sto es ridículo. Son las 23:30. Lo más probable es que Vicky esté dormida. Cellucci, sentado al volante de su coche, observaba la oscura mole de la casa. O al menos en la cama. Decidió no seguir adelante con ese pensamiento. Las luces de la cocina están encendidas. Al menos podría asegurarme de que esta es la verdadera… ¡Jesús!
La cabeza blanca que se asomaba por la ventanilla del copiloto pertenecía al perro más grande que jamás hubiese visto. Parecía en parte un pastor, en parte un malamute y, si no estaba equivocado, juraría que en parte lobo. No parecía enfadado, solamente curioso. Y sus ojos… Incapaz de decidir si los ojos eran tan extraños como le parecía o el cristal los estaba distorsionando de alguna manera, bajó la ventanilla lo suficiente para permitir que el animal metiera la cabeza mientras mantenía la mano sobre la manivela por si se le ocurría tratar de abalanzarse sobre él.
El perro apenas se introdujo un ápice en la cabina pero su hocico negro y húmedo se arrugó una, dos veces, mientras el fresco aire del interior escapaba a la noche.
Los ojos eran de verdad extraños; no era cosa del cristal. Cellucci no estaba muy seguro de cuáles eran las diferencias pero nunca había visto un perro de ninguna clase cuyos ojos parecieran tan humanos.
De improviso, el animal se revolvió y corrió ladrando en dirección a la casa, su pálida forma parpadeando como un negativo contra la oscuridad de la noche.
Cellucci se dio cuenta de que la decisión acababa de ser tomada por él, así que apagó el motor. Lo habían anunciado. Sería mejor que entrara.
—Vicky. Vamos. Vicky. Levántate.
Vicky trató de ignorar tanto la voz como la mano que la sacudía delicadamente por el hombro pero a pesar de sus esfuerzos su cuerpo la traicionó y comenzó a abandonar el sueño. Finalmente se rindió, musitó una imprecación y buscó a tientas sus gafas. Unos dedos fríos se cerraron alrededor de su muñeca y guiaron su búsqueda. No se molestó en abrir los ojos hasta que las gafas estuvieron en su lugar. No tenía demasiado sentido, dado que igualmente no hubiese podido ver nada.
Bajo la tenue luz que llegaba del pasillo apenas alcanzaba a distinguir el contorno oscuro de la figura de un hombre. No sólo porque era el único adulto de la casa que solía llevar ropa sino porque su temperatura corporal lo delataba.
—Henry, me halagas pero estoy molida. Piérdete.
Casi pudo oír el humor que contenía su réplica:
—La próxima vez podré hacer una parte mayor del trabajo. Pero no te he despertado por eso. Tenemos visita y creo que será mejor que te levantes.
—¿Qué hora es?
—Las 23:33.
Vicky odiaba los relojes digitales. Sólo los caballos de carreras y los abogados defensores necesitaban controlar su vida al segundo.
—Acababa de quedarme dormida. ¿No puede esperar a mañana?
—Creo que no.
—Muy bien —suspiró y sacó las piernas de debajo de las sábanas—. ¿Quién es?
—El detective sargento Mike Cellucci.
—¿Qué has dicho?
—El detect…
—Ya te he oído la primera vez. Cierra la puerta y enciende la luz.
Él hizo lo que se le pedía al tiempo que se protegía los ojos contra el brusco incremento de la luz.
La ropa que había llevado aquella tarde tendría que bastar. Cellucci la había visto con mucho peor aspecto.
—¿Estás seguro?
—Del todo. Nube examinó el coche cuando paró. Dijo que había olido un arma, así que eché un vistazo rápido. Es Mike Cellucci. Teniendo en cuenta cómo nos conocimos, es poco probable que vaya a olvidarme de su cara.
Vicky no recordaba con claridad cómo se habían conocido Henry y Cellucci pero, considerando que en aquel momento estaba exhausta, desangrándose y a punto de ser sacrificada a un demonio, no resultaba demasiado sorprendente.
—¿Qué demonios está él haciendo aquí?
—No lo sé —Henry apoyó al espalda sobre la pared y esperó mientras ella se ponía una camiseta por la cabeza. Entonces continuó—. Pero supuse que querrías estar allí cuando lo averiguáramos.
—¿Estar allí? —después de ponerse las sandalias se levantó y se pasó las manos por el pelo en vez de buscar un cepillo—. No hay dinero suficiente en el mundo para hacer que me pierda sus explicaciones. Y como no haya algo muy importante que yo tenga que saber inmediatamente —y que me aspen si se me ocurre lo que puede ser— tendré que decirle algunas palabras.
Henry deseaba vivir otros cuatrocientos cincuenta años, así que se tragó la respuesta que le había venido a la mente.
—Soy el detective sargento Mike Cellucci, señora. ¿Está Vicky Nelson aquí?
—Sí, está aquí. Henry ha ido a despertarla.
—No hace falta que la molesten —supuso que Henry lo había visto acercándose a la casa y lo había reconocido. Si es así, debe de tener los ojos de un búho. Yo no podía ver un palmo más allá de mis narices. La niebla es muy espesa—. Es muy tarde. Ahora que sé que está aquí, puedo volver mañana.
—De ningún modo —la mujer se hizo a un lado y lo invitó a entrar con un gesto—. Ha conducido desde Toronto, no le importará esperar un poco. Ella bajará ahora mismo.
Si habían ido a despertarla, no tenía elección. La única cosa peor que haber hecho que sacaran a Vicky de la cama sena haberlo hecho y no quedarse para explicarle el porqué. Después de guardar la placa y la identificación en el bolsillo, siguió el gesto de la mujer hasta una silla, sin apartar los ojos del enorme perro blanco que lo observaba desde el otro lado de la habitación. Esto es ridículo. Una noche más no hubiera supuesto ninguna diferencia. Ya ella no le va a sentar demasiado bien que la despierten.
Un perro bermejo apareció en la habitación y se sentó junto al blanco. Parecía todavía menos contento de verlo. También parecía más grande pero, considerando el tamaño del primero, a Cellucci le resultaba difícil de creer. Se agitó un poco en su silla.
—¿Qué… eh, clase de perros son?
—Descienden de una raza poco conocida de cazadores de Europa. No creo que haya oído hablar de ella.
—Me recuerdan un poco a los lebreles irlandeses…
—Algo parecido, sí —ella sacó otra silla de debajo de la mesa, se sentó y lo observó con una mirada de curiosidad absorta.
—Me llamo Nadine Heerkens-Wells. Mi marido y yo administramos esta granja. Vicky trabaja para nosotros en estos momentos. ¿Hay algo que yo debería saber, detective?
—No, señora. Este asunto no tiene que ver con usted —de hecho, Cellucci comenzaba a tener algún problema para explicarse la amistad existente entre el hombre que creía que era Henry Fitzroy y esta mujer. Aunque resultaba bastante llamativa desde un punto de vista físico, con su fina nariz y sus rasgos afilados, casi exóticos, la pobreza de cuanto la rodeaba decía pobre basura blanca. El camisón sin mangas que vestía estaba tan arrugado como si acabase de recogerlo del suelo para ponérselo. Y hay suficientes prendas por todas partes como para vestir a media docena de personas, siempre que no sean demasiado exigentes con el estado de su ropa. Ningún mueble podía tener menos de diez años, había bolas de pelo en todos los rincones y la cocina en su conjunto transmitía una sensación mugrienta que indicaba que el dinero escaseaba en aquella familia.
Naturalmente, podría ser que dedicaran todo su dinero a la compra de comida para perros.
Escuchó unos pasos en las escaleras, se puso en pie y se volvió hacia la puerta que conducía al salón.
—Muy bien, Cellucci. ¿Se puede saber qué pasa? —Vicky se detuvo apenas a un palmo de distancia de su pecho y alzó una mirada colérica hacia su cara—. Será mejor que alguien se esté muriendo… —su tono añadía, o alguien va a morir.
—¿Qué demonios te ha pasado en la cara?
—¿La qué? Oh, eso. He tenido un accidente de coche esta tarde. Supongo que me golpeé contra el salpicadero —los dedos de su mano derecha acariciaron el aire sobre la hinchazón verde y morada—. En el hospital dicen que sólo es una contusión. Tiene mal aspecto pero no es nada grave —entornó la mirada y sus gafas se deslizaron nariz abajo a causa del movimiento—. Tu turno.
Henry, de pie junto a la puerta de la cocina, refrenó una sonrisa. Era evidente que Vicky pensaba que Cellucci tenía derecho a ser informado sobre su accidente; mientras se lo contaba, su actitud desafiante había desaparecido de su voz y su postura. En cuanto hubo acabado, regresó.
Cellucci aspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud.
—¿Podemos hablar en privado?
—¿En privado?
Él miró a Henry por encima del hombro de ella.
—Sí. En privado. Ya sabes, como si quisiera hablar contigo a solas.
Vicky frunció el ceño. Había visto aquella mirada con anterioridad. Por decirlo de una manera diplomática, significaba que Cellucci estaba a punto de realizar un arresto. El porqué se dirigía a Henry…
—Salgamos a tu coche.
—Creí que no podías ver en la oscuridad.
—Ya sé qué aspecto tienes —lo tomó del brazo justo por encima del codo y lo empujó hacia la puerta de la cocina al mismo tiempo que se volvía y decía, a nadie en particular:
—No tardaré mucho.
En cuanto hubieron salido de la casa, Peter se estiró y dijo.
—Me pregunto por qué no habrá querido usar el salón.
Henry sonrió.
—¿Dónde podrías haber escuchado cada palabra que decían?
—Bueno…
—Creo que Vicky sabe perfectamente lo bien que pueden oír los hombres lobo —caminó hasta la ventana y miró al coche de Cellucci, al otro lado de la oscura extensión de césped—. Y, sin duda, sabe lo bien que yo puedo oír.
—¿Y bien?
Los dedos de Cellucci tamborileaban sobre el volante. ¿Por dónde empezar?
—Tiene que ver con tu amigo, el señor Fitzroy.
Vicky dio un bufido.
—No fastidies…
—El caso es que he hecho algunas averiguaciones sobre su pasado…
—¿Que has hecho qué?
Él ignoró la interrupción y continuó:
—… y he encontrado algunas incongruencias que creo que deberías conocer.
—Y me imagino que debías de tener alguna buena razón para abusar de tus privilegios policiales —la tensión de sus mandíbulas se transmitió a su sien, provocando que el dolor se hiciera más agudo y se extendiera a toda su cabeza pero, a pesar de ello, Vicky no dejó de apretar los dientes. Si Cellucci había descubierto el secreto de Henry, tenía que saberlo y no podía arriesgarse a enzarzarse en una discusión. Más tarde.
Cellucci advirtió la rabia sofocada en su voz y pudo ver la tensión de sus labios en el óvalo pálido de su rostro. Ignoraba por qué se estaba conteniendo pero sabía que aquello no duraría demasiado así que sería mejor que utilizara el tiempo que tenía.
—Tus razones, Cellucci.
—¿Te parece que lo que ocurrió la pasada primavera no es razón suficiente?
—No. Si acabas de empezar a investigar ahora, no.
—¿Y qué te hace pensar que acabo de empezar a investigar ahora?
Vicky esbozó una sonrisa oblicua. No parecía amigable.
—Conduces de un tirón desde Toronto. Te presentas en una casa extraña a las once y media de la noche, haces que me despierten y me saquen de la cama, ¿y tengo que creerme que tenías esta información desde hace meses? Acepta un delito menor y quizá te rebaje la condena Cellucci, las pruebas están contra ti.
—Mira —se volvió hacia ella—, tu amigo no es lo que tú crees que es.
—¿Y qué es lo que yo creo que es? —aquello no tenía buena pinta.
—Oh, no lo sé —Cellucci se mesó el cabello con ambas manos—. Coño, sí que lo sé. Te crees que es alguna especie de figura literaria exótica, que puede agasajarte y ofrecerte noches románticas a la luz de la luna…
Vicky sintió que su mandíbula inferior caía.
—… pero hay agujeros en su pasado por los que podría pasar un camión. Todo apunta a una sola respuesta: tiene que estar profundamente implicado con el crimen organizado.
—¿Crimen organizado? —su voz brotó neutra, sin inflexión alguna.
—Es la única explicación para todos los hechos.
Ella balbució. No iba a poder contenerse. No iba a poder contenerse ni un minuto más.
Cellucci se inclinó hacia ella, tratando de leer su expresión. Cuando ella se recuperara de la sorpresa inicial, querría saber lo que había descubierto.
Vicky logró repetir crimen organizado una vez más antes de estallar.
Prorrumpió en carcajadas y Cellucci se pregunto si debía abofetearla. Siempre podía utilizar la histeria como excusa.
Finalmente, Vicky logró contenerse.
—¿Estás dispuesta a escucharme? —le preguntó él con los dientes apretados.
Vicky sacudió la cabeza, extendió la mano y apartó el largo mechón de cabello de su frente.
—Dejando aparte tus razones para hacer esto, no podrías estar más equivocado. Confía en mí, Mike. Henry Fitzroy no está metido en el crimen organizado. De ninguna clase, a ningún nivel.
—Te acuestas con él, ¿verdad?
He aquí sus razones. Eres mía, resonaba como un eco alrededor de aquella pregunta. Desgraciadamente, ella no podía ocuparse de sus arcaicas percepciones en aquel momento; en potencia, aquello era demasiado peligroso para Henry.
—¿Y qué tiene eso que ver con lo otro?
—Podría hacer que no estuvieras dispuesta a creer…
—¡Y una mierda! Estoy perfectamente dispuesta a creer que tú eres un bastardo chovinista y posesivo y eso que me acuesto contigo —no pudo evitar decirlo.
Él no quería alzar la voz pero sus palabras resonaron por todo el coche.
—Vicky, te estoy diciendo que, antes de un momento determinado, no existe ninguna información sobre Henry Fitzroy… ¿qué demonios ha sido eso?
—¿El qué? —Vicky se asomó por la ventanilla pero no pudo distinguir nada en la oscuridad. Se subió las gafas. No sirvió de nada.
—Algo ha pasado corriendo por ahí. Puede que fuera uno de esos enormes perros. Daba la impresión de estar herido.
—¡Mierda! —estaba fuera del coche y corriendo en dirección a la casa antes de que la última y explosiva «a» hubiera escapado de sus labios. La oscuridad era absoluta a excepción del recuadro de luz que era la ventana de la cocina. Es una casa grande. ¿Cómo voy a perderme? Entonces recordó a Henry, la primera noche, advirtiéndola sobre la curva que describía la vereda. Demasiado tarde. Trastabilló, cayó al suelo y sus manos se hundieron en la tierra suelta del jardín.
—Vamos —Cellucci la ayudó a ponerse en pie y la sujetó del brazo con fuerza—. Si es tan importante, yo seré tus ojos.
Entraron a trompicones en la cocina, juntos, justo a tiempo para ver que una enorme forma rojiza se derrumbaba sobre el suelo. El pelo de sus cuartos delanteros estaba teñido de un tono diferente de rojo.
—Demasiado grande para ser Huracán —jadeó Vicky mientras se liberaba de un tirón del abrazo de Cellucci—. Tiene que ser…
Y entonces sus palabras se perdieron mientras los contornos se disolvían y comenzaba a manar la sangre de la herida en las costillas de Donald.
Vicky y Nadine se arrodillaron casi al mismo tiempo junto al licántropo herido. Nadine, que había sacado un botiquín de debajo del fregadero de la cocina, comenzó a juntar con mano experta los bordes desgarrados de la herida y a colocarlos en su lugar.
—Nosotros mismos solemos ocuparnos de la mayor parte de las emergencias —dijo, en respuesta a la silenciosa pregunta de Vicky.
Considerándolo todo, tenía sentido. La presencia del doctor Dixon tenía poco peso frente a una historia entera sin médicos.
—No parece una herida de escopeta —anudaron juntas la venda alrededor del cuello de Donald—. Parece una piedra que hubiera salido despedida de rebote.
Nadine bufó.
—Reconfortante.
—Pensé —gruñó Vicky, sosteniendo a Donald mientras Nadine continuaba vendándolo— que habíamos quedado en que permaneceríais lejos de esos campos.
—No es fácil sobreponerse a un imperativo territorial.
—Tampoco es fácil sobreponerse a un balazo del calibre .30.
—¿De qué coño estáis hablando? —Cellucci avanzó un paso—. ¿Qué coño está pasando aquí?
—Luego, Mike. Me parece que va a necesitar un hospital.
—Creo que tienes razón. ¡Nube!
Para asombro de Cellucci el enorme perro blanco entró galopando en la habitación.
—¿Y qué va a hacer? ¿Llamar al 091?
—Exacto —le espetó Vicky, mientras se subía las gafas con el dorso ensangrentado de la mano.
Henry cruzó la cocina. Alguien iba a tener que ocuparse de Mike Cellucci y, por mucho que deseara que fuera cualquier otro, parecía que esa tarea le correspondía a él. No hace falta que se preocupe, detective Cellucci. Se trata sólo de hombres lobo. La coerción sería mucho más segura que cualquier explicación; sacarlo de allí y retorcer su mente hasta que no supiera exactamente lo que había visto.
Desgraciadamente, para cuando Henry hubo recorrido los cuatro metros que lo separaban de Cellucci, la situación había vuelto a cambiar.
Stuart, que había visto el coche de un extraño aparcado al final del camino, había cogido un par de pantalones cortos del granero y se había transformado. Una voz y dos manos podían a veces suponer una diferencia en un enfrentamiento no planeado pero ahora se arrepentía de haber abandonado la forma que tenía colmillos y garras. Un miembro de su manada estaba en el suelo y el olor de la sangre le hizo enseñar los dientes.
—¿Qué ocurre? —gruñó.
—Donald ha sido herido. Vicky piensa que fue una piedra rebotada —Nadine escupió las palabras sin levantar la mirada.
—¿Cambió?
—Mientras entraba.
Stuart se volvió hacia el extraño con todo el pelo erizado y las orejas apretadas contra el cráneo.
—¿Y este lo ha visto?
—Sí, este lo ha visto —la mandíbula de Cellucci sobresalía en un ángulo amenazante—. Y quiero una explicación de lo que he visto y la quiero ahora mismo.
—Cuidado, detective —Henry podía ver que Stuart estaba a punto de estallar y afrontaba la agresión de Cellucci del mismo modo que haría con el desafío de un macho dominante de su propia raza.
—¡No te metas en esto, Fitzroy! —apretando los puños, Cellucci miró a los ojos del hombre que se encontraba junto a la puerta. Ya había soportado demasiado. Los perros no se convierten en seres humanos—. Quiero respuestas ahora.
El gruñido era una advertencia y una parte antigua y profunda del cerebro de Cellucci lo reconoció como tal. No le hizo caso.
—¿Y bien? Estoy esperando —no tuvo que esperar demasiado. Su tambaleante visión del mundo terminó de desplomarse mientras unos pulgares se introducían por debajo de unos pantalones cortos, estos caían al suelo y una enorme bestia negra, toda dientes enfurecidos, se abalanzaba en busca de su garganta. Entonces algo lo apartó de un empujón y Henry y la bestia cayeron al suelo.
Henry había cargado con el hombro sano y logró derribar la forma animal de Stuart. Sin embargo, contando sólo con un brazo, no podría mantenerlo en el suelo sin herirlo. Al menos su rabia ha cambiado de objetivo…
Cellucci sabía que ningún hombre podía moverse tan rápido como Henry Fitzroy lo estaba haciendo. La bestia se abalanzaba sobre él y Fitzroy estaba en otro lugar. Al instante. O al menos tan deprisa que no suponía diferencia alguna. Una vez. Y otra. Y otra. Apenas con un latido de diferencia. Y mientras tanto, con cada ataque crecía en salvaje crescendo el gruñido de la bestia enfurecida.
Una danza mortal, advirtió Henry mientras unas mandíbulas se cerraban en el aire, a poca distancia de su cadera. Sabía que incluso con un brazo herido, podía forzar al licántropo a someterse. Era más rápido y más fuerte. ¿Y luego qué? ¿Derrotar al macho dominante y hacerse con el control de la manada? No gracias, pensó mientras interpretaban un nuevo movimiento. Pero al mismo tiempo, sentía que su cuerpo comenzaba a responder a los olores y los sonidos y se preguntaba durante cuánto tiempo sería capaz de mantener el control. Tiene que haber un modo de acabar con esta situación…
Repentinamente, dejó de ser su problema.
Puesto que Donald seguía tendido en el suelo, el licántropo rojizo que estaba atacando tenía que ser Huracán. Henry se apartó rápidamente mientras las dos criaturas rodaban gruñendo y lanzando dentelladas, se separaban de un salto, daban una vuelta el uno alrededor del otro y volvían a la carga.
¡Ya basta! Cellucci se apoyó sobre una rodilla y sacó la pistola que escondía en el tobillo. No estaba pensando con claridad. No sabía a quién iba a disparar en realidad —¡Estamos en la cocina de alguien, por el amor de Dios!— pero estaba más seguro sintiendo el peso del arma en la mano.
Entonces Huracán dio un aullido y cayó sobre el lomo, con las cuatro patas en el aire y media oreja arrancada. Unos colmillos blancos y alargados se cerraron sobre su garganta.
Cellucci levantó su arma.
Un aullido agudo y penetrante se alzó por encima del caos que reinaba en la habitación y todos se detuvieron, helados, como si hubieran estado jugando a un loco juego de las estatuas. Entonces, casi al unísono, se volvieron. Sombra estaba sentado a la entrada del pasillo, con el hocico apuntando al cielo y su garganta vibraba mientras un aullido de congoja recorría arriba y abajo toda la escala. Se prolongó durante casi un minuto, repicó contra las paredes, reverberó a través de huesos y sangre, imposible de ignorar y entonces se disolvió en una serie de llantos quejumbrosos.
Nadine fue la primera en responder. Dejando a Donald al cuidado de Vicky, atravesó corriendo la habitación y tomó a Sombra en brazos. Él se apretó contra ella y trató de esconder la cabeza bajo su pecho. Ella se la levantó y lo miró ansiosamente a los ojos.
—¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué es lo que te pasa?
Animado a hablar y, por consiguiente, a transformarse, Daniel se asomó por encima del hombro de su madre y gimió.
—¡Ese hombre iba a disparar a papá!
Todas las cabezas se volvieron entonces hacia donde apuntaba el dedo extendido de Daniel… todas salvo la de Huracán que, inmovilizado por una de las enormes patas de su tío, se lamía vigorosamente la oreja desagarrada.
Vicky se sentó sobre las rodillas, con una mano suavemente apoyada sobre el grueso vendaje que envolvía el pecho de Donald para comprobar con las yemas de los dedos el subir y bajar de su laboriosa respiración.
—Por el amor de Dios, Cellucci, guarda ese sustituto de falo.
Unas carcajadas desde el otro lado de la puerta exterior fueron la única e inesperada respuesta. Colin y Barry hacían su entrada en la cocina y el primero de ellos estaba diciendo.
—Te dije que nos perderíamos el espectáculo si parábamos a poner gasolina.
—Estoy segura de que vi algo como esto en una película de los hermanos Marx —murmuró Vicky. Sus palabras no iban dirigidas a nadie concreto. Alzó la voz—. Señores, ¿qué les parece si nos tranquilizamos un poco antes de que llegue la ambulancia?
Colin recorrió la cocina con la mirada. Su nariz se agitaba a medida que percibía los diferentes olores y la sonrisa se desvaneció de su rostro al ver el cuerpo tendido sobre el suelo.
—¡Papá! —cayó de rodillas y apartó a Vicky—. ¿Qué le ha ocurrido a mi padre?
—Una piedra rebotada. El tirador falló.
—¿Está…?
—Tiene al menos una costilla fracturada y algún músculo desagarrado. Ignoro si hay lesiones internas.
—¿Por qué está aquí tirado sin más? ¡Hay que llevarlo a un hospital! —introdujo ambos brazos bajo los hombros de su padre.
Vicky los apartó con suavidad.
—Calma, una ambulancia viene hacia aquí.
—Si te disparan estando en forma humana, tendremos que informar de ello —añadió Barry mientras le ponía una mano sobre el hombro.
—Él no lo estaba —le dijo Vicky mientras se ponía en pie—. Se transformó al llegar a la casa. Tú debes de ser Barry Wu.
—Sí, señorita.
—Quiero hablar contigo.
—Sí, señorita. Más tarde. Eh… si se transformó al llegar a la casa, entonces… —su mirada se posó sobre Cellucci y volvió a ella.
Vicky suspiró.
—Sí, lo vio —se volvió hacia Cellucci mientras se limpiaba la sangre de los dedos en los pantalones cortos.
—Por favor, Mike, guarda esa pistola.
Respirando pesadamente, Cellucci miró la pistola como si nunca la hubiera visto en su vida.
—Guárdala, Mike.
Él levantó la mirada hacia ella y sus cejas se arrugaron para formar una profunda «v».
—Esto es una locura —dijo.
—Hay una explicación perfectamente sencilla —le dijo al mismo tiempo que se le aproximaba. Saltaría sobre él si tenía que hacerlo. Con suerte, él vacilaría antes de dispararla y podría desarmarlo.
—Muy bien —se apartó el pelo de la frente—. Oigámosla.
Vicky se volvió hacia Nadine, quien se encogió de hombros.
—Adelante —dijo—. Si cree que podrá comprenderlo.
Vicky pensó que no tenía demasiadas alternativas, al menos hasta que la pistola no hubiese vuelto a donde debía estar.
—¿Y esa explicación tan sencilla? —le espetó Cellucci.
Ella enderezó los hombros, lo miró directamente a los ojos y, de forma tan prosaica como le fue posible, dijo:
—Hombres lobo.
—Hombres lobo —repitió él sin apenas entonación. Entonces, se inclinó y guardó el .38 en la cartuchera, volvió a colocar la pernera del pantalón en su lugar y se enderezó. Miró a Sombra, que se frotaba contra el pelaje de su padre, a Huracán y Nube, que estaban haciendo más o menos lo mismo y, por fin, a Henry.
—¿También tú?
Henry sacudió la cabeza.
—No.
Cellucci asintió.
—Bien —aspiró profundamente y entonces comenzó a proferir toda clase de insultos en italiano. Siguió haciéndolo durante casi tres minutos y logró sacar a la luz frases y palabras que no había utilizado desde la infancia. La mayoría de ellas iban dirigidas a Vicky, que mientras tanto aguardaba pacientemente a que se agotara.
Henry, que hablaba fluidamente un italiano algo arcaico, advirtió, moderadamente impresionado, que se limitaba a repetirse para añadir nuevos adjetivos a sus procacidades.
Su vocabulario se agoto justo cuando las luces de la ambulancia aparecían al principio del camino.
En el mismo momento en que aparecieron, Nadine tomó el mando.
—¡Nube! Llévate a Sombra al piso de arriba y asegúrate de que él y a las gemelas permanecen allí. Huracán, quédate en esa forma. Tu oreja sigue sangrando. Parche, ponte algo de ropa.
¿Parche?, repitió Vicky en silencio mientras Stuart recogía algo de ropa. ¿El nombre animal de Stuart es Parche?
—Colin —continuó Nadine, al tiempo que cerraba la puerta del pasillo detrás de Sombra y Nube—, ve con ellos a la ciudad por si necesita sangre. Vicky, ¿te importaría ir en la ambulancia? Si despierta…
—No hay problema.
Había dado órdenes a los demás pero a Vicky se lo había pedido. Henry advirtió la distinción, levemente divertido.
Mientras los paramédicos sacaban a Donald en la camilla, Cellucci agarró a Vicky por el brazo y se la llevó a un lado.
—Voy detrás de ti. Tenemos que hablar.
—Estoy impaciente por hacerlo.
—Bien —mostró los dientes en una parodia de sonrisa. Nadie en aquella habitación, vampiro o licántropo, podría haberlo hecho mejor.