orque el hospital tiene que informar de todas las heridas de escopeta, deberías saberlo.
Colin observó a Barry y a los dos agentes de la Policía Provincial de Ontario, que se encontraban de pie junto al puesto de las enfermeras.
—Dijiste que había sido una piedra rebotada.
Vicky puso los ojos en blanco.
—Colin…
—Vale, lo siento. Es sólo que… ¿qué demonios voy a contarles?
—No les vas a contar nada —contuvo un bostezo con el puño—. Yo lo haré. Confía en mí. He trabajado en esto más tiempo que tú. Sé las cosas que quieren oír los policías y cómo quieren que se les digan.
—Vicky —Cellucci se inclinó hacia delante y le dio unos golpecitos en el hombro—. Siento sacarte de tu mundo particular pero eres, muy probablemente, la peor mentirosa que he conocido.
Ella se volvió hacia él y se subió las gafas.
—¿Mentir a la policía? Jamás se me ocurriría ni pensarlo. Cada palabra que salga de mi boca será la pura verdad.
—¿De modo que alguien lleva algún tiempo disparando a lo loco en ese bosque?
—Bueno, no estoy segura de que tres disparos puedan considerarse disparar a lo loco, agente.
—A pesar de ello deberían haber informado, señorita. Si alguien está utilizando un rifle de caza en la reserva, nos gustaría saberlo.
—La familia supuso que se debía a que Arthur Fortrin estaba fuera de la ciudad —intervino Colin.
Con un poco de orientación, Colin era bastante bueno diciendo verdades a medias. Pero claro, no tiene más remedio, se dio cuenta Vicky, considerándolo todo.
El agente de la PPO parecía dubitativo.
—No creo que la ausencia de un guarda forestal pueda suponer mucha diferencia. Y tú deberías saberlo —cerró con violencia su libreta de incidencias—. Dile a tu familia que la próxima vez que escuchen un disparo nos llamen de inmediato. Puede que podamos encontrar el coche del tío.
—Lo haré… —Colin se encogió de hombros.
—Sí, lo sé. Lo que no sé es si ellos te escucharán —el agente suspiró y miró a Vicky de arriba abajo. No le gustaba demasiado que una investigadora privada de Toronto anduviera merodeando por sus bosques, aunque su pasado policial le prestaba cierta credibilidad. La advertencia de que tuviera cuidado murió en sus labios cuando su mirada se encontró con la de ella. Parecía una persona capaz de cuidar de sí misma… y de cualquiera que se cruzase en su camino—. Otra cosa —se volvió de nuevo hacia Colin—, ¿todo esto tiene que ver algo con la marcha de tu tía Sylvia?
Colin bufó.
—Bueno, la verdad es que ella dijo que era la gota que colmaba el vaso.
—Se ha marchado al Yukón, ¿verdad?
—Sí. Su hermano, mi tío Robert, tiene una casa allí, en las afueras de Whitehorse. Decía que este lugar empezaba a estar demasiado poblado.
—Tu tío Jason también se ha marchado, ¿no es así?
—Sí. Padre acusó a tía Sylvia de haber comenzado un éxodo y amenazó con encerrarnos a Peter, a Rose y a mí bajo llave hasta que las cosas se hubiesen calmado.
—Bueno, para ser franco, la verdad es que me sorprende que el hombre se quedara tanto tiempo. Todo hombre necesita un hogar propio —el agente de la PPO clavó a Colin el bolígrafo entre las costillas—. ¿Cuándo te mudarás tú?
—Cuando sienta los suficientes impulsos suicidas como para atreverme a comer lo que cocino.
Los dos hombres se echaron a reír y su conversación se convirtió en una discusión general sobre la comida.
Vicky se dio cuenta de que quizá los licántropos no estaban tan aislados como había creído al principio. El que Colin hubiera dejado la granja para conseguir un trabajo había atraído hacia la familia, como mínimo, la atención de la policía. Afortunadamente, la policía solía ocuparse de los suyos. En cuanto a los disparos, sabía que los agentes de la PPO no podrían hacer demasiado. Sólo esperaba que algunas patrullas adicionales en la zona le proporcionaran el tiempo necesario para encontrar al psicópata antes de que alguien más fuera asesinado. Los licántropos sólo tenían que ser conscientes de que durante algún tiempo estarían más expuestos y deberían mostrarse más cautelosos a la hora de transformarse. No le parecía un precio demasiado alto.
—… en todo caso, Donald está bien. El hospital lo ha encomendado al cuidado del doctor Dixon —es un anciano muy persuasivo— y probablemente podrá regresar a su casa mañana mismo. Por lo visto no hay peligro de infección debido a que lo dispararon estando en una forma y luego se transformó. Colin ya está de vuelta pero pensé que debía llamarte y ponerte al corriente. Oh, y Nadine, pasaré esta noche en la ciudad.
—¿Dando explicaciones?
—Eh… sí.
—¿Confías en él?
—Confiaría mi vida a Mike Cellucci.
—Me alegro de saberlo porque le estás confiando las nuestras.
Vicky se volvió a medias y miró a Cellucci, apoyado contra la pared del hospital al otro lado de las cabinas de teléfono. Parecía cansado pero impasible, con todas las barreras profesionales levantadas.
—Estaré bien, no te preocupes. ¿Puedo hablar con Henry?
—Espera —Nadine le tendió el teléfono al vampiro—. Tenías razón —le dijo mientras él lo cogía.
Aquella información no pareció complacerlo especialmente. Si el rostro de Cellucci era imperturbable, el de Henry era de piedra.
—¿Vicky?
—Hola. Pensé que debía decírtelo. Esta noche me quedo en la ciudad. Necesito pasar un tiempo a solas.
—¿A solas?
—Bueno, lejos.
—No puedo decir que me sorprenda. El señor Cellucci y tú tenéis muchas cosas que discutir.
—Dímelo a mí. ¿Puedo pedirte un favor?
—Lo que sea —antes de que ella pudiera decir nada, reconsideró sus palabras y añadió—. Casi lo que sea.
—Quédate esta noche cerca de la casa.
—¿Por qué?
—Porque son las 3:40 de la mañana y amanece alrededor de las 6:00.
—Vicky, llevo mucho tiempo evitando el amanecer. No hace falta que seas condescendiente conmigo.
Muy bien. Es posible que se mereciese aquello.
—Mira, Henry. Es tarde, sólo tienes un brazo sano… uno y medio como mucho. Yo he tenido un día muy duro y todavía no ha acabado. Por favor, sólo te pido que haya una persona menos de la que tenga que preocuparme durante las próximas horas. Sabemos que ese tío podría estar rondando la casa e ignoramos el lugar exacto en el que dispararon a Donald.
—¿No se lo has preguntado?
—No he tenido la oportunidad. Mira —se dejó caer sobre el muro—, sólo asume que la granja está en estado de sitio y actúa en consecuencia, ¿de acuerdo?
—¿Me pides que haga todo esto para estar más tranquila?
Ella aspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud. No tenía derecho a pedirle aquello por una razón como esa.
—Sí.
—Muy bien. Me sentaré tranquilamente en la cocina y aprovecharé para empezar a trabajar en mi próximo libro.
—Gracias. Y asegúrate de que los licántropos no salen de la casa. Aunque para ello tengas que cerrar las puertas a cal y canto —deslizó el pulgar y el índice bajo la montura de sus gafas y se frotó el puente de la nariz—. ¿Cuántas veces voy a tener que decirles que permanezcan alejados de esos campos?
—Un enemigo al que no pueden ver ni oler no es un enemigo muy real para ellos.
Ella dejó escapar un bufido.
—Bueno, la muerte sí que es algo muy real. Te veré mañana por la noche.
—Cuenta con ello. ¿Vicky? ¿Te va a poner las cosas difíciles?
Ella volvió a mirar a Cellucci, que en aquel momento intentaba refrenar un enorme bostezo.
—En eso es un verdadero maestro pero normalmente puedo hacerle entrar en razón si lo golpeo con suficiente fuerza.
Después de colgar apoyó la cabeza sobre el frío plástico del teléfono durante unos pocos segundos. No podía recordar la última vez que había deseado tanto poder dormir.
—Vamos —Cellucci pasó su brazo alrededor del de ella y la condujo hacia el aparcamiento, donde el calor los golpeó como un muro húmedo y casi sólido—. Conozco un motel barato y resultón junto al aeropuerto en el que no les importa la hora a la que uno se presente siempre que pague en metálico.
—¿Cómo demonios encontraste un lugar como ese? —bostezó con tal fuerza que pareció que su cabeza se rompería en dos y el dolor volvió a recorrer su sien con sus botas claveteadas—. Déjalo. Prefiero no saberlo —entró en el coche y apoyó la cabeza contra el asiento—. Sé que te mueres por empezar el interrogatorio. Así que, ¿por qué no empiezo por el principio y te lo cuento con mis propias palabras? —si le hubieran dado un centavo por cada vez que le había dicho eso mismo a un testigo, ahora sería una mujer rica.
Con los ojos cerrados empezó a hablar del encuentro con Peter y Rose en el apartamento de Henry. Terminó, con la irrupción de Donald, mientras llegaban al motel y aparcaban. La única cosa que omitió fue la verdadera naturaleza de Henry. Esa era una historia que no le correspondía contar a ella.
Para su sorpresa, la única respuesta de Cellucci fue:
—Espérame en el coche. Voy a alquilar una habitación.
No tenía la menor intención de moverse más lejos ni más a menudo de lo absolutamente indispensable, de modo que ignoró su tono y esperó. Afortunadamente, las llaves con las que él regresó pertenecían a una habitación del primer piso. A esas alturas, dudaba de su capacidad para subir escaleras.
—¿Por qué estás tan callado? —preguntó al fin mientras se acomodaba suavemente sobre una de las camas dobles—. Esperaba otro de esos estupendos ataques de histeria italiana en cualquier momento.
—Estoy pensando —se sentó en la otra cama, desabrochó su pistolera y la dejó cuidadosamente sobre la mesilla de noche—. Un concepto con el que me consta que no estás demasiado familiarizada.
Sólo que no sabía en qué estaba pensando. Vicky no le estaba contando muchas cosas y el cansancio había distanciado los acontecimientos de la pasada noche hasta hacerle sentir que les habían ocurrido a otras personas. No podía creer que de verdad hubiera sacado su arma. Le resultaba más fácil creer en hombres lobo.
—¿Hombres lobo? —murmuró—. ¿Qué será lo siguiente?
—¿Dormir? —sugirió Vicky con la voz turbia a causa del sueño.
—¿Tiene algo que ver con lo ocurrido la primavera pasada?
—¿El dormir? —algo en todo ello no tenía demasiado sentido pero no podía lograr que su cerebro le dijera el qué.
—No importa —le quitó las gafas de la cara y las dejó junto a su pistola. Luego, rápidamente, la desvistió. Ella le dejó hacerlo. Odiaba dormir vestida y estaba demasiado cansada para hacerlo por sí misma.
—Buenas noches, Vicky.
—Buenas noches, Mike. No te preocupes —tuvo que pugnar con su boca para que pronunciara las últimas palabras—. Todo tendrá sentido por la mañana.
Él se inclinó hacia delante y la cubrió con la sábana.
—No sé por qué, pero lo dudo —le dijo con suavidad, aunque sospechaba que ya no podía oírlo.
Henry se puso en pie y escudriñó las oscuridad de la noche mientras trataba de decidir cómo se sentía. Los celos eran una emoción que los de su raza debían aprender a controlar si querían sobrevivir. ¡Eres mía! podía sonar muy dramático, especialmente cuando se acompañaba con una capa arremolinada y una música ominosa, pero la vida real funcionaba de manera diferente.
El problema, por tanto, tenía que ser Cellucci.
—Ese hombre se toma la vida como si fuera un desafío —murmuró Henry. Para él no había sido en modo alguno una sorpresa que Stuart hubiera atacado al detective; los machos dominantes suelen acabar a golpes. Posiblemente, su presencia tampoco había contribuido a calmar las cosas. Aunque poseía un estatus especial en el seno de la familia, Stuart se sentía en tensión mientras él se encontraba cerca. El instinto demandaba que uno de los dos se sometiera. El macho alpha era responsable de la protección de la manada y sin duda, su frustración por haber tenido que reclamar ayuda lo había desestabilizado todavía más.
Dada la actitud de Cellucci y el estado de ánimo de Stuart, la lucha era poco menos que inevitable. Por otro lado, la intervención de Huracán había sido una completa sorpresa para todos, incluido el propio licántropo. El celo de Nube debía de estar ya muy cerca para que su gemelo se comportase de forma tan irracional.
Lo que volvía a llevarlo, de alguna manera, a Vicky.
Henry sonrió. Si Cellucci fuera un licántropo, habría trazado un círculo de orina a su alrededor para decirle al mundo, ¡Esto es mío! Y entonces Vicky se hubiera levantado y hubiera salido.
—No estoy celoso de él —le dijo a la noche. Pero era consciente, conforme pronunciaba las palabras, de que estaba mintiendo.
—¿Podemos amar? —el proceso ya había comenzado aunque la transformación definitiva estaba todavía por llegar.
Christina se volvió hacia él, los negros ojos velados tras el abanico de ébano de sus pestañas.
—¿Acaso lo dudas? —preguntó. Y se arrojó en sus brazos.
Él había amado media docena de veces en los siglos pasados desde entonces y cada ocasión había resplandecido como un faro en la prolongada oscuridad de su vida.
¿Estaba ocurriéndole de nuevo? No estaba seguro. Sólo sabía que deseaba decirle a Mike Cellucci, «Los días son tuyos pero las noches son mías».
Cellucci estaría tan poco dispuesto a aceptar esa división como la propia Vicky.
—No puedes sentir resentimiento por lo que hacen durante las horas del día —Christina apoyó la cabeza sobre su pecho y acarició suavemente su vello—. Porque si lo haces, te devorara el corazón y retorcerá tu naturaleza y te convertirás en una de esas criaturas de la oscuridad que ellos hacen bien en temer. El miedo es lo que nos mata.
Quizá, cuando los licántropos estuviesen a salvo, le preguntaría:
—¿Me entregarías tus noches?
Quizá.
Quería tocarla, abrazarla… no… quería cogerla y arrojarla al suelo y restablecer su dominio sobre ella. La intensidad de su deseo lo atemorizaba, lo paralizaba. Confundido, se sentó en el borde de la cama y la observó dormir y escuchó el suave sonido de su respiración en contraste con el estruendo de helicóptero de aquel aire acondicionado barato.
Nunca habían tenido una relación exclusiva. Los dos habían tenido otros amantes. Ella había tenido otros amantes.
Mike Cellucci obligó a sus manos a relajarse sobre sus muslos desnudos y aspiró profundamente el aire helado de la habitación. Nada había cambiado entre Vicky y él desde que Henry Fitzroy apareciera en escena.
Inesperadamente, empezó a pensar en los ocho meses transcurridos desde que ella dejara el Cuerpo. Habían tenido una última y amarga pelea y entonces el contacto se había cortado mientras los días se convertían en semanas y el mundo se volvía más y más difícil de soportar. Hasta que ella se había marchado, no se había dado cuenta de lo importante que había llegado a ser en su vida. Y no era el sexo lo que había echado en falta. Eran las conversaciones y discusiones —a pesar de que la mayoría de sus conversaciones acababa convirtiéndose en discusiones— y, sencillamente, el tener a alguien cerca con quien compartir sus chistes. Había perdido a su mejor amiga y apenas había empezado a aprender a vivir sin ella cuando el destino la había arrojado de nuevo en su camino.
Nadie tendría que pasar por aquello una segunda vez.
Pero Henry Fitzroy no se la estaba llevando a ninguna parte.
¿O sí?
—Mira, si piensas que después de lo de anoche voy a volver sin más a Toronto, ya puedes irlo pensando de nuevo. Te llevo de vuelta a la granja. Sube al coche.
Vicky suspiró y se rindió. Reconocía el clásico tono «Hay aquí más de lo que parece a primera vista y voy a averiguarlo te guste o no» de Cellucci y hacía demasiado calor para empezar a discutir. Además, si él no la llevaba, tendría que llamar a alguien de la granja para que viniera a recogerla y eso no le parecía del todo justo.
Él ya sabía lo de los hombres lobo, de modo que, ¿qué daño podía hacer si Henry estaba a salvo, encerrado en su habitación?
—Y —Cellucci encendió el motor y puso el aire acondicionado a máxima potencia—, ¿qué posibilidades hay de que tus amigos vuelvan a saltarme al cuello?
—Eso depende. ¿Qué posibilidades hay de que vuelvas a comportarte como un capullo?
Él frunció el ceño.
—¿Lo hice?
Vicky sacudió la cabeza. Justo cuando empiezas a pensar que no hay nada en él que merezca ser salvado…
—Bueno —dijo en voz alta—. Desafiaste la autoridad de Stuart en su propia casa.
—Estaba molesto. Los hombres lobo son algo nuevo para mí. No era yo mismo.
—Lo eras. Completamente —le corrigió Vicky con una sonrisa—. Pero creo que, en circunstancias normales, Stuart será capaz de soportarlo.
Pararon a desayunar en un hotel de la carretera y Vicky permitió que Cellucci la interrogara sobre el caso mientras comían. Sólo hicieron pasar un mal momento a la camarera cuando, mientras servía los platos, Vicky dijo, «… y volarle la cabeza a esa distancia requiere una habilidad asombrosa». Si Cellucci advirtió que ella omitía toda referencia a la implicación de Henry en el caso, no lo mencionó. Ella no sabía si aquello demostraba tacto o preocupación.
—¿Te has dado cuenta —dijo Cellucci mientras hacía un amasijo con las croquetas de patata y cebolla y el puré que le quedaba en el plato— de que son dos? Uno con una escopeta y otro con un rifle.
Ella sacudió la cabeza y dejó la taza de café vacía sobre la mesa con un poco más de fuerza de la necesaria.
—No lo creo; todas las pruebas apuntan a un solo hombre. Lo sé, lo sé —levantó la mano para acallar sus protestas—. Henry recibió dos disparos —las heridas de Henry habían sido un elemento recurrente durante la conversación—. Pero un solo hombre puede utilizar dos armas y hasta ahora no hemos encontrado prueba alguna que demuestre la presencia de un segundo tirador.
Cellucci bufó.
—No ha habido una mierda de pruebas, punto.
—Pero las huellas, el árbol, el tipo de disparo, toda apunta a una única personalidad obsesiva. Creo que él —alzó las manos mientras Cellucci levantaba las cejas—, o ella, lleva la escopeta consigo por si alguien se acerca demasiado.
—Como, por ejemplo, tu amigo escritor —su tono expresaba a las claras lo que opinaba él sobre Henry y sobre el hecho de que Henry se dedicase a vagar por los bosques haciendo el papel de gran detective.
—Henry Fitzroy sabe cuidarse.
—Oh, eso salta a la vista —se levantó y dejó un billete de veinte sobre la mesa—. Por eso le dispararon. Dos veces. Lo que no deja de asombrarme es que precisamente tú hayas dejado a un aficionado vagar por ahí de noche, considerando el peligro.
—Yo no sabía nada de la escopeta —protestó ella mientras abandonaban la cafetería pero en el momento mismo en que las palabras abandonaban su boca deseó poder llamarlas de vuelta—. Henry es un hombre adulto —musitó mientras entraba en el coche—. Yo no soy quién para dejarle hacer o no hacer nada.
—Eso sí que es una sorpresa.
—No voy a discutir este tema contigo.
—¿Acaso he dicho que quisiera hacerlo? —salió del aparcamiento y se dirigió hacia el norte—. Te has comprometido con una manada de hombres lobo, Vicky. Por el momento, eso hace que lo del crimen organizado parezca algo insignificante.
—Henry no pertenece al crimen organizado.
—Vale. Muy bien. Eso hace que lo que quiera que sea en lo que está metido parezca algo insignificante.
Vicky empujó las gafas hacia arriba y se hundió en el asiento. Eso es lo que tú te crees, pensó. Reconoció la posición de su mandíbula y supo que, aunque la aparición de los licántropos podía distraerlo temporalmente, no dejaría que sus sospechas respecto a Henry se desvanecieran así como así. Estupendo. Henry puede ocuparse de eso. Seguro que, en cuatrocientos cincuenta años, no es la primera vez que le pasa algo semejante. Aunque no tenía la menor intención de dejarse coger por el fuego cruzado, estaba más que dispuesta a estrellar sus mutuas cabezas si era necesario.
—Mira —dijo mientras tomaban la avenida Highbury—. Ya que vas a estar por aquí, también podrías hacer algo útil.
Él frunció el ceño con aire suspicaz.
—¿Cómo qué?
—Girar a la derecha. Vas a hacer una visita a la PPO para mí.
Tenía que reconocerle una cierta perspicacia. Comprendió la razón de la visita al instante.
—Todavía no ha conseguido la lista de armas de fuego registradas, ¿verdad? ¿Por qué demonios no?
—Bueno… —Vicky movió las rejillas del aire acondicionado de un lado a otro una o dos veces—. La PPO y yo tuvimos un pequeño malentendido —odiaba tener que admitir eso, sabiendo que Cellucci lo exageraría enormemente.
—Apuesto a que sí —gruñó. Y, para su sorpresa, lo dejó estar.
Veinte minutos más tarde, al salir de la comisaría, la cosa cambió.
—¿Un pequeño malentendido? —cerró dando un portazo y giró el torso para mirarla—. Vicky, es posible que hayas arruinado la posibilidad de cooperación amistosa entre la policía provincial y las fuerzas locales para siempre. ¿Qué coño le dijiste?
Ella se lo contó.
Cellucci sacudió la cabeza.
—Me sorprende que el sargento de guardia te dejara abandonar el edificio con vida.
—Supongo entonces que no has conseguido la lista.
—Exacto, Sherlock, pero en cambio he conseguido un buen sermón sobre procedimientos policiales correctos.
—¡Maldita sea! Necesitaba esa lista.
—Debiste pensarlo antes de hacer el comentario sobre su madre —Cellucci detuvo el coche a la entrada del aparcamiento—. ¿Qué dirección?
—Izquierda —Vicky esperó hasta que el coche hubo girado y se encontró de nuevo en medio del tráfico antes de añadir—. Quiero que me consigas una lista de miembros de la Asociación de Jóvenes Cristianos.
—No me dirás que también te has enemistado con ellos…
Considerándolo todo, era una suposición legítima.
—No, pero no tengo derecho a pedirles la lista y ellos no tienen razón alguna para entregármela. Sin embargo, tú eres poli —le dio un codazo en los bíceps—. Son buenos chicos, los de la Asociación. Suelen confiar en la policía. Si tú les pides a su hijo primogénito, seguro que te entregan el pequeñajo.
—¿Quieres que mienta por ti?
Vicky le sonrió, enseñando los dientes.
—Siempre estas presumiendo de lo bien que se te da.
Tal como Vicky había sugerido, la buena gente de la Asociación de Jóvenes Cristianos se mostró sumamente cooperativa y Cellucci arrojó sobre sus rodillas la lista de miembros del club de fotografía mientras entraba en el coche.
—¿Algo más? —gruñó. Arrancó el motor.
—Tú eres el que ha decidido quedarse por aquí —señaló ella, al mismo tiempo que revisaba la lista en busca de nombres conocidos. Ninguno le sonaba, de modo que la plegó cuidadosamente y la guardó en su bolso—. Ya es suficiente por esta mañana. Vamos a la granja. Estoy desesperada por cambiarme de ropa —aunque había una estupenda ducha tras la puerta cerrada del cuarto de baño del motel, seguía llevando los mismos pantalones cortos y la misma camisa del día anterior y ambos empezaban a resentirse de tanto uso.
—Empezaba a preguntarme qué era ese olor.
—Pasa de mí, Cellucci. ¿Estás seguro de que podrás salir de la ciudad?
Pudo. Aunque tuvo que empezar desde la comisaría para conseguirlo.
Condujeron en silencio durante un buen rato. Vicky, medio dormida, con la mirada perdida en lo que había más allá de la ventanilla, campos y árboles y campos y árboles y…
De repente, se puso derecha.
—Creo que te has pasado la entrada.
—¿De qué hablas?
—No recuerdo haber visto antes ese colegio en ruinas.
—Sólo porque no lo hayas visto…
—Mira, he pasado por este mismo camino tres veces con esta. Dos de ellas —utilizó las palabras para atajar su siguiente comentario— durante el día, cuando podía ver. Y creo que te has pasado la entrada.
—Es posible que tengas razón —concedió él mientras buscaba entre las granjas circundantes algún hito del paisaje. ¿Damos la vuelta ahora o torcemos hacia el este a la primera oportunidad?
—Bueno, las carreteras rurales suelen estar organizadas en un patrón de rejilla simple. Siempre que nos dirijamos hacia el sur en cuanto podamos iremos bien.
—Torcemos hacia el este, pues.
Vicky se encogió en el asiento y apoyó las rodillas contra el salpicadero. Ambos sabían que tendría más sentido dar la vuelta ahora mismo y buscar el cruce correcto, pero Vicky se sentía a gusto y relajada por primera vez desde hacía días y no creía que algo más de tiempo fuera a suponer alguna diferencia. Comprendía a Mike Cellucci. En su vida había terminado por representar lo natural frente a lo sobrenatural, lo que significaba que estando con él podía bajar la guardia de un modo que nunca le sería posible con Henry o los licántropos. Si daban la vuelta y deshacían el camino sólo conseguirían que aquel interludio terminase mucho antes.
No se atrevió a suponer cuáles eran las razones de Cellucci para seguir adelante.
La carretera lateral por la que se adentraron terminaba al cabo de seis kilómetros delante de una granja. El granjero, sin molestarse en esconder lo divertido que le parecía aquello, les indicó la dirección correcta mientras su perro marcaba una de las ruedas traseras. Habían dejado atrás el cruce que debían tomar en dirección sur, creyendo que era sólo un camino secundario.
—Esto tiene más baches que la avenida Spadina —gruñó Vicky mientras se protegía de los intentos del techo de aplastar su cabeza—. ¿Crees que sería posible ir un poco más despacio?
—Calla y busca el granero rojo.
El granero rojo, o bien se había desplomado o bien había desaparecido; ciertamente no estaba donde el granjero les había dicho. Finalmente decidieron torcer hacia el este en el segundo cruce pero la carretera, al cabo de dos kilómetros, describió una curva suave y se dirigió directamente hacia el sur.
—A este paso vamos a volver a Londres.
Cellucci suspiró.
—¿Es que nadie de por aquí ha oído hablar de las señales de tráfico? Hay un edificio ahí delante. Veamos si esta vez podemos conseguir que nos den unas indicaciones coherentes.
Habían dado la vuelta en la entrada antes de que Vicky reconociera la granja blanca.
—¿Perdida de nuevo, señorita Nelson? —Carl Biehn se aproximó al lado del copiloto mientras se limpiaba el polvo de las manos.
Vicky levantó la mirada hacia él y sonrió.
—Esta vez no, señor Biehn —señaló con el pulgar por encima de su hombro—. Esta vez era él el que conducía.
Carl se inclinó para ver el interior del coche y saludó a Cellucci con un gesto de la cabeza. Este asintió a modo de respuesta y dijo:
—Parece que nos hemos equivocado de entrada.
—Suele pasar en el campo —dijo el anciano mientras se ponía derecho.
A Vicky le pareció cansado. Sus ojos estaban envueltos en sombras púrpura y las líneas que corrían alrededor de las comisuras de sus labios se habían hecho más profundas.
—¿Algún problema con el jardín? —preguntó, sin saber por qué lo había hecho.
—No. Ningún problema —se limpió una mancha de barro seco que tenía pegada sobre la yema del pulgar y se frotó las manos repetidas veces.
—Bueno, bueno, bueno. ¿Perdida de nuevo, señorita Nelson? —las palabras eran idénticas pero el tono bordeaba el insulto—. Creo que debería afrontar el hecho de que algunas personas no están preparadas para la vida en el campo.
Vicky consideró la posibilidad de devolver una sonrisa tan falsa como la que Mark Williams le estaba ofreciendo pero decidió no molestarse. Ese hombre no le gustaba; no le importaba si él lo sabía.
Pasó por delante de su tío y se inclinó sobre el coche, apoyando una mano sobre el borde de la ventanilla abierta.
—Veo que esta mañana ha logrado extraviar a otra persona —su mano izquierda se extendió hacia el interior del coche, por encima de Vicky—. Mark Williams.
—Cellucci. Mike Cellucci.
El apretón duró poco. Vicky se sintió tentada de dar un mordisco al moreno brazo mientras se retiraba. Se contuvo; evidentemente, el tiempo pasado entre los hombres lobo había influido en su manera de pensar. Además, seguro que cogía algo repugnante.
—¿Qué le ha pasado en la cabeza? —parecía preocupado.
—Sufrí un accidente —y no era de su incumbencia.
—No salió malherida, ¿verdad? —Carl miró por encima del hombro de su sobrino, con el ceño fruncido.
—Sólo un golpe —lo tranquilizó. Asintió, satisfecho y lanzó una mirada a Mark que prohibía nuevas preguntas.
—Estábamos tratando de llegar a la granja de los Heerkens —Cellucci lucía su expresión más neutra. Ni amistosa, ni hostil, tal cual. Vicky tenía una parecida. No se molestó en utilizarla.
—No hay problema. Sigan tres o cuatro kilómetros más por esta carretera y cojan la primera a la izquierda. El camino de su casa está a unos dos kilómetros más allá —rio amigablemente. Su aliento penetró en el coche. Olía como a menta—. Y una vez que lleguen allí son otros dos kilómetros.
—No hay nada malo en la privacidad —dijo Cellucci con suavidad.
—Nada en absoluto —le concedió el otro. Se enderezó y abrió las manos. El vello rubio de sus antebrazos brillaba bajo el sol—. Estoy a su entera disposición.
No me cabe la menor duda, pensó Vicky. Y a mí me encantaría poder echar un vistazo a los sucios secretitos que sin duda esconde tu privacidad. Seguro que son dignos de las rebajas de una tienda de saldos…
—¿Señorita Nelson? —Carl había dejado de frotarse las manos pero todavía parecía preocupado—. ¿Piensa usted permanecer mucho tiempo en casa de los Heerkens?
—Espero que no.
—Eso suena casi como una plegaria.
Ella suspiró.
—Puede que lo sea —se quedaría hasta que diera con el bastardo del rifle y si una plegaria la ayudaba a conseguirlo no tenía nada que objetar a ello. Dio un empujoncito a las gafas y se volvió para despedirse con la mano mientras Cellucci daba un giro de tres cuartos al coche en la entrada y volvía a la carretera.
Carl alzó una mano en un saludo reservado pero Mark, que sabía perfectamente que el gesto de despedida no se había dirigido a él, respondió con un exagerado movimiento del brazo.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? —se volvió a medias hacia ella, con las cejas alzadas—. No me estarás pidiendo mi opinión, ¿verdad?
—Cellucci…
Él apretó los labios y volvió la vista a la carretera.
—El viejo está molesto por algo, posiblemente a causa del más joven… es una lástima que uno no pueda elegir a sus familiares. Teniendo en cuenta lo que me has contado durante el desayuno y lo que acabo de observar, mis brillantes poderes de deducción me permiten concluir que te gusta el señor Biehn, el cual admito que debe de ser un tipo decente, pero no te gusta el señor Williams.
Vicky bufó.
—No me dirás que a ti sí…
—No parece tan malo… ¡Eh! No ataques al conductor.
—Entonces no me jodas.
Cellucci sonrió.
—¿Qué pasa? ¿Quieres que confirme tu opinión? Sería la primera vez.
Vicky esperó. Sabía que él no dejaría pasar la oportunidad de decir lo que pensaba.
—Creo —continuó casi al instante— que Mark Williams sería capaz de vender a su madre si creyera que iba a sacar algún beneficio. Te garantizo que está metido en algo. Los tíos como él siempre lo están.
Vicky empujó sus gafas a pesar de que estaban bien firmes en lo más alto de su nariz. Nevaría en el infierno antes de que Mark Williams tuviera la disciplina necesaria para convertirse en la clase de tirador que estaba asesinando a los licántropos.
Carl Biehn se marchó en cuanto el coche hubo dejado la entrada. Siempre había podido encontrar paz en su jardín pero aquella mañana lo había esquivado. Seguía escuchando, una vez tras otra, el aullido de la criatura a la que había herido la pasada noche. No era una criatura de Dios así que su dolor no hubiera debido tener poder para conmoverlo, pero no podía apartar ese grito de sus pensamientos o su corazón.
El Señor lo estaba probando, quería ver si su determinación era fuerte.
El mal no es digno de lástima, debe ser destruido.
—Dos polis —Mark Williams apretó los labios en un gesto pensativo—. Parece que la chica ha traído refuerzos —era una lástima que el accidente de ayer no hubiese resuelto el problema pero, como siempre decía, el que no se arriesga, no gana. Aunque el amigo de la señorita Nelson estuviera aquí para investigar el accidente, había sido muy cuidadoso de no dejar nada en el coche que pudiese incriminarlo.
Por otro lado, con esos dos husmeando por ahí, sería mejor que hiciera algo cuanto antes o, entre la policía y el gatillo fácil de su tío le iban a arruinar su pequeño plan.
—¿Vas a volver a pelearte con mi padre?
—No, a menos que él se pelee conmigo.
Daniel se volvió y miró a Stuart, que se había levantado al ver entrar a Vicky y Cellucci y ahora estaba en pie, detrás de la silla, con un gruñido sordo en la garganta.
—¿Papi?
Stuart lo ignoró. Los dos hombres se miraron a los ojos.
—¿Papi? ¿Puedo morderlo por ti?
Stuart pestañeó y bajó la vista hacia su hijo.
—¿Que si puedes qué?
—¿Puedo morderlo por ti? —Daniel mostró unos pequeños dientes blancos.
—Daniel, uno no va por ahí mordiendo a la gente. No es eso lo que te hemos enseñado.
El joven licántropo entornó los ojos.
—Pero tú ibas a hacerlo.
—Eso es diferente.
—¿Por qué?
—Lo entenderás cuando seas mayor.
—¿Qué entenderé?
—Bueno… —miró con aire impotente a Cellucci, quien extendió los brazos, igualmente incapaz de dar con una respuesta—. Son… cosas de hombres.
Daniel bufó.
—Nunca voy a poder morder a nadie —se quejó. Abrió la puerta de una patada y salió corriendo al patio.
Aunque sabía que una carcajada podía ser la chispa que encendiera el fuego, Vicky no pudo contenerse. Se derrumbó sobre el viejo sillón, con los brazos cruzados sobre el cuerpo y sin aliento.
—Cosas de hombres —logró decir al fin entre jadeos, antes de volver a empezar aún con más fuerza.
Los dos hombres la miraron y luego se miraron, con expresiones idénticas.
—Stuart Heerkens-Wells.
—Mike Cellucci.
—¿Ella viene con usted?
—No la había visto en toda mi vida.
Cuando Vicky regresó al piso de abajo después de cambiarse de ropa, sólo encontró a Nadine en la cocina.
—¿Dónde están todos? —preguntó, mientras se subía las gafas y dejaba el bolso en el suelo.
—Bueno, mis hijas han ido al granero a perseguir ratas y, con suerte, mi hijo está agotándose detrás de ese frisbee…
Vicky miró por la ventana de la cocina y, sorprendida, vio a Cellucci lanzando el frisbee para Sombra.
—¿Qué está él haciendo ahí?
—Creo que te espera.
Vicky suspiró.
—Sabes, cuando estuvimos fuera, en el camino, le di las gracias por su ayuda y le dije que se largara. Me pregunto qué me hizo pensar que escucharía.
—Es un hombre. Creo que esperabas demasiado de él. En cualquier caso, Rose y Peter se están vistiendo para acompañarte a la ciudad y Parche ha ido a vigilar el ganado.
Lo que le recordó a Vicky algo que estaba deseando preguntarle.
—¿Parche? No me parece que ese nombre le pegue.
—Puede que no —asintió Nadine—, pero lo cierto es que era el más joven y el más pequeño de unos trillizos y me imagino que por entonces sí que era un nombre apropiado.
—¿El más pequeño?
Nadine sonrió.
—Sí. Bueno, creció.
Justo entonces, Cellucci entró en la cocina dejando a Sombra en el césped, con la lengua fuera y el frisbee bien a salvo bajo las dos patas.
—Ya estás preparada. Bien. Será mejor que nos vayamos, es casi mediodía. He oído que Henry Fitzroy sigue en la cama —su sonrisa no era despectiva pero le faltaba poco.
—Ha tenido una noche ajetreada.
—¿Y quién no?
Entonces ella cayó en la cuenta.
—¿Que nos vayamos a dónde?
—A la ciudad. Tienes que ver al mecánico, a menos que no te preocupe dejar en manos de Peter un vehículo poco seguro. Además, tiene que haber alguien que sepa quién sería capaz de hacer esos disparos, así que sugiero que vayamos a donde podamos enterarnos. Y alguien tiene que recoger a Donald y traerlo a casa.
—¿Sí? ¿De veras? —cruzó los brazos sobre el pecho—. Y todo eso, ¿qué tiene que ver contigo?
—He decidido quedarme una temporada —se volvió hacia Nadine—. Sin recargos.
Vicky se tragó el ¡Vete a la mierda! que había estado a punto de pronunciar. Comparado con las vidas de los licántropos, su orgullo no valía nada. Por otro lado, a pesar de lo que pudiera pensar, Mike Cellucci no tenía una línea directa con la verdad y no tenía derecho a entrometerse.
—¿Qué pasa? —Peter siguió a su hermana a la cocina y miró alternativamente a Vicky y a Cellucci, con la nariz arrugada. Había algunos aromas extraños en el aire.
—Vicky está decidiendo quién va a ir a la ciudad —le explicó Nadine.
—Rose —dijo Peter rápidamente—. Sigo traumatizado por lo de ayer.
Rose puso los ojos en blanco.
—Tú lo que quieres es sacar la cabeza por la ventanilla.
El muchacho sonrió.
—Eso también.
—Conduzco yo porque vamos a ir en mi coche.
Los gemelos se volvieron al unísono y miraron a Vicky.
Debería decirle que se fuera a casa y esta vez de verdad, aunque tuviera que romper algunos huesos. No necesito su ayuda.
Peter advirtió su indecisión, se aproximó un paso a ella y dijo en voz baja:
—Eh… Vicky. No creo que Henry vaya a aprobar que él se quede por aquí.
Vicky entornó los ojos hasta convertirlos en dos ranuras. ¿Qué demonios tenía Henry que ver con aquello? Recogió el bolso del suelo y se encaminó hacia la puerta.
—¿A qué estás esperando? —le espetó a Cellucci mientras pasaba a su lado—. Creí que ibas a conducir.
Cellucci miró a Peter con aire especulativo y luego la siguió.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Peter mientras los dos gemelos salían corriendo para alcanzarlo—. ¿Por qué ha empezado a reírse tía Nadine?
—¿De verdad no lo sabes?
—No. La verdad es que no.
Rose suspiró y sacudió la cabeza.
—Peter, a veces eres tan crío…
—No lo soy.
—Sí lo eres.
Hubieran continuado con la discusión hasta llegar a Londres si Vicky no hubiera amenazado con ponerles un bozal.