BloodTop4

-Soy Nadine Heerkens-Wells. Usted debe de ser Vicky Nelson.

La mujer que se le acercaba con la mano tendida compartía una serie de rasgos con Peter y Rose: los mismos ojos separados en una cara puntiaguda, la misma melena de pelo espeso —en su caso, un negro ceniciento veteado de gris— y la misma mano de dedos cortos y llena de callos.

No obstante, sus ojos estaban ensombrecidos y detrás de aquella sombra se agazapaba una pérdida tan profunda, tan intensa, que no podía esconderse y jamás podría borrarse del todo. Vicky tragó hondo, sorprendida por la fuerza de su reacción frente al dolor de la otra mujer.

A primera vista, Vicky no albergaba la menor duda de que se encontraba frente a la persona al mando y la expresión de Nadine demostraba que su sonrisa de bienvenida se había formado a partir de un gruñido de advertencia. Supongo que no tiene razones para confiar en mí, al margen de lo que Henry pueda haberle contado. Manteniendo una expresión diplomática y neutra, privada de todo desafío, Vicky se cuidó de no aplicar al apretón más fuerza de la que recibía, a pesar del repentino impulso de enfrentarse a la otra.

—Espero serles de alguna ayuda —dijo, recurriendo a la voz que solía utilizar cuando estaba de servicio, al tiempo que recibía con toda franqueza la mirada de la otra mujer.

El peso de una personalidad poderosa y abrumada por el dolor la golpeó casi como si fuera un ataque físico y entornó su propia mirada como respuesta.

A su alrededor, los demás licántropos aguardaron en silencio la decisión de la hembra dominante. Henry, de pie a un lado, observaba con las cejas fruncidas en un gesto de preocupación. Para que Vicky pudiera trabajar de manera eficaz, las dos mujeres tendrían que aceptarse mutuamente como iguales, les gustara o no.

Los ojos de Nadine eran castaños y estaban enmarcados por una franja dorada alrededor de las pupilas. Unas arrugas profundas envolvían sus bordes y los párpados parecían magullados.

Puedo vencerla, pensó Vicky. Soy más joven, más fuerte y… he perdido la cabeza. Forzó a relajarse a los músculos de su rostro mientras trataba de ignorar la imperativa percepción de poder que la asaltaba.

—No sabía que Londres estuviera tan lejos de Toronto —señaló en tono familiar, como si no se hubiese dado cuenta de que en la habitación casi podía palparse la tensión.

—Debe de estar cansada después de un viaje tan largo —contestó Nadine, y sólo Vicky percibió el reconocimiento de lo que acababa de ocurrir entre ellas—. Pase y siéntese.

Entonces ambas apartaron la mirada.

De inmediato, Vicky y Henry se encontraron rodeados de calurosos apretones de manos y hocicos húmedos y fueron arrastrados hasta las sillas que rodeaban la enorme mesa de la cocina. Henry se preguntaba si Vicky se daba cuenta de que acababa de ser aceptada como una especie de miembro auxiliar de la manada, como le ocurriera a él en su día. Había pasado largas horas al teléfono durante las dos últimas noches, discutiendo por esa aceptación, convenciendo a Nadine de que desde fuera de la manada Vicky tendría escasas posibilidades de encontrar al asesino, de que Vicky no traicionaría a la manada más de lo que lo traicionaría a él, sabedor de que la aceptación de Nadine estaría en todo caso supeditada al encuentro que acababa de producirse.

—Sombra, quieto.

El cachorro negro —más o menos del tamaño de un pastor alemán pequeño— que había estado dando saltos alrededor de las rodillas de Vicky mientras lanzaba ladridos estridentes, se convirtió repentinamente en un pequeño niño desnudo de unos seis o siete años que volvió una mirada llena de reproche hacia su madre.

—Pero mamá —protestó—. Me dijiste que había que ladrar siempre a los extraños.

—Ella no es ninguna una extraña —le dijo su madre, mientras se inclinaba para apartarle el pelo negro y polvoriento del rostro—. Es la señorita Nelson.

El muchacho puso los ojos en blanco.

Eso ya lo sé, pero no la conozco y eso la convierte en una extraña.

—No seas bobo, Daniel. Mamá ha dicho que está bien —señaló con un tono reservado en exclusiva para los hermanos menores una de las dos adolescentes idénticas que se sentaba en un sillón junto la ventana.

—Y además ha venido con Henry —añadió la otra, utilizando exactamente el mismo tono.

—Y si fuera una extraña —concluyó la primera—, no habrías cambiado delante de ella. Así que no es ninguna extraña. Así que cállate.

El niño sacudió la cabeza.

—Pero sigo sin conocerla…

—Entonces ve a conocerla cuanto antes —sugirió su madre mientras le daba la vuelta para volverlo hacia Vicky— y así podremos tener un poco de paz.

A pesar de que lo estaba observando atentamente, Vicky no pudo precisar el momento exacto de la transformación, el momento en el que Daniel volvió a convertirse en Sombra. Un instante un niño pequeño, al siguiente, un pequeño perro… No tan pequeño, en todo caso y no puedo llamarlos perros. Aunque tampoco son lobos del todo. Un hocico frío se apretó contra la parte trasera de su rodilla y ella se sobresaltó. ¿Esto lo convierte en un niño o en un cachorro? Me temo que va a ser complicado. Tratando de no dejar que este debate interno se reflejara en su rostro, extendió el brazo y sostuvo la mano en alto.

Sombra la olisqueó concienzudamente y entonces apretó su cabeza bajo los dedos. Su pelaje era todavía una suave pelusa.

—Si comienza a acariciarlo, señorita Nelson, tendrá que pasarse toda la noche haciéndolo —le dijo una de sus hermanas con un suspiro.

Sombra levantó el hocico, le dio la espalda con toda intención y se apoyó contra las piernas de Vicky tal como Huracán había hecho con Rose la otra noche en el apartamento de Henry. Lo que recordó a Vicky…

—¿Dónde están Rose y Peter? Peter… —se detuvo y sacudió la cabeza—, quiero decir, Huracán, me recibió en el coche y estaba segura de haber visto a Rose… o sea, Nube, cuando entré.

—Han ido a buscar a su tío Stuart —dijo el hombre canoso que había junto a Henry. Aunque también él había tomado parte en la bienvenida, estas eras las primeras palabras que pronunciaba. Extendió la mano sobre la mesa. Una antigua cicatriz arrugaba la piel de su antebrazo. Aunque Vicky no podía asegurarlo con toda certeza, parecía una dentellada—. Soy Donald Heerkens, su padre.

—Yo soy Jennifer —intervino la más próxima de las dos muchachas que se encontraban en el sillón antes de que Donald pudiera decir nada más.

—Y yo Marie.

¿Y cómo demonios consigue la gente diferenciaros?, se preguntó Vicky. Al menos cuando estaban sentadas parecían ser exactamente de la misma talla y sus expresiones eran idénticas. Claro que yo no soy la persona más apropiada para juzgarlo. A esa edad todos los chicos me parecen iguales

Las dos respondieron con una risilla a la mirada de falso enfado de su tío.

—Así que ahora ya conoce a todo el mundo —continuó Marie.

—A todo el mundo salvo a papi —añadió Jennifer—, porque a Rose y Peter ya se los han presentado —ambas sonrieron al unísono. Incluso sus hoyuelos eran idénticos.

Papi debía de ser Stuart, pensó Vicky; el marido de Nadine, el padre de Daniel, el cuñado de Donald y el tío de Peter y Rose. El macho dominante. Conocerlo iba a resultar interesante.

—Es estupendo que lo ignoren a uno en su propia casa —gruñó un vozarrón desde la puerta.

Sombra abandonó corriendo los dedos de Vicky, atravesó la cocina ladrando como un pequeño y peludo maníaco y se encaramó de un salto al hombre que acababa de entrar en la casa… quien lo cogió al vuelo, lo volteó por encima de su cabeza y lo volvió de espaldas.

Vicky no necesitaba ninguna presentación. La misma fuerza de personalidad que distinguía a Nadine era evidente en él e, indudablemente, resultaba muy masculino. También estaba muy desnudo, lo que añadía considerable peso a la anterior afirmación. Vicky tenía que admitir que estaba favorablemente impresionada pues para un hombre de un metro setenta nunca hubiera esperado más de diez centímetros. Juzgando con estándares humanos, que a pesar de las advertencias de Henry, era todo lo que Vicky tenía para juzgar, parecía ser unos cinco años más joven que su esposa. Su pelo —todo su pelo y tenía mucho por todo el cuerpo— no mostraba una pizca de gris.

—Stuart… —Nadine tomó unos pantalones azules del respaldo de su silla y se los arrojó a su marido.

Él los cogió con una mano mientras seguía sosteniendo a Daniel con la otra y los observó con disgusto. Entonces se volvió y miró directamente a Vicky.

—No me gusta demasiado la ropa, señorita Nelson —le dijo. Evidentemente era tan consciente de su identidad como ella de la suya—. Estorba el cambio y con este calor resulta muy incómoda. Si va a pasar algún tiempo por aquí, será mejor que se vaya acostumbrando a lo poco que llevamos.

—Es su casa —contestó Vicky con franqueza—. No es cosa mía decir lo que debe o no llevar.

Él estudió su cara un momento y entonces, repentinamente, estalló en carcajadas. Ella tuvo la sensación de que acababa de pasar alguna clase de examen.

—Los humanos suelen preocuparse por la ropa.

—Yo reservo mis preocupaciones para cosas más importantes.

Henry contuvo una sonrisa. Desde que se conocieran, había tratado de averiguar si Vicky era una persona infinitamente adaptable a las circunstancias o, sencillamente, alguien tan concentrado en sus propósitos que ignoraba cualquier cosa que no condujese directamente hacia ellos. Después de ocho meses de observación, todavía no había conseguido acercarse un ápice a la respuesta.

Después de arrojar los pantalones a un lado, Stuart le tendió una mano.

—Encantado de conocerla, señorita Nelson.

Ella le devolvió tanto la sonrisa como el apretón, con cuidado de no hacerlo con demasiada fuerza. Demasiada fuerza para molestar a un hombre lobo desnudo. Sí. Vale.

—Lo mismo digo. Por favor, llámame Vicky.

—Vicky —entonces se volvió hacia Henry y, con la máxima sutileza, su sonrisa se convirtió en otra cosa. Volvió a tender la mano—. Henry.

—Stuart —la sonrisa era una advertencia, no un desafío. Henry lo sabía y lo reconocía. Podía cambiar para convertirse en un desafío muy rápidamente y ninguno de los dos deseaba que eso ocurriera. Mientras Henry permaneciera en su lugar, la situación seguiría siendo tensa pero estable.

Ajeno a las poses de los adultos, Daniel se debatió contra el abrazo de su padre, descubrió que era lo suficientemente amplio como para permitirle cambiar, lo hizo y comenzó a ladrar. Su padre lo depositó en el suelo en el mismo instante en que Nube y Huracán entraban en la casa.

Durante los siguientes instantes, los dos mayores permitieron a su primo pequeño que los atacara y la lucha se vio aderezada por toda clase de gruñidos, mordiscos y aullidos de dolor fingido… al menos Vicky asumió que era fingido. Puesto que ninguno de los adultos parecía preocupado por la batalla, Vicky aprovechó el momento que le ofrecía para echar un vistazo a su alrededor.

El mobiliario de la cocina era sólido y viejo y los muchos años de uso lo habían dejado un poco desgastado. La gran mesa de madera podía ofrecer asiento con facilidad a ocho personas, o a doce sin que estuvieran apelotonados. Aunque las sillas tenían marcas de mordiscos en cada una de sus patas, habían sido construidas —a juzgar por la que daba asiento a Vicky— para durar y seguían firmemente plantadas sobre el gastado suelo de linóleo. El sillón en el que se sentaban las dos gemelas, situado bajo la ventana, junto a la puerta trasera, debía de haber sido comprado allá por los años cincuenta y probablemente no había abandonado aquel rincón desde entonces. La nevera parecía nueva, al igual que el horno eléctrico. De hecho, el horno eléctrico parecía tan nuevo que Vicky sospechó que se usaba en contadas ocasiones. La vieja estufa de leña del rincón opuesto no debía de ser sólo una fuente de calor para el invierno sino la cocina principal. Si es que cocinaban. No se le había ocurrido preguntar a Henry lo que comían los licántropos y si se esperaba de ella que los acompañara. La visión repentina de un pedazo de carne sangrante con una guarnición de humeantes vísceras hizo que su estómago se encogiera. La pared norte estaba cubierta por alacenas y la sur por puertas que conducían, presumió Vicky, al resto de la casa.

Para su olfato de ciudad aquella cocina, por decirlo de una manera franca, olía. Olía a antiguo humo de madera, a excremento de oveja —y muy probablemente, si es que ella tenía alguna idea de a qué olían las ovejas, a ellas mismas—, así como, de manera muy intensa, a… vaya, licántropo. No era una combinación desagradable pero indudablemente resultaba intensa.

El trabajo doméstico no parecía encabezar la lista de prioridades de los licántropos. Vicky no tenía problemas con eso, tampoco era uno de sus diez pasatiempos favoritos. A su madre, sin embargo, le hubiera dado un ataque al ver los manojos de pelos que se acumulaban en todos los rincones.

Claro que a mi madre le hubiera dado un ataque ante toda esta situación

Peter se levantó y alzó en vilo al belicoso Sombra hasta tenerlo a la altura de sus hombros —las patas delanteras en su mano izquierda y las traseras en la derecha—, cuidándose de mantener las partes más sensibles y sobresalientes de su anatomía alejadas de los dientes del cachorro.

… así que supongo que es una suerte que no se encuentre aquí.

Justo cuando Vicky comenzaba a preguntarse si no debería sacar a colación la razón de su visita, Stuart se aclaró la garganta. Peter soltó a Sombra, ofreció una sonrisa de bienvenida a Vicky y a Henry, se transformó y se hizo un ovillo en el suelo, junto a su gemela. Sombra dio un último ladrido exhausto y fue a desplomarse, jadeando, a los pies de su madre. Todos los demás, los dos visitantes incluidos, se volvieron hacia Stuart con aire expectante.

Y no ha hecho más que aclararse la garganta. Vicky volvía a estar impresionada. Si pudiese embotellar ese vozarrón haría una fortuna.

—Henry nos ha asegurado que es usted de confianza, señorita Nelson… Vicky —sus ojos eran del azul pálido de un perro esquimal, asombrosamente luminosos bajo las tupidas cejas color castaño—. Me figuro que es consciente de que las cosas serían muy desagradables para nosotros si el mundo supiera de nuestra existencia.

—Soy consciente de ello —y lo era, razón por la cual decidió no sentirse insultada por el comentario—. Aunque es evidente que alguien sí que la conoce.

—Sí —cómo era posible que una palabra sibilante como aquella fuera pronunciada con un gruñido era algo que a Vicky se le escapaba. Pero así había sido—. Hay tres humanos en este territorio que conocen la existencia de la manada. Un anciano médico de Londres, el guarda del coto de caza local y el compañero de Colin.

—Colin es el agente de policía —no era una pregunta. Un hombre lobo en el Cuerpo de Policía de Toronto era un fenómeno que no se olvidaba fácilmente. Extrajo un cuaderno de notas y un bolígrafo de las profundidades de su bolso—. Los gemelos… me refiero a Peter y Rose, lo mencionaron.

La expresión de Donald parecía más confundida que orgullosa.

—Es mi hijo mayor. Ha sido el primero de nosotros en tener lo que podría llamarse un trabajo.

—El primero en terminar el instituto. —Dijo Nadine. Al ver la expresión de Vicky, añadió—. Por lo general, el instituto es para nosotros demasiado… estresante. La mayoría de nosotros lo abandona en cuanto le es posible —sus labios se torcieron para esbozar lo que Vicky supuso que era una sonrisa—. El problema es que están consiguiendo que cada vez resulte más difícil abandonarlo al mismo tiempo que cada vez resulta más difícil quedarse.

—El mundo se vuelve más pequeño —dijo Henry con voz pausada—. Los licántropos se ven forzados a integrarse. Más tarde o más temprano, acabarán por ser descubiertos —no albergaba la menor duda sobre el trato que los mortales depararían a los licántropos; los considerarían animales. Y eso si es que les permitían seguir viviendo. Cuando algo tan insignificante como el color de la piel tenía tanta importancia, ¿qué posibilidades podían tener los licántropos?

Vicky estaba pensando más o menos lo mismo.

—Bueno —su tono no dejaba lugar a la discusión—. Esperemos entonces que sea más bien tarde. Estoy asombrada de que hayan logrado reducir la lista a tres personas.

Stuart se encogió de hombros y los músculos bajo la espesa mata de pelo negro de su pecho se tensaron.

—Somos discretos y los humanos son muy buenos para creer lo que quieren creer.

—Y para ver lo que quieren ver —añadió Donald, arrugando con regocijo la piel que rodeaba a sus ojos.

—O para no ver —dijo Marie con una risilla.

Todos los licántropos, independientemente de su tamaño, asintieron al unísono; todos menos Sombra, que se había quedado dormido con la barbilla apoyada sobre el pie desnudo de su madre.

—¿Y qué me dicen de aquellos que podrían sospechar lo que ustedes son? —preguntó Vicky. En la mayoría de los casos, los asesinos conocían a sus víctimas. A menudo, los casos en los que no ocurría así eran los que nunca se resolvían.

—No hay nadie.

—¿Perdón?

—No hay nadie —repitió Stuart.

Era evidente que creía lo que estaba diciendo pero Vicky pensaba que se estaba engañando. Un sonido a su derecha atrajo su atención hacia los dos licántropos que descansaban sobre el suelo. Nube parecía querer mostrar su desacuerdo. O puede que sólo quiera salir de paseo. ¿Cómo demonios voy a saberlo?

—Ustedes tienen contacto con los humanos. Los más jóvenes, por lo menos, de manera regular —el ademán de Vicky se dirigió hacia ambas parejas de gemelos—. ¿Qué hay de sus compañeros del colegio? ¿Y de los profesores?

—Nunca cambiamos en el colegio —protestó Marie.

Jennifer balanceó la cabeza como para apoyar sus palabras, haciendo volar de arriba abajo su pelo rojizo.

No podemos cambiar cuando estamos vestidos.

—Y como en el colegio estáis vestidas, no podéis cambiar —parecían complacidas al ver que lo comprendía tan deprisa—. Debe de ser frustrante…

Marie se encogió de hombros.

—No está tan mal.

—¿Y nunca habéis querido contarle a otras personas lo que podéis hacer? ¿Enseñarles vuestra otra forma?

En el silencio que siguió, el gruñido de Stuart sonó alto y muy amenazador. Las chicas la miraron como si acabase de decir algo indecente.

—Vale, supongo que no. —No los juzgues con parámetros humanos. Trata de recordarlo—. ¿Y qué hay de vuestros… amigos especiales?

Huracán y Nube no reaccionaron. Marie y Jennifer parecían confundidas.

—¿Novios?

Ambas chicas arrugaron la nariz a un tiempo en idéntico gesto de desagrado.

—Los humanos no huelen bien —le explicó Stuart, parco—. Esa clase de cosas no pasa nunca.

—¿No huelen bien?

—No.

Vicky decidió dejarlo así. Realmente no tenía intención de enzarzarse en una discusión sobre los criterios de emparejamiento de los hombres lobo. No a esas horas de la noche. No obstante, había dos cosas que no podía ignorar. La primera seguía provocándole incomodidad y, después de casi un año trabajando por su cuenta, no había conseguido dar con un medio menos tosco de sacarla a colación.

—Por lo que se refiere a mis honorarios…

—Podemos pagarlos —dijo Stuart y asintió cuando ella mencionó la cifra.

—Muy bien —entrelazó los dedos y, durante un momento, se quedó mirando fijamente al dibujo que habían formado—. Una cosa más. Cuando haya descubierto al responsable, ¿qué ocurrirá? No podemos llevarlo ante los tribunales. No se le podrá acusar de asesinato ante la ley sin revelar la existencia de su gente.

Stuart sonrió y, a pesar del calor, Vicky sintió que un escalofrío recorría su espalda.

—Se le podrá acusar ante nuestra ley. La ley de la manada.

—¿Está hablando de venganza?

—¿Por qué no? Ha matado a dos de nosotros sin razón y sin causa. ¿Quién tendría más derecho a ser su juez y su jurado?

Sí. ¿Quién?

—No hay otra manera de impedir que siga asesinando —dijo Henry con voz tranquila. Creía comprender las vacilaciones de Vicky, siquiera de una manera abstracta. Para la ética del siglo XVI, a diferencia de lo que ocurría con la del XX, la justicia era más importante que la ley.

Lo que se estaba planteando, advirtió Vicky, era la cuestión de cuál de las vidas tenía más valor: la de la gente que se encontraba en aquella habitación o la del maníaco, uno o más de uno, que los estaba abatiendo lenta y meticulosamente. Expresado así no parecía una pregunta demasiado difícil.

—Hablemos de las tres personas que saben de su existencia. Me gustaría investigarlos.

—Ya los hemos investigado nosotros… —comenzó a decir Donald, pero Stuart lo cortó en seco.

—Es demasiado tarde para hacer algo esta misma noche. Mañana le daremos la información.

Como ya le habían dicho a Vicky, ellos habían tratado de ocuparse del asunto por sí solos después de la muerte del gemelo de Nadine. No la sorprendía que ya hubiesen hecho algunas averiguaciones. Ojalá no hubiera sido así; en su dilatada experiencia, los aficionados sólo lograban enturbiar las aguas.

—¿Descubrieron algo?

Stuart suspiró mientras se pasaba ambas manos por los cabellos.

—Sólo lo que ya sabíamos; el doctor Dixon es un anciano que no nos ha traicionado en cuarenta años y es poco probable que vaya a empezar ahora. Arthur Fortrin se marchó al norte a finales de julio y no regresará hasta la semana del Día de los Trabajadores[1]. Y el compañero de Colin, Barry, tenía tanto la habilidad como la oportunidad para hacerlo.

Vicky tamborileó con el bolígrafo sobre el papel.

—La cosa no tiene buena pinta para Barry.

—No —dijo Stuart—. Puede usted jurarlo.

sep

—¡Eh, Colin! Espera un segundo…

Colin suspiró y se apoyó contra la puerta abierta de la camioneta. La verdad es que no había mucho más que él pudiera hacer; arrojarse al interior y marcharse quemando rueda y envuelto en una nube de polvo no contribuiría a mejorar las cosas. Observó a su compañero cruzar el oscuro aparcamiento, sorteando los coches de los miembros del turno de noche, con las cejas fruncidas en una profunda «v» y con el aspecto de alguien que quisiera muchas respuestas. Exactamente la situación que Colin había estado tratando de evitar.

—¿Qué es lo que te pasa, Heerkens? —Barry Wu se detuvo en seco y lo miró fijamente. Un hilillo de agua se escurrió por su rostro desde el pelo mojado y se lo limpió con un gesto colérico—. Primero actúas como un gilipollas integral durante todo el turno y luego te largas mientras estoy en la ducha sin un mal «Hasta mañana» o «Qué te jodan».

—Eres mi compañero, Barry, no mi pareja —como intento de quitarle hierro al asunto, había resultado un completo fracaso; Colin todavía podía oler su enfado. Se esforzó al máximo para no responder a ello y se tragó el gruñido que comenzaba a formarse en su garganta antes de que resultara audible.

—Tú lo has dicho, tu compañero. Dejando a un lado el hecho de que pensaba que también era tu amigo, como compañero tengo derecho a saber qué es lo que te pasa.

—Son cosas de la manada…

—¡Y una mierda! Cuando afecta a tu trabajo… a nuestro trabajo, también es cosa mía. El turno de tres a once ya tiene suficientes problemas sin ti y tu actitud hacia ellos.

Está bien. Si tanto quieres saberlo, creemos que has asesinado a dos miembros de mi familia. Sólo que Colin no lo creía, no podía creerlo… y tenía que creerlo. Había registrado la taquilla de Barry, el maletero de su coche, incluso, a toda prisa, su apartamento, una tarde después de que salieran a tomar unas cervezas. No había encontrado nada, aparte de los rifles que la manada ya sabía que poseía. Ninguna señal que indicara que hubiera estado utilizando balas de plata. Y no habían encontrado su olor en los bosques. Si Barry era el responsable de las dos muertes, no estaba dejando ninguna pista. Pero si no era el responsable, Colin no había podido encontrar nada que lo exonerara.

Colin quería preguntárselo directamente. El líder de la manada se lo había prohibido. Desgarrado por el conflicto entre la ley de la manada y esta lealtad nueva, Colin casi había alcanzado el punto en el que no podría soportarlo más.

Se introdujo en la camioneta y cerró dando un portazo.

—Mira —gruñó—. Me gustaría contártelo pero no puedo. ¡Déjalo estar! —arrancó el motor y abandonó el aparcamiento haciendo chirriar las ruedas. Sabía perfectamente que Barry no le haría caso. Se preocuparía por ello y le hincaría el diente, como hacía Sombra con las zapatillas, hasta que lo redujese a pedazos y pudiese ver de qué se trataba. Colin no estaba impaciente por volver al trabajo al día siguiente.

Sin embargo, todavía quedaba mucho tiempo hasta la noche del día siguiente y era posible que esa investigadora privada de Toronto a la que la manada había accedido a contratar gracias a la insistencia de Henry Fitzroy pudiese arrojar un poco de luz sobre el asunto.

sep

Observó a Colin regresar a su casa. Su mal humor resultaba evidente incluso a través de la mira. Con el dedo suavemente apoyado sobre el gatillo, lo siguió desde la camioneta hasta la casa pero, a pesar de que tenía un disparo franco, no pudo decidirse a aplicar la necesaria presión. Se decía a sí mismo que era demasiado peligroso, que había otros muchos demasiado cerca, pero en el fondo de su corazón sabía que era por el uniforme. Colin tendría que morir en su otra forma.

Unas sombras se movieron al otro lado de las ventanas y entonces las luces de la cocina se apagaron y la granja entera se sumió en las sombras. Un fuego hubiera podido acabar con todos ellos, pero dudaba que pudiese aproximarse lo suficiente para poder encenderlo.

Poniendo sumo cuidado en permanecer con el viento en contra, rehizo el camino de vuelta a la carretera y a su coche. Sus viejas habilidades estaban ahora al servicio de nuevos propósitos. Aunque el reconocimiento de aquella noche le había proporcionado muy poca información nueva y no había tenido siquiera la oportunidad de acabar con alguno de ellos, el hecho de haber logrado acercarse tanto a la casa lo había convencido de que su triunfo sólo era cuestión de tiempo.

No obstante, tenía que considerar también la presencia de aquellos visitantes.

Hasta que hubiese determinado quiénes eran y lo que eran, no actuaría contra ellos. No cargaría sobre su conciencia el asesinato de inocentes.

sep

Henry permanecía de pie junto a la cama, observando dormir a Vicky. Tenía un brazo sobre la cabeza y el otro extendido a lo largo del vientre. La sábana, como la oscuridad, apenas lograba ocultarla de su vista. Contempló su respiración, escuchó el ritmo de sus latidos, siguió el camino de su sangre mientras palpitaba en la garganta y las muñecas. Incluso estando dormida, su vida era como en faro en medio de la habitación.

Sintió que su hambre crecía.

¿Debía despertarla?

Dormía con los bordes de los labios ligeramente curvados hacia arriba, como si guardase un secreto placentero.

No. Ella ya había tenido demasiadas cosas extrañas por una sola noche. Podía esperar.

Con suavidad, con mucha suavidad, pasó un dedo por la suave piel del interior de su brazo y susurró:

—Mañana.

sep

Durante un breve instante después de despertarse, Vicky no supo dónde se encontraba. La luz del sol pintaba oro fundido sobre el interior de sus párpados pero, por agradable que pudiera resultar, no debería estar allí. La ventana de su dormitorio daba a un callejón estrecho y, más allá de este, a la ventana de otro dormitorio de modo que, aun en el caso de que hubiera dejado las cortinas abiertas, cosa que nunca hacía, no hubiera podido entrar aquella luz.

Entonces recordó y abrió los ojos. El techo era una mancha azul recorrida por una mancha amarilla. Extendió el brazo hacia la derecha y sus dedos tantearon sobre la mesita de noche hasta encontrar las gafas. Se las puso y las manchas se desvanecieron, aunque el techo no cambió de forma significativa. Seguía siendo azul. El amarillo era una franja inclinada de luz del sol que se escurría por el espacio existente entre las delgadas cortinas de algodón. Su habitación, la antigua habitación de Sylvia, estaba situada evidentemente en el lado oriental de la casa. Se levantó.

La forma negra que ocupaba el borde izquierdo de los pies de la cama le causó un segundo de pánico hasta que reconoció a Sombra. Abandonó cuidadosamente la sábana para no despertarlo y estaba a punto de levantarse cuando se dio cuenta de que la puerta del dormitorio estaba abierta de par en par y, dado el ángulo en el que se encontraba la cama, sería completamente visible para cualquier que pasase por delante.

Completamente visible.

Vicky odiaba llevar pijamas y, aunque se había traído una camiseta para dormir, la noche pasada había hecho tanto calor que no se había molestado en ponérsela. Sombra no le preocupaba demasiado —principalmente porque hasta el momento había evitado pensar en él como en Daniel— pero los primos, el tío o el padre de sombra… especialmente el padre, eran harina de otro costal. Y, encima, podía oler el aroma del café, de modo que sabía que alguien estaba despierto. Bueno, no puedo quedarme en la cama todo el día… Apretándose los machos —de manera metafórica— cruzó a toda prisa el corto trecho de linóleo y cerró la puerta. Sombra se frotó el hocico con una de sus grandes patas pero no despertó. Sintiéndose mucho más segura, Vicky se puso ropa interior limpia y comenzó a colocarse el sujetador. Tendría que hablar con Som… con Daniel en cuanto se despertara, pues estaba segura de haber dejado cerrada la puerta de la habitación la pasada noche.

La puerta se abrió.

Jennifer, o quizá Marie, entró en el cuarto.

El hecho de que, de las dos, fuera Vicky la que llevara más ropa, no era un gran consuelo.

—Hola. Mamá me ha enviado a ver si ya estabas despierta. Ya sé que es muy temprano pero la tía Sylvia siempre decía que el sol en esta habitación era como la alarma de un despertador. ¿Vienes?

—Eh… sí.

—Estupendo —sacudió la cabeza mientras miraba el sujetador de Vicky—. Chica, no sabes lo contenta que estoy de no tener que usar uno de esos nunca —echó un vistazo a su alrededor y suspiró prolijamente—. Así que es aquí donde se había metido ese enano. Si te molesta échalo sin contemplaciones.

—Yo… sí, lo haré.

Vicky volvió a cerrar la puerta tan pronto como la tupida cola de aquel licántropo adolescente y de largas patas hubo abandonado el umbral.

Algo que Henry le había dicho la pasada noche mientras subían juntos las escaleras, cobraba ahora todo su sentido.

En el seno de la manada, los hombres lobo carecen de sentido de la privacidad.

Terminó de vestirse en un tiempo récord y decidió no tomar un baño. Después de que su padre se marchara cuando tenía diez años, su madre y ella habían estado solas. Con la excepción del año pasado en la universidad, cuando no tenía elección, había pasado sola toda su vida adulta. Algo le decía que el compañerismo de esta familia en medio de la que se encontraba iba a debilitarse muy deprisa…

sep

Con los codos encima de la mesa de la cocina, bebiendo a sorbos un café muy bueno, Vicky trató de aparentar que el hecho de que una mujer medio desnuda la acompañara en el desayuno era algo que le ocurría todas las mañanas.

—El vinilo de las sillas se pega —le había explicado Nadine mientras se alisaba la falda de algodón antes de tomar siento. Se la había atado de manera que pudiera quitársela con un simple tirón.

Aparentemente, la decisión tomada por Stuart la noche pasada de no utilizar los pantalones cortos había proporcionado al resto de la familia la oportunidad de vestirse como les placía. Es decir, de no hacerlo. Dado que el calor reinante ya había provocado que apareciera una mancha húmeda en forma de «v» en la espalda de Vicky, comenzaba a pensar que ese «no hacerlo» no era tan mala idea. No podía sino reparar en las numerosas prendas que había desperdigadas por toda la casa, preparadas para ser utilizadas si se presentaba un extraño.

Pero si es alguien al que no queremos ver —le había confirmado Nadine—, permanecemos en forma peluda y lo ignoramos. Considerando el tamaño de sus «formas peludas» Vicky estaba dispuesta a apostar que no tenían problema alguno de allanamientos.

Desde el lugar en el que se sentaba, podía ver el exterior a través de la mayor de las tres ventanas de la cocina. La vista incluía una descuidada extensión de césped, un edificio destartalado ligeramente inclinado hacia el oeste y que parecía ser un garaje y, más allá de este, el corral. Mientras Vicky observaba, Huracán levantó la cabeza y bostezó. Se puso lentamente en pie, se estiró y se rascó de forma vigorosa. Su oscuro pelaje bermejo despedía destellos bajo la luz del sol de la mañana. Olisqueó a Nube, que lo ignoró. Acurrucándose a medias, colocó su hocico bajo la mandíbula de ella y lo levantó. Alzó la cabeza unos quince centímetros y la dejó caer. Ella siguió ignorándolo. Lo hizo de nuevo. La tercera vez, Nube se dio la vuelta, cambió y agarró el hocico de Huracán con ambas manos.

—Estamos al final de una carretera muy larga —dijo Nadine, anticipándose a la pregunta de Vicky—. La casa no puede verse desde el camino y, con la excepción del cartero, casi nadie la utiliza aparte de nosotros.

En el exterior, sobre el césped, Nube persiguió a su hermano dos veces alrededor de un árbol y luego ambos desaparecieron de la vista.

El sonido de unas pezuñas sobre el linóleo atrajo de nuevo la atención de Vicky al interior de la casa, pero era sólo Sombra, que bajaba las escaleras y se dirigía a la cocina. Se sentó frente a la nevera, la rascó una vez con la pata y entonces se transformó y la abrió.

—Mamá, no hay nada para comer.

—No tengas la puerta de la nevera abierta, Daniel.

El niño suspiró pero obedeció. Vicky se maravilló al comprobar que algunas cosas eran universales…

—Si tienes hambre, ¿por qué no vas al granero y cazas unas ratas?

… y otras no.

Daniel volvió a suspirar, se acercó a su madre arrastrando los pies y se apoyó sobre su hombro.

—No sé si tengo tanta hambre como para comer ratas.

Nadine sonrió mientras apartaba el pelo de la frente del niño.

—Si coges una y no te la quieres comer, puedes traérmela.

Aparentemente, esto resolvió todos los problemas porque, acto seguido, Sombra apoyó las dos patas delanteras sobre el regazo de Nadine y le dio un lametazo en la cara antes de salir disparado hacia el exterior. Vicky pudo ver que la puerta principal había sido preparada para que se abriera en ambas direcciones y carecía de un picaporte que impidiera que un hocico o una pezuña la abrieran de un empujón.

—Crecen tan deprisa… —dijo Nadine con aire reflexivo al tiempo que atrapaba una mosca que revoloteaba a su alrededor.

Durante un momento horrorizado, mientras la rata seguía causando problemas en sus pensamientos, Vicky temió que Nadine fuera a comérsela, pero la mujer se limitó a aplastarla y arrojarla al suelo. Considerándolo todo, era mucho más sencillo no ocuparse de las asquerosas tareas domésticas. Vicky alejó de un manotazo una mosca que se encontraba junto al borde de su propia taza y trató por todos lo medios de mantener una mentalidad abierta. Ratas. Bien. Si no como hasta la caída del sol es posible que Henry me lleve a un McDonalds.

—Nube tendrá su primer celo este otoño. —Nadine continuó hablando en el mismo tono, mientras se limpiaba la mano sobre el tejido de su falda—, así que, dentro de muy poco tiempo, Peter se marchará.

—¿Se marchará? —allá en el césped, Sombra acechaba al penacho de la cola de Huracán.

—Sería demasiado arriesgado dejar que se quedara. Probablemente lo enviemos lejos a principios de noviembre.

—Pero…

—Cuando Nube tenga el celo, Huracán se volverá loco tratando de llegar a ella. Es mejor para todos los interesados que los machos estén lejos cuando sus compañeras de camada —sus gemelas— maduran —su voz tembló ligeramente mientras añadía—. Los lazos que unen a los gemelos son muy fuertes entre los de nuestra raza.

—Rose comentó algo similar. —Vicky siguió con un dedo el contorno del dibujo de su taza, sin saber si debía decir algo sobre la muerte de Sylvia. El dolor que ensombrecía los ojos de Nadine era tan intensamente personal que la simpatía podía ser recibida como una forma de intrusión. Las uñas de Nadine golpetearon contra la mesa.

—Los licántropos consideramos la muerte una consecuencia natural de la vida —dijo, comprendiendo las vacilaciones de Vicky—. Nuestro luto es concreto y pasa pronto. Jason era mi hermano y lo echo de menos pero con la muerte de mi gemelo siento como si hubiera perdido una parte de mí misma.

—Comprendo.

—No, no lo hace. No puede —entonces la voz de Nadine se tornó un gruñido. Sus labios se echaron atrás y dejaron ver los colmillos—. Cuando haya encontrado a ese animal que utiliza un arma de cobarde, pagará por todo el daño que ha causado.

Vicky se dio cuenta de lo fácil que era olvidar para qué se encontraba allí; dejarse envolver por lo insólito de la situación y olvidar el hecho de que dos personas habían sido asesinadas. Sí, algunos aspectos del caso eran un poco inusuales. ¿Y qué? Depositó la taza sobre la mesa, sin darse cuenta de que su expresión era una réplica casi exacta de la de Nadine.

—Será mejor que empecemos.