Pensando tres veces sobre la cuestión judía

El pueblo judío y su destino son los testigos vivos de la ausencia de redención. Ese, podría decirse, es el sentido del pueblo elegido; los judíos son elegidos para demostrar la ausencia de redención.

LEO STRAUSS, «Why We Remain Jews» (1962).

Creo que podría ser judía.

SYLVIA PLATH, «Papi» (1962).

En los primeros días del mes de diciembre en que mi padre iba a morir, mi hermano menor me comunicó que yo era judío. Por entonces, yo era un inglés trasplantado a Estados Unidos, con un hijo, y, aunque inmune a las consolaciones de cualquier religión, miembro no creyente de dos iglesias cristianas. Al oír la noticia, me alegró descubrir que me alegraba.

Justo encima de estas líneas se encuentra el párrafo inicial de un ensayo que publiqué en Grand Street, la revista trimestral de Ben Sonnenberg, el verano de 1988. Se volvió a publicar bastantes veces, y dio su título epónimo a mi primera colección de ensayos, Prepared for the Worst. Fue mi primera y hasta ahora única excursión autobiográfica, era en gran medida positiva e incluso optimista, aunque solo fuera porque mi semisemitismo venía por parte materna, en vez de ser, como en el caso de Sylvia Plath, un angustiado legado paterno, y se cerraba con una palabra fácil de pronunciar: «Continuará…».

Durante los primeros cuarenta y pico años de mi vida había pensado en mí mismo como inglés, últimamente con ambiciones de convertirme en angloamericano. Esa autodefinición nacional experimentó un cambio interesante que fue consecuencia de que mi abuela materna sobreviviera a mis padres. Yvonne se quitó la vida a una edad dolorosamente temprana. La robusta salud de mi padre empezó a fallar cuando se acercaba a su octava década de vida y murió a finales de 1987. Mientras tanto, Peter se había comprometido con una chica judía y la había llevado a conocer a Dodo —la anciana señora Dorothy Hickman—, nuestra única abuela que vivía. Más tarde, y después de felicitarle por su elección, desconcertó un poco a Peter al decir: «Es judía, ¿verdad?». Él admitió que ese era el caso y entonces ella lo desconcertó aún más diciendo: «Bueno, tengo algo que decirte. Tú también lo eres».

¿Por qué había tardado tanto en saberse eso, y por qué era todavía un secreto familiar? Mi madre no había querido que lo supiera nadie, y mi padre había ignorado el dato toda su vida, y siguió así hasta el final. He repasado todos los recuerdos posibles y estoy bastante seguro de que puedo adivinar la razón, pero aquí está el sendero que seguí.

En lo que antiguamente era la Prusia alemana, en el distrito de Posen y muy cerca de la frontera polaca, había una localidad llamada Kempen que, durante gran parte de su existencia, tuvo una mayoría judía. (Ahora se llama Kępno y está a una hora en coche de la ciudad polaca de Wroclaw, antes Breslau). El señor Nathaniel Blumenthal, nacido en Kempen en 1844, decidió marcharse, o posiblemente fue llevado por sus padres, pero en todo caso llegó a las Midlands de Inglaterra y, aunque se casó «fuera», se convirtió en el padre de trece hijos ortodoxos. Parece que desembarcó en Liverpool (la broma de los judíos ingleses es que lo hicieron los emigrantes más torpes, que imaginaban haber llegado a Nueva York) y se estableció en Leicester en 1871. En siguientes formularios del censo señala que su ocupación es «sastre». En 1893, una de las hijas del viejo Nate se casó con un tal Lionel Levin, de Liverpool (los Levin también eran originarios de la zona de Posen/Poznan) y el certificado de matrimonio de la burocracia británica confirma que se unieron «según los ritos de los judíos alemanes y polacos». La madre de mi madre, cuyo nombre de soltera era Dorothy Levin, nació tres años después, en 1896.

No parece que les costara mucho decidirse por la asimilación, porque para cuando llegó la Primera Guerra Mundial el apellido Blumenthal se había convertido en «Dale» y los Levin se llamaban «Lynn». Eso podría tener algo que ver con la repulsión general hacia los nombres alemanes que había en la época, cuando incluso la familia real británica tachó los títulos de Sajonia-Coburgo-Gotha y se convirtió en la Casa de Windsor, metamorfoseando convenientemente otros nombres como Battenberg en Mountbatten. Pero la asimilación nominal no se extendía a la religiosa. Dodo recordaba cerrar las cortinas el viernes por la noche y sacar la menorá y ayunar en Yom Kippur («aunque solo fuera por mantener la línea, querido»), pero también recordaba que lo hacía con discreción, porque en Oxford, donde se habían mudado mis bisabuelos, existía un leve prejuicio.

Mi padre murió muy poco después de que Peter me trajera la noticia judía, y volé a Inglaterra para el funeral (Dodo estaba demasiado débil para asistir) y luego fui a verla enseguida. Lo que quería entender era esto: ¿Cómo había sido tan poco curioso, y cómo me habían engañado tan fácilmente? Pareció decidida a interpretar el papel de una abuelita judía de culebrón («Siempre lo veía en ti y en tu hermano: tenéis el cerebro judío…»), y sin duda y repentinamente me parecía judía, lo que no ocurría cuando era pequeño. O quizá es mejor decir que de niño yo no era, en ningún sentido, consciente de los judíos: Dodo tenía el pelo oscuro y rizado y una tez que le hacía juego y, cuando registré todo eso, era con la idea desorientada de que parecía gitana. Pero cuando eres joven das a tus parientes por descontado y, aunque hagas preguntas infantilmente incómodas, tiendes a aceptar la respuesta. «Hickman» no era un nombre especialmente exótico —mi madre se reía diciendo que no podía esperar a librarse de él y terminó casándose con un Hitchens— y cuando Peter y yo preguntamos qué había pasado con el marido de Dodo, nos callaron con la información de que había «muerto en la guerra». Puesto que todas las historias familiares trataban de la «guerra», lo aceptamos sin cuestionarlo, como algo abrumadoramente probable. Años después, Peter descubrió que Dodo se había casado con un maltratador borracho y adúltero, Lionel Hickman, que había continuado nuestra tradición mischling al convertirse al judaismo para casarse con ella, se lo había hecho pasar muy mal y después había sido atropellado por un tranvía en el apagón que acompañó al bombardeo nazi. Muerto en la guerra, sin duda.

Sentado junto a la anciana en su pequeño salón, en un barrio del sur de Londres, me preguntaba si tenía algún recuerdo que pudiera contarse como una premonición, o un recuerdo, de ese patrimonio. Cuando uno empieza a buscar esas cosas, lo sé, la posibilidad de «descubrirlas» manifiesta una tendencia a aumentar. En la repisa de la chimenea había una fotografía de Yvonne, que parecía joven, rubia y afortunada y obviamente bastante bien dotada para «colar» como gentil. «No le apetecía mucho ser judía —dijo Dodo—, y no creo que a la familia de tu padre le hubiera gustado la idea. Así que decidimos que quedara entre nosotras». Empezaba a ser desalentador. Mi padre era un reaccionario y un pesimista —las caricaturas de Prívate Eye de Denis Thatcher siempre me recordaron su tono insistente y similar al de Igor, que a veces también veo en mi hermano—, pero no era intolerante. Si hubiera habido algo en el origen étnico de Yvonne que le hubiese hecho comprobar o detenerse, habría sido descubrir que sus antepasados se habían identificado como alemanes. La opinión del Comandante, que repetía el punto de vista del Plan Morgenthau, era que después de 1945 Alemania estaría mejor si quedaba totalmente despoblada… Pero él no habría pensado que eso era un prejuicio.

De repente me asaltó un viejo recuerdo del padre de mi padre, que soltó una arenga cuando en los círculos familiares se supo que su nieto mayor era partidario del Partido Laborista y el socialismo. Eso debió de ser en 1964 o quizá, dado el paso glacial que tenían las noticias en ese lado de la familia, en 1965 o 1966. Me honró, en su algo chirriante y áspero acento de Portsmouth, con una especie de bestiario de nombres siniestros, todos los cuales tendían a subrayar la poca cordura de la izquierda parlamentaria del laborismo. Me acuerdo: «Míralos: Sidney Silverman, John Mendelson, Tom Driberg, Ian Mikardo» (este último era un chico de Portsmouth al que, como al estúpido y futuro primer ministro laborista James Callaghan, mi abuelito profesor había intentado inculcar a golpes los rudimentos de una educación). En aquella época no tenía ni idea de lo que quería transmitir con todo eso, a menos que debiera identificar nombres alemanes poco patrióticos —Tom Driberg, que sería mi amigo más tarde, sufrió toda su vida una persecución nominal sin tener nada de judío—, pero más tarde pude adivinarlo a través de una suerte de ingeniería inversa.[124] Las maneras del viejo eran imponentes en la mejor ocasión: no puedo imaginar cómo habría sido para mi madre, por no hablar de su madre, que la presentaran al patriarca en 1945, cuando se debatió por primera vez su boda con el Comandante. Una de las poquísimas cartas del Comandante que sobreviven expresa mi observación: está dirigida a su hermano Ray y fechada el 28 de marzo de 1945, desde el barco de Su Majestad Jamaica, lo que significa que la nave debía de estar anclada en el cercano puerto de Portsmouth:

Querido Ray:

Muchas gracias por tu carta de felicitación. Sí, estoy de acuerdo en que se necesita un sentido de proporción para entrar en la casa y salir ileso y pensé que era bueno que Yvonne pasara esa prueba de fuego antes de preguntar si seguía interesada…

No creo que a Yvonne le costara, o le hubiera podido costar, mucho renunciar a una charla fácil con su potencial suegro sobre la larga línea de sombrereros de señoras, sastres, carniceros kosher y (para ser justos) dentistas de la que ahora sé que descendía. Al mirar hacia atrás, no imagino que mi abuelo encontrara mucha utilidad en ninguna de las profesiones mencionadas. Lo que le gustaba, o lo que recuerdo que le gustaba, eran las historias lujosamente ilustradas de misioneros protestantes en África. Sobre ese asunto, ella podría haberle ofrecido poco consuelo o alegría.

Sentado junto a Dodo y recordando todo eso, tuve que preguntarme qué había significado para mí la judeidad, si significaba algo, cuando era niño. Estaba completamente seguro de que no significaba nada hasta que tuve trece años, salvo como una especie de subtexto de las historias de la Biblia cristiana con las que me habían agasajado en la escuela primaria. De alguna manera extraña, Jesús de Nazaret había sido una especie de rabino y lo habían ejecutado terriblemente bajo el título burlesco de «Rey de los judíos», pero también habían sido los judíos quienes ansiaban su tortura y su muerte. Muy de vez en cuando algún chico hacía un comentario mezquino o significativo o peyorativo sobre eso, pero en mis primeros años no había verdaderos objetivos judíos a los que dirigir eso. Además, la memoria de los juicios de Nuremberg estaba fresca y, aunque la mayor parte de nuestra televisión y nuestro cine hacía que pareciera que la Segunda Guerra Mundial había sido un asunto personal entre Hitler y la élite de la élite inglesa o británica, había momentos de imágenes documentales que mostraban el detrito apenas concebible de la Solución Final, mientras lo arrastraban a fosas comunes. Cuando era niño, oí que mi madre usaba una vez la palabra «antisemitismo» y recuerdo que sentí una especie de escrúpulo que, sin que me lo hubieran explicado por completo, de algún modo sabía lo que significaba.

Más tarde, en Cambridge, había chicos judíos en clase, y supongo que me di cuenta de que solían tener narices más curvas y carnosas, como se me había llevado a esperar. También tenían nombres distintos: Perutz, hijo del ganador del Premio Nobel; Kissin, el chico listo que recomendaba a todo el mundo leer el New Statesman; Wertheimer, que llevaba una gran chapa en la solapa donde decía: «La horca es un asesinato». Estaba entre los pocos que apoyaron mi fallida campaña laborista de 1964 y supongo que, subliminalmente, confirmaron la visión de mi abuelo de que había algo casi axiomáticamente subversivo en la judeidad. En clase de historia leí sobre el caso Dreyfus y en clase de inglés escribí una defensa de Shylock contra sus torturadores venecianos. Se oían leves vulgaridades antijudías de vez en cuando entre los chicos más zoquetes —siempre la versión del tópico de que los judíos son demasiado hábiles en los negocios—, pero uno casi nunca veía u oía nada contra un judío de verdad.

En el verano de 1967, desde que dejé el internado hasta que fui a Oxford, y mientras me hallaba bajo el magisterio postal y a larga distancia de Peter Sedgwick, las varias «repúblicas» y monarquías feudales árabes hicieron causa común, parecía, en una guerra para extinguir el Estado de Israel. Me pareció obvio que había un Estado diminuto, colgado a la orilla del Mediterráneo oriental, y que no se enfrentaba a la derrota, sino a la eliminación. Como muchos izquierdistas de la época, simpaticé instintivamente con el Estado judío. No lo hice completamente o sin reparos: había oído a tantos conservadores que echaban espuma por la boca cuando deliraban sobre el odiado Nasser tras la guerra de Suez de 1956 que estaba en guardia ante la posibilidad de oír esa retórica de nuevo. Y pedí por correo un panfleto que coproducían la Organización Socialista Israelí y el Frente Democrático Palestino, un sermón que se proponía ofrecer una solución no sectaria, escrito en una jerga que no se basaba en ningún idioma conocido. En todo caso, los acontecimientos fueron más deprisa que el panfleto. Los paracaidistas israelíes no tardaron en llegar al Muro de las Lamentaciones y Sharm el-Sheij, y toda la bravuconería del nasserismo se reveló bastante vacía y odiosa. En esos días todavía pensaba, como la mayoría de la gente, en la lucha entre Israel y los árabes y no entre Israel y los palestinos.

«Pero mira cómo trata la prensa a los israelitas [sic] —dijo Dodo indignada, aboliendo mi ensoñación y convocándome a un presente invariable en ese aspecto—. Nunca hemos gustado, ya sabes. Supongo que no debería decirlo, pero creo que es porque están celosos». En esa etapa de mi vida sabía demasiado para aceptar esa vieja auto-compasión como la explicación de todo, pero no quería tener una discusión con mi dulce, triste y vieja abuela, así que me fui, y, volviéndome en la puerta de su pequeño jardín, con algo de torpeza pronuncié el saludo: «Shalom!». Respondió: «Shalom, shalom», con la misma facilidad que si siempre nos hubiéramos saludado y despedido así, y, como escribí en aquella época, di media vuelta y caminé hacia la estación bajo la lluvia inglesa ligera y persistente que también era mi derecho de nacimiento.

Pasajes de la memoria

«El profundísimo sueño de Inglaterra», escribió Orwell medio admirado y medio desesperado sobre el eterno e invariable encanto de la campiña del sur de Inglaterra desde el tren entre el canal de la Mancha y Londres. Recién regresado de los infiernos siempre renovados de la guerra civil española, recordó lo suficiente como para añadir con bastante severidad que acaso Inglaterra no se despertara de ese sueño hasta que la sobresaltaran las explosiones de las bombas. (No lejos del cementerio anglicano pacífico y rural en el que yace enterrado están los pueblos de las Cotswold de Upper y Lower Slaughter. Upper Slaughter es casi el único pueblo de Inglaterra que no tiene un monumento conmemorativo de los caídos en 1914-1918. Algunas de esas aldeas se conocen en la literatura de la conmemoración de guerra como «benditas», si puedes imaginar una designación así. ¿Qué significa eso para los muertos de las otras aldeas?).

Aunque crecí en localidades costeras del sur, donde los jirones del paisaje callejero mostraban las cicatrices del bombardeo nazi, nunca deja de sorprenderme lo rápido que uno puede pasar de la ciudad a los bosques o las carreteras secundarias o las tierras bajas, y ser transportado[125] a un paisaje de quietud casi contemplativa. Los excéntricos nombres de los pueblos de Hampshire y Sussex —Warblington era uno de mis favoritos, con su iglesia sajona de piedra, pero East y por supuesto West Wittering iban bastante cerca— parecían transmitir una beatitud y serenidad cercana a Wodehouse y Blandings. Era fácil llegar en coche a dos de mis lugares favoritos, uno de ellos el célebre Selbourne, donde Gilbert White había observado la ecología de un sitio pequeño para producir una microobra maestra de historia natural, y después Chawton, cerca de Alton. Quizá algunos lectores hayan contenido la respiración, espero que con envidia.

Era tan fácil como respirar ir a tomar té cerca del lugar donde Jane Austen había escrito tan ingeniosamente y había muerto tan dolorosamente. Algunos críticos se maravillan ante la señorita Austen por su lacónica manera de dejar las guerras napoleónicas fuera del escenario mientras se concentra en el factor humano, como un dramaturgo griego. Creo que eso se acerca a la afectación, por parte de algunos de sus admiradores. El capitán Frederick Wentworth de Persuasión, por ejemplo, en parte resulta interesante para el sexo femenino por el botín «de premio» que ha extraído de sus encuentros con la marina de Bonaparte. Aun así, como alguien nacido después de Hiroshima, puedo testificar que un pequeño municipio de Hampshire, por larga que fuera la lista de los caídos en el césped de su monumento conmemorativo, está a más de un mundo de distancia de los aspectos desagradables de la Europa continental o los mares bravos o estrechos que lo separan de ella. (Me encantaba que el «Bosque Nuevo» de Hampshire se llamara así porque se plantó para la caza a finales del siglo XI). Recuerdo observar desde el otro lado de la valla, con mi padre y mi hermano, Stanstead House, la mansión de Sussex del conde de Bessborough, una tarde de principios de la década de 1960, y ver un inmenso campo dorado completamente alfombrado por conejos que comían hierba. Nunca volveré a estar tan callado ni tan quieto como entonces.

Eso ocurría en la época de una protesta en todo el país contra una horrible enfermedad creada en el laboratorio, llamada «mixomatosis» y trasladada a la madriguera de la vieja Inglaterra para reducir el número de esos roedores que todo lo mordisquean. La obra maestra conejil de Richard Adams, La colina de Watership, no solo es una pieza excepcional porque evoca el mundo de los setos, las cretas, los arroyos y los sotos mejor que cualquier cosa desde El viento en los sauces, sino porque solo es posible imaginar el asesinato con gas, la matanza y la crueldad organizada en ese paisaje antiguo, verde y suavemente ondulado si se organiza y ejecuta contra los herbívoros.

En la lengua alemana, en la ciudad polaca

aplastada por el rodillo

de guerras, guerras, guerras…

SYLVIA PLATH, «Papi» (1962).

«Si esto es la Alta Silesia —observó P. G. Wodehouse después de que los nazis lo confinaran en Polonia en 1940—, ¿cómo demonios debe de ser la Baja Silesia?». Estaba frivolizando, pero con la excusa de que no podía tener ni idea de lo que pronto haría famosa a esa región.

Cuando llegó el momento de visitar mis «raíces», en busca de los antepasados polacos y alemanes de mi madre, partí hacia las latitudes más bajas de Silesia. La ciudad de Wroclaw, que hasta 1945 se llamó Breslau, era la gran localidad histórica y crisol de culturas que estableció la pauta en lugares de la frontera prusiana como Kempen/Kępno. Cuando Dodo y otros hablaban del lugar de sus antepasados, nombraban «Breslau» con orgullo y tristeza. Y era fácil ver por qué. No había nada provinciano en ella. En su libro Microcosm, que escribió con Roger Moorhouse, Norman Davies ilustra su importancia como centro de vida bohemia y prusiana, así como epicentro de la cuestión de Silesia, que fue lo que desató la guerra de los Siete Años. «Guerras, guerras, guerras»: leyendo sobre la región encontré un momento en el que lo quintaesencialmente inglés se había cruzado con esa pradera oscura. En 1906, Winston Churchill, ministro para las Colonias británicas, recibió una invitación del káiser Guillermo II para asistir a las maniobras anuales del ejército imperial alemán, que se celebraron en Breslau. El káiser estaba «resplandeciente en su uniforme de los Coraceros Blancos de Silesia» y su infantería congregada y regimentada…

recordaba más a las grandes olas del Atlántico que a formaciones humanas. Nubes de caballería, avalanchas de cañones de campo —en ese momento, una novedad—, escuadrones de coches a motor (privados y militares) completaban la formación. Sin embargo, eso solo era una vigésima parte de las fuerzas armadas del ejército regular alemán antes de la movilización.

Es extraño que Winston Churchill y Sylvia Plath eligieran la palabra inglesa roller en sus acepciones de fuerza devastadora y fenómeno marino para esa escena.

Tuve un fantasma o dos todo el tiempo que estuve en (lo que ahora es) suelo polaco. Esos espectros eran de dos tipos. El primero, el más agradable, había sido amablemente convocado por mis parientes conocidos y desconocidos. Cada artículo y reseña y libro que he publicado han sido un llamamiento a la persona o personas con las que debería haber hablado antes de atreverme a escribirlo. Nunca lanzo un pequeño ensayo sin la esperanza —y el temor, porque el encuentro también puede resultar embarazoso— de atraer una carta que diga: «Estimado señor Hitchens: parece que no es usted consciente de que…». En ese sentido, la autoría es una colaboración con «el lector». Y no hay ayuda para eso: solo descubres lo que deberías haber sabido fingiendo que al menos ya sabes parte de ello.

No importa lo oscuro, arcano o esotérico que sea el lugar donde publiques: una ley dulce se asegura de que la persona que debería someter tu trabajo a escrutinio acabe haciéndolo. Así, me puse en contacto con una mujer que era, o habría sido si se hubieran conocido y, por tanto, lo era de todos modos, prima hermana de mi madre. Vivía en la costa de Norfolk. Uno de sus parientes Blumenthal/ Dale había visto una de las reimpresiones de mi artículo original para Ben Sonnenberg, al que había dado el título adicional: «On Not Knowing the Half of It» («Sobre no saber ni la mitad del asunto»). Haz el bien y no mires a quién… Condensaré el tiempo que costó: diré sencillamente que cuando llegué a Polonia tenía un retrato al óleo medio bueno de Nathan Blumenthal, una parte decente de su genealogía y dos preguntas principales. ¿Por qué se marchó cuando lo hizo? ¿Y quedaba por allí alguno de sus parientes?

Jane Austen murió dos años después de la batalla de Waterloo, donde las fuerzas combinadas del duque de Wellington y (como algunos historiadores británicos recuerdan mencionar) los prusianos a las órdenes del mariscal Blucher pusieron fin a la era napoleónica. En los territorios de la frontera de Prusia y Silesia, los ecos de esos acontecimientos y otros posteriores están lejos de haberse «apagado». Eso era especialmente cierto para los judíos de Kempen/Kępno. En 1812, Napoleón proclamó su decreto de emancipación, liberando a los judíos de viejas prohibiciones exigidas por la Iglesia. En 1814/1815, los judíos de Kempen habían empezado la construcción de una sinagoga bastante espléndida en una especie de estilo neopalladiano. Me pareció perturbador, pero también una confirmación, pensar que ese lado de mi ADN mitocondrial se replicaba en ese contexto: el servicio de rastreo de National Geographic ha analizado el lado materno de mi ascendencia genética y ahí está todo: la flecha se mueve hacia el norte desde la sabana africana, bordea el Mediterráneo por Levante y pasa por Europa central y oriental antes de cruzar hacia las islas británicas. Todo esto puede saberse tras un análisis de las células del interior de mi boca.

Casi prefiero la investigación más prolongada, indirecta y periodística, que de algún modo parece menos… determinista. En Breslau/Wroclaw, donde llegué el día de la muerte del profesor Leszek Kolakowski, un héroe nacional, y me invitaron a hablar en una reunión en su memoria, tuve la suerte de que me presentaran al señor Jerzy Kichler, líder de la comunidad judía local y veterano de la diáspora de los judíos polacos. También ayuda a llevar el cementerio judío, que me enseñó. Es como un monumento conmemorativo a la Atlántida o Leonís: son las boyas de piedra que señalan un mundo sumergido. De esa ciudad llegaron los padres de Edith Stein, más tarde mártir como conversa al catolicismo (y monja) en Auschwitz. Max Born, que recibió el Premio Nobel de Física en 1954 —y el hombre al que Einstein escribió esa celebrada carta de 1926 donde rechazaba que dios jugara a los dados con el universo—, nació aquí, de un padre que venía de Kempen. (La hija de Max se trasladó a Inglaterra y se casó con un miembro del equipo de desencriptación Enigma/Ultra: tuvieron una hija que se hizo famosa bajo el nombre de Olivia Newton-John). La conversión de Born al luteranismo no le fue más útil que a Edith Stein la suya cuando los nazis aplicaron sus propias leyes sobre quién era judío. Dietrich Bonhoeffer, otro hijo de ese lugar, tenía una hermana gemela que se casó con un judío converso. Lo ahorcaron en el campo de concentración de Flossenburg —uno de los poemas más flojos de W. H. Auden conmemora su asesinato— casi el último día de la guerra, en abril de 1945.

Uno debe tener cuidado de la tentación de investirlo todo de significado retrospectivo, pero enfría un poco el alma pensar que desde este gran centro urbano de ciencia humana y medicina, de donde salieron el buen doctor Alois Alzheimer y el médico Max Born, el profesor Fritz Haber trasladó sus operaciones a Berlín en 1914 para poner su destreza química al servicio de un gobierno militar en busca de armas de destrucción masiva. (Supervisó el ataque alemán con gas en Ypres y después de 1918 se dedicó a desarrollar el Zyklon-B, disminuyendo radicalmente su posteridad).

El señor Kichler fue un guía excelente, que ofrecía información cuando se la pedía y me dejaba en paz cuando parecía necesitarlo. Juntos decidimos visitar la tumba de Ernst Geiger, uno de los fundadores del judaismo reformado, y de Ferdinand Lassalle, fundador del primer partido socialdemócrata alemán (y a quien, en una carta a Friedrich Engels, Karl Marx describió lamentablemente como «negrata judío»). Había nacido el 13 de abril, el cumpleaños que comparto con Thomas Jefferson, Seamus Heaney, Alan Clark, Eudora Welty y Orlando Letelier. Las fechas y el territorio también podrían «encajar» con mis obsesiones históricas: cuando Nathan Blumenthal nació en 1844, Marx empezaba a publicar sus Manuscritos económicos y filosóficos al oeste de Renania y, cuando aparece por primera vez en los registros ingleses, en 1871, nacía Rosa Luxemburg, en la localidad rusa-polaca de Zamość, al este.

Entre esos dos puntos hay un distrito quemado, chamuscado y pisoteado y profanado en todas direcciones y de todas las maneras. Trotski se refirió al pacto de Hitler y Stalin como «la medianoche del siglo» y en ese terreno cayó la medianoche. Breslau/Wroclaw se extiende junto al río Oder y tiene más de cien puentes. Uno de los mejores modos de verla es compararla con Venecia, por los varios «brazos» y «hombros», como dicen los nativos, de los cursos fluviales. Entre la ciudad y Kempen/Kępno hay campos ondulados y bosquecillos y bosques verdes, de coníferas y caducifolios. Pero incluso el verdor puede parecer lóbrego en el mejor de los casos o amenazador en el peor, cuando uno recuerda lo que se hizo a la sombra de esos árboles.

En Wroclaw/Breslau, una comunidad de unos centenares de personas había reconstruido la vieja sinagoga Cigüeña Blanca y, cuando había sido posible, las lápidas judías se habían reparado o se habían vuelto a poner. Pero en Kempen/Kępno solo había desolación. Para traducirlo al paisaje inglés, uno necesitaría evocar lo que escribieron Oliver Goldsmith, Thomas Gray o John Clare sobre el abandono y el vacío. Pero incluso eso sería relativo, y tendría tanto que ver con la pérdida de ganado como con la pérdida de gente. El viejo señor Kichler y yo podíamos habernos pasado —y estuvimos a punto de hacerlo— el desvío a la localidad. Un cruce oscuro, unas vías de tren en medio, una señal grande e iluminada de un McDonald’s: podría haber sido un lugar indeterminado en medio de las praderas de Estados Unidos. El sobrenombre local para la parte oriental o yiddish de Kempen/Kępno era Kamchatka: la parte más extrema de Siberia. Nadie parecía saber cómo había obtenido un título tan irremisiblemente desnudo, pero era bastante adecuado. Y el lugar parecía despoblado: cuando más tarde miré las fotografías que había hecho, no se veía un alma. Mi difunto amigo Amos Elon escribió la mejor historia de la relación germano-judía: se titula The Pity of It All. Me sentí muy conmovido al descubrir, cuando lo abrí, que había puesto como epígrafe las líneas iniciales del poema de James Fenton «A Germán Réquiem».

No es lo que construyeron. Es lo que derribaron.

No son las casas. Son los espacios entre las casas.

No son las calles que existen. Son las calles que ya no existen.

Los versos volvían a mí mientras oía el eco de mis pasos. Los nazis habían profanado y convertido en establo la vieja y noble sinagoga, y los comunistas la habían dejado a merced de los elementos, al menos después de emplearla brevemente como «almacén de muebles». Después, los insensibles jóvenes lugareños la habían estropeado e incendiado, quizá accidentalmente. Solo aguantaban de verdad los muros bien hechos, aunque una subvención reciente de la Unión Europea había permitido construir un tejado provisional y un andamio de madera para sostener y encerrar la estructura hasta el siguiente acontecimiento. Junto a ella estaban los restos de un baño mikvah para la purificación ritual de las mujeres y un matadero kosher para la matanza ritual de los animales: tenía que parecerme grotesco que esas reliquias oscurantistas fueran las únicas supervivientes. En una esquina del cementerio había un montón de piedras aplastadas sobre las que aparecían inscripciones en hebreo y a veces en yiddish. Era todo lo que quedaba de las lápidas. No había ni un judío en la ciudad y no había habido uno, dijo el señor Kichler, desde 1945.

Mientras hojeábamos los registros municipales que se habían conservado, resultó bastante fácil ver cómo una comunidad que había sido floreciente podía decidir emigrar mucho antes, y más o menos en la época en que Nathan lo había hecho. Tras el edicto napoleónico que abolió en 1812 las leyes antijudías, los prejuicios religiosos nativos se habían reafirmado. Desde 1833 había habido una serie de medidas prusianas, a menudo relacionadas con el nombre de un estadista llamado Wagner, que aumentaban los impuestos para los judíos y les hacían pagar el mantenimiento de las escuelas e instituciones cristianas, y sumaban a su carga el servicio militar. La situación empeoró tras las esperanzas frustradas de 1848: el profesor Friedrich Julius Stahl se convirtió en el líder de los autoritarios de extrema derecha en el Parlamento del estado de Prusia. (Había nacido como Joel Golson, y para él no era suficiente haberse convertido a la corrupción del judaismo primitivo que se conoce como cristianismo: no, como Stalin después de él, también quería un sobrenombre de acero). Amos Elon cuenta la historia:

En el mayor estado alemán, donde vivían dos tercios de la población judía, enunció la base «filosófica» para que continuara la discriminación contra sus antiguos correligionarios. No era un gran pensador sino un propagandista capaz, que articuló persuasivamente la exigencia conservadora de «autoridad» y la unión sagrada de Iglesia y corona.

1848 había sido un año de revolución y liberación para gran parte de Europa, pero el ardiente nacionalismo de otra gente no es siempre, como suele decirse «bueno para los judíos». Parecía posible que los miembros más brillantes del clan Blumenthal vieran y sintieran que la atmósfera se hacía más densa. En esa época, además, según los registros, había habido una epidemia de cólera bastante severa. Tales estallidos tampoco son siempre buenos para los judíos: a veces incluso logran que les echen la culpa de la plaga, o del envenenamiento de los pozos.

¿Pero la familia había dejado a alguien atrás? Es un nombre bastante común, así que no sabía cómo podría distinguir entre ramas menores y colaterales, pero pronto quedé libre de la necesidad de hacer esa discriminación. El director del periódico local, el señor Miroslaw Lapa, había publicado una historia ilustrada de los judíos de Kempen/Kępno titulada en polaco Kępińscy Żydzi. Sus fotografías mostraban algunos de los mayores esplendores, incluyendo el imponente templo en sus viejos y mejores tiempos y los grupos familiares reunidos alegremente frente a prósperas tiendas. Había pocas imágenes de las posteriores miserias, pero había algunas listas de nombres… Cada Blumenthal que encontré en el índice había terminado en los transportes a Auschwitz. Así que eso era todo.

Una vez hablé con una superviviente del genocidio en Ruanda, y me dijo que no quedaba nadie sobre la faz de la tierra, amigo o pariente, que supiese quién era ella. Nadie que recordara su infancia y sus primeras travesuras y las tradiciones familiares; ningún hermano o compañero del alma que pudiera provocarle sobre ese primer romance; ningún amante o compañero con quien compartir recuerdos. Todos sus cumpleaños, resultados de exámenes, enfermedades, amistades, parentescos habían desaparecido. Siguió viviendo, pero con una tabula rasa como diario y calendario y cuaderno de notas. Pienso en eso cada vez que oigo la ambición inmadura de «empezar de cero» o «renacer»: ¿realmente quienes hablan así desean de verdad que se borre la pizarra? El genocidio no solo significa el asesinato masivo, hasta la exterminación, sino la obliteración masiva hasta el límite de la extinción. ¿Deseas otra reflexión sobre lo que significa ser objeto de un «limpio» barrido? Prueba con el microcósmico relato en miniatura «Símbolos y señales», de Nabokov, que trata de la angustia y la miseria en general pero también logra situarla en lo que podría denominarse una perspectiva crudamente familiar. El álbum de la consternada familia contiene un desvaído estudio de la tía Rosa, una anciana quisquillosa, angulosa, de ojos de loca, que había vivido en un trémulo mundo de malas noticias, bancarrotas, accidentes de tren, tumores cancerosos, hasta que los alemanes la llevaron a la muerte, junto a toda la gente por la que se había preocupado.

Vivimos unas pocas décadas conscientes, y nos inquietamos lo suficiente para varias vidas. Los varios huevos y cigotos y otros elementos necesarios para la posterior concepción y generación de la mitad no anglosajona del presente autor continuaron migrando, un poco como los afortunados e inteligentes conejos que se marcharon a la colina de Watership a tiempo, antes de que las boquillas del veneno fueran insensiblemente empujadas en las isletas de la ecología. Solitarios e inseguros y cargados por la angustia como de algunas maneras serían las vidas de mi abuela y mi madre, tuvieron lugar bajo un sol refulgente, si lo comparamos con aquello de lo que se habían escapado gracias a que sus antepasados se hubieran largado de Kępno.

Todavía no había terminado completamente mis investigaciones en esa región fascinantemente perturbadora del pasado. En el caso de otro pariente —mi antepasado político David Szmulevski, una especie de tío abuelo— el rastro llegó hasta Auschwitz, pero por una vez no terminó allí. Nacido en la ciudad de Kolo en el distrito de Poznań en 1912, ese hombre tenía una existencia crepuscular en el borde de la conciencia de mi familia. Se decía que había sido un importante resistente contra los nazis. Posee un capítulo propio en la antología They Fought Back, un libro que combate la desdichada imagen que presenta a los judíos europeos como fatalistas y pasivos. Sacó fotografías de Auschwitz —el anus mundi del corazón de las tinieblas— que mostraba la transmutación de seres humanos en desechos y basura.[126] Fue una especie de figura en el gobierno de la Polonia de posguerra (y después hubo algunos susurros sobre un escándalo que incluía el robo de obras de arte) antes de que lo expulsaran a Francia en 1968, tras la infame purga antisemita y «antisionista» del Partido Comunista.

Había ido tras ese rastro, de una manera modesta y amateur, durante una década. Fui a París para encontrarlo y me enteré de que había muerto hacía poco. No había otra dirección. Fui a ver a Daniel Singer, el difunto discípulo de Isaac Deutscher, que desde su apartamento junto al Matignon era un cuartel general de una sola célula para cualquier cosa relacionada con la diáspora marxista judeopolaca. Me envió a un hombre del centro de Nueva York que me prestó el único libro en yiddish que poseo —las memorias de David Szmulevski— y una traducción al inglés muy apresurada. El título del volumen es Resístame in the Auschwitz-Birkenau Death Camp. Pero la historia anterior también poseía un considerable interés y la falta de una historia posterior quizá fuera aún más absorbente.

A una edad bastante temprana, Szmulevski había desarrollado el ansia de dejar el aislado pueblo de Kolo (que significa «rueda») y se había presentado voluntario para convertirse en un joven pionero sionista. Tras partir de un puerto de Rumania y llegar a la Palestina sometida al mandato británico, trabajó en un kibbutz muy duro y en el puerto de Tel Aviv. En sus páginas uno podía contar las rápidas evoluciones de una conciencia política de entreguerras: observó que los trabajadores árabes cobraban menos y recibían un trato más duro, y empezó a encontrarse con librepensadores —en especial una joven— que le abrieron horizontes mucho más amplios y emocionantes que el shtetl o el shul. (¿Crees forzado conectar al profesor Max Born con Olivia Newton-John? La de Szmulevski fue casi la misma ruta de Polonia a Palestina que siguió Simón Pirsky, más tarde Simón Peres, el presidente de Israel, cuya prima hermana es Betty Pirsky o Lauren Bacall).

Hace poco encontré el archivo de la época de la Polonia comunista de Szmulevski, que declara sin ambigüedad que en la década de 1930 se unió al Partido Comunista de Palestina. Sus propias memorias, escritas después de 1968, no mencionan eso y dan la impresión —sin afirmarlo exactamente— de que en realidad habría preferido el partido judeosocialista Bund. Aunque así fuera, asistió a una reunión de trabajadores judíos militantes un día de 1936 y se presentó voluntario para abandonar Palestina con el fin de combatir la ascendente amenaza de Hitler… en España. Fue miembro del batallón polaco de las Brigadas Internacionales que llevaba el nombre del gran poeta nacional Adam Mickiewicz. Resultó herido y lo socorrió en el hospital la rama más pudiente de su familia, que había emigrado a Estados Unidos —la familia de mi maravillosa y difunta suegra— y también había enviado a un hijo a esa guerra.[127]

Cuando escapaba hacia Francia tras la victoria del fascismo español, Szmulevski no tardó en descubrir que el dolor de Europa apenas había comenzado. Lo arrestaron los invasores alemanes de París y lo enviaron de vuelta a Polonia, a Auschwitz, donde fue empleado como «techador» en el edificio real de la sección del campo de trabajo del lugar. Gente algo mayor que yo que hizo el servicio militar en el ejército británico dice que jamás olvidas tu «número»: los dígitos que durante ese tiempo se convierten en «ti». He descubierto que el número de Szmulevski en Auschwitz era 27849 (un número relativamente bajo). Lo llevó durante el resto de su vida. Como pudo contactar con veteranos de España y otros curtidos camaradas entre la recientemente reclutada fuerza de trabajo del campo, tuvo al menos la oportunidad de mantener la moral y sobrevivir.

Su biografía es extrañamente tosca y atractiva, a veces casi ingenua. Aquí está el relato de su ayuda en la organización de un servicio clandestino de Yom Kippur, en el que los esclavos y los condenados podrían cantar la oración «Kol Nidre», en Auschwitz, en el invierno de 1943. Al shtetl de su infancia, recuerda:

… incapaces de formar un minyan, judíos de los pueblos y asentamientos de alrededor venían con sus familias. Incluso si tenían un minyan [el quorum de diez judíos (hombres) necesario para la realización de un servicio], necesitaban un cantor o un líder que pusiera el sentimiento necesario en las oraciones. La melodía de esa oración particular resulta querida para el corazón de cada judío, aunque no sea religioso.

No seguí el camino por el que mi padre me habría llevado. El viaje de mi vida me distanció de la tradición religiosa y me llevó más cerca de quienes luchan por la justicia en este mundo, como los que se levantaron en armas contra el fascismo: en los campos de batalla de España, en los grupos de partisanos franceses y también en el campo de exterminio conocido como Auschwitz-Birkenau.

Para mí, facilitar en los campos cualquier acción prohibida por los alemanes formaba parte de la lucha contra el enemigo hitleriano. Desde entonces, cuando paso ante una sinagoga la víspera de Yom Kippur aparece ante mis ojos la imagen de los cuarteles en Auschwitz, donde un pequeño número de orantes pudo experimentar la atmósfera de los Días Santos.

Son sentimientos nobles, incluso exaltados, que aportarían una prueba a quienes sostienen que la religión sirve para proporcionar un consuelo. Pero se expresan de forma un tanto aburrida: tienen un matiz del Frente Popular, con sus «facilitar» y otras expresiones acartonadas. No poseen la desafiante agitación de Primo Levi, que escribió mordazmente que si fuera un dios habría querido escupir sobre cualquiera que rezase en Auschwitz. En cierto modo, Szmulevski sobrevivió precisamente porque era un buen hombre de partido. Vivió para organizar los juicios de posguerra a los criminales de Auschwitz, incluyendo una sesión histórica que organizaron los alemanes y no los aliados. Pudo testificar y aportar importantes pruebas fotográficas. En 1960, le otorgó una importante condecoración de la Resistencia Józef Cyrankiewicz, el primer ministro de Polonia, un socialista convertido al comunismo que había estado interno en el mismo campo.

Y ahí es donde empiezan a tomar forma mis verdaderos problemas con él. Estoy en Polonia, leyendo su prosa de burócrata, y veo que asegura que aceptó un trabajo «en la administración nacional». Significa, como descubrí finalmente en los archivos del Ministerio del Interior polaco de la Hoover Institution en Stanford, que Szmulevski era coronel responsable del Departamento Siete de la Milicja Obywatelska o «Milicia ciudadana», cuyo cuartel se encontraba en un viejo palacio de Varsovia que había sido sede de la autoridad de la policía secreta desde la época zarista. Nunca alude a ello en el relato de su expulsión de Polonia en 1967 y prefiere atribuir todo el asunto al histórico prejuicio antijudío.

Desde la caída del muro de Berlín en 1989, los historiadores se han vuelto más precisos y más honestos —parcialmente, más valientes, podría decirse— sobre esa otra «limpieza» de las regiones y los pueblos que fueron atomizados entre las dos piedras de molino del hitlerismo y el estalinismo. Uno de los cronistas más objetivos es el profesor Timothy Snyder, de la Universidad de Yale. En su opinión, la Operación Reinhardt, o la destrucción planificada de la judería polaca, debe considerarse la pieza central de lo que comúnmente llamamos el Holocausto, donde, de los aproximadamente 5,7 millones de judíos que murieron, «unos tres millones eran ciudadanos polacos antes de la guerra». No deberíamos olvidar en absoluto los millones de ciudadanos no judíos de Bielorrusia, Rusia, Ucrania y otros territorios eslavos que también fueron masacrados. Pero, para mí, el hecho destacado sigue siendo que el antisemitismo era el principio reinante, esencial y organizador de todas las teorías raciales del nacionalsocialismo. Por tanto, no debe considerarse un prejuicio entre otros.

Sin embargo, no puedes visitar la zona sin observar las marcas de un segundo borrado. Los comunistas habían reconstruido casi la ciudad de Wroclaw/Breslau siguiendo las líneas de su disposición y arquitectura de antes de la guerra y, hasta su plaza principal y mercado, parecía una localidad alemana sacada directamente de un libro de cuentos. Pero, en ese caso, ¿dónde estaba todo el mundo? (¿Y dónde habían ido? Solo podías encontrar un cementerio judío —restaurado—, pero intenta encontrar otro donde las lápidas estén escritas en alemán). Fui a ver al alcalde, un hombre robusto y meditabundo llamado Rafal Dutkiewicz, que dijo compungido que el problema con los ciudadanos de su jurisdicción, bastante amplia, era que «nadie es de verdad “de” aquí». De nuevo consulté las duras estadísticas que ofrecía el profesor Snyder: casi ocho millones de civiles alemanes fueron expulsados o huyeron (o huyeron y regresaron y los expulsaron luego) de Polonia al final de la Segunda Guerra Mundial. Polonia anexionó las tierras del este de Alemania de donde habían huido o de donde se les echó. Para compensar la escasez de la población, se trasladó a polacos a las provincias de Silesia. Como si quisiera alentar ese proceso, el gran hermano de la Unión Soviética anexionó la mitad oriental de la Polonia de antes de la guerra, y un millón de polacos expulsados se convirtieron en colonos de las regiones de las que se había echado a los alemanes. Esa doble negación creó un área enorme de silencio y complicidad.

No hay una equivalencia moral exacta entre esos crímenes contra la humanidad. Es cierto que quizá unos seiscientos mil alemanes murieron en el episodio, que también entrañó limpiar de alemanes las tierras checas, pero muchos fallecieron en la lucha que los nazis habían prolongado de forma delirante. (El Tercer Reich declaró Breslau/Wroclaw una ciudad «Fortaleza» o «Festung» y la rindió después de la caída de Berlín, para cuando estaba tan destruida que no había nada por lo que luchar). Así que podría opinarse, como dice defensivamente alguna gente acerca del bombardeo de las ciudades de Dresde y Wurzburgo, que los nazis empezaron y se les castigó por ello.

Lo que a la gente no le gusta admitir es que hubo dos crímenes en la forma de uno. Al igual que la destrucción de los judíos era la condición necesaria para el ascenso y la expansión del nazismo, la limpieza étnica de los alemanes era una condición previa para la estalinización de Polonia. Me di cuenta de ese asunto por primera vez cuando leía un ensayo del difunto Ernest Gellner, que al final de la guerra había advertido a los europeos orientales que el castigo colectivo al pueblo alemán les pondría bajo una indefinida tutela de Stalin. Siempre sentirían la necesidad culpable de tener un aliado contra una potencial venganza alemana. El miedo a la venganza motiva los crímenes más profundos, desde matar a los hijos de tu enemigo por temor a que crezcan, y desempeñen su papel, a borrar las tumbas y los lugares sagrados del enemigo para que su odiado nombre se olvide.

Y aquí llega mi observación final y más melancólica: una gran cantidad de los matones y esbirros de Europa oriental eran judíos. Y no solo una gran cantidad, sino una gran proporción. La proporción era especialmente alta en los departamentos de la policía secreta y de «seguridad», donde sin duda la venganza desempeñaba su papel, así como la fidelidad ideológica al comunismo tan común entre los judíos de mentalidad internacionalista de la época: judíos como David Szmulevski. Había fuerzas nativas comunistas razonablemente poderosas en Checoslovaquia y Alemania Oriental, pero en Hungría y Polonia los comunistas eran una minoría pequeña y lo sabían, dependían del Ejército Rojo y lo sabían, y eran desproporcionadamente judíos y ampliamente detestados por esa razón.[128] Los comunistas usaron muchos campos de concentración construidos por los nazis como centros de retención para los alemanes que los comunistas habían deportado, y algunos de los que dirigían esos lóbregos enclaves eran judíos. Nadie de Israel o la diáspora que vaya al este de Europa en una excursión histórica familiar debería ignorar que existe la posibilidad de que encuentre mucho menos y mucho más de lo que prometía el folleto del viaje. Es fácil decir, con Albert Camus, «ni víctimas ni verdugos». Pero la verdadera historia es aún más inmisericorde de lo que te habían dicho que era.

Podía ser tan feroz como los escritores rusos hebreos en su denuncia de los judíos e Israel, y especialmente del gobierno israelí. Siguió a Mendele cuando comparó a los judíos con los jorobados («Esclavitud judía y emancipación», 1951), aunque también se hizo eco de la alegoría de Kafka sobre la deformidad judía, «Informe para una academia». Berlín creía que la emancipación había convertido a los judíos en extraños sin hogar y seres psicológicamente deformes, que intentaban obtener la aceptación del mundo gentil.

DAVID ABERBACH en el centenario de Isaíah Berlín, junio de 2009

«Die Judenfrage», solían llamarla, incluso los judíos. «La cuestión judía». Veo que me gusta bastante esa formulación interrogativa, puesto que la cuestión —como dijo Gertrude Stein, de forma célebre aunque terminante— puede ser más fascinante que la respuesta. Por supuesto, uno coquetea con la calamidad cuando expresa las cosas de este modo, como aprendí en la escuela cuando algunos profesores hablaban de la cuestión irlandesa como el «problema» irlandés. De nuevo, la palabra «solución» puede ser tan neutral como las palabras «cuestión» o «problema», pero cuando uno define un pueblo o una nación de ese modo, la búsqueda de una resolución puede convertirse en anhelo de una conclusión. Endlösung: la Solución Final.

Pero quizá cualquier búsqueda de una «solución» sea en sí potencialmente letal o absurda. La búsqueda judía de una respuesta definitiva a la «cuestión» también ha tomado formas intensamente religiosas y nacionalistas, así como, en épocas recientes, la identificación de enormes cantidades de judíos con el marxismo. Quizá la familia de mi madre no estuviera relacionada con la grandeza o la tragedia del asunto: intentaron apañárselas para asimilarse y sobrevivir, mientras hacían algunos gestos religiosos en la dirección de su antigua fe y algunos gestos protectores en defensa del Estado de Israel.

En el caso de mi madre, estoy convencido de que estaba dispuesta a abandonar incluso la menor adherencia a la sinagoga si eso podía suavizar el acceso de sus dos hijos a la alta sociedad inglesa, y que solo comenzó a sentir pasión por el Estado judío de Oriente Próximo cuando empezó a experimentar una necesidad desesperada de un nuevo comienzo en otro lugar: era ese un nuevo comienzo o un final para toda esperanza. Nuestra última conversación telefónica, en la que expresó su deseo de emigrar a Israel tras la guerra del Yom Kippur de 1973, me aturdió en su momento y desde entonces me ha llevado por muchos caminos. Siempre mantengo abierta la posibilidad de que yo hubiera podido equivocarme y que ella podría tener sus propias razones para mostrarse reticente. Esto es de una carta que me envió hace poco una de sus amigas más antiguas:

Me dijo que fue a vivir con una tía y un tío en Liverpool en una comunidad muy judía; quizá fue allí a la escuela o estudió secretariado y sus dos primeros novios eran estudiantes de medicina en la ciudad. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuvo, pero parecía que era feliz y de ahí asumo que fue al WREN [Servicio Femenino de la Marina Real]. No tengo idea de cuándo decidió ocultar que era judía, posiblemente al irse al WREN.

Cuando lo pienso, me parece bastante probable: la Marina Real era un refugio y una iglesia bastante grande, pero incluso en una batalla contra Hitler un judío (o «judía») habría resultado conspicuo. En el Jamaica de Su Majestad mi padre tenía un compañero de inclinaciones literarias llamado Warren Tute, que se convirtió en un novelista menor en los años de posguerra y escribió un libro bastante exitoso, The Cruiser, en el que mi padre aparece bajo la denominación (sin nombre familiar o «de pila») de teniente Hale. En un momento del relato, el comandante del navío, que se llama Antígona, revisa mentalmente la tripulación del barco:

Sabía que era probable que el fogonero de primera clase Danny Evans celebrase su reclutamiento bebiendo cerveza durante una semana en Tonypandy y después pasara los tres meses siguientes en segunda clase por abandono. Sabía que el herrero de primera clase Rogers intentaría pasar provisiones de contrabando del servicio a su mujer y que el telegrafista Jacobs era un abogado de mar, que tenía un libro de Karl Marx en el petate.

Martin Amis señala a menudo que puedes aprender mucho sobre un novelista si te fijas en las molestias que se toma para dar nombre a sus personajes, y claramente Tute no sudó mucho inventando a un galés llamado Evans o a un herrero llamado Rogers. Siguiendo esa misma pista, no quería que pensáramos que Jacobs era otra cosa que un sinónimo de lo vagamente sospechoso y poco sólido. No creo que su representación traicionara mucho el ambiente de la Marina: Jacobs no habría sido perseguido (mi padre nunca habría tolerado algo remotamente parecido a eso), pero tampoco lo veo exactamente ascendiendo entre las filas. «Lo coges en el matiz de un comentario», como observa Harold Abrahams sobre el discreto no-filosemitismo inglés en Carros de fuego, y así es como yo lo cogí, cuando decidí subtitular mi primer ensayo, sobre el tema «Homenaje al telegrafista Jacobs». ¿Podía haber una frase más vaga que «un libro de Karl Marx»? Y, sin embargo, ¿no había algo en esa vieja identificación del judío como subversivo? Si es así, bien. Recuerda que son los «judíos librepensadores», no los judíos en sí, los que T. S. Eliot define como indeseables en After Strange Gods.

Si la intención de mi madre, en parte o al completo, era asegurarse de que nunca sufriera la menor indignidad o vergüenza por ser judío, tuvo bastante éxito. Y, en todo caso, había bastantes matrimonios mixtos y «conversiones» en ambos lados como para convertirme en uno de esos muchos híbridos mischling que están repartidos por todo el mundo. Y, como alguien que no cree que la especie humana se divida en «razas», por no hablar de que una nación o nacionalidad pueda definirse por su religión, ¿por qué no debería dejar que la cuestión me resbalara? ¿Por qué —y después dejaré de hacer preguntas retóricas— en algún momento decidí que cuando me preguntaran con cualquier tono de voz: «¿Eres judío?», nunca me oiría negarlo.

Como ateo convencido, debería coincidir con Voltaire en que el judaismo no es solo una religión más, sino a su manera la raíz de todo el mal religioso. Sin los rabinos severos y sombríos y sus seiscientas trece duras prohibiciones, nos habríamos ahorrado toda la pesadilla del Antiguo Testamento, y el jalón crudo y brutal de este en el cristianismo derivado de profecías, y el plagio y la mutación posteriores del judaismo y el cristianismo en las varias formas rivales del islam. Gran parte del tiempo estoy de acuerdo con Voltaire, pero no sin reconocer que el judaismo es dialéctico. Hay, después de todo, una versión específicamente judía de la Ilustración del siglo XVIII, con un nombre específicamente judío: Haskalah. El término se deriva de la palabra para «mente» o «intelecto», y está naturalmente vinculado a la ética en vez de a los rituales, a la vida en vez de las prohibiciones, y a la asimilación en vez del «exilio» o el «retorno». Está eternamente unido al nombre del gran profesor alemán Moses Mendelssohn, uno de esos conspicuos jorobados judíos que tanto ofendían y avergonzaban a Isaiah Berlín. (La otra forma de ofender o avergonzar a Berlín, descubrí, era mencionar que era primo de Menachem Schneerson, el «mesiánico» rebbe de Lubavitch). Sin embargo, incluso el judaismo anterior a la Ilustración obliga a sus seguidores a estudiar y pensar, les enseña a regañadientes lo que piensan los demás e incluso puede que les enseñe cómo pensar.

En su prefacio a la colección de ensayos The Non-Jewish Jew, del gran Isaac Deutscher, su viuda Tamara cuenta cómo el futuro biógrafo de Liev Trotski estudió para su bar mitzvah.[129] Lo consideraban el chico más inteligente en cualquier yeshivah desde hacía años y en kilómetros a la redonda y le pidieron que hablara sobre la siguiente cuestión: en algún lugar de los sinuosos intestinos de las tradiciones judías, se mencionaba un pájaro milagroso que visita el mundo en intervalos de varias décadas y solo brevemente. En esas periódicas visitas trae y deja tras él un poco de esputo de pájaro. Si puedes coger una gota de esa baba de ave, tiene propiedades que hacen maravillas. Ahora llega la pregunta crucial (¿no la has visto venir?): ¿el esputo del pájaro debe ser considerado kosher o treyfe? El joven Isaac habló durante varias horas sobre las teorías rivales de esa disputa, y sobre los discordantes comentarios a las teorías rivales y, por supuesto, sobre los comentarios a esos comentarios. Más tarde decía que esa onerosa labor mental y textual no servía para entrenar la mente, sino más bien —como la rutinaria memorización del Corán— para atrofiarla. No sé si estoy de acuerdo. Gran parte de mi vida marxista y pos-marxista ha estado dedicada a establecer distinciones irracionalmente finas y al despiece lógico, y todavía me parece que el mero ejercicio puede exigir respeto. Quizá incluso desarrolle músculo…

¿También yo debería preferir el título de «judío no judío»? Durante algún tiempo, me habría sentido muy identificado con la actitud que expresaba Rosa Luxemburg, cuando escribió desde la cárcel en 1917 a su angustiada amiga Mathilde Wurm:

¿Dónde quieres llegar con los sufrimientos particulares de los judíos? Me siento tan cerca de las desdichadas víctimas de las plantaciones de caucho en Putumayo y los negros de África con cuyos cuerpos los europeos juegan como si jugaran al fútbol… No tengo un rincón especial en mi corazón para el gueto: me siento en casa en el mundo entero, donde hay nubes y pájaros y lágrimas humanas.

Probablemente, una exorbitante proporción de los marxistas que he conocido habrían formulado sus puntos de vista de forma parecida. Era casi una cuestión de honor no ponerse a «pensar con la sangre», por tomar prestada una frase notable de D. H. Lawrence, y sumergir la judeidad en luchas distintas y más amplias. De hecho, el viejo bulo sobre el «cosmopolitismo sin raíces» encuentra una forma perversa de refrendo en el internacionalismo judío: cuanto más enfáticamente acentúa alguien esa clase de retórica sobre el sufrimiento de los demás, más probabilidades hay de que suponga que el hablante es judío. ¿Significa eso que creo que hay «características» judías? Sí, creo que debe de significar eso.

Durante la guerra de Bosnia de finales de la década de 1990, pasé varios días viajando por el país con Susan Sontag y su hijo, mi querido amigo David Rieff. En una ocasión, dimos un rodeo especial hacia la ciudad de Zenica, donde se decía que había una infiltración seria de extremistas musulmanes extranjeros: una acusación que se utilizaba a menudo para calumniar al gobierno bosnio de la época. Encontramos muy pocas pruebas de ello, pero la propia comunidad estaba dividida entre musulmanes, croatas y serbios. Ninguna facción era lo bastante fuerte como para predominar, todas eran lo bastante fuertes como para vetar al candidato de las demás para el principal puesto del ayuntamiento. Finalmente, y de una forma que era característicamente bosnia, los tres partidos visitaron a uno de los pocos judíos de la localidad y le pidieron que asumiera el trabajo. Fuimos a verlo, y descubrimos que también era el intelectual residente, con un talento natural para la síntesis. Cuando nos marchamos, Susan empezó a reírse en el coche. «¿Qué os parece? —preguntó—. ¿Creéis que el único dentista y el único psiquiatra de Zenica también son judíos?». Habría sido estúpido fingir que no entendía el chiste.

La palabra judía ortodoxa para designar a un hereje —que un hereje puede usar para sí mismo— es apikoros. Se deriva de «epicúreo» y capta perfectamente la división entre Atenas y Jerusalén. Un célebre apikoros llamado Hiwa al-Balji, que escribía en la Persia del siglo IX, ofreció doscientas preguntas incómodas para los fieles. Atrajo sobre sí las habituales maldiciones atronadoras —«que su nombre se olvide, que sus huesos se conviertan en polvo»—, así como las detalladas refutaciones y denuncias de Abraham ibn Ezra y otros. Por supuesto, gracias a esos emocionantes anatemas, las preocupantes «preguntas» conservarán su actualidad mientras se lean los comentarios ortodoxos. De ese modo, un poco como cuando Maimónides dice que el Mesías vendrá pero «podría retrasarse», la judeidad logra la ironía sobre sí misma. Si hay una característica de los judíos que admire, es que la ironía pocas veces les pasa desapercibida.

Una de las preguntas que hacía al-Balji, que se repite hoy con frecuencia, es esta: ¿Por qué seguirán sufriendo los hijos de Israel? Mi abuela Dodo pensaba que era porque los goyim estaban celosos. El Séder pascual (que es un vergonzante simulacro de una sesión helénica de preguntas y respuestas, y hasta incluye el vino) dice a los niños que es una de esas cosas que ocurren a todas las generaciones judías. Tras la Shoah o Endlösung u Holocausto, muchos rabinos intentaron contar a los supervivientes que la inmolación había sido un castigo por el «exilio», o por la insuficiente atención a la Alianza. Esa explicación fracasó un poco con los hijos y los padres de quienes habían sido la materia viva de la «prueba», así que durante un tiempo los intérpretes profesionales de Dios se callaron decentemente. Ese intervalo de ambivalencia duró hasta la guerra de 1967, cuando se anunció que después de todo podía discernirse el propósito divino. ¡Qué erróneo, qué idiota, haber anunciado su descubrimiento prematuramente! El exilio y la Shoah —ambos— podían entenderse ahora como parte de un plan celestial aunque algo indirecto para recuperar el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén y otras propiedades inmobiliarias sometidas al mandato bíblico.

Considero un asunto de respeto hacia uno mismo escupir públicamente contra esa clase de racionalizaciones. (Son casi tan repelentes, en su combinación de arrogancia, masoquismo y una afectada falsa modestia, como que Edith Stein «ofreciera» su vida para expiar el lamentable escepticismo sobre Jesús de los demás judíos). Los judíos sabios son los que han puesto la religión en segundo plano y se han convertido en muchos países en la levadura de lo laico y lo ateo. Creo que tengo una idea muy buena de la razón por la que el antisemitismo es tan tenaz, proteico y duradero. Aunque afirmen ser teístas, el cristianismo y el islam se basan en la fetichización de primates de la especie humana: Jesús en un caso y Mahoma en otro. Ninguna de esas dos figuras puede considerarse exactamente histórica, pero ambas tienen algo en común incluso en su dimensión cuasi-mítica. Los judíos las encontraron por primera vez. Y los judíos, hambrientos como estaban de cualquier señal de su largamente buscado Mesías, no se dejaron engañar por ninguno de esos dos impostores, o no en grandes cantidades o por mucho tiempo.

Si conoces a un cristiano devoto o un musulmán creyente, estás conociendo a alguien que daría todo lo que tiene por una reunión personal, cara a cara, con el bendito fundador o profeta. Pero, en el rostro del judío, esos ardientes creyentes encuentran la cara que tuvo ese precioso momento y desdeñó la oportunidad y se dio la vuelta con un encogimiento de hombros. ¿Puedes imaginar por un microsegundo que una transgresión tan vil y grosera se perdone alguna vez? Sin duda yo espero que no. Los judíos calaron a Jesús y a Mahoma. Retrospectivamente, muchos también han calado las figuras míticas, primitivas y crueles de Abraham y Moisés. Más cerca demuestra época, en los amargos combates por la obra de Marx, Freud y Einstein, los participantes y protagonistas judíos no han sido los menos notables. Ojalá que siempre sea ese el caso, cada vez que un primate de la especie humana se presente, o sea presentado, como Mesías.

El ejemplo más reciente de la creencia judía en un rescate de la agonía de la duda y la inseguridad es el sionismo. La mera idea comienza como una Utopía: Altneuland, la novela de Theodor Herzl sobre «el retorno», es la única ficción utópica que se ha hecho realidad (si lo ha hecho). Pero he aprendido a desconfiar de las utopías y a preferir las sátiras. Marcel Proust se reía de Herzl cuando abogó por una nueva «Gomorra» donde gente del mismo sexo pudiera tener su propio Estado levantino (quizá le hubieran gustado algunas zonas del Tel Aviv actual). Arthur Koestler, vagando por el ártico en un zepelín en 1932, dejó una bandera con la estrella de David en la tundra de Nueva Zembla y la reclamó como patria judía. El propio Stalin preparó una provincia especial para judíos en el lejano territorio de Birobidzhán… Cuando mi madre me dijo que quería trasladarse a Israel en 1973, todavía se subrayaba el elemento utópico, pero quizá con algo menos de entusiasmo. Emití gemidos desalentadores porque pensaba que podría ponerse en peligro si se trasladaba a una zona de conflicto. Pero también empezaba a ser consciente de que podía participar en la perpetuación de una injusticia. No visité Tierra Santa hasta un par de años después, pero cuando lo hice me quedé consternado.

Mucho antes de que lo conociera como un lugar con el que mis antepasados habían estado remotamente relacionados, me habían vendido la idea de un Estado para los judíos (o un Estado judío: no es exactamente lo mismo, aunque al principio no me di cuenta) como algo democrático y laico. La idea era un refugio para los perseguidos y los supervivientes, una democracia en una región en la que ese concepto se entendía mal y un lugar en el que —como escribió Philip Roth en una novela de una sola mano que leí cuando tenía unos diecinueve años— hasta los guardias de tráfico y los soldados serían judíos. Eso, como los otros elementos que subrayaba la novela, era algo que podía coger. De hecho, mi primera visita fue patrocinada por un grupo londinense llamado Amigos de Israel. Se ofrecieron a pagar mis gastos, si cuando volviera hablaba en una de sus reuniones.

Todavía no he pasado la nota de gastos. Los recelos que tenía eran de dos clases, ambas imposibles de erradicar. La primera y más sencilla era el encuentro con la injusticia cotidiana: por supuesto, los guardias de tráfico eran judíos, pero también lo eran los colonos, los que ejecutaban la limpieza étnica e incluso los torturadores. Amigos judíos de izquierdas insistieron en que fuera a ver localidades y pueblos ocupados, y me sentara con árabes palestinos que vivían bajo arresto domiciliario —si tenían suerte— o como okupas en las ruinas de sus casas demolidas si eran menos afortunados. En Ramala pasé el día con la cautivadora Raimonda Tawil, confinada en su casa por el único crimen de expresar sus opiniones. (Por alguna razón, lo que más recuerdo es una repentina exclamación de su muy comedido y respetable marido, gerente del banco local: «¡Preferiría vivir bajo un muktar beduino a otro día de gobierno israelí!». Obviamente, había dedicado algún tiempo a pensar en la alternativa árabe más repulsiva posible). En Jerusalén visité a la familia Tutungi, que podía relatar hazañas que databan de generaciones, pero a la que expulsaban de su apartamento en la ciudad vieja para dejar sitio a la expansión del barrio judío. Jerusalén: un lugar de sangre desde la remota antigüedad. Jerusalén, por la que los británicos, los franceses y los rusos habían peleado en una guerra repugnante en Crimea, y a mediados del siglo XIX, para dirimir qué iglesia cristiana debía tener las llaves de algún «santo sepulcro». Jerusalén, donde el antisemita Balfour había intentado sobornar a los judíos con el territorio de otro pueblo para alejarlos del bolchevismo y prolongar la diplomacia de la Gran Guerra. Jerusalén: esa casa asolada por la peste en cuyos alrededores todos los fanáticos esperan que se pueda provocar una guerra aún más grande y definitiva. Sin duda, ejercía un retorcido atractivo sobre mi sentido de la historia. En términos menos heroicos y más breves, ¿qué había de la justicia y su resonancia judía?

Imagina que un hombre salta de un edificio en llamas —como me dijo a la cara mi querido amigo y colega Jeff Goldberg en una mesa de La Tomate, en Washington, hace menos de dos años— y cae sobre un transeúnte en la calle. Ahora, que el edificio en llamas sea Europa y el desgraciado hombre que hay debajo los árabes palestinos. ¿Es una injusticia histórica? ¿Se ha convertido en una víctima el hombre que estaba debajo, con infinitas causas para quejarse y una justificación indefinida para las represabas violentas? Mi respuesta sería un «no» provisional, pero solo con algunas condiciones. El hombre que salta del edificio en llamas debe compensar como pueda al hombre que atenuó su caída y no debe fingir que nunca aterrizó encima de él. Y debe basar su caso en la singularidad y unicidad del salto original. No puede ser, en otras palabras, «salto, salto, salto» durante cuatro generaciones y más. No puede esperarse que la gente que hay debajo tolere que les salten a esa escala y durante ese período de tiempo, si entiendes lo que digo. En Palestina, pisa suavemente, porque pisas sobre tus sueños. Y no les digas a los palestinos que no les cayó algo encima y los dejó amoratados, para empezar. No te deshonres con la mentira barata de que sus líderes les dijeron que huyeran. Y deja de decir que nadie sabía cómo cultivar naranjas en Jaffa hasta que los judíos les enseñaron. «Hacer que el desierto florezca» —una de las frases hechas que usaba Yvonne— convierte en moradores del desierto a un pueblo que superaba agrícolamente a los cruzados.

A mediados de la década de 1970, colonos judíos de Nueva York establecían segundas residencias en territorio ocupado. ¿De qué casa en llamas saltaban ellos? Fui a entrevistar a algunos de esos fanáticos colonos judíos —descartados en esa época como meros elementos «marginales»— y descubrí que se llamaban a sí mismos Gush Emunim o —sonaba igual de mal— «El bloque de los fieles». ¿Por qué no decir simplemente «Partido de Dios» y acabar? Al menos no tenían el descaro de decir que habían robado el hogar de otra gente porque les habían arrebatado su hogar en Polonia o Bielorrusia. Decían que tomaban la tierra porque dios se la había dado en un tiempo inmemorial. En la ruidosa ciudad de Hebrón, donde toda la vida se centra en torno a un cementerio de esqueletos supuestamente sagrados de una húmeda cueva local, una de las vistas menos bonitas del mundo es la de esos supuestos alumnos de la yeshivah que acarrean metralletas y humillan a los habitantes árabes. Cuando pregunté a uno de esos tipos encantadores de dónde había sacado su autoridad legal para ser un okupa, alzó la mano, con el dedo índice extendido, hacia el cielo.

Realmente —y aquí es donde empezaba a sentirme gravemente incómodo— algo de ese argumento divino subyace no solo en «la ocupación», sino en la idea entera de un Estado para los judíos en Palestina. Elimina la garantía divina de Tierra Santa, y ¿dónde estabas y qué eras? Otro ladrón de tierras como los turcos y los británicos, solo que en este caso querías la tierra sin el pueblo. Y el eslogan sionista original —«Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra»— reveló su propia negación cuando vi las localidades árabes densamente pobladas que soportaban hoscamente la tutela judía. ¿Quieres ironía? ¿Qué te parece unos colonizadores judíos justo en el momento en que otros europeos abandonaban la idea?

El gran historiador judío Jacob Talmon escribió una carta abierta al primer ministro Menahem Begin en la que especificaba que no le preocupaban particularmente los árabes y sus llamados derechos y quejas. Lo que le perturbaba era el tono mesiánico del régimen israelí, que parecía asumir que el destino y la profecía actuarían como solución de todos los problemas aparentemente insolubles. Así que paso a mi segunda preocupación, que incluso en los días relativamente prósperos de mediados de la década de 1970 era esta. Aparte de todas las cuestiones de derecho, nunca he podido desterrar la mareante sospecha interior de que Israel no parecía, o no daba la sensación de ser, permanente ni sostenible. Tenía esa percepción cuando me sentaba en los patios otomanos de Jerusalén, y todavía más cuando vi los repugnantes asentamientos Fort Condo que se habían esparcido por la ciudad para dar la impresión contraria. Si el pequeño Estado solo estaba en una estrecha franja de la costa mediterránea (después de que, al parecer, dios ordenara que los judíos se establecieran en una de las poquísimas zonas de la región que no tienen nada de petróleo), eso sería bastante malo. Pero, además, entrañaba anidar sobre una población creciente que no daba la bienvenida a los recién llegados.

Considero el antisemitismo imposible de erradicar: es un elemento de la toxina que nos ha contagiado la religión. Quizá en parte por esa razón nunca he podido ver el sionismo como una cura contra él. Judíos estadounidenses, británicos y franceses me han dicho con total sinceridad que están permanentemente preparados para el día en que «ocurra de nuevo» y los que atacan a los judíos tomen el poder. (Y no finjo que no sé de qué hablan: he visto el furibundo fenómeno en funcionamiento en la moderna y soleada Argentina y soy incapaz de olvidarlo). Así que parecen creer que se refugiarán en la Ley del Retorno y en Haifa o, por lo que puedo saber, en Hebrón. No importa que, si toda la judería mundial se estableciera en Palestina, necesitaría una mayor expansión, expulsión y colonización israelí, y que su partida bajo esas condiciones apocalípticas dejaría a los nuevos camisas negras y camisas pardas en posesión de los arsenales nucleares de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Eso es pensamiento del gueto, apenas parcialmente actualizado para tener en cuenta las cosas que han cambiado. La comprensión importante pero retrasada tendrá que llegar: los judíos israelíes son una parte de la diáspora, no un grupo que haya escapado de ella. ¿Por qué si no Israel ruega diariamente a los judíos a menudo prósperos de otras tierras, instándoles a ayudar a los judíos que corren más peligro: los que gobiernan Palestina por el poder las armas? ¿Por qué si no, tras haber escapado supuestamente de la necesidad de confiar en la buena voluntad de los gentiles, Israel depende cada vez más de ella? A partir de esas consideraciones, el sionismo debe de ser una de las incongruencias potenciales más grandes de la historia de la humanidad.

Una de mis primeras reservas sobre el sionismo era y es que, al menos de forma semiconsciente, acepta la premisa inicial del antisemita sobre la anormalidad del judío. Una vez oí que Avishai Margalit, uno de los discípulos más brillantes de Isaiah Berlin, lo expresaba de forma memorable en una conferencia que dio en la New School. La idea sionista, dijo, debía tomar al desarraigado judío europeo —el luftmensch, la persona hecha de aire— y convertirlo en hombre. ¿Cómo se lograba eso? Sacándolo de su relojería de Budapest o su clínica de Viena, y poniéndole una azada en una mano y una pistola en la otra. En Palestina. El robusto granjero-soldado resultante redimiría al tendero o usurero encorvado y rastrero que caminaba como un viejo. Esa era la versión cinematográfica de León Uris de los acontecimientos, cuyo tema —recuerdo de repente— mi madre tenía en un disco. Margalit señalaba que este «proyecto» exigía necesariamente un conflicto con la población árabe, porque era inevitable que no solo entrañara la ocupación de su tierra, sino también su confiscación. «Algunos dicen que esto es el pecado original de los israelíes —dijo impasible—. No estoy de acuerdo con eso y creo que podemos llamarlo el inmaculado error de concepción de Israel».

En lo que a mí respecta, no me siento como un avergonzado luftmensch; prefiero positivamente el relojero, el librero y el médico al campechano colono y granjero, y me detengo para señalar que los árabes son retenidos en esa tierra forzosamente judaizada principalmente para que haya alguien que se encargue de esas tareas de azada, pala y levantamiento de pesos para las que la mayoría de los israelíes son demasiado refinados. Hay cierta ambigüedad en mis orígenes, con los matrimonios mixtos y las conversiones, pero bajo varias interpretaciones de tres códigos que no respeto mucho (la Ley Mosaica, las Leyes de Nuremberg y la Ley Israelí del Retorno), me clasifico como miembro de la tribu, y cualquier negación de eso en mi familia ha terminado conmigo. Pero no me iría a Israel si ese traslado significara la continuada expropiación de otra gente, y si el fascismo antijudío vuelve a llegar al mundo cristiano —o, más probablemente, llega hasta nosotros a través del mundo islámico—, ya que considero que es mi obligación resistir dondequiera que me encuentre. Me odiaría a mí mismo si huyera en cualquier dirección. Leo Strauss tenía razón. Los judíos no serán «salvados» o «redimidos». (Alégrate: tampoco lo serán los demás). Siempre estarán/estaremos en el exilio, en los alrededores de Jerusalén o no, y en algunos sentidos así es como debe ser. Tienen, o tenemos, como dijo un amigo de Victor Klemperer en una época muy oscura, la condena y el privilegio de ser «un pueblo sísmico». Un registro crítico de la salud general de la civilización es el estatus de «la cuestión judía». No se ha diseñado ninguna estrategia de seguridad que cubra, o pueda cubrir, ese riesgo.