BloodTop13

-Lo siento. Se acaba de ir. Ha vuelto a la cama.

—¿Ha vuelto a la cama? —Cellucci consultó su reloj—. Son las cuatro menos diez de la tarde. ¿Está enfermo?

Nadine sacudió la cabeza.

—No exactamente, pero su alergia estaba empeorando, así que se ha tomado su medicina y ha ido arriba a echarse un rato —colocó con cuidado la sábana doblada sobre la cesta de la colada mientras tomaba nota mentalmente de que debía informar a Henry sobre su alergia cuando finalmente la oscuridad lo despertase.

—Tenía la esperanza de poder hablar un poco con él.

—Dijo que volvería a levantarse alrededor del anochecer. Parece que la concentración de polen no es tan alta después de que se ponga el sol —mientras hablaba alargó el brazo para coger la siguiente prenda limpia del colgadero y perdió el equilibrio. Al instante, Cellucci la sujetó con fuerza y la ayudó a enderezarse. Casi es una lástima que no sea un licántropo, pensó ella mientras le daba las gracias. Y es una gran suerte que Stuart esté en el granero—. Si se queda a cenar —continuó—, podrá hablar con Henry más tarde.

Alergia. Henry Fitzroy no parecía la clase de hombre al que una alergia postraba en cama. A pesar de lo mucho que Cellucci quería creer que un escritor, y más aún un escritor de novelas románticas, era un ser débil e incapaz que vivía en un mundo de fantasía, no podía negar la sensación de fuerza que emanaba de aquel hombre. Todavía la faltaba mucho para convencerse de que lo de la escritura no era una tapadera que ocultaba sus conexiones con el crimen organizado. Después de todo, ¿cuánto podía tardarse en escribir un libro? Sin duda debía de contar con mucho tiempo libre para involucrarse en toda clase de cosas repugnantes.

Por desgraciada, no podía quedarse allí indefinidamente.

—Gracias por la invitación pero…

—¿Detective?

Se volvió.

—Es la señorita Nelson. Quiere hablar con usted.

—Si me disculpa…

Nadine asintió, apenas visible bajo los pliegues de una sábana de cuatro picos ligeramente desgarrada. Las transformaciones nocturnas eran fatales para las sábanas.

Preguntándose qué habría ido mal, Cellucci entró en la casa y siguió a la adolescente pelirroja hasta el pequeño despacho que había al otro lado de la cocina. Saltaba a la vista que aquella habitación era cuanto había quedado de una más grande después de que la casa fuera equipada con fontanería interior y se le añadiese un cuarto de baño.

—Gracias, eh… —había conocido a las dos gemelas apenas quince minutos antes, cuando se habían presentado para ayudar a Peter y Rose a llevar a Donald a su dormitorio, en el piso de arriba, pero no estaba seguro de cuál de las dos era aquella.

—Jennifer —ella soltó una risilla mientras se apartaba el cabello pelirrojo de la cara—. Soy la más guapa de las dos.

—Discúlpame —Cellucci la sonrió—. Recordaré eso para la próxima vez.

Ella volvió a reír y salió corriendo.

Sin dejar de sonreír, Cellucci levantó el receptor del viejo aparato que probablemente no había sido cambiado desde que la línea fuera instalada, treinta años antes.

—Cellucci.

Vicky, que había aprendido modales telefónicos en la misma escuela que él, no tenía problemas con la falta de formalidades. Lo cierto es que rara vez las utilizaba.

—Me acaban de decir que Bertie Reid no llegará hasta las cinco, como muy pronto.

—¿Vas a esperarla?

—No creo que tenga elección.

—¿Quieres que vaya?

—No tendría mucho sentido, la verdad. Quédate en la granja para que pueda localizarte cuando sea necesario. Y trata de mantener a los lic… a los Heerkens apartados de los campos del sur.

—No debería de haber peligro a la luz del día.

—No me importa. No van a disparar a nadie más aunque tenga que sujetarlos a todos con correa.

Colgó sin preguntar por Henry. A Cellucci le resultó un poco sorprendente. Parecía como si ella asumiese que no estaría por allí. Naturalmente, podía ser que estuviese mostrando más tacto de lo habitual, pero él lo dudaba.

Mientras meditaba sobre ello, regresó al patio, con Nadine.

—Parece que voy a quedarme un rato más por aquí. Vicky tiene que hablar con alguien que tardará en llegar.

—No hay problema —lo cual no era del todo cierto pero, en opinión de Nadine, Stuart tenía que acostumbrarse a tolerar a otros machos dominantes no licántropos. Aquel policía de Toronto podía ser una buena práctica para la próxima ocasión en que Stuart tuviese que ir a la cooperativa; la última vez había sido casi un desastre. Ya era bastante difícil mantener el secreto de su existencia sin que Stuart quisiese desafiar a cada macho alfa con el que se encontraba. Y aunque podía comprender la dificultad que suponía para su marido aceptar la presencia de extraños como protectores de la manada, las cosas eran así y tenía que aprender a vivir con ello. O todos moriremos sin ello. Como Plata. Le pasó a Cellucci un puñado de pinzas para la ropa.

—Ponga esto en la cesta, por favor.

Cellucci la obedeció, frunciendo ligeramente el ceño ante la repentina congoja que había aparecido en los rasgos de la mujer y preguntándose si debía decir algo. Pero ¿el qué?

—¿Mamá? —Daniel, la perfecta representación del abatimiento en un niño de seis años, apareció desde detrás de la esquina y se sentó sobre el escalón—. Quiero ir al estanque pero no hay nadie para llevarme. Papá está arreglando el tractor y dice que Rose y Peter tienen que arreglar la cerca de la entrada y tío Donald esta malo y Colin se ha ido a trabajar y Jennifer y Mane están cuidando a tío Donald… —dejó que su voz se desvaneciera y suspiró profundamente—. Yo quería saber si…

—Ahora mismo no, cariño —ella alargó la mano y le apartó el cabello de los ojos—. Quizá más tarde.

Daniel arrugó sus cejas color ébano.

—Pero yo quiero ir ahora. Tengo calor.

—Yo puedo llevarlo —Cellucci abrió las manos mientras Nadine se volvía para mirarlo—. No tengo nada mejor que hacer —lo cual era cierto tal como estaban las cosas. Además, se le había ocurrido que los niños, de cualquier especie, a menudo sabían más de lo que los adultos sospechaban. Si Fitzroy era un viejo amigo de la familia, tal vez Daniel pudiese ayudarlo a llenar algunos de aquellos irritantes vacíos.

—¿Sabe usted nadar? —preguntó Nelson al fin.

—Como un pez.

Por favor, mami.

Ella ponderó los deseos de su hijo contra su seguridad en manos de aquel extraño. Para ser honestos, lo ocurrido la pasada noche no se le podía echar en cara. Los machos no eran responsables de sus acciones cuando se les calentaba la sangre.

—¡Mami!

Y, además, el desafío le había proporcionado una especie de estatus en el seno de la manada.

—Está bien.

Daniel pasó los brazos alrededor de las piernas de su madre mientras de su garganta escapaba algo muy parecido a un ladrido de regocijo, se apartó de un salto y gritó un excitado «¡Vamos!» a Cellucci, que lo siguió a un paso más comedido.

—¡Eh!

Se volvió y apenas tuvo tiempo de coger la toalla antes de que le cayera sobre la cara.

Nadine sonrió. Su lengua asomaba ligeramente sobre unos dientes muy blancos.

—Probablemente necesitará esto. Y no le deje comer ranas que luego no hay forma de que se tome la cena.

sep

—No lo sé. Ha estado viniendo toda la vida.

Traducción: tres o cuatro años.

—¿Y lo hace muy a menudo?

—Claro. Montones de veces.

—¿Te cae bien?

Daniel se volvió y caminó hacia atrás por la vereda, mientras miraba a Cellucci a través de una rebelde mata de cabello negro y polvoriento.

—Mucho. Henry me trae regalos.

—¿Cómo qué?

—Figuritas de plástico. Ya sabes, como superhéroes y cosas así —frunció el ceño—. Pero se rompen enseguida cuando las muerdes —su talón desnudo tropezó con un matojo de hierba y cayó sobre las posaderas agitando los brazos. Dio un gruñido al obstáculo que lo había atacado y, después de advertirle que no volviera a interponerse en su camino, aceptó la mano que Cellucci le ofrecía.

—¿Estás bien?

—Sí —se alejó unos metros corriendo y luego regresó, para demostrar que estaba perfectamente—. He tenido caídas peores que esa.

Cellucci aplastó un mosquito de una palmada.

—¿Es profundo el estanque? —recogió el insecto aplastado del vello de su antebrazo y se limpió en los vaqueros.

—No —tres saltos demostraron que una rama que sobresalía era demasiado alta para él y se apartó.

—¿Pertenece a la granja?

—Ahá. El abuelo lo excavó hace un millón de años. Cuando mamá era pequeña —añadió, sólo por si Cellucci no sabía cuánto tiempo era un cillón de años.

—¿Henry suele llevarte a nadar?

—No. No me dejan nadar de noche a menos que todo el mundo esté aquí.

—¿Y Henry nunca está por aquí de día?

Daniel suspiró y miró a Cellucci como si fuera alguna clase de idiota.

—Claro que sí. Ahora es de día.

—Pero está dormido.

—Sí —una mariposa lo distrajo y comenzó a perseguirla hasta que voló a lo alto de uno de los álamos que bordeaban el camino y se quedó allí.

—¿Y porque no te trae nunca a bañarte durante el día?

—Porque está dormido.

—¿Sólo cuando tú quieres venir a bañarte?

Daniel arrugó la nariz y levantó la vista del insecto que estaba investigando.

—No.

El guardia de seguridad del edificio de Henry ya había contado a Cellucci que Henry parecía llevar una vida nocturna. Dormir durante el día y trabajar durante la noche no era una práctica tan inusual pero añadida a los demás detalles —o a la ausencia de otros detalles— no contribuía a aliviar las sospechas.

—¿Alguna vez ha traído Henry a alguien más?

—Claro. Trajo a Vicky.

—¿Y alguien más?

—No.

—¿Sabes lo que Henry hace cuando está en casa?

Daniel sabía que no debía decir que Henry era un vampiro, al igual que no debía decir que los miembros de su familia eran licántropos. Era una de las primeras lecciones que le habían enseñado. Pero el policía conocía sus formas animales y era un amigo de Vicky y conocía a Henry. Así que era posible que supiese también eso. Decidió no arriesgarse.

—Se supone que no debo contarlo.

Aquello sonaba prometedor.

—¿Qué es lo que se supone que no debes contar?

Daniel frunció el ceño. Aquel adulto era bobo. Todo lo que quería hacer era hablar y eso suponía que él no podía adoptar su otra forma. Con Vicky se lo había pasado mucho mejor; le tiraba palos para que fuera a buscarlos.

—¿Estás enfadado con Henry porque ella es tu hembra?

—Ella no es mi hembra —contestó Cellucci con cierta brusquedad, antes de considerar lo absurdo que era responder a una pregunta como aquella.

—Hueles como si lo fuera —arrugó las cejas—. Pero ella no.

—¿Y cómo huele ella? —no tuvo más remedio que preguntárselo.

—A ella misma.

Esta no es la clase de conversación que uno debería tener con un niño de seis años, se recordó Cellucci mientras el camino se abría a un pequeño prado en cuyo extremo brillaba con luz verde-azulada un estanque.

—¡Oh, tío! ¡Patos! —Daniel se quitó los pantalones cortos y atravesó corriendo el campo, ladrando alegremente y meneando la cola de un lado a otro. La media docena de patos esperó hasta que estuvo casi en el estanque y entonces levantó el vuelo. Él se zambulló de un saltó detrás de ellos, chapoteó y ladró hasta que desaparecieron detrás de los árboles y entonces se sentó en el bajío, bebió un poco de agua y miró hacia atrás, jadeando, para comprobar que su acompañante le hubiera visto poner en fuga al enemigo.

Cellucci rio mientras recogía los pantalones cortos.

—¡Bien hecho! —gritó. Había sentido una cierta desazón supersticiosa al ver transformarse al niño pero le fue imposible contenerse ante el resto de la escena. Mientras cruzaba el prado decidió dejar a un lado el tema de Henry y dedicarse a disfrutar de la tarde.

—¿Es profundo? —preguntó al llegar al estanque.

—Cerca del centro, casi tanto como tú —le dijo Daniel después de unos momentos de estudio.

Un metro ochenta era bastante profundo para un niño tan pequeño.

—¿Sabes nadar?

Daniel se lamió unas gotas de agua de la nariz.

—Por supuesto que sí —declaró con indignación—. A perrito.

sep

—¿Crees que habremos acabado para la hora de cenar? —preguntó Rose mientras se limpiaba un reguero de sudor de la frente.

—No creo que tío Stuart nos haya dado opción —jadeó Peter mientras se apoyaba sobre el mazo—. Últimamente ha estado bastante gruñón.

—Por si lo has olvidado, la familia está siendo atacada. Tiene buenas razones para estarlo.

—Claro, pero eso no quiere decir que tenga que gruñirme a mí.

Rose se limitó a encogerse de hombros y comenzó a aplanar la tierra alrededor de la base del poste metálico de la cerca. Odiaba la cantidad de ropa que tenía que llevar para hacer aquel trabajo —zapatos, vaqueros, camisa— pero no se podía arreglar una cerca en bañador, especialmente cuando cada una de sus secciones parecía sostener por lo menos un arbusto de moras.

—Quiero decir —Peter cortó veinte centímetros de alambre del rollo y comenzó a unir la parte inferior de la cerca al poste— que en cuanto haces cualquier cosa te muerde.

Querrás decir que te muerde a ti. Rose suspiró y no dijo nada. Últimamente había comenzado a sentirse muy extraña. No tenía la menor intención de criticar a su gemelo.

Con los ojos entornados, él miró al sol, una ardiente presencia entre blanca y amarilla en el cielo de la tarde, y combatió el impulso de jadear.

—Menudo día para trabajar fuera. Cuesta creer el calor que hace.

—Al menos tú puedes trabajar sin camisa.

—Y tú también.

—Tan cerca de la carretera no.

—¿Por qué no? —sonrió—. Por aquí nunca pasa nadie y, además, son tan pequeñas que nadie podría verlas.

—¡Peter!

—¡Peter! —repitió como un eco mientras ella le lanzaba un manotazo—. Muy bien, si no te gusta esa idea, ¿por qué no vuelves a la casa y traes un poco de agua para los dos?

Rose bufó.

—Sí, claro. Mientras tú te apoyas en la cerca y contemplas el paso del mundo.

—No —se inclinó y recogió la cizalla—. Mientras limpio la mierda de la base del siguiente poste.

Ella miró al poste, luego a su hermano y entonces se volvió y empezó a caminar hacia la casa.

—Será mejor que lo hagas… —le advirtió por encima del hombro.

—¿O qué?

—O… ¡te morderé la cola! —soltó una carcajada mientras Peter se encogía involuntariamente y entonces echó a correr, sintiendo su mirada en la espalda, hasta que dejó el campo y llegó al camino.

Peter dio un tirón a la cintura de sus vaqueros. Eran demasiado estrechos, demasiado apretados, demasiado calientes. Quería… de hecho, ya no sabía lo que quería.

—Qué asco de verano —musitó mientras caminaba a lo largo de la cerca. Echaba de menos a tía Sylvia y a tío Jason. Ahora que los dos licántropos adultos habían desaparecido, parecía que Rose y él no tenían más remedio que madurar para reemplazarlos.

Repentinamente sintió deseos de aullar pero en vez de ello se sacudió de encima parte de sus frustraciones cortando la maleza. Quizá fuese bueno que se buscase una vida más allá de la manada, como Colin había hecho. Desechó la idea casi al instante. Colin no tenía un hermano gemelo y él no podía imaginarse la vida sin Rose a su lado. Casi no habían podido soportarlo cuando, en el undécimo curso, la organización de las clases los había obligado a separarse. La consejera escolar nunca supo lo cerca que había estado de recibir un bocado cuando se negó a cambiar las cosas. Había dicho que ya era hora de que se liberasen de aquella dependencia emocional tan poco saludable. Peter decapitó unas margaritas manejando la cizalla como unas enormes tijeras. Menuda estupidez. Puede que si los humanos desarrollasen un poco de dependencia emocional el mundo no estuviera tan jodido.

Escuchó el sonido de un coche que se aproximaba y se encaramó a la cerca para echar un vistazo al conductor. El jeep negro y dorado frenó mientras llegaba a su altura, se detuvo a unos pocos metros de distancia y entonces retrocedió levantando gravilla. Era el mismo jeep que había visto aparcado al final del camino el domingo por la mañana, cuando había salido a buscar a Sombra junto al buzón. Con el pelo erizado, dejó la cizalla en el suelo y saltó la cerca. Era hora de descubrir quién era aquel tío que merodeaba por allí.

Mark Williams no podía creer en su suerte. No sólo había un solitario licántropo al otro lado de la carretera, donde podía cogerlo, sino que además se trataba de uno de los pelirrojos. Uno de los jóvenes pelirrojos. Y en su experiencia, los adolescentes de cualquier clase podían ser manipulados con facilidad para que hacer se comportaran de manera impulsiva e imprudente.

Incluso en vaqueros y zapatilla, la criatura tenía una especie de elegancia lupina y, mientras Mark la veía saltar la cerca y comenzar a correr hacia el coche, se convenció de que se trataba de la otra forma del animal que había visto ayer junto al buzón. La forma de la cabeza y la expresión de cauta curiosidad eran, salvando las lógicas diferencias, idénticas.

Bajó la ventanilla. Ya había decidido cómo se aprovecharía de aquel encuentro fortuito. Siempre había creído que la improvisación era su fuerte.

—¿Eres uno de los Heerkens?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Supongo que me habrás visto rondando por aquí últimamente.

—Sí.

Mark reconoció su postura. La criatura quería ser un héroe. Bien, no te quites los pantalones. Tendrás tu oportunidad.

—Yo… eh, sé algo sobre vuestro pequeño problema.

—¿Qué problema es ese?

Mark extendió un dedo y dijo:

—Bang. He oído que habéis perdido a dos miembros de la familia este mes. Tengo… eh… —el inesperado sonido lo sobresaltó, especialmente cuando se dio cuenta de lo que era. La criatura estaba gruñendo. El sonido se originaba en las profundidades de su garganta y emergía claramente como una amenaza. Mark metió el brazo en el coche y mantuvo el dedo sobre el botón de la ventanilla. No había necesidad de correr riesgos innecesarios—… tengo información que podría ayudarte a coger al responsable. ¿Estás interesado?

Las rojizas cejas se arrugaron.

—¿Por qué me lo cuenta?

Mark sonrió, con cuidado de no enseñar los dientes.

—¿Es que hay alguien más por aquí a quien contárselo?

El gruñido se fue apagando y se detuvo.

—Pero…

—No importa. —Mark se encogió de hombros. Ahora cuidado, casi ha mordido el anzuelo…— Si prefieres sentarte cómodamente en casa mientras otro salva a la familia… —comenzó a levantar la ventanilla.

—¡No! ¡Espere! Cuéntemelo.

Lo tengo.

—Mi tío, Carl Biehn…

—¿El comehierba?

La repugnancia que había en su interrupción resultaba imposible de pasar por alto. Mark refrenó una sonrisa. Estaba a punto de decir que su tío había visto algo con sus prismáticos mientras observaba a los pájaros, pero reescribió apresuradamente el guión para aprovecharse de los evidentes prejuicios de un depredador hacia un vegetariano. Aunque, por decirlo de alguna manera, así estuviese arrojando a su tío a los lobos.

—Sí. El comehierba. Es él. Pero nadie te creerá si sólo se lo cuentas. Reúnete esta noche conmigo en el viejo granero y te entregaré las pruebas.

—No le creo.

—Como quieras. Pero en el caso de que decidas que tu familia merece un poco de tiempo, estaré en el granero a la caída del sol. Supongo que puedes contárselo de toda maneras a tú… gente —suspiró profundamente al mismo tiempo que sacudía la cabeza—. Pero tú sabes que no te creerán sin pruebas. ¿Un comehierba? ¡Ja! No, no te creerán más de lo que tú me crees y, si no vienes, estarás dejando pasar tu única posibilidad. No es algo que me gustaría tener sobre mi conciencia…

Mark levantó la ventanilla y arrancó antes de que la criatura tuviera tiempo de evaluar las implicaciones de esta última frase y hacer más preguntas. Muchas cosas podían fallar en el plan pero estaba bastante seguro de que había interpretado a la bestia de manera correcta y el riesgo que corría estaba dentro de lo aceptable.

Miró por el espejo retrovisor. La criatura seguía inmóvil a un lado de la carretera. Muy pronto se convencería de que, al margen de los motivos de aquel extraño, no había razón para no comprobar si su historia era cierta. Como suelen hacer los jóvenes, no se molestaría en contárselo a nadie, no hasta que estuviese seguro.

—Vamos. Salva al mundo. Sé un héroe. Impresiona a las chicas —dio unas palmaditas al paquete de trampas que había sobre el asiento del copiloto—. Hazme rico.

sep

Rose regresó a la cerca con una jarra de agua mientras la nube de polvo levantada por el coche comenzaba a asentarse. Había visto a Peter hablar con alguien pero no había tenido tiempo de verlo u olerlo.

—¡Eh! —le gritó—. ¿Estás parado junto a la carretera por alguna razón en especial?

Peter dio un respingo.

—¿Peter? ¿Qué ocurre?

—Nada —el muchacho se sacudió y regresó junto a la cerca—. Nada.

Rose frunció el ceño. Aquello era una mentira descarada. Estaba a punto de decírselo cuando recordó el consejo que le había dado tía Nadine cuando le mencionara los cambios de humor que últimamente sufría Peter.

Dale un poco de espacio, Rose. Las cosas son difíciles para los chicos de su edad —nunca había habido secretos entre ellos, pero quizá tía Nadine tenía razón.

—Toma —le tendió la jarra—. Puede que esto haga que te sientas mejor.

—Puede —pero lo dudaba. Entonces sus dedos se tocaron y él sintió que la suave caricia crepitaba en su brazo y resonaba por todo su cuerpo. El mundo se alejó de él mientras se embriagaba con su aroma, almizclado, cálido y muy, muy próximo. Se balanceó. Sintió que la jarra resbalaba de su mano y luego, de pronto, el contacto helado del agua sobre su cabeza y su torso.

Rose trató de no reírse. Él parecía estar furioso pero ella podía enfrentarse a eso.

—Pensé que ibas a esquivarlo —se disculpó mientras retrocedía un paso.

—Si pudiéramos cambiar —gruñó Peter mientras sacudía la cabeza y esparcía agua por todos lados—, te perseguiría hasta el siguiente condado y cuando te cogiera…

—¿Qué harías, eh? —se burló ella al mismo tiempo que se alejaba de él danzando, embargada por una extraña sensación de poder. Ojalá no estuviese llevando tanta ropa.

—Yo te… —un reguero de agua se abrió camino hasta el talle del pantalón—. Yo te… ¡Demonios, Rose! ¡Está helada! ¡Te mordería la cola, eso es lo que haría!

Ella se rio entonces, era imposible no hacerlo, y el momento pasó.

—Vamos —recogió el mazo y se aproximó a la cerca—. Terminemos esto antes de que tío Stuart nos muerda la cola a los dos.

Peter recogió el rollo de alambre y la siguió.

—Estoy empapado —murmuró mientras frotaba la humedad que empapaba el pelo de su pecho.

—Deja de quejarte. Hace apenas unos momentos tenías demasiado calor.

Levantó el mazo por encima de su cabeza y el olor de su sudor lo embargó. Peter sintió que comenzaban a arderle las orejas y, en el mismo momento, tomó una decisión: aquella noche iría al granero de Carl Biehn.

Jugueteó con la idea de contárselo todo a su tío Stuart y entonces la descartó. Una de dos, o bien no creía en la información sobre el comehierba y decidía averiguar lo que pretendía aquel humano o la creía y quería recibir las pruebas él mismo. En cualquier caso, Peter quedaba fuera de juego. Eso era algo que no iba a ocurrir.

Se lo contaría a tío Stuart cuando tuviera las pruebas. Se lo presentaría como un hecho consumado. Eso le demostraría que era alguien digno de tenerse en cuenta. Que había dejado de ser un niño. La cabeza de Peter se llenó de visiones en las que desafiaba al macho alfa y ganaba. En las que gobernaba la manada. En las que ganaba el derecho a aparearse.

Las aletas de su nariz temblaron. Si conseguía volver con la información que salvase a la familia, sin duda Rose quedaría impresionada.

sep

—¿Es usted la joven que quiere hablar conmigo? —Vicky despertó con un sobresalto y miró su reloj. Las 6:10.

—¡Maldita sea! —murmuró mientras se subía las gafas. La boca le sabía como el interior de una alcantarilla.

—Tome, puede que esto le ayude.

Vicky miró la taza de té que, repentinamente, había aparecido en su mano y pensó, ¿Por qué no?

Un momento después tuvo su respuesta.

Porque yo odio el té. ¿Por qué habré hecho eso?

Dejó la taza sobre la mesa con muchísimo cuidado y forzó a sus dispersos pensamientos a reagruparse. Esto es el salón del Club Deportivo de Grove Road. De modo que esta pequeña anciana vestida con vaqueros azules debe de ser

—¿Bertie Reid?

—La misma que viste y calza. O lo que queda de ella —la anciana sonrió, mostrando una dentadura demasiado regular para ser real—. Y usted debe de ser Vicky Nelson, Investigadora privada —la sonrisa se ensanchó mientras el rostro que la rodeaba se convertía en una red aún más densa de líneas delgadas—. He oído que necesita mi ayuda.

—Sí —Vicky se estiró, se disculpó y observó cómo Bertie tomaba asiento cuidadosamente en una de las sillas de forro dorado, con la taza de té apoyada con precisión sobre una rodilla—. Barry Wu me ha dicho que si alguien puede ayudarme en esta ciudad, es usted.

Ella pareció complacida por su comentario.

—¿De veras lo dijo? Qué encanto. Un chico muy simpático, este Barry; conseguirá una medalla en la próxima Olimpiada.

—Eso dice todo el mundo.

—No, todo el mundo dice que conseguirá el oro. Yo no. No quiero gafar al chico antes de que vaya allí y no quiero que se sienta mal si regresa con la plata. Ser el segundo mejor del mundo no es algo por lo que uno deba sentirse mal y todos esos atletas que miran despectivamente a los segundos se merecen una buena patada en el culo. Pero veamos, ¿qué es lo que quería usted saber?

—¿Hay alguien por los alrededores, no sólo en el club, que sea capaz de disparar con una precisión similar a la de Barry Wu?

—No. ¿Algo más?

Vicky pestañeó.

—¿No? —repitió.

—No que yo sepa. Oh, hay un par de chicos que podrían llegar a ser pasables si practicaran y un par de veteranos que de vez en cuando demuestran un destello de lo que antes eran capaces de hacer pero la gente con la habilidad de Barry y la disciplina necesaria para desarrollarla es rara —sonrió y saludó con la taza—. Por eso sólo dan una medalla de oro.

—¡Mierda!

La anciana estudió el rostro de Vicky un momento y entonces dejó la taza sobre la mesa y se reclinó en su silla cruzando las piernas. Los lazos verdes de su blusa eran el detalle de colorido más intenso de toda la habitación.

—¿Cuánto sabe usted sobre las competiciones de tiro?

—No demasiado —admitió Vicky.

—Entonces dígame por qué me hace esa pregunta y yo le diré si está haciendo la pregunta adecuada.

Vicky se quitó las gafas y se frotó la cara con las manos. No logró que las cosas resultaran más claras. De hecho, advirtió mientras tocaba involuntariamente el moratón de su sien, había sido una cosa bastante estúpida. Volvió a ponerse las gafas y registró su bolso en busca del frasco de píldoras que le habían dado en el hospital. Hubo un tiempo en el que yo era capaz de hacer el amor con un vampiro, sobrevivir a un accidente grave de coche, llevar a un cliente al hospital, permanecer despierta hasta el amanecer y pasar un día entero discutiendo de ética con Cellucci sin el menor problema. Debo de estar haciéndome vieja. Se tomó la píldora sin agua. La única alternativa era otro sorbo de té y no creía que estuviera preparada para eso.

—Me di un golpe en la cabeza —se explicó mientras volvía a meter el pequeño frasco de plástico en su bolso.

—¿En acto de servicio? —preguntó Bertie con aire intrigado.

—Algo así —Vicky suspiró. Por alguna razón, en el transcurso de los dos últimos minutos había llegado a la conclusión de que Bertie estaba en lo cierto. Sin saber más sobre competiciones de tiro no podía saber si su pregunta era la adecuada. Bajó el volumen de voz para evitar que la única otra persona que había en el salón del club pudiera oírla y relató a Bertie una versión censurada de los acontecimientos que la habían traído a Londres.

Bertie silbó con suavidad al oír la descripción de los disparos que habían acabado con «dos de los perros de la familia» y entonces dijo:

—Veamos si lo he entendido bien: ¿un blanco móvil a quinientos metros de distancia, de noche y desde lo alto de un pino a siete metros de altura?

—Quinientos como mucho, pero podrían ser sólo trescientos.

—¿Sólo trescientos? —Bertie dio un bufido—. ¿Y ambos animales fueron asesinados de un único disparo idéntico? Vamos —dejó a un lado la taza de té y se levantó. Sus ojos azul pálido brillaban tras el cristal doble de sus bifocales.

—¿Adónde?

—A mi casa. Un solo disparo como ese podría haber sido suerte, pura chiripa, nada más. Pero dos suponen un tirador entrenado y nadie adquiere esa habilidad de la noche a la mañana. Como le dije antes, hay poquísima gente en el mundo capaz de hacer un disparo como ese y ese tirador suyo no ha podido salir crecidito de la boca de Zeus. Creo que puedo ayudarla a encontrarlo pero tenemos que ir a mi casa para hacerlo. Allí tengo todo mi material de referencia. La gente de aquí no reconocería un libro aunque le mordiera en el culo —hizo un ademán que englobaba a toda la habitación. El cuarentón que se sentaba junto a una de las mesas, acariciando al gato pareció sobresaltado y le devolvió el gesto—. Revistas de armas, eso es todo lo que leen. Siempre les estoy diciendo que necesitamos una biblioteca. Probablemente les legaré la mía cuando muera. Se pasará diez o veinte años criando polvo y quedándose obsoleta y entonces se desharán de ella. ¿Ha venido usted en coche?

—No.

—¿No? Yo pensaba que todos los detectives privados poseían un elegante deportivo rojo. No importa. Iremos en mi coche. Vivo bastante cerca —una repentina salva de disparos llamó su atención y se acercó con paso firme a la ventana—. ¡Ja! Le dije que no se comprara un Winchester si quería competir este otoño. Tardará meses en acostumbrarse a la compensación de esa mira. El muy idiota tendría que haberme hecho caso. ¡Robert!

El hombre de la mesa pareció todavía más sobresaltado por el hecho de que se dirigieran a él.

—¿Sí?

—Si Gary sube dile que he dicho, «Ya te lo dije».

—Eh… claro, Bertie.

—Su esposa está abajo, en la galería de tiro de pistola —le confió a Vicky mientras se encaminaban hacia la puerta—. Vienen la mayoría de las tardes, después del trabajo. Él odia las armas pero ama a su mujer, así que han llegado a un compromiso: ella sólo dispara a dianas y él no mira.

El coche de Bertie era una enorme y vieja furgoneta Country Squire, de color blanco y con paneles color madera. Sus ocho cilindros rugieron mientras se dirigían hacia la autopista y entonces se acomodaron a un suave ronroneo en torno a los setenta y cinco kilómetros por hora.

Vicky trató de no impacientarse por aquella velocidad —o falta de ella— pero el paso del tiempo la estaba reconcomiendo. Era de esperar que lo ocurrido con Donald recordase a los licántropos que debían permanecer cerca de la casa durante la noche pero no podía contar con ello. Mientras los hombres lobo siguiesen insistiendo en su derecho a recorrer sus tierras, cada puesta de sol, cada día que tardase en resolver el caso pondría a otro de ellos en peligro. Si no podía convencerlos de que permanecieran a salvo, y hasta el momento no había tenido demasiada suerte en ello, tendría que coger al asesino cuanto antes.

Un coche las adelantó a toda velocidad e hizo sonar la bocina.

—Quería poner una pegatina en el parachoques que dijera «Pítame y te reventaré las ruedas de un tiro» pero un amigo me convenció para no hacerlo —Bertie suspiró—. Conducir a esa velocidad es un derroche de los escasos recursos naturales del planeta —mientras lo decía disminuyó su velocidad otros cinco kilómetros por hora, como si pretendiese reforzar su argumento.

Vicky suspiró también, aunque por razones ligeramente diferentes.