¿Declive, mutación o metamorfosis

Cuando el hacha llegó a los bosques, muchos árboles dijeron: «Al menos el mango es uno de nosotros».

PROVERBIO TURCO

Si quisieras cambiar el mundo, ¿por dónde empezarías? ¿Por ti o por los demás?

ALEXANDR SOLZHENITSIN

Hacia el final de Escuchando armonías secretas, que es el cierre de la compleja, majestuosa y rítmica secuencia de doce novelas Una danza para la música del tiempo (por una agradable casualidad el volumen está dedicado a Robert Conquest), el narrador de Anthony Powell ve a una persona vestida de azul, que cruza un campo deportivo hacia él:

Mientras seguía con la vista al que llegaba, recordé una observación que había oído a Moreland años atrás. Se refería a uno de aquellos recuerdos infantiles que a veces compartíamos. Aquel, en concreto, tenía que ver con un pasaje de El viaje del peregrino que nos había llamado la atención a los dos. Moreland decía que, desde que su tía le leyó el libro en voz alta cuando era niño, jamás pudo, ni siquiera de adulto, ver acercarse una figura lejana por el campo sin pensar que se trataba de Apollyon, que venía a enfrentarse a él. El terror del relato, reforzado por una ilustración vigorosa y realista de aquel demonio, con sus cuernos de chivo, alas de murciélago, garras de león y patas de lagarto, irrumpiendo en páginas de tedioso discurso, se había grabado para siempre en su imaginación. A mí también me había impresionado vivamente aquel avance de Apollyon por los tranquilos prados.[137]

Cuando leí por primera vez ese pasaje de Powell, cerré la novela y me trasladé de inmediato al Crapstone de mi infancia en Devonshire. La escena largo tiempo olvidada pero evidentemente bien conservada en mi memoria es tan clara como mi recuerdo de cualquier cosa que me ocurriera ayer. Mi hermano menor, Peter —que tiene unos ocho años—, ha ingerido tan profundamente el clásico puritano de John Bunyan que lo sabe casi de memoria. (El «abismo de la miseria», el «Gigante Desesperación», el «Castillo de la Duda», las fruslerías de la «Hoguera de Vanidades», «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?». ¿Recuerdas cuando ese era el equipamiento de cualquiera que estuviera alfabetizado en inglés? Para mi hermano y para mí son tan reales como los ponis peludos y salvajes de los páramos cercanos). Pero, al llegar a la página decisiva que debería mostrar a Apollyon en toda su horrible grandeza, Peter descubre que los editores han expurgado el texto y han retirado esa famosa ilustración de la versión para niños menores de diez años. No se le permite mirar al Maligno a la cara.

Este es uno de esos momentos que, me gusta pensar, muestran lo mejor de la familia Hitchens. Bajo una presión absolutamente incesante de Peter, mi padre escribe a la biblioteca local, a la librería y finalmente a los propios editores. Ninguna objeción que presenten encuentra otra cosa que una despectiva impaciencia; con férreo capricho mi hermano menor insiste en que si existe esa imagen, él no nació para que lo protegieran de ella. Puede que me lo haya inventado, pero no estoy seguro de que algún representante acosado del editor no se presentara en nuestra modesta casa en las afueras de Dartmoor, quizá para confirmar que ese chico turbulento le estaba dictando esas cosas al comandante Hitchens, en vez de actuar como —digamos— el inocente niño que hace de tapadera en un aquelarre o espectáculo a lo Perros de paja.

Sé que me burlé y provoqué a Peter sobre el asunto, porque era demasiado propenso a provocarlo en cualquier caso, pero un día llegó la versión íntegra, y los dos pudimos —con supervisión parental, por supuesto, pero, para nosotros, a fin de proteger a nuestros padres de cualquier conmoción o trauma— avanzar solemnemente hasta la lámina coloreada del infierno. Era una de esas páginas desplegables que sacas del volumen, en una concertina de tres etapas. Para empezar —el sumario de Powell puede haberte preparado—, era absurdamente exagerado. Un hombre lagarto u hombre serpiente podría haberlo representado de forma suficientemente espeluznante, pero el no-artista había exagerado enormemente la cantidad de mutaciones posibles de pierna, ala y alón y había dado a Apollyon un horno ardiente por vientre. La expresión malvada y regocijada del demonio, vista desde un ángulo, era meramente tonta y biliosa. No recuerdo cuál fue la reacción de Yvonne y el Comandante a esa cita largamente esperada con las fuerzas de la oscuridad, pero en mí tuvo el efecto de reforzar la creciente opinión de que todas esas imágenes estaban hechas por los hombres, y en realidad principalmente diseñadas, como gran parte de la religión, con el innoble propósito de asustar a los niños.

Eso por una parte. Lo que quería registrar es la admiración que siento por Peter, porque lleva las cosas hasta el final. Ya había decidido que no necesitaba ninguna protección de lo desagradable o de la realidad, así que era insignificante que esta revelación particular fuera de algo irreal. «Afrontándolo, capitán McWhirr —como escribe Conrad en Tifón—. Siempre afrontándolo. Esa es la forma de pasar». Tengo a mano una carta de Rosemary, la querida amiga de Yvonne, en la que me escribe sobre la escuela primaria a la que Peter y yo asistimos y sobre el tipo gigantesco y más bien discutible que la dirigía.

En Mount House mandaron a Peter a ver al señor Wortham por alguna falta y le dijo: «Quizá ahora esté usted al mando, pero no puede sofocar el fuego que hay en mi interior». (Probablemente conoces la anécdota). Todos hemos hablado de ella durante años. […] Cada vez que lo veo o lo oigo en la televisión o en la radio soy consciente de que ese niño apasionado era el padre del hombre.

En realidad, no conocía «la anécdota», pero sin duda me impresionó, porque solo pudo contarla el gigantesco señor Wortham, que debió de sentirse lo bastante desconcertado por la rebelde respuesta de Peter como para informar a mis padres. Desde entonces mi hermano menor siempre ha mostrado una gran tranquilidad bajo el fuego y en una gran variedad de circunstancias exigentes y arduas, y me agrada bastante que sus burlones enemigos —igual que la masa baja y barata que se forma en torno a cualquier chico conspicuo en el patio de recreo— eligieran reírse de él por ser raro. Él lo soporta de forma bastante digna y ha vivido para ver el eclipse total de algunos políticos de esa clase triste, obsequiosa y presta a agradar a la masa, a quienes un mediocre cuerpo periodístico nominó para cierta gloria pero se quedaron sin aire ante las preguntas que Peter les hacía en público y el desprecio que mostraba hacia ellos por escrito. Me pongo bastante melancólico cuando pienso que esa demostración de coraje moral hitchensiano ha exigido el precio de un hermano al que no emocionan especialmente nuestros orígenes no ingleses y que, según todas las apariencias exteriores, es casi trágicamente derechista.[138]

En el libro más reciente de Peter, The Broken Compass, que incluye varios asertos y afirmaciones que hacen que desee llevar un collar de ajo puro cuando lo leo, hay un pasaje muy reflexivo y bien escrito sobre cómo cambia de idea la gente. Ante la absoluta certeza de que cualquier persona seria experimentará ese cambio al menos una vez, resulta sorprendente descubrir cuánto se habla de ello, y cuántos críticos intentan confeccionar un misterio cuando no hay ninguno. Ilustrando la misma idea de forma distinta, Peter adopta la táctica más sutil de mostrar cómo ciertos individuos alteran de hecho sus opiniones, aunque a menudo fingen ante los demás y ante sí mismos durante mucho tiempo que no lo han hecho «en realidad».

Analizando la evolución de aquellos, algunos de los cuales, como yo, estaban dispuestos a hacer afianzas de toda clase contra al-Qaeda y sus aliados, escribe de forma desdeñosa y —he de decir— perturbadora:

Este es un lugar de vacilación muy interesante, así como confortable. Para el izquierdista habitual, tiene la virtud de hacer que parezca que puede cambiar de idea, aunque no lo haya hecho en realidad. Le da licencia para ser fuertemente anticlerical y antirreligioso, pero de una forma que los cristianos conservadores pueden tolerar.

El capítulo se titula «Una parada cómoda en el camino de Damasco». El tópico bíblico parece inevitable, pero en realidad retrasa la comprensión. Hay gente que intenta demostrar su amplitud de miras cuando en realidad solo quiere estar en misa y repicando («Judíos por Jesús», podría ser un ejemplo, o esos comunistas «reformados» que intentaron, y no lograron, cocinar unos «copos de nieve fritos»). Una vez entrevisté al yugoslavo Milovan Djilas, uno de los originales estalinistas convertidos en disidentes, que, sentado en su diminuto apartamento de Belgrado, dijo que admiraba la obra de Friedrich August von Hayek, añadiendo apresuradamente que realmente no estaba de acuerdo con él en la cuestión de los derechos de propiedad: el ejemplo más claro que he visto de una lectura de Hamlet quitando al príncipe. Sin embargo, el sentido de la leyenda de Damasco es que rechaza la mera idea de evolución mental, que reemplaza con el trastornado sustituto de la revelación divina instantánea.

Nos hemos familiarizado a la fuerza, normalmente a través de relatos de décima mano sobre visionarios religiosos y otros posibles epilépticos y esquizofrénicos, con esos momentos cegadores y en verdad damascenos (o momentos de visión, en los que supuestamente cae la venda de los ojos) que constituyen esa revelación. Sin embargo, uno sospecha, como con Arquímedes y su Eureka, que Pasteur tenía razón y que, en el caso de mentes cuerdas, las grandes coincidencias aparentes solo les ocurren a intelectos que han ensayado y se han preparado para ellas. Puede que suceda lo mismo con convicciones y lealtades menores. Una vez hablé con un curtido miembro del IRA. Provisional, que estaba en la sala con su líder David O’Connell cuando llegó la noticia de que una de sus bombas había explotado «con éxito». Entre las víctimas había una joven embarazada. Pero resultó que también era protestante. «Bueno, entonces es un dos por uno», observó O’Connell, ventilando la atmósfera con ligereza. En ese instante, dice su segundo, desertó internamente del IRA y comenzó una segunda carrera como confidente de los británicos, que sembró la venganza más terrible contra sus antiguos «socios». Pero creo que se había sentido asqueado a medida que pasaba el tiempo y que llegó un «momento» que parecía dramático y era sin duda memorablemente asqueroso, en el que cualquier bocado extra habría sido demasiado para él. (También existe la racionalización posterior a los hechos, especialmente en el caso de gente que se arrepiente de crímenes terribles). Quizá sea cierto, como sostenían algunos de mis profesores de filosofía en Oxford, que es la idea la que te cambia.

La historia de la izquierda del siglo XX está repleta de episodios de esa clase, que de forma muy frecuente e interesante incluyen momentos en los que alguien, al oír una declaración de aparente acuerdo, experimenta una poderosa sensación de repulsa. El brillante marxista austríaco Ernst Fischer, que había defendido públicamente el pacto Hitler-Stalin como un imperativo táctico, perdió la calma cuando algún comunista estúpido le dijo: «¿No te has enterado? ¡Hemos tomado París!». El imbécil se refería al desfile de la Wehrmacht por los Campos Elíseos. Fischer quería decir que eso no era en absoluto lo que había buscado, pero, bueno, quizá lo fuese… Durante los juicios espectáculo de Moscú, Whittaker Chambers oyó que Alger Hiss decía aprobadoramente: «El viejo Joe Stalin sabe jugar», y como viejo bolchevique se descubrió sufriendo una náusea similar. Por cierto, ¿qué era lo único que Chambers y Hiss tenían en común? Los dos creían que la victoria del comunismo soviético era inevitable. Chambers, que desertó de esa causa, creía que se había unido, resignado, al lado de los perdedores. Hiss, que fue toda su vida un oportunista, pensaba que había apostado por los vencedores. Así son las cosas.

Fui un conocido de Dorothy Healey, una veterana comunista estadounidense que podía presumir, entre otras cosas, de haber atraído a una incendiaria embarazosa pero bellísima como Angela Davis «al partido». Dorothy había sufrido mucho por sus creencias, desde que se había convertido en una roja de clase obrera en la Depresión, y por esas mismas creencias se había tragado muchas cosas. Había justificado la represión y las invasiones soviéticas y, en el programa de radio que presentaba en Pacifica, a menudo daba espacio a funcionarios que visitaban desde Moscú. Una vez, no mucho después de que Alexandr Solzhenitsin fuera expulsado de la Unión Soviética, invitó a un esbirro cultural soviético para que respondiera a la «histeria de la guerra fría» que el incidente había generado en la prensa estadounidense, dominada por los imperialistas. El esbirro explicó debidamente que Solzhenitsin era un agente provocador y una herramienta de la reacción y el autor de una historia mendaz de la época de Stalin y… de repente Dorothy le hizo una pregunta que no había preparado. «¿Dice que es un libro malísimo y lleno de mentiras?». «Sí», contestó el esbirro. «¿Y cómo —preguntó ella— lo sabe?». «Porque lo he leído», contestó el esbirro. Dorothy dejó pasar unos segundos antes de volver a hablar, y entonces pronunció —en el aire, cuando todos los camaradas podían oírla— otra pregunta: «¿Cómo es que usted lo ha leído si está prohibido en la Unión Soviética?». En ese instante, me dijo, comprendió, sin la menor intención previa, que había dimitido del Partido Comunista. Sin embargo, de nuevo pienso que aguantaba la tapadera de un cocido de recelos desde hacía mucho tiempo, y alcanzó un punto en que podía desbordarse en cualquier momento.[139]

Si todos mis ejemplos de cambio súbito o gradual de corazón o de idea vienen de la izquierda, creo que se debe a dos buenas razones históricas. Una es que parece que no tenemos casos de trabajadores e intelectuales nazis o fascistas que sufrieran crisis de ideología y conciencia y exclamaran: «Hitler ha traicionado la revolución», o se flagelaran con la idea: «¿Cómo pueden cometerse crímenes horribles en nombre del nazismo?». Hay razones buenas y suficientes que no creo necesario explicar: en su libro Koba el temible, que me reprocha mi indulgencia cuando hablo tiernamente de viejos «camaradas» de la izquierda marxista, Martin Amis dice que, por supuesto, uno no puede imaginar un hipotético «Hitch» bromeando de ese modo con sus antiguos camaradas de las camisas negras y las juergas, porque en ese caso no sería Hitch. No —y gracias por decirlo—, y, por cierto, en ese caso Martin tampoco habría aceptado ser mi amigo ni un segundo. (Como dicen los franceses, aunque tu tía tuviera ruedas, seguiría sin ser un autobús). Por estas razones y otras relacionadas, siempre cruzo mentalmente los dedos y mantengo una ligera reserva mental cada vez que se mencionan embaucadoramente los crímenes de «izquierda» y «derecha» en la misma frase. Sin embargo, ahora es la izquierda la que más me irrita y ofende, y son sus crímenes y sus errores los que me siento más preparado, y motivado, para señalar.

Mencioné una segunda reticencia histórica hace un rato, y aquí está. Mucha gente sospecha incluso de sí misma por enfriarse con respecto a una causa que les animó en el pasado. He empezado este libro mencionando la autobiografía de Julian Barnes que anticipa la vejez y la muerte, Nada que temer, y su papel en mi propio ensayo general, con la pompa prematura de descubrirme brevemente póstumo. En uno de sus primeros capítulos, Julian describe cómo continúa la «comida de los viernes» de nuestra juventud en Bloomsbury, aunque solo se celebra una vez al año y toma la forma de una cena bastante majestuosa. Para dar una idea del tono:

Este almuerzo se estableció hace treinta años o más: una reunión vociferante, polémica, humeante y etílica a la que asisten periodistas, novelistas, poetas y humoristas gráficos al término de otra semana laboral. A lo largo de los años el lugar ha cambiado muchas veces, y la muerte y los traslados han disminuido el número de comensales. Ahora quedamos siete, el mayor anda por la mitad de los setenta y el más joven muy cerca de los sesenta.

Adiviné el nombre del mayor con bastante facilidad, pero sentí una punzada cuando me di cuenta de pronto de que el joven de la mesa sigue siendo Martin. También me detuve un momento al enterarme de que ahora Julian se sienta mientras «baja» sus «audífonos»: no recuerdo que los viejos almuerzos fueran en absoluto «vociferantes», pero quizá esa distorsión auditiva también tenga raíces profundas. De todos modos, llega un codazo pequeño pero imposible de ignorar:

La conversación discurre por terrenos conocidos: cotilleos, la industria del libro, la crítica literaria, películas, política (algunos ya han efectuado el giro ritual a la derecha).[140]

Hay algo en el supuesto implícito de Julian que me hace protestar. ¿Es cierto, como yo mismo podría haber dicho, que un rechazo de una lealtad anterior puede leerse en la gráfica de anni domini —señala el silbido, el relincho y el resuello seniles que comprime esa expresión condenatoria, «giro ritual»— y por tanto es en sí un cliché? «Cuando la gente se hace mayor se vuelve más tolerante», dice el curtido Komorovski al joven idealista Pasha Antipov en Doctor Zhivago. «Quizá porque tienen más que “tolerar” en sí mismos», responde Antipov en lo que durante muchos años consideré una respuesta cortante.[141]

A veces pienso que debería llevar un termómetro rectal, para comprobar la velocidad con la que me convierto en un viejo pedorro. No tiene sentido fingir que el cambio no ocurre: me sucede cuando funcionarios o burócratas casi imberbes, a quienes triplico la edad, adoptan un tono tranquilizador mientras me dicen: «Señor, tengo que pedirle que…». También sucede cuando oigo a jóvenes «aspirantes» a radicales que emplean argumentos a los que casi he olvidado cómo responder. Pero al menos eso es porque los propios argumentos son tan viejos que casi hacen que vuelva a sentirme joven. La propia naturaleza protege a los jóvenes de esa curtida conciencia, y es algo bueno, de otro modo serían viejos antes de tiempo y no probarían su suerte. Mientras tanto, todos mis hijos han gestionado los bancos de peces que se encuentran al crecer con mucha más madurez que yo, y la mayoría de las ocasiones en las que he sentido que el mundo no es tan malo como podría ser han venido de mis alumnos, especialmente de los que decidieron en la universidad que querían unirse a las fuerzas armadas y protegerme mientras duermo. (Reunirme con ellos más tarde, cuando han dado una vuelta o dos, ha sido particularmente edificante). No, al mirar el termómetro veo que son los putos viejos idiotas los que me deprimen, y a menudo alcanzar ese nivel de idiotez puede exigir toda una vida.

Aquí está la voz de la mencionada Dorothy Healey en mi contestador el día siguiente a que me ofreciera a declarar ante el Congreso que Clinton y sus asesores habían calumniado y difamado a Monica Lewinsky. «Pequeña rata apestosa, siempre he sabido que no eras bueno. Eres un soplón y, un esquirol. Espero que te pudras en el infierno de los esquiroles…». Había más. Oía la cinta con frecuencia. Dos cosas me llamaban la atención. La primera y más obvia era la maldad absolutamente genuina y doblemente destilada: era de una antigua amiga no muy cercana que habría madrugado feliz para ver cómo me torturaban. La segunda era ese trasfondo sibilante y senil.

No le quedaba mucho y se había visto obligada a admitir que una gran parte —si no la mayor— de su vida política había sido una pérdida de tiempo, pero ahí había al menos algo —un caso de un viejo camarada que presentaba pruebas al Estado, por decirlo así—, que le permitía la alegría y energía puras de ser otra vez una joven comunista. (Por cierto, yo testificaba contra el hombre más poderoso del mundo y a favor de una víctima muy burlada: en su cabeza, Joe McCarthy seguía dirigiendo todos los comités del Congreso.)[142]

La alteración de la mente puede trepar sobre ti: durante muchos años sostuve que era socialista, aunque solo fuera para distinguirme del débil término estadounidense «liberal», que me parece evasivo. Brian Lamb, presentador de la cadena de televisión por cable C-SPAN, tiene algo de responsabilidad. Tras haber conseguido que anunciara orgullosamente mi Socialismo, en antena, nunca me invitó sin pedirme que reafirmara mi declaración. Se convirtió en el equivalente moral a un examen de masculinidad: no les daría a él o a su público la satisfacción de negarme. Después me senté a escribir mis Cartas a un joven disidente, y decidí dirigir las cartas a estudiantes reales cuyas caras, nombres y preguntas debía mantener en la cabeza. ¿Qué iba a decir cuando me pidieran consejo sobre el «compromiso»? Todos querían hacer algo para mejorar la condición humana. Bueno, ¿había un movimiento socialista auténtico al que se pudieran unir, como habría dicho que existía en el pasado? No realmente, o nunca más, o solo en las formas de populismo y nacionalismo a la Hugo Chávez que me parecían repelentes. ¿Podía esperarse que resucitara una «izquierda» verdaderamente internacionalista? No parecía probable. Repentinamente me di cuenta de que no tenía derecho a embaucar o decir tonterías a los jóvenes. (Las largas noches con viejos camaradas contando historias de viejas campañas no eran exactamente deshonestas, pero tampoco contaban). Así que no fue tanto que yo repudiara una vieja lealtad, a la manera de un desertor que busca llamar la atención, como que sentí que se apartaba de mí. Algunos días, es como el dolor fantasma de un miembro amputado. Otros, se parece más a la sensación de haberte quitado un abrigo innecesariamente pesado.[143]

Ahora puedo escribir relajado sobre esto, pero durante mucho tiempo pensé que tenía que expresar mi desacuerdo con camaradas actuales o previos en términos de «izquierda». Era bastante fácil, por ejemplo, argüir que Bill Clinton era un aquiescente hombre de paja de toda suerte de intereses especiales de las corporaciones. El libro en el que lo denunciaba por ello, y por sus repugnantes crímenes contra las mujeres, su ataque con misiles a Sudán a lo «cortina de humo» y su cruel uso de la pena de muerte como arma política racista para avanzar en Arkansas, salió en la rama editora de New Left Review, que siguió publicándome durante un tiempo. Me hice bastante hábil en la dialéctica relevante. Desde la Bosnia del sitio de Sarajevo, por ejemplo, podía escribir que el viejo espíritu de los «partisanos» socialistas yugoslavos se encontraba mucho más en los carteles y eslóganes antifascistas de la resistencia bosnia que en las efusiones ardientes pero lúgubres, desafiantes pero autocompasivas y obsesionadas con la sangre y la raza, de los serbios, por «socialista» que afirmara ser su líder nominal, Slobodan Milosevic. Creo que a veces los viejos eslóganes son los mejores, y «Muerte al fascismo» no necesita ninguna corrección.

Sin embargo, Sarajevo fue el lugar en el que empecé a darme cuenta de que me había embarcado en una reconsideración que ni yo, ni lo que pensaba y sabía o lo que creía que sabía o pensaba, habíamos decidido por completo. Probablemente caí en la cuenta de buena parte de ello mientras dormía. Observando cómo sucumbía el mundo estalinista patéticamente, e incluso de forma agradecida, a su deseo mortal a finales de 1989, cuando vi los estertores y espasmos terminales de los regímenes de Hungría y Rumania, había celebrado brevemente el fin de la idea totalitaria. En Hungría había muerto años antes, al menos como comunismo, y en Rumania hacía tiempo que había mutado en algo grotesco y monstruoso: un Calígula esculpido en cemento. Milosevic también ejemplificaba esa fusión del populista acartonado que sigue la línea del partido y del demagogo nacionalista histérico. En truculenta acción estaba el líder momificado Paduk, fundador del Partido del Hombre Medio de Barra siniestra, que Nabokov publicó en 1947: el tipo campechano, pequeño, bonachón, con una línea privada en chantaje y abuso infantil altamente enriquecido.

Cuando circulaba por la capital bombardeada con el reportero más valiente y culto de mi generación, John Burns, hice el descubrimiento levemente vigorizante que debieron de hacer otros Hitchens en zonas de guerra más letales. El coraje físico es, en parte, el resultado de las meras circunstancias. No te puedes quedar escondido para siempre en la esquina a la que apuntan los francotiradores. Para empezar, te morirías de hambre. Así que corres, como ibas a hacer de todos modos, y aplastas tu cobardía un instante, lo que constituye una sensación tremenda. A menudo gemía de miedo, pero nunca tuve la oportunidad de que el miedo me hiciera sentirme más seguro si me encogía o no hacía nada. (También descubrí, como muchos otros, que la estúpida y vieja línea de propaganda de los «ateos en las trincheras» es exactamente eso: nunca se me pasó por la cabeza rezar). Solo lo comento por si pudiera resultar útil alguna vez. No obstante, entretanto, me mantenía vivo y animado la ira que sentía por lo que estaba pasando.

Una ciudad vieja y civilizada, famosa en la historia de Europa como escenario de un drama trágico pero también celebrada como lugar de encuentro simbiótico de pueblos, culturas y religiones (el nombre viene de la vieja palabra serai, un espacio de refugio y hospitalidad), era fríamente reducida a escombros por tiradores borrachos en las colinas de los alrededores, que representaban entre risas el odio primigenio del campesino hacia la ciudad y del analfabeto hacia el culto. La primera vez que vi estallar una bomba de mortero, lo hizo a plena luz del día, sin posibilidad de error, e hizo que el mal aullara cuando cayó en el muro de la hermosa e inconfundible Biblioteca Nacional de Bosnia-Herzegovina. Sentí un chillido de respuesta en la cueva de mi pecho. Cuando lo descodifiqué, ese grito interno asumió la forma de una petición bastante simple: que la Fuerza Aérea estadounidense apareciera en los cielos serbios y llenara de miedo y temblor las caras gordas, rojas y de venas rotas de los fenomenales artilleros serbios, que hasta entonces nunca habían perdido una batalla contra civiles.

De nuevo, no podía estar completamente seguro de si fue un momento casi damasceno u otro largamente meditado. De niño, mis padres me habían llevado de vacaciones a las islas del Canal, o, como los franceses las llaman más neutralmente, las islas Anglonormandas. Este archipiélago anglonormando está gobernado por Gran Bretaña desde hace mucho tiempo, y supongo que sabía vagamente que era la única parte del Reino Unido que los nazis habían ocupado. Cuando me aparté de mi familia para buscar una librería de viejo en la localidad de St. Helier, capital de la isla principal de Jersey, encontré un libro que tenía un título emocionante: Jersey under the Jackboot. Su fotografía de cubierta mostraba la plaza principal en la que acababa de comer, con la enorme bandera rojinegra de una esvástica colgando del balcón del ayuntamiento. Ante ella había un amable policía británico, que dirigía el tráfico con un uniforme y casco azules. Fue un momento en el que pude sentir que todo se ordenaba de otra forma dentro de mí. De repente, era posible imaginar cómo habrían sido todas las figuras de autoridad de mi infancia, desde los profesores a los clérigos e incluso los padres uniformados, si les hubieran impuesto la autoridad alemana. Después de todo, les había ocurrido a la iglesia y el Estado y la mayoría de las fuerzas armadas del lado francés de ese «canal». Todavía conservo en la memoria la conmoción.

En su biografía de Arthur Koestler, Michael Scammell dice que «sus terminaciones nerviosas intelectuales estaban tan afinadas que experimentaba el comienzo de nuevas ideas como orgasmos, y lamentaba su marcha como el final de preciadas historias de amor». No puedo decir que yo haya sido tan afortunado. Aunque fue breve y estuvo lleno de apasionada intensidad, mi momento en St. Helier no fue así. De hecho, ni siquiera puedo estar seguro de que esos momentos de transfiguración sean envidiables. Sé cómo es, sin embargo, lamentar el final de un amor y recuerdo Sarajevo por esa razón. Al término del conflicto, bastantes personas de la izquierda me llamaban traidor y militarista, y me sentí horrorizado y aliviado al descubrir que en realidad ya no me importaba. Por citar de nuevo a Koestler, siempre elocuente, esta vez acerca del pacto entre Hitler y Stalin en su ensayo incluido en El dios que cayó. Sin admitirlo ante sí mismo, creo que le habían hecho mucho daño las acusaciones de «vendido» y traidor que vertían sobre él sus viejos camaradas. (Hannah Arendt señala en algún lugar que el gran logro del estalinismo fue derrocar el hábito del debate y la disputa entre intelectuales, para reemplazarlo con la cuestión inquisitorial e incontestable del motivo). De todas formas, así es como Koestler sintió que la neblina de tristeza y de duda empezaba a disiparse:

Continué en ese estado de animación suspendida hasta el día que se izó la esvástica en el aeropuerto de Moscú para honrar la llegada de Ribbentrop y la banda del Ejército Rojo empezó a tocar «Horst Wessel Lied». Ese fue el final, y a partir de ese momento dejó de preocuparme que los aliados de Hitler me llamaran contrarrevolucionario.

En circunstancias mucho menos duras, descubrí que me costaba mucho más «dejarme ir». Había querido que se sumara la aritmética moral, pero al mismo tiempo esperaba que se hiciera en el lado «izquierdo de la columna». En Bosnia, sin embargo, tuve que admitir abruptamente que, si la mayoría de mis antiguos amigos se salían con la suya acerca de la no intervención, habría otro genocidio en suelo europeo. Un siglo que había comenzado con la matanza de armenios ejercida por los musulmanes turcos, y tuvo su clímax en el peor sentido de la palabra con el intento de eliminar la judería, podía cerrarse con la destrucción cristiana de la población musulmana más antigua del continente. Era una reflexión extremadamente clarificadora. Hizo que me preocupara mucho menos el amor propio de mis antiguas lealtades. Podría ilustrar eso mejor si lo hiciera con otras dos figuras que fueron muy importantes para mí: Noam Chomsky y Susan Sontag.

En la época de las guerras de Milosevic, todavía participaba en un desganado intercambio de correos electrónicos con Chomsky sobre otro asunto. Él había escrito en 1990 que la visita a Washington de Václav Havel tras el derrocamiento del comunismo checoslovaco no había sido lo que parecía. Según Noam, que Havel se hubiera dirigido a una sesión conjunta en el Capitolio, solo meses después de que los escuadrones de la muerte asesinaran a un jesuita en El Salvador, y no hubiese mencionado el papel que había jugado Estados Unidos en ese terrible episodio, era deshonroso. (Creo que ese bulo de la «equivalencia moral» resucitaba porque Havel apoyaba la intervención en los Balcanes, una medida que Chomsky detestaba). El discurso de Havel, entonaba, era como si un comunista estadounidense hubiera ido a Moscú en 1938 y hubiera hablado ante el Presidium como invitado, suprimiendo deliberadamente cualquier mención a las purgas. Intenté disuadirlo como amigo de esa analogía y de las conclusiones que sin duda pretendía derivar de ella. No recuerdo todas las observaciones que hice, pero espero haber señalado el dato de que el Congreso era electo, mientras que la asamblea de Stalin no, y el dominio de la censura, la tortura y el asesinato en un caso y no en el otro. Sin duda dije que Havel era el representante nuevo y recién elegido de un pequeño país, que había ido a darle las gracias a uno grande que al menos retóricamente lo había defendido en la adversidad, así que era un momento poco oportuno para denunciar los crímenes de guerra de Estados Unidos. Me atrevo a decir que Chomsky habría considerado esa observación mísera o algo peor. De todos modos, al final de uno de esos intercambios, algo cansado, le pregunté si su coautor Edward Herman, cuya postura volvía los nombres de «Serbia» y «Yugoslavia» casi intercambiables, debía ser considerado su «compañero de pensamiento». (Para ser claro: decir que Estados Unidos bombardeaba «Yugoslavia» me parecía falso. Decir que una Serbia dictatorial y expansionista había bombardeado el resto de Yugoslavia me parecía verdadero). El profesor Chomsky contestó altivamente que no consideraba a nadie su compañero de pensamiento. Ese era su derecho absoluto, pero sentí que mi pregunta razonablemente directa había recibido una respuesta bastante huidiza, y eso por parte de un hombre que tenía en tan alta estima la verdad en el lenguaje. Tuve la sombría sensación de que suponía una brusca disminución de mi aprecio, junto a la premonición de que acaso ese no fuera el final.[144]

Susan Sontag era un ejemplo admirable de lo que significa, si realmente significa algo, ser un «intelectual público». Sin duda, no era privada. Era autosuficiente y, aunque le gustaba seguir la moda y estar al día, no era prisionera de las tendencias. Era hermosa y dramática, con unos asombrosos ojos líquidos. Quería tenerlo todo y lo quería vorazmente: una tarde de teatro o cine seguida de una larga cena en un restaurante intrigante y nuevo, con visitantes de al menos un país nuevo, seguida de una conversación hasta altas horas, para empezar pronto por la mañana. Me considero bastante resistente en esas lides, pero una vez casi me dormí de pie mientras le preparaba un sofá cama en Washington tras un día agotador de múltiples comidas y debates: se había esfumado para empezar al día siguiente antes de que yo recobrara la conciencia. Tenía algunos de los vicios que acompañan a esa voracidad: se impacientaba con facilidad y en ocasiones hacía que uno empezara a ascender de nuevo una meseta de intimidad que pensaba que ya había alcanzado. Una vez, no sé si de manera absurda, deliberada o inconsciente, el crítico reaccionario Hilton Kramer escribió que su querido hijo (y mi estimado amigo) David Rieff no evolucionaría mientras no abandonara «el círculo de Sontag». Eso parecía mucho pedir. Ridiculizando a Kramer al final de una cena, ella, David y yo chocamos nuestros vasos tras mi brindis: «Que el círculo no se rompa», y luego nos abrazamos en la acera. La siguiente vez que nos vimos, me corrigió por algo en lo que es bastante posible que hubiera estado gravemente equivocado, pero aun así…[145]

Uno siempre tenía que perdonarla porque, fuera frente a la plaga del sida —cuya pesadilla inicial ahora hemos preferido olvidar— o la política, podía reunir coraje físico y moral. Y no solo defendía a las víctimas del sida como una categoría, sino que usó generosamente sus propias luchas con el carcinoma para ayudar y aconsejar a individuos. Ningún humano es siempre coherente, pero Susan se mostraba preparada para seguir donde la llevara la lógica. No digo que lo hiciera en línea recta, eso habría sido aburrido. Ahora entiendo que mi primera confrontación con lo que sería el resto de mi vida política se produjo cuando la vi hablar en el celebrado encuentro «Solidaridad con Solidaridad», en Nueva York, a principios de 1982. Entonces era bastante fácil para el mundo «progresista» hacer declaraciones formalmente correctas sobre un golpe militar en Polonia, y varios oradores lo hicieron debidamente, mientras se apresuraban a añadir (como Susan debió de imaginar) que también se oprimía a los trabajadores de El Salvador, por no hablar de Estados Unidos. Supe que estaba en un acontecimiento real en vez de rutinario cuando ella se levantó y dijo: «Lo repito: el fascismo (y un gobierno abiertamente militar) no es solo el destino de todas las sociedades comunistas —especialmente cuando las poblaciones se inclinan a la revuelta—, sino que el comunismo es una variante, la variante más exitosa, del fascismo. El fascismo con rostro humano». Esa última expresión no «funcionaba», o funcionaba porque era algo contradictoria. Edmund White se equivoca de nuevo cuando dice que «la sacaron del escenario a alaridos»: hubo una especie de silencio airado mientras el público comprobaba sus reflejos. Los camaradas ya habían tenido que soportar la insinuación hiriente —escogida como si pretendiera disolver cualquier espejismo que retuvieran— de que el Reader’s Digest, conservador, poco culto y apoyado por la CIA, cuyo nombre ya era un insulto para la gente leída, habría sido una mejor guía de la realidad comunista que The Nation o el New Statesman.

La labor habitual del «intelectual» es defender la complejidad e insistir en que los fenómenos del mundo de las ideas no deberían convertirse en eslóganes ni reducirse a fórmulas fáciles de repetir. Pero existe otra responsabilidad: decir que hay cosas sencillas y que no habría que oscurecerlas, y en 1982 hacía mucho que el comunismo había pasado el punto en el que necesitaba algo más que la vieja ecuación de la historia y el cubo de basura. Sin embargo, incluso Susan pensó que había quemado un puente de más. Como alguien que había pasado gran parte de su vida escribiendo para The Nation y el New Statesman, me basé en nuestra reciente amistad para llamarla y preguntarle si The Nation podía tener una copia de su (claramente preparado) discurso para publicarlo e invitar a un simposio de comentarios. Aceptó, pero con la condición de cortar la frase sobre el Reader’s Digest. Incluso entonces, sabía que no convenía discutir con ella por un detalle. Publicamos el discurso como lo había redactado, y escribí un pasaje introductorio donde describía la velada y ponía la frase cortada en su lugar, porque ya había aparecido en otros medios.[146]

En el simposio que finalmente publicamos, parte de la intelligentsia de izquierda cometió el craso error de decir que, aunque lo que decía Susan podía ser parcial o totalmente cierto, habría sido mucho mejor que no lo dijera. Creo que incluso ella pudo tener miedo de ayudar «objetivamente» a Ronald Reagan. Pero al margen de que sus ideas la cambiaran, o de que ella cambiara de idea, manifestó la vieja verdad que más temen quienes remachan los grilletes que forja la mente y que repito aquí: no se puede ser solo un poquito herético.

Añado que, en un decenio, el comunismo oficial había explosionado sin esperanzas de recuperarse, o se había convertido en dictaduras abiertamente militares en Corea del Norte y Cuba —el último régimen uniformado de América Latina—, y que en Serbia las palabras «fascismo» o incluso «nacionalsocialismo» no habrían sido una exageración excesiva. Todo lo que quedaba en ese momento era dejar de contemporizar, dejar de aferrarse a asideros consoladores y de perder el tiempo en casas a medio camino y pedir que la OTAN y la Casa Blanca abandonaran una innoble neutralidad y salvaran el nombre de Europa. Algo que Susan hizo ruidosamente, y el Sarajevo rescatado tiene una calle que lleva su nombre.[147]

Hannah Arendt hablaba del «tesoro perdido de la revolución»: un fenómeno proteico que escapaba a la captura de quienes más lo buscaban. Como la «astucia de la historia» de Hegel y «el viejo topo» de Marx que surgía en lugares impredecibles e irónicos, ese elemento voluble aceleró mi breve vida en años trágicos y mágicos como 1968, 1989 y 2001. En el curso de todos ellos, aunque no sin circunvoluciones y contradicciones, resultó evidente que la única revolución histórica a la que le quedaba algo de brío, o que siguiera siendo un ejemplo para cualquier otra, era la de Estados Unidos. (Quizá Marx y Engels, que escribieron con tanto afecto sobre Estados Unidos y fueron los mayores defensores de Lincoln en Europa, y que sentían tanto desagrado por la Rusia atrasada y sangrienta, no se habrían sentido muy sorprendidos o perplejos al ver el resultado).

Anunciar que uno ha aprendido dolorosamente a pensar por sí mismo puede parecer una conclusión poco excitante y, de todos modos, solo tengo mi palabra para afirmar que me he enseñado a hacerlo. Las formas en que se llega a esa conclusión pueden ser más interesantes, al igual que siempre cuenta más cómo piensa la gente que lo que piensa. Sospecho que lo que más le cuesta entregar al idealista es lo teleológico, o el sentido de que hay algún futuro alcanzable y mejor, que puede acercarse por medio de acciones en el presente y que justifica los «sacrificios». Una parte de mí todavía «siente», pero ya no piensa, que la humanidad sería más pobre sin esa ilusión increíblemente poderosa. «Un mapa del mundo que no mostrara utopía —dijo Oscar Wilde— quizá no mereciera la pena». Antes adoraba esta frase, pero ahora pienso más en los naufragios y cárceles en las islas a las que ha llevado esa búsqueda.

Pero espero y creo que mi edad madura no ha deshonrado a mi juventud. Realmente, he visto más prisiones abiertas, más gente y territorios «liberados», y más tabúes rotos y censores desdeñados, desde que abandoné la idea, o al menos el plan, de un futuro radiante. Esas «sencillas» proposiciones corrientes, de la sociedad abierta, especialmente cuando se comparan con las simplificaciones letales de los enemigos jurados de la sociedad, eran todo lo que necesitaba. Eso tampoco era un aburrido giro ritual hacia la derecha. La derecha presentaba excusas tácticas para dictaduras amigas, mientras que ahora la mayoría de los conservadores evitan frenéticamente hasta la apariencia de hacerlo, y al menos parte de la izquierda puede llevarse al menos parte del crédito de al menos parte de eso. No se trata de que sean ironías de la historia, sino de que la propia historia es irónica. No es que no existan certezas, sino que existe la absoluta certeza de que no hay certezas. No solo es cierto que el único examen de conocimiento es la conciencia aguda y cultivada de lo poco que sabe uno (como bien sabía Sócrates), sino que es cierto que ilimitadas zonas y campos de lo que uno ignora se extienden de tal modo y a tal velocidad que contemplarlos resulta casi fantásticamente hermoso. Entonces, una razón por la que no volvería a vivir mi vida es que uno no puede nacer sabiendo esas cosas, y debe descubrirlas por su cuenta, aunque parezcan condenadamente evidentes. Si hubiera querido registrar esto por escrito para ahorrarte algo de esfuerzo, te haría una injusticia.

He comenzado este relato extremadamente selectivo citando lo que decía Auden sobre lo poco aconsejable que es nacer, para empezar —una opinión desde la que rápidamente valseó hacia un plan B: aprovechar el baile lo mejor posible (o, como dijo Dorothy Parker: «Ya que estás puedes vivir»). Para mejores ocasiones, prefiero el estoicismo lírico de mi amigo y aliado Richard Dawkins, que nunca pierde la sensación de asombro ante la improbabilidad que supone haberlo «conseguido» brevemente, en un planeta donde la cruda extinción ha gozado de tal predominio, y donde las posibilidades de ser concebido, no digamos nacer sin problemas, son infinitesimales.

Cuando mi querido amigo James Fenton volvió de Indochina, tras asistir a la caída de Saigón y Phnom Penh al final, tanto trágico como ambiguo, de una guerra que tantos de nosotros consideraban un compromiso, estaba conmocionado. Las últimas palabras de uno de sus poemas más exquisitos de esa época eran: «Me temo que todos mis amigos están muertos». Pero sabía que si había algún superviviente sabría contactar con él, y, puesto que es un hombre de conciencia, cuando algunos lo hicieron, volvió a las fronteras y los campos para ver cómo podía ayudar. Los poemas resultantes —recogidos en Children in Exile— suponen un complemento esencial a sus predecesores de Memory of War. Uno de los últimos se titula «Prison Island». Recuerdo particularmente bien la génesis de ese poema exteriormente melancólico pero duro como el diamante: acababa de asaltarnos verbal y auditivamente un dogmático jactancioso que afirmaba de su propia secta: «La posibilidad de la derrota no entra en nuestros cálculos».

Esa posibilidad rotunda y tiránica molestó tanto a James, y creo que le mostró hasta tal punto las certezas letales que habían llevado a sus amigos asiáticos al desastre, que no descansó hasta atrapar su arrogancia en la red de sus versos. Tengo un recuerdo conmovedor de cuando me leyó la primera versión, en la habitación del ático en que se alojaba. Una estrofa en concreto me atrapó y me capturó:

Querido amigo, ¿valoras los consejos de los muertos?

Debería decirlo. Teme la derrota. Tenla en la cabeza tanto como la victoria. Derrota a manos de tus amigos, derrota en los planos de tus confiados generales.

Teme al capitán con pañuelo que no cree que pueda morir.

A lo largo de la última década, he sido vívidamente consciente del desafío literalmente letal de la clase de gente que opera con certezas absolutas y se cree impulsada y justificada por una autoridad superior. Haber pasado tanto tiempo aprendiendo relativamente poco, y que gente que ya lo sabe todo, y que tiene toda la información que necesita, amenace todos los aspectos de mi vida… Aún es más deprimente ver que, frente a este asalto feroz, muchos de los mejores carecen de toda convicción y dudan a la hora de defender lo que posibilita su existencia, mientras que los peores están llenos de brío y hierven de exaltación asesina.

Es una tarea ímproba combatir a los absolutistas y a los relativistas al mismo tiempo: sostener que no existe una solución totalitaria e insistir al mismo tiempo en que, sí, los de nuestro lado también tenemos convicciones inalterables y estamos dispuestos a luchar por ellas. Tras varias lealtades pasadas, he llegado a creer que Karl Marx tenía toda la razón cuando recomendaba una duda y autocrítica continuas. Pertenecer a la tendencia o facción escéptica no es, en absoluto, una opción blanda. La defensa de la ciencia y la razón es el gran imperativo de nuestro tiempo, y me siento absurdamente honrado cuando la mente pública me agrupa con grandes profesores y estudiosos como Richard Dawkins (un verdadero hombre de Balliol, si hubo uno), Daniel Dennett y Sam Harris. Ser no creyente no solo significa poseer «una mente abierta». Es, más bien, una admisión decisiva de incertidumbre, que está dialécticamente conectada con el repudio del principio totalitario, en la mente y en la política. Pero ese es mi Hitch-22. Ya he descrito algunos de los ensayos de esa guerra, que los relativistas llaman quejumbrosamente «infinita» —como si no fuera el último capítulo de una lucha eterna— y creo que, el tiempo que me quede de vida, seré bastante feliz viendo si puedo emular la modestia del comandante Hitchens, para decir que al menos sé lo que tengo que hacer.