Durante mi larga relación con esa tortuosa Frage, entablé una amistad que me enseñó muchas cosas. Fue en un congreso en Chipre en 1976, que trataba de los derechos de las naciones pequeñas, donde conocí a Edward Said. Era imposible no quedar fascinado: poseía muchas cualidades seductoras, pero empezaré por una muy importante. Cuando reía, era como si se rindiera incondicionalmente a un placer culpable. Al principio era la viva imagen de la rectitud del catedrático, con impecables tweeds, pañuelos y otros accesorios (la pipa también era un elemento prominente), pero ante una observación atrevida o la revelación de algo vagamente escandaloso reaccionaba como si todo un caballo de Troya de alegría se hubiera colado en su interior y soltara su contenido de repente. El bombo, por tanto, merecía la pena. Y se perdía muy pocas alusiones: parecía haber memorizado la mayor parte de Beyond the Fringe y Monty Python y era un excelente imitador de cualquier cosa que oliera a absurdo. Recuerdo que «hacía» muy bien de George Steiner…
No me había gustado especialmente su forma de escribir sobre literatura en Beginnings, y siempre estaba en guardia —si no era directamente hostil— cuando se aplicaba cualquier tintura de «deconstrucción» o «posmodernismo» a mi amado canon de escritura inglesa, pero cuando Edward hablaba de literatura inglesa y citaba, superaba el examen que siempre aplico íntimamente: ¿De verdad amas este asunto y podrías soportar vivir un instante si desapareciera?
Iba a ir a Israel desde Chipre y me dio algunos contactos, sobre todo en la Universidad de Birzeit en Ramala. Todas las personas que sugirió que conociera resultaron acogedoras, cuerdas, laicas y realistas. A lo largo de los años, cada vez que iba a Beirut, Siria u otros lugares de la región, parecía tener acceso a gente de esa franja. Aunque nunca se adhirió a él, estaba cerca de algunos elementos del Frente Democrático para la Liberación de Palestina, que era la más comunista (y en el sentido más bien ortodoxo) de las formaciones palestinas. Recuerdo que una vez Edward me sorprendió al decir, sin que viniera a cuento: «¿Sabes qué no he hecho nunca en mi carrera política? Nunca he criticado en público a la Unión Soviética. No es que simpatice mucho con ellos ni nada de eso. Es que los soviéticos nunca me han hecho, ni nos han hecho, daño». En su momento me pareció una declaración bastante ingenua, quizá incluso levemente despreciable, pero para entonces había estado en partes de Oriente Próximo en las que era un bendito alivio encontrar un dogmático ateo consagrado a la línea de Moscú, aunque solo fuera por el humanismo comparativamente racional que manifestaba frente a tantos ladridos y manías religiosos. Solo más tarde se me ocurrió que debería haber prestado más atención al pronunciado desagrado que Edward sentía por George Orwell.[130]
Después de Chipre, la siguiente vez que vi a Edward fue en Nueva York. Y, cuando fui a visitarlo en Morningside Heights, descubrí que la acera en torno a su edificio estaba llena de policías y tipos de «seguridad». Era la época del trato en Camp David de Jimmy Carter, Anwar al-Sadat y Menahem Begin, donde los tres líderes habían intentado cuadrar el círculo confeccionando un acuerdo en ausencia de cualquier representante de los palestinos. Quizá un poco sensible a esa laguna algo conspicua, Sadat había sufrido uno de sus arrebatos públicos de improvisación y capricho, y había declarado que quizá el buen profesor Edward Said, de la Universidad de Columbia, fuera el interlocutor necesario para su pueblo desposeído (y en este caso excluido). Fue la primera vez que veía el tópico mediático en acción, pero sí, en unas horas el mundo se había congregado ante su puerta y yo tenía que abrirme paso hasta su apartamento para cenar.
Estaba consternado por la presunción de Sadat y avergonzado —como su encantadora esposa libanesa, Mariam— por la atención no solicitada que le había granjeado. Aprendí mucho esa tarde, incluyendo un aspecto crucial sobre Edward que mucha gente nunca logró comprender. Era que NO se consideraba una víctima directa de 1947/1948 y del triunfo israelí. A la larga, su familia había perdido muchas propiedades en Jerusalén y había sufrido una clara pérdida de orgullo, pero se negaba firmemente a definirse como refugiado. Se había marchado a tiempo de Jerusalén a Egipto, completó sus estudios en un internado paródicamente inglés en El Cairo (en el que Omar Sharif empuñaba el zapato punitivo del gimnasio como el sádico «capitán» de Kitchener House) y había seguido —con su pasaporte estadounidense original— titulándose varias veces en varias universidades estadounidenses. Debía su eminente posición en Columbia al estímulo especial de Lionel Trilling.
Sin embargo, precisamente porque no era un refugiado sin un penique o un Estado (aunque la familia había perdido la casa vieja y encantadora en la que más tarde vivió Martin Buber) sentía esa fuerte responsabilidad hacia quienes lo eran. Me acostumbraría a oír, en Nueva York, la molesta forma en que la gente decía: «Edward Said, un hombre muy afable, elocuente e ingenioso», con el sufijo implícito «para ser palestino». También le irritaba a él, naturalmente, pero en mi fuero interno fortalecía su determinación de ser embajador o portavoz de los que vivían en los campos o bajo la ocupación (o ambas cosas). En mi opinión, casi exageraba el aspecto de embajador, siempre demasiado impecablemente vestido y fantásticamente elegante. A menudo los idiotas contrastaban esa atención a su tenue con que fuera miembro del Consejo Nacional Palestino, el Parlamento en el exilio del pueblo sin tierra. De hecho, formar parte de esa asamblea un tanto caótica era una especie de noblesse oblige: una forma de asegurar a sus compatriotas (y a sí mismo) que no se había permitido ni se permitiría nunca olvidar su difícil situación. Solo percibí el inconveniente de esa noblesse más tarde. Seguí observando lo rígida y esmeradamente que llevaba sus botones y sus corbatas, y viendo que sus contenidos bien envueltos se hallaban bajo presión. Una vez llevé a Martin Amis por la zona de Morningside Heights para visitar a Edward —cuyas reseñas y ensayos había instado a Martin que publicara en las páginas literarias del New Statesman— y cuando llegamos el buen profesor se mostró quizá demasiado solícito ante la idea de que hubiéramos ido a pie. En esa época de finales de los setenta, su barrio podía describirse como un poco «espeluznante». (Una vez, después de cenar, había insistido amablemente en acompañarme al metro). «Si quieres decir —dijo Martin— que los tipos de por aquí se arreglan el pelo metiendo la polla en un enchufe…». No me pareció una de sus mejores frases, pero vi que el ocupante de la Cátedra Parr de Literatura Inglesa y Literatura Comparada luchaba por dominar una gran erupción de alegría anárquica en la que, casi sin duda, se reprochaba haber participado.
Cuando leí su autobiografía mucho más tarde, me asombro descubrir que desde niño, Edward —de forma no muy distinta a Isaiah Berlin— se había sentido a menudo desgarbado y poco agraciado. Siempre me había parecido lo contrario: quizá con algo de dandi pero —como dice el dicho— perfectamente seguro de su masculinidad. En una ocasión, después de comer en Georgetown, me llevó hasta un célebre tabaquista local y pidió hacer algo que nunca le había visto hacer: «probar» una pipa. Si alguna vez deseas hacerlo, esta es la forma: un asistente solemne saca un sobre de plástico y lo encaja sobre la pieza bucal de ámbar o marfil. Después aprietas los dientes para notar si el «encaje» y el peso son cómodos para tu mandíbula. Si no, repites con varias hasta que terminas la búsqueda. En esa época yo podría haber inhalado diez cigarrillos y bebido diez martinis de Tanqueray en el tiempo que llevaba esa frivolidad de flaneur, pero admiraba ese compromiso con el fumar. Una vez, cuando tomábamos café en un centro comercial de Stanford, vi que de repente registraba algo por encima de mi hombro. Era una tienda de ropa de señoras. Se disculpó y se metió, para salir poco después con unas bolsas a la moda y de aspecto caro. «Marian —me dijo, a modo de explicación— nunca lleva nada que no le haya comprado yo». En otra ocasión, en Manhattan, tras actuar como guía magnífico y enciclopédico por la hermosa exposición sobre Andalucía (al-Andalus) en el Museo de Arte Moderno, nos iba a invitar a comer a Carol y a mí cuando ella se dio cuenta de que había perdido o le habían robado el bolso. De inmediato, Edward estaba a su servicio, no solo sugiriendo tiendas en las cercanías donde podría encontrar uno de repuesto, sino también ofreciéndose a ser su guía y consejero hasta que seleccionó un adecuado sac à main. Había las mismas posibilidades de que me postulara para esa exhibición que de que me ofreciera como cosmonauta, de modo que dejo que los demás interpreten lo que esto dice sobre mi confianza heterosexual.
Su inseguridad, en otras palabras, no se notaba en absoluto cuando él temía que lo hiciera, en su porte o en su atuendo. Ni tampoco dejaba que se notara cuando daba una conferencia o actuaba en público. Ojalá yo supiera algo de música, pero verlo sentado al piano era ver a alguien que se volvía instantáneamente menos consciente de sí mismo (algo que he observado a veces en otros artistas, como cuando Annie Leibovitz adquiere confianza de inmediato en cuanto coge una cámara). No, lo que incomodaba a Edward era la cuestión del islam.
Era hasta tal punto la imagen de distintos tipos de asimilación que casi resultaba un caso de múltiple personalidad. En un momento podía ser casi un judío cosmopolita del Upper West Side, amante de la música, bibliófilo, viajado, políglota. Cuando le pedí que me diera una clase sobre George Eliot y Daniel Deronda, para una conferencia que planeaba dar después de descubrir el judaismo oculto en mi familia, me invitó a su apartamento —para entonces se había trasladado a la zona de Claremont— y me ofreció una de las mejores sesiones que he tenido nunca con un profesor: mostrando todas las ambivalencias de los comentarios sobre el anglojudaísmo desde sir Leslie Stephen a Virginia Woolf, desde F. R. Leavis a lord David Cecil y haciendo un excursus o dos para tratar a Proust, Sainte-Beuve y Steven Marcus. Considerando que la novela era, entre otras cosas, una versión romántica del sionismo que fracasaba casi totalmente a la hora de mencionar a los habitantes no judíos del territorio, me pareció ejemplar por parte de Edward. Pero esa también era su otra personalidad en funcionamiento: el inglés profesoral con pipa y tweed, diciendo: «Quizá deba echar un vistazo a lo que dice Frank Leavis sobre este aspecto, aunque es un poco indigesto». Edward había estudiado en la Academia Anglicana de San Jorge en Jerusalén —afirmo esto con conocimiento y confianza pese a la insidiosa campaña de mentiras sobre el asunto que publicó más tarde la revista Commentary— y se sentía miembro de la pequeña y algo ridiculizada comunidad anglicana-palestina de la ciudad. Una vez me invitó a comer con el obispo anglicano-árabe de la ciudad (un hombre que después, de manera bastante estereotípica, fue arrestado en un servicio de caballeros durante un descanso de la Conferencia de Lambeth de la Iglesia de Inglaterra) y demostró un gran interés por la liturgia y los rituales del viejo lugar.
En su forma tradicional, el nacionalismo árabe era la manera en la que los cristianos árabes laicos como Edward habían encontrado y mantenido un lugar para sí, mientras evitaban la acusación de ser demasiado «occidentales». Era muy evidente entre los palestinos que los nacionalistas —y marxistas— más «extremos» eran a menudo de origen cristiano. George Habash y Nayef Hawatmeh eran ejemplos célebres de ese fenómeno, mucho antes de que nadie hubiera oído hablar de Hamas o la Yihad Islámica. Había un elemento de compensación excesiva, o eso es lo que llegué a sospechar.
Costó un tiempo que ese desacuerdo entre los dos cristalizara. Al principio pensaba que Orientalismo, de Edward, era un libro muy justo y necesario porque obligaba a los occidentales a afrontar sus propias asunciones sobre el Levante y en general todo Oriente. (Mi ejemplo favorito es de Robert Hughes, cuya familia australiana hablaba satisfecha de Indonesia como «Extremo Oriente», cuando, sí separabas su cosmología colonial de la verdadera geografía, era en realidad su «Norte Próximo»). Con el tiempo vi que Edward infravaloraba, digamos, el imperialismo turco, cuando lo comparaba con las conquistas francesas o británicas, y era bastante reacio a valorar la importancia relativa de la investigación académica alemana, pero Orientalismo era un libro que hacía pensar.[131] Fue al leer una obra muy inferior, Cubriendo el islam, cuando empecé a darme cuenta de que había una diferencia aparentemente estrecha pero muy profunda entre los dos.
Mientras defendía el libro en una velada de principios de la década de 1980 en el Fondo Carnegie de Nueva York, sabía que parte de lo que decía era bastante cierto, y que parte de lo que decía lo era posiblemente menos. (Edward desechaba imprudentemente «la especulación sobre la última conspiración para volar edificios o sabotear aviones comerciales» como el producto febril de «estereotipos extremadamente exagerados»). Cubriendo el islam tomaba como punto de partida la revolución iraní, que después sufrió una completa contrarrevolución bajo las fuerzas del ayatollah Jomeini. Sí, era cierto que la prensa occidental —era la mitad del juego de palabras sobre «cubrir»— había sido ingenua, si no algo peor, con el régimen de Pahlavi. Sí, era cierto que pocos «analistas» de Oriente Próximo tenían alguna idea del poder latente que poseía el shiismo para producir una movilización de masas. Sí, era cierto que casi todas las etapas del drama iraní habían surgido como una sorpresa completa para los medios. Pero ¿no era también cierto que la sociedad iraní estaba desapareciendo en un vacío de piedad regresiva que había impuesto una guerra contra el Kurdistán iraní y había empleado armas medievales como la lapidación y la amputación contra sus críticos internos, o incluso contra las mujeres sin velo cuya mera existencia constituía una ofensa? («Vivir en la república islámica —diría más tarde Azar Nafisi en Leer Lolita en Teherán, uno de los muchos libros que demuestran la superioridad de la literatura sobre la religión como fuente de moralidad y ética— es como tener sexo con alguien a quien odias». Como atestiguan las numerosas víctimas masculinas de violación en las asquerosas cárceles del régimen, esta patología de represión sexual y sadismo sexual dirigida por el régimen no se limita a degradar a las mujeres.)[132]
De forma bastante cordial, Edward no discrepaba con lo que yo decía, pero tampoco parecía admitir mi observación. Quería presionarle más, así que me acerqué bastante al argumento ad hominem para señalar que su vida —la vida de la mente, la vida del coleccionista de libros, el amante de la música y el visitante de las galerías, apreciador de lo femenino y ocasional boulevardie— sería imposible de vivir y pensar en una república islámica. De nuevo, podía aceptar educadamente mi observación, pero seguía como si no hubiera concedido nada. Lentamente me di cuenta de que con Edward yo también mantenía una doble contabilidad. Estábamos de acuerdo en cosas cómo la primera intifada palestina, otro acontecimiento que también pilló a la prensa occidental con la guardia baja, y colaboramos en un libro de ensayos que afirmaba y defendía los derechos palestinos. Ese era el momento, ahora difícil de recordar, en que la OLP no recibía ningún reconocimiento oficial. Juntos debatimos con el profesor Bernard Lewis y Leon Wieseltier en un congreso célebre de la Asociación de Estudios sobre Oriente Próximo en Cambridge en 1986, revoleándolos y corneándolos un poco en un duelo sobre la «objetividad» académica en la disciplina más amplia. Pero incluso entonces era vagamente consciente de que Edward no se sentía libre de decir ciertas cosas, mientras que por otra parte se sentía demasiado obligado a decir otras cosas. Un punto bajo fue un perfil casi acrítico de Yasir Arafat que publicó en la revista Interview a finales de la década de 1980.
En aquella época, sin embargo, la adhesión a Arafat era al menos compatible con la declaración de Argel, por la que Edward había luchado. Recordar ese acuerdo es rememorar un momento casi desaparecido: la OLP iba a renunciar a las cláusulas de sus estatutos que pedían la demolición del Estado israelí o sugerían que los judíos no tenían lugar en Oriente Próximo. En Argel, los razonamientos de Edward prevalecieron y la alianza «izquierdista-rechacista» de George Habash y Nayef Hawatmeh perdió tras un debate tormentoso y emocional. Moralmente, pensaba que eso merecía más elogios de los que recibió: Edward y los que habían dejado la tierra del Israel anterior a 1947 abandonaban su reivindicación ancestral sobre ella, para que las generaciones desposeídas o expulsadas u ocupadas tras 1967 pudieran tener la oportunidad de construir un Estado propio en al menos una porción de «la tierra». Esa renuncia abnegada tenía un elemento de nobleza.
Pero en esa época los «rechacistas» palestinos eran laicistas y de izquierdas. Ahí había otro momento en el que uno era testigo de la muerte de un movimiento en vez del nacimiento de uno (y también del nacimiento de un movimiento basado en la muerte). Llegó un día que no puedo olvidar en el que estaba en Jerusalén con un viejo camarada, el profesor Israel Shahak. Ese hombre honrado y culto, superviviente de los guetos de Polonia y del campo de Bergen-Belsen, había inmigrado a Israel después de la guerra y se había convertido en la voz individual más importante a favor de los derechos palestinos y en el crítico más letal de los ladrones de tierra y pistoleros que se basaban en la Torá. Shahak me introdujo a la obra vital de Benedict (antes Baruch, hasta que lo excomulgaron y anatemizaron) Spinoza. Shahak, uno de los grandes críticos morales no reconocidos de nuestro tiempo, no limitaba sus fulminantes reproches a los sionistas. Ojalá pudiera replicar sus cálidas guturales de Mitteleuropa en la página:
Christopher, quizá hayas seguido este nuevo debate en Gaza entre las fuerzas de Hamas y la Yihad Islámica. ¿No? Entonces te lo tengo que decir: compensará tu interés.
Ahí estaba el gran tema ominosamente emergente (hablamos de finales de la década de 1980 y principios de la de 1990). Las fuerzas de la Yihad Islámica en Gaza decían en su propaganda que toda España, y no solo Andalucía, era tierra robada al islam y debía exigirse su restitución inmediata. Los estrategas de Hamas respondían que, puesto que el plato palestino estaba lleno, quizá no fuera el momento de pedir la islamización de toda la península Ibérica. Quizá no por ahora, con la restitución de Andalucía valía. Sin embargo, y casi como para que no los superasen, la página web de Hamas incluía los Protocolos de los sabios de Sión, una invención antisemita perpetrada originalmente por la derecha cristiana ortodoxa de Rusia que (porque una falsificación es, después de todo, una copia falsa de algo verdadero) es un error describir como falsificación. Más o menos en esa época, mi amigo Musa Budeiri, profesor en la Universidad de Birzeit, en Cisjordania, me dijo que estudiantes musulmanes religiosos se acercaban para anunciarle que ya no estudiarían la asignatura de humanidades que impartía porque requería instrucción sobre Darwin…
Como descubrí más tarde al volver a Gaza, Shahak y Budeiri me ofrecían un atisbo premonitorio de la nueva forma que el islam militante y paranoico iba a adoptar. Hasta entonces, los palestinos habían sido relativamente inmunes a ese estilo «Allahuh Akhbar». Pensé que era una deriva enormemente retrógrada. Se lo dije a Edward. Imprimir propaganda nazi y realizar una reivindicación teocrática sobre el suelo español era ser protofascista y apoyar el imperialismo del Califato: no tenía nada que ver con el maltrato a los palestinos. De nuevo, no discrepó exactamente. Pero estaba ansioso por subrayar que los israelíes habían alentado a menudo a Hamas como un arma contra Fatah y la OLP. Eso lo sabía desde 1981, cuando bandas musulmanas empezaron a quemar a palestinos izquierdistas. Sin embargo, una vez más, parecía que Edward solo podía condenar el islamismo si podía culpar de él a Israel, Estados Unidos u Occidente, y no como algo en sí. A veces empleaba el mismo movimiento de caballo de ajedrez cuando hablaba de otras tendencias arabistas: despellejaba al Partido Baaz de Sadam Husein, por ejemplo, principalmente porque en el pasado había disfrutado del apoyo de la CIA. Pero si atacabas a Sadam de verdad, como en el caso de su uso de armas químicas contra no combatientes en Halabja, Edward daba una validez vicaria a la historia falsa de que «en realidad» lo habían hecho los iraníes. Si eso no funcionaba, bueno, ¿no era Estados Unidos quien había vendido el armamento a Sadam? Finalmente, y siempre —y esa pregunta no se desechaba automáticamente por ser un cambio de tema—, ¿qué pasaba con el gobierno feo y no deseado de Israel sobre millones de no judíos?
Desarrollé un examen para esa mentalidad y lo apliqué a más gente. ¿Qué diría, o decía, la persona relevante cuando Estados Unidos intervenía para detener las matanzas y desposesiones en Bosnia-Herzegovina y Kosovo? Eran dos territorios y poblaciones de mayoría musulmana que unos cristianos ortodoxos y católicos maltrataban vilmente. No había petróleo en la región. No afectaba a los intereses de Israel (de hecho, Ariel Sharon se opuso públicamente al regreso de los refugiados kosovares a sus hogares porque establecía un precedente alarmante (quiero decir perturbador).[133] Los habituales «halcones» de la seguridad nacional, como Henry Kissinger, también se oponían con fuerza a la misión. Una tarde en el apartamento de Edward, en la que el otro invitado era el voluble y valiente Azmi Bishara, entonces uno de los miembros árabes más ilustres del Parlamento israelí, pude por fin dejar que otro expusiera los argumentos. A Bishara (que, por cierto, me dijo que Israel Shahak había sido el mejor y más amable profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde había estudiado) le conmocionaba que Edward no apoyara públicamente a Clinton por hacer lo correcto en los Balcanes. ¿Porqué era tan obstinado? Por entonces había empezado —tarde, podría decirse— a adivinar. Como nuestro entonces amigo Noam Chomsky, al final Edward pensaba que si Estados Unidos hacía algo, ese algo no podía ser, por definición, una acción moral o ética.
Llegó un día horrible en el que descolgué el teléfono y supe de inmediato, como ocurre con algunos viejos amigos incluso antes de que hablen, que era Edward. Parecía llamar desde el fondo de un pozo. Todavía doy gracias a la suerte por no decir lo que casi dije, porque los compañeros telefónicos del buen profesor estaban acostumbrados a bromear o burlarse de sus brotes de pesimismo e inseguridad cuando decía cosas ridículas como: «Espero que no te importe que te interrumpa este wog advenedizo». El remedio consistía en no complacerlo y contestar con algo vigorizante y satírico que devolviera la risa burbujeante a su garganta. Pero me alegro de no haber dicho: «¿Qué pasa, Edward, chapoteando otra vez en las aguas de la autocompasión?», porque me llamaba para decirme que había contraído un tipo raro de leucemia. De forma nada atípica, aprovechó la ocasión para recordarme que era muy importante mantener citas regulares con el médico.
Lo llamativo era que, desde entonces, empezó a sentir mucha menos compasión por sí mismo. Hablaba a menudo con bastante estoicismo de sesiones de quimio devastadoras —finalmente se puso en manos de unos médicos muy avanzados en el Hospital Judío de Long Island— y había días en los que era perturbador verlo tan delgado, así como ocasiones en las que parecía poco natural que un hombre tan elegante estuviera tan hinchado. Una tarde me preguntó si sería un buen plan hablar con Susan Sontag acerca de las metáforas de la enfermedad, en las que se había convertido en una curtida experta. Pensé que definitivamente sí, aunque solo fuera porque tendrían muchas otras cosas de que hablar. Sé que cenaron, pero la única «metáfora» que destilé o derivé de la enfermedad finalmente letal de Edward era esta. Muy poco después de descubrir que estaba enfermo, dimitió de su puesto en el Consejo Nacional Palestino, y me llamó bastante alegre para decirlo. Era casi como si el atisbo de la mortalidad lo hubiera emancipado de los requerimientos cotidianos de la mentalidad de partido y la lealtad tribal. (A veces he observado en otras personas que una percepción clara de la extinción inminente puede tener un efecto paradójicamente liberador, como en: al menos no tengo que hacer eso nunca más).
Inevitablemente llegó el momento en que repudió con ira a su antiguo paladín Yasir Arafat. De hecho, me lo describió como «la mezcla palestina del mariscal Pétain y Papa Doc». Pero el principal problema, ay, seguía siendo el mismo. En el universo moral de Edward, por fin podría llamarse a Arafat matón y practicante de la corrupción y la extorsión. Pero solo se podía identificar así en la medida en que ahora estaba, finalmente, alineado con un diseño estadounidense. Pero lo único verdaderamente imperdonable sobre «el Presidente» era su disposición a aparecer en el césped de la Casa Blanca con Yitzhak Rabin y Bill Clinton en 1993. Tengo un conocimiento y un recuerdo reales de eso, porque George Stephanopoulos —la iglesia ortodoxa de su padre en Ohio y Nueva York le había mantenido en contacto con la que todavía era la opinión cristiana árabe-estadounidense— me llamó más de una vez desde la Casa Blanca para rogar a Edward que se presentara en el acontecimiento. «La opinión que recibimos de los votantes árabes-estadounidenses es esta: Si es una idea tan buena, ¿por qué no la refrenda Said?». Cuando lo llamé, Edward estaba reacio y malhumorado. «El viejo [Arafat] no tiene derecho a entregar tierras». ¿Realmente? ¿Entonces de qué trataba el acuerdo de Argel? ¿Cómo podían llegar a existir dos estados sin que hubiera cesiones mutuas de territorio?
Aun así, hice todo lo que pude para que se oyeran las reservas de Edward y, a petición suya, escribí una introducción poco inspirada a su pequeño libro anti-Oslo, titulado Peace and Its Discontents, pero no puse el corazón en ello. La llamada segunda intifada palestina, organizada o incitada como respuesta a una de las provocaciones de Ariel Sharon en la mezquita de al-Aqsa, me apestaba a una demagogia racista y religiosa y a esos conjuros «sacrificiales» siniestros y estúpidos que después se convirtieron en un olor nauseabundo a escala mundial.
Peor que eso, retrospectivamente abarató y degradó las peticiones palestinas previas de solidaridad. Si el pueblo palestino realmente desea decidir que peleará hasta el final para evitar la partición o anexión de una pulgada de su suelo ancestral, tengo que conceder que está en su derecho. Incluso pienso que el experimento bastante chapucero de casi sesenta años en un casi Estado marginal constituye una experiencia que el pueblo judío podría pensar en abandonar. Apenas representa un instante en nuestra historia eterna y ardua, y ahora incluso los herederos de Zeev Jabotinsky admiten que es imposible realizar en el plan «Judea y Samaria», por no hablar de Gaza y el Sinaí. Pero es directamente intolerable que te pidan que avales una patria palestina al lado y descubrir después que hay apologistas sinuosos y de dos caras que justifican atentados suicidas contra civiles judíos en Tel Aviv, una ciudad que sería parte de un Estado o comunidad judía bajo cualquier «solución» concebible. Ahí está esa palabra otra vez…[134]
Si no se aborda una diferencia de principios durante un tiempo, empieza a comprometer y socavar la integridad de una amistad. En 2001 era consciente de que algunas de nuestras conversaciones se habían vuelto un poco reservadas, y que nos limitábamos a temas «seguros». La distancia política entre los dos había crecido mucho más rápido de lo que mostraban nuestras relaciones personales: había instado a The Nation para que publicara el trabajo de Kanan Makiya sobre el régimen de Sadam Husein y, cuando Edward llamó a los editores para quejarse, al principio era bastante inconsciente de que había sido idea mía. Su reacción inmediata fue extremadamente vulgar, y contenía la insinuación de que Kanan era un agente en nómina, incluso un traidor.[135] Al instante todas nuestras disputas personales y políticas convergieron abruptamente. En la edición especial que el London Review of Books publicó con motivo de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, Edward dibujó una imagen de un Estados Unidos casi fascista, donde los ciudadanos árabes y musulmanes vivían diariamente aterrorizados por pogromos, instigados por hombres como Paul Wolfowitz, que había hablado de «acabar» con los regímenes que prestaban refugio a al-Qaeda. De nuevo, apenas podía creer que esas frases vinieran de una persona culta, no digamos que las reprodujera una publicación civilizada.
Me niego firmemente a creer que el estado de salud de Edward tuviera algo que ver con eso, y no lo digo solo porque más tarde me acusaran de atacarle «en su lecho de muerte». Conservó toda su lucidez hasta el final, y las posiciones que asumía me parecían fácilmente reconocibles como extensiones o amplificaciones de las opiniones que había expresado (o rechazado expresar). Tristemente, es cierto que estaba más cerca del final de lo que nadie imaginaba cuando se celebró con una reedición el vigésimo quinto aniversario de la publicación de Orientalismo, pero su prolongada situación no sería motivo para dedicarle una reseña indulgente, por no hablar de no dedicarle ninguna, que habrían sido las únicas alternativas. En la introducción que escribió para la nueva edición, desaprovechó en general la oportunidad de responder a sus críticos académicos y presentó la reciente llegada de los estadounidenses a Bagdad como un ejemplo del «orientalismo» en acción. El saqueo y la destrucción de las piezas expuestas en el Museo Nacional de Irak, escribió, era un caso deliberado de vandalismo por parte de Estados Unidos, perpetrado para arrebatar al pueblo iraquí su patrimonio cultural y demostrarle su nueva servidumbre. Incluso en un momento en el que podía decirse y creerse cualquier cosa que fuera lo suficientemente contraria a Bush, esa acusación podía describirse como excepcionalmente mendaz. Así que cuando el Atlantic me invitó a reseñar la edición revisada de Edward, decidí que sospecharía más sobre mí si rechazaba la oferta que si la aceptaba, y escribí lo que pensaba que tenía que escribir.
No mucho después, un camarada iraquí me mandó sin comentar un artículo que Edward había publicado en una revista de Londres que editaba un principito de la familia saudí. En él, Edward citaba algunas frases sobre la guerra de Irak que describía bruscamente como «racistas». Yo había escrito las frases en cuestión. Me vi presa de una reacción que era simultáneamente ardiente y gélida. Había citado las palabras sin nombrar a su autor, y brevemente pensé que podía considerarse una duda amistosa. O cobardía… Nunca puedo interpretar con convicción el severo papel del señor Darcy, pero a veces resuelvo íntimamente que es así. Creo que una o dos acusaciones deben conservar su valor nominal y no verse corrompidas ni devaluadas. «Racista» es una de ellas. Es una acusación que debe probarse, o de la que hay que retractarse por completo. No sería amigo de alguien en quien sospechara ese prejuicio, y asumí que Edward era lo bastante honesto y serio como para pensar lo mismo. La tristeza se apodera de mí cuando pongo negro sobre blanco: escribí el mejor tributo que pude cuando murió no mucho después (y me alivió descubrir que no me supuso un esfuerzo), pero no fui, ni me invitaron, a su funeral.
Aquí va algo de lo que pienso sobre la amistad y sobre cómo es un potente símbolo de otras cosas. En Experiencia, la envidiablemente escrita autobiografía de Martin Amis, en cuyas páginas me siento orgulloso de aparecer varias veces, hay un episodio sobre el que la gente me sigue interrogando. Martin ofrece un relato ligeramente oblicuo y esotérico de un viaje que hicimos en 1989, durante el cual me llevó a visitar a Saúl Bellow en Vermont. En nuestro trayecto de película de compañeros desde Cape Cod —lo que cuenta sobre eso es casi perfecto— dejó claro que no permitiría que la conversación virase hacia nada político, y menos izquierdista, y menos si tenía que ver con Israel. («Nada de memeces siniestras», que era nuestra expresión coloquial para hablar de un izquierdismo demasiado fácil). Sabía que la invitación suponía un gran honor, no solo porque era una enorme distinción conocer a Bellow, sino porque, solo por detrás de su padre, era el mayor regalo de esa clase que podía hacer Martin. No hacía falta que me dijera que debía aprovechar la oportunidad para dedicarme a escuchar en vez de hablar.
Y, sin embargo, es cierto, como él cuenta, que para el final de la cena nadie podía mirar al otro a los ojos y que su pie estaba dolorido y cansado por sus choques con mi espinilla por debajo de la mesa. ¿Cómo podía haber ocurrido? Ahora llega mi oportunidad para dar mi propia versión de Rashōmon.
Bellow nos había recibido y nos había dado bebidas y, a mi juicio, en la etapa anterior a la cena justifiqué la confianza de Martin. Nuestro anfitrión hizo una pregunta sobre Angus Wilson cuya respuesta yo conocía y también hizo una pregunta sobre su pasado con Whittaker Chambers para la que al menos pude sugerir una solución hipotética.[136] Por su parte, Bellow nos había leído fragmentos de sus viejos textos sobre el pobre, loco y aplastado John Berryman, y de su correspondencia con él. Todo estaba saliendo bastante bien. Pero en la mesa de mimbre de la habitación en la que estábamos hablando había algo que representaba una amenaza tan trillada como la pistola en la repisa de la chimenea de la que hablaba Antón Chéjov. En otras palabras, si está ahí en el primer acto, está claro que la intención es que se dispare antes de que caiga el telón. Solo hay que esperar. Era la única pieza impresa a la vista y era el último número de la revista Commentary, y su destacado titular de portada decía: «Edward Said: profesor del terror».
No había perdido todo el tiempo que empleé en batallas dudosas durante cenas en Nueva York, Washington y Chicago, y pensaba que sabía cuándo alzar mis viejos y cansados puños y cuándo mantenerlos en el regazo, pero agotaba un poco los nervios preguntarse de antemano cuándo y cómo se vaciaría ese cañón cargado. La cena fue, por turnos, cordial y chispeante, pero llegó un momento en que Bellow hizo una súbita observación sobre el antisionismo y se levantó para coger la revista y subrayar su argumento. En realidad, creo que anteriormente también había subrayado algunos pasajes del artículo. Incluso comparado con el depravado patrón que había establecido la dirección de Norman Podhoretz, era un ataque a Edward extremadamente tosco. Escuché el detestable resumen de Bellow un rato, hasta que me di cuenta de que no podía quedarme callado. Quizá, si Martin no hubiera estado allí, podría haber cerrado la boca. Pero si él no hubiera estado allí, yo tampoco habría estado. No, lo que quiero decir es que Bellow no sabía que yo era amigo íntimo de Edward. Pero Martin sí. Así que, aunque sabía que él quería que me mantuviera apartado de cualquier polémica, no podía dejar que me viera sentado como un cómplice, mientras se difamaba a un amigo ausente. Por lo que él sabía, si la compañía era suficientemente ilustre, quizá lo negara también a él antes de que cantase el gallo. No podía admitirlo. Así que dije lo que pensaba que debía decir —no fue mucho, pero resultó más que suficiente— y la velada cuidadosamente planeada y deliciosamente ejecutada de mi amigo más querido quedó inmediatamente destruida. Sufrió más de lo necesario, porque Bellow había sido trotskista y había luchado en las calles de Chicago, y estaba acostumbrado a cosas mucho más calientes y apenas se ofendió. Más tarde me mandó una carta afectuosa sobre mi introducción a una nueva edición de Augie March.
Sin duda no estaba de acuerdo con Edward en todo, pero que me ahorcaran si permitía que lo insultaran sin decir una palabra. Y creo que quizá merezca la pena escribirlo, porque hay otras lealtades que pueden acentuarse de forma comparable. Era un pequeño sello distintivo de ser inglés o británico no armar mucho ruido con la lealtad a la patria, y estar lleno de observaciones críticas y sarcásticas sobre su país, pero uno se detenía y decía una palabra o dos si cualquier otro lo atacaba o criticaba de forma estúpida o desagradable. Es familia, en otras palabras, y los amigos son familia para mí. Mis sentimientos sobre ser estadounidense, y sobre tener, en parte, origen judío, son bastante parecidos. Ser cualquiera de esas cosas no significa ser mejor que los demás, pero tampoco peor. Cuando me enfrento a ciertos enemigos, tiendo a destacar la mitad de «definitivamente tampoco peor» de este acuerdo tácito cada vez más. (Igual que ante la famosa expresión de Camus, «ni víctimas ni verdugos», uno se apresura a asentir pero cada vez más a decir: «definitivamente, no una víctima»).
En mi escritorio hay una solicitud del Museo Nacional de Historia Estadounidense y Judía de Filadelfia. Me pide que me convierta en patrocinador y donante de esa institución que pronto será inaugurada, y un folleto adicional muestra atractivas fotografías de Bob Dylan, Betty Friedan, Sandy Koufax, Irving Berlin, Estee Lauder, Barbra Streisand, Albert Einstein e Isaac Bashevis Singer. Hay algo levemente kitsch en eso, como en la costumbre que tienen algunos periódicos judíos que cada año enumeran los ganadores judíos, desde el Premio Nobel a los Oscar. (Al parecer, es cierto que la publicación londinense Jewish Chronicle informó del resultado de una carrera pedestre con el titular: «Goldstein decimoquinto»). Sin embargo, quizá mande una cantidad. Otras pequeñas «razas» han alcanzado grandes cosas a partir de principios poco prometedores y azarosos —ningún romano habría creído que los salvajes habitantes de las islas Británicas llegarían a tanto— y otras pequeñas «razas», como los gitanos y los armenios, han sobrevivido a intentos decididos de erradicarlos y exterminarlos. Pero hay algo en la persistencia, tanto de los judíos como de sus perseguidores, que parece merecer un museo propio.
Así que cierro esta larga reflexión con lo que espero que no sea una nota semisemita demasiado temblorosa. Cuando estoy en casa, solo entro en una sinagoga para el bar o bar mitzvah del hijo de un amigo, o para celebrar un debate con los fieles. (Cuando iba a casarme, escogí un rabino llamado Robert Goldburg, seguidor de Einstein, Shakespeare y Spinoza, que había casado a Arthur Miller con Marilyn Monroe y tenía una copia del certificado de conversión de Marilyn. Dirigió la ceremonia en el salón de Victor y Annie Navasky, y David Rieff y Steve Wasserman fueron mis padrinos). Quería hacer algo para reconocer, y tejer, la continuidad rota entre mis antepasados polaco-alemanes y yo. Cuando viajo, me detengo en la shul si está en un país en el que los judíos están amenazados, o extinguiéndose, o donde fueron perseguidos. Eso me ha llevado a callejuelas tristes y raras en Marruecos, Túnez, Eritrea y la India, en Damasco, Budapest, Praga y Estambul, y más de una vez a templos recientemente profanados por la nueva camada del gángster islámico racista. (También he tenido debates bastante serios con amigos kurdos iraquíes sobre la posibilidad de que los judíos regresen amistosamente a los lugares del norte de Irak de donde fueron expulsados). Odio la idea de que la desposesión de un pueblo sea rehén de la condición de víctima de otro, como ocurre en Oriente Próximo y ocurrió en Europa oriental. Pero de algún modo me parece que la judeidad y la «normalidad» son, de una manera profunda, incompatibles. La cosa más amable que me dijeron cuando descubrí mi secreto familiar la pronunció Martin, que, tras una larga velada de reflexión irónica, dijo sencillamente: «Hitch, me das un poco de envidia». Elijo pensar que eso demostraba, una vez más, su apreciación de los matices del riesgo, la incertidumbre, la ambivalencia y la ambigüedad. Esas son las cosas que la «seguridad» y la «normalidad», como la fantasía de la salvación, no pueden comprar.