BloodTop14

Bertie Reid vivía en un pequeño bungalow situado a unos diez minutos del campo de tiro.

Diez minutos si cualquier otro hubiera estado al volante, suspiró Vicky en silencio mientras salía del coche y seguía a la anciana hacia el interior de la casa.

—¿Puedo usar su teléfono? Será mejor que llame a mí… —Oh, demonios, ¿cómo llamo a Cellucci?— chófer y le diga dónde me encuentro.

—Allí lo tiene —señaló hacia el salón—. Voy a poner la tetera al fuego. A menos, claro, que prefiera usted café.

—La verdad es que sí.

—Sólo tengo instantáneo.

—Por mí estupendo. Gracias —Vicky no era ninguna esnob del café y prefería cualquier cosa antes que té.

El teléfono, un aparato blanco, de tonos, descansaba sobre un montón de periódicos, junto a sillón tapizado con motivos florales y un escabel a juego. Una lámpara de pie con tres luces ajustables se erguía detrás de la silla y el mando a distancia para la televisión se encontraba encima de uno de sus brazos, enterrado parcialmente bajo una Guía de TV.

Evidentemente, el centro de mando. Vicky marcó el número de los Heerkens y examinó la habitación mientras esperaba que alguien respondiera desde la granja. La habitación estaba atestada de libros, sobre estanterías, en el suelo, encima de los muebles, obras clásicas, novelas rosa —distinguió dos obras de Elizabeth Fitzroy, el seudónimo de Henry—, novelas de misterio, ensayos… Había visto librerías con colecciones menos eclécticas.

—¿Sí?

—Rose, soy Vicky Nelson. ¿Sigue Mike Cellucci todavía por allí?

—Ahá. Tía Nadine lo ha invitado a cenar. Voy a avisarlo.

Cenar. Vicky sacudió la cabeza. Aquello podría resultar interesante, un pequeño macho alfa en medio de los perritos calientes. Escuchó voces de fondo y alguien cogió el receptor.

—Tan oportuna como de costumbre; acabamos de sentarnos. ¿Voy a recogerte?

—No, todavía no. La señora Reid llegó tarde. Ahora mismo estoy en su casa y creo que todavía tenemos para rato. No sabe quién puede ser el tirador pero cree que podría averiguarlo.

—¿Cómo?

—Alguien tan bueno como ese tío tiene que haber dejado un rastro escrito y si existe algo escrito, ella asegura que tiene una copia. Pero —recorrió todo el salón con la mirada; nada parecía ordenado de una manera particular—, es posible que tardemos en dar con ello.

—¿Quieres que vaya?

—No —cuanto menos tiempo pasase con él, menos posibilidades habría de que volviera a comenzar la pelea de aquella tarde y en aquel momento ella tenía que concentrarse en lo que tenía entre manos. Dejar que Cellucci la sacase de sus casillas no sería bueno para nadie. Su trabajo consistía en encontrar al asesino y detenerlo, no en discutir la ética del caso—. Preferiría que te quedaras allí y vigilaras.

—¿Y que hay de Henry?

¿Y que hay de Henry? Se preguntó cómo habrían explicado su ausencia. Cellucci se jactaba siempre de su habilidad para detectar sus mentiras, de modo que eligió las palabras cuidadosamente:

—Él no tiene entrenamiento.

—Jesús, Vicky, estos son hombres lobo; yo no tengo entrenamiento —con el ojo de su mente, Vicky pudo verlo apartándose el rizo de la cara—. Y no me refería a eso.

—Escucha, Mike. Ya te dije lo que pensaba de tu teoría del crimen organizado y ahora mismo no tengo tiempo de complacer a tu lastimado ego masculino. Arregladlo entre Henry y tú —la mejor defensa es un buen ataque: no recordaba dónde lo había escuchado por vez primera pero tenía mucho sentido—. Te llamaré cuando haya terminado —pudo oírlo hablando mientras colgaba. No parecía contento. Lo más probable es que lo repita más tarde, así que no me he perdido nada.

La luz de la primera tarde proyectaba sus alargados dedos sobre la habitación. Por lo menos quedaban dos horas y media hasta el anochecer. Casi sin darse cuenta, Vicky deseó poder esconder aquella esfera amarilla bajo el horizonte para liberar a Henry de la prisión del día. Henry comprendía las cosas, a diferencia de Mike, que trataba de aplicar las reglas de un juego al que nadie estaba jugando.

¿Pero no estaba pensando hace sólo un momento que era bueno tener a Cellucci por aquí, prestándole un aura de normalidad a todo este asunto? ¿Cuándo se ha vuelto tan complicada mi vida?

—¿Crema y azúcar? —preguntó Bertie desde la cocina.

Vicky sacudió la cabeza tratando de limpiar las telarañas de su interior.

—Sólo crema —respondió al mismo tiempo que se movía hacia la voz. No podía hacer otra cosa más que seguir adelante y esperar que, al final, todo se solucionara por sí solo.

El segundo dormitorio se había convertido en una biblioteca, con estanterías en tres de las cuatro paredes y un fichero en la cuarta. Un enorme escritorio cubierto de papeles ocupaba gran parte del espacio central. El escritorio atrajo la atención de Vicky.

—Se le llama un escritorio de pareja —le dijo Bertie mientras acariciaba con la yema de un dedo un brillante borde de madera marrón—. En realidad se trata de dos escritorios en un solo mueble —levantó un montón de papeles de una de las sillas e invitó a Vicky con un gesto a que tomara asiento—. Ruth y yo lo compramos hace casi veinticinco años. Sin contar el coche o la casa, es la cosa más cara que jamás compramos.

—¿Ruth? —preguntó Vicky mientras hacía un espacio en el escritorio para su café.

La anciana tomó una fotografía enmarcada de una de las estanterías, la contempló un instante con una sonrisa en los labios y entonces se la tendió.

—Ruth era mi pareja. Estuvimos juntas treinta y dos años. Murió hace tres. Un ataque al corazón —su sonrisa contenía más pena que alegría—. La limpieza de la casa no parece haber tenido mucho sentido desde que ella falta. Tendrá que disculpar el desorden.

Vicky le devolvió la fotografía.

—Es duro perder a alguien tan cercano —dijo con suavidad mientras pensaba que los ojos de Bertie habían tenido el mismo aire afligido que los de Nadine cuando hablaba de su gemela—. Y yo soy la persona menos indicada para hablar sobre tareas domésticas. Lo importante es encontrar las cosas cuando uno las necesita.

—Sí, bueno… —con todo cuidado, Bertie volvió a dejar la fotografía de Ruth en la estantería y señaló con un ademán las numerosas filas de títulos: Historia del Tiro, El Tiro con Rifle como Deporte, Rifles de Tiro de Posición, La Guía Completa del Tirador—. ¿Por dónde empezamos?

Vicky introdujo la mano en el bolso, extrajo las listas de aquellos que frecuentaban la reserva —los dos grupos de ornitólogos y los miembros del club de fotografía— y las dejó sobre la mesa.

—Creo que deberíamos empezar por el principio y comparar primero estos nombres con los de los miembros de equipos olímpicos canadienses, luego con los de los ganadores de competiciones regionales y luego con los de los ganadores de competiciones locales.

Bertie se inclinó y examinó las listas.

—No obstante, sería más fácil si supiera qué personas de estos grupos poseen armas registradas. ¿La PPO no tiene…?

—Sí.

La anciana pareció sobresaltarse un poco ante su tono y los músculos que rodeaban su boca temblaron, pero la expresión de Vicky la ayudó a refrenar su curiosidad. Después de un momento, preguntó:

—¿Sólo los equipos canadienses?

—Para empezar, sí —Vicky tomó un largo sorbo de café y se preguntó si debía disculparse. Después de todo, si no tenía la lista de armas registradas era precisamente por su maldita culpa.

—Si no encontramos nada, buscaremos en los de otros países. Si usted tuviera…

—Tengo todos los equipos de tiro olímpicos de los últimos cuarenta años, así como los de los campeonatos nacionales americanos y la mayoría de los de las competiciones regionales y locales de Pensilvania, Michigan y Nueva York.

Los equipos canadienses figuraban en siete gruesos archivadores de color rojo. Incluso ignorando las estadísticas, las fotocopias, los artículos de periódicos y los resultados finales, el desalentador número de nombres que había que comprobar provocó que regresara el dolor de cabeza de Vicky.

Si esto fuese una serie de televisión, habría encontrado un trozo de camisa en aquel árbol que sólo podría pertenecer a un hombre, habría habido una persecución en coche, una pelea, tiempo para ir al cuarto de baño y todo estaría envuelto en un bonito y ordenado paquete en menos de una hora. Colocó la primera lista de ornitólogos junto al primero de los archivadores y se subió las gafas. Bienvenida al mundo real.

sep

Al menos media docena de veces durante la cena, Peter cambió de idea sobre si debía contarle al resto de la familia lo que sabía. Otra media docena de veces, volvió a cambiarla. Merecían saberlo. Pero si pudiera presentarles las pruebas… Adelante y atrás. Adelante y atrás.

Una parte de él no quería más que dejar el asunto en manos de los licántropos de más edad para que ellos se encargaran de todo, pero la rodilla de Rose, que de vez en cuando se juntaba con la suya debajo de la mesa, alejaba ese pensamiento de su cabeza. Apenas probó bocado porque cada vez que inhalaba lo único que podía oler era el aroma de su gemela y la única cosa en la que podía pensar era en probar su valía delante de ella.

—¡Peter! ¿Y el pan?

—Lo siento, tía Nadine —no recordaba que ella le hubiese pedido el pan pero, a juzgar por su tono, era evidente que lo había hecho. Mientras le pasaba el plato lleno de grueso pan negro se dio cuenta de que, decidiese lo que decidiese, no podía contárselo a su tía. Decir creo que quizá sepa quién mató a tu gemela sin tener pruebas que le permitiesen actuar sería como reabrir sus heridas. Además, ella seguía pensando que no era más que un cachorro y no lo trataba de manera muy diferente que a Daniel. Tenía que demostrarle que ya era un hombre. Hasta entonces no lo había advertido, pero la tía Nadine olía de manera muy parecida a Rose.

Tampoco podía decírselo a su padre. Estaba herido. Ni siquiera podía comentarlo con él porque su padre no hacía nada sin hablarlo antes con tío Stuart.

Tío Stuart. Peter desgarró un pedazo de carne mientras el tío Stuart aceptaba el salero de Rose. No tenía que haberla tocado. Se cree que es tan… tan jodidamente fuerte. Se cree que lo sabe todo. Pues mira, yo sé algo que él no sabe.

—¿Por qué estás enfadado, Peter?

Peter miró a su joven primo.

—No estoy enfadado.

Daniel se encogió de hombros.

—Hueles a enfadado. ¿Vas a saltar sobre papá otra vez?

—Te he dicho que no estoy enfadado.

—Peter —Stuart se inclinó hacia Daniel, con las cejas arrugadas y enseñando los dientes.

Peter tuvo que combatir el impulso de echar la cabeza atrás y ofrecer la garganta. Sus orejas estaban apretadas contra el cráneo y el borde que su tío le había desgarrado palpitaba siguiendo el ritmo de sus latidos.

—¡No he hecho nada! —gruñó, se puso en pie y abandonó con paso decidido la cocina. Esperaos, pensó mientras se desvestía y cambiaba, ya veréis.

Rose hizo ademán de seguirlo pero Nadine alargó el brazo y la obligó a volver a sentarse.

—No —dijo.

Stuart suspiró y se rascó una cicatriz que tenía sobre el entrecejo, resultado de su primera pelea de desafío como macho adulto. Tenía que ocurrir todo aquello precisamente cuando había un extraño con la familia. Observó a Cellucci mientras este se limpiaba con calma una mancha de ketchup del codo —Daniel había vuelto a mostrarse demasiado entusiasta con la botella— y luego a Nadine. Los planes para separar a Rose y Peter tendrían que hacerse aquella misma noche. No podía demorarse ni un día más.

sep

Huracán merodeaba por el corral, buscando ratas con las que desahogar su mal genio. No encontró ninguna, lo cual no contribuyó a mejorar su humor. Persiguió a una bandada de estorninos mientras alzaban el vuelo pero no logró coger a ninguno. Fracasado, se dejó caer a la sombra del coche de Cellucci y se lamió un mechón de pelaje de la cruz.

La vida es una mierda, decidió.

Quedaban casi dos horas para el anochecer. Para el momento en que podría probarse a sí mismo. Para el momento en que tomaría la garganta de aquel hombre entre sus dientes y le arrancaría la verdad. Imaginó la reacción de su familia, de Rose, cuando irrumpiera en la casa y dijera, Sé quién es el asesino. O, mejor aún, cuando entrara y arrojara el cadáver al suelo.

Entonces, vagamente, sobre los olores del acero, la gasolina y el aceite, captó el rastro de un aroma conocido. Se alzó. En el lado del pasajero del coche de Cellucci, junto al borde de la ventanilla, había un área que olía de manera muy semejante al hombre del jeep negro y dorado.

Frunció el ceño y se lamió el hocico.

Entonces recordó.

El olor que había percibido en el taller, el que pendía del manguito del destrozado coche de Henry, era, salvo por su intensidad, idéntico al que acababa de encontrar.

Eso cambiaba las cosas. El encuentro de aquella noche sólo podía ser una trampa. Huracán arañó la tierra y la excitación le hizo gemir un poco. Aquello era fantástico. Bastaría para convencer a todos de que debían tomarlo en serio.

—¿Peter?

Alzó las orejas. Era la voz de su tío, junto a la casa, no llamándolo sino hablando de él. Avanzó sigilosamente y rodeó el coche para poder ver la fachada de la casa sin ser visto. Afortunadamente para sus propósitos, se encontraba a favor del viento.

Su tío y el detective Cellucci estaban sentados en el porche trasero.

—Está bien —continuó Stuart—. Sólo es… eh, un adolescente.

Cellucci dio un bufido.

—Comprendo. Adolescentes.

Los dos hombres sacudieron la cabeza.

Huracán gruñó suavemente. De modo que podían despreciarlo con una sola palabra, ¿verdad? Decir adolescente como si fuera algún tipo de enfermedad. Como sí todavía fuera un niño. Se le erizó el pelaje, retrajo los belfos y mostró sus blancos y alargados colmillos. Él les demostraría lo contrario.

Aquella misma noche.

sep

—… supuesto, hasta principios de los 60, la mayoría de los tiradores pensaban que nadie superaría jamás la puntuación de 1150 en una competición internacional pero entonces, en 1962, un tipo llamado Gary Anderson obtuvo 1157 puntos en tiro con rifle. Bien, muchos se quedaron boquiabiertos aquel día y la mayoría pensó que nunca sería superado —Bertie sacudió la cabeza para mostrar la opinión que le merecían las cosas que decía la mayoría de la gente—. Naturalmente, se equivocaban. La barrera de 1150 sólo era lo que llaman un factor psicológico y una vez que Anderson la rebasó… vaya, todo se fue a la mierda. Por decirlo de alguna manera. Voy a hacer otra tetera. ¿Está segura de que no quiere más café?

—No gracias —desde que dejara el Cuerpo, la tolerancia de Vicky a la cafeína se había reducido sensiblemente y ya podía sentir los efectos de las tres tazas que se había tomado hasta el momento. Tenía los nervios tan crispados que casi podía oírlos zumbar cada vez que se movía. Dejando a Bertie en la cocina, se dirigió apresuradamente el salón y descolgó el teléfono.

La tarde había transcurrido sin que se diera cuenta mientras comparaba las listas de nombres. El sol, un disco tan enorme, tan rojo y tan claramente definido contra el cielo que parecía falso, vibraba sobre el borde del horizonte. Vicky consultó su reloj. Las 8:33. Treinta y cinco minutos hasta el anochecer. Treinta y cinco minutos hasta Henry.

Le había dicho que su brazo estaría curado aquella noche así que era posible que Cellucci y él pudiesen vigilar el árbol juntos mientras Peter cogía el coche y venía a recogerla. Mientras se sentaba en el sillón y encendía una de las luces, la visión conjurada por ese pensamiento le hizo pestañear. Indudablemente había tomado demasiado café.

Los apellidos de once tiradores olímpicos coincidían con los de miembros de los clubes locales. Era hora de dar el siguiente paso.

—Hola, ¿señor Scott? Me llamo Terri Hanover. Soy escritora y estoy preparando un artículo sobre deportistas olímpicos y me preguntaba si tenía usted alguna relación con el Brian Scott que fue miembro del equipo de tiro canadiense que acudió a las olimpiadas de Montreal 76. ¿No? Pero estuvo usted en Montreal… eso es muy interesante, pero me temo que tengo que hablar con los propios atletas —Vicky refrenó un suspiro—. Siento haberlo molestado. Buenas noches.

Uno menos. Quedaban diez. Mentiras para llegar a la verdad.

Hola, buenas noches. Me llamo Vicky Nelson y soy investigadora privada. ¿Ha estado usted o algún miembro de su familia disparando últimamente a hombres lobo?

Se subió las gafas y marcó el siguiente número sin abrigar la menor esperanza de éxito.

sep

Para Henry, el momento del anochecer llegaba como el momento entre la vida y la muerte. O acaso, entre la muerte y la vida. Un instante no era. Al siguiente, la consciencia comenzaba a arrancar el velo del día a sus sentidos. Yacía inmóvil, escuchando los latidos de su corazón, su respiración, el roce de las sábanas contra el vello de su pecho mientras sus pulmones comenzaban a llenarse y vaciarse. Sentía el tejido de la tela debajo de sí, el colchón debajo de esta, la cama debajo de ambos. El olor de los licántropos se imponía incluso al de sí mismo pero, considerándolo todo, esto no era de extrañar. Redefinido para una noche más, abrió los ojos, se incorporó y extendió sus sentidos más allá de su santuario.

Vicky no estaba en la casa. Mike Cellucci sí.

Maravilloso. ¿Por qué no se había librado de él? Y por cierto, ¿dónde estaba ella?

Flexionó los brazos y examinó el área de piel nueva que había crecido en lo alto de su hombro. Aunque la carne, todavía un poco tierna, formaba un hoyuelo allí donde el músculo tenía todavía que ganar peso, en lo esencial la herida estaba curada. El paso del día le había devuelto las fuerzas y el hambre se había atenuado hasta convertirse apenas en un murmullo que podía ignorar con facilidad.

Mientras se vestía pensó en el detective sargento Cellucci. Era evidente que los licántropos lo habían aceptado porque no sentía miedo o cólera alguna en él. Aunque seguía pensando que borrar los recuerdos de los licántropos y de la transformación presenciada de la mente de Cellucci era el plan más sensato, no podía tomar una decisión hasta que supiera lo que había ocurrido durante el día. Deseaba saber qué sospechas albergaba el hombre con respecto a él, qué le había dicho a Vicky la pasada noche y que le había contestado ella.

—Sólo hay un modo de averiguarlo —abrió la puerta y salió al pasillo. Mike Cellucci estaba en la cocina. Allí se encontraría con él.

sep

Justo antes de que el sol se escabullera detrás del horizonte. Huracán saltó la cerca que había detrás del corral y, oculto detrás de ella, se alejó de la casa. Si su tío lo veía, lo obligaría a regresar. Si Rose lo veía, le pediría que le explicara a dónde pensaba que se marchaba sin ella. Ambas posibilidades supondrían un desastre, de modo que utilizó cuantos trucos había aprendido acechando a sus presas para pasar inadvertido.

No importaba lo mucho que pudiera tardar. El humano lo esperaría. Estaba seguro de eso. Bajó las orejas y sus ojos centellearon. El humano obtendría más de lo que esperaba.

sep

—¿Ha habido suerte?

—No —Vicky se frotó los ojos y suspiró—. Y creo que ya he tenido bastante por esta noche. No creo que pueda volver enfrentarme a estas listas sin al menos doce horas de sueño.

—No hay razón para que lo haga —le dijo Bertie mientras se llevaba los platos de los bocadillos—. No es un caso de emergencia ni nada parecido. Seguro que esa gente puede mantener a sus perros atados durante unos días.

—No es tan sencillo.

—¿Por qué no?

—Porque nunca lo es —una explicación chistosa, pero no tenía otra mejor. Aunque hubiese podido contárselo, Vicky dudaba que aquella mujer pudiese comprender los imperativos territoriales de los licántropos. No cuando implicaban acciones tan estúpidas como exponerse al fuego enemigo. Mientras consultaba su reloj, sacó otros dos analgésicos de su bolso y se los tragó. A las once terminaba el turno de Colin. Al cabo de aproximadamente una hora se dirigiría al departamento de policía y volvería a la granja con él. Mientras tanto…

—Si no le importa soportarme un rato más, creo que sería mejor que empezase con los equipos no-canadienses.

Bertie parecía dubitativa.

—No me importa. Si cree que tendrá fuerzas para hacerlo.

—Tendré que tenerlas —Vicky se alzó desde las profundidades del sillón, que parecía querer engullirla—. Es posible que la gente con la que he hablado esta noche mencione la llamada —levantó la voz para poder oírse en medio del grupo de percusión que se había instalado en el interior de su cráneo—. Tengo que actuar antes de que nuestro tirador se asuste y se esconda —le dio una rápida sacudida a su cabeza, tratando de devolver las cosas a donde pertenecían. El grupo de percusión añadió una sección de cobres, las rodillas de Vicky se combaron, se aferró desesperadamente a la estantería más cercana tratando de sujetarse y tiró tres libros al suelo.

Apoyando todavía la mayor parte de su peso sobre la estantería, se inclinó para recogerlos y se quedó helada.

—¿Está usted bien? —la preocupada voz de Bertie parecía venir de muy lejos.

—Sí. Perfectamente —se incorporó lentamente con el tercer libro, que había caído abierto, entre las manos. MacBeth.

Aquella mañana Carl Biehn se frotaba las manos, tratando de limpiarse una mancha de polvo. Como Lady MacBeth, pensó mientras levantaba el libro y se preguntaba qué era lo que le causaba tal ansiedad al anciano. Pero el frotar de las manos de Lady MacBeth había estado causado por culpa y no por ansiedad. ¿Por qué se sentía culpable Carl Biehn?

¿Por algo que había hecho su viscoso sobrino? Quizá, pero Vicky lo dudaba. Apostaría algo a que Carl Biehn era el tipo de persona que aceptaba la responsabilidad por sus actos y que esperaba lo mismo de los demás. Si se sentía culpable, es que había hecho algo.

Vicky seguía sin poder creer que fuera un asesino. Y sabía que lo que ella creyera no significaba nada.

Los asesinatos suelen ser cometidos por una persona que conoce a la víctima.

Las creencias religiosas han justificado baños de sangre arbitrarios a lo largo de toda la historia.

No había nada de malo en comprobarlo. Sólo para asegurarse.

No había formado parte de ningún equipo olímpico canadiense, pero Biehn era un nombre europeo y, aunque no tenía acento, aquello no significaba demasiado.

—¿Está segura de que se encuentra bien? —preguntó Bertie mientras Vicky se volvía hacia ella—. Tiene usted un aspecto… vaya, bastante peculiar.

Vicky volvió a colocar el ejemplar de MacBeth en la estantería.

—Tengo que mirar los equipos europeos. Alemanes, holandeses…

—Creo que sería mejor que se sentara con una compresa fría en la frente. ¿No puede esperar hasta mañana?

No había razón para no aceptar su consejo. Pero, a pesar de ello…

—No —Vicky se detuvo cuando estaba a punto de sacudir la cabeza. La imagen del anciano frotándose las manos de manera obsesiva se había apoderado de su mente—. No creo que pueda.

sep

Huracán comprobó el viento mientras se acurrucaba en el linde de los bosques, vigilando el viejo corral de Biehn. El hombre del jeep amarillo y dorado estaba solo en el edificio. El comehierbas seguía dentro de la casa.

La ruta más directa atravesaba el campo pero incluso con la oscuridad para esconderse, no tenía la menor intención de exponerse tanto. No lejos, hacia el sur, la parte baja de una antigua cerca discurría desde los bosques hasta la carretera y en un momento determinado pasaba a menos de veinte metros del corral. La delgada línea de árboles y arbustos deshacía la noche en irregulares dibujos. Seguro de que hasta otro licántropo tendría dificultades para detectarlo, Huracán atravesó rápidamente aquel corredor de sombras cambiantes.

Un conejo de cola blanca huyó aterrorizado pero, a pesar de que todo su cuerpo le pedía que lo persiguiera, lo ignoró. Aquella noche iba en busca de caza mayor.

sep

Ni el equipo de tiro de la Alemania Occidental ni el de la Oriental habían contado entre sus miembros a un tal Carl Biehn. Vicky suspiró mientras pasaba las hojas del archivador en busca de la lista que correspondía a Holanda. Cuando cerraba los ojos, todo lo que veía eran pequeñas marcas negras sobre página blancas.

Tal como se mueve la gente en la actualidad, Biehn podría haber venido de cualquier parte. Puede que debiera hacer esto alfabéticamente. Alfabéticamente… Se quedó mirando a una página con aire ausente, sin verla y su corazón empezó a latir con inusitada fuerza.

Macizos de flores se extendieron delante de ella y una voz de hombre dijo: «Todo, desde la A hasta la Zeta».

Zeta. Los canadienses pronunciaban la última letra del alfabeto como Zed. Los americanos decían Zeta.

Alargó el brazo en dirección al archivador que contenía la información sobre los equipos olímpicos de EE.UU., pero ya sabía lo que iba a encontrar.

sep

Henry se encontraba de pie, entre las sombras del pasillo del piso de abajo, escuchando cómo Cellucci explicaba pacientemente a Daniel que fuera estaba demasiado oscuro para jugar con el frisbee. No había pensado que aquel mortal fuera de esos a los que le gustan los niños, pero claro, lo cierto es que no había pensado demasiado sobre aquel mortal. Evidentemente, tendría que rectificar eso.

El hombre estaba muy próximo a Vicky. Era un buen amigo, un camarada, un amante. Aunque sólo fuera por intermedio de ella, continuarían encontrándose. Por tanto, y para seguridad de ambos, su relación tenía que ser definida.

Como la mayoría de los de su raza, Henry prefería relacionarse lo menos posible con el mundo de los mortales y mantener bajo control aquellas relaciones. Mike Cellucci no era la clase de hombre con la que él se asociaría en condiciones normales. Era demasiado…

Henry frunció el ceño. ¿Demasiado honesto? ¿Demasiado fuerte? ¿Así había acabado, él, que fuera un príncipe, buscando la compañía de los débiles y los picaros y desdeñando a los fuertes y los honestos? No era menos ahora de lo que había sido en el pasado. Salió a la luz.

Mike Cellucci no oyó aproximarse a Henry pero sintió que había algo a su espalda y se volvió. Durante un instante no reconoció al hombre que se encontraba de pie junto a la puerta de la cocina. Un poder y una presencia adquiridos a lo largo de siglos lo golpearon con una fuerza casi física y cuando los ojos avellano se encontraron con los suyos y vio que lo consideraban digno, tuvo que combatir el impulso irracional de hincar una rodilla en tierra.

¿Qué demonios está ocurriendo aquí? Sacudió la cabeza para aclararse, reconoció a Henry Fitzroy y, para cubrir su confesión, gruñó:

—Tengo que hablar contigo.

El teléfono sonó y los dejó helados a los dos.

Un momento después Nadine entró en la cocina, los miró a ambos y suspiró.

—Es Vicky. Parece que le pasa algo. Quiere hablar con…

Cellucci no esperó a escuchar el nombre pero mientras irrumpía en la oficina y cogía el teléfono era consciente de que Henry Fitzroy le había permitido responder a la llamada, de que sin el implícito permiso de Fitzroy, no habría sido capaz de moverse. Si ese hombre es sólo un escritor de novelas románticas, yo soy un… No se le ocurrió una comparación lo suficientemente potente.

—¿Sí?

—¿Dónde está Henry?

—¿Por qué? —sabía que no debía volcar su cólera en Vicky. Lo hizo de todas formas—. ¿Queréis hacer manitas por teléfono?

—Que te follen, Cellucci —el agotamiento empapaba cada una de sus palabras—. Carl Biehn formó parte del equipo olímpico norteamericano en las Olimpiadas de 1960, en Roma.

La cólera había dejado de tener sentido en la conversación, así que Cellucci la ignoró.

—Parece que has encontrado a tu tirador, pues.

—Eso parece —no parecía complacida.

—Vicky, tienes que darle esta información a la policía.

—Tú di le a Henry que se ponga. Ni siquiera sé por qué estoy hablando contigo.

—Si tú no informas, lo haré yo.

—No. No lo harás.

Él había estado a punto de decir que ni su amistad ni los licántropos podían interponerse a la ley pero la frialdad resuelta de su voz lo detuvo. Durante un momento sintió miedo. Luego sólo sintió cansancio.

—Mira, Vicky, voy a ir a recogerte. No haremos nada hasta que hayamos hablado.

Una brusca algarabía procedente de la cocina ahogó la respuesta de ella y Cellucci se acercó a la puerta para cerrarla con el teléfono bajo el brazo. Entonces se detuvo. Y escuchó.

Y supo.

Los buenos polis jamás se ríen de una corazonada. Demasiado a menudo, hay vidas en la balanza.

—La situación ha cambiado —cortó a Vicky en seco, sin escuchar lo que estaba diciendo—. Tendrás que arreglártelas sola para volver. Peter ha desaparecido.

sep

Huracán cruzó arrastrándose los veinte metros de espacio abierto que había desde la cerca hasta el corral. El pelaje de su estómago rozaba la tierra. Cuando llegó a la base de piedra del corral, se detuvo.

Los tablones eran viejos y estaban combados y la mayoría de ellos dejaba escapar luz por las junturas. Cambió —para que no le estorbara el hocico, no porque una forma tuviera mejor vista que la otra— y colocó un ojo sobre una de las grietas.

Una lámpara de queroseno ardía en un extremo de una mesa alargada, iluminando el perfil del hombre del jeep mientras se ponía en pie y jugueteaba con algo que Peter no alcanzaba a ver. Una escopeta descansaba contra el borde de la mesa, al alcance de su mano.

Bajo el olor del hombre, el de la linterna y el que todavía perduraba de los animales que el corral había albergado en el pasado, había un intenso aroma de acero engrasado que no podía deberse tan solo al arma. Peter frunció el ceño, se transformó y caminó en silencio hasta las grandes puertas. Una de ellas estaba entreabierta, lo suficiente para permitirle deslizarse al interior en cualquier forma pero no tanto como para que pudiera irrumpir directamente en el corral y atacar al hombre que se encontraba junto a la mesa. Los dientes asomaron por debajo de los arrugados belfos y en su garganta vibró un silencioso gruñido. El humano lo subestimaba; si un licántropo no deseaba ser oído, nadie lo oiría. Podía entrar, volverse y atacar antes de que el hombre tuviera tiempo de coger el arma, por no hablar de apuntar y disparar.

Se movió hacia delante. El aroma del aceite engrasado se hizo más fuerte. El suelo de tierra se movió delante de sus patas delanteras y se detuvo en seco. Entonces vio las trampas. Tres de ellas, colocadas frente a la abertura que dejaba la puerta, en agujeros cavados en el suelo y después cubiertos con algo demasiado liviano para hacerlas saltar o para estorbar su movimiento una vez que sus fauces se cerrasen. No estaba seguro pero olía como el musgo que tía Nadine solía utilizar en el jardín.

Podría saltarlas con facilidad pero el suelo detrás de ellas también parecía removido y no podía decir con certeza dónde resultaría seguro apoyarse. Y tampoco podía transformarse y hacer saltar las trampas sin convertirse en blanco fácil para la escopeta.

Con el hocico pegado a las paredes, rodeó el edificio. Todas las entradas posibles tenían el mismo olor.

Todas excepto una.

En lo alto de la pared este, casi escondida detrás de las ramas de un castaño joven, había una abertura cuadrada, utilizada, cuando el corral todavía albergaba ganado, para introducir balas de heno en el pajar. Por lo general, los licántropos no solían trepar a los árboles pero eso no quería decir que no pudieran hacerlo y sus callosos dedos encontraron asideros que unas manos y pies meramente humanos podrían no haber sido capaces de utilizar.

Moviéndose con cuidado por una rama peligrosamente delgada, Peter examinó el otro lado de la abertura, no encontró trampas en ella y se deslizó silenciosamente el interior mientras se felicitaba por haber sido capaz de superar a su enemigo.

El viejo pajar olía tan solo a heno rancio y a polvo. Agazapado, Peter se arrastró sobre un enorme travesaño de sección cuadrada hasta que pudo ver el interior del corral. Se encontraba casi encima de la mesa, sobre la que descansaban, además de la linterna, un paquete de papel de estraza, un cuaderno de notas y un gran delantal de cuero.

El hombre del jeep consultó su reloj y esperó, con la cabeza alta, escuchando.

Todo aquello era una trampa preparada específicamente para su forma animal.

Ya no cabía ninguna duda. Aquel era el hombre que estaba asesinando a su familia. Un hombre que lo conocía lo suficientemente bien para saber qué forma adoptaría aquella noche.

Peter sonrió y sus ojos resplandecieron a la luz de la linterna. Nunca se había sentido tan vivo. Una energía vibrante lo poseía. No tenía la menor intención de defraudar al humano; si quería una forma animal, la tendría. Los colmillos y las garras acabarían con él. Se movió hasta el extremo de la viga, se transformó y se arrojó gruñendo sobre la espalda del humano que había debajo.

Lo dos cayeron juntos al suelo.

Durante un instante breve, Mark Williams se había sentido complacido al ver la forma que caía sobre él desde el pajar. Había previsto con total acierto las reacciones de la criatura. Pero no había tenido en cuenta el pajar ni había sido consciente de a qué se enfrentaría exactamente.

Más aterrorizado de lo que hubiera estado en toda su vida, luchó como un poseso. Una vez había visto a un pastor alemán matar a una ardilla. El animal la había aferrado por la nuca y le había roto la columna vertebral. Eso no le ocurriría a él. Sintió unas garras que le desgarraban la delgada camisa y la piel, un aliento caliente en la oreja y logró revolverse e introducir el antebrazo en las fauces abiertas del animal mientras, frenéticamente, su otra mano buscaba a tientas el arma, que había caído al suelo.

Huracán echó la cabeza atrás, soltó el brazo y se precipitó sobre la garganta, repentinamente expuesta.

Mark vio acercarse a la muerte y entonces la vio detenerse.

Mierda, hombre. ¡No puedo desgarrar sin más la garganta de alguien! ¿Qué estoy haciendo? Repentinamente, el ansia de sangre había desaparecido.

Con las piernas bajo el vientre de la bestia, Mark se puso en pie con esfuerzo.

Completamente desorientado, Huracán cayó al suelo con un ruido sordo y trató de levantarse de nuevo. El suelo se movió bajo su pata trasera izquierda. Una mandíbulas de acero se cerraron sobre ella.

El chasquido, combinado con el aullido de miedo y dolor hizo que Mark cayera lentamente de rodillas. Sonrió mientras veía cómo el lobo bermejo se debatía contra la trampa, se revolvía y gruñía en un esfuerzo aterrado por liberarse. Su sonrisa se fue ensanchando a medida que sus esfuerzos se debilitaban. Finalmente, la criatura yació, inmóvil y jadeante, sobre el suelo.

¡No! ¡No, por favor! No podía transformarse. No mientras su pata permaneciera aprisionada por la trampa. Duele. Oh, Dios, cómo duele. Podía oler su propia sangre, su propio terror. ¡No puedo respirar! Duele.

Vagamente, Huracán supo que la trampa era el menos importante de los peligros que lo amenazaban. Que el humano que se le acercaba, enseñando los dientes, era mucho, mucho más letal. Gimió y sus patas delanteras arañaron el suelo pero parecía como si algo le impidiese ponerse en pie. Repentinamente, la cabeza le pesaba demasiado como para levantarla.

—Ahora sí que te he cogido, hijo de puta —le habían asegurado que el veneno era muy eficaz. Estaba encantado de comprobar que había sido un dinero bien gastado. Se encogió y alargó el brazo por encima del hombro. Al volver, su mano estaba teñida de rojo. Cuidándose de permanecer a distancia, sólo por si acaso, escupió en el suelo, junto al rostro de la criatura—. Espero que duela como el infierno.

Quizá… si aúllo… me oirán…

Entonces empezaron las convulsiones y ya fue demasiado tarde.