BloodTop15

-i… no lo sé! ¡Últimamente ha estado actuando de manera tan extraña…!

Stuart y Nadine intercambiaron una mirada por encima del hombro de Rose. Nadine abrió la boca para decir algo pero la expresión de su pareja le hizo guardar silencio. No era el momento de dar explicaciones.

—Rose —Cellucci salió de la oficina y atravesó rápidamente la cocina hasta que pudo mirar directamente a los ojos de la chica—. Esto es importante. ¿Con quién más ha hablado Peter hoy, aparte de la familia, Vicky, el señor Fitzroy y yo?

Sabe algo, pensó Henry. Nunca debí dejarle coger esa llamada.

Rose frunció el ceño.

—Bueno, habló con el mecánico del taller, con el doctor Dixon, la doctora Levin, la sustituía del doctor Dixon, estuvo en su casa un rato… humm… la señora Van Torpe, una vecina del doctor Dixon y alguien que pasó en coche por la carretera, pero no pude ver quién era.

—¿Viste el coche?

—Sí. Era negro, en su mayor parte, con una franja dorada y unos radios de oro falso en las ruedas —arrugó la nariz—. El coche de un verdadero pretencioso —entonces su expresión volvió a cambiar mientras interpretaba la reacción de Cellucci—. Ese es el que usted estaba pensando, ¿verdad? ¿Verdad? —dio un paso hacia él, enseñando los dientes—. ¿Dónde está Peter? ¿Qué le ha pasado a mi hermano?

—Creo —dijo Stuart con voz terminante mientras salía de detrás de su nieta— que será mejor que nos cuente todo lo que sabe.

Sólo Henry era consciente del conflicto al que Cellucci se estaba enfrentando y no le inspiraba simpatía alguna. La cuestión de la ley frente a la justicia sólo podía tener una respuesta. Vio cómo se tensaban los músculos de la espalda de Cellucci y escuchó cómo se aceleraban los latidos de su corazón.

Todo cuanto le habían enseñado le decía a Cellucci que debía darles una respuesta ambigua y ocuparse personalmente del asunto. Si los hombres lobo esperaban ser tratados como el resto de la sociedad, dentro de la ley, entonces no podían actuar fuera de la ley. Y si el único modo que tenía de cumplir con su deber era abrirse paso luchando… sus manos se convirtieron en puños.

Un gruñido sordo comenzó a formarse en la garganta de Stuart.

Y en la de Rose.

Y en la de Nadine.

Henry avanzó un paso. Ya había tenido suficiente.

Entonces Daniel empezó a lloriquear. Se aferró a las piernas de su madre y enterró la cabeza entre los pliegues de su falda.

—¡Van a matar a Peter! —el tejido apenas pudo sofocar el llanto de un niño de seis años que sólo comprendía una pequeña parte de lo que estaba ocurriendo.

Cellucci miró a Daniel, que parecía tener una capacidad asombrosa para devolver la atención de todos a lo verdaderamente importante y entonces a Rose.

—¿No pueden dejar que yo me encargue de esto? —preguntó.

Ella sacudió la cabeza, cada vez más asustada.

—Usted no lo comprende.

—No puede comprenderlo —añadió Nadine al tiempo que apretaba a Daniel con tal fuerza que el muchacho se revolvió.

Cellucci vio el dolor en los ojos de la mujer, un dolor que se retorcía y desgarraba y se prolongaría mucho más tiempo del que cualquiera debiera tener que soportar. Era posible que su decisión pudiera ahorrarle ese dolor a Rose.

—Carl Biehn fue tirador olímpico. Su sobrino, Mark Williams, conduce un jeep negro y dorado.

Rose abrió mucho los ojos.

—Si era él el que estaba hablando con Peter esta tarde… —se volvió como un torbellino, su bañador cayó al suelo y Nube salió como una exhalación de la cocina y se perdió en la noche.

—¡Rose, no! —sin que lo estorbase la necesidad de transformarse, Henry se precipitó detrás de ella antes de que Stuart, todavía enzarzado en el enfrentamiento con Cellucci, empezara a reaccionar.

¡Jesucristo! ¡Nadie puede moverse tan rápido! Cellucci aferró a Stuart por el brazo mientras Henry desaparecía en la oscuridad.

—¡Espere! —exclamó—. ¡Le necesito para que me lleve a la granja de Carl Biehn!

—¡Déjame ir, humano!

—Maldita sea, Stuart, ese hombre tiene armas de fuego. ¡Estuvo a punto de acabar con Henry una vez! Salir corriendo sólo servirá para que todo el mundo acabe muerto. Podremos llegar antes en mi coche.

—No lo creo —Stuart soltó una risotada, pero el sonido no transmitía ninguna alegría—. Y esta es nuestra caza. Tú no tienes derecho a estar aquí.

—¡Llévatelo, Stuart! —el tono de Nadine no dejaba lugar a discusión alguna—. Piensa en lo que pasará después.

El licántropo gruñó pero un instante después se soltó de un tirón y se dirigió hacia la puerta.

—Vamos, pues.

¿Lo que pasará después?, se preguntó Cellucci mientras la pareja atravesaba el césped a la carrera. María, Madre de Dios, me quieren allí para que explique la presencia del cadáver

sep

—¿Por qué tarda tanto? —Vicky se subió las gafas y se apartó de la ventana del salón. Ahora que el sol se había puesto, no veía más allá de su propio reflejo pero, a pesar de ello, no podía dejar de recorrer la habitación a grandes zancadas y asomarse a la oscuridad una vez tras otra.

—Tiene que venir desde Adelaide y Dundas —señaló Bertie—. Tardará algunos minutos.

—¡Ya lo ! —suspiró y respiró profundamente—. Lo siento. No tenía que haberle gritado. Es sólo que…, bueno, si no fuera por mis malditos ojos, podría haberme ido sola. ¡A estas alturas ya estaría a medio camino!

Bertie apretó los labios mientras parecía reflexionar.

—¿Es que no confía en que su compañero se encargue de ello?

—Cellucci no es mi compañero, es un amigo. No tengo compañero. Y tiene razón.

Y aunque podía confiarse en que Henry impediría a Cellucci hacer cualquier cosa estúpida, ¿quién salvaría a Peter, vigilaría a los licántropos, cogería al bastardo asesino? —Vicky seguía viéndolo con la cara de Mark Williams, convencida de que él era el responsable de las muertes aunque no hubiese apretado el gatillo— y… y después ¿qué?

—¡Tengo que estar allí! ¿Cómo puedo saber que se ha hecho justicia si no estoy allí?

Advirtiendo que ciertas preguntas no obtendrían respuesta, Bertie decidió guardar silencio. Las dudas que empezaba a albergar tendrían que esperar.

—¡Maldita sea, le dije que era una emergencia! —Vicky se volvió de nuevo hacia la ventana y escudriñó el exterior con la mirada entornada—. ¿Dónde está? —sólo quedaba una hora para el fin del turno y Colin ya había vuelto a la comisaría, así que no le había resultado difícil convencer al sargento de guardia de que lo dejara salir antes por una emergencia familiar—. ¿Por qué demonios…? ¡Allí! —unos faros aparecieron frente a la entrada.

Vicky recogió su bolso y corrió hacia la puerta, al tiempo que exclamaba por encima de su hombro.

—¡No hable de esto con nadie! Me pondré en contacto con usted.

Ya en el exterior, completamente ciega, se dirigió a tientas hacia los faros y estuvo a punto de ser atropellada por uno de los viejos coches blancos y azules de la policía de Londres. Abrió la puerta trasera y, mientras este se detenía haciendo chirriar las ruedas, se arrojó a su interior.

Barry hizo girar el coche a toda velocidad y se lanzó quemando las ruedas hacia la autopista mientras Colin se revolvía y, con un gruñido, preguntaba:

—¿Qué demonios está ocurriendo?

Vicky se subió las gafas y se sujetó al asiento mientras el coche doblaba una esquina sobre dos ruedas.

—Carl Biehn fue tirador en las Olimpiadas después de haber estado en Corea y en los marines.

—¿Ese comehierba?

—Puede que él lo sea —dijo Vicky con voz brusca—, pero su sobrino…

—Fue acusado de fraude en el 86, de posesión de bienes robados en el 88 y de conspiración para asesinar hace nueve meses —intervino Barry—. Salió libre. Las tres veces, por tecnicismos. Lo he investigado esta tarde.

—¿Y la emergencia? —gruñó Colin apretando los dientes.

—Peter ha desaparecido.

sep

Las hierbas y la maleza le azotaban las piernas; los árboles parpadeaban y se perdían en la periferia de su visión, sombras irreales apenas visibles antes de desaparecer; la barrera de una cerca dejó de serlo mientras la atravesaba de un salto sin dejar de correr. Henry siempre había sabido que los licántropos podían correr muy rápido, pero nunca, hasta aquella noche, había sabido cuánto. Nube no quería dejarlo atrás. Se limitaba a correr tan rápido como le era posible en busca de su gemelo. No estaba demasiado lejos pero sí lo suficiente para que él temiera que nunca podría alcanzarla.

Mientras aquella forma plateada como la luna permanecía, para su espanto, fuera de su alcance, Henry hubiera cambiado su vida inmortal por la capacidad de transformarse que la tradición le otorgaba a su raza. Si todo lo demás era igual, cuatro patas corrían más deprisa y con más seguridad que dos piernas.

Por tanto, lo demás no podía ser igual.

Corrió como no lo había hecho en muchos años, esforzándose hasta el límite de sus fuerzas por cerrar la brecha que se había abierto entre los dos. Esta era una carrera que tenía que ganar porque si sólo uno de los dos iba a sobrevivir, se aseguraría de que fuera Rose.

sep

Arrojando tierra y grava en un gran arco con forma de abanico, Cellucci hizo girar el coche al extremo del camino sin perder un ápice de velocidad. La suspensión sufrió mientras el coche entraba y salía de un enorme socavón y el depósito del aceite chirrió como protesta al chocar contra una piedra saliente. El constante staccato de ametralladora provocado por las piedras al chocar contra los bajos del coche imposibilitaba toda conversación.

Stuart no dejaba de gruñir desde las profundidades de su garganta.

Y mientras tanto, Cellucci no podía apartar de sus pensamientos la voz de un recuerdo:

¿Estás dispuesta a ser juez y jurado? ¿Y quién será el verdugo? ¿O es que también vas a encargarte de eso?

Temía estar a punto de saber la respuesta y pedía en silencio que Vicky llegase demasiado tarde para formar parte de ella.

sep

Justo cuando Nube se lanzaba hacia la puerta del corral, Henry alcanzaba su cola. Un paso más, puede que dos, y podría detenerla, apenas a tiempo, pero a tiempo al fin y al cabo.

Entonces ella captó el olor de su gemelo y, con un gruñido, se lanzó adelante dando un salto.

Mientras sus patas abandonaban la tierra aplanada, Henry vio con horror dónde aterrizaría. Vio el falso suelo. Vio las mandíbulas de acero que escondía. Con todas las fuerzas que le quedaban, se arrojó sobre ella en un placaje desesperado.

Supo mientras la sujetaba que no bastaría, así que se revolvió y, mientras caían al suelo y giraban, escudó con su cuerpo al licántropo, que se debatía con todas sus fuerzas.

Dos trampas saltaron. Una de ellas se cerró, impotente, sobre unos pelos de un blanco plateado mientras a la otra se le hurtaba por completo su premio.

Desde el suelo, Henry recibió un calidoscopio de imágenes: el cuerpo bermejo que yacía inmóvil sobre la mesa, el mortal que se encontraba de pie a su lado, cubierto de la cabeza a los pies con un delantal de cuero, el delgado cuchillo que despedía un brillo apagado a la luz de la lámpara… y para cuando logró alzarse de rodillas, aferrando todavía a Nube con un brazo, supo lo que estaba ocurriendo. La cólera, roja y caliente, lo atravesó como una oleada.

Entonces Nube se sacudió su abrazo y atacó.

Por segunda vez aquella noche, Mark Williams miró a la muerte a la cara; sólo que esta vez sabía que no se detendría. Gritó y retrocedió contra la mesa, sintió un aliento ardiente contra su garganta, luego el beso de unas mandíbulas de marfil y entonces, repentinamente, nada. El instinto de preservación se apoderó de él y, sin detenerse a pensar, sus manos buscaron la escopeta.

Henry luchaba con Nube y con su propia ansia de sangre. Es una chica de diecisiete años, apenas una niña. No le permitiré que mate. Los licántropos ya no vivían ajenos a los humanos y sus valores. ¿Qué sentido tenía vencer ahora si tenía que arrastrar ese pecado consigo durante el resto de su vida? Una vez tras otra, mientras ella trataba de liberarse con frenética furia, repitió las únicas palabras que sabía que podrían abrirse paso hasta su consciencia.

—Todavía está vivo, Nube. Huracán todavía está vivo.

Por fin, ella se detuvo, gimió una vez y se volvió hacia la mesa con el hocico levantado para captar el olor de su hermano. Un segundo gemido se convirtió en aullido.

Con la atención puesta ahora en Huracán y no en la muerte, Henry se puso en pie.

—Quédate donde estás —ordenó. Nube se dejó caer al suelo, temblando por la necesidad de estar junto a su gemelo pero incapaz de desobedecer. Mientras el vampiro levantaba la cabeza, se encontró frente a frente con los dos cañones de la escopeta.

—Así que todavía está vivo, ¿eh? —tanto la escopeta como la risa temblaban—. Yo no pude sentir ni siquiera un latido. ¿Estás seguro?

Henry podía oír los lentos y trabajosos latidos del corazón de Huracán, podía sentir el empeño de su sangre por seguir atravesando los pasajes que el veneno había obstruido. Permitió que su propia ansia de sangre creciera.

—Conozco la vida —dijo mientras avanzaba un paso—. Y conozco la muerte.

—¿Sí? —Mark se humedeció los labios—. Pues yo conozco a Bo Jackson. Quietecito donde estás.

Henry sonrió.

—No —Vampiro. Príncipe de la Oscuridad. Vástago de la Noche. Todo eso estaba en su sonrisa.

La mesa contra la espalda de Mark impedía la retirada. No tenía otra opción que mantenerse firme. El sudor empapaba su frente y resbalaba por ambos lados de su nariz. Este era el demonio al que había disparado en el bosque. Tenía forma de hombre pero no había nada humano en su expresión.

—No… no sé lo que eres —balbució mientras obligaba a sus temblorosas manos a mantener el arma en alto—, pero sé que puedes ser herido.

Un paso más apartaría los cañones del arma lo suficiente para que Nube estuviera fuera de la línea de fuego. Un paso más, pensó Henry mientras alimentaba su hambre con cólera, y esta cosa es mía. Levantó el pie.

La puerta del corral se abrió súbitamente, chocó contra la pared y los tablones se partieron.

—¡Suéltala! —ordenó Cellucci desde la entrada.

Detrás de él, Stuart dejó escapar un gruñido. El esfuerzo de voluntad necesario para contener su ataque mientras Nube permanecía en peligro hacía trepidar los músculos de su espalda. El aullido de la muchacha lo había arrancado del coche antes de que se detuviera por completo, se había arrojado irreflexivamente contra el corral en forma humana y ahora la ropa le impedía transformarse.

El cañón de la escopeta se inclinó hacia abajo y volvió a levantarse.

—Creo que no.

—¿Qué demonios está ocurriendo aquí? —exclamó Carl Biehn mientras, rifle en mano, apuntaba a los dos hombres de la entrada. Había escuchado la furiosa aparición del coche en la entrada; lo había oído detenerse arrojando gravilla; había escuchado el aullido de la criatura de Satán y había sabido que los seguidores del Diablo estaban allí. Sólo había tardado un momento en recoger su rifle y había llegado a la puerta del corral apenas un instante después que los hombres del coche. Todavía no sabía lo que estaba ocurriendo pero era evidente que su sobrino necesitaba su ayuda.

—Póngale el seguro al revolver y tírelo al suelo —hizo un gesto con el rifle—. Allí, lejos de todo el mundo.

Cellucci hizo lo que se le ordenaba con los dientes apretados. No tenía elección. El chasquido de las mandíbulas de hierro al cerrarse cuando el revólver tocó el suelo sobresaltó a todos los presentes por igual.

—Trampas —dijo Stuart mientras las señalaba—. Allí y allí —la tierra que había junto a su pie desnudo se había levantado—. Y aquí.

Mark sonrió.

—Es una lástima que no podáis dar saltos más largos.

—Ahora moveos hacia allá —ordenó Carl—. Junto a los otros, para que pueda veros… —mientras se abrían camino entre las trampas y aparecían bajo la luz de la lámpara, reconoció a Stuart y entornó la mirada. Había pasado el día entero rezando en busca de una respuesta y ahora el Señor le enviaba al líder de los impíos en persona. Entonces vio a Nube, todavía agazapada detrás de Henry, ignorándolo todo y a todos salvo el cuerpo que yacía sobre la mesa.

Entonces vio a Huracán.

Bajó el rifle del hombro a la cadera, sujetándolo por la empuñadura y sin apartar el dedo del gatillo. Sin dejar de apuntar al grupo de intrusos que ahora se encontraban juntos en un lado del corral, caminó hasta el borde de la mesa.

—¿Qué —repitió— está ocurriendo aquí? ¿Cómo ha muerto esta criatura?

—¡No está muerto! —Rose se arrojó a los brazos de Stuart—. ¡No está muerto, tío Stuart! No lo esta.

—Lo sé, Rose. Y lo salvaremos —le acarició los cabellos mientras observaba a la joven humana que se encontraba a su lado como si no hubiese visto piel en toda su vida. Ella necesitaba consuelo pero si esperaban salvarse y salvar a Huracán, era mejor que pudiese contar con colmillos y garras. Maldijo en silencio las ropas que lo aprisionaban en su forma humana—. Ahora cambia —le dijo—. Vigila. Estate preparada.

—¡Ya basta! —el rifle se movió de Stuart a Nube y de vuelta a él—. ¡No haréis más trucos diabólicos!

Nube gimió pero Stuart pasó su mano por el pelo detrás de la cabeza y dijo con tranquilidad:

—Espera.

Carl tragó saliva. El dolor en los ojos de la criatura mientras alzaba la vista hacia él se unió al dolor de la que había herido y la duda comenzó a pesarle en el corazón. La obra del Señor no podía traer dolor. Se volvió y contempló a Huracán con horrorizada fascinación.

—Te he hecho una pregunta, sobrino.

Mark puso algo más de distancia entre Henry y él mismo antes de responder —moviéndose al mismo tiempo hacia la puerta, sólo por si acaso—, mientras pugnaba en silencio contra el silencioso mandato que le ordenaba mírame.

—Asumo —dijo con una sonrisa forzada— que, puesto que, tal como nos han asegurado, mi huésped no está muerto, te refieres a «¿Qué demonios está ocurriendo aquí?». En realidad es muy sencillo. He decidido combinar tu plan de santo exterminio con un negocio provechoso.

—¡No puedes sacar provecho de la obra del Señor! —repentinamente inseguro de tantas cosas, Carl se aferró con firmeza a esta creencia.

—¡Y una mierda! Tú cosecharás tus recompensas en el Cielo. Yo quiero las mías… ¡aquí y ahora! —hizo un gesto con la escopeta y Henry se quedó helado—. No sé lo que eres, pero estoy bastante seguro de que a esta distancia, los dos cañones de mi arma bastarán para enviarte al infierno y estoy más que dispuesto a probarlo —la piel alrededor de sus ojos estaba blanca y respiraba pesadamente. El sudor ardía en los arañazos de su espalda.

Cellucci miró de soslayo el perfil de Henry y se preguntó qué habría podido ver el otro hombre para estar tan aterrorizado. Se lo preguntó pero en realidad no deseaba saberlo. En su opinión, su única posibilidad radicaba en Carl Biehn, que parecía terriblemente confuso y, a pesar de su indudable habilidad con el rifle, viejo y cansado.

—Esto ha ido demasiado lejos —dijo tranquilamente, haciendo que su voz, la voz de la razón, se posara sobre la tensión como un bálsamo—. No importa lo que creyera cuando empezó esto. Las cosas han cambiado. Debe usted ponerle fin.

—¡Cierra la boca! —le espetó Mark—. No necesitamos tus estúpidos consejos.

Carl levantó la mano, que se había posado casi en un gesto de bendición sobre la cabeza de Huracán y sujetó el rifle con más fuerza.

—¿Y qué has planeado hacer ahora? —preguntó con voz desesperada, un eco de las plegarias que no habían recibido respuesta.

—Tú mismo dijiste que las criaturas del diablo debían morir. De esa —señaló a Huracán con un gesto de la cabeza— ya me he encargado. A esta otra —Nube volvió a gemir y se apretó contra las piernas de Stuart— también puedo utilizarla. Es una pena que no podamos conseguir que el grande se transforme antes de morir.

Stuart gruñó y se preparó para saltar.

—¡No! —la orden de Henry paralizó a Stuart donde se encontraba, furioso e impotente. Con las dos armas apuntándolos desde ángulos diferentes, un ataque, tuviera éxito o no, provocaría la muerte de alguno de ellos. Tenía que haber otra salida y tenían que encontrarla rápidamente porque aunque el corazón de Huracán seguía luchando por sobrevivir, Henry podía sentir lo mucho que se había debilitado, lo escasas que eran las fuerzas con las que se aferraba a la vida.

—Cierra tu bocaza de hijo de puta —le sugirió Mark. Tenía las manos empapadas de sudor pero, a pesar de que su tío seguía apuntando a sus «huéspedes» no se atrevía a secárselas. Sabía perfectamente que en el momento en que empezaran los disparos y ya no tuviera nada que perder, aquella criatura se arrojaría sobre él. Si quería que sus pieles y él salieran de allí de una pieza tenía que andarse con mucho cuidado. Y si no podía salvar al tío Carl… Pobre viejo, de todas formas no estaba del todo cuerdo—. Muy bien. Todos vosotros, poneos de cara a la pared.

—¿Para qué, Mark?

—Para que pueda vigilarlos mientras tú los envías de vuelta al infierno al que pertenecen —tuvo un repentino destello de inspiración y añadió—. Se hará la voluntad del Señor.

Carl levantó la cabeza.

—Se hará la voluntad del Señor —él no era quién para cuestionarla.

—Señor Biehn —Cellucci se humedeció los labios. Era el momento de poner todas las cartas sobre la mesa—. Soy detective sargento de la Policía Metropolitana de Toronto. Mi placa está en el bolsillo izquierdo de mis pantalones.

—¿Es usted policía? —el cañón del rifle descendió lentamente hacia el suelo.

—¡Está aliado con las criaturas de Satán! —dijo Mark con brusquedad. El poli iba a morir de un disparo de rifle. Pobre tío Carl

El cañón del rifle volvió a levantarse.

—Los policías no son inmunes a las tentaciones del diablo —miró a Cellucci con atención—. ¿Ha sido usted salvado?

—Señor Biehn, soy católico practicante y recitaré para usted el Padrenuestro, el Credo de los Apóstoles y tres Avemarías si es lo que quiere —la voz de Cellucci se hizo amable, la voz de alguien en quien se podía confiar—. Comprendo por qué ha estado disparando a esta gente. De veras. Pero ¿no se le ha ocurrido que Dios tiene planes que usted desconoce y que quizá, sólo quizá, esté usted equivocado? —dado que seguían con vida era evidente que sí se le había ocurrido. Cellucci intentaba aprovecharse de ello—. ¿Por qué no baja esa arma para que podamos hablar? Quizá entre usted y yo podamos encontrar una manera de salir de este embrollo —y entonces, desde las mismas profundidades de su infancia, cuando su diminuta abuela vestida de negro le había hecho aprender, domingo tras domingo, un verso de la Biblia de memoria, añadió—. «Pues nada hay oculto que no haya de manifestarse, nada secreto que no haya de saberse».

—San Lucas, capítulo doce, versículo dos —Carl se estremeció y Mark se dio cuenta de que lo estaba perdiendo.

—Incluso el Diablo puede citar las escrituras, tío.

—Y si no es el diablo, ¿qué es entonces? —un músculo saltó en la mejilla del anciano—. ¿Serías capaz de asesinar a un agente de la ley?

—¡La ley del hombre, tío, no la ley de Dios!

—¡Contesta a mi pregunta!

—Sí, contesta a su pregunta Mark. ¿Serías capaz de cometer un asesinato? ¿De romper un mandamiento? —ahora, Cellucci utilizaba su voz como un bisturí, esperando sacar a la luz el corazón putrefacto—. No matarás. ¿Qué hay de eso?

Mark había escapado a la muerte dos veces aquella noche. Desde que reconociera a la criatura que lo había atacado en el bosque había sabido que hacerlo una tercera vez requeriría algo más que suerte. Si él iba a vivir, alguien en ese corral tendría que morir. Y él iba a vivir. Ese jodido poli hijo de puta estaba estropeando la cosa que le permitiría sacar el culo del fuego, y encima con algunas ganancias. Prefería al viejo como un aliado vivo que como una excusa muerta.

—Tío Carl —hacer hincapié en la relación. Recordarle los lazos de sangre, la lealtad debida a la familia—. Estas no son criaturas de Dios. Tú mismo lo dijiste.

Carl miró a Nube y se estremeció.

—Estas no son criaturas de Dios —entonces alzó sus atormentados ojos hacia el rostro de Cellucci—. Pero ¿qué hay de él?

—Sus propias acciones lo han condenado. Se ha aliado deliberadamente con los sicarios de Satán.

—Pero si es un oficial de policía, la ley…

—No te preocupes tío —Mark no se molestó en ocultar su alivio. Si el anciano estaba preocupado por las repercusiones es que se había decidido a actuar. Estaba en el bote—. Puedo hacer que parezca un accidente. Tú sólo preocúpate, cuando mates al lobo blanco… o perro, o lo que sea, de no estropear la piel.

Sólo con un instante de retraso, se dio cuenta de que había dicho la cosa equivocada.

El anciano volvió a estremecerse y entonces se enderezó, como si una terrible carga le pesase sobre los hombros.

—Son muchas las cosas de las que no estoy seguro, pero esto sí lo sé con toda certeza: lo que ocurra esta noche será por la gracia de Dios. No sacarás provecho de ello —giró el rifle hasta apuntar directamente a Mark—. Baja el arma y ponte junto a ellos.

Mark abrió la boca y volvió a cerrarla pero ningún sonido salió de ella.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Cellucci, cuidándose de mantener una expresión neutra.

—No lo sé. Pero él no será parte de ello.

—No puedes hacerme esto —Mark recuperó al fin el habla—. Soy de la familia. Carne de tu carne y sangre de tu sangre.

—Deja el arma y ve con ellos —Carl sabía ahora cuándo había cometido su error, cuándo se había apartado del camino que el Señor le mostrara. Sólo él debía llevar la carga. Nunca debiera haberla compartido.

—No —Mark lanzó una mirada horrorizada a Henry, cuya expresión le invitaba a acercarse todo cuanto quisiera—. No puedo… no lo haré… no puedes obligarme…

Carl hizo un gesto con su rifle.

—Sí que puedo.

Mark vio aproximarse a la muerte que hasta entonces había conseguido mantener a raya mientras la sonrisa de Henry se ensanchaba.

—¡NO! —giró la escopeta hacia el que pretendía arrojarlo a ella.

Carl vio el cañón volverse hacia él y se preparó para morir. No podía, ni siquiera para salvarse a sí mismo, disparar al único hijo de su única hermana. A tus manos encomiendo mi espír

Nube reaccionó sin pensar y se arrojó hacia delante. Sus patas delanteras golpearon al anciano en el pecho y el disparo de la escopeta se desperdigó sin causar daño sobre la pared este mientras los dos caían juntos al suelo.

Entonces Henry se movió.

Un instante, más de tres metros los separaban. Al siguiente, Henry arrancó la escopeta de las manos de Mark y la arrojó con tal fuerza que atravesó los tablones de madera del corral. Sus dedos se cerraron alrededor de la garganta del mortal y apretaron. Sus uñas se hincaron en la piel y la sangre empezó a correr por sus dedos.

—¡No! —Cellucci se arrojó hacia él—. ¡No puedes!

—No voy a hacerlo yo —dijo Henry con voz tranquila. Alzando su carga en vilo, retrocedió; un paso, dos. La trampa se cerró con un chasquido y Henry abrió la mano.

El brazo que había detenido a Mark era una barrera impenetrable. No podía moverlo. No podía rodearlo.

El dolor tardó un momento en superar al terror. Con ambas manos en la garganta, Mark apartó los ojos del rostro de Henry y miró hacia abajo. Sus zapatos de piel blanda apenas habían hecho nada para protegerlo de la dentellada del metal; la sangre comenzó a manar, espesa y rojiza. Gritó, un sonido sordo y estrangulado y cayó de rodillas, aferrado a los goznes de la trampa con dedos lacios. Entonces comenzaron las convulsiones. Tres minutos después estaba muerto.

Henry dejó caer el brazo.

Mike Cellucci apartó la vista del cadáver, miró a Henry y dijo, con la boca seca a causa del miedo.

—No eres humano, ¿verdad?

—No exactamente —los dos se miraron un momento.

—¿También vas a matarme a mí? —preguntó Cellucci al fin.

Henry sacudió la cabeza y sonrió. Una sonrisa diferente a la que había acompañado a Mark Williams a la tumba. La sonrisa de un hombre que había logrado sobrevivir cuatrocientos cincuenta años sabiendo cuándo podía volver la espalda. Lo hizo ahora y se unió a Nube y Stuart junto al cuerpo de Huracán.

¿Y ahora qué?, se preguntó Cellucci. ¿Me marcho sin más y me olvido de que todo esto ha ocurrido? Técnicamente, acababa de presenciar un asesinato.

—Un momento, si Huracán sigue vivo, es posible que él…

—Ha visto usted muerte más que suficiente como para poder reconocerla, detective.

Fitzroy estaba en lo cierto. Había visto muertes más que suficientes como para saber que lo que yacía desparramado sobre el suelo era un cadáver; ni siquiera la titilante luz de la lámpara podía ocultarlo.

—¿Pero por qué tan deprisa?

—Él —gruñó Stuart— era sólo humano —la última palabra sonó como una maldición.

—Jesús. ¿Qué ha ocurrido?

Cellucci giró sobre sus talones, con los dos puños cerrados a pesar de que —o quizá a causa de ello— había reconocido la voz.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¡Eres completamente ciega en la oscuridad!

Vicky lo ignoró.

Colin la adelantó y entró en el corral, desesperado por encontrar a su hermano.

Barry venía detrás de él. Un paso, dos, y el suelo cedió bajo su pie. Sintió el impacto de unas mandíbulas de acero cerrándose sobre su bota de policía en busca de la pierna.

—¡Colin!

Colin se detuvo y se volvió a medias. Bajo el haz de la linterna que Vicky acababa de sacar del bolso, su rostro aparecía convulsionado por la necesidad de estar en dos lugares al mismo tiempo.

Vicky no podía hacerle elegir.

—Ve —le ordenó—. Yo me ocuparé de Barry.

La obedeció.

Apoyada sobre una rodilla, Vicky apuntó la luz hacia el pie de Barry. Los músculos de la pierna, apoyada contra el hombro de ella, temblaron. Aseguró la linterna bajo su barbilla y estudió el mecanismo de acero.

—¿Sabes si ha atravesado la bota?

Le oyó tragar saliva.

—No estoy seguro.

—Muy bien. Creo que no lo ha hecho, pero tendré que abrirlo para asegurarme —sus dedos apenas habían tocado el metal cuando Cellucci los apartó de un manotazo.

—Está envenenada —dijo antes de que ella pudiera protestar. Introdujo una barra de hierro oxidado en la bisagra—. Mantén su pierna recta.

Tanto la suela como el tacón reforzado habían sido atravesados, pero no del todo. Al alivio siguió una reacción y Barry, todo el cuerpo flojo, tuvo que apoyarse en Vicky para no caer. Podría haber muerto, pensó mientras tragaba saliva. El calor no tenía nada que ver con el sudor que le pegaba la camisa a la espalda. Podría haber muerto. Le dolía el pie. No importaba. Podría haber muerto. Respiró profundamente. Pero sigo vivo.

—¿Estás bien? —le preguntó Vicky mientras recorría su cara con la parte central de su visión.

—Él asintió, se puso derecho y dio un paso. Entonces dio otro, un poco menos inseguro, hacia atrás y se colocó a su lado.

—Sí. Estoy estupendamente.

Vicky le sonrió y recorrió con el haz de la linterna el interior del corral. Carl Biehn estaba sentado con aspecto aturdido sobre una especie de barril. Todos los demás —Colin, Nube, Henry, Stuart— se encontraban con Huracán.

—¿Huracán está…?

—Está vivo —le dijo Cellucci—. Aparentemente, cayó en otra de esas trampas. Que, por cierto, están enterradas por todas partes, así que camina sólo por donde yo te indique.

—¿Y Williams?

—Está muerto —Cellucci sacudió la cabeza en dirección a Carl Biehn y le dijo a Barry—. Sácalo de aquí. Y vigílalo.

Barry asintió, agradecido de contar con órdenes y salió cojeando del corral.

Mientras se dirigían hacia el lugar, Vicky sólo había podido pensar en llegar a tiempo para hacer algo. Ahora se encontraba allí, todo había terminado y la luz de la linterna no le mostraba más que escenas silenciosas y suspendidas en medio de la oscuridad.

—Mike, ¿qué ha pasado?

Él sopesó las alternativas durante un segundo y entonces, rápidamente, le describió los hechos, tratando de impedir que se vieran aderezados por emociones de las que ni siquiera estaba seguro. Estudió su rostro cuidadosamente cuando le contó lo que Henry había hecho pero no encontró en él nada que pudiera utilizar.

—¿Y Peter? O sea, ¿Huracán? —le preguntó ella cuando hubo terminado.

—No lo sé.