or qué no puedo ir? —Daniel levantó una mirada enfurecida hacia Peter—. Siempre me habéis llevado con vosotros cuando ibais a los sitios.
—Es demasiado peligroso. —Peter se puso los pantalones de deporte. Vicky trató de no mirar sin demasiado éxito—. ¿Y si el humano que disparó a Plata y Ebon está ahí fuera?
Los labios mostraron unos colmillos pequeños y afilados.
—¡Lo mordería!
—Él te dispararía antes. No vas a venir.
—Pero Peter…
—No.
—¿Nube?
Ella gruñó de forma elocuente.
—Muy bien, vale. —Daniel se dejó caer sobre la hierba—. Pero si os metéis en problemas mientras estáis por ahí, no empecéis a llamarme dando aullidos —apoyó la barbilla sobre la mano cerrada y cuando Nube le dio un par de lametazos al marcharse, se limitó a mirarla con el ceño fruncido.
Vicky comenzó a caminar junto a Peter y los tres se dirigieron al camino cubierto de hierba que había más allá del granero.
—¡Eh, Peter!
Peter se volvió.
—¡Ei kee ayaki awro! —las palabras se alzaron y cayeron con una cadencia cantarína, empapadas con una indignación de seis años.
Peter se rio.
—¿Qué ha dicho?
—Que me aparee con una oveja.
Hasta el momento no se le había ocurrido a Vicky que los licántropos pudieran tener un lenguaje propio aunque ahora que pensaba sobre ello, resultaba evidente. Se parecía un poco al inuit —al menos al inuit que podía oírse en los documentales sobre el Ártico de la PBS—, Vicky nunca había viajado más hacia el norte que Thunder Bay. Cuando le mencionó su suposición a Peter, este dio una patada a una briznas de hierba amarillenta.
—Nunca he oído el inuit pero estoy seguro de que tienen el mismo problema que nosotros. Cuanto más nos integramos con los humanos, más utilizamos sus lenguajes y más nos cuesta conservar el nuestro. El abuelo y la abuela hablaban inglés y holandés además del nuestro. Padre todavía habla un poco de holandés, pero sólo la tía Sylvia se molestó en aprender nuestra lengua —suspiró—. Ella me enseñó y yo estoy tratando de enseñar a Daniel pero es mucho lo que desconozco. El montón de basura que la asesinó mató también a mi única esperanza de mantener nuestro lenguaje con vida.
—Parece que estás haciendo un buen trabajo. —Vicky hizo un ademán en dirección al sauce—. Daniel lo utiliza, de eso no cabe duda… —puede que no fuera un consuelo demasiado grande pero era todo lo que podía ofrecer por el momento.
Peter pareció animarse.
—Es verdad. Es como una pequeña esponja, lo absorbe todo. Ahora, que Nube… —trató de atrapar la cola de su hermana gemela pero ella la meneó para apartarla—. Ella aprendió a decir Akaywo y lo dejó.
—Akaywo —repitió Vicky. En sus labios la palabra no sonaba como la había pronunciado Peter, pero al menos resultaba reconocible. O casi—. ¿Qué significa?
—Eh… buena caza, más o menos. Pero esto significa hola, adiós, cómo va todo, cuánto tiempo sin verte…
—Como aloha…
—Aloha. Alo-ha. —Peter alargó la sílaba acentuada hasta hacerla vibrar al borde de un aullido—. Buena palabra. Pero no es una de las nuestras…
De improviso, Nube levantó las orejas y se arrojó hacia la maleza. Un segundo más tarde, Peter depositó sus pantalones cortos en las manos de Vicky y fue tras ella.
Vicky vio desaparecer sus colas detrás de una barrera de matorrales y malas hierbas y dio un manotazo a uno de los billones de mosquitos que su paso por la vegetación había hecho levantarse. Y ahora, ¿qué? Se preguntó. A juzgar por el tumulto que se oía por todas partes, todavía andaban detrás de lo que quiera que estuviesen persiguiendo.
—¡Eh! —dijo en voz alta—. Seguiré andando hasta el final del camino. Nos encontraremos allí —no hubo respuesta pero, en honor a la verdad, ella tampoco la esperaba.
En aquel camino se sentía casi a gusto. No es que el tiempo fuese fresco pero, sin la menor duda, tampoco era tan caluroso como llegaría a ser a lo largo del día. Vicky consultó su reloj. Las 8:40.
—Puede hacer esas llamadas esta mañana si quiere —le había dicho Nadine—. Pero sería mejor que diera una vuelta por los campos y viera el lugar en el que ocurrió todo antes de que haga demasiado calor. Dentro de un par de horas, cuando la temperatura haya subido, no habrá nadie despierto por aquí para mostrarle el camino. Además, Peter y Rose podrán contárselo todo sobre los tres humanos mientras se dirigen hacia allí.
Una buena teoría, si Peter y Rose, o Peter y Nube, o incluso Huracán y Nube —lo que fuera— hubieran decidido quedarse.
Espantó otra nube de mosquitos, aplastó a uno de ellos contra su rodilla y se preguntó si Henry se encontraría bien. Al parecer, los hombres lobo habían preparado una habitación para que no pudiera entrar el sol pero, a estas alturas, Vicky no podía estar completamente segura respecto a sus buenas intenciones. Y, sin embargo, Henry había estado allí en otras ocasiones y, obviamente, había sobrevivido.
Mientras se subía las gafas por el puente de la nariz, bien lubricado a causa del sudor, llegó al final de la vereda y se detuvo, un poco abrumada por la vasta extensión de tierra que se abría delante de ella. Hacia lo alto, el cielo parecía continuar hasta el infinito, luminoso y azul. Hacia abajo, había una cerca y un campo y luego otra cerca y un campo aún mayor. Ambos campos contenían rebaños de ovejas. De hecho, al otro lado del primer campo, apenas a siete metros de distancia de Vicky, había tres ovejas.
Dos de ellas estaban pastando mientras los ojos de la tercera, por encima del arco de un perfil romano, miraban fijamente en dirección a Vicky.
Vicky nunca había oído decir que las ovejas fueran peligrosas pero lo cierto era que, por lo que recordaba, nunca había estado tan cerca de una.
—Y bien —apoyándose con cuidado en la cerca, cogió un pedazo de lana que había quedado atrapado en un alambre herrumbroso y le dio varias vueltas entre los dedos—, supongo que no vio usted nada la noche en que Jason Heerkens, alias Ebon, fue asesinado.
Al sonido de su voz, la oveja que la estaba mirando apartó los ojos y retrocedió dando pequeños saltos mientras las otras dos, sin dejar de masticar, se hacían rápidamente a un lado y se alejaban trotando unos metros.
—Eso me pasa por interrogar a los testigos… —murmuró, mientras se volvía hacia el camino—. ¿Dónde demonios están Nube y Pe… Huracán?
Como en respuesta a sus palabras, los dos licántropos aparecieron de improviso entre los arbustos y se arrojaron hacia ella, con las lenguas fuera y moviendo las colas. Nube fue la primera en llegar a la cerca y, sin detenerse, la cruzó de un salto y se detuvo en seco, tirada sobre la hierba al otro lado. Huracán, apenas retrasado un paso, se transformó a mitad del salto y Peter aterrizó junto a su hermana acurrucado como un humano. La oveja, evidentemente acostumbrada a esta clase de espectáculos, apenas se molestó en levantar la mirada del pasto.
Vicky, mucho menos habituada, tuvo que esforzarse por mantener una expresión impasible. En silencio, le devolvió a Peter sus pantalones cortos.
—Gracias —se los puso con una rapidez que revelaba mucha práctica—. Esta vez hemos estado a punto de atraparla.
—¿A quién?
—A la vieja marmota. Vive debajo de una pila de troncos de cedro, junto al camino. Es rápida y lista pero esta vez ha logrado llegar a su madriguera sólo un pelo por delante de los dientes de Nube.
—¿No podríais sencillamente transformaros y mover los troncos?
Peter sacudió vigorosamente la cabeza, haciendo que pedacitos de helecho salieran despedidos en todas direcciones.
—Eso sería hacer trampas.
—No es como si estuviésemos cazando para comer —añadió Rose mientras se estiraba sobre la hierba—. Si usáramos las manos no sería divertido.
Vicky se abstuvo de señalar que, probablemente, en cualquiera de los dos casos no debía de ser demasiado divertido para la marmota. Arrojó su bolso al otro lado de la cerca y los siguió con más lentitud. Podría haber saltado por encima de un tronco, pero el alambre no le ofrecía asideros sólidos para impulsarse. Por no mencionar que, si trato de seguir el paso a un par de licántropos adolescentes, lo más probable es que acabe lesionándome algo. Además de la credibilidad.
Se colocó las gafas en su lugar.
—Y ahora, ¿hacia dónde?
—Hacia el otro lado del pasto grande. —Peter señaló en aquella dirección—. Junto al bosque.
Un bosque que podía ofrecer cobijo a un ejército entero de asesinos.
Vicky recuperó su bolso. Ya era hora de empezar a ganarse el sueldo.
—¿A quién pertenece el bosque?
—Al gobierno. —Peter abrió la marcha a lo largo de la cerca, seguido muy de cerca por Nube—. No vamos atravesando el campo porque algunas de esas ovejas están preñadas y no queremos molestarlas más de lo necesario. Nuestra propiedad termina junto a los árboles —continuó—, pero estamos pegados a la Reserva de Fanshawe —sonrió—. Ayudamos a conservar una de las mejores reservas de ciervos de todo el país.
—No me cabe duda. Deja que lo adivine, así fue como conocisteis al guarda del coto.
—Eh… sí. Apareció después de que la manada hubiera matado a uno de los animales. Sabía que no se trataba de perros porque las huellas parecían de lobo pero no podía entender la razón de la presencia de algunas huellas de pies desnudos, de modo que nos siguió el rastro. Era realmente bueno…
—Y vosotros, esto es, la manada, no fuisteis tan cuidadosos como podríais haber sido —en la experiencia de Vicky, la complacencia era la causa de que la mayor parte de los secretos del mundo fueran revelados.
—Sí. Pero Arthur resultó ser un tío estupendo.
—Podría no haberlo sido —señaló Vicky.
Peter se encogió de hombros. Por lo que a la manada se refería, lo que estaba hecho, estaba hecho. Hacían lo que era necesario para que no volviera a repetirse y no volvían a pensar en ello.
—¿Y qué me dices del doctor? —observó a Nube lanzar una dentellada a una marmota y se preguntó si las dos formas tendrían diferentes sentidos del gusto.
—La historia del doctor Dixon es bastante antigua —le dijo Peter y, acto seguido, atrapó en pleno salto a un insecto y se lo llevó a la boca.
Vicky tuvo que tragarse una oleada de intensa nausea. Los sonidos que hizo al masticarlo y tragarlo le otorgaban a aquel aperitivo una inmediatez que el anterior episodio de la rata no había tenido. Y, mientras que vérselo hacer a Nube era una cosa… Bueno, supongo que eso responde a mi pregunta. Entonces reparó en la mirada de Peter. El pequeño cabrón lo ha hecho a propósito para desagradarme. Empujó las gafas nariz arriba y, dos pasos más tarde, atrapó a un saltamontes que había aterrizado en sus pantalones… afortunadamente, uno pequeño.
Hacía mucho tiempo, durante un curso de supervivencia, un instructor le había dicho que muchos insectos eran comestibles. Confiaba en que no hubiese estado tomándole el pelo.
Morderlo no fue fácil.
De hecho, sabe un poco como un cacahuete.
La expresión en el rostro de Peter hizo que mereciera la pena. La última vez que había impresionado a un muchacho hasta ese punto era considerablemente más joven y su madre se había ido a pasar fuera el fin de semana.
Mike Cellucci sostenía que ella era antinaturalmente competitiva. Se equivocaba. Simplemente deseaba mantener el status quo y su posición a la cabeza del rebaño. Y ningún adolescente, de ninguna clase, iba a quedar por encima de ella…
—Bueno —sacó con la lengua algo que le había quedado entre los dientes y se lo tragó a toda prisa. Tenía ciertos límites—. Me estabas hablando del doctor Dixon.
—Eh… sí, bien… —le lanzó una mirada de soslayo pero, finalmente, pareció tomar la decisión de no hacer ningún comentario—. Cuando nuestros abuelos emigraron desde Holanda, después de la guerra, la abuela estaba embarazada de tía Sylvia y tía Nadine. Habían llegado a Londres cuando se puso de parto. Normalmente no recurrimos a los médicos. La manada ayuda si es necesario. Yo salí del granero cuando Daniel nació pero Rose se quedó mirando.
Nube levantó la cabeza al escuchar su nombre. Se había adelantado y estaba orinando sobre un poste de la cerca.
—En cualquier caso —continuó Peter, arrugando la nariz mientras pasaba junto al poste—, el doctor se encontraba entre la multitud y antes de que el abuelo se pudiese llevar a la abuela, los arrastró a ambos, y a padre, que por entonces tenía cinco años, a su consulta —dejó escapar una risilla tonta—. Menudo susto se pegó. En cuanto estuvieron a solas, el abuelo cambió y estuvo a punto de abrirle la garganta en canal. Fue una suerte para el doctor que tía Sylvia estuviera mala… no sé lo que tenía. Fuera lo que fuese, el caso es que el doctor Dixon la curó y el abuelo lo dejó vivir. Desde entonces se ha estado ocupando de todas nuestras necesidades médicas.
—Es útil conocer a un hombre así —en Canadá, las «necesidades médicas» acarreaban una cantidad de papeleo capaz de pasmar a cualquiera. La manada había tenido suerte de toparse con el doctor Dixon cuando lo hicieron—. Lo que nos deja tan sólo a Barry Wu.
—Sí. —Peter suspiró profundamente y se rascó la mata de pelo rojizo del centro de su pecho—. Pero de él será mejor que hables con Colin.
—Eso pretendo. Pero también me gustaría conocer tu opinión.
Peter se encogió de hombros.
—Me gusta. Espero que no lo hiciera él. Eso mataría a Colin.
—¿Hace mucho tiempo que son compañeros?
—Desde el principio. Fueron juntos a la academia de la policía —habían llegado a la segunda cerca. Nube la cruzó de un salto, como había hecho con la primera. Peter metió los pulgares bajo el elástico de sus pantalones cortos, cambió de idea y empezó a trepar—. Barry es un tío muy majo. Reaccionó frente a nosotros de la misma manera que tú… —giró la cabeza en un ángulo imposible y sonrió abiertamente a Vicky por encima del hombro—… le impresionó pero lo aceptó.
Nube se había adelantado con el hocico pegado al suelo. Después de recorrer unas tres cuartas partes del campo se detuvo, se sentó sobre los cuartos traseros, apuntó el hocico hacia el cielo y aulló. El sonido hizo que a Vicky se le erizaran todos los pelos del cuerpo y que se le formara en la garganta un nudo casi imposible de tragar. Desde no muy lejos les llegó la respuesta; dos voces que se enroscaban la una alrededor de la otra en una misteriosa armonía. Entonces Peter, sin abandonar la forma humana, sumó su voz a la canción.
Las ovejas comenzaban a parecer bastante nerviosas cuando el aullido se apagó poco a poco.
—Padre y el tío Stuart. —Peter rompió el silencio para explicar las dos voces adicionales—. Están comprobando las cercas —enrojeció levemente bajo el moreno—. Bueno, es imposible no unirse…
Vicky, que había sentido el vago impulso —firmemente contenido— de contribuir a los aullidos con su penosa voz, asintió para mostrar que lo comprendía.
—¿Fue aquí donde ocurrió?
—Sí. Justo aquí.
A primera vista, «justo ahí» no se diferenciaba un ápice del resto del campo.
—¿Estás seguro?
—Naturalmente que lo estoy. No ha llovido desde entonces y el olor sigue siendo fuerte. Además —acarició el pasto con un pie desnudo—, yo fui el que encontró el cuerpo. —Nube se apretó contra sus piernas. Él extendió la mano y la acarició suavemente detrás de las orejas—. No es algo que pueda olvidarse con facilidad.
—No, probablemente no —puede que Vicky hubiera debido decirle que con el paso del tiempo lo olvidaría pero no le gustaba mentir si podía evitarlo, aunque fuera para confortar a alguien. La muerte violenta de un ser querido debía de causar una impresión duradera. Por ello, su voz se hizo más suave al preguntar—. ¿Crees que podrás soportarlo?
—Eh, no hay problema —su mano permanecía enterrada en el tupido pelaje de la parte trasera de la cabeza de Nube.
Vicky advirtió entonces lo importante que era el contacto para los licántropos. Y no sólo para los jóvenes. La pasada noche, alrededor de la mesa de la cocina, raro había sido el momento en que los tres adultos no habían estado en contacto los unos con los otros. Ella no podía recordar la última vez que había tocado a su madre de manera espontánea. ¿Y por qué estoy pensando sobre esto precisamente ahora? Sacó su libreta y un bolígrafo.
—Vamos a empezar.
Ebon había estado cruzando el campo en dirección nordeste. El impacto de la bala había provocado que el cuerpo diera una vuelta, de modo que la ruina de su cabeza apuntaba prácticamente hacia el norte. Incluso sin la descripción de Peter, quedaban suficientes manchas rojizas sobre el pasto para saber dónde había terminado lo que había quedado de su cabeza. El disparo tenía que haber venido del sur.
Vicky se sentó sobre los talones y miró fijamente en dirección sur, hacia el bosque. Brillante deducción, Sherlock. Se puso en pie y se limpió las manchas de hierba seca de las rodillas.
—¿Dónde dispararon a tu tía?
Peter permanecía sentado, con la cabeza de Nube sobre las rodillas.
—En el campo pequeño, hacia el sur, por allí —señaló. El campo se extendía alrededor de un borde del bosque—. Ebon venía desde allí.
—¿Un disparo similar?
—Sí.
Dos disparos en la cabeza, de noche, sobre objetivos en movimiento. Quienquiera que lo hubiese hecho, era bueno.
—¿Cómo estaba el cuerpo cuando lo encontrasteis?
—Así. —Peter arrastró el cuerpo de Nube por el suelo hasta que estuvo alineado en dirección noroeste. Ella lo soportó, pero no parecía muy contenta.
Las huellas de Plata venían del sur y el disparo había volteado su cuerpo de manera semejante a la de Ebon.
El bosque de la Reserva discurría al este del campo pequeño.
—Creo que podemos asumir que fue el mismo individuo y que disparó desde los árboles —murmuró Vicky. Ojalá se encontrase en la ciudad y contase con una línea de visión clara. Al contrario que los edificios, los árboles se retorcían e inclinaban y, desde la posición que Vicky ocupaba, el bosque parecía un muro sólido de colores verde y marrón y no había forma de saber lo que escondía. Una gota de sudor se desprendió de sus cabellos y recorrió todo su cuello hasta la base de la nuca. En aquel preciso instante, alguien podía estar espiándolos, levantando el rifle, apuntando… No seas ridícula. Los asesinatos se han producido de noche. Pero no pudo evitar que una vocecilla añadiera, hasta el momento.
Dio la espalda a los árboles y, sintiendo una comezón entre los omóplatos que no podía controlar, se puso en pie.
—Vamos.
—¿Dónde? —Peter se levantó sin esfuerzo. Vicky trató de no sentirse molesta.
—Vamos a tratar de encontrar la bala que mató a tu tía.
—¿Por qué? —la alcanzó y comenzó a caminar a su lado mientras Nube los precedía dando saltos.
—Tratamos de eliminar la posibilidad de que se trate de dos asesinos. Hasta el momento, el patrón de ambos crímenes coincide en todos los detalles con una sola excepción.
—¿La bala de plata?
—Exacto. Si las muertes coinciden en todos los aspectos, lo más probable es que una sola persona sea la responsable.
—Y si es así, ¿cómo la vas a encontrar?
—Siguiendo el patrón hacia atrás.
Peter frunció el ceño.
—Creo que no entiendo lo que quieres decir.
—Sentido común, Peter, eso es todo —franqueó con dificultades una nueva cerca—. Todo está relacionado con todo. Simplemente debo descubrir cómo.
—Después de que tía Sylvia muriera, la manada salió en busca de su asesino pero no pudimos encontrar rastro alguno en el bosque que no le perteneciera.
—¿Qué quieres decir con eso de que «no le perteneciera»?
—Bueno, allí hay muchos olores. Buscábamos alguno que fuera extraño —se revolvió un poco bajo la mirada ceñuda de Vicky y continuó en un tono menos condescendiente—. En cualquier caso, después de que dispararan a tío Jason, tío Stuart no ha permitido a nadie entrar en el bosque a excepción de Colin.
Buen modo de perder a Colin, pensó Vicky, asombrada como de costumbre por las estupideces que gente por lo demás sensata podía cometer. Pero todo lo que dijo en voz alta fue:
—¿Y qué descubro Colin?
—Bueno, el olor de Barry no. Y creo que eso es lo que andaba buscando sobre todo.
Nube daba vueltas, con el hocico pegado a la tierra, en un punto situado aproximadamente en el centro del campo.
—¿Fue ahí donde ocurrió?
—Eh… ahá.
Con los dientes apretados, Vicky se preparo para el aullido. No se produjo. Cuando le preguntó a Peter el porqué, este se encogió de hombros y dijo:
—Hace semanas de ello.
—¿No la echáis de menos?
—Claro que sí, pero… —volvió a encogerse de hombros, incapaz de explicarse. Todos habían dejado de aullar por Plata excepto la tía Nadine.
Para cuando llegaron junto a Nube, esta había logrado encontrar la bala y trataba de desenterrarla con más entusiasmo que eficacia. Su hocico y sus pezuñas se habían cubierto de una patina marrón y el resto de su pelaje estaba salpicado de polvo.
—¡Buen olfato! —exclamó Vicky mientras se inclinaba para recoger la bala. Y era una suerte que no hubiese nadie más para investigar la escena, añadió en silencio mientras inspeccionaba el agujero. Después de sacudirse los pantalones cortos, sostuvo en alto el hallazgo. Ciertamente no era plomo.
Peter observó el metal con los ojos entornados.
—¿Así que se trata de un solo tío?
Vicky asintió al mismo tiempo que guardaba la bala en su bolso.
—Es lo más probable —un tirador. Que asesinaba de noche de un solo disparo en la cabeza. Un ejecutor.
—¿Y ahora podrás encontrarlo?
—Puedo empezar a buscar.
—Deberíamos haber encontrado a ese saco de basura —gruñó Peter, mientras arrancaba de un ademán violento un puñado de pasto—. Quiero decir… ¡Somos cazadores!
—Cazar a seres humanos requiere una serie de habilidades especiales —señaló Vicky con franqueza. La última cosa que deseaba era inspirar heroicidades—. Tienes que entrenarte para ello, como pasa con cualquier otra cosa. Y ahora —miró guiñando los ojos hacia los bosques y luego se volvió hacia los dos jóvenes licántropos—, quiero que volváis los dos a casa. Voy a dar una vuelta por aquí y echar un vistazo.
—Eh… señorita Nelson, ¿tiene usted mucha experiencia con los bosques? —preguntó Rose con indecisión.
—No. No especialmente —admitió Vicky—, pero… Rose, ¿qué demonios te crees que estás haciendo?
—Es que como usted es de la ciudad y…
—¡No me refería a eso! —se interpuso entre los bosques y la chica—. Sabes que alguien está vigilando a tu familia desde ese bosque. ¿Por qué te has transformado? ¿Por qué has corrido un riesgo tan estúpido?
Rose se frotó la cara para limpiarse el polvo.
—Pero ahora no hay nadie allí.
—¿Y tú cómo lo sabes? —Vicky estaba asombrada de que todo el maldito condado no estuviera al tanto del secreto de la familia.
—Lo sé.
—¿Cómo?
—Está en contra del viento.
—¿En contra del viento? ¿El bosque está en contra del viento? ¿Puedes oler que no hay nadie allí?
—Exacto.
Vicky volvió a recordar que no debía juzgarlos utilizando parámetros humanos y decidió dejarlo.
—Creo que los dos deberíais marcharos a casa.
—Quizá sería mejor que nos quedáramos con usted.
—No. —Vicky sacudió la cabeza—. Si estáis conmigo, me influiréis a la hora de ver —alzó una mano para cortar las protestas de Peter y añadió—. Aunque no tengáis intención de hacerlo. Además, es demasiado peligroso.
Peter se encogió de hombros.
—Ha sido seguro desde que Ebon murió.
A ella le llevó un momento comprender.
—¿Quieres decir que dos miembros de vuestra familia han sido asesinados aquí y a pesar de ello seguís viniendo a las cercanías del bosque? ¿De noche?
—Lo hemos hecho en pareja, como Henry dijo —protestó él—. Además, está el viento.
No puedo creerlo…
—De ahora en adelante, hasta que sepamos lo que está ocurriendo, nadie vendrá a estos campos.
—Pero tenemos que vigilar las ovejas…
—¿Por qué? —le espetó Vicky sacudiendo una mano en dirección al ganado—. ¿Es que acaso hacen algo?
—¿Aparte de comer y dormir? No, la verdad es que no. Pero la razón de que en Canadá haya tan pocas explotaciones ganaderas es el problema de los depredadores —retrajo los labios para mostrar los dientes y, debajo de su pelo, sus orejas retrocedieron—. Nosotros no tenemos problemas con los depredadores.
—Pero para eso hay que mantenerlas vigiladas en todo momento —continuó Rose—, así que alguien tiene que venir aquí.
—¿Y no podéis trasladarlas a un lugar más próximo a la casa?
—Rotamos los pastos —le explicó Peter—. La cosa no funciona así.
—Que se jodan los pastos y que se jodan las ovejas —dijo Vicky con un tono que, a diferencia de sus palabras, recordaba a una clase de seguridad vial básica impartida en el jardín de infancia—. Vuestras vidas son más importantes. O dejáis solas a las ovejas por una temporada o las acercáis a la casa.
Rose y Peter intercambiaron una mirada atribulada.
—No se trata sólo de las ovejas… —comenzó a decir Rose.
—¿Entonces qué?
—Bueno, estos son los lindes del territorio de nuestra familia. Hay que marcarlos.
—¿Qué quieres decir con marcarlos? —preguntó Vicky a pesar de que tenía una idea bastante aproximada.
Rose agitó las manos. Tenía las palmas sucias.
—Ya sabe, marcarlos. Marcarlos con el olor.
—Suponía que ya lo habríais hecho.
—Bueno, sí, pero hay que seguir haciéndolo.
Vicky suspiró.
—De modo que estáis dispuestos a arriesgar vuestras vidas para poder mear en un poste.
—No es tan simple… —Rose suspiró también—. Pero supongo que no.
—Supongo que podríamos hablarlo con tío Stuart… —ofreció Peter.
—Hacedlo —le dijo Vicky asintiendo—. Pero una vez estéis en casa. Ahora, largo.
—Pero…
—No —últimamente las cosas habían sido un poco extrañas para Vicky. Sus ojos, Henry, los hombres lobo… Pero ahora estaba trabajando y, al margen de las circunstancias, eso le hacía sentir que pisaba tierra firme. Se habían realizado dos disparos desde aquellos árboles y en algún lugar de los bosques se encontrarían las minúsculas pistas que incluso los criminales más meticulosos dejaban siempre detrás de sí, las evidencias que la conducirían más allá del bosque, hasta la garganta misma del bastardo.
Los gemelos pudieron oír el cambio que se había operado en su voz y vieron el de sus ademanes y respondieron. Nube se levantó y se sacudió, rodeándose por un instante con un nimbo de finos pelos blancos. Peter se puso en pie apoyándose en el lomo de Nube. Introdujo los pulgares bajo el elástico de sus pantalones cortos y entonces se detuvo.
—¿Te importaría…? —preguntó, señalando con un gesto de la barbilla al bolso que ella llevaba sobre el hombro.
Vicky suspiró. De pronto se sentía muy vieja. La distancia entre treinta y uno y diecisiete era mucho mayor que la existente entre cuatrocientos cincuenta y treinta y uno.
—Supongo que vuestro olfato os dice que este lugar sigue siendo seguro.
—Que me parta un rayo si no es así.
—Entonces dámelos —dijo, mientras le tendía la mano.
Él sonrió, se quitó los pantalones y se los arrojó. Peter se estiró, luego Huracán se estiró y entonces Nube y él regresaron a la carrera hacia su casa.
Vicky no apartó la vista de ellos hasta que hubiera saltado la más próxima de las dos cercas. Entonces guardó los pantalones de Peter en el bolso y se volvió hacia los árboles. El sotobosque parecía estirarse para alcanzar el pie de las copas, cada rama lacia y derrotada por el calor de agosto. ¿Quién podía saber lo que había allí? Ella no, eso sí que lo sabía con toda certeza.
Se detuvo en el linde de los campos, enderezó los hombros, respiró profundamente y se precipitó hacia el interior. Por alguna razón, dudaba que fuera a ser divertido.
Una gota de sudor en el ojo hizo pestañear a Barry Wu, le distrajo de lo que tenía enfrente y bajó un milímetro el cañón de su Springfield .30-06.
Normalmente prefería disparar a una diana de tipo antiguo a la mayor distancia que la precisión de su arma permitía pero acababa de cargar una serie de balas de baja velocidad —de esas que reaccionaban a cien metros de distancia igual que una bala normal lo hacía a cinco— y estaba deseando probarlas. Había estado recargando sus propios cartuchos desde que tuviera catorce años pero últimamente había decidido usar variedades más exóticas de munición y esta era la primera vez que probaba este tipo en particular.
A un centenar de metros de distancia, la silueta de un grizzly visto de frente, dibujada en una escala 5:1, esperaba.
La bala acertó al objetivo con un sonido satisfactoriamente sólido y Barry sintió que sus hombros y su cuello descargaban parte de la tensón mientras el grizzly caía. Manipuló el cerrojo para expulsar el cartucho vacío y meter el siguiente en la cámara. Disparar siempre lo había calmado. Cuando tenía un buen día, cosa que ocurría últimamente, el rifle y él se convertían en partes de una sola entidad, cada uno una extensión del otro. Todos los insignificantes problemas de su vida podían ser arrojados a un lado con una sencilla presión sobre el gatillo.
De acuerdo, no todos, reconoció mientras, en rápida sucesión, abatía al alce y la cabra montesa. Voy a tener que hacer algo con Colin Heerkens. La confianza mutua que necesitaban para poder hacer bien su trabajo estaba indudablemente en peligro. Su creciente rabia le hizo fallar al gamo pero acertó al ciervo de cola blanca justo en la cruz, entre las dos patas delanteras. Esta noche lo arreglaremos.
Se concentró en el último objetivo y apretó el gatillo. De una manera u otra.
A un centenar de metros de distancia, la silueta de un lobo gris cayó al suelo bajo el impacto de una bala.
Vicky se rascó el verdugón de su mejilla y agitó la otra mano en un intento por completo ineficaz de espantar las bandadas de mosquitos que, a cada paso que daba, se agolpaban a su alrededor. Afortunadamente, la mayoría de ellos parecían ser macho. O hembras a dieta, se enmendó mientras trataba de no inhalar demasiados. Apenas cien metros en el interior del bosque, el campo y las ovejas habían desaparecido de la vista y, cuando volvió la mirada hacia el camino por el que había venido, todo lo que podía ver eran más y más árboles. La cosa no había sido tan dura como había esperado pero, a decir verdad, tampoco es que hubiera sido un paseo por el parque. Por suerte, la luz del sol que llegaba hasta el suelo del bosque era lo suficientemente intensa para serle de ayuda. El mundo había adquirido un tinte verdoso pero seguía siendo visible.
—Alguien debería ocuparse de limpiar este lugar —musitó mientras desenganchaba su pelo de una ramita muerta—. A ser posible con un lanzallamas.
En la medida de lo posible, trataba de seguir un camino recto. Elegía un árbol o un matorral que se encontrasen en la que suponía que sería la línea de fuego y entonces se dirigía hacia él. Sabía que encontraría algún lugar en aquel bosque desde el que el tirador tendría una línea de visión clara. No había tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que tal lugar no podía encontrarse en el suelo. Lo que explicaba por qué los hombres lobo no habían podido encontrar nada; si cazaban como los lobos, lo hacían con el hocico pegado al suelo.
El problema era que cada árbol con el que se topaba era imposible de escalar. Los que eran lo suficientemente grandes para sostener a una persona adulta crecían relativamente lisos y rectos hacia el sol y sus ramas sólo empezaban a crecer a una altura que no merecía la pena tratar de alcanzar.
—Así que, a menos que trajera consigo una escalera… —Vicky suspiró y se limpió una gota de sudor de la barbilla con la manga de la camiseta. Un poco a la derecha de donde creía que debía dirigirse vio una zona ligeramente más elevada y se encaminó hacia ella. Atravesó un tronco caído y tropezó cuando las ramas más pequeñas, escondidas bajo una capa mohosa de hojas del pasado año, cedieron bajo su pie.
—Aparcamientos —después de volver a colocarse las gafas en su lugar, contempló con desagrado a la Madre Naturaleza, que se desplegaba a su alrededor en el cénit de su estival belleza—. Estoy a favor de los aparcamientos. Un par de capas de asfalto harían maravillas en este lugar —a un lado, una cigarra comenzó a cantar—. Cállate —le dijo, mientras seguía su camino de forma penosa.
La tierra elevada resultó ser el extremo de una cresta rocosa sobre la que un enorme pino había logrado enraizar. Después de apartar las montañas de agujas acumuladas a lo largo de varios años Vicky se sentó justo al borde de la falda y contempló sus piernas magulladas y cubiertas de picaduras.
Todo era culpa de Henry. Ahora mismo podía estar en casa, confortablemente sentada delante de su ventilador oscilante de dieciocho pulgadas y tres velocidades, viendo los dibujos animados del sábado y…
—… y los hombres lobo seguirían muriendo —suspiró y empezó a amontonar las agujas del pino en pequeñas pilas. Eso era lo que ella había elegido hacer con su vida, algo que pudiera suponer una diferencia en la cloaca en la que se estaba convirtiendo el mundo. No tenía sentido quejarse porque el trabajo no fuera siempre fácil. Y además, tenía que admitir que su trabajo se había vuelto infinitamente más interesante desde que Henry había aparecido en su vida. El jurado tenía todavía que determinar si esto era o no una cosa buena, dado que la última vez que habían trabajado juntos ella había estado más cerca de que la mataran que en los nueve años pasados en la Policía metropolitana.
—Y esta vez me van a comer viva —se rascó una picadura en la parte trasera de la pierna con la puntera dura de la zapatilla—. Puede que me haya equivocado en la forma de encarar esto. Quizá debería haber empezado con la gente. ¿Qué demonios voy a encontrar aquí? —entonces su mano se detuvo sobre un puñado de agujas y retrocedió lentamente hasta que la luz del sol volvió a incidir sobre ellas.
La marca de quemadura era tan tenue que tuvo que colocar su cabeza en un ángulo determinado para poder verla. De unos cinco centímetros de largo y apenas poco más de un centímetro de ancho, era una línea ligeramente más oscura a lo largo de la alfombra marrón de pinocha… la marca que un cartucho vacío podría dejar sobre un lecho de madera seca.
Oh, bueno, se vio forzada a admitir, podría haber sido causada por muchas otras cosas, como la lluvia ácida o la orina de un conejo. Pero la verdad es que a ella le parecía la marca de un cartucho vacío. Claro que también podría pertenecer a un cazador corriente que hubiera venido a cazar lo que quiera que cacen los cazadores corrientes.
Para recuperar el cartucho vacío, el tirador podía haber caminado sobre las numerosas piedras desnudas que había por todas partes y, además, la propia Vicky había deambulado por el lugar pero, a pesar de todo ello, buscó alguna huella. No esperaba encontrar ninguna, pero eso no disminuyó su frustración por no conseguirlo.
Era mejor buscar el lugar desde el que había venido el disparo. La cresta apenas se elevaba un metro sobre el suelo del bosque y la línea de visión no era más clara desde ella. Vicky levantó la mirada. El pino era más alto que la mayoría de los árboles de los alrededores pero sus ramas, cargadas de agujas, caían casi hasta el suelo. Entonces, en la cara norte, encontró un camino que conducía hasta una caverna apenas iluminada, con un techo de agujas de pino vivas y un suelo formado por otras tantas muertas. Era un lugar tranquilo, casi fresco y las ramas ascendían hasta el tronco con la regularidad de una escalera; lo cual era una buena cosa, porque Vicky apenas podía ver.
Aquel era el lugar. Tenía que serlo.
¿Había visto el pino desde el campo? No lo recordaba. Todos los árboles le parecían iguales.
Examinó unas pequeñas y poco numerosas astillas que se encontraban cerca del tronco, con la nariz casi pegada a la corteza. Podían haber sido arrancadas por alguien que tratase de encontrar un apoyo para el pie. O podían haber sido arrancadas por una ardilla con exceso de peso. Sólo hay un modo de estar segura. Después de asegurarse las gafas, se colgó de la primera de las ramas.
Trepar al árbol no era tan fácil como le había parecido desde el suelo. Una miríada de pequeñas ramas la golpeaban y empujaban y, en general, dificultaban su avance. Y, además, la maldita cosa se movía. Vicky no había estado encaramada a un árbol desde 1972 y comenzaba a recordar el porqué.
Si su nariz no hubiera pasado a dos centímetros de distancia de la marca de la zapatilla, probablemente se le habría pasado por alto. Escondida contra la parte alta del tronco, sobre un globo de resina de pino, había una marca de pisada de casi cinco centímetros cuadrados. No era suficiente para estar segura, teniendo en cuenta que casi cada hombre, mujer o niño del país poseía por lo menos un par de zapatillas de deporte, pero era un comienzo. La resina era tan delicada que si la hubiera arrancado del árbol habría destruido la huella, de modo que se limitó a hacer un par de bocetos apresurados —colgada en precario equilibrio sobre una pierna temblorosa— y entonces aproximó su propio pie tanto como le era posible y siguió subiendo con esfuerzo.
Su cabeza salió a la luz del sol. Pestañeó, soltó una imprecación y, una vez que su visión se hubo aclarado, volvió a hacerlo.
—Me cago en todos los santos…
Se había adentrado en el bosque más de lo que pensaba. A unos quinientos metros de distancia, en dirección norte, se encontraba el lugar en el que Ebon había sido disparado. Volviendo a medias la cabeza pudo ver el lugar en el que había muerto Plata, un poco más próximo pero todavía a muchísima distancia. Si Barry Wu había apretado el gatillo, no debería de tener problemas para formar parte del equipo olímpico o ganar una medalla de oro. Vicky sabía que algunas mirillas telescópicas incorporaban correctores de distancia, pero incluso con ellas se requerían tanto una habilidad innata como años de práctica para adquirir la precisión necesaria. Acertar a un objetivo en movimiento a quinientos metros de distancia…
Una vez había oído que, según las leyes de la física, ningún ser humano sería capaz de golpear a una pelota lanzada por un jugador de las ligas mayores. Operando bajo esas mismas leyes, el asesino había conseguido acertar, no a una, sino a dos, y además las había sacado del estadio.
Una rápida búsqueda le permitió encontrar muescas en la corteza, allí donde el asesino había apoyado su arma contra el árbol.
—Desgraciadamente —suspiró mientras apoyaba la cabeza contra una rama—, descubrir el cómo y el dónde no me acerca demasiado a las respuestas del quién y del por qué —cerró los ojos un instante. Sintiendo el cálido sol contra los párpados se preguntó si de verdad se había decidido; si cuando hallara al asesino se lo entregaría a los licántropos para que lo ejecutaran. No tenía una respuesta. Pero tampoco tenía una alternativa.
Ya era hora de regresar a la casa y hacer algunas llamadas de teléfono, aunque un presentimiento desagradable le decía que una visita al pueblo y un examen de las zapatillas del agente Barry Wu resultaría mucho más productivo.
Le llevó menos tiempo descender del árbol que escalarlo, pero sólo porque la gravedad decidió echarle una mano y la dejó caer casi dos metros sobre una rama lo suficientemente gruesa para sostener su peso. Con el corazón palpitando furiosamente, cubrió el resto del camino hasta el suelo de manera menos heterodoxa.
Si su navaja suiza hubiera tenido una sierra, habría intentado llevarse esa última rama, la que permitía encaramarse a lo más alto del árbol y salir a la luz. Desgraciadamente no era así y arrancar una rama de pino de cinco centímetros de diámetros no era algo que la sedujera especialmente. De hecho, a excepción de tratar de mantener a los hombres lobo alejados de aquellos campos, no había ni una maldita cosa que pudiera hacer para impedir que el árbol volviera a ser utilizado como punto franco para tirotearlos.
—Nunca encuentras un castor cuando lo necesitas —musitó. Ojalá hubiera traído un hacha consigo. No obstante, había logrado descubrir dos hechos sobre el asesino. Tenía que medir por lo menos 1,55, su altura— cualquier persona de menor estatura no habría estado a nivel con el lugar sobre el que había descansado el cañón del rifle —y lo más probable era que tuviese el pelo corto y liso. Se arrancó un puñado de agujas de pino de su pelo, corto y liso. Si lo hubiera tenido largo o rizado, no habría salido viva de aquel árbol.
—¿Disculpe?
Su grito fue completamente involuntario y mientras atravesaba sus labios, Vicky se dio cuenta de que estaba asustada. Con la mano en el bolso —en el pasado lo había utilizado como arma de forma eficaz— giró sobre sus talones y se encontró con dos mujeres de mediana edad y aspecto intrigado. Ambas llevaban binoculares de largo alcance y una de ellas transportaba también una bolsa de lona de casi un metro de largo y veinte centímetros de ancho.
—Nos estábamos preguntando —dijo la más baja de las dos— qué hacía usted subida en ese árbol.
Vicky se encogió de hombros varias veces, agitada por la adrenalina que comenzaba a disiparse.
—Oh, sólo estaba mirando un poco —hizo un ademán no del todo indiferente en dirección a la bolsa de lona—. ¿Vienen a pegar unos tiros?
—Podría decirse así. Aunque eso es el trípode de nuestra cámara, no un rifle.
—Es ilegal disparar en una propiedad de las autoridades de conservación —añadió la otra mujer. Miraba a Vicky sin el menor disimulo. Evidentemente, seguía intrigándola el hecho de haberla encontrado en lo alto de un árbol—. Informaríamos de cualquiera a quien encontrásemos disparando por aquí. Puede estar segura de eso.
—Eh. —Vicky alzó ambas manos a la altura de los hombros—. Estoy desarmada —como ninguna de las mujeres pareció apreciar su sentido del humor, volvió a bajarlas—. Son ornitólogas aficionadas, ¿verdad? —recientemente, la columna sobre ecología de un periódico había mencionado que el término ornitólogo aficionado era ahora el preferido; observadores de pájaros había pasado de moda.
Aparentemente, la columna estaba en lo cierto.
Veinte minutos más tarde, Vicky había aprendido más de lo que quería saber sobre la fotografía de la naturaleza; y descubrió que, a pesar de sus binoculares de largo alcance, las dos mujeres no habían visto nada extraño en la granja de los Heerkens —No nos dedicamos a observar las propiedades de otras personas; observamos a los pájaros— y que, de hecho, ni siquiera sabían dónde se encontraba; había descubierto que un rifle del calibre .30 con su mirilla cabría perfectamente en la bolsa del trípode de una cámara, lo que permitiría que fuera introducido en el bosque sin levantar sospechas. Aunque ninguna de las dos mujeres se había topado jamás con un cazador, ambas habían encontrado cartuchos vacíos, de modo que siempre estaban al acecho. Con su certeza típica de clase media de que nadie querría jamás hacerles el menor daño, se rieron cuando Vicky les recomendó que anduvieran con cuidado.
Había dos clubes de aficionados a la ornitología en Londres, así como un grupo de fotografía dirigido por la Asociación de Jóvenes Cristianos que solía organizar excursiones a la Reserva. Provista de nombres y números de teléfono de gente con la que podía ponerse en contacto —Aunque los miembros de ese otro club no son más que un grupo de diletantes. Haría mejor en unirse a nosotras— Vicky se despidió de las ornitólogas y se alejó entre los arbustos, dispuesta a apostar que no todo el que poseía un par de binoculares los utilizaba sólo para observar a los pájaros y que alguien estaba haciendo algo más que tomar fotografías.
—¿Henry Fitzroy? —Dave Graham observó por encima del hombro de su compañero el montón de papeles que había sobre la mesa—. ¿No es ese el tío que se ve con Vicky?
—¿Y qué si lo es? —gruñó Cellucci mientras daba intencionadamente la vuelta al montón.
—Nada, nada —Dave rodeó su lado de la mesa y se sentó—. ¿Te… eh… ha pedido Vicky que investigues su pasado?
—No. No lo ha hecho.
Dave reconoció el tono y supo que debía dejarlo pasar, pero algunas tentaciones eran más de lo que un ser humano podía resistir.
—Creí que Vicky y tú teníais una relación basada en… ¿Cómo era…? ¿«Confianza y respeto mutuo»?
Cellucci entornó los ojos y tamborileó con los dedos sobre el papel.
—Sí. ¿Y?
—Bueno… —Dave tomó un largo y lento trago de su café—. Tengo la impresión que investigar al otro hombre de su vida no se ajusta del todo a esos parámetros.
Cellucci arrojó la silla hacia atrás y se puso en pie.
—No es cosa de tu jodida incumbencia.
—Tienes razón. Lo siento —Dave lo miró con una sonrisa candorosa.
—Sólo me preocupo por una amiga, ¿vale? Ese tío es escritor. Sólo Dios sabe en qué ha estado metido.
—Cierto.
Los dedos de Cellucci, aparentemente dotados de voluntad propia, estrujaron el primero de los papeles del montón hasta convertirlo en una arrugada bolita.
—Ella puede verse con quien le dé la gana —masculló. Y entonces salió de la oficina con pasos ruidosos.
Dave rio disimuladamente en dirección a su café.
—Por supuesto que puede —le dijo al aire de la habitación—. Siempre que no se vea con ellos demasiado a menudo y cuente con tu aprobación —comenzó a hacer planes para encontrarse muy lejos cuando Vicky lo averiguara y se armara la gorda.
Hacia las 10:27, Vicky estaba bastante segura de que se había perdido. Llevaba dentro del bosque el doble del tiempo que había tardado en internarse en él. Todos los árboles le parecían iguales y, bajo aquel espeso dosel estival, era imposible utilizar el sol para orientarse. Dos veredas se habían desvanecido en la nada y un arrendajo azul se había pasado tres minutos bombardeándola y profiriendo insultos desde lo alto. Diversos crujidos provenientes de la maleza parecían indicar que los habitantes del lugar encontraban todo el asunto muy divertido.
Miró enfadada al musgo color verde pálido que crecía alrededor de un árbol.
—¿Dónde demonios están los malditos Boy Scouts cuando una los necesita?