BloodTop12

-Ahí está su problema.

Vicky examinó el motor del BMW de Henry. A primera vista, nada parecía estar mal.

—¿Dónde está el problema?

—Ahí —el mecánico señaló con el destornillador que sostenía—. El manguito de los frenos, justo encima del cilindro principal.

—¿Hay algo malo en el manguito de los frenos?

—Sí. Está agujereado.

—¿Qué quiere decir con agujereado?

El mecánico suspiró. Su expresión dijo ¡Mujeres! con tanta claridad como si hubiese pronunciado la palabra en voz alta.

—Agujereado. Con un agujero.

—¿Quiere decir que alguien lo agujereó? —tardó un momento en asumir las implicaciones de aquello. ¿Acababan de subir las apuestas? ¿Había descubierto el asesino su implicación en el caso y había decidido hacer algo al respecto? Frunció el ceño. Aquello no se ajustaba al patrón establecido. Repentinamente el aire del garaje, ya empapado de olor a hierro, aceite y gasolina, se hizo más espeso y difícil de respirar.

—Yo no he dicho que nadie lo hiciera. ¿Ve esto? —levantó el tubo de goma negra con la punta del destornillador—. Se ha rozado contra esa pieza de metal hasta agujerearse —se encogió de hombros y dejó caer el tubo—. A veces ocurre. Los frenos funcionan durante un tiempo pero van perdiendo líquido. Si se pierde el líquido suficiente… —un dedo grasiento trazó una línea a lo largo de su garganta.

—Sí. Lo sé —Vicky se enderezó—. Yo estaba allí. Entonces, le dirá a la policía…

—Que fue un accidente. Mala suerte. No es culpa de nadie —volvió a encogerse de hombros, se dio la vuelta y sacudió la cabeza mientras miraba el lado destrozado del coche—. Cuesta creer que alguien consiguiera salir con vida. Menuda suerte.

Mucha suerte. Vicky era consciente de ello. Había esquivado a la muerte por menos de un par de pasos y si Rose hubiera estado en el lado opuesto, no habría sobrevivido. Se subió las gafas y volvió a inclinarse sobre el motor; algo no andaba bien.

—¿Por qué demonios construiría alguien un coche para que el tubo del líquido de frenos acabase desgastado?

El tono de voz del mecánico transmitía indiferencia.

—Puede que porque es un coche viejo. Con algo construido en el 76, no es raro que las cosas fallen. Podría haber sido un fallo en la línea de montaje. No existen dos coches exactamente iguales.

Muy bien, tenía sentido, la mala suerte y sólo la mala suerte era la responsable de que Rose, Peter y ella se encontraran en el coche cuando las cosas fallaron. Jesús, si uno no puede confiar ni en un BMW

Excepto que… había dos puntos alrededor del agujero en los que las marcas amarillas del tubo se veían con más claridad, como si una mano apoyada ligeramente por error se hubiera llevado parte del polvo acumulado sobre él. Cuidándose de no tocar el tubo de goma, Vicky apretó el dedo contra la protuberancia de metal que lo había agujereado. Aunque no estaba afilada, ciertamente tenía una punta aguda.

—Suponga que quisiera agujerear el tubo de los frenos de un coche y hacer que pareciera un accidente —señaló hacia el interior del motor—. ¿Cuánto tiempo tardaría en hacer algo como esto?

El mecánico pareció dubitativo.

—No mucho.

Habían estado en el restaurante una hora y media. Tiempo más que suficiente.

Intrigado por la idea, el hombre alargó el brazo hacia el interior del coche.

—Cogería esto de aquí…

—¡No lo toque!

Apartó la mano como si le hubiese sido golpeada.

—No pensará usted que…

—Lo que pienso es que no quiero correr el menor riesgo. Quiero que llame a la policía. Tengo el número del agente que estuvo en la escena si le hace falta.

—No. Ya lo tengo.

—Bien. Dígales que ha encontrado indicios de sabotaje y que, como mínimo, deberían buscar huellas dactilares —ella tenía su propio equipo de bolsillo. No era exactamente de última tecnología, pero sin duda bastaría para encontrar huellas sobre un tubo de goma grasiento. No obstante, si conseguía convencer a la policía de que utilizase sus propios medios, tanto mejor.

—¿Por qué no los llama usted?

—Porque usted es el experto.

La miró un momento con el ceño fruncido y entonces suspiró y dijo:

—Muy bien, señorita. Usted gana. Llamaré.

—Ahora —sugirió ella.

—Muy bien. Ahora mismo. No toque nada hasta que haya vuelto.

—Estupendo. Y usted no toque nada hasta que el agente encargado de las huellas haya venido y se haya marchado.

El hombre volvió a fruncir el ceño. Dio dos pasos, se detuvo y retrocedió.

—Alguien ha tratado de matarla, ¿verdad?

—Es posible. O a Peter. O a Rose.

Él sacudió la cabeza con una expresión que mediaba entre el respeto y el asco.

—Apuesto a que no es la primera vez —continuó en dirección a la oficina sin esperar respuesta.

Vicky se frotó las cicatrices apenas visibles de la muñeca izquierda con el pulgar derecho, volvió a ver la inhumana sonrisa y escuchó al demonio decir:

Así que tú vas a ser el sacrificio.

Un reguero de sudor que no tenía nada que ver con el calor reinante se deslizó entre sus pechos y, detrás de ellos, pudo sentir que su corazón se aceleraba. La muerte había estado tan cerca que una sombra de ella permanecía todavía a su lado, mucho tiempo después de que su emisario hubiera sido derrotado. Con habilidad nacida de la práctica apartó el recuerdo y lo enterró en las profundidades de sus pensamientos.

El mundo que se encontraba más allá del recuerdo le pareció extraño por un momento. Entonces sacudió la cabeza y se forzó a regresar al presente. Fuera, junto al coche, Rose le contaba a Cellucci alguna historia que implicaba muchos ademanes, mientras Peter permanecía a su lado con aire protector. Cuando algún comentario de Rose hizo reír a Cellucci, Vicky vio que los hombros del muchacho se ponían tensos.

—¡Peter! ¿Podrías venir un momento, por favor?

Aunque a regañadientes, él lo hizo.

Vicky señaló el coche con un ademán de la cabeza.

—¿Qué posibilidades habría de que pudieras reconocer el aroma de alguien en un manguito de goma?

Peter miró el motor y arrugó la nariz.

—Prácticamente ninguna. El olor del líquido de frenos es demasiado fuerte. ¿Por qué?

Vicky no vio ninguna razón para mentir. Los licántropos ya sabían que estaban amenazados de muerte.

—Creo que el accidente de ayer fue obra de alguien.

—Vaya. A Henry no va a gustarle eso.

—¿Henry?

—Bueno, destrozaron su coche.

—Y casi nos mataron a todos —le recordó ella.

—Oh. Sí.

La puerta de la oficina se abrió y el mecánico volvió a entrar en el garaje. No parecía contento.

—Muy bien. Ya he llamado. Me dijeron que alguien se pasaría por aquí. Más tarde —miró al coche y luego a Vicky—. Dijeron que querían hablar con usted. Que no se marche de la ciudad.

—Ni se me ocurriría hacerlo. Gracias, ha sido usted de gran ayuda.

Él le devolvió la sonrisa con un bufido y se puso a trabajar en un Saab azul último modelo que indudablemente había conocido mejores tiempos.

Vicky reconocía una despedida cuando la veía. No había nada más que pudiera hacer por allí, así que decidió marcharse.

—Vamos Peter.

El muchacho, el ceño fruncido con aire pensativo, la siguió fuera del garaje.

—¿Qué pasa? —le preguntó Vicky mientras cruzaban el aparcamiento hacia el coche de Cellucci.

—Probablemente no es nada pero mientras hablabas con el señor Sunshine olisqueé un poco por el capó. Si alguien anduvo manipulando los frenos, tuvo que abrir el capó primero —respiró profundamente—. En cualquier caso, durante un segundo, pensé que había encontrado un olor conocido. Luego lo perdí. Lo siento.

—¿Volverías a reconocerlo si te lo encontraras de nuevo?

—Creo que sí.

—Muy bien. Si alguna vez te cruzas con él, dímelo inmediatamente. Ese tío es peligroso.

—Eh —protestó—. Ya lo sé. Es a mi padre a quien han disparado.

Vicky se preguntó si debía decirle que, probablemente, la persona que había disparado a su padre y la que había saboteado los frenos no era la misma —las dos acciones eran demasiado diferentes— y desde su punto de vista esta segunda amenaza, no asociada a un patrón que la hiciera predecible, resultaba mucho más peligrosa. Decidió no hacerlo. No haría ningún bien.

sep

Cellucci esperó hasta que Peter y Rose hubieran entrado y luego salió marcha atrás de la entrada de la casa del doctor Dixon y se dirigió hacia el centro de la ciudad.

—Es difícil no apreciarlos, ¿verdad?

—¿Te sorprende?

—¿Y eso lo dice la mujer que una vez comentó que los adolescentes debían estar prohibidos por la ley?

—Bueno, me parece que no son los típicos adolescentes, ¿o sí?

Cellucci la miró de soslayo.

—Muy bien, ¿qué es lo que te pasa? Has estado de un humor muy raro desde que salimos del garaje.

Vicky se subió las gafas y suspiró.

—Sólo estaba pensando…

—Menuda novedad…

Ella lo ignoró.

—… que si alguien se está tomando todas estas molestias para tratar de matarme, tiene que ser por algo que sé y de lo que todavía no me he dado cuenta. El asesino piensa que me estoy acercando demasiado.

—O quizá tú no eras su objetivo, sino Rose y Peter y tú estabas allí por casualidad.

—No, ya tienen un sistema para matar a los licántropos. ¿Para qué cambiarlo? Sigue funcionando. Algo me dice que esta vez yo era el objetivo.

—¿Una corazonada?

—Llámalo como quieras, pero si lo llamas intuición femenina te parto la cara.

Él no tenía la menor intención de decir algo tan descaradamente suicida, así que ignoró la amenaza.

—Entonces pensemos en lo que sabes.

—No debería llevarnos demasiado —con las rodillas apoyadas sobre el salpicadero, Vicky empezó a contar con los dedos—. Sé que Barry Wu no lo hizo. Sé que el doctor Dixon no lo hizo. Sé que Arthur Fortrin no lo hizo. Cualquier otro podría haberlo hecho, incluyendo a alguien que cualquiera de estos tres hubiera conocido casualmente en un bar. Una vez que Barry me diga quiénes en Londres saben disparar tan bien como para hacerlo…, bueno, compararé esos nombres con la lista de los que visitan de forma regular la reserva. Con suerte podremos descifrar estas indicaciones antes de que se marche a trabajar.

Cellucci tomó la hoja de papel de las rodillas de Vicky, la examinó y volvió a dejarla. A pesar de la visita turística por el campo de aquella mañana, tenía una fe absoluta en su habilidad para orientarse.

—¿Y si Barry no lo sabe?

—Alguien debe de saberlo. Lo encontraré —alisó el mapa sobre su rodilla—. Oh, y tampoco es Frederick Kleinbein.

—¿Quién?

—Supongo que, técnicamente, podrías llamarle el vecino más próximo. Me informó de que los Heerkens tenían un secreto siniestro, —sonrió—. Son nudistas, ya sabes.

—¿Nudistas?

—Eso me dijo él. Por lo que parece, a los lugareños les resulta más fácil creer en nudistas que en hombres lobo.

Cellucci le lanzó una mirada agria.

—No me sorprende. Sin embargo, lo que sí me sorprende es que no hayan atraído multitudes de jóvenes armados con cámaras y teleobjetivos.

—Tengo la impresión de que los «perros» se encargan de solucionar ese problema.

Cellucci, que había sido obsequiado con las atenciones de uno de esos «perros» era consciente de lo mucho que podían desalentar a un mirón.

Vicky interpretó su gruñido como un asentimiento y continuó.

—Aparte de estas, las únicas personas con las que he hablado son Carl Biehn y Mark Williams.

Cellucci tardó un momento en ubicar los nombres.

—¿Los dos tíos de esta mañana?

—Exacto.

—Entonces podrían ser ellos.

—No lo creo —dio un bufido—. ¿Te imaginas a alguien como Williams tomándose el tiempo y las molestias necesarios para convertirse en un tirador? Ja, ja. Si no lo he juzgado mal, todo lo que no sea una gratificación instantánea no le interesa.

—¿Y el viejo? ¿Su tío?

Vicky suspiró.

—Es vegetariano.

—No se está comiendo a los hombres lobo, Vicky, sólo los está matando.

—También es un hombre profundamente religioso.

—Como muchos chiflados. No son cosas incompatibles.

—Y tiene el jardín…

—Y a ti te gusta.

Ella volvió a suspirar, mientras abría y cerraba las ventanillas del aire acondicionado.

—Sí. Y me gusta. La verdad es que parece una persona decente.

—¿Otra corazonada?

—Que te jodan, Cellucci —entre el sol de justicia, el golpe de ayer y la falta de sueño, empezaba a sufrir otra gran jaqueca—. El tener un sobrino repulsivo no es razón suficiente para acusar a nadie de un asesinato múltiple. No obstante, por si acaso, voy a pedirle a Barry que vigile al señor Williams. Si quieres ser de alguna ayuda y el viento sopla en la dirección adecuada, podrías pasar la noche vigilando el árbol.

—Muchas gracias. Justo lo que necesitaba. Pasar la noche entera en un bosque mientras los mosquitos se me comen vivo —¿Mientras Henry y tú estáis bien a gusto en la casa? Me parece que no. La miró un instante y luego volvió su atención a la carretera—. ¿Quién dice que va a volver allí?

—Es parte del patrón cuando el viento sopla hacia allí.

—Entonces, ¿por qué no lo talas?

—Ya lo había pensado.

—Mientras sigues haciéndolo, ahí va otra pregunta: si sabes que sigue volviendo al árbol, ¿por qué no has vigilado tu?

—¿Cómo? Sabes que no veo una mierda en la oscuridad. Además, fue Henry…

—¡Enviaste a un civil!

—¡Él se ofreció! —le espetó ella, ignorando el hecho de que ahora mismo también era una civil.

—¿Y también se ofreció para que le pegaran un tiro?

—Henry es un hombre adulto. Conocía los riesgos.

—Un hombre adulto. Bien. Y esa es otra, por cierto. Por lo que dice su carné de conducir, Henry sólo tiene veinticuatro años —apartó los ojos de la carretera el tiempo suficiente para mirarla—. Tienes ocho años más que él, ¿no te…? ¿Qué es lo que te parece tan gracioso?

Aunque la trepidación le estaba haciendo cosas horribles en el interior de la cabeza, Vicky no podía dejar de reír a carcajadas. Ocho años nada menos. Dios bendito. Finalmente, el gélido silencio del asiento contiguo se abrió paso hasta ella y pudo controlarse. Ocho años nada menos… Se quitó las gafas y se secó los ojos con la manga de la camisa.

—Mike, no tienes idea de lo poco que eso importa.

—Es evidente que no —gruñó entre dientes.

—¡Eh! ¿Estamos persiguiendo a un sospechoso o qué? Acabas de acelerar para saltarte una luz ámbar —Vicky se volvió hacia él, vio la forma que había adoptado su mandíbula y decidió que había llegado el momento de cambiar de tema—. ¿Qué puedo saber yo que sea tan importante como para tratar de matarme?

No era el modo más elegante de cambiar de tema que hubiera visto en su vida, pero Cellucci lo aprovechó sin dudarlo. De pronto, no tenía ninguna gana de saber de qué se había estado riendo ella. Tenía doce años más que el jodido Henry Fitzroy y no creía que su ego estuviera preparado para ello.

—Si yo estuviera en tu lugar, haría que detuvieran a Carl Biehn y a su sobrino para interrogarlos.

—¿Bajo qué cargos?

—Alguien piensa que te estás aproximando demasiado y ellos son los únicos con los que has hablado que no están libres de toda sospecha.

—Bueno, no estás en mi lugar —Vicky se rascó una picadura de mosquito en la parte trasera de la pantorrilla—. Y, por si no te has dado cuenta, este no es un caso policial y, además, no podemos implicar a la policía en él.

—Ya están implicados. ¿O te has olvidado del informe sobre una herida de escopeta de la pasada noche?

—Calle Queen. Gira aquí. El edificio del piso de Barry está en el número 321 —se subió las gafas y añadió—. La policía sólo cree estar implicada. No tienen ni una sola pista sobre lo que está ocurriendo en realidad.

—¿Y no crees que acabarán por enterarse? —preguntó mientras se pegaba lo suficiente a la esquina para dejar pasar a un niño pequeño montado en bicicleta.

Vicky extendió las manos.

—¿Cómo van a descubrirlo? ¿Es que se lo vas a contar tú?

—Lo investigarán.

—No me cabe duda. Durante un par de semanas, los agentes de la PPO rondarán por la reserva con algo más de frecuencia de lo habitual y entonces aparecerá algo más importante que un disparo accidental y tendrán que dedicarle su tiempo.

—Pero no fue un accidente —señaló Cellucci, haciendo un esfuerzo para no perder los estribos.

Ellos no lo saben —Vicky se obligó a relajarse. Apretar los dientes hacía que le doliera la sien y, por el contrario, no tenía el menor efecto sobre el cabezota que se sentaba a su lado—. Y no lo van a descubrir.

—Bueno, pero no habrá más remedio que contárselo cuando descubras quién está cometiendo los asesinatos. ¿O —continuó con tono sarcástico— es que habías planeado preparar un accidente para solucionarlo todo?

—Allí —señaló— trescientos veintiuno. La señal dice que el aparcamiento está en la parte de atrás.

El silencio que había en sus palabras resultaba elocuente.

—Por Dios, Vicky. Vas a llevar esto ante los tribunales, ¿verdad?

Ella estudió las punteras de sus zapatillas.

—¡Respóndeme, maldita sea! —dio un pisotón a los frenos y, casi antes de que el coche se hubiera detenido, la sujetó por los hombros y la obligó a mirarlo.

—¿Los tribunales? —ella se sacudió sus brazos. Dios, algunas veces era tan obtuso—. ¿Y qué les ocurrirá a los licántropos en los tribunales?

—La ley…

—Ellos no quieren ley, Cellucci, quieren justicia y si el asesino va ajuicio, no la tendrán. Tú sabes tan bien como yo que en los juicios se enfrentan víctimas y acusados. ¿Qué posibilidades crees que tendrían los licántropos? Si no eres blanco o si eres pobre o, maldita sea, si eres una mujer, el sistema te ve como algo menos que humano. ¡Los licántropos no son humanos! ¿Cómo crees que va a tratarlos el sistema? ¿Y qué clase de vida crees que los espera después de que haya terminado con ellos?

Cellucci no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Estás tratando de convencerme o estás tratando de convencerte a ti misma?

—¡Cierra la boca, Cellucci! —él se esforzaba deliberadamente por no comprender. Su diminuta y limitada visión del mundo está jodida y no puede adaptarse. No es culpa mía.

La voz de él aumentó de volumen hasta igualarse a la de ella.

—No voy a quedarme aquí para ver cómo arruinas todo aquello en lo que has creído durante tanto tiempo.

—¡Entonces lárgate!

—Estás dispuesta a ser juez y jurado… ¿y quién será el verdugo? ¿O es que también vas a encargarte de eso?

Se miraron fijamente un momento y entonces Vicky cerró los ojos. El latido de su corazón se convirtió en una ráfaga y en el interior de sus párpados pudo ver a Donald, sangrando, y luego, uno detrás de otro, a los miembros de la manada, caídos en el mismo lugar en el que las balas los habían alcanzado, empapados de sangre. Y sólo ella quedaba para llorarlos. Respiró profundamente una vez, luego otra y entonces abrió los ojos.

—No lo sé —dijo con voz calmada—. Haré lo que tenga que hacer.

—¿Y si eso incluye el asesinato?

—Déjalo, Mike. Por favor. Ya te he dicho que no lo sé.

Él se mesó los cabellos con ambas manos, violentamente y se tragó todas las cosas que quería decir, salvo una. Incluso logró que su voz permaneciera razonablemente calmada:

—Antes sí lo sabías.

—La vida era mucho más sencilla entonces. Además —desabrochó su cinturón de seguridad, soltó una risotada agitada y muy poco convincente y abrió la puerta del coche—, todavía no he cogido al hijo de puta. Ya cruzaré ese puente cuando llegue a él.

Cellucci la siguió hacia el edificio de Barry Wu, mientras la preocupación y la rabia rechinaban con igual fuerza en sus pensamientos. La vida era mucho más sencilla entonces. Eso era algo que no podía discutir.

sep

—Por encima de todo, necesita un buen juego de cuchillos.

—Ya tengo cuchillos.

—No, no. Cuchillos recién afilados. Los filos que salen de fábrica son basura.

—Los llevaré a que los afilen esta misma tarde.

—Bah —el anciano tomó un sobre desgarrado de entre los numerosos papeles que había sobre la mesa de la cocina y escribió una dirección en el dorso—. Vaya aquí —le ordenó a su visitante mientras se lo tendía—. Es el último lugar que queda en la ciudad en el que podrían hacer un trabajo decente.

Mark Williams dobló el papel por la mitad y lo guardó en su cartera. Unas pocas averiguaciones sobre el mercado de pieles le habían conseguido el nombre del viejo. Cincuenta dólares le habían conseguido un par de horas de instrucción. Teniendo en cuenta lo que iban a reportarle las pieles, podía considerarse un dinero bien gastado.

—Muy bien. Escuche con atención. Vamos a hacerlo de nuevo. Si lo hace despacio no debería tener ningún problema. El primer corte se realiza a lo largo de la barriga, más o menos, y luego…

sep

—El problema es que no hay nadie más. De hecho, no estoy seguro de que yo mismo fuera capaz de hacerlo. No en plena noche —Barry asomó la cabeza por la puerta del dormitorio mientras se vestía para marcharse a trabajar—. No he practicado mucho con mira telescópica.

—¿Y alguien de la unidad de armas y tácticas especiales?

Arrugó las cejas.

—¿Quiere decir un policía?

Cellucci suspiró. En su opinión, los jóvenes siempre parecían petulantes cuando trataban de fruncir el ceño.

—¿Es que pretendes decirme que en Londres no ha habido nunca un mal poli?

—Bueno… no, claro. Pero la cosa no es como en Toronto —desapareció en el interior del dormitorio y volvió un momento después, con la camisa del uniforme abierta y las botas en la mano—. Supongo que podría preguntar un poco por ahí —se ofreció mientras tomaba asiento sobre la única silla que quedaba vacía. El apartamento estaba un poco corto de mobiliario pero tanto la televisión como el equipo estéreo eran de primera calidad—. Pero, francamente, no creo que ninguno de esos tíos pudiera hacerlo —respiró profundamente—. Puede que suene un poco pretenciosos pero, incluso considerando mi poca familiaridad con las miras, ninguno de ellos juega en la misma liga que yo.

Vicky cogió la foto de la graduación de Barry en la academia de policía del lugar de honor que ocupaba, encima de la televisión. Sólo uno de los muchos rostros de sonrisa formal que aparecían en ella pertenecía a una minoría étnica: Barry Wu. Además de cinco mujeres y un hombre lobo. Qué gran mezcla. Todas las mujeres eran blancas. Técnicamente, el hombre lobo también lo era. Y la policía se pregunta porqué se están desmoronando las relaciones comunitarias. En realidad, tenía que admitirlo, la policía sabía por qué se estaban desmoronando las relaciones comunitarias. La cuestión era que, sencillamente, no podían dar con la solución rápida que todo el mundo demandaba para un problema que databa de tanto tiempo atrás. Desgraciadamente, «tardará algún tiempo» no era una gran respuesta cuando el tiempo se estaba agotando.

—Me sorprende que los S.W.A.T. no te hayan reclutado —volvió a dejar la fotografía en su lugar con sumo cuidado. Todavía le costaba pensar en la policía y en sí misma como entidades separadas.

Él sonrió con cierto aire cohibido.

—Me han advertido que en cuanto vuelva con el oro olímpico, seré suyo —su sonrisa se desvaneció mientras se ataba los cordones de las bota—. Supongo que sería mejor que los investigara un poco, ¿verdad?

—Bueno, si puedes averiguar lo que estaban haciendo sus mejores tiradores las noches de los asesinatos, sería de utilidad.

—Sí —suspiró—. Es un pena que no tuviéramos alguna importante crisis de rehenes, porque entonces estarían fuera de toda sospecha.

—Una pena, sí —asintió Vicky. Y reprimió una sonrisa que hubiera sido completamente inadecuada. El chico —el joven— estaba hablando completamente en serio.

—La verdad es que me resulta imposible creer que alguien esté disparando a la familia de Colin. Me refiero a que —se levantó y empezó a abrocharse la camisa con los dedos temblorosos a causa de la indignación— probablemente son la mejor gente que conozco.

—¿No te molesta que se conviertan en animales? —preguntó Cellucci.

Barry se puso tenso.

—No se convierten en animales —le espetó—. El hecho de que tengan una forma que lo parezca no los convierte en animales. Y, además, la mayoría de los animales con los que me he cruzado últimamente caminaban sobre dos piernas. Y Colin es un gran poli. Una vez que da con el rastro de un sospechoso, el tío está acabado. Es el mejor compañero que uno podría desear cuando las cosas se ponen tensas y, además, el concepto del jugador de equipo es prácticamente un invento de los licántropos.

—Sólo te preguntaba si la cosa te molestaba —dijo Cellucci con suavidad.

—No —mientras se metía los faldones con cierta violencia debajo del pantalón, Barry enrojeció ligeramente—. Ya no. Quiero decir, una vez que llegas a conocer a un tío, no puedes odiarlo sólo porque sea un hombre lobo.

Palabras sabias para estos tiempos, pensó Vicky.

—Volviendo a los asesinatos…

—Sí. Creo que conozco a alguien que podría ayudarnos. Bertie Reid. Es una verdadera enciclopedia. Ya sabe, la clase de persona capaz de citar hechos y cifras de los últimos cincuenta años. Si hay alguien en la zona capaz de hacer esos disparos, ella lo sabrá. O al menos podrá averiguarlo.

—¿Ella suele tirar?

—En ocasiones armas de pequeño calibre, pero las grandes ya no. Debe de tener por lo menos setenta años.

—¿Conoces su dirección?

—No. Y su número de teléfono no viene en la guía. La conocí en el campo de tiro. Pero no es difícil de encontrar. Suele dejarse caer por el Club Deportivo de Grove Road la mayoría de las tardes. Se sienta en el salón, toma algunas tazas de té y critica la forma de tirar de todo el mundo. —Levantó la vista del pedazo de papel en el que estaba apuntando la dirección—. Me dijo que mantenía el brazo trasero demasiado tenso —flexionó el brazo en cuestión y añadió—. Tenía razón.

—¿Por qué no practicas en la galería de tiro de la policía? —preguntó Cellucci.

Barry pareció avergonzarse un poco mientras les tendía la dirección del club.

—Lo hago de vez en cuando. Pero siempre termino teniendo audiencia y, bueno, allí toda las dianas tienen forma de persona. Eso no me gusta.

—A mí nunca me gustó demasiado —le dijo Vicky mientras guardaba el papel doblado en su bolso. Podía ser algo absurdo, era indudable que cualquier cosa a la que un policía tuviese que disparar tendría forma de persona, pero el caso es que las pruebas anuales de tiro solían provocar que se avergonzase un poco de su habilidad.

Acompañaron a Barry hasta el aparcamiento y lo vieron enfundarse su chaqueta de cuero —«prefiero sudar que dejarme los codos en el pavimento»—, ponerse un casco con una tira naranja fosforescente en la parte trasera, guardar con cuidado la gorra bajo el asiento de la moto y desaparecer envuelto en el rugido del motor.

Vicky suspiró mientras apoyaba cautelosamente la espalda sobre el metal caliente del coche de Cellucci.

—Por favor, di me que yo nunca fui tan fogosa.

—No lo eras —se burló Cellucci—. Tú eras aún peor —abrió la puerta del coche y se acomodó sobre el asiento de vinilo. No habían encontrado ningún sitio a la sombra y, teniendo en cuenta la discusión que estaban manteniendo al llegar, tampoco lo hubieran visto de haberlo habido. Mascullando entre dientes mientras su codo rozaba el respaldo, abrió la puerta de Vicky y encendió el aire acondicionado antes de que ella entrara.

El eco de su anterior pelea parecía resonar todavía en el coche. Ninguno de ellos dijo palabra, temiendo que la cosa volviera a empezar.

Cellucci no deseaba hacer un monólogo sobre el peligro de hacer juicios morales y sabía que, por lo que a Vicky se refería, el asunto estaba cerrado. Pero si piensa que voy a marcharme antes de que este asunto acabe, se equivoca. No tenía que volver al trabajo hasta el jueves y después de eso, si era necesario, pediría una baja por enfermedad. Ya no era sólo por Henry Fitzroy. Vicky necesitaba que la salvara de sí misma.

De momento, mantuvieron una tregua.

—Son casi las dos y media y estoy hambriento. ¿Qué te parece si paramos a comer algo?

Vicky levantó la vista de la dirección garabateada por Barry, agradecida por aquella oferta de paz.

—Sólo si comemos en el coche de camino.

—Estupendo —aparcó en la calle—. Sólo si no es pollo. Con este calor el coche absorbería el olor y nunca podría librarme de él.

Entraron en el primer establecimiento de comida rápida que encontraron. Sentado en el coche, comiendo patatas fritas mientras esperaba que Vicky volviera del cuarto de baño, Cellucci no podía apartar la vista de un jeep negro y dorado aparcado al otro lado de la calle. Sabía que lo había visto antes pero no dónde y el recuerdo llevaba consigo connotaciones vagamente desagradables.

El conductor había aparcado frente a una antigua tienda de reparación de calzado. En mitad del escaparate, Cellucci podía ver un anuncio medio borrado que rezaba. Unos zapatos en mal estado arruinan la facha del más pintado. Le dio vueltas y más vueltas al fragmento de recuerdo hasta que la respuesta salió caminando de la tienda.

—Mark Williams. No me extraña que me diera mala espina —Williams ostentaba la clase de actitud que Cellucci odiaba. Cualquier día, su redomada bajeza superaría a su encanto superficial. Sonrió mientras daba un bocado a su hamburguesa. Todo lo contrario de lo que le ocurre a Vicky.

Silbando alegremente, Williams dio la vuelta al coche, abrió la puerta del conductor y arrojó un voluminoso paquete de papel de estraza sobre el asiento del copiloto antes de entrar.

Si hubiera estado en su jurisdicción, Cellucci habría tenido una pequeña charla con el hombre por una cuestión de principios; hacerle saber que lo estaban vigilando y tratar de averiguar lo que llevaba en el paquete. Le gustaba anticiparse a la clase de situaciones potencialmente peligrosas que alguien como Mark Williams representaba. Tal como estaban las cosas, se limitó a sentarse y observar mientras el otro arrancaba el coche y desaparecía.

Al marcharse el jeep, se hizo visible un segundo cartel en el escaparate de la zapatería.

Se afilan cuchillos.

sep

—¿Bertie Reid? —el hombre de mediana edad que se sentaba al otro lado del escritorio frunció el ceño—. Me parece que no ha venido todavía, pero… —sonó el teléfono y el hombre puso los ojos en blanco mientras respondía—. Club Deportivo de Grove Road. Exacto, sí. Mañana por la noche en el campo de tiro. No señora, no habrá disparos en medio de la función. Gracias a usted. Esperamos verla allí. Malditos teléfonos —continuó mientras colgaba—. A Alexander Graham Bell hubieran debido darle un buen par de zapatos de cemento y arrojarlo al océano. Bueno, ¿dónde estábamos?

—Bertie Reid —le instó Vicky.

—Exacto —elevó la vista hacia el reloj de la pared—. Acaban de dar las tres. No creo que Bertie aparezca hasta dentro de una hora. En todo caso, si no les importa que se lo pregunte, ¿qué quiere de Bertie una pareja de investigadores privados de Toronto?

Bastante divertida por la asunción del hombre de que su carné hacía referencia también a Cellucci, Vicky le obsequió su mejor sonrisa profesional, destinada a inspirar confianza en el público en general.

—Estamos buscando información sobre competiciones de tiro y Barry Wu nos dijo que la señora Reid era la persona que necesitábamos.

—¿Conocen a Barry Wu?

—Hacemos lo posible por mantener buenas relaciones con la policía —a Cellucci no le molestaba que lo tomasen por el compañero de Vicky. Era mejor que ir enseñando la placa por todo Londres… un comportamiento que no le granjearía las simpatías de sus superiores en Toronto.

—También nosotros —su voz adquirió un tono defensivo—. Los miembros del club se hacen responsables de sus armas. Todas las que entran en este lugar están registradas tanto en la PPO como en la policía local y no guardamos munición. Son los idiotas que piensan que un arma de fuego es una extensión de gran calibre de sus pollas —les ruego me perdonen— los que se dedican a disparar en medio de los restaurantes y los patios de colegio y los que le vuelan la cabeza al tío Ralph mientras le enseñan a alguien su nuevo juguete del calibre .30. No nuestros socios.

—No es que sea mejor recibir un tiro a propósito que por accidente —señaló Vicky, mordaz. Sin embargo, a él no le faltaba parte de razón. Ya que el concepto general de arma de fuego no podía ser escondido en la Caja de Pandora, era mejor que se le privase de todo encanto y que se convirtiese solamente en una herramienta o afición más. No obstante, ella hubiera preferido una regulación universal sobre tenencia de armas tan severa que cualquiera, desde los consumidores hasta los fabricantes, prefiriese dedicarse a cualquier otra cosa antes de tener que afrontar el papeleo y que el castigo por el uso de un arma en un crimen fuese apropiado al crimen… podrían utilizar el propio arma con el bastardo y luego enterrarla con él. Había desarrollado esta filosofía después de ver lo que una escopeta del calibre doce disparada a quemarropa podía hacerle al cuerpo de un niño de siete años.

—¿Le importa si esperamos aquí a la señora Reid? —preguntó Cellucci antes de que el hombre del escritorio hubiese podido decidir si las palabras de Vicky habían demostrado conformidad u hostilidad. Suponía que ya habría tenido su ración diaria de diatribas desapasionadas.

El hombre frunció el ceño ligeramente y se encogió de hombros.

—Supongo que no hay ningún problema, dado que Barry les envió. Es el orgullo del club, ¿sabe usted? Nadie de por aquí puede comparársele siquiera. Va a participar en las próximas Olimpiadas y, si hay justicia en el mundo, volverá con la medalla de oro… ¡Maldita sea! —mientras alargaba el brazo hacia el teléfono, señaló las escaleras con un ademán—. El salón está en la segunda planta. Pueden esperar a Bertie allí.

El salón estaba amueblado con varias sillas y sofás marrones o dorados, de aire institucional, un par de mesas de buen tamaño y una vitrina de trofeos. En una esquina había una pequeña cocina con una cafetera, varias jarras de café soluble, un hervidor eléctrico y cuatro teteras de tamaños diversos. A las tres de una tarde de lunes, el único ocupante de la sala era un pequeño gato gris acostado sobre una copia de La Biblia del Tirador que alzó la vista mientras Vicky y Cellucci entraban y luego, intencionadamente, los ignoró por completo.

Desde el otro lado de un gran ventanal situado en la pared norte llegaba el sonido de salvas de rifle.

Cellucci lanzó una mirada hacia el exterior y entonces tomó un par de prismáticos de una de las mesas y los dirigió a las dianas.

—A menos que estén tratando de alejarnos de la pista con gran astucia —dijo un momento después tendiéndoselos a Vicky—, ninguno de esos dos es el tirador que andamos buscando.

Vicky volvió a dejar los prismáticos sobre la mesa sin molestarse en utilizarlos.

—Mira, Cellucci, no hay razón para que nos quedemos los dos aquí perdiendo el tiempo hasta las cuatro. ¿Por qué no vas a casa del doctor Dixon, te llevas a los gemelos y a su padre a la granja y luego vuelves a recogerme?

—¿Y mientras tú que harás?

—Primero, algunas preguntas por el club y luego hablaré con Bertie. Nada para lo que necesite tus cuidados.

—¿Estás tratando de librarte de mí? —preguntó mientras se apoyaba contra los ladrillos de cenizas de la pared.

—Estoy tratando de ser amable —le vio cruzar los brazos y ahogó un suspiro—. Mira, sé lo mucho que odias esperar y dudo que por aquí haya suficiente que hacer para mantenernos ocupados a los dos durante una hora.

A pesar de que odiase admitirlo, a ella no le faltaba parte de razón.

—Podríamos hablar —sugirió con cautela.

Vicky sacudió con cautela. Otra charla con Mike Cellucci era la última cosa que necesitaba en aquel momento.

—Cuando todo esto haya terminado, hablaremos.

Él alargó la mano y le dio un empujoncito a sus gafas.

—Te tomo la palabra —parecía más una amenaza que una promesa—. Llama a la granja cuando quieras que venga a buscarte. No tiene sentido que me presente en medio de todo.

—Gracias, Mike.

—No te preocupes.

—¿Por qué habré hecho eso? —se preguntó una vez que tuvo el salón para ella sola—. Sé exactamente lo que va a hacer —las sillas eran más confortables de lo que aparentaban y se hundió agradecida en el velvetón dorado—. Sólo ha accedido para poder sondear a los licántropos sobre Henry sin que yo interfiriera —¿Es que quería que descubriera la verdad sobre Henry?

—Ya ha estado indagando sobre el pasado de Henry —le dijo al gato—. Siempre será mejor que lo descubra en condiciones controladas que por accidente.

Era una razón perfectamente plausible y Vicky decidió creérsela. Sólo esperaba que Henry lo hiciera también.