a luna, en cuarto creciente, pendía a baja altura en el cielo de la noche, convirtiendo aquellos vulgares y apacibles campos de cultivo en un paisaje misterioso de sombras y luz plateada. Cada brizna de hierba, dorada por dos meses de calor estival, proyectaba detrás de sí una réplica alargada y negra. Los matorrales alineados al pie de la cerca, verdaderas autopistas para quienes no se atrevían a salir a campo abierto, se agitaron un instante y volvieron a sumirse en el silencio mientras alguna criatura nocturna seguía adelante con sus menesteres.
Un rebaño numeroso se había aposentado en una esquina del prado para pasar la noche. La luz de la luna tornaba a las ovejas, esquiladas hacía poco, del blanco color de la nieve. De no ser por el movimiento rítmico de muchas quijadas, del agitar ocasional de una oreja o de la sacudida nerviosa de algún cordero incapaz de permanecer inmóvil en medio del sueño, se las hubiera podido tomar por un afloramiento de roca pálida. Un afloramiento que cobraba vida de pronto mientras, al unísono, varias cabezas se alzaban y giraban sus aristocráticos morros en dirección a la brisa.
Sin duda estaban familiarizadas con la criatura que estaba saltando sobre la cerca y se introducía en el prado, porque a pesar de que permanecían alerta, observaban su aproximación con más curiosidad que alarma.
La enorme bestia negra se detuvo un instante para marcar un poste de la cerca y entonces trotó algunos pasos hacia el interior del campo, se sentó y observó a las ovejas con aire de propietario. Había algo en su figura y en la forma de su cabeza que decía lobo, del mismo modo que su color, su tamaño, la anchura de sus cuartos delanteros y la reacción del rebaño decían perro.
Convencido de que todo estaba en orden, comenzó a alejarse a grandes zancadas a lo largo de la línea del cercado, ondeando en alto la cola como si fuera un estandarte. Con cada movimiento, la luz de la luna le arrancaba destellos plateados a su espeso pelaje. Después de ganar velocidad, saltó un cardo, más por el mero placer de saltar que porque la planta se encontrara en su camino, y cortó en diagonal hacia el otro extremo del cercado.
Sin otro aviso que un sonido apagado y distante, la cabeza negra y reluciente estalló en un chaparrón de sangre y huesos. El cuerpo, alzado en vilo por el impacto, cayó al suelo, se agitó espasmódicamente unos instantes y luego permaneció inmóvil.
Al inesperado olor de la sangre, el rebaño estalló en balidos de terror, huyó presa del pánico hacia el otro extremo del campo y se agolpó, formando una ruidosa masa, contra la cerca. Afortunadamente, la dirección que había tomado lo había llevado en dirección contraria a la del viento. Pasaron unos segundos y, como nada nuevo ocurriera, las ovejas comenzaron a calmarse y algunas de las más viejas se apartaron junto a sus corderos y comenzaron a tenderse de nuevo.
Es poco probable que los tres animales que saltaron la cerca al cabo de unos instantes advirtieran siquiera la presencia del rebaño. Mientras se dirigían a toda prisa hacia el cuerpo caído, sus enormes patas apenas parecían tocar el suelo. Uno de ellos, el rojizo pelaje erizado, comenzó a seguir el rastro del animal asesinado pero el gruñido del más grande lo hizo regresar al punto.
Tres hocicos se alzaron y el aullido que los acompañaba hizo que el pánico volviera a cundir en el rebaño. Mientras el sonido crecía y se desvanecía, su primaria cadencia borró cualquier parecido que las tres bestias pudieran tener con perros.
Vicky odiaba agosto. Era el mes en el que Toronto demostraba la clase de ciudad inmensa en la que había llegado a convertirse, en el que el calor y la humedad se sumaban al humo del tráfico y el aire en el cartón de cemento y cristal que era Yonge y Bloor adoptaba un tono entre amarillento y marrón que se pegaba al fondo de la garganta y dejaba allí un sabor amargo; era el mes en el que todos los locos de la ciudad decidían dar rienda suelta a sus locuras y los ánimos de todo el mundo se exaltaban. Los policías, ataviados con sus pantalones azul marino y sus gorras y sus pesadas botas, odiaban agosto por razones personales y profesionales. Vicky no había tardado mucho en dejar atrás su etapa de agente de uniforme y había abandonado el Cuerpo hacía ya un año, pero seguía odiando los agostos. De hecho, dado que lo asociaba con la pérdida de un trabajo que le encantaba, este mes, odioso por sí mismo, estaba ahora condenado en su ánimo más allá de toda posibilidad de redención.
Mientras abría la puerta de su apartamento, trató de ignorar su olor corporal. Había pasado el día entero, y con este hacían ya tres, trabajando en la sección de pedidos de una planta productora de café en Railside Drive. Durante el último mes, la empresa había sufrido una serie de averías en sus equipos y finalmente, los propietarios habían comenzado a sospechar que estaba saboteando las instalaciones. Desesperados —una pequeña compañía como aquella no podía permitirse demoras si pretendía competir con las multinacionales—, habían decidido contratar a Vicky para que descubriera lo que estaba ocurriendo.
—Y Vicky Nelson, investigadora privada, vuelve a salir triunfante —cerró la puerta detrás de sí y se quitó con gusto la empapada camiseta. Había descubierto desde el primer día la identidad del tipo que estaba saboteando la maquinaria pero, a pesar de saberlo, le había costado otros dos días averiguar cómo lo estaba haciendo y reunir las pruebas suficientes para que pudieran formularse cargos en su contra. Al día siguiente volvería al lugar, dejaría su informe sobre la mesa del señor Glassman y lo abandonaría para siempre.
Para esta noche no deseaba otra cosa que una ducha, algo para comer que no oliera a café y unas horas insípidas y apacibles en compañía de algunas series de televisión.
Envió de una patada la camiseta a un rincón al tiempo que se quitaba los pantalones. Lo único positivo de la experiencia era que, oliendo como olía, había conseguido un asiento en el metro de vuelta a casa y nadie se había acercado a ella.
El agua caliente había empezado a arrancarle del cuerpo el hedor y la tensión cuando sonó el teléfono. Y volvió a sonar. Trató de ignorarlo, de dejar que la ducha ahogara el sonido, pero fue en vano. Siempre había sido una compulsión para ella. Tenía que contestar el teléfono. Mascullando entre dientes, cerró el grifo, se envolvió rápidamente en toallas y se dirigió hacia el aparato.
—Oh, vaya, cariño. Estás ahí. ¿Por qué has tardado tanto?
—Es un apartamento muy pequeño, mamá. —Vicky suspiró. Debía haberlo sabido—. ¿No se te ha ocurrido al séptimo tono que no iba a contestar?
—Por supuesto que no. Sabía que estabas en casa. Si no, habrías conectado el contestador automático.
Nunca conectaba el contestador cuando se encontraba en casa. Lo consideraba una grosería. Quizá tendría que reconsiderarlo. La toalla se desató, comenzó a deslizarse hacia abajo y se apresuró a cogerla. Un segundo piso no estaba lo suficientemente alto como para andar desnuda.
—Estaba en el baño, mamá.
—Bien, entonces no he interrumpido nada importante. Quería llamarte antes de salir del trabajo…
Para que el Departamento de Biología pague la llamada, añadió Vicky para sus adentros. Su madre llevaba más tiempo trabajando en la Universidad Queens de Kingston que la mayoría de los profesores titulares y jamás dejaba pasar la oportunidad de aprovecharse de las pequeñas ventajas que le ofrecía.
—… para saber cuándo ibas a tomarte las vacaciones este año. Pensé que tal vez pudiéramos pasar algún tiempo juntas.
Bien. Vicky quería a su madre pero, normalmente, después de pasar más de tres días en su compañía se sentía preparada para cometer un matricidio.
—Ya no cojo vacaciones mamá. Ahora trabajo por mi cuenta y tengo que amoldarme a los trabajos que me salen. Y, aparte, ya estuviste aquí en abril.
—Estabas en el hospital, Vicky. No fue lo que se dice una visita social.
Las dos cicatrices verticales de su muñeca derecha casi habían desaparecido y ahora sólo eran delgadas líneas rojizas contra la pálida piel. Parecían ser las consecuencias de un intento de suicidio y a Vicky le había hecho falta gran habilidad para no contarle a su madre cómo se las había hecho. No le hubiera gustado saber que un pirata informático sociópata había ofrecido a su hija en sacrificio a un demonio.
—En cuanto tenga una semana libre iré a visitarte. Te lo prometo. Ahora tengo que dejarte. Estoy empapando la alfombra.
—Tráete a ese tal Henry Fitzroy. Me gustaría conocerlo.
Vicky sonrió. Henry Fitzroy y su madre. Sólo por eso, un fin de semana en Kingston podría valer la pena.
—No sé, mamá.
—¿Por qué no? ¿Qué le pasa? ¿Por qué me evitaba en el hospital?
—No te evitaba en el hospital, mamá, y no le pasa nada. —Vale, murió en 1536, pero eso no le ha cambiado—. Es escritor. Es un poco… raro.
—¿Más raro que Mike Cellucci?
—¡Madre!
Casi pudo oír cómo se alzaban las cejas de su madre.
—Cariño, es posible que no lo recuerdes, pero en su momento saliste con un buen número de chicos raros.
—Ya no salgo con chicos, mamá. Tengo casi treinta y dos años.
—Ya sabes a qué me refiero. ¿Te acuerdas de aquel chico del instituto? No recuerdo su nombre, pero tenía un verdadero harén…
—Ya te llamaré, mamá.
—No tardes.
—No tardaré —concedió Vicky, al tiempo que volvía a coger y subir la toalla—. Un buen número de chicos raros… —dejó escapar un bufido y se encaminó de vuelta al baño. Es cierto, posiblemente uno o dos de ellos eran un poco raros pero casi podía asegurar que ninguno era un vampiro.
Volvió a abrir el grifo y sonrió imaginando la escena. Mamá, me gustaría presentarte a Henry Fitzroy. Bebe sangre. Su sonrisa se ensanchó mientras se colocaba bajo el chorro de agua. Su madre, infinitamente práctica, preguntaría probablemente de qué tipo. Hacía falta mucho para perturbar su visión del mudo.
Acababa de servirse un par de huevos revueltos en un plato cuando el teléfono volvió a sonar.
—Se diría —musitó mientras tomaba un tenedor y atravesaba el salón— que el maldito aparato nunca suena cuando no estoy haciendo nada. —Todavía faltaba un par de horas para la puesta de sol. No podía ser Henry.
—¿Vicky? Cellucci —con tantos Michaels como había en el Cuerpo de Policía Metropolitana de Toronto, la mayoría de ellos había adoptado el hábito de referirse a sí mismo por su apellido, un hábito que se había transmitido a los momentos en los que no se encontraban de servicio—. ¿Te acuerdas del nombre del supuesto cómplice de Quest, el que nunca fue acusado?
—Buenas tardes, Mike. Me alegro de oírte. Estoy bien, gracias por preguntar —tomó un bocado de huevos revueltos y esperó la explosión.
—Déjate de chorradas, Vicky. Tenía un nombre de mujer… Marión, Marilyn…
—Margot, Alan Margot. ¿Por qué?
Por encima del sonido del tráfico, ella pudo escuchar la sonrisa de satisfacción que había en su voz.
—Es información clasificada.
—Escúchame, hijo de perra, cuando decidas aprovecharte de mi cerebro porque eres demasiado vago para mirar los archivos por ti mismo, no me salgas con esa idiotez de «es información clasificada». No, si pretendes vivir lo suficiente para cobrar tu pensión.
Él suspiró.
—Haz algo con ese cerebro que me estás acusando de utilizar.
—¿Habéis sacado otro cuerpo del lago?
—Hace apenas unos minutos.
De modo que él se encontraba todavía en el escenario del crimen. Eso explicaba los ruidos de fondo.
—¿El mismo patrón de contusiones?
—Por lo que he podido ver, sí. El forense acaba de llevarse el cuerpo.
—Coge a ese bastardo.
—Ese —dijo él— es precisamente el plan.
Vicky colgó y se recostó sobre su sillón de cuero, con el plato de huevos en precario equilibrio sobre el brazo. Dos años atrás, el caso había sido suyo. Como suya había sido la responsabilidad de encontrar al degenerado que había dado una paliza de muerte a una chica de quince años y había arrojado su cuerpo inconsciente al lago. Después de seis semanas de trabajo, habían logrado dar con un hombre llamado Quest, lo habían arrestado, habían presentado cargos contra él y lo habían encerrado. Sin embargo, Vicky estaba segura de que otro hombre estaba implicado en el crimen, pero Quest no habló y no pudieron presentar cargos.
Esta vez…
Se quitó las gafas. Esta vez, Cellucci lo cogería mientras Vicky Nelson, antigua estrella de la Policía Metropolitana, esperaba sentada como una inútil. La habitación que tenía delante se disolvió en una masa indistinta de colores borrosos y contornos imprecisos y volvió a ponerse las gafas.
—¡Mierda!
Respirando profundamente, se obligó a calmarse. Al fin y al cabo, lo que importaba era que cogieran a Margot, no quién se colgaba la medalla. Recogió el mando a distancia y encendió la televisión. Los Jays estaban en Milwaukee.
—Los chicos del verano —suspiró y dedicó toda su atención a los huevos revueltos, mientras se sumía en los hipnóticos acentos de los locutores que presentaban el programa previo al partido. Como la mayoría de los canadienses de una cierta edad, Vicky era ante todo una fan del hockey, pero era casi imposible vivir en Toronto sin que el béisbol se hiciese un sitio en tu afecto.
Estaban llegando al final de la séptima entrada. El marcador señalaba tres a cinco, los Jays perdían por dos carreras. Dos jugadores habían sido eliminados y tenían a otro en segunda base. Mookie Wilson al bate. Aquella temporada, Wilson estaba puntuando por encima de trescientos contra diestros y Vicky podía ver que el lanzador de los Brewers estaba sudando. En aquel preciso instante, sonó el teléfono.
—Hay que fastidiarse —extendió el brazo y colocó el teléfono sobre su regazo. El sol se había puesto a las ocho cuarenta y uno. Eran las nueve y… eh… cinco. Tenía que ser Henry.
Bola uno.
—¿Sí? ¿Qué?
—¿Vicky? Soy Henry. ¿Estás bien?
Strike uno.
—Sí, perfectamente. Es sólo que no llamas en buen momento.
—Lo siento, pero unos amigos míos necesitan tu ayuda.
—¿Mi ayuda?
—Bueno, necesitan la ayuda de un investigador privado y tú eres el único que conozco.
Strike dos.
—¿Necesitan ayuda ahora mismo? —al partido sólo le quedaban dos entradas. ¿Cuán desesperados podían estar?
—Vicky, es importante —y, a juzgar por su tono de voz, ella estaba segura de que lo era.
Suspiró mientras Wilson salía del campo poniendo fin a la entrada y apagó la televisión.
—Bueno, si es tan importante…
—Lo es.
—… estaré allí enseguida —cuando el receptor se encontraba a medio camino del aparato, tuvo una ocurrencia repentina y volvió a llevarlo a sus labios—. ¿Henry?
Todavía estaba al aparato.
—¿Sí?
—Esos amigos tuyos, ¿no serán vampiros, verdad?
—No —a pesar de su preocupación, su voz pareció divertida por un momento—. No son vampiros.
Greg saludó a la mujer con un asentimiento distante mientras le franqueaba la entrada de seguridad y la dejaba pasar al vestíbulo. Se llamaba Vicky Nelson y había pasado por allí varias veces a lo largo de aquel verano, mientras él estaba de guardia. Aunque parecía la clase de persona que, en otras circunstancias, le hubiera gustado, no podía ignorar la impresión que le había causado cuando se conocieran, la pasada primavera. Y el hecho de que la observación hubiera confirmado que el abrir la puerta medio desnuda no era propio de ella no había ayudado, pues demostraba, o eso creía él, que aquella noche ella estaba escondiendo algo.
Pero ¿el qué?
Durante los dos últimos meses, sus sospechas de que Henry Fitzroy era en realidad un vampiro habían comenzado a desvanecerse. Le gustaba el señor Fitzroy, lo respetaba y estaba casi seguro de que todas sus rarezas podían atribuirse al hecho de que era escritor, no una criatura de la noche. Sin embargo, una última duda se negaba a abandonarlo.
¿Qué había tratado de esconder la joven aquella noche? ¿Y por qué?
De vez en cuando, sólo para tratar de calmar sus sospechas, Greg consideraba la posibilidad de preguntárselo directamente, pero había algo, un cierto aire resuelto en la expresión de la mujer, que se lo había impedido siempre. Así que seguía haciéndose preguntas. Y mantenía los ojos muy abiertos. Por si acaso.
Vicky experimentó una sensación de alivio cuando las puertas del ascensor se cerraron detrás de ella. La mirada de aquel guardia de seguridad la hacía siempre sentirse… vaya, sucia. Y, sin embargo, es culpa mía. Fui yo quien le abrió la puerta medio desnuda. En aquel momento fue la única solución que se le ocurrió y, dado que había funcionado, al distraer al viejo de sus intenciones de atravesar el corazón de Henry con un palo de croquet, lo cierto es que no tenía por qué quejarse de las consecuencias.
Apretó el botón del piso decimocuarto y se colocó con cuidado la camisa por dentro de los pantalones cortos. La pequeña «aventura» de la pasada primavera le había hecho perder algunos kilos y hasta el momento había logrado impedir que volvieran. Era demasiado musculosa para que se la pudiera considerar esbelta —un deseo secreto que no había confesado a nadie—, pero le gustaba tener un talle un poco más pronunciado. Entornando los ojos bajo la luz de los fluorescentes, examinó su figura en la pared de acero inoxidable del ascensor.
No está mal para una tía vieja como yo, decidió, mientras subía las odiadas gafas por su nariz. Se preguntó por un breve instante si hubiera debido vestirse con más formalidad e inmediatamente decidió que a ningún amigo de Henry Fitzroy, hijo bastardo de Enrique VIII, ex-Duque de Richmond, etcétera, podía importarle que la investigadora privada se presentara en pantalones cortos.
Cuando el ascensor llegó al piso de Henry, Vicky se colocó el bolso sobre el hombro y adoptó la expresión más profesional que tenía. La mantuvo hasta el preciso instante en que la puerta del apartamento se abrió de par en par y descubrió que la única criatura que la esperaba el pasillo de entrada era un enorme perro de color bermejo.
Tiene que ser un perro. Vicky extendió la mano y dejó que el animal la olisqueara. Los lobos no son de este color. Ni de este tamaño. ¿O si lo son? Podría haber añadido que los lobos no suelen encontrarse en apartamentos del centro de Toronto, pero dado que se trataba del apartamento de Henry, todas las suposiciones estaban fuera de lugar.
Los contornos de los ojos del animal eran negros, lo que contribuía a aumentar la expresividad de su cara. Olisqueó con entusiasmo la mano que se le ofrecía y entonces apretó exigente la cabeza contra los dedos de Vicky.
Vicky sonrió, cerró la puerta y con toda diligencia comenzó a rascar el espeso pelaje del animal bajo las puntiagudas orejas.
—¿Henry? —dijo en voz alta mientras una cola lo suficientemente gruesa para derribar a un hombre adulto golpeaba rítmicamente contra la pared—. ¿Estás en casa?
—Estoy en el salón.
Algo en el tono de su voz hizo que ella frunciera el entrecejo pero, casi al instante, el contacto de una enorme pata sobre el empeine de su pie la distrajo.
—Quita, pedazo de bruto —el perro obedeció y se apartó. Ella tomó su hocico con suavidad y sacudió la enorme cabeza de un lado a otro—. Vamos, muchacho, nos están esperando.
Él sonrió (no había otra palabra para describir su expresión), giró sobre sí mismo y entró de un salto en el salón. Vicky lo siguió con un andar más tranquilo.
Henry se encontraba en el lugar de costumbre, junto al gran ventanal que se asomaba a la ciudad. Las luces que utilizaba en las raras ocasiones en las que tenía visita proyectaban destellos luminosos sobre su cabello rubio y trocaban el color avellana de sus ojos por un dorado casi puro. En realidad, Vicky sólo podía imaginar este efecto en su mirada, puesto que a tal distancia era incapaz de percibir los detalles. Pero nunca se cansaba de mirarlo. Poseía una presencia que convertía una apariencia meramente agradable en algo extraordinario y, ciertamente, a ella no le costaba comprender por qué las pobres Mina y Lucy no habían tenido oportunidad alguna frente a su afamado equivalente de ficción.
No estaba solo. Una mujer joven jugueteaba con la cadena de música y se volvió cuando Vicky entró en el salón. La examinó concienzudamente, sin molestarse en ocultarlo y Vicky tuvo que reprimir una sonrisa. A cambio, también ella le ofreció una mirada prolongada.
¿Una bailarina?, se preguntó Vicky. Aunque de baja estatura, la muchacha poseía una musculatura lustrosa y su porte y su postura resultaban casi desafiantes. Ni lo intentes, niña. Además de que te doblo la edad —la chica no podía tener más de diecisiete o dieciocho años— soy mucho más astuta. El color rubio platino de su corta melena, advirtió Vicky con cierta sorpresa, era natural; las cejas podían haber sido teñidas, pero no las pestañas. Aunque no podía decirse que fuera bonita, la palidez de sus cabellos provocaba un contraste exótico con el intenso moreno de su piel. Y ese trajecito veraniego no deja demasiado moreno para la imaginación.
Sus ojos se encontraron y Vicky alzó las cejas. Sólo por un instante, vislumbró lo que de verdad estaba ocurriendo; entonces, el instante pasó y, de pronto, la muchacha la miraba con cierta timidez.
El gran perro rojizo se había sentado a los pies de Henry y su cabeza estaba a la altura de la cintura de este. Al verla aparecer, los dos caminaron hacia ella. Henry lucía una expresión inescrutable. El perro parecía divertido.
—Vicky, me gustaría presentarte a Rose Heerkens. Su familia está pasando por algunos problemas respecto a los cuales creo que podrías ayudar.
—Encantada de conocerla. —Vicky extendió la mano y la jovencita, después de lanzar una rápida mirada a Henry, se la estrechó. ¿Qué le ha contado sobre mí? Pocas mujeres saben cómo dar un apretón de manos pues en general no han sido educadas para ello. En esta ocasión, Vicky se vio sorprendida por un apretón que rivalizaba en vigor con el suyo y por una mano llena de callos.
Después de soltarla, Rose prolongó el movimiento del brazo y señaló al perro, que ahora se apoyaba contra sus piernas.
—Este es Huracán.
Huracán levantó una pata.
Vicky sonrió mientras se inclinaba para tomarla.
—Encantada de conocerte también a ti, Huracán.
El gran perro soltó un ladrido corto, se inclinó hacia delante y pasó la lengua por el rostro de Vicky con tanto entusiasmo que estuvo a punto de tirar sus gafas al suelo.
—¡Huracán, basta! —con ambas manos enterradas en el cuello bermejo del animal, Rose lo apartó de un tirón—. Es posible que a la señora no le guste que la llenen de babas.
—Oh, no me importa —se limpió el rostro con la palma de la mano y volvió a colocar las gafas en lo alto de la nariz—. ¿De qué raza es? Es precioso —entonces se rio porque saltaba a la vista que Huracán había comprendido el elogio y parecía envanecido.
—No lo halague, señorita Nelson, se lo ruego. Ya es suficientemente vanidoso. —Rose enterró la rodilla bajo los grandes hombros del perro y empujó hasta hacerlo caer—. Y por lo que se refiere a su raza… es un pesado.
No pareció que a Huracán lo fastidiara un trato tan poco delicado. Con la lengua fuera, giró sobre la espalda y, con las cuatro patas en el aire, miró a Vicky de forma expectante.
—Quieres que te rasquen la tripa, ¿eh?
—Huracán —la imperiosa voz de Henry hizo que el animal se tumbara de inmediato, con aire escarmentado.
Vicky miró a Henry con sorpresa. ¿Qué le ocurría?
—Quizá —sus ojos se encontraron con los de Vicky un instante y entonces desvió la mirada hacia la chica y el perro— sería mejor que fuéramos al asunto que nos ocupa.
Vicky se encontró dirigiéndose hacia el sillón sin haber tomado siquiera la decisión consciente de hacerlo. Lo odiaba cuando hacia esa clase de cosas. Odiaba la forma en que su cuerpo las obedecía. Y, sobre todo, odiaba el no saber si al hacerlo estaba respondiendo al vampiro o al príncipe. Por alguna razón, someterse a una capacidad sobrenatural le parecía menos vergonzoso que hacerlo frente a un insignificante dictador del Medioevo. Su Alteza no muerta y yo tendremos que hablar sobre esto…
Después de dejar su bolso en el suelo, se acomodó sobre la tapicería de seda roja, al tiempo que observaba a Rose hacerse un ovillo en el sillón y a Huracán tumbarse en el suelo, a sus pies. El animal tenía un aspecto espléndido contra la alfombra color crema pero su pelaje rojizo contrastaba en desventaja con los tonos escarlata del sillón. Henry posó una pierna sobre el brazo del sillón y se apoyó detrás de ella, tan cerca que, durante un instante, Vicky no fue consciente más que de su presencia.
—Es demasiado pronto Vicky, has perdido mucha sangre.
Ella sintió que su rostro le ardía. Nunca se le había ocurrido que él pudiera no querer… Se habían encaminado a ello desde el principio, ¿no?
—Me recuperé casi por completo en el hospital, Henry. Estoy bien. De veras.
—Te creo —asintió y para ella, de pronto, el aire del pasillo resultó demasiado escaso.
Él ha tenido casi cuatrocientos cincuenta años para practicar esa sonrisa, se recordó Vicky. Respira.
—Tenemos que tener mucho cuidado —continuó Henry, mientras apoyaba con suavidad los brazos sobre los hombros de ella—. No quiero hacerte daño.
Se parecía tanto a un diálogo de telenovela que Vicky tuvo que sonreír.
—Siempre que recuerdes que yo no cuento con un par de siglos de sobra —dijo, mientras buscaba las llaves en el bolso—, trataré de no meterte prisa.
Esto había ocurrido apenas cuatro meses atrás, la primera vez que habían salido desde que a ella le dieran el alta en el hospital. Y todavía no habían seguido adelante. Vicky había tratado de ser paciente pero había ocasiones —y esta, con él sentado a su lado y tan cerca, era una de ellas— en que deseaba tenderlo furiosamente sobre el suelo. Haciendo un esfuerzo, logró devolver su atención al asunto que se traían entre manos.
Dado que todo el mundo parecía esperar que ella empezase a hablar, adoptó su mejor expresión del tipo «el agente de policía es tu amigo» y se volvió hacia Rose.
—¿Con qué necesita que la ayude?
Una vez más, Rose miró a Henry. Aunque Vicky no podía ver la respuesta del vampiro, debió de tranquilizar a la joven porque la muchacha respiró profundamente, se apartó el cabello del rostro con mano temblorosa y dijo:
—En el último mes han matado a tiros a dos miembros de mi familia…
Tuvo que parar y tragarse su dolor antes de poder continuar.
—… Necesitamos que nos ayude a encontrar al asesino, señorita Nelson.
Asesinato. Ciertamente era algo más serio de lo que Vicky había esperado.
—¿La policía está siguiendo alguna pista?
—La verdad es que no lo saben todo.
—¿Qué quiere decir con «no lo saben todo»? —a Vicky se le ocurrían varios significados diferentes y ninguno de ellos le gustaba demasiado.
—¿Por qué no se lo muestras, Rose? —dijo Henry con voz tranquila.
Vicky se volvió para mirarlo directamente, pues su visión periférica era demasiado pobre para permitirla hacerlo con el rabillo del ojo. La expresión de su rostro secundaba su tono de voz. Lo que quiera que Rose tuviera que mostrarle era muy importante. Sintiendo algo más que una leve aprensión, se volvió de nuevo hacia ella.
Rose, que había esperado a contar con su atención, se quitó las sandalias y se puso en pie. Huracán, después de olisquear rápidamente las sandalias, se incorporó a su lado. Con un movimiento rápido, ella dejó caer el vestido que llevaba. Permaneció allí, de pie y desnuda, por un brevísimo instante y entonces, donde antes hubiera una mujer de cabello pálido y un gran perro rojizo, hubo de pronto un joven pelirrojo y un gran perro blanco.
El joven guardaba gran parecido con la muchacha; tenían los mismos pómulos erguidos, los mismos ojos grandes y las mismas barbillas afiladas. Y el mismo cuerpo ágil de bailarines, señaló Vicky mentalmente después de una rápido vistazo a la más obvia de sus diferencias.
—Hombres lobo. —Vicky se escuchó pronunciar esta palabra en voz alta y la compostura de su voz la asombró. Supongo que es la influencia de Henry. Eso es lo que pasa cuando una se junta con vampiros… ¡Ese bastardo me las va a pagar!
El joven, a quien no parecían provocar el menor apuro el examen de ella ni su propia desnudez, pestañeó.
Vicky, considerablemente confusa, en especial al recordar la manera en que había tratado al perro. —No, lobo. No, licántro… Oh, demonios— apenas unos instantes antes, sintió que se ruborizaba y apartó la mirada un momento. Cuando se volvió, descubrió que la transformación había vuelto a producirse y Rose se estaba poniendo el vestido por la cabeza. El joven —¿Huracán?— se vestía resignadamente con unos pantalones cortos de color azul brillante que apenas bastaban para ofrecer un mínimo de decencia.
Sintiendo la mirada de Vicky sobre él levantó los ojos, sonrió y dio un paso al frente con la mano extendida.
—Hola. Me parece que es conveniente una presentación más apropiada. Me llamo Peter.
—Eh… hola —aparentemente, un cambio de nombres acompañaba a la transformación física. Un poco confundida, Vicky aceptó la mano que se le tendía. Tenía los mismo callos gruesos que la de Rose. Lo cual tenía sentido, de hecho, considerando que pasaban parte de su tiempo caminado a cuatro patas—. ¿Es usted el… eh… hermano de Rose?
—Somos gemelos —sonrió. Su expresión le recordó tanto a Vicky la que había visto en la cara del perro bermejo que no pudo evitar devolverle la sonrisa—. Ella es mayor. Yo soy más guapo.
—Tú eres más bocazas —le corrigió ella mientras volvía a hacerse un ovillo en el sillón—. Ven y siéntate —con aire de mártir, Peter hizo lo que se le ordenaba y se arrojó con elegancia sobre el mismo lugar que había ocupado cuando era Huracán, con la espalda apoyada contra las rodillas de su hermana.
—Sentimos la teatralidad de todo esto, señorita Wilson —continuó Rose—, pero Henry sugirió que sería la mejor manera de presentarnos, que usted…
Vaciló y Henry completó la frase al punto.
—… Que no eres una persona que niegue las evidencias que ven sus ojos.
Vicky supuso que lo había dicho como un cumplido, de modo que se limitó a gruñir y a decir, con cierto aire sarcástico:
—Bueno, tú deberías saberlo.
—Nos ayudará, ¿verdad? —Peter se inclinó hacia delante y colocó una mano con suavidad sobre la rodilla de Vicky. No había nada sexual en aquel contacto y la expresión que lo acompañaba no contenía más que una mezcla de preocupación y esperanza.
Hombres lobo, Vicky suspiró. Primero vampiros y demonios y luego hombres lobo. ¿Qué vendrá después? Apartó la mano de Peter cruzando las piernas y adoptó una postura más cómoda. Todo indicaba que sería una historia larga.
—Lo mejor será que empiecen por el principio.