l principio… —respondió Rose, convirtiendo con su tono la afirmación en pregunta. Suspiró y se apartó un mechón de cabello pálido del rostro—. Supongo que todo comenzó cuando dispararon a Plata.
—¿Plata? —preguntó Vicky. Tenía la sensación de que si no seguía la historia con lupa, se le escaparía de las manos a toda velocidad.
—Nuestra tía —comenzó a decir Rose. Pero Peter la interrumpió al ver la expresión del rostro de Vicky.
—Se llamaba Sylvia. Nosotros tenemos dos nombres —le explicó—. Uno para cada forma —apoyó una mano de dedos cortos sobre los músculos morenos de su pecho—. Este es Peter pero el que la recibió en la puerta era Huracán. Y, en su forma animal, Rose se llama Nube. Es más sencillo que explicar a los extraños por qué los perros de la granja tienen los mismos nombres que los miembros de la familia.
—Ya lo supongo —dijo Vicky, complacida por el hecho de que su anterior suposición respecto a los nombres hubiera resultado acertada—. Pero ¿no resulta un poco confuso?
Peter se encogió de hombros.
—¿Y por qué debería serlo? Usted misma posee más de un nombre. Es la señorita Nelson para algunos y Vicky para otros y no creo que le resulte confuso.
—No, normalmente no —reconoció Vicky—. Así que dispararon a su tía cuando se encontraba en su… eh… forma de lobo —bueno, los llamaban hombres lobo así que era de suponer que «lobo» era el término que preferían. La verdad es que socialmente parecía más aceptable que «perro». Y, por cierto, antes de que Henry entrara en mi vida, no solía tener que preocuparme por cosas como esta… Tendría que acordarse de darle las gracias por ello.
—Exacto —asintió Peter—. Nuestra familia posee una granja de ovejas justo al norte de Londres, en Ontario…
La pausa invitaba a hacer algún comentario, pero Vicky se limitó a mantener una expresión de interés y la boca cerrada.
—… y Plata recibió un disparo en la cabeza mientras estaba fuera, ocupándose del ganado.
—¿De noche?
—Sí.
—Pensamos en decirle a la policía que alguien había disparado a uno de nuestros perros —continuó Rose— y en aquel momento eso fue lo que creímos que había ocurrido, algún tarado con un arma que no tenía manera de saber que ella era algo más. Estas cosas pasan, la gente pierde a sus perros a todas horas —su voz se quebró al llegar a esta última palabra y Peter apoyó la cabeza contra sus rodillas. Ella pasó los dedos por sus cabellos y continuó. Vicky advirtió que el contacto directo parecía ser algo muy importante para ellos—. Pero lo último que necesitamos es a la Policía rondando por ahí, haciendo preguntas y… ya sabe… viendo cosas, así que decidimos que la familia tendría que ocuparse de ello.
Peter frunció los labios y Vicky pudo ver sus dientes: blancos y alargados, eran el menos humano de sus rasgos.
Si «la familia» daba con el asesino de Plata, advirtió Vicky, su justicia tendría poco que ver con la ley y los tribunales. Apenas un año antes, la idea la hubiera horrorizado, pero es que un año antes ella tenía una placa y las cosas parecían mucho más sencillas.
—Entonces, ¿qué le dijeron a la gente que preguntó qué había sido de su tía Sylvia?
—Les contamos que por fin se había decidido a reunirse con el tío Robert en el Yukón. Siempre estaba hablando de ello, así que nadie se sorprendió demasiado. La tía Nadine… era la gemela de la tía Sylvia… —Rose volvió a tragar. Le estaba costando. Peter se apretó contra ella con más fuerza—. Bueno, decidió apartarse por algún tiempo. Entre los nuestros, los lazos que unen a los gemelos son muy fuertes y ella no podía dejar de aullar. En cualquier caso, la noche del lunes, Ebon, el tío Jason, recibió un disparo en la cabeza mientras estaba examinando a las ovejas que acababan de tener corderos. Nadie escuchó nada y no pudimos encontrar ningún rastro cerca del cuerpo.
—Un rifle de alta velocidad, posiblemente con silenciador y una mira —se aventuró Vicky. Frunció el ceño—. Parece cosa de un tirador; acertar a un objetivo móvil en plena noche…
—El lunes hubo luna llena —la interrumpió Henry—. Había mucha luz.
—Eso no importaría si el tirador utilizaba una mira telescópica. Y no había luna llena la noche que asesinaron a Plata —sacudió la cabeza—. Un disparo como ese, dos disparos…
—Eso no es todo —la interrumpió Rose mientras le arrojaba algo—. Padre encontró esto cerca del cuerpo.
Vicky agitó los brazos en el aire y un pequeño pedazo de metal aterrizó en su regazo. Maldiciendo en silencio la falta de profundidad de su visión, rebuscó entre los pliegues de sus pantalones cortos hasta encontrarlo y, sumida en un silencio asombrado, contempló lo que, a pesar de su apariencia aplastada, no podía ser sino una bala de plata. Apretó los dientes con fuerza para tragarse su respuesta instintiva. ¿Su tío fue asesinado por el Llanero Solitario?
Henry alargó el brazo por encima de su hombro y tomó de la palma de su mano el objeto, que despedía un brillo apagado. Lo levantó y lo sostuvo bajo la luz entre el índice y el pulgar.
—Una bala de plata —le explicó— es uno de los medios tradicionales para matar a un hombre lobo. Lo de la plata es un mito. La bala suele bastar para hacer el trabajo.
—Ya me lo imagino —para haber mantenido alguna clase de forma después de atravesar carne y huesos y haberse hundido en la tierra, el cartucho debía de ser por lo menos del calibre .30. Y Vicky sabía que una bala de ese calibre, disparada con un rifle de alta velocidad habría dejado bien poco de la cabeza de Ebon al atravesarla. Se volvió hacia Rose y Peter, que la habían estado observando con sendas expresiones vacías—. Es de suponer que no encontraron una bala similar en el cuerpo de su tía. De no ser así, lo habrían mencionado.
Rose miró a su hermano con el ceño fruncido y luego ambos sacudieron la cabeza al unísono.
—En realidad no importa. Incluso con una sola bala, todo apunta a un mismo tirador. —Vicky suspiró, se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre los muslos—. Pero hay otra cosa sobre la que pensar; quienquiera que disparase a Ebon sabía que lo estaba haciendo específicamente contra un hombre lobo. Si una persona sabe lo que ustedes son, otras también lo sabrán; es un hecho. Estas muertes podrían ser el resultado de un acto comunitario, una verdadera…
—Caza de brujas —concluyó Henry mientras Vicky hacía una pausa.
Ella asintió, sin apartar la mirada de los gemelos y entonces continuó:
—Ustedes son diferentes y la diferencia asusta a la mayoría de la gente. Es posible que estén desquitándose de sus miedos con ustedes.
Peter intercambió una mirada con su hermana.
—No creo que sea tan complicado —dijo—. Nuestro hermano mayor es miembro de la policía de Londres y Barry, su compañero, sabe que es un hombre lobo.
—¿Y ese compañero es un tirador? —considerándolo todo, no era una suposición tan absurda. Ni tampoco lo sería el que dicho compañero poseyera un rifle del calibre .30 cuando, en cualquier pueblo pequeño de Canadá, lo más probable era que seis personas cualesquiera poseyeran entre todos media docena de ellos.
Los gemelos asintieron.
Vicky dejó escapar el aire en un largo y bajo suspiro.
—Un asunto feo. ¿Su hermano ha hablado con su compañero sobre el tema?
—No, el tío Stuart nunca lo permitiría. Dice que los problemas de la manada deben arreglarse en el seno de la manada. La tía Nadine logró convencerlo de que llamara a Henry y Henry los convenció a ambos de que deberíamos hablar con usted. De que usted podría ser nuestra única posibilidad. ¿Va a ayudarnos, señorita Nelson? El tío Stuart ha dicho que pagaría sus honorarios, fuesen los que fuesen.
La mano de Peter volvía a estar sobre sus rodillas y el muchacho la miraba con un aire de súplica tan intenso que dijo sin pensar:
—Queréis que descubra que Barry no lo hizo.
—Queremos que encuentre a quien lo hizo —la corrigió Rose—. A quien lo está haciendo —entonces, sólo por un instante, emergió el miedo—. Alguien nos está matando, señorita Nelson. No quiero morir.
Lo que arrebata toda la discusión del reino de los cuentos de hadas.
—Yo tampoco quiero que muera —le dijo Vicky con voz amable—. Pero podría no ser la persona idónea para este trabajo —empujó las gafas hasta lo más alto de su nariz y respiró profundamente. Ambas muertes se habían producido después de la caída de la noche y la verdad era que sus ojos no le permitían trabajar en la oscuridad. Ya era bastante malo en la ciudad pero en el campo, sin la luz de las farolas para orientarse, estaña ciega por completo.
Por otro lado, ¿qué otras posibilidades tenían? Sin duda, ella sería mejor que nada. Y su falta de visión no afectaba a su mente, o a su entrenamiento, o a sus años de experiencia. Y este era un trabajo que podía suponer una diferencia. Era algo importante, un asunto de vida o muerte. La clase de trabajo que Cellucci sigue haciendo. ¡Maldita sea! Podía superar su discapacidad.
—Ahora mismo no puedo marcharme —las expresiones de alivio mezclada con una esperanza incipiente le confirmaron que había tomado la decisión correcta—. Desgraciadamente, tengo obligaciones que no puedo ignorar. ¿Qué tal el viernes?
—El viernes a última hora —la interrumpió Henry con voz suave—. Después de la puesta de sol. Mientras tanto, nadie irá a ninguna parte solo. Nadie. Tanto Ebon como Plata estaban a solas cuando fueron asesinados, y ese es el único elemento del patrón que podéis cambiar. Aseguraos de que el resto de la familia lo comprende. Y, siempre que sea posible, permaneced cerca de la casa. De hecho, siempre que sea posible, permaneced a la vista de seres humanos. Quienquiera que esté haciendo esto cuenta con que no se lo vais a contar a nadie, de manera que cuando haya testigos cerca estaréis a salvo. ¿Se me olvida algo, Vicky?
—No, creo que no —se había olvidado de pedirle su opinión antes de dar comienzo a su pequeña lección pero ya tendrían tiempo para discutir eso más tarde. En cuanto a su presunción de que iría con ella… bien, eso resolvía su problema de transporte al tiempo que creaba toda clase de problemas nuevos de los que también tendrían que ocuparse más adelante. La verdad es que no esperaba con demasiada ilusión ese «más adelante».
—Durante los dos siguientes días —dijo a los gemelos. Ahora que había aceptado el caso se sentía con derecho a tratarlos con más familiaridad— quiero que me escribáis una lista… dos listas, de hecho. Una con la gente que sabe lo que sois y otra con la gente que podría sospecharlo. Quiero que consultéis con toda la familia para elaborarlas.
—Eso podemos hacerlo, no habrá problema. —Peter dejó escapar un suspiro de alivio y se puso en pie de un salto.
Aparentemente, el hecho de que Henry y ella operaran como un equipo no resultaba ninguna sorpresa para él. Vicky se preguntó lo que les habría contado antes de su llegada.
—Lo primero que haré mañana —envolvió la bala en pañuelos de papel y la introdujo en una de las pequeñas bolsas para congelados que siempre llevaba en el bolso— será llevar esto a Balística y ver si pueden decirme algo sobre el rifle desde el que fue disparado.
—Pero Colin dijo… —comenzó a decir Rose.
Vicky la cortó en seco.
—Colin dijo que ello podría provocar preguntas incómodas. Bueno, así sería en Londres y, considerando la situación de vuestra familia, no es la clase de cosas de la que os gustaría que se hablara. Los buenos polis recuerdan hasta el más insignificante de los detalles y el que Colin anduviese por ahí haciendo preguntas sobre balas de plata podría provocar que fuerais descubiertos más adelante. Sin embargo —subió el tono de voz para darle mayor énfasis a sus palabras— esto es Toronto. Por desgracia nuestra base criminal es mucho más amplia y el hecho de que yo ande haciendo preguntas sobre una bala de plata no significará una mierda aun en el caso de que alguien lo recuerde.
Se detuvo para recuperar el aliento y depositó la pequeña bolsa de plástico que contenía los pañuelos de papel y lo que quedaba de la bala en un rincón seguro de su bolso.
—Pero no esperéis demasiado. Todo este asunto es un embrollo.
—No lo haremos. Y le diremos a la tía Nadine que la espere para el viernes por la noche. —Peter la sonrió con una gratitud tan franca y completa que Vicky se sintió como una anguila por haber considerado siquiera la posibilidad de negarse a ayudarlos—. Gracias señorita Nelson.
—Sí, gracias. —Rose se puso en pie y añadió su sonrisa, más apacible, al resplandor de la de su hermano—. Le estamos muy agradecidos. Henry tenía razón.
En lo que Henry pudiera tener razón esta vez perdió parte de su importancia mientras Peter volvía a quitarse los pantalones cortos. Vicky supuso que acabaría por acostumbrarse, pero por el momento la presencia del joven desnudo la distrajo. La reaparición de Huracán supuso un indudable alivio para ella.
El animal se sacudió enérgicamente y se dirigió a saltos hacia la puerta.
—¿Por qué…? —comenzó a preguntar Vicky.
Rose comprendió y sonrió.
—Porque le gusta ir con la cabeza fuera de la ventanilla del coche —suspiró y volvió a meter en su bolso los pantalones cortos que el otro había abandonado—. Es una compañía horrible cuando vamos en coche.
—Bueno, la verdad es que parece ansioso por marcharse.
—No nos gusta demasiado la ciudad —se explicó Rose mientras arrugaba la nariz—. Apesta. Gracias de nuevo, señorita Nelson. Nos veremos el viernes.
—De nada —observó cómo Henry la acompañaba hasta la puerta, le advertía que tuviera cuidado y volvía al salón. La expresión de su rostro puso en fuga la acusación de despotismo que estaba a punto de formular—. ¿Qué ocurre?
Dos cejas dorado-rojizas se alzaron.
—Están asesinando a mis amigos —le recordó con voz pausada.
Vicky se ruborizó.
—Lo siento —dijo—. Es duro encontrarse en medio de todo esto. Resulta… —agitó una mano mientras buscaba a tientas la palabra adecuada— insólito.
—Y, sin embargo, es muy importante.
—Lo sé. Lo sé —se esforzó por no parecer enfadada. No se lo tendría que haber recordado—. No se te ocurrió pensar por un momento que podría negarme, ¿verdad?
—He llegado a conocerte un poco en el transcurso de estos últimos meses —su expresión se suavizó—. Necesitas que te necesiten, Vicky, y ellos te necesitan. No hay demasiados investigadores privados a los que puedan confiar un caso como este.
Esto último era fácil de creer. En cuanto a su necesidad de ser necesitada, no era más que una observación chistosa que podía ignorarse con facilidad.
—¿Todos los hombres lobo son tan —buscó la palabra apropiada un instante y por fin se decidió— sosegados? Si mi familia estuviese pasando por lo que la de ellos, estaría con los nervios destrozados.
Él dudaba que fuera así, pero a pesar de ello seguía siendo una pregunta que merecía respuesta.
—Desde muy jóvenes se les enseña a esconder lo que son; y no sólo físicamente. Por el bien de la jauría, nunca pueden mostrar debilidad ante los extraños. Puedes considerarte honrada por haber visto tanto. Además, los hombres lobo viven mucho más en el presente que los humanos. Lloran la muerte de sus seres queridos y luego siguen con sus vidas. No arrastran la carga del ayer y no anticipan lo que les deparará el mañana.
Vicky bufó.
—Qué poético. Pero todo eso hace que les sea prácticamente imposible enfrentarse a una situación como esta, ¿no es cierto?
—Por eso han recurrido a ti.
—¿Y si yo no hubiera estado?
—Entonces habrían muerto.
Ella frunció el ceño.
—¿Y por qué no podrías ser tú el que los salvara?
Él volvió al lugar que solía ocupar junto a la ventana y se apoyó sobre el cristal.
—Porque no me dejarían.
—¿Porque eres un vampiro?
—Porque Stuart no toleraría el desafío a su autoridad. Si él no puede salvar a la jauría, tampoco debo poder yo. Tú eres una mujer, eres problema de Nadine y, por el momento, ella está desolada por la muerte de su gemelo. Si fueras una mujer lobo, probablemente podrías hacerte con su posición ahora mismo pero, dado que no lo eres, es posible que podáis lograr algo juntas —sacudió la cabeza al repara en la expresión de ella—. No debes juzgarlos con parámetros humanos, Vicky, al margen de lo humanos que parezcan la mayor parte del tiempo. Y ya es demasiado tarde para echarse atrás. Le dijiste a Rose y a Peter que los ayudarías.
Ella alzó la barbilla.
—¿Acaso te he dado la impresión de querer echarme atrás?
—No.
—Exactamente, no lo he hecho —respiró profundamente. Había trabajado con el Consejo Municipal de Toronto. Podría trabajar con hombres lobo. Al menos con estos, los gruñidos y los mordiscos tendrían algún sentido. De hecho, sospechaba que los hombres lobo iban a ser el menor de sus problemas—. Podría haber dificultades. Me refiero al hecho de que yo me haga cargo del caso.
—Como, por ejemplo, que no sabes conducir —ella podía oír la burla en su voz.
—No. Problemas de verdad.
Él se volvió y extendió los brazos. El movimiento provocó que sus cabellos despidieran destellos dorados bajo la luz de la lámpara.
—Cuéntame.
Se llama retinitis pigmentosa. Me estoy quedando ciega. No puedo ver de noche. Casi no tengo visión periférica. No podía contárselo. No podría soportar la lástima. No la de él. No después de lo que había pasado con Cellucci. Joder. Empujó las gafas hasta lo alto de su nariz y sacudió la cabeza.
Henry dejó caer los brazos. Al cabo de un momento, cuando el silencio amenazaba con cobrar dimensiones incómodas, dijo:
—Espero que no te haya molestado que me haya invitado a mí mismo. Creo que formamos un buen equipo la última vez. Y, además, pensé que podrías necesitar un poco de ayuda para tratar con lo… insólito.
Ella logró fingir una risa casi realista.
—¿Así que yo me ocupo del turno de día y tú del de noche?
—Exactamente igual que la última vez, sí —apoyó la espalda contra la ventana y la observó considerando la cuestión y preocupándose hasta el agotamiento. Era una de las mujeres más obstinadas e independiente que había conocido en el transcurso de cuatro siglos y medio y deseaba que confiara en él. Fuera cual fuese el problema, podrían resolverlo porque nada podía ser tan importante como para impedir que ella lo diera todo en un caso. Él no permitiría que flaqueara. Sus amigos estaban muriendo.
—No quiero morir, señorita Nelson.
—Yo tampoco quiero que mueras, Rose —Vicky se mordisqueó el labio inferior. Si trabajaban juntos, él acabaría por darse cuenta. Tenía que decidir si eso la importaba más que la pérdida de vidas inocentes. Dicho así, la verdad es que no hay color, ¿verdad? Si sola no les era de mucha utilidad, tendría que aceptar la ayuda de Henry. No hay vuelta de hoja. Ya veremos lo que pasa.
Henry observó el cambio de su expresión y sonrió. A lo largo de su prolongada existencia había desarrollado un talento para leer a la gente, para descubrir los pequeños matices de sus actitudes y expresiones que revelaban sus pensamientos. Con Vicky, la mayor parte del tiempo, no se trataba de matices; era tan fácil de leer como un cartel.
—El viernes después de que anochezca, entonces. Puedes pasar a recogerme.
Él hizo una reverencia, acompañada de una sonrisa que borraba el aire burlón del gesto.
—Como mi dama ordene.
Vicky le devolvió la sonrisa y entonces bostezó y se estiró, con la espalda arqueada y los brazos extendidos sobre el terciopelo rojo.
Henry observó el latir del pulso en la base de su garganta. No se había alimentado desde hacía tres días y la necesidad comenzaba a hacerse sentir. Vicky lo quería. Podía sentir su deseo la mayoría de las ocasiones en que se encontraban juntos, pero se había contenido a causa de la pérdida de sangre que ella había sufrido en primavera. Y también, tenía que admitirlo, porque quería que el momento fuera el adecuado. La única vez que se había alimentado de ella estaban acuciados por una necesidad tan frenética que ella se había perdido el placer que el acto podía proporcionarles a ambos.
El aroma de la vida de la mujer llenó al apartamento y Henry caminó hacia ella, acompasando sus pasos al ritmo de sus latidos. Cuando llegó junto al sillón, le tendió una mano contenida.
Vicky la tomó y se puso trabajosamente en pie.
—Gracias —volvió a bostezar y lo soltó para llevarse la mano a la boca—. Chico, estoy destrozada. No sabes lo pronto que he tenido que levantarme esta mañana. Y todo para tener que hacer dos trabajos diferentes en una fábrica que por lo menos estaba a treinta grados —se colgó el bolso del hombro y se dirigió hacia la puerta—. No hace falta que me acompañes. Quedamos el viernes, después del anochecer —se despidió con un gesto alegre y desapareció.
Henry abrió la boca para protestar, la cerró, volvió a abrirla y entonces suspiró.
Para cuando el ascensor llegó al vestíbulo, Vicky había conseguido dejar de reír. La expresión pasmada de Henry no había tenido precio y ella hubiera dado un año de vida por haber tenido una cámara en ese momento. Si Su Majestad No Muerta piensa que tiene esta situación bajo control, será mejor que lo piense mejor. Había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para abandonar el apartamento, pero la verdad es que había merecido la pena.
—Lo que bien empieza, bien acaba —dijo con voz entrecortada, a modo de declaración, mientras se limpiaba las manos húmedas en los pantalones cortos—. Quizá los viejos dichos de mamá tengan más valor del que siempre había pensado.
Todavía sonreía cuando subió al taxi, todavía sentía la excitación de la victoria. Se reclinó sobre el asiento y levantó la mirada hacia los indistintos rectángulos de luz que eran las ventanas del edificio. No podía verlo. A decir verdad, ni siquiera estaba segura de cuál de los rectángulos difusos era el suyo. Pero él estaba allí. Observándola. Deseándola. Como ella lo deseaba a él… sintiéndose como una adolescente con las hormonas desbocadas.
Entonces, ¿por qué demonios no estaba allí, con él?
Dejó caer la cabeza sobre el sudoroso respaldo de cuero del asiento y suspiró.
—Menuda idiota estoy hecha.
—Quizá la idiota —dijo el taxista mientras se volvía y le mostraba una sonrisa llena de oro— quiera ponerse en marcha. El taxímetro está en marcha.
Vicky lo miró ferozmente.
—Calle Hurón —gruñó—. Al sur de la Universidad. Ya le indicaré.
Él bufó y se volvió hacia delante.
—Eh señora, si le va mal en el amor no hace falta que lo pague conmigo.
El murmullo del taxista se fundió con los sonidos del tráfico y, mientras recorrían toda la calle Bloor, Vicky pudo sentir la mirada de Henry prendida en su nuca. Sería una noche muy larga.
La cinta terminó y Rose buscó a tientas una nueva entre los asientos, pero no encontró nada. El largo viaje de vuelta desde Toronto la había dejado rígida, cansada y demasiado tensa para apartar la vista de la carretera… aunque esta no fuera más que un tramo de grava apenas a un kilómetro de distancia de su casa.
—¡Eh! —dio un codazo a su hermano en la espalda—. ¿Por qué no haces algo útil y buscas…? ¡Huracán, sujétate! —apretó el freno con todas sus fuerzas. Mientras la parte trasera del coche patinaba sobre la grava y el volante se movía en sus manos como si tuviera vida propia, luchó por recuperar el control, apenas consciente de que Peter, y no Huracán, estaba a su lado.
¡No vamos a conseguirlo! Lo que acababa de ver, tendido sobre el camino, era una sombra cada vez más oscura y más próxima.
Más oscura. Más próxima.
Entonces, justo cuando empezaba a pensar que podrían detenerse a tiempo y el alivio permitía que su corazón volviera a latir, el parachoques delantero y la sombra se encontraron.
Bien. No estaban heridos. Su plan no incluía el que fueran heridos en un accidente de coche. Era una lástima que el cambio del viento lo hubiese obligado a abandonar su territorio de caza habitual, pero eso no quería decir que la caza tuviese que detenerse por completo. Apoyó la mejilla contra el rifle y observó la escena con la mira telescópica. Estaban cerca de casa. Uno de ellos se marcharía a buscar ayuda y dejaría al otro para él.
—Supongo que Papá tenía razón en que este viejo árbol estaba podrido. Podrido hasta la raíz. —Peter tomó asiento sobre el tronco. Bajo la luz de los faros, parecía un duende pelirrojo—. ¿Crees que podemos moverlo?
Rose sacudió la cabeza.
—Solos no. Será mejor que vayas a casa a buscar ayuda. Yo te esperaré aquí.
—¿Por qué no vamos los dos?
—Porque no quiero dejar el coche abandonado aquí —se apartó con un dedo el cabello de la cara—. Son cinco minutos, Peter. No me va a pasar nada. Últimamente te estás pasando de protector, ¿lo sabías?
Escucharon al mismo tiempo el ruido de la camioneta que se aproximaba y, un segundo más tarde, Rose y Huracán rodearon el coche para interponerse en su camino.
El camino sólo conducía a la granja de los Heerkens. Sólo ellos conducían por ella durante la noche. Apretó con más fuerza el metal empapado de sudor.
—Han asfaltado el cruce hoy mismo No sabéis cómo apesta. —Frederick Kleinbein se subió los pantalones por encima de la curva de su barriga y sonrió afable a Rose—. Decidí tomar otro camino a casa para evitar la peste. Qué suerte, ¿eh? Vamos a sacar la cadena de la camioneta, lo atamos al tronco y lo quitamos del camino —extendió el brazo y acarició suavemente el lomo de Huracán, mientras sacudía la cabeza de lado a lado—. Podríamos atarte a ti también al tronco. Hay que trabajar un poco para ganarse el pan.
—No hay peor ciego que el que no quiere ver… —ahora no podría disparar.
—Gracias, señor Kleinbein.
—Eh, ¿gracias por qué? Vosotros habéis hecho la mitad del trabajo. La camioneta hizo la otra mitad —se asomó por la ventanilla al mismo tiempo que se limpiaba la frente con un pañuelo blanco como la nieve—. Ahora será mejor que este enorme cachorro y tú os vayáis a casa, ¿eh? Dile a tu padre que parte de la madera, cerca de la copa, todavía es buena el fuego. Si no la quiere, yo me la quedaré. Y dile que le devolveré la bomba del cárter antes de que acabe el mes.
Rose retrocedió un paso mientras la camioneta arrancaba y volvió a avanzar al mismo tiempo que él añadía algo que el sonido del motor le impidió comprender.
—¿Qué?
Pero él se despidió con la mano y desapareció.
—Ha dicho —le contó Peter una vez que la luz roja de los faros raseros hubo desaparecido y pudo transformarse sin peligro— que le dieras recuerdos a tu hermano. Y luego se ha reído.
—¿Crees que te ha visto mientras se marchaba?
—Rose, no hay nada de raro en lo que ha dicho. Podía estarse refiriendo a Colin o a mí. Al fin y al cabo, Colin suele ayudarlo con el heno. Te preocupas demasiado.
—Es posible —reconoció ella. Pero mientras Huracán volvía a asomar la cabeza por la ventanilla, añadió en silencio, Puede que no.
Permaneció donde se encontraba, observando, hasta que se alejaron. Entonces sacó la bala de plata del rifle y la guardó en su bolsillo. Tendría que utilizarla en otra ocasión.
—¿Está usted segura? —el viejo señor Glassman dio varios golpecitos con una uña de manicura sobre el informe—. ¿Bastará en un juicio?
—Sin la menor duda. Todo lo que necesita está ahí —a su espalda, los dedos de la mano derecha de Vicky tamborileaban sobre su palma izquierda. Cada vez que se encontraba con el viejo señor Glassman, y sin razón aparente, se sentía como si le estuviesen pasando revista. No era un hombre que impusiera desde el punto de vista físico ni tenía un comportamiento autoritario, así que ella suponía que tenía que deberse a la simple fuerza de su personalidad. Aunque apenas era un niño en aquella época, no sólo había logrado sobrevivir a los campos de exterminio del Holocausto sino salvar también de aquel horror a su hermano pequeño, Joseph.
El hombre cerró el informe y suspiró.
—Harris —aquel nombre ponía fin a meses de pequeños sabotajes pero, al pronunciarlo, parecía más cansado que enfadado—. Tiene nuestro agradecimiento por un trabajo tan rápido, señorita Nelson —se puso en pie y le tendió la mano.
Vicky la aceptó y advirtió la fuerza que se escondía bajo la suave superficie de sus dedos.
—Me encargaré de que su factura se incluya en el informe —continuó él—. Le enviaremos un cheque a finales de semana. Supongo que estará disponible para testificar si llegara a ser necesario.
—Es parte del trabajo —le aseguró ella—. Si me necesita, allí estaré.
—¡Eh, tú, muñeca! —Harris pasaba el que sería el último de sus descansos para comer en el exterior, tomando el sol con un par de sus colegas. Mientras Vicky abandonaba el edificio, se puso en pie—. ¿Haciendo las maletas? Ya me parecía que este no era tu lugar.
Vicky estaba decidida a ignorarlo por completo.
—Es una pena que vayas a menear ese precioso culito tuyo a otro sitio.
Pero, claro…
Él rio al ver su reacción y continuó haciéndolo mientras ella cruzaba el aparcamiento para encarársele. Deportista en sus años mozos, poseía la constitución voluminosa de alguien que alguna vez hubiera sido musculoso y la camiseta de los Blue Jays que llevaba se apretaba contra la barriga cervecera que tenía por cintura. Era la clase de camorrista payaso al que la gente suele disculpar sus burlas.
No le hagas caso, es su forma de ser.
Vicky consideraba que estos eran los más peligrosos, pero en esta ocasión se había pasado de la raya. Era capaz de quejarse de la gente incapaz de aceptar un chiste mientras lo llevaban al juzgado.
—¿Qué pasa, muñeca? ¿No puedes irte sin un beso de despedida? —se volvió para asegurarse de que los dos hombres que permanecían sentados junto al edificio apreciaban su broma y no pudo ver la expresión en el rostro de Vicky.
Ella había pasado una mala noche. Estaba de mal humor. Y no le hacían falta demasiadas razones para enfrentarse a un hijo de puta racista y sexista. Él la superaba en más de diez centímetros y, probablemente, en unos cincuenta kilos, pero ella suponía que no tendría demasiadas dificultades para hacerle morder el polvo. Tentador, pero no. Aunque entonó la mirada y apretó las mandíbulas, los años pasados al servicio de la ley le ayudaron a superar la tentación. No vale la pena.
Mientras se volvía para marcharse, Harris giró sobre sus talones y, con una amplia sonrisa en los labios, le dio una palmada en el trasero.
Vicky sonrió. Oh, bueno, qué demonios…
Pivotó y le dio una patada con menos fuerza de la que era capaz en la zona exterior de la rodilla izquierda. Él se derrumbó, encogido de dolor, como si ambos pies le acabasen de ser barridos del suelo. Un golpe por debajo de las costillas le arrebató el aire de los pulmones en un jadeo angustiado. Al verlo, ella resistió el impulso de golpearlo donde más dolía y se limitó a darle una buena patada en el trasero mientras él se llevaba las rodillas al pecho. Entonces dedicó una gran sonrisa a los dos compañeros de Harris y reemprendió su camino.
Podía denunciarla, pero ella no creía que lo hiciera. No estaba herido y para cuando hubiera recobrado el aliento, ya estaría deformando los hechos para adaptarlos a su particular visión del mundo… una visión en la que no cabía la posibilidad de recibir una paliza a manos de una mujer.
También sabía que la cosa hubiera sido diferente si ella todavía llevara una placa. La brutalidad policial era casi un banderín de enganche para los de su clase.
Sabes, se puso bien las gafas y corrió hacia el autobús que, ahora podía verlo, llegaba al paso elevado de la avenida Eglington, podría acostumbrarme a esto de ser una civil.
Apenas a dos manzanas de distancia de la parada, la euforia se desvaneció junto con la adrenalina, para dar paso a una crisis de conciencia. No era tanto la violencia lo que la enojaba como su reacción frente a ella; por mucho que lo intentara, sencillamente no conseguía convencerse de que Harris no se había merecido, en alguna medida, lo que le había ocurrido. Para cuando trataba de abrirse paso hasta la parte trasera del tranvía de Dundas y bajarse en su parada, estaba realmente harta de la cuestión.
La violencia no es nunca la respuesta pero algunas veces, como ocurre con las cucarachas, es la única respuesta posible. Apartando físicamente a dos adolescentes semi comatosos, logró alcanzar la puerta en el último segundo. Harris es una cucaracha. Fin de la discusión. Hacía demasiado calor para vérselas con la ética personal. Se prometió que volvería a considerar la cuestión cuando hubiese refrescado.
Podía sentir el calor del asfalto a través de las suelas de sus mocasines y, caminando tan deprisa como le permitían las abarrotadas calles, dobló la esquina de la calle Hurón y se dirigió hacia su casa. Dundas y Hurón se cruzaban en el centro mismo de Chinatown, rodeado de restaurantes y mercadillos en los que se vendían toda clase de verduras exóticas y pescados vivos. Cuando el tiempo era caluroso, los cubos de basura metálicos en los que acababan los deshechos de comida se calentaban y el olor que se extendía por el lugar resultaba cualquier cosa menos apetitoso. Vicky tenía que respirar pesadamente por la boca y no le costaba comprender por qué los licántropos se habían apresurado a abandonar la ciudad.
Mientras pasaba por allí, examinó el charco. Situado junto al bordillo, en un punto en el que el asfalto se había desgastado por completo y faltaban algunos de los ladrillos originales, el charco reunía el agua corriente del lugar junto a restos orgánicos varios. Cuando subía la temperatura, comenzaban a brotar de su repulsiva superficie ocasionales burbujas de hedor apestoso, añadiendo su pequeña contribución al aroma general. Vicky ignoraba lo profundo que podía ser el charco. En cinco años, jamás lo había visto seco. Tenía la teoría de que algún día, algo iba a arrastrarse desde aquel pequeño y olvidado resto del caldo primordial para aterrorizar al vecindario. Deseaba estar allí cuando ocurriera.
Cuando llegó a su apartamento, estaba cubierta por una pequeña película de sudor y todo cuanto deseaba era un baño frío y un trago aún más frío. Al meter la llave en la cerradura, pudo oler el olor del café recién hecho y supo que pasaría bastante tiempo antes de que tomara cualquiera de ambos.
—Hace por lo menos cuarenta y cinco grados a la sombra —musitó mientras abría la puerta—. ¿Cómo demonios puedes estar tomando café caliente?
Fue una suerte que no esperara una respuesta, porque no obtuvo ninguna. Después de cerrar dando un portazo, dejó caer su bolso en el pasillo y se dirigió al diminuto salón.
—Qué bien que te hayas dejado caer por aquí, Cellucci —frunció el ceño—. Tienes un aspecto horrible.
—Gracias, Madre Teresa —levantó la taza y dio un largo sorbo, sin apenas alzar la cabeza del sillón. Cuando terminó de beber, la miró a los ojos—. Hemos cogido al hijo de puta.
—¿Margot?
Cellucci asintió.
—Con las manos en la masa. A mediodía.
A mediodía. Mientras yo estaba demostrando que era más macho que Billy Harris. Durante un instante, Vicky experimentó unos celos tan intensos que no fue capaz de hablar. Eso es lo que ella debiera estar haciendo con su vida, algo que de verdad supusiera un diferencia, no una estupidez en el aparcamiento de una empresa cafetera. Mordiéndose el labio inferior, logró devolver al monstruo a su jaula, pero su sonrisa no resultó demasiado lograda.
—Buen trabajo —cuando había permitido que Mike Cellucci volviera a entrar en su vida, también lo había hecho con el trabajo policial. Ahora sólo tenía que aprender a soportarlo.
Él asintió, con una expresión que revelaba cansancio y poco más. Vicky sintió que parte de la tensión abandonaba sus hombros. O bien él comprendía o bien estaba demasiado exhausto para hacer una escena. Sea cual fuera el caso, ella podía hacerle frente. Extendió el brazo y tomó la taza vacía de su mano.
—¿Cuándo fue la última vez que dormiste?
—El martes.
—¿Y la última vez que comiste?
—Eh… —frunció el ceño y se frotó los ojos con la mano.
—Me refiero a comida de verdad —le espetó—. No algo sacado de una caja y cubierto de azúcar en polvo.
—No me acuerdo.
Ella sacudió la cabeza y se dirigió a la cocina.
—Te vas a tomar un sandwich y luego a dormir. Espero que te guste la carne fría, porque es lo único que tengo —mientras metía la carne dentro del pan, sonrió abiertamente. Casi era como en los viejos tiempos. Años atrás, cuando iniciaron su relación, Cellucci y ella habían hecho un pacto; si uno de los dos no podía cuidar de sí mismo, el otro lo haría por él.
—Este trabajo puede devorarte el alma —había dicho ella mientras disolvía con un masaje la tensión de su espalda—. Creo que es buena idea tener una estructura de apoyo.
—¿Estás segura de que lo que quieres no es alguien con quien presumir después del trabajo? —se burló él.
El codo de ella se incrustó en su plexo solar. Sonrió con dulzura mientras él jadeaba tratando de recuperar el aliento.
—Eso también.
Y tan importante como contar con alguien que comprendiera cuando las cosas iban bien era tener a alguien que lo hiciera cuando iban mal. Alguien que no hiciera un montón de preguntas estúpidas para las que no había respuestas u ofreciera una simpatía que era como sal en la herida que el fracaso había dejado.
Alguien que se limitara a hacer un bocadillo, preparara la cama y después se marchara mientras su último juego de sábanas limpias se arrugaban y se manchaban de sudor.
Seis horas más tarde, Cellucci reapareció con paso vacilante en el salón y miró con ojos cansados la televisión.
—¿Qué ves?
—El final de la cuarta entrada.
Se derrumbó sobre la única silla libre de la habitación. Vicky estaba sólidamente atrincherada en el sillón.
—¿Algún gol? —preguntó mientras se rascaba el pelo del pecho.
—Son carreras, pedazo de burro, cosa que deberías saber perfectamente. Y hasta el momento, no.
El estómago de Cellucci rugió por encima del tumulto del público, que aplaudía una buena jugada.
—¿Pizza?
Vicky le arrojó el teléfono.
—La casa es mía. Tú pagas.
Una solitaria porción se enfriaba en la caja y los Jays habían logrado una ventaja de dos carreras cuando ella le contó por fin que se marchaba a Londres.
—¿Inglaterra?
—No. Ontario.
—¿Un nuevo caso?
—Exacto. Por primera vez.
—¿De qué va?
Estoy buscando a la persona o personas que están asesinando con balas de plata a una familia de hombres lobo granjeros. Al menos este era un trabajo de verdad. Un trabajo importante.
—Eh… ahora mismo no puedo contártelo. Tal vez más tarde.
Tal vez dentro de un millón de años… Cellucci frunció el ceño. Ella le ocultaba algo. Siempre se daba cuenta cuando lo hacía.
—¿Cómo piensas ir? ¿En tren? ¿En autobús? —extendiendo la pierna, le dio un golpecito en el costado con el pie desnudo—. ¿Corriendo?
—No soy yo la que tiene una muleta ahora mismo…
Muy a su pesar, él tuvo que callarse.
Vicky sonrió mientras él trataba de fingir que no le pasaba lo que le pasaba, y se forzaba a relajarse de forma visible. Una pena, pensó Vicky, porque ahora mismo va a ponerse tenso de nuevo.
—Henry vendrá a recogerme mañana por la noche.
—¿Henry? —Cellucci se esforzó por mantener un tono de voz totalmente neutro. Por supuesto, ella tenía todo el derecho del mundo a pasar su tiempo con quien le placiera, pero había algo en Henry Fitzroy que a Cellucci no terminaba de gustarle. Unas pocas pesquisas no habían sacado a la luz nada que le hiciera cambiar de opinión… sobre todo porque no habían sacado nada a la luz—. Está implicado en el caso, ¿verdad? —el último de los casos de Vicky en el que Henry Fitzroy había estado implicado, ella había estado a punto de morir a manos de un monstruo de película de serie B. A Cellucci no le había impresionado demasiado.
Vicky empujó las gafas hasta lo alto de su nariz. ¿Cuánto podía decirle…?
—Es amigo de las personas para las que trabajo.
—¿Se quedará allí contigo? —interpretando acertadamente el fruncir de las cejas de Vicky, añadió—. Cálmate. Sabes tan bien como yo la de problemas que un civil puede causar en un caso. Sólo quiero asegurarme de que no te estás complicando las cosas.
Era evidente que ella no estaba convencida de la pureza de sus razones. Mala suerte.
—En primer lugar, Cellucci, trata de recordar que ahora yo soy una civil —él dejó escapar un bufido y ella le dedicó una mirada ceñuda—. En segundo lugar, sólo me va a llevar hasta allí y me pondrá al día con los antecedentes. No va a interferir con nada.
Me ayudará. Trabajaremos juntos. No tenía la menor intención de permitir que Mike Cellucci supiera esto, no cuando ella misma no estaba demasiado segura de cómo se sentía al respecto. Además, ello implicaría una explicación que no le correspondía a ella dar. Y por encima de todo, si le daba la gana trabajar con Henry Fitzroy, eso no era asunto de Cellucci.
Cellucci leyó este último pensamiento en la expresión de su cara pero no lo interpretó bien.
—Estaba pensando en tu carrera, no en tu vida sexual —dio un gruñido y apuró el último trago de cerveza templada que quedaba en la botella—. Deberías dejar de pensar en esas cosas, Vicky.
—¿Yo? —ahora le tocó a ella el turno de bufar. Se levantó del sillón y al apartar la piel sudorosa del vinilo levantó un doloroso sonido de desgarro—. No soy yo la que ha sacado el tema. Pero ya que lo has hecho…
Él reconoció su siguiente movimiento como una distracción, un intento por apartar su atención de Henry Fitzroy. Para ser una distracción, no estaba nada mal, así que decidió cooperar. Ya habría tiempo más tarde para realizar algunas investigaciones sobre el pasado del esquivo señor Fitzroy.
A medio camino del dormitorio, él le preguntó con fingida seriedad —o al menos toda la seriedad que le permitía su aliento entrecortado—:
—¿Qué hay del partido?
—Ganan por dos carreras y sólo queda una entrada y media por jugar —susurró ella—. Seguro que pueden ganar sin nosotros.
Mientras los dientes de Henry abrían la vena de la muñeca de Tony, levantó la mirada y descubrió los ojos del joven posados sobre él. Sus pupilas se dilataron y el orgasmo le hizo entornar la mirada pero ni un solo momento dejó de contemplar con avidez cómo bebía.
Cuando hubo terminado y estuvo seguro de que su saliva había coagulado la herida, Henry se incorporó apoyándose en un codo.
—¿Siempre miras? —preguntó.
Tony asintió como en trance.
—Es parte del colocón. El verte hacerlo.
Henry rio y apartó un húmedo mechón de cabello castaño de la frente de Tony. Durante los últimos cinco meses, desde que Vicky convenciera al joven de que la ayudara a salvar su vida, se había estado alimentando de Tony tan a menudo como podía sin ponerlo en peligro.
—¿También me miras mientras hago otras cosas?
Tony sonrió.
—No me acuerdo. ¿Te molesta?
—No. Es agradable no tener que esconder lo que uno es.
Tony dejó que su mirada se deslizara por todo el cuerpo de Henry y bostezó.
—No escondes demasiado ahora —murmuró—. ¿Estarás por aquí el fin de semana?
—No —le dijo Henry—. Vicky y yo nos vamos a Londres. Unos amigos míos tienen problemas.
—¿Más vampiros?
—Hombres lobo.
—Asombroso —la palabra se apagó lentamente, pronunciada por una voz apenas audible. Entonces cerró los párpados mientras se rendía al sueño.
Era muy agradable no tener que esconder lo que era, reflexionó Henry mientras contemplaba cómo el pulso se iba acompasando en la garganta de Tony. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hubiera podido permitirse el lujo de quitarse todas las máscaras y ahora había, no sólo uno, sino dos mortales que sabían lo que era.
Sonrió y acarició con el pulgar la suave piel del interior de la muñeca de Tony. Dado que no podía alimentarse de los licántropos, antes de que terminara aquel viaje, Vicky y él llegarían por fina… conocerse mejor.