas y empezaron a aullar —arrugó las cejas y bajó las orejas—. No se le hace eso a los cachorros. En cualquier caso, tío Stuart apareció entonces y ya está. El viejo no ha vuelto a aparecer.
—Estaba bastante enfadado por lo sucedido —le dijo Vicky.
—No tan enfadado como tío Stuart.
—Pero debéis de verlo, al menos de vez en cuando…
Peter parecía confundido.
—¿Por qué?
Vicky reflexionó sobre ello durante un momento. Eso, ¿por qué? Ella misma no había visto a los dos jóvenes que vivían en el apartamento trasero del sótano de su edificio desde el día que se mudaron. Si en casi tres años no se había cruzado con ellos en el pasillo común que compartían… Es probable que, con todo el espacio que hay aquí, puedas estar indefinidamente sin ver a alguien.
—No importa.
Él se encogió de hombros, mientras el fino vello dorado de su pecho centelleaba bajo el sol.
—Vale.
Habían llegado al final del camino y Vicky se apoyó sobre el enorme árbol que había junto a los lindes del césped. Se limpió el sudor de la frente y abrió la boca para preguntar dónde estaba todo el mundo, pero entonces Peter echó atrás la cabeza y su voz se alzó y descendió, sin palabras, a lo largo de una doble octava.
—Rose quiere contarle algo —dijo a modo de explicación.
Rose quería hablarle de Frederick Kleinbein.
—Creo que se está dejando llevar por su imaginación —sugirió Peter después de que su hermana hubiera terminado su relato—. ¿Qué cree usted, señorita Nelson?
—Creo —les dijo Vicky— que debería hablar con el señor Kleinbein —no añadió que dudaba que la caída del árbol de aquella manera y en aquel preciso momento fuera un acontecimiento fortuito. Podía imaginar al menos dos maneras en que podía hacerse sin dejar un rastro que pudieran seguir los licántropos. Estaba bastante convencida de que, si Peter se hubiera marchado, al regresar habría descubierto que su hermana había sido asesinada del mismo modo que Ebon y Plata. Lo que significaba que el patrón del asesino no estaba ligado a aquel árbol del bosque. Y eso suponía un buen montón de posibilidades nuevas y desagradables.
Gracias a Dios por Frederick Kleinbein. Sin duda, su aparición había salvado la vida de Nube. Y, al mismo tiempo, lo había eliminado de la lista de sospechosos.
Sin embargo, y considerándolo todo, decidió que era mejor que hablase con él de todas maneras.
Rose le dedicó una mirada triunfante.
—Vive al otro lado del cruce de caminos. Puedo indicarle el camino si quiere llevarse el coche de Henry.
—¿El coche de Henry?
—Sí. Está a casi seis kilómetros. No es difícil ir a cuatro patas, pero para un humano puede ser una buena caminata.
Peter se inclinó hacia delante, arrugando la nariz.
—¿Qué ocurre?
No ocurre nada. Pero, tal como sospechaba, soy una completa inútil en este lugar. Verás, no puedo. No puedo ver, ¿sabes? Ni conducir. ¿Cómo demonios se supone que voy a poder hacer algo y qué voy a deciros…?
Se sobresaltó mientras Rose extendía la mano y pasaba sus callosos dedos sobre la piel sudorosa de su brazo. Entonces advirtió que su contacto pretendía confortarla, no compadecerse de ella y no apartó su brazo.
—No puedo conducir —les dijo con la voz tensa por el esfuerzo de impedir que temblara—. No veo bien.
—Ah, es sólo eso —Peter se arrellanó en su asiento. Parecía aliviado—. No es problema. Nosotros la llevaremos. Voy a por las llaves —le ofreció una sonrisa deslumbrante y se dirigió hacia la casa.
¿Ah, es sólo eso? Vicky observó a Peter desaparecer en la cocina y entonces se volvió hacia Rose, que sonreía, contenta de que el problema hubiese sido solucionado. No los juzgues con estándares humanos. La frase comenzaba a convertirse en una letanía.
—… en todo caso, tío Stuart dice que si quiere la madera, es suya.
—Bien, bien. Decidle a vuestro tío que la recogeré cuando pase el calor —Frederick Kleinbein se limpió el sudor del rostro con la palma de su mano regordeta—. Oíd, tengo unas moras tardías que se están pudriendo porque estoy demasiado gordo y soy demasiado perezoso para recogerlas. ¿Estáis interesados?
Los gemelos se volvieron hacia Vicky, que se encogió de hombros.
—Con tal de que no me pidáis ayuda… Prefiero quedarme aquí a la sombra y charlar con el señor Kleinbein —y resultaba evidente que el señor Kleinbein también ardía en deseos de hablar con ella.
—De modo que —comenzó este a decir un momento después— viene de visita desde la ciudad. ¿Hace mucho que conoce a los Heerkens?
—En absoluto. Soy amiga de un amigo suyo. ¿Los conoce usted bien?
—No, bien no —se volvió hacia Peter y Rose, apenas visibles detrás de una fila de arbustos de moras—. Esa familia se mantiene apartada. No es que no sean amigables, sólo distantes.
—¿Y la gente los respeta?
—¿Por qué no habrían de hacerlo? Pagan el alquiler de la granja, los chicos van al colegio —el dedo que agitaba en su dirección parecía una salchicha a medio cocer—. Ninguna ley dice que todo el mundo tiene que ser un animal festivo.
Vicky reprimió una sonrisa. Animales festivos… qué buen concepto.
Entonces el señor Kleinbein se inclinó hacia delante. Su comportamiento indicaba muy a las claras que tenía un secreto.
Aquí viene, pensó Vicky.
—Está viviendo con ellos, así que tiene que saberlo.
Ella sacudió la cabeza, tratando de mantener una expresión vagamente confundida.
—¿Saber el qué?
—Los Heerkens…
—¿Sí?
—… toda la familia…
Ella también se inclinó hacia delante.
—… son…
Las narices de ambos estaban prácticamente en contacto.
—… nudistas.
Vicky pestañeó y recobró su posición. Estaba sin habla.
Frederick Kleinbein se enderezó a su vez y asintió con aire de sabio, mientras sus quijadas se balanceaban de forma independiente, otorgándole aún más énfasis a su revelación.
—Deben de permanecer vestidos por respeto a usted —entonces su rostro entero se curvó hacia arriba en una sonrisa beatífica—. ¿Qué cosas, eh?
—¿Cómo sabe eso? —logró Vicky decir al fin.
El dedo salchicha volvió a menearse.
—Veo cosas. Pequeñas cosas. Son gente cuidadosa, los Heerkens, pero algunas veces se vislumbra un cuerpo. Por eso tienen a esos perrazos, para que les avisen de que viene gente y puedan vestirse —se encogió de hombros—. Todo el mundo lo sabe. La mayoría de la gente dice que el cuerpo es algo malo y tratan de evitar a los Heerkens pero yo… yo digo que a quién le importa lo que cada uno hace en su propia casa —hizo un ademán en dirección a las matas de moras—. Los chicos son felices. ¿Qué otra cosa importa? Además —esta vez la sonrisa vino acompañada de un movimiento decididamente lascivo de sus grandes cejas—, son cuerpo muy bonitos.
Vicky no tuvo más remedio que estar de acuerdo. De modo que la gente de la vecindad creía que eran nudistas, ¿eh? Dudaba que hubiesen sido capaces de crear un camuflaje más perfecto de haberlo pretendido. Lo que la gente cree define lo que ve y era poco probable que la gente que buscaba carne fuera a encontrar piel.
Y es mucho más fácil creer en nudistas que en hombres lobo.
Sólo que alguien, tuvo que recordarse, sintiendo el peso de la segunda bala de plata en el bolso, no está siguiendo la doctrina oficial.
Aunque el jeep de su sobrino seguía en la entrada, el propio Mark no parecía estar por ninguna parte. Carl se sentó en la cocina y apoyó la cabeza sobre las manos, agradecido de estar a solas. El muchacho era el único hijo de su hermana, carne de su carne, sangre de su sangre, y la única familia que le quedaba. La familia debía ser más importante que las opiniones personales.
¿Era un pecado, se preguntó, el que no pudiera encontrar cariño para Mark en su corazón? ¿El qué ni siquiera le gustase demasiado?
Carl sospechaba que su casa estaba siendo utilizada como una especie de refugio. ¿Por qué otra razón habría su sobrino, al que no había visto desde hacía años, aparecido para pasar con él una temporada indefinida? El muchacho —el hombre— era un pecador, de eso no le cabía duda. Pero también era miembro de su familia y eso debía pesar más que todo lo demás.
Quizá el Señor había enviado a Mark aquí, en este preciso momento, para que fuera salvado. Carl suspiró y frotó con el pulgar un cerco de café de la mesa. Era un hombre viejo y, en los últimos tiempos, el Señor había requerido mucho de él.
¿Debería preguntarle a Mark a dónde va de noche?
¿Tengo la fuerza necesaria para saberlo?