BloodTop3

«LOS JAYS PIERDEN EN LA NOVENA»

—¡Mierda! —Vicky leyó el titular con la mirada entornada y decidió que el descubrir cómo se las habían ingeniado los Jays para fastidiarla esta vez no valía treinta centavos. No había ningún tranvía a la vista, de modo que se apoyó contra el cajetín de los periódicos. Inmediatamente se arrepintió de ello, porque el cajetín había pasado un día entero bajo el tórrido sol de agosto y estaba lo suficientemente caliente como para que se pudiera freír un bistec sobre él.

—Bueno. Esto sí que es lo que de verdad necesitaba —gruñó mientras se frotaba el enrojecido antebrazo. Le dolían y le picaban los ojos como consecuencia de la combinación de gotas y contorsiones a las que el oftalmólogo acababa de someterla y encima acababa de freírse quince centímetros cuadrados de piel. Y, por si fuera poco, el tranvía seguía sin aparecer.

—A la mierda. Será mejor que me vaya andando mientras todavía pueda ver la acera.

Dio una patada al cajetín de los periódicos mientras se ponía en marcha y comenzó a cruzar la calle desafiando a un Cámaro que atravesaba Broadview con luz ámbar. El conductor apretó el claxon mientras ella esquivaba el parabrisas delantero, pero la expresión que afloró a su rostro le hizo tragarse el comentario ofensivo que estaba a punto de añadir. Evidentemente, no todos los jóvenes que conducían Cámaros eran unos suicidas.

Cruzó el puente de la calle Gerrard confusa, tratando de mantener sus emociones bajo control.

Hasta aquella misma mañana creía haber asumido la enfermedad que la había obligado a abandonar la Policía metropolitana. No lo había aceptado de buen grado, claro que no, pero la rabia y la lástima de sí misma habían dejado de ser los factores capitales de su vida. Había mucha, mucha gente que sufría de retinitis pigmentosa y que se encontraba en peor estado que ella pero era difícil concentrarse en ese pensamiento cuando, a lo largo del último mes, había perdido otros dos grados de visión periférica y lo poco que le quedaba de visión nocturna había desaparecido casi por completo.

El mundo estaba adquiriendo a toda prisa las limitadas dimensiones de una exposición de diapositivas. Instantánea de la imagen al frente. Volver la cabeza. Instantánea de la imagen al frente. Volver la cabeza. Instantánea de la imagen al frente. Volver la cabeza. ¿Alguien podría dar las luces, por favor?

¿Qué mierda de ayuda voy a poder prestar a una manada de hombres lobo? ¿Cómo se supone que voy a detener a un asesino al que no puedo ver? La parte más racional de su mente se empeñaba en objetar que los licántropos estaban contratándola por sus habilidades detectivescas y su experiencia, no por sus ojos, pero ella no le prestaba la menor atención. A lo mejor tengo suerte y uno de ellos ha sido entrenado como perro lazarillo.

—¡Eh! ¡Victoria!

Frunciendo el ceño, miró a su alrededor. La rabia la había llevado casi hasta el cruce de Parliament con Gerrard, más lejos de lo que deseaba.

—¿Qué estás haciendo en esta parte de la ciudad?

Tony sonrió mientras se acercaba a ella.

—¿Qué ha sido del clásico «Hola, qué tal estás»?

Vicky suspiró, intentando no hacer pagar su mal día a Tony. Después de que hubiera recurrido a él en busca de ayuda y juntos hubiesen logrado salvar a Henry su relación había experimentado un cambio y ya no era la propia de una poli y un chico… además de que él no era un chico desde hacía ya mucho tiempo. Cuatro años antes, la primera vez que ella lo había detenido, no era más que un gamberro flacucho de quince. A lo largo de los años, se había convertido en su mejor par de ojos y oídos en la ciudad. Ahora parecían estarse moviendo hacia una relación en términos de mayor igualdad, pero los viejos hábitos tardaban en desaparecer y ella seguía sintiéndose responsable de él.

—Vale —se limpió una gota de sudor de la barbilla—. Hola, ¿qué tal estás?

—¿Cómo es que —preguntó él con aire distendido mientras empezaba a caminar a su lado—, cuando me preguntas «Qué tal estás», a mí me suena a «Cuánta mierda te has metido»?

—¿Y cuánta te has metido?

—Nada de nada.

Vicky giró la cabeza para mirarlo, pero él sonrió sin más, de forma beatífica, la verdadera imagen de la inocencia agraviada. Tenía muy buen aspecto, no podía negarse. Sus ojos parecían claros, tenía el pelo limpio y, de hecho, comenzaba a ganar algo de peso.

—Me alegro por ti. Ahora, volviendo a mi primera pregunta, ¿qué estas haciendo en esta parte de la ciudad?

—Vivo aquí —dejó caer la bomba con toda la indiferencia estudiada que un joven de apenas veinte años podía fingir.

—¿Que tú qué? —Vicky lanzó la exclamación a beneficio de Tony, dado que era evidente que él lo deseaba. La verdad es que su humor comenzaba a mejorar bajo la influencia del buen humor del muchacho.

—No es más que una habitación en un sótano —se encogió de hombros—. Nada importante. Pero tengo mi propio cuarto de baño. Nunca había tenido uno.

—Tony, ¿cómo lo pagas? —él había trabajado como chapero de forma eventual y ella deseaba con todas sus fuerzas que no hubiese decidido dedicarse a ello a tiempo completo. No sólo porque era ilegal sino porque ahora el fantasma del SIDA rondaba por todas partes.

—Debería decir que no es asunto tuyo… —mientras ella fruncía las cejas, él levantó una mano conciliadora—. Pero no lo haré. Tengo un trabajo. Empiezo el lunes. Henry conoce a un contratista que necesita un chapuzas.

—¿Un qué?

—Ya sabes, un chico para todo.

—¿Henry te ha buscado el trabajo?

—Sí. Y también el apartamento.

En todos los años pasados desde que conocía a Tony, lo máximo que había estado dispuesto a aceptar de ella era una comida ocasional y un poco de dinero a cambio de información. Henry Fitzroy lo conocía tan solo hacía cinco meses y le había cambiado la vida por completo. Vicky tuvo que distender los dientes antes de poder hablar.

—¿Has pasado mucho tiempo con Henry últimamente? —la pregunta estaba cargada de implicaciones.

Tony la evaluó un instante, entornando la mirada bajo el brillante sol de la tarde.

—No mucho. He oído que vas a estar correteando con él todo el fin de semana —mientras Vicky fruncía el ceño, se inclinó hacia ella y, con una voz que era una imitación perfecta de la presentación de una película de monstruos, dijo—. Hombres lobo.

—¿Ha discutido el caso contigo?

—Oye, sólo lo mencionó.

—Me sorprende que no te invitara a acompañarnos.

—Joder, Victoria. —Tony sacudió la cabeza—. No se puede hablar contigo cuando estás de ese humor. Relájate o algo y tómate las cosas con más calma, ¿eh? —se despidió con un gesto desenfadado y salió corriendo para coger el tranvía, que se había detenido junto al semáforo.

La respuesta de Vicky se perdió entre el sonido del tráfico y probablemente fue una suerte que fuera así.

sep

—¿Es por algo que he dicho?

Vicky no se molestó en apartar la cabeza del frío cristal de la ventanilla del coche. Las luces de la autopista no eran gran cosa como iluminación, de modo que no tenía mucho sentido volverse hacia un hombre al que no podía ver.

—¿A qué te refieres?

Su tono era tan agresivamente neutro que Henry sonrió. Se concentró durante un momento en deslizar el BMW en el exiguo espacio existente entre dos camiones y luego pasó al otro carril, donde logró adelantar a siete u ocho coches a máxima velocidad antes de alcanzar otra zona de tráfico congestionado.

—No me has dicho dos palabras corteses desde que te recogí. Me preguntaba si había hecho algo que te haya molestado.

—No —ella cambió de postura, tamborileó con los dedos sobre su rodilla y respiró profundamente—. Sí —no podía permitir que sus diferencias personales influyeran en el caso; las cosas ya serían suficientemente difíciles sin eso. Si no se encargaban ahora mismo de esto, era probable que más tarde se convirtiese en algo más peligroso—. Hoy he estado hablando con Tony.

—Ah —celos. Estaba claro—. Sabes que debo alimentarme de varios mortales, Vicky, y tú misma, la otra noche decidiste no…

Ella se volvió para lanzar una mirada feroz al contorno indistinto que su cuerpo dibujaba contra la ventana opuesta.

—¿Qué demonios tiene eso que ver? —su puño izquierdo golpeó con fuerza el salpicadero—. Durante cuatro años no he conseguido que Tony acepte de mí más que un par de hamburguesas y un poco de dinero. Ahora, en menos que canta un gallo, tú le consigues un trabajo y un lugar en el que vivir.

Henry frunció el ceño.

—No veo cuál es el problema —sabía que su furia era genuina; tanto su respiración como el ritmo de sus latidos así lo revelaban. Pero si no eran los aspectos sexuales de la cuestión los que la molestaban…— ¿No quieres que Tony esté apartado de las calles?

—Por supuesto que sí, pero… —pero quería ser yo la que lo salvara. No podía decirle esto. Sonaba demasiado mezquino. Y también era completamente cierto. Abruptamente, su cólera se trocó en azoramiento—… pero no sé cómo lo has hecho —concluyó sin convicción.

La pausa y el cambio emocional expresaban con tanta elocuencia sus sentimientos como si los hubiera expresado en voz alta. Henry había pasado cuatrocientos cincuenta años aprendiendo discreción, si no otra cosa, de modo que, sabiamente, respondió tan sólo a las palabras pronunciadas por Vicky.

—Se me educó para cuidar de mi gente.

Vicky bufó, agradecida de la oportunidad que se le presentaba de cambiar de tema.

—Henry, tu padre fue uno de los más grandes tiranos de toda la historia, alguien que quemaba a católicos y protestantes con total imparcialidad. En su caso, el desacuerdo de cualquier clase, político o personal, solía conducir a la muerte.

—Cierto —concedió Henry con aire sombrío—. No tienes que convencerme de ello. Yo estaba allí. Afortunadamente, no fui criado por mi padre —para su hijo bastardo, Enrique VIII había sido un icono al que admirar con reverencia y, además de eso, había sido rey en una época en la que el rey lo era todo—. El Duque de Norfolk se encargó de que se me enseñaran las responsabilidades que correspondían a un príncipe —y sólo el destino había impedido que la del Duque de Norfolk fuera la última de las muertes del reinado de Enrique.

—¿Y Tony forma parte de «tu gente»?

Él ignoró el sarcasmo.

—Sí.

Para él era tan simple como eso. Vicky lo advirtió en aquel momento y no podía negar que el muchacho había respondido a ello como nunca lo hiciera con ella. Estuvo tentada de preguntar, «¿Y qué es lo que soy yo?». Pero no lo hizo. La respuesta equivocada la encolerizaría y no estaba segura de cuál debía ser la correcta. Jugueteo con las rejillas del aire acondicionado durante un momento.

—Hablame de los hombres lobo.

Indudablemente, un tema de conversación más seguro.

—¿Por dónde quieres que empiece?

Vicky puso los ojos en blanco.

—¿Qué te parece por lo básico? En la academia policial no nos dieron un cursillo sobre licantropía.

—Muy bien. —Henry tamborileó con los dedos sobre el volante y reflexionó un momento—. Para empezar, puedes olvidar todo lo que has visto en las películas. Si te muerde un hombre lobo, lo peor que puede sucederte es que sangres. Los humanos nunca se convierten en licántropos.

—Lo que implica que los hombres lobo no son humanos.

—No lo son.

—¿Y qué son entonces? ¿Pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauri?

—No. De acuerdo con sus más antiguas leyendas, son los descendientes directos de una mujer lobo y el dios ancestral de la caza —frunció los labios—. Este mito se repite en todas las manadas aunque el nombre del dios cambia de uno a otro lugar. Cuando las antiguas religiones griega y romana comenzaron a extenderse, los licántropos empezaron a llamarse a sí mismos los elegidos de Diana, la jauría de caza de la diosa. El Cristianismo añadió la historia de Lilith, la primera esposa de Adán, quien, al abandonar el jardín del edén, yació con el lobo que Dios había creado el quinto día y le dio hijos.

—¿Y qué es lo que tú crees?

—Que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que puede soñar tu ingenio.

Vicky bufó.

—Vaya forma de escabullirse —murmuró—. Y mal citado, además.

—¿Cómo lo sabes? Recuerda que yo escuché el original. Me costó muchísimo convencer a Shakespeare de que no llamara Yoluff al pobre muchacho —parecía estar hablando en serio pero tenía que estar tomándole el pelo—. Yoluff, Príncipe de Dinamarca, ¿te lo imaginas?

—No. Y la verdad es que no me interesa demasiado la mitología de los hombres lobo. Lo que quiero saber es lo que puedo esperar esta noche.

—¿Qué sabes sobre los lobos?

—Sólo lo que he visto en los especiales del National Geographic en la PBS. Supongo que podemos descartar el asesinato atribuido por los hermanos Grimm.

—Por favor… Dejando a un lado a los hermanos Grimm, los licántropos se comportan en buena medida como los propios lobos. Cada manada está compuesta por un grupo familiar de edad variada, gobernada por un macho dominante y una hembra dominante.

—¿Dominantes? ¿Cómo?

—Gobiernan a la manada. La familia. La granja. Son los que procrean y se encargan de criar a los cachorros.

—Esos Stuart y Nadine de los que me hablaste la pasada noche.

—Exacto.

Vicky tiraba de su labio inferior con aire pensativo.

—En un asunto de esta importancia, ¿no crees que debieran haber sido ellos los que vinieran a hablar conmigo?

—La pareja dominante no abandona casi nunca su territorio. Están ligados a la tierra en maneras que nosotros no podemos comprender.

—Querrás decir en maneras que yo no puedo comprender —dijo ella con tono que revelaba su irritación.

—Sí —suspiró Henry—. Eso es lo que quiero decir. Pero antes de que me acuses de… vaya, lo que sea de lo que estés a punto de acusarme, quizá podrías considerar que cuatrocientos cincuenta años de experiencia sirven para algo.

Tenía su parte de razón. Y una ventaja que no era justa.

—Lo siento. Continúa.

—Donald, el padre de Rose y Peter, era el antiguo macho alfa, así que imagino que la tierra todavía lo retiene con fuerza. Sylvia y Jason están muertos y Colin trabaja de noche, lo que suponía un problema a la hora de ponerse en contacto conmigo. Rose y Peter, aunque no son adultos según los estándares de los licántropos, eran la única alternativa disponible.

—Y eran, al fin y al cabo, la alcorza de un pastel que eras perfectamente capaz de cocinar por ti solo.

Henry frunció el ceño y entonces, mientras comprendía el significado de la metáfora, sonrió.

—Pensé que no serías capaz de rechazarlos —dijo con voz suave—. No después de que los hubieras visto.

Y qué te hace pensar que habría sido capaz de rechazarte a ti, se preguntó, pero todo lo que dijo en voz alta fue:

—Me estabas hablando de la estructura de la manada.

—Sí, bien. Hará cosa de trece años, cuando la madre de Peter y Rose murió, su tío Stuart y su tía Nadine se hicieron con el control. Stuart provenía originalmente de una manada de Vermont, pero había sido el macho beta en esta durante algún tiempo.

—¿Y cómo había llegado hasta ella? ¿Vagando sin más?

—Los machos jóvenes abandonan a menudo sus hogares. Eso les proporciona mejores probabilidades de emparejarse y mezclar su sangre. En todo caso, Donald abandonó el puesto sin luchar. La muerte de Marjorie había sido un duro golpe para él.

—¿Luchar? —preguntó Vicky, recordando el brillo blanco de los colmillos de Peter—. Supongo que estás hablando metafóricamente.

—No. No siempre. Muy pocos machos dominantes se limitarían a rodar sobre el lomo y ofrecer la garganta. Stuart ya había hecho algunos intentos con anterioridad.

Vicky hizo una especie de sonido estrangulado en su propia garganta y Henry alargó una mano y le dio unas palmaditas en la espalda.

—No te preocupes —la tranquilizó—. Básicamente, los licántropos son gente buena y normal.

—Que se convierte en lobo. —No había sido educada para pensar en eso como en algo normal. Sin embargo, en aquel preciso instante estaba sentada en un BMW con un vampiro. Las cosas no podían ser mucho más extrañas—. ¿Es que todos vosotros, los… eh… seres sobrenaturales, vais juntos o qué?

—¿Qué? —repitió Henry, confundido.

Vicky se ajustó las gafas. No es que le fueran de mucha ayuda en la oscuridad, pero, en todo caso, el gesto contribuía a tranquilizarla.

—Sólo dime que tu médico no se llama Frankenstein.

Henry rio.

—No. No se lama así. Y te aseguro que conocí a Perkin Heerkens, el abuelo de Rose y Peter, en circunstancias perfectamente normales.

sep

Lentamente, mientras el día liberaba al mundo de su abrazo, cobró consciencia. Primero fueron los latidos de su corazón, recuperando la fuerza en la oscuridad, el lento y acompasado ritmo que le aseguraba que había logrado sobrevivir. Luego la respiración, poco profunda todavía porque muy poco aire alcanzaba tal profundidad. Finalmente, extendió sus sentidos hacia arriba y hacia fuera, más allá de las pequeñas cosas que se arrastraban por la tierra, hasta la superficie. Solo cuando estuvo seguro de que no había ninguna vida humana lo suficientemente cerca para verlo emerger comenzó a abrirse camino hacia la superficie.

Su escondite era más una madriguera derrumbada que cualquier otra cosa aunque Henry confiaba en que si los nazis la descubrían la tomarían por una tumba superficial. Que, supuso mientras atravesaba la tierra suelta, era exactamente lo que sería si tal cosa llegaba a ocurrir. Que lo desenterraran a plena luz del día lo mataría con más seguridad que el fuego enemigo.

—La verdad es que odio esto con todas mis fuerzas —murmuró al mismo tiempo que su cabeza emergía y se quitaba el pequeño escudo perforado que mantenía su nariz y su boca libre de tierra. Sólo se enterraba en circunstancias desesperadas, cuando la inminencia del amanecer los sorprendía lejos de cualquier otro refugio. En una o dos ocasiones se había demorado demasiado y había tenido que excavar la tierra con las manos desnudas mientras el calor ardiente del sol comenzaba a bailar por toda su espalda. Estar enterrado le recordaba demasiado el terror de su primer despertar, atrapado en un ataúd común, solo e inmortal, devorado por el hambre.

Sólo le faltaba una pierna por liberar cuando reparó en el animal que permanecía inmóvil, envuelto en la más negra oscuridad, bajo un abeto.

¿Lobos? ¿En Holanda?, se preguntó mientras se quedaba helado. No, no se trataba de un lobo. Ese color bermejo no podía corresponder a un lobo. Pero indudablemente corría sangre lupina por sus venas y no estaba demasiado diluida. Se acurrucaba cuidadosamente a favor del viento, las orejas gachas contra el cráneo, la cola tensa apretada sobre su flanco. Reaccionaba al olor de otro cazador, preparado para atacar en defensa de su territorio.

Unos colmillos blancos brillaron en la oscuridad y un gruñido sordo y profundo se elevó desde la enorme garganta.

Henry retrajo sus propios labios y respondió al gruñido.

El animal pareció sorprenderse.

Y se sorprendió aún más un segundo después cuando se encontró con la columna vertebral apretada contra el suelo del bosque y las dos manos de Henry aferradas con fuerza a su cerviz. Se debatió y lanzó destelladas mientras arañaba con las cuatro patas al que lo había apresado. Aunque continuaba gruñendo, no hizo ningún sonido más. Cuando descubrió que no podía liberarse, se revolvió lentamente hasta que logró lamer la muñeca de Henry con la punta de la lengua.

Con suma cautela, Henry lo soltó.

El animal sacudió la cabeza vigorosamente, se rascó un buen rato, se sentó y, con la cabeza ladeada, estudió a aquella extraña criatura, con el morro arrugado y las cejas fruncidas en algo que semejaba en tal medida una humana expresión de desconcierto que Henry tuvo que refrenar una sonrisa. Mostrar los dientes en aquel momento sólo hubiera servido para hacer estallar la pelea de nuevo.

Una vez su dominio quedó claro, Henry se sacudió el polvo de su pesada ropa de trabajador e introdujo una mano bajo la camisa para comprobar la bolsa de lona que llevaba alrededor de la cintura. Sabía que los documentos estaban a salvo pero, por alguna razón, el tenue crujido de los papales lo tranquilizaba.

Necesitaría la mayor parte de la noche para llegar al pueblo en el que se encontraría con su contacto en la Resistencia holandesa y, puesto que tenía que alimentarse antes de llegar allí —le permitiría tolerar el tener que trabajar con humanos— sería mejor que se pusiera en marcha cuanto antes. Después de comprobar el curso con el pequeño compás que el SEO le había proporcionado, se encaminó en dirección nordeste. El perro se levantó y lo siguió. Lo escuchó detrás de él, avanzando entre la maleza, durante algún tiempo. Sus movimientos apenas podían distinguirse de la miríada de sonidos de la noche del bosque. A medida que ganaba velocidad, incluso aquel rastro se desvaneció. No lo sorprendió. Un lobo de pura sangre hubiera tenido dificultades para seguirlo. Un perro, al margen de la sangre que corriera por sus venas, no hubiera podido hacerlo jamás.

La patrulla alemana se cruzó en su camino unas tres horas antes del alba, a poca distancia del pueblo. Mientras pasaban a su lado, inmóvil como estaba apenas a unos centímetros del camino, Henry pudo ver el cráneo y las tibias que lucía cada uno de los cascos y esbozó una sonrisa sombría. Totenkopf. Una unidad de la SS utilizada en misiones de seguridad en los territorios ocupados, especialmente allí donde la Resistencia estaba activa.

El rezagado era un joven de torso grueso que de algún modo, a pesar de la hora y de las condiciones del suelo, conseguía caminar pavoneándose mientras irradiaba una actitud del tipo mi-raza-es-superior-a-la-tuya. Podía asumirse que sus camaradas lo habían dejado un poco atrás deliberadamente; aparentemente, había límites incluso en la SS.

Henry sentía una cierta simpatía por el soldado común del ejército alemán, pero ni rastro de ella por los nazis que había entre ellos. Cayó sobre el joven desde atrás con tan salvaje eficacia que en menos de lo que tarda en respirarse una vez lo había arrastrado a un lado del camino y lo había silenciado. Mientras el corazón continuase latiendo, el daño infligido al cuerpo era irrelevante. Rápidamente, porque mientras se alimentaba era vulnerable, desgarró la muñeca izquierda e inclinó la cabeza para beber. Cuando hubo terminado extendió un brazo, pasó una mano de largos dedos alrededor del cráneo del muchacho y, sin el menor esfuerzo, le rompió el cuello. Entonces se quedó helado, repentinamente consciente de que lo estaban observando.

El bosque se heló con él. Incluso la brisa se detuvo hasta que el único sonido audible fue el suave phut, phut de la sangre al derramarse lentamente sobre las hojas mohosas. Todavía acurrucado sobre el cuerpo, con los músculos tensos y preparados, Henry se volvió hasta encontrarse a favor del viento.

El gran perro lo observó tranquilo durante unos pocos segundos más y entonces retrocedió hasta que ni siquiera los ojos del vampiro pudieron diferenciarlo de las sombras.

El perro nunca debiera de haber sido capaz de seguir su rastro. Un presentimiento recorrió con dedos helados la columna vertebral de Henry. Se puso en pie rápidamente y se dirigió hacia el lugar en el que el enorme animal había desaparecido. Un latido más tarde se detuvo. Podía sentir las vidas de los miembros de la patrulla regresando, en busca sin duda del soldado desaparecido.

Tendría que ocuparse del perro en otra ocasión. Agarrando al cadáver por la casaca y los pantalones, lo alzó hasta la copa de un árbol y lo escondió allí, muy por encima del nivel del ojo. Con una última mirada aprensiva hacia las sombras, continuó su marcha hacia el pueblo.

No le resultó difícil encontrarlo.

La violenta luz blanca de media docena de focos montados sobre camiones iluminaba la plaza. Un grupo de ciudadanos permanecía de pie, amontonado en un lado y custodiado por un pelotón de la SS. Un hombre que parecía ser el comandante local caminaba delante de ellos mientras se azotaba la pierna con un bastón al mejor estilo nazi. A excepción del sonido de los golpes del bastón contra la caña de cuero de la bota, la escena estaba sumida en un silencio irreal.

Henry se acercó. Dejó que el centinela viviera. Hasta que supiese lo que estaba ocurriendo, otra muerte inexplicable haría más mal que bien. Al llegar a un extremo de la plaza se deslizó al interior de un portal envuelto en sombras y aguardó en aquel escondrijo a que se desarrollaran los acontecimientos.

La pequeña aldea no debía de albergar más de doscientos habitantes en sus mejores momentos y ciertamente estos no lo eran. Su posición, cercana tanto a la frontera como a las líneas ferroviarias que los invasores necesitaban para continuar su avance en dirección norte, la convertía en un punto focal para la Resistencia holandesa. La Resistencia había traído a Henry pero, desgraciadamente, también había traído a la SS.

Había un total de setenta y un aldeanos en la plaza, en su mayor parte ancianos, niños y enfermos. Arrancados de sus camas, mostraban una amplia variedad de ropas de noche y unas expresiones cautelosas casi idénticas. Mientras Henry observaba, dos hombres fuertemente armados trajeron a otros cinco.

—¿Estos son los últimos? —preguntó el oficial. Al recibir una respuesta afirmativa, continuó.

—Sabemos donde se encuentran los miembros restantes de vuestras familias —dijo en un holandés de marcado acento pero perfectamente comprensible—. El tren que debían haber detenido no va a venir. No era más que una trampa para atraerlos —se detuvo esperando una reacción pero sólo obtuvo la misma colección de miradas cautas. Aunque aquellos lo suficientemente adultos como para comprender estaban muy asustados, lo ocultaban bien; la sensible nariz de Henry detectó el aroma de su miedo pero el comandante no tenía manera de saber que sus noticias habían surtido efecto alguno. La aparente falta de respuesta añadió un tono peligroso a sus siguientes palabras.

—A estas alturas ya deben de estar muertos. Todos ellos —un niño dejó escapar un sollozo ahogado y el comandante casi sonrió—. Pero eso no es suficiente —continuó en voz más suave— para acabar con la resistencia. Debemos acabar también con cualquier pensamiento potencial de resistencia. Todos vosotros vais a ser ejecutados y este lugar será quemado por completo como ejemplo para aquellos que se atreven a apoyar a la Resistencia y para los seres inferiores que se atreven a oponerse a la raza superior.

—Alemanes —bufó una anciana, aferrada a su bata con dedos artríticos—. Te matan con discursos antes de dispararte.

Henry no podía sino estar de acuerdo. Ciertamente, el comandante parecía haber visto demasiadas películas de propaganda. Pero eso no hacía el peligro menos real. Al margen de lo que Hitler hubiera logrado con sus «reformas económicas», al menos había logrado dar trabajo a todos los hijos de puta sádicos de su país.

—Tú —el pomposo bastón señaló a la anciana—. Ven aquí.

Sacudiéndose las manos de amigos y parientes que trataban de retenerla y musitando entre dientes, la mujer abandonó la multitud. La parte alta de su cabeza, con el escaso pelo gris recogido en un austero moño, llegaba apenas a la altura de la clavícula del comandante.

—Tú —dijo a la mujer— te has presentado voluntaria para ser la primera.

Con los ojos legañosos entornados casi por completo bajo el brillo de los focos, ella levantó la cabeza y dijo algo tan grosero, por no mencionar biológicamente imposible, que arrancó un conmocionado «¡Madre!» a un anciano que se encontraba entre la masa de aldeanos. Sólo para asegurarse de que el comandante había comprendido la idea, la mujer repitió sus palabras en alemán.

El bastón se alzó para golpearla. Henry se movió, sabiendo mientras lo hacía que era una reacción estúpida e impulsiva pero a pesar de ello incapaz de detenerse.

Cogió la muñeca del comandante en lo más alto, prolongó el movimiento y, aplicando toda su fuerza, arrancó el brazo a la altura de la axila. Dejó caer el cuerpo, se volvió y se abalanzó sobre el resto del pelotón, blandiendo su ominoso y sangrante trofeo como un garrote y retrayendo los labios de tal modo que sus colmillos resplandecieron.

El ataque no había consumido más que siete segundos.

Los nazis no eran los primeros que habían utilizado el terror como arma; la raza de Henry había descubierto su valor siglos atrás. Le proporcionó el tiempo que necesitaba para alcanzar al primero de los guardias antes de que ninguno de ellos recordara que llevaban armas.

Para cuando hubieron recobrado la serenidad suficiente para disparar, él tenía otro cuerpo para utilizar como escudo. Escuchó gritos en holandés, el rumor de pies envueltos en zapatillas que corrían sobre la tierra aplanada y entonces, repentina y afortunadamente para él, los focos se apagaron.

Por primera vez desde que entrara en la plaza, Henry podía ver perfectamente. Los alemanes no podían ver nada. Completamente aterrorizados, rompieron filas y trataron de huir, sólo para descubrir su camino bloqueado por el ataque del perro más grande que cualquiera de ellos hubiera visto jamás.

Después, sólo fue una matanza.

Momentos más tarde, erguido sobre su última víctima, el aroma de la sangre cantando a lo largo de todos sus nervios, Henry observó aproximarse al perro que lo había seguido toda la noche, la húmeda mancha de su hocico más negra que roja en la oscuridad. Tenía un aspecto completamente salvaje, como un lobo sacado de un relato de los hermanos Grimm.

Se encontraban todavía a un par de metros de distancia cuando el ruido de botas sobre los adoquines les hizo volver las cabezas. Henry comenzó a moverse pero el animal fue más rápido. Se arrojó hacia delante, rodó por el suelo y se puso en pie con una ametralladora en dos manos perfectamente humanas. Cuando los soldados de asalto hicieron su aparición abrió fuego. Nadie sobrevivió.

Después de colgarse el arma del hombro se volvió hacia Henry, mientras se limpiaba la sangre de la boca con el revés de una mano mugrienta. Su pelo, del mismo marrón rojizo del pelaje del lobo, caía en desorden sobre su frente y los ojos que escondía parcialmente eran los mismos que habían visto a Henry mientras emergía de la tierra y se alimentaba.

—Soy Perkin Heerkens —dijo en un inglés con un acento muy marcado—. Si eres Henry Fitzroy, soy tu contacto.

Después de cuatrocientos años de vida, Henry creía que nada podría volver a sorprenderlo. Se descubrió teniendo que reconsiderar tal certeza.

—No me avisaron de que eras un hombre lobo —dijo en holandés.

Perkin sonrió y su rostro pareció mucho más joven pero no por ello menos peligroso.

—A mí no me avisaron de que tú eras un vampiro —señaló—. Supongo que eso iguala las cosas.

sep

—Esas no son unas circunstancias perfectamente normales para conocer a alguien —murmuró Vicky, mientras deseaba por un instante estar de vuelta en casa, manteniendo una discusión agradable y normal con Mike Cellucci—. Quiero decir… estás hablando de un vampiro miembro del Servicio Secreto que se encuentra con un hombre lobo que trabaja en la Resistencia holandesa.

—¿Y qué hay de raro en ello? —Henry adelantó a una camioneta con matrícula americana en cuya parte trasera dormitaba un pequeño gato anaranjado—. Los hombres lobo son seres muy territoriales.

—Si estaban viviendo en el seno de una comunidad normal… —reflexionó un segundo y volvió a empezar—. Si estaban viviendo en el seno de una comunidad humana, ¿cómo evitaron que los llamaran a filas?

—La conscripción era un fenómeno propio de Gran Bretaña y Norteamérica —le recordó Henry—. Europa estaba luchando por su supervivencia y todo ocurrió tan deprisa que era fácil pasar por alto a unos pocos hombres y mujeres en algunos lugares aislados. En los casos en los que fue necesario, abandonaron la «civilización» mientras duró la guerra y vivieron de la tierra.

—Muy bien. ¿Y qué hay de los hombres lobo británicos y norteamericanos?

—No existen hombres lobo británicos…

—¿Por qué no? —le interrumpió Vicky.

—Es una isla. Dada la humana propensión a matar todo aquello que no puede comprender, no hay en ella espacio suficiente para que convivan los humanos y los licántropos —se detuvo un instante y entonces añadió—. Es posible que hubiera hombres lobo en Gran Bretaña en el pasado…

Vicky se hundió aún más en su asiento y siguió jugueteando con la rejilla del aire acondicionado. No quiero morir, señorita Nelson.

—Entonces, ¿es que no hay hombres lobo en todo el mundo?

—No. Sólo en Europa hasta la Italia septentrional, en la mayor parte de Rusia, en las zonas noroccidentales de China y en el Tíbet. Por lo que yo sé, no hay licántropos nativos de América, pero podría estar equivocado. En cualquier caso, ha habido una cierta inmigración.

—¿Después de la Segunda Guerra Mundial?

—No toda.

—De modo que mi pregunta original sigue en pie. ¿Cómo evitaron que los reclutaran?

Vicky escuchó el rumor de sus hombros al encogerse contra el grueso tweed del asiento.

—No lo sé pero supongo que, dado que la mayor parte de ellos son ciegos al color, quedaron exentos del servicio por causas físicas. Sé que los aliados utilizaron observadores ciegos al color en tareas de reconocimiento aéreo; debido a que tenían que percibirlo todo por su forma, eran capaces de ver más allá de la mayoría de los camuflajes. Algunos de ellos eran hombres lobo.

—Bueno, ¿y qué me dices de ti, entonces? ¿Cómo consigue un vampiro convencer al gobierno de que se le debería permitir aportar su granito de arena en defensa de las libertades? —entonces recordó lo convincente que Henry podía resultar—. Eh… no importa.

—En realidad, yo nunca me puse en contacto con el gobierno canadiense. Embarqué en un transporte de tropas y regresé a Inglaterra, donde un viejo amigo había logrado encaramarse a una posición muy poderosa. Él lo organizó todo.

—Ah —no preguntó quién era aquel amigo. No deseaba saberlo. Su imaginación ya estaba ofreciéndole escenas de Henry y ciertas figuras prominentes en situaciones comprometedoras—. ¿Qué pasó con los aldeanos?

—¿Qué?

—Los aldeanos. Los del pueblo en el que te encontraste con Perkin. ¿Murieron?

—¡No, claro que no!

Vicky no veía ninguna claridad en ello. Al fin y al cabo, habían destruido un pelotón entero de la SS y los Nazis solían desaprobar esta clase de cosas.

—Perkin y yo lo organizamos para que pareciera que habían muerto en una incursión aérea aliada dirigida contra las líneas férreas.

—¿Pediste una incursión aérea?

Ella pudo escuchar el tono divertido de su voz mientras respondía:

—¿Te he mencionado que mi amigo había alcanzado una posición muy poderosa?

—Bueno —una cosa todavía la escamaba—. ¿Y los aldeanos sabían que había una manada de hombres lobo viviendo entre ellos?

—No. Hasta que estalló la guerra, no.

—¿Y después de que estallara la guerra?

—Durante la guerra, cualquier enemigo de los nazis era bienvenido como aliado. Incluso los británicos y los americanos lograron colaborar.

Ella no tuvo más remedio que reconocer que la cosa tenía cierto sentido.

—¿Y qué pasó después de que terminara la guerra?

—Perkin emigró. No lo sé.

Condujeron en silencio durante un rato, uno de los escasos vehículos que quedaban en la autopista ahora que Toronto había quedado atrás. Vicky cerró los ojos y pensó en la historia de Henry. En algunos sentidos la guerra, con todas sus complicaciones, había sido un problema sencillo. Al menos el enemigo estaba claramente definido.

—Henry —preguntó repentinamente—, ¿honestamente piensas que una manada de hombres lobo puede vivir en el seno de una sociedad humana sin que sus vecinos lo sepan?

—Piensas como una persona de ciudad, Vicky; los vecinos más cercanos a los Heerkens viven a cinco kilómetros de distancia. Sólo ven a gente que no pertenece a la manada cuando quieren. Además, si tú misma no me conocieras y no te hubieras encontrado con aquel demonio la pasada primavera, ¿creerías en hombres lobo? ¿Lo haría cualquier otro norteamericano de este siglo?

—Es evidente que alguien lo hace —le recordó ella con voz seca—. Aunque yo hubiera esperado chantaje en vez de asesinato.

—Tendría más sentido —le concedió Henry. Ella suspiró y abrió los ojos. Allí estaba, tratando de resolver un caso armada tan solo con una lupa y un vampiro, privada de los recursos de la policía metropolitana. Y no es que esos recursos le hubiesen sido de mucha ayuda hasta el momento. Balística la había llamado poco antes de que saliera para decirle que la bala utilizada era probablemente munición estándar de la OTAN de 7.62 mm; lo que reducía el espectro de posibles sospechosos a toda la Organización del Tratado del Atlántico Norte, así como a cualquiera que poseyera un rifle de caza. La verdad es que no estaba demasiado impaciente por llegar a la granja de los Heerkens.

Era la primera vez que se iba a encargar de un caso verdaderamente sola. ¿Y si no era tan buena como creía?

—Hay un mapa en la guantera —dijo Henry mientras tomaba la Autopista 2—. ¿Podrías sacarlo?

Ella encontró a tientas tanto la guantera como el mapa y le tendió este último a su compañero.

Él se lo devolvió al instante.

—Aunque no me sobran talentos, preferiría no tener que consultar un mapa al mismo tiempo que conduzco por carreteras que no conozco bien. Hazlo tú, por favor.

Con los dedos muy tensos alrededor del papel plegado, Vicky lo empujó en su dirección.

—No sé a dónde nos dirigimos.

—Estamos en la carretera del Aeropuerto a punto de girar hacia la calle Oxford. Dime cuánto tenemos que seguir por Oxford antes de coger la carretera de Clark Side.

Las farolas apenas ofrecían iluminación suficiente para definir el parabrisas. Si se esforzaba, Vicky podía distinguir los contornos del mapa. Ciertamente, sería incapaz de encontrar dos pequeñas líneas en él.

—Hay una pequeña linterna bajo el parasol —le ofreció Henry.

—No la encuentro.

—Pero si ni siquiera has mirado…

—No he dicho que no quisiera hacerlo, he dicho que no podía hacerlo —desde el momento en que accediera a abandonar la seguridad conocida de Toronto, sabía que tendría que contarle la verdad sobre sus ojos y no alcanzaba a comprender cómo se había dejado acorralar de aquella manera. La tensión le hizo levantar los hombros y le provocó un nudo en el estómago. Con explicación médica o sin ella, siempre se le antojaba un excusa, como si estuviera pidiendo ayuda o comprensión. Y él pensaría en ella de manera diferente una vez que la etiqueta «minusválida» le hubiera sido aplicada. Como todo el mundo—. No tengo visión nocturna, apenas tengo visión periférica y estoy un poco más miope cada vez que hablo con el maldito doctor.

Su tono lo desafiaba a tratar de comprender.

Henry se limitó a preguntar:

—¿Cuál es el problema?

—Una enfermedad degenerativa de los ojos, retinitis pigmentosa…

—RP —la interrumpió. De modo que aquel era su secreto—. Sé algo sobre ella —le hurtó todo sentimiento a su voz, hablando de una manera por completo prosaica—. No parece haber progresado demasiado.

Estupendo. Justo lo que necesito, otro experto. ¿No bastaba con Cellucci?

—¿Es que no me estabas escuchando? —gruñó mientras arrugaba el mapa hasta convertirlo en un embrollo ilegible—. Carezco de visión nocturna. Por eso abandoné el Cuerpo. Soy una inútil total después de que anochece. Igual daría que regresáramos ahora mismo si tengo que resolver este caso de noche —aunque lo ocultaba detrás de su rabia, temía en parte que él hiciera exactamente lo que le estaba diciendo. Y también que él le diera unas palmaditas en la cabeza y le dijera que todo iba a ir bien… porque no era así y nunca volvería a serlo. Y si él lo hacía, trataría de sacarle los ojos en un coche en marcha y ambos se matarían.

Henry se encogió de hombros. No tenía la menor intención de contribuir a lo que percibía como lástima de sí misma.

—Yo me convertiría en una pila humeante de cenizas si me diera directamente la luz del sol. Creo que tú has salido mejor parada.

—Tú no lo entiendes.

—No he visto el sol desde hace cuatrocientos cincuenta años. Creo que sí lo entiendo.

Vicky se colocó las gafas en su lugar y volvió la mirada hacia un paisaje que no podía ver, insegura de cómo reaccionar sin desahogar su rabia. Después de un momento, dijo al fin.

—Muy bien, lo entiendes. Así que mi caso es leve en comparación. Todavía puedo llevar una vida más o menos normal. Todavía no estoy ciega. Todavía no estoy sorda. Todavía no estoy loca. Pero me sigue jodiendo.

—Eso seguro —había advertido la decepción ante la respuesta que le ofreciera y se preguntó si ella se daba cuenta de que esperaba una cierta simpatía de la gente a la que se lo contaba. El rechazar aquella simpatía la hacía sentirse fuerte, era un compensación por lo que ella percibía como una debilidad. Sospechaba que aquella enfermedad era la primera cosa que ella no había conseguido superar por medio de la simple determinación—. ¿Alguna vez has pensado en tener un socio? ¿Alguien que se encargue del trabajo nocturno?

Vicky dio un bufido, mientras su furia cedía paso a la risa.

—¿Pretendes sugerir que me asocie contigo de manera regular? Tú escribes novelas románticas, Henry; no tienes experiencia en esta clase de cosas.

Él se irguió detrás del volante. Era el Vampiro. El Rey de la Noche. Las novelas rosa no eran más que el medio para pagar las facturas.

—No pretendía decir…

—Y además —le interrumpió ella—. Apenas saco suficiente para mantenerme a mí misma. No la llaman Toronto la Buena por nada, ¿sabes?

—Tendrías más trabajo si pudieras trabajar de noche.

No podía objetar nada a esto. Era cierto.

La voz de Henry se hizo más grave y Vicky sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—Sólo piensa en ello.

No utilices tus artimañas vampíricas conmigo, hijo de perra. Pero su boca asintió antes de que el pensamiento hubiera terminado de formarse.

Pasaron en silencio el resto del viaje.

Cuando abandonaron el camino de tierra que habían estado siguiendo durante los últimos pocos kilómetros, Vicky sólo podía ver un vago abanico de luz enfrente del coche. Y cuando Henry apagó los faros, no pudo ver nada en absoluto. En el repentino silencio, los arañazos de unas pezuñas contra el cristal, junto a su cara, sonaron muy fuerte. No logró contener por completo un grito asustado.

—Es Huracán —le explicó Henry. Había un tono humorístico en su voz que ella podía percibir—. Quédate quieta hasta que dé la vuelta para guiarte.

—Que te den —contestó con voz dulce, al tiempo que encontraba la manija y abría la puerta del coche—. Sí, yo también me alegro de verte —murmuró mientras trataba de apartar la enorme cabeza.

Su aliento era mejor que el de la mayoría de los perros —gracias, sin duda, a que en su otra forma puede lavarse los dientes— pero no demasiado. Después de aceptar que sin contar con un punto de apoyo las probabilidades de mover a Huracán eran escasas, volvió a sentarse y soportó su entusiasta bienvenida. Sus dedos rabiaban por acariciar el espeso pelaje pero el recuerdo del cuerpo desnudo de Peter los mantenía donde estaban.

—Ya basta, Huracán.

Después de olisquearla vigorosamente una última vez, el licántropo se apartó y Vicky sintió el contacto de la mano de Henry sobre su brazo. Se la sacudió de encima y salió del coche como si la impulsara un resorte. Aunque alcanzaba a distinguir la luna menguante, tres cuartas partes de un círculo color blanco plateado que pendía del cielo nocturno, la luz que derramaba era demasiado difusa para serle de utilidad. Los rectángulos borrosos de luz que había a su derecha eran probablemente las luces de la casa y consideró la posibilidad de dirigirse hacia ellos con paso fume sólo para demostrar que no estaba tan impedida como Henry podía pensar.

Henry observó cómo el pensamiento cruzaba el rostro de Vicky y sacudió la cabeza. Aunque admiraba su independencia, esperaba que no obnubilase su sentido común. Se dio cuenta de que en aquel momento ella sentía que tenía algo que demostrar y no se le ocurría ninguna forma de hacerle saber que no era necesario. Al menos ninguna que le estuviese en su mano.

Le puso el bolso en la mano, sosteniéndolo hasta que vio que sus dedos se cerraban sobre el mango y entonces, con suavidad, pasó el brazo libre de ella alrededor del suyo.

—Cuidado con la curvas de la vereda —murmuró muy cerca de su oído—. Seguro que no quieres terminar sobre las flores de Nadine. Muerde.

Vicky ignoró el modo en que el aliento de Henry contra su mejilla había hecho que se le erizase el vello de la nuca y se concentró en caminar como si no estuviera siendo guiada. No le cabía la menor duda de que los hombres lobo, al menos en su forma lupina, podían ver tan bien como el propio Henry y no quería que su posición se viera socavada mostrando una debilidad evidente a los que estuviesen observado.

Con la cabeza bien alta, se concentró en los rectángulos de luz, tratando de memorizar tanto el tacto de la vereda bajo sus sandalias como las curva que describía desde la entrada hasta la casa. Los familiares olores de la contaminación y el hormigón de la ciudad habían desaparecido, reemplazados por lo que, debía suponer, era el aroma no del todo agradable de los excrementos de oveja. Podía identificar el canto de los grillos pero el resto de los sonidos nocturnos le eran desconocidos.

Allí en Toronto, cada olor, cada sonido hubiera tenido un significado claro para ella. Aquí no le decían nada. A Vicky no le gustaba esta sensación, no le gustaba nada; añadía una nueva desventaja al defecto de sus ojos.

Dos bruscos e intensos dolores en la pantorrilla y un tercero en el antebrazo le sacudieron de encima sus temores, al tiempo que le hacían recordar un aspecto del caso que no había considerado hasta el momento.

—¡Malditos bichos! —soltó el brazo y se dio una bofetada en la pierna—. Henry, acabo de recordar algo: ¡Odio el campo!

Ya se encontraban bajo la luz que salía de la casa y ella pudo distinguir a duras penas la sonrisa en el rostro de su compañero.

—Demasiado tarde —le dijo él, y abrió la puerta.

La primera impresión de Vicky mientras permanecía de pie en el umbral fue que se trataba de una confortable y anticuada cocina de una granja llena de personas y perros. Su segunda impresión corrigió a la primera. Llena de licántropos. Las personas son perros. Lobos. Oh, demonios.

sep

Era tarde, casi las once de la noche. Cellucci se reclinó sobre su silla y contempló el último papel que quedaba sobre su mesa. El caso Margot había sido tramitado en un tiempo record y ahora podía abandonarlo y dejar que comenzara su lento discurrir por los tribunales. Lo que le dejaba las manos libres para ocuparse de un pequeño asunto que estaba todavía por solucionar.

Henry Fitzroy.

Había algo turbio en aquel hombre, así de sencillo, y Cellucci estaba determinado a descubrir lo que era. Recogió el papel, completamente en blanco a excepción del nombre escrito en la cabecera con grandes letras de molde, lo plegó un par de veces y lo guardó con esmero en su cartera. Al día siguiente llevaría a cabo las investigaciones de costumbre sobre el susodicho señor Fitzroy y si no revelaban nada… mientras se levantaba, esbozó una sonrisa rapaz. Si no revelaban nada, él conocía formas de escarbar más. Algunos podrían llamar abuso de autoridad a lo que se proponía hacer. El detective sargento Michael Cellucci lo llamaba preocuparse por una amiga.