Algo sobre mí

¡Preciado don sería conocernos

Con los ojos con que otros suelen vernos!

Robert Burns

Muchos hombres aceptan la sentencia de muerte sin un gemido, para escapar a la sentencia de vida que el destino lleva en su otra mano.

T. E. Lawrence

Platón dice que no merece la pena vivir una vida no examinada. Pero ¿y si la vida examinada también resulta un fracaso?

Kurt Vonnegut, Guampeteros, formas y granfalunes

Una o dos veces al mes, participo en debates públicos con personas que tienen una necesidad acuciante de cortejar y obtener la aprobación de seres sobrenaturales. Con mucha frecuencia, cuando expreso la opinión de que no existe una dimensión sobrenatural, y sin duda ninguna que esté única o especialmente disponible para los fieles, y que el mundo natural es lo suficientemente maravilloso —e incluso lo bastante milagroso, si se insiste—, atraigo miradas compasivas y preguntas ansiosas. En ese caso, me preguntan, ¿cómo encuentro sentido y propósito a la vida? ¿Cómo decide un materialista simple y burdo, sin esperanza de una vida por venir, qué merece la pena, si es que hay algo que lo haga?

Según mi estado de ánimo, alguna vez pero no siempre me contengo y no señalo que es una pregunta impresionantemente condescendiente e insultante. (Está a la par de una cuestión igual de sutil: Puesto que no crees en nuestro dios, ¿qué te impide robar, mentir, violar y matar a tus anchas?). Al igual que la respuesta a la segunda pregunta es el respeto hacia mí mismo y el deseo del respeto de los demás —mientras que son precisamente los que creen que tienen un permiso divino quienes son verdaderamente capaces de cometer cualquier atrocidad—, la respuesta a la primera pregunta tiene dos partes. Una vida que es partícipe, aunque sea un poco, de la amistad, el amor, la ironía, el humor, la paternidad, la literatura y la música, y la oportunidad de participar en batallas por la liberación de los demás, no puede considerarse «falta de sentido», a no ser que la persona que la viva sea un existencialista y decida llamarla así. Quizá la existencia entera sea una broma absurda, pero en realidad no se puede vivir la vida cotidiana como si lo fuera. Mientras que si uno quisiera definir la falta de sentido y la futilidad, la idea de que una vida humana deba emplearse en la propiciación culpable, temerosa y egocéntrica de nulidades sobrenaturales… pero, ahí, ahí. Basta.

La clara conciencia de haber nacido en una lucha perdida de antemano no conduce necesariamente a la desesperación. No me gusta especialmente la idea de que un día me tocarán el hombro y me informarán no de que la fiesta ha terminado, sino de que sin duda sigue, solo que en mi ausencia. (El segundo de esos pensamientos —la edición del periódico que saldrá el día después de mi marcha— es el que resulta más angustioso). Pero mucho más horrible resultaría el anuncio de que la fiesta continúa para siempre y está prohibido marcharse. Al margen de que fuera una fiesta infernalmente mala o una fiesta totalmente celestial, el momento en que se hiciera eterna y obligatoria sería el instante preciso en que empezaría a perder interés.

Una memoria de la New School for Social Research, donde tengo el honor de ser un ocasional profesor visitante, explica que en el período inmediatamente posterior a 1945 Erich Fromm dio una conferencia sobre «La lucha contra la falta de sentido». Nunca he podido encontrar un párrafo de su charla, aunque ansío saber lo que dijo. Entre los asistentes a la charla habría muchos jóvenes que acabarían de quitarse el uniforme, que iban a la universidad gracias al programa de veteranos y acababan de infligir una derrota al Eje fascista. No podían considerar que esa lucha hubiera sido «falta de sentido», pero ¿qué pasaba con los millones de personas que murieron de forma horrible en Europa y Asia y sin apenas haber vivido? ¿Cuál era su «sentido», salvo, quizá, el de ser espantosos ejemplos de un sentido mayor?

Los intentos de situarse en la historia son tan naturales y tan absurdos como los intentos de situarse en la astronomía. El día que nací, el 13 de abril de 1949, fueron condenados en Nuremberg diecinueve funcionarios nazis de alto rango, entre los que estaba el enviado de Hitler en el Vaticano, el barón Ernst von Weizsacker, a quien se declaró culpable de planear la agresión contra Checoslovaquia y de cometer atrocidades contra el pueblo judío. El mismo día, el Estado de Israel celebraba su primer Séder pascual y las Naciones Unidas, que todavía se reunían en Flushing Meadow, en Queens, votaron para considerar la solicitud de ingreso del Estado judío. En Damasco, el régimen del general Hosni Zayim cerró once periódicos. En Estados Unidos, el Comité Nacional del Alcoholismo anunció el próximo Día-A, que llevaría un eslogan poco edificante: «Tú puedes beber. Ayuda al alcohólico que no puede». (¿«No puede»?). El Tribunal Internacional de la Haya resolvió a favor de Gran Bretaña una disputa con Albania en el canal de Corfú. En las Naciones Unidas, el ministro de Asuntos Exteriores soviético Andréi Gromiko denunció la reciente alianza de la OTAN como una herramienta de agresión contra la Unión Soviética. Los comunistas chinos que ascendían dirigidos por un hombre conocido por los lectores occidentales como Mao Zedong, anunciaron una limitada voluntad de negociar con el gobierno existente en una ciudad que el mundo anglohablante llamaba Peiping.

Todo eso me resultaba desconocido cuando buscaba por primera vez el pecho de mi madre, y sin duda habría ocurrido del mismo modo si yo no hubiera nacido o si no hubiera sido concebido. Uno de los astrólogos del periódico se dirigía a quienes cumplían años ese día:

Hay poderosos rayos del planeta Marte, el dios de la guerra, en sus horóscopos para el año que viene y eso siempre significa una oportunidad de luchar si le apetece. Intente evitar esos alborotos si afectan a mujeres amigas o de su familia, porque en esas circunstancias, las perspectivas de victoria por su parte son bastante oscuras. ¡Si ha de pelear, escoja a un hombre!

Sabio consejo, sin duda, que desearía haber bebido con esa lactancia materna, pero que también se brindaba imparcialmente a la mucha gente nacida en ese día y a la que estaba destinada a morir en esa fecha.

Supongo que una de las razones por las que siempre he detestado la religión es su taimada tendencia a insinuar la idea de que el universo se ha diseñado pensando en «ti», o, todavía peor, que hay un plan divino en el que uno encaja al margen de que lo sepa. Esa clase de modestia es demasiado arrogante para mí. Sin embargo, he sido lo bastante impúdico como para escribir un libro que trata de mí en su mayor parte, y pensé que podría ser interesante que dijera unas palabras sobre «cómo» soy. (Esto, digo por lo que a menudo pienso como crítico, es lo que se echa en falta en las memorias y autobiografías comunes).

Una forma de empezar. Cada mes, mis brillantes colegas de Vanity Fair seleccionan a una personalidad y la someten al llamado «Cuestionario Proust». El gran Marcel no ideó esta forma de autointerrogatorio, pero en dos ocasiones de su vida lo sedujeron para que respondiera. Aquí he mezclado las dos series de preguntas.

¿Qué es el colmo de la desdicha? (Solo para dar una idea, la respuesta de Proust era: «Estar separado de mamá»). Creo que habría que distinguir entre el fondo de la miseria y el colmo de la angustia. En las profundidades de la desdicha están el ocio forzoso, el aburrimiento sexual y/o la impotencia. En la máxima angustia, la muerte de un amigo o incluso el miedo a la muerte de un hijo.

¿Cómo le gustaría vivir? En estado de conflicto o en un Estado con un conflicto.

¿Cuál es su idea de la felicidad en la tierra? Sentirme reconocido en vida.

¿Qué pecados le inspiran más indulgencia? Los que se producen a causa de urgentes necesidades materiales.

¿Cuáles son sus personajes favoritos de ficción? Dennis Barlow, Humbert Humbert, Horatio Hornblower, Jeeves, Nicholas Salmanovitch Rubashov, Funes el memorioso, Lucifer.

¿Cuáles son sus personajes históricos favoritos? Sócrates, Spinoza, Thomas Paine, Rosa Luxemburg, Liev Trotski.

¿Cuáles son sus heroínas en la vida real? Las mujeres de Afganistán, Irán e Irak que arriesgan sus vidas y su belleza para desafiar la mugre de la teocracia. Ayaan Hirsi Ali y Azar Nafisi como sus modelos femeninos ideales.

¿Cuáles son sus heroínas de ficción? Maggie Tulliver, Dorothea, Becky Sharp, Candy, O, la tía Dahlia de Bertie.

¿Su pintor favorito? Goya, Otto Dix.

¿Sus músicos favoritos? J. S. Bach, Bob Dylan.

¿La cualidad que más admira en un hombre? Coraje físico y moral: «ánima». La habilidad de pensar como una mujer. También el sentido del absurdo.

¿La cualidad que más admira en una mujer? Coraje físico y moral: «ánima». La habilidad de visualizar la mente y las necesidades de un hombre. También el sentido del absurdo.

¿Su virtud preferida? La apreciación de la ironía.

¿La virtud que menos le gusta, o la más sobrevalorada? Fe. Seguida de cerca —ante la general escasez de tiempo— por la paciencia.

¿De qué logro está más orgulloso? Puesto que no puedo decir que mis hijos sean solo «míos», que me hayan dedicado libros Salman Rushdie y Martin Amis, y poemas James Fenton y Robert Conquest.

¿Su ocupación favorita? Viajar en territorio disputado. Trabajar duro leyendo y escribiendo cuando estoy seguro en casa, sabiendo que un amigo divertido va a venir a cenar.

¿Quién le habría gustado ser? Prometeo, Oscar Wilde, Emile Zola.

¿Cuál es su característica principal? La inseguridad.

¿Qué es lo que más aprecia de sus amigos? Su existencia continuada.

¿Cuál es su principal defecto? Aburrirme con demasiada facilidad.

¿Cuál sería la mayor de sus desgracias? Perder la memoria.

¿Qué le gustaría ser? Alguien que comprendiera la música, el ajedrez y las matemáticas, o alguien que tuviera el coraje de llevar armas.

¿Cuál es su color favorito? Azul. A veces rojo.

¿Cuál es su flor favorita? El ajo.

¿Cuál es su pájaro preferido? El búho.

¿Qué palabra o expresión utiliza demasiado? Al leer una recopilación de mis escritos, me sorprendió bastante descubrir que era «quizá».

¿Quiénes son sus poetas preferidos? Philip Larkin, Robert Conquest, W. H. Auden, James Fenton, W. B. Yeats, Chidiock Tichbourne, G. K. Chesterton, Wendy Cope.

¿Cuáles son sus nombres favoritos? Alexander, Sophia, Antonia, Celeste, Liam, Hannah, Elizabeth, Wolfgang.

¿Qué es lo que más le disgusta? La estupidez, especialmente en sus formas más desagradables de racismo y superstición.

¿Qué figuras históricas le inspiran más desprecio? Stanley Baldwin, el ayatollah Jomeini.

¿Qué figuras contemporáneas le inspiran más desprecio? Henry Kissinger, Osama bin Laden, Joseph Ratzinger.

¿Qué acontecimientos de historia militar le producen más admiración? Termopilas, Lepanto, la defensa de Little Round Top en Gettysburg, los motines del ejército alemán en 1918 y del Estado Mayor alemán en 1944, los convoyes árticos de la Marina Real.

¿Qué talento natural le habría gustado poseer? La habilidad de dominar otros idiomas (lo que habría aumentado enormemente el ámbito de estas respuestas).

¿Cómo le gustaría morir? Totalmente consciente, y luchando o recitando (o haciendo el amor).

¿Qué es lo que más le disgusta de su apariencia? Que haga que viejos admiradores busquen palabras neutras.

¿Cuál es su lema? «Allons travailler!». (Esta versión más imperativa de «Adelante con ello» viene de Emile Zola, aunque E. M. Forster la extendió demasiado al animar a «seguir adelante con tu trabajo y comportarte como si fueras inmortal»).

Aunque solo es un juego para las fiestas (que es la forma en que se convenció a Proust de que lo jugara dos veces), puede resultar revelador. Al revisar mis preguntas, en todo caso, veo que me delato más de lo que podría parecer. Por ejemplo, fíjate en la respuesta a la pregunta sobre el «defecto principal». Solía jugar al juego de «Si fueras un animal, ¿qué animal serías?». Cuando los demás elegían por mí, me convertía con frecuencia en un zorro. Sin embargo, últimamente ha habido bastantes nominaciones a «tejón». No es solo la cuestión de que me he vuelto más corpulento y grisáceo. Es el lado «malo» de la que también considero una de mis habilidades más felices. En otras palabras, a menudo prefiero tener una discusión o una disputa antes que aburrirme y, como detesto perder una discusión, a menudo estoy dispuesto a prolongar una antes que hacer una pequeña concesión.

Claramente, esa negativa a ceder terreno incluso en desacuerdos poco importantes es síntoma de alguna inseguridad asentada, como mi antigua afición a hacer comentarios burlones (reparada cuando leí la observación que hacía de pasada Anthony Powell, para quien la burla es una señal infalible de desdicha interior), así como mi pronunciadísima impaciencia. La lucha, por tanto, es intentar cultivar el lado virtuoso de esos defectos: ser un anfitrión cordial, aunque algo voluble, por ejemplo, o ser ingenioso a expensas de mis propias debilidades, en vez de las de los demás.

A menudo se me describe, para mi irritación, como «disidente» e incluso me infligió el título el editor de uno de mis libros.[119] (Al menos en esa ocasión estuve a la altura del título cuando ridiculicé la palabra en mi introducción al primer capítulo del libro). Es una pena que nuestra cultura no tenga una buena palabra vernácula para un opositor o incluso para alguien que intente pensar por sí mismo: uno no puede asignarse la palabra «disidente» porque es un título honorífico que hay que ganar, mientras que términos como «mosca cojonera» o «inconformista» son algo triviales y condescendientes, y están demasiado cargados de autoestima. Y ya he perdido la cuenta de la cantidad de autobiografías de viejos camaradas o excamaradas con títulos como «Contra la corriente», «Minoría de uno», «Rompiendo filas» y cosas por el estilo: todas dan la razón al fulminante comentario de Harold Rosenberg sobre «el rebaño de las mentes independientes». Incluso cuando era joven me disgustaba que me llamaran «rebelde»: parecía basarse en la asunción condescendiente de que «cuestionar la autoridad» era parte de una «fase» que atravesaría naturalmente. Al contrario, yo era un niño relativamente bueno y bien educado, y elegía mis batallas con algo de deliberación, en vez de pensar con mis hormonas.

Estoy bastante orgulloso, por tanto, de que mis disputas más largas y mejor meditadas me hayan granjeado algo de respeto: un respeto que habría perdido si hubiera aprovechado —como dicen los franceses— una oportunidad perfectamente buena de mantener la boca cerrada. Tras años de perseguir a Henry Kissinger con alegaciones —mentiroso, asesino, criminal de guerra, pseudoacadémico, pesado— que hicieron que muchos observadores dijeran por escrito que si tenía cojones tendría que demandarme, perdió la compostura e hizo unas alegaciones histéricamente calumniosas, y al final fueron sus abogados y no los míos quienes se retiraron. Eso mereció el tiempo que le dediqué.

Durante las elecciones de 1992 concluí en mi primera visita a New Hampshire que Bill Clinton era odioso en su comportamiento con las mujeres, un mentiroso patológico y profundamente sospechoso en las relaciones entre el dinero y la política. Nunca he tenido que retirar nada de eso, mientras que, si lees lo que la mayor parte de mi profesión escribía entonces sobre el «nuevo demócrata» recio y falto de escrúpulos, te asombrará la cantidad de sacarina y babas que encontrarás. De todos modos, continué con ello incluso después de que la mayor parte de los republicanos consultaran las encuestas y decidieran que era una proposición perdedora, y, si miras la transcripción del juicio del presidente en el Senado —el segundo proceso de impugnación a un presidente de la historia de Estados Unidos—, verás que la última orden del día es una petición (rechazada) del líder de la mayoría del Senado para llamarnos a Carol y a mí como testigos. Así que puedo atreverme a decir que lo veía venir.

Cuando el difunto papa Juan Pablo II decidió poner a la mujer extrañamente conocida como Madre Teresa en la vía rápida de la beatificación, y por tanto convertirla en candidata a una eventual santidad, el Vaticano se vio obligado a pedir mi testimonio y pasé varias horas en una sesión cerrada con un sacerdote, un diácono y un monseñor, y sin duda les alegré el día cuando enumeré, como si rezara el rosario, los terribles defectos y crímenes de la fanática fallecida. Entonces descubrí que durante su tiempo en el cargo el Papa había abolido subrepticiamente el famoso oficio del «abogado del diablo», para acelerar aún más el paso de sus muchos candidatos a la canonización. Por tanto, puedo afirmar que soy la única persona viva que ha representado al diablo gratis.

Con mucha frecuencia, el test de la lealtad que uno tiene hacia una causa o un pueblo es precisamente la disposición de quedarse cuando las cosas son aburridas, correr el riesgo de repetir un viejo argumento o enfrentarse otra vez a un público hostil o (mucho peor) indiferente. Me involucré con la oposición checa por primera vez en 1968, cuando era una causa embriagadora y celebrada. Después, durante las deprimentes décadas de 1970 y 1980, fui miembro de un comité rutinario que intentó, con limitado éxito, que las menguadas fuerzas de la disidencia checa siguieran alimentadas (y publicando). El momento más relevante de ese compromiso fue el que logré perderme en la época: pasé una tarde con Zdeněk Mlynář, un exiliado y antiguo secretario del Partido Comunista checo, que en los desolados comienzos de la década de 1950 había entablado amistad con un joven militante ruso con un evidente sentido de la ironía llamado Mijaíl Serguéievich Gorbachov. En 1988 me arrestaron en Praga por asistir a la reunión de uno de los comités de la Carta 77 de Václav Havel. Esa experiencia aparentemente excitante fue interesante precisamente por un tedio casi zen. Había ido a Praga decidido a ser el primer escritor visitante que no usara el nombre de Franz Kafka, pero la soporífera burocracia se llevó lo mejor de mí. Cuando pregunté por qué me detenían, ¡me dijeron que no necesitaba conocer la razón! El totalitarismo es un tópico (así como una tundra de aburrimiento aniquilador) y me obligó a recurrir a un tópico. Tuve que mencionar a Kafka en mi artículo final. El régimen no tardó mucho en caer, como predije un poco en esa pieza. (Me había dado cuenta de que los jóvenes checos arrestados con nosotros no tenían ningún miedo a la policía, algo que les había ocurrido y les seguía pasando a sus mentores más viejos, y también que la propia policía ya estaba cansada de su trabajo. Eso era el totalitarismo autodestruyéndose a base de bostezos.)[120] Un par de años después, me sentí abrumado cuando me invitaron a una recepción oficial en Praga, para agradecer a los que habían sido amigos constantes durante los años sofocantes de lo que «el partido» había llamado perfectamente «normalización». Como con mi minúsculo instante con Nelson Mándela, una franja histórica de represión y vacío, combinada con el insulto largo y profundo de ser mandoneado por gente mediocre y aburrida, podía anularse al menos en parte con un destello de humor y generosidad. Eso es lo que quería decir con la respuesta del «reconocimiento» unos párrafos atrás.

Así pues, estoy contento de haber esperado tanto como hice antes de ingerir y digerir a Marcel Proust, porque uno debe haber soportado algunas décadas antes de querer, no digamos necesitar, embarcarse en el proyecto de recuperar la vida perdida. Y creo que pueden revisarse «las crónicas de tiempos idos». William Morris escribió en The Dream of John Ball que los hombres luchan por cosas y después pierden la batalla, para ganarla de nuevo en una forma y de un modo que no habían esperado, y verse obligados más tarde a defenderla bajo otro nombre. Todos somos muy buenos a la hora de convencernos a nosotros mismos y lucho por estar alerta contra esa trampa, pero una versión de lo que Hegel llamaba «la astucia de la historia» es un comentario paralelo que trato de mantener vivo en mi mente.

Mi profundo vicio de la impaciencia tuvo su peor resultado, estoy seguro, en la crianza de mis hijos.

Muchos hombres se sienten algo inútiles durante la primera infancia de sus vástagos (y paralizados de admiración ante la manera como las mujeres parecen saber lo que hay que hacer cuando llegan los bebés). No creo que pueda refugiarme en la debilidad general de mi sexo. Frente a la infancia, era excepcionalmente malo. (Cualquier cosa que no diga aquí es para exculpar a los demás, no a mí mismo). Como no pocos hombres, intenté compensarlo trabajando más duramente, lo que creo que tiene su propia justificación en la tarea biológicamente esencial de alimentar, vestir y educar a las crías, pero realmente hacía tiempo hasta que fueran lo bastante mayores como para mantener una conversación. Y tengo que afrontar el hecho de que los hijos de mis dos matrimonios aprendieron mucho más sobre la virilidad y el cuidado de sus abuelos —mis magníficas familias políticas— que de mí. Eso es un lapso, y no solo un lapso de tiempo, que sé que no compensaré. Uno no puede inventar los recuerdos de otra gente, y para mis hijos la figura del padre debe de ser, en el mejor de los casos, indistinguible hasta un momento tardío de sus vidas. Hay días en los que esto me produce un dolor imposible de expresar y sé que en el futuro me esperan otros días de remordimiento. (Distingo remordimiento de pesar, en que el remordimiento es la tristeza por lo que uno hizo, mientras que el pesar es la pena por lo que no hizo. Ambos parecen estar implicados en este caso).

El único recurso —mi única promesa y voto— era y es mejorar un poco a medida que crecían. De ahí este ejemplo, que espero ser capaz de mejorar antes de que vengan y pongan los clavos en mi ataúd (o lo que sea). A medida que crecía, lo que ocurría sobre todo en mi ausencia, mi primogénito, Alexander, ganaba sentido del humor y coraje. Llegó un momento, mientras el enfrentamiento con los enemigos de nuestra civilización se volvía más intenso, que mandó varias solicitudes para alistarse en las fuerzas armadas. No quería meterme en su decisión de ninguna manera, en especial porque normalmente me reprochaban no haber «mandado» a ningún hijo mío a luchar en las guerras de resistencia que apoyaba. (Como si yo pudiera «enviar» a alguien, y no digamos un joven maduro, inteligente y duro: qué imbecilidad moral ha alcanzado la gente «contra la guerra»). De todas formas, a finales de 2007 pensé que era el momento de volver a Irak y le pregunté a Alexander si le gustaría venir. El plan era limitar la visita al norte kurdo, que —como le dije a su madre— era razonablemente seguro. Cuando desembarcamos en suelo libre en el aeropuerto de Erbil, había un grupo de kurdos que esperaban para saludarme como amigo y aliado, y en ese momento me pareció que tal vez mi hijo pensara que su viejo padre no había sido un gilipollas total.[121]

Ser padre de unas hijas es entender algo de lo que Yeats evoca con su imperecedera expresión «belleza terrible». Nada puede provocar tanto entusiasmo feliz o terror: es una sólida lección sobre las limitaciones propias darte cuenta de que tu corazón va por ahí, dentro del corazón de otra persona. También hace que me sienta asombrosamente tranquilo al pensar en la muerte: sé quiénes son las personas por las que moriría para protegerlas y también entiendo que solo un lúgubre siervo querría un padre que nunca se marchara.[122] Por cierto, también he aprendido un poco sobre la importancia de evitar la vergüenza femenina («Papá —escribió Sophia cuando se matriculó en New School, donde doy clases—, la gente preguntará: “¿qué hace el viejo de Christopher Hitchens besando a esa chica?”») y ahora debo parar y desistir.

En Mínima moralia, Theodor Adorno hace un hermoso aforismo sacacorchos o de doble hélice sobre la Oficina Hays, que era entonces el cuartel general de la vigilancia moralista e ideológica de la industria cinematográfica. Bajo sus severas reglas, no podían mostrarse camas dobles, ni «mezcla de razas», ni conducta indecorosa o palabras subidas de tono. Sin embargo, aventuraba Adorno, se podía hacer una película intelectual y estéticamente satisfactoria, respetando todas las limitaciones prescritas por la Oficina Hays, con la condición de que no existiera la Oficina Hays.

Cuando encontré por primera vez ese cachito de información condensada, me di cuenta del gran papel que había desempeñado en mi propia vida. «Vamos a entrar y a pasarlo bien», había dicho Yvonne tras un largo momento en el que la familia Hitchens observaba el menú en silencio —en realidad, los precios y no los platos— ante un restaurante en nuestra primera y única visita a París. Supe de inmediato que las posibilidades contra la diversión se habían acortado (¿o es aumentado? Nunca me acuerdo). «Deberías ser más amable con él —me dijo un compañero de clase sobre un chico terriblemente poco agraciado—. No tiene amigos». Eso, me di cuenta con una punzada de dolor que todavía recuerdo, era cierto siempre y cuando todo el mundo estuviera de acuerdo. Hay versiones más sólidas de la misma contradicción: cuando le preguntaron en una vista en el Senado si su organización era demasiado poderosa, una figura rufianesca de los sindicatos/Cosa Nostra miró a su alrededor un par de veces y se inclinó sobre el micrófono antes de decir: «Senador, ser poderoso es como ser una dama. Si tienes que decir que lo eres, probablemente no lo seas». Diplomáticos británicos y tipos angloamericanos en Washington tienen una prohibición casi supersticiosa a la hora de pronunciar las palabras «relación especial» para describir los vínculos entre Gran Bretaña y Estados Unidos, por temor a que esa cualidad especial se desvanezca como un fantasma cuando cante el gallo. Nunca te preguntes, mientras haces algo, si lo que haces es divertido. No presentes ni a tu conocido más fiablemente ingenioso como alguien que pondrá la mesa en llamas. «Martin es tu mejor amigo, ¿verdad?», dijo una chica dulce y bienintencionada cuando los dos estábamos presentes: fue la única vez que me sentí incómodo ante esa valiosa idea, que de alguna manera parecía correr el peligro de disminuir si se pronunciaba en voz alta.

Lo que está en juego es la fragilidad del amor —la confesión de dos palabras más crucial de la humanidad se pronuncia solo para verse repentinamente avergonzada, huérfana, aislada o inoportuna—, pero, extrañamente, puede funcionar mejor como una declaración literal o tranquilizadora que como un pronunciamiento trascendente, numinoso o extático. Ian McEwan escribió un ensayo moralmente perfecto justo después de las atrocidades del 11 de septiembre de 2001, donde señalaba que casi todos los mensajes del avión condenado terminaban con esa frecuentísima pareja de palabras, y añadía (de una manera que resultaba casi innecesaria pero no llegaba a serlo) que de ese modo las víctimas habían superado y sobrevivido a sus carniceros.

Pero para mí ese problema de la Oficina Hays complica la vieja pregunta que Bertrand Russell respondió (para mi inmensa sorpresa) afirmativamente. Si te ofrecieran vivir de nuevo tu propia vida, ¿aceptarías esa oportunidad? La única respuesta filosófica verdadera es automáticamente contradictoria: «Solo si no supiera que lo hacía». Pasar de nuevo por todas nuestras experiencias sería banal y sisífico —aunque creara músculo—, mientras que desear ser joven otra vez y tener el beneficio de la existencia aprendida y adquirida no es en absoluto aspirar a una ejecución repetida o un Día de la Marmota. Y la mente debería —pero no puede— poner límites a ese pensamiento impulsado por los deseos. Vale, yo mismo pero con más dinero, un pene aún más robusto, unos padres un poco distintos, un período de latencia más corto… la cosa es absurda. Seriamente, me gustaría saber cómo es ser una mujer, pero, como el ciego Tiresias, querría la opción de volver a transformarme si así lo deseara. Es terrible que tengamos muchos más deseos que oportunidades.

Así que no volvería a ser Hitch, fuera cual fuese el incentivo. Ni habría llevado mi permiso de residencia en la cartera, como hice lealmente cada día durante más de dos décadas (porque respetaba la ley que decía que debía hacerlo) si mi país de adopción me hubiera sometido a paradas y registros arbitrarios. Aunque fuera posible leer mi horóscopo en esta vida y hacer una predicción ajustada de mi futuro, no sería posible «mostrármela» a mí porque, en cuanto la viera, mi futuro cambiaría por definición. Por eso es tan importante la adaptación que hizo Werner Heisenberg de la Oficina Hays: el llamado principio de indeterminación, según el cual el acto de medir algo tiene el efecto de alterar la medida. En mi caso, la diferencia la señala a menudo la publicidad. Por ejemplo, y para presumir de una de mis pocas virtudes, obtenía placer dedicando tiempo a jóvenes brillantes que prometían como escritores y me pedían ayuda. Después algún perfil citó a alguien que revelaba que me gustaba hacerlo. Después se convirtió en algo que se decía sobre mí, por lo que me resultó casi imposible seguir haciéndolo, ya que empecé a recibir muchas más peticiones que las que podía responder, no digamos satisfacer. La percepción modifica la realidad: cuando abandoné el hábito de fumar que me había acompañado durante más de tres décadas me dieron unas pastillas supuestamente benéficas llamadas Wellbutrin. Pero, en cuanto descubrí que era el nombre de la marca de un antidepresivo, tiré el frasco. Puede haber métodos eficaces para combatir la melancolía, pero para mí no pueden incluir una cápsula que diga: «Engáñate para ser feliz, mientras finges que no lo haces». Querría que mi mente fuera lo bastante fuerte como para circunvalar un truco así. Intento negarme cualquier vana ilusión o engaño y creo que eso quizá me autoriza a intentar negárselos a los demás, al menos mientras rechacen guardarse esas fantasías para sí mismos. Karl Marx lo expresó a la perfección cuando dijo que los críticos deberían «arrancar las flores de la cadena, no para que el hombre pueda llevar la cadena sin consuelo, sino para que el hombre pueda romper la cadena y seleccionar la flor viva». De modo que me sentí «un pelín horrorizado» (como oí decir gráficamente a Ronald Dworkin) cuando leí lo siguiente en las memorias de mi querido amigo Christopher Buckley. Es un extracto de un discurso pronunciado en el funeral de su padre:

Debemos hacer lo que podamos para atraer los martillazos contra la campana de cristal que protege a los soñadores de la realidad. El escenario ideal es que golpeando desde fuera podemos producir resonancias, que un día abrirán una grieta hasta los impulsos latentes de los que sueñan dentro, dando vida a un circuito que salvará la república.

Hay un poco de mezcla de metáforas —y una extraña recurrencia de esa misma «campana de cristal» que me ha acompañado durante tanto tiempo—, pero empezaba a sentir admiración cuando me di cuenta de que era un buckleysmo que citaba Henry Kissinger (durante cuyo discurso en el servicio salí a la calle lluviosa para que no se me contara «entre» su público). A medida que te haces viejo, lo más difícil de todo es aceptar que sabios comentarios pueden llegar de las fuentes más desagradables o en apariencia improbables, y que las teóricamente fiables pueden llevarte por mal camino.

Por ejemplo, Gore Vidal me dijo con languidez que uno nunca debería desaprovechar la oportunidad de tener sexo o aparecer en televisión. Mis esfuerzos por estar a la altura de su máxima han hecho, principalmente, que haya pasado muchas horas sin glamour en programas de televisión por cable en horas intempestivas. Fue el gran enemigo de Vidal, William F. Buckley, quien lanzó mi carrera a tiempo parcial en televisión, al invitarme a Firing Line cuando era bastante joven y ofrecerme como alternativa a uno de los intelectuales menos destacados de la derecha estadounidense. La respuesta al programa me alegró el día y después la semana. Sin embargo, casi cada vez que voy a un estudio de televisión, me siento un poco culpable. Es preeminentemente el mundo «blando» del sueño, la ilusión vana y la «percepción»: tiene solo una relación de sucedáneo con respecto al mundo «duro» de las palabras impresas y los conceptos escritos al que he intentado dedicar mi vida y esa relación de sucedáneo, aunque también pueda ser «verbal», consiste en ser simplista en vez de elocuente, veloz en vez de rápido, agudo en vez de preciso. Significa deleitarse en que tengo un lado meretricio que lo quiere todo. Mi única excusa es que al menos no finjo que no es así.

Otra pregunta que hacen a menudo sobre la vida de uno —y que probablemente uno debe hacerse a sí mismo— es: ¿en qué condiciones perderías la vida, o la «darías»? Empiezo con una leve parcialidad con respecto a la pregunta, que plantea algunas dificultades a la Oficina Hays y Heisenberg. Cada noviembre de mi infancia, poníamos amapolas rojas y asistíamos a servicios religiosos extremadamente patrióticos por aquellos que habían «dado» sus vidas. Pero ¿qué nos aseguraba que se habían entregado esos presentes? Solo los supervivientes —los vivos— podían atestiguarlo. Para saber que una persona había dado de verdad su vida por sus amigos, o camaradas, uno debería oírlo de sus propios labios, o al menos oír que lo prometía de antemano. Y eso presentaba otra dificultad. Muchos soldados valientes y ahora muertos habían sido reclutados. Los mártires conocidos —los que de verdad habían buscado la muerte voluntariamente y se habían regocijado en ello— habían sido los kamikazes, que se inmolaban para favorecer a un emperador «divino» que parecía (en palabras de Orwell) un mono sobre un palo. Sus predecesores cristianos habían soportado (e infligido) la tortura y la muerte para establecer una teocracia. Sus equivalentes modernos serían los asesinos suicidas, que mayoritariamente tienen el mismo objetivo en la cabeza. En la gente que se dispone a perder la vida, parece haber un aire de fanatismo: una gigantesca presunción que se fusiona de forma poco atractiva con una tendencia masoquista a la abnegación. No es saludable.

El test mejor y más realista parecería ser: ¿por qué causa, o qué principio, arriesgarías la vida? Pienso en las ocasiones en que he estado a punto de perder la mía. Ya he descrito una de ellas —en Irlanda del Norte— en las páginas 180-182. Si entonces hubiera tenido un momento para reflexionar, mientras mi vida se consumía, mi último pensamiento habría sido que moriría sintiéndome, y sin duda pareciendo, un maldito idiota.[123] Ni siquiera habría sido por una «buena causa», que es como mucha gente, incluyendo a mi padre, el Comandante, desea imaginar su muerte. En mi caso habría sido por mi ambición periodística y por la estupidez juvenil, y también —puesto que me había metido yo solo en una emboscada— por lo que los soldados británicos de la época llamaban, de forma algo insensible, «gol en propia meta».

En 1992, en Sarajevo, mientras el incomparable John Burns me mostraba la ciudad hambrienta y bombardeada, fui testigo del impacto de cuatro proyectiles que fallaron por poco, tres de ellos el mismo día. Sin duda pensaba que merecía la pena luchar y defender la causa bosnia, pero no podía tomarme tan en serio a mí mismo como para imaginar que mi fallecimiento significaría un impulso para la causa. (También descubrí que una frase famosa y desenfadada de Churchill tenía sus límites: el viejo amante de la guerra escribió en una de sus reminiscencias más juveniles que no hay nada tan estimulante como que te disparen y fallen. En mi caso, la experiencia de un horror que silba y zumba y pasa junto a mi oído fue brevemente emocionante, pero, si lo pensaba dos veces, hacía que quisiera ir al aeropuerto. Coger el avión de regreso de una pieza es la mejor parte de lejos). O supongamos que me hubiera alcanzado el mortero que estalló con un horrible alarido tan cerca de mí dejando a su alrededor cuerpos y (aún peor) miembros de cuerpos. De nuevo, lo que me conmocionaba por encima de todo no era que mi muerte hubiera «contado», sino que no habría contado en lo más mínimo.

A veces he descubierto que esa percepción de mi falta de importancia relativa puede ser consoladora. Hace unos años en Afganistán fui lo bastante estúpido como para quedarme solo y atrapado en la ciudad aparentemente amante de Occidente de Herat, junto a la frontera persa, en un rodeo de matones entre dos potentados homicidas locales (el eufemismo periodístico que se utiliza es «señor de la guerra»; le he tomado la imagen del «rodeo de matones» a Saúl Bellow). Encima no llevaba suficiente dinero, ni suficiente comida, ni suficiente documentación, ni suficiente medicación, ni suficiente agua embotellada para soportar un sitio de dos días. No llevaba móvil. Nadie en el mundo, descubrí amargamente, sabía dónde estaba. No conocía a nadie en la ciudad y nadie en la ciudad sabía quién era yo (quizá eso fuera bueno). Y el aeropuerto estaba cerrado, así que Kabul, esa capital de color de excremento, parecía repentinamente el Parnaso. Mientras registraba todo eso, la plaza empezó a llenarse de una clase de gente muy poco atractiva: jóvenes estridentes pero analfabetos, con sombreros religiosos, armas de alta velocidad y jeeps modernos. Tuve la oportunidad de realizar una llamada telefónica, después de esperar en una fila temblorosa en el vestíbulo de un hotel horrible. La llamada pasó y un tipo de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos me dijo que esperase donde estaba. Más tarde me dijo que cuando llegó con su equipo y me vio entre la gente con una bolsa llena de libros y periódicos y una sonrisa nerviosa pensó que tenía «huevos de hierro». Pronto perdió esa impresión, y apreció que yo era un peligro y una molestia para los demás y para mí mismo. Pero todavía nos vemos, y nos escribimos (y, heroico como es, una vez me dijo unas palabras aleccionadoras sobre la presencia estadounidense en Afganistán: «Allí somos rubias, tío. Tontas e inocentes todo el día»).

Tras una estancia en el puesto militar, donde entre otras cosas encontré a un oficial apellidado Marx que me dijo que era un gran fan de Michael Moore y donde nadie del equipo «responsable» de narcóticos creía en la crudamente enloquecida «guerra contra las drogas», me metí en un avión de evacuación que al menos se dirigía hacia la capital. Mirando por la ventana hacia las colinas marrones y deforestadas que en el pasado ocupaban viñedos, y suspirando de alivio por mi liberación, empecé a sentir un dolor insoportable en la mandíbula superior. ¿Había apretado los dientes con ansiedad los días anteriores? La pregunta pronto se volvió irrelevante, a medida que advertía que había algo real e intensamente doloroso en al menos uno de mis colmillos. Podía «practicar» odontología afgana o realizar el viaje largo y penitente a Washington. Recuerdo casi cada segundo, sobre todo porque no lloro con facilidad y cuando llegué Dupont Circle estaba blanco de pena. Sobre el dolor posterior me vi obligado a pensar: ¿Es esta la clase de punzada sobre la que las mujeres hablaban del parto, donde la memoria simple y misericordiosamente borra el recuerdo de lo que los propios nervios pueden infligir? (En esa época tenía el mismo dentista que el vicepresidente Dick Cheney, así que podía imaginar los diestros dedos de mi médico en esas gigantescas mandíbulas de tiburón, tan prestas a cerrarse ante cualquier frase relativa a la tortura). Finalmente destetado de los analgésicos y el vómito impotente, fui capaz de imaginar —en realidad, obviamente quiero decir que era incapaz de imaginar— cómo habría sido mi muerte si hubiera seguido varado en el oeste de Afganistán y, como a la mayor parte de los miembros de nuestra especie de primates, me hubieran matado mis propios dientes.

En las ocasiones más recientes en las que he afrontado la tortura o la muerte, las circunstancias eran dudosas o evitables. Mi carrera como escritor se vio transformada en 1992, cuando Graydon Carter sucedió a Tina Brown en la dirección de Vanity Fair y me pidió que me convirtiera en columnista habitual. En esa época se decía común y confusamente que era una revista «de moda» e incluso «glamourosa», y en el fondo sospechaba que sería una solución de compromiso a cambio de los muchos lectores y dólares extra que me ofrecían. Tarde o temprano llegaría la presión para «rebajar» un poco, para simplificar las cosas para los clientes o hacer algunas concesiones a una comprobación de datos excesivamente literal. (Al contrario, cada corrector e investigador de la revista hace todo lo posible para animarte a que lo hagas). Mi apuesta con Graydon era, en esencia, sencilla. A cambio de todo ese salario y toda esa libertad y toda esa publicidad, podía pedirme que escribiera, o hiciera, cualquier cosa. Un amigo mío llamado John Rickatson-Hatt decía que probaría todo alguna vez, «salvo el incesto y la danza escocesa». Con Graydon eso se traducía en que acepté pasar por una depilación brasileña y escribir un ensayo sobre por qué las mujeres no son graciosas, así como otro sobre los orígenes del término blowjob, «mamada». Ha conducido a muchas más cosas, entre las que estaba presentarme voluntario para que me practicaran el ahogamiento simulado (mucho más aterrador pero menos doloroso que la depilación) y asistir a una serie de manifestaciones en Berlín en la primavera de 2009. Una de ellas fue bastante desagradable —un enorme acto de Hezbollah al sur de la ciudad, donde grandes falanges de hombres y mujeres segregados se reunían bajo un estandarte que mostraba un triunfante hongo nuclear— y la otra era positivamente inspiradora, porque era un encuentro colosal, informal, no segregado ni regimentado de cristianos, drusos, musulmanes sunníes y laicistas unidos contra los matones y asesinos sirios y sus aliados iraníes. Poco después de abandonarlo, me sentí lo bastante exaltado y eufórico como para cometer un error que a veces me hace gemir y retorcerme, e incluso sacudirme despierto.

Caminando por la calle Hamra, el bulevar todavía de moda en la ciudad, vi de repente el cartel de una esvástica. No hacía falta que me dijeran que era el símbolo del Partido Nacional Socialista de Siria, el PNSS. (A modo de seguro, el régimen de Asad en Damasco mantiene no uno sino dos partidos totalitarios en el Líbano: el shií Hezbollah, y el PNSS, que históricamente tiene raíces en el cristianismo ortodoxo griego. Esa política sectaria de dos vías no surte el menor efecto en quienes quieren definir el baazismo como «laico»). Volviéndome hacia mis amigos Michael Totten y Jonathan Foreman, que me acompañaban en el paseo, hice algún comentario vulgar y saqué mi bolígrafo para tachar la ofensiva exhibición. De forma parecida al joven de Calcuta, que intentó escribir fuck en una persiana (y había llegado a FU, cuando un piadoso hindú lo derribó patas arriba en el canalón), llegué a escribir una palabrota o dos antes de que me agarraran con fuerza desde atrás. Un tipo pequeño y duro, con aire de comadreja pero nervudo, me agarró de la chaqueta mientras llamaba rápidamente para pedir apoyo con la otra mano. Es verdad que en momentos de verdadero miedo las cosas parecen perder velocidad y acelerarse: de repente había canallas de aspecto macilento por todas partes, con expresiones lobunas en sus rostros. Sin saberlo, había profanado un cartel que celebraba a uno de sus «mártires».

Supongo que era consciente de que me aguardaba un escarmiento de algún tipo en el futuro inmediato, y todavía se me humedecen los ojos de gratitud por el modo en que Michael y Jonathan se quedaron junto a mí cuando podrían haberse marchado fácilmente, pero lo que más me asustó es que el primer hombre no me soltaba. Podía ver que se abría el maletero del coche, y una de esas celdas de prisión privadas que tanto les gustan a las bandas de Beirut. Eran las tres de la tarde de un día con un sol radiante.

Me llevé una patada y unos azotes cuando la banda reunió el valor, y acabé con las ropas desgarradas y ensangrentadas y unas gafas de sol rotas (y me sentí levemente mortificado cuando Jonathan escribió sobre lo horrible que había sido ver que eso le ocurría a un hombre de sesenta años), pero al final había los suficientes transeúntes como para impedir que el PNSS produjera más horror. Aterrorizaron a un taxista que se negó a llevarnos, pero otro conductor fue más osado y logramos largarnos. Mientras lo hacíamos, uno de los nazis partidarios de Asad embistió contra la ventanilla y me dio un puñetazo en el pómulo, buscando el ojo. El dolor y el daño fueron insignificantes, pero no puedo olvidar la mirada de su rostro: era como encontrar los ojos en trance de un torturador o mirar el cañón del arma de un psicópata retorcido. Más tarde supe que el último hombre que había tenido problemas en esa zona —un periodista sunní árabe que había intentado fotografiar las banderas con la esvástica— seguía en el hospital, tras tres meses de cuidados intensivos.

Hice todo lo posible por salvar un resto de orgullo tras huir de la escena. Con un grupo de duros miembros drusos del Partido Socialista, volví a la misma esquina horas después, para encontrarla sin vigilancia. Y mantuve mi compromiso de hablar en la Universidad Americana de Beirut, una noche después o así, aunque el PNSS había impreso un desagradable cartel con mi nombre y mi cara. (La pandilla de los duros drusos socialistas, puedes estar seguro, fue invitada a ese acto). Pero el simple hecho es que me asusté, y que sabía que —si hubiera comprendido realmente lo que hacía en mi pequeña excursión antiesvástica— no lo habría hecho.

Todavía me encargo de ir, al menos una vez al año, a un país en el que no pueden darse las cosas por descontado y donde hay demasiada ley y orden o demasiado pocos. (Los peores, he descubierto, son esos lugares poshobbesianos —como el Congo— donde la tiranía y la anarquía alcanzan una terrible simetría y se producen simultáneamente). Uno de los artículos para Graydon Carter que me granjeó más elogios fue «Visit to a Small Planet» («Visita a un pequeño planeta»), donde contaba cómo había adquirido otra identidad y me había abierto camino, a base de sobornos, hasta Corea del Norte. Cada vez que recibía un tributo por ese artículo, sentía un leve acceso de vergüenza, porque solo yo podía evaluar hasta qué punto era un fracaso. Había tensado todos mis flojos músculos literarios para evocar la desdicha espeluznante y la frigidez interestelar del lugar, que es un despotismo absoluto donde ya ni siquiera se alimenta con regularidad a los esclavos (y es su propia versión del peor de los mundos posibles), pero sabía con una certeza enferma que no había logrado en absoluto transmitir a mis lectores cómo era ser norcoreano, aunque solo fuese por un día. Erich Fromm quizá lo habría conseguido: en un lugar sin nada de vida privada o personal, con la adoración incesante a un mediocre sádico de carrera como única cultura, donde todos los ciudadanos son la permanente propiedad del Estado, se ha alcanzado la forma más elevada de absurdo. Cuando mi amigo Tom Driberg volvió tras asistir la delegación del Parlamento británico a la reapertura de los campos nazis, no se sintió con ánimo de describirlos, en una cena que incluía a Dylan Thomas. (Se me ocurre ahora que quizá una cena no fuera el mejor sitio, para empezar). «Deberían enviar poetas», señaló Thomas. Y uno desea que hubieran ido, o que algunos poetas hubieran ido por voluntad propia, aunque solo fuera para contestar la declaración posterior y extremadamente dudosa de Theodor Adorno, que creía que no podía haber poesía después de Auschwitz.

Mis propios esfuerzos me han educado en mis defectos como escritor, así que me han demostrado lo que sospechaba: que me falta el coraje para ser un verdadero soldado o un verdadero disidente. He visto las suficientes guerras y violencia política para saber que, aunque me alegró no «hundirme» al encontrarme por primera vez bajo el fuego, no podría ser un combatiente uniformado o un luchador por la libertad a tiempo completo, y ni siquiera un corresponsal de guerra. Y me han arrestado y encerrado con la frecuencia suficiente —y por períodos de tiempo lo suficientemente cortos— como para saber que mis facultades de resistencia en ese aspecto crucial son también pocas. En la única ocasión en la que estuve cerca de ser torturado, a manos de profesionales que estaban bajo mis órdenes, me sentí tan avergonzado por lo rápido que me había «roto» que les pedí que volvieran a hacerlo, y duré quizá unos segundos más pensando en las apariencias.

Una breve nota a pie de página sobre la uva y el grano

En el continuado esfuerzo por hacernos una idea de la apariencia que tenemos ante los demás, nada es más útil que exponerse a un público compuesto por desconocidos en una librería o una sala de conferencias. Muy a menudo, por ejemplo, sentadas ansiosamente en primera fila hay señoras de aspecto maternal que, cuando vienen más tarde a que les dedique un libro, dicen cosas tranquilizadoras como: «Es tan agradable conocerle en persona: tenía la impresión de que estaba muy enfadado y de que era infeliz». No era consciente de producir ese efecto. (Una de ellas, cuando me pidió que le firmara su ejemplar de mis Cartas a un joven disidente, me dijo melancólica: «Compré este ejemplar para dárselo a mi hijo, esperando que se hiciera un disidente, pero no quiso». Adorno habría apreciado la paradoja).

Más conmovedor resulta el modo que en mis anfitriones me saludan, a veces incluso en el aeropuerto, con una gran botella de Johnnie Walker Etiqueta Negra. Se diría que creen que deben aplacar al demonio que llevo conmigo. Los entrevistadores que vienen a mi apartamento hacen con frecuencia lo mismo, como si quisieran calmar al insaciable. No quiero decir nada que pueda hacer la menor mella en esa feliz práctica, pero me parece que debo unas palabras. Hubo una época en que podía pensar que superaba a todo el mundo, salvo a los bebedores más curtidos, pero ahora bebo con relativo cuidado. Eso debería resultar obvio por inducción: de media, produzco al menos mil palabras de escritura publicable al día, y a veces más. Nunca he fallado en una fecha de entrega. Doy una clase o una conferencia o un seminario más o menos cuatro veces al mes y nunca he llegado tarde a un compromiso ni he aparecido bebido. Mi rostro juvenil y mis tonos melifluos se ven y oyen con bastante regularidad en la televisión y la radio, y nada amplificaría más el menor balbuceo que el micrófono del estudio. (Creo que una vez aparecí en la BBC parcialmente achispado, pero los que me preguntaron más tarde creían que, unos días después del 11 de septiembre, estaba algo indignado y algo cansado). De todas formas, debería ser obvio que no podría hacer todo eso si fuera lo que llaman sin rodeos «un borracho».

Es la deformación profesional de muchos escritores, y ha arruinado a no pocos de ellos. (Recuerdo que Kingsley Amis, que no se quedaba atrás, decía que podía distinguir en qué página de la novela Paul Scott había cogido la botella y abandonado toda prudencia). Trabajo en casa, donde hay un cuarto que hace de bar, y puedo aprovisionarme. Pero no lo hago. En torno a las doce y media, un buen trago del reconstituyente del señor Walker, mezclado con agua de Perrier (un sistema ideal) y sin hielo. A la hora de comer, quizá media botella de vino tinto: no siempre más, pero nunca menos.

Después vuelvo a la mesa, preparado para repetir el tratamiento en la comida de la noche. Nada de «bebidas para después de cenar» —y en especial nada dulce y nunca jamás brandy. «Las copas» dependen de lo bien que haya ido el día, pero siempre el combinado de antes. Nada de mezclas: nada de enredar con ginebra aquí y vodka allá.

El alcohol hace que los demás sean menos tediosos y la comida menos insípida, y puede ayudar a aportar lo que los griegos llamaban entheos, o el leve zumbido de inspiración cuando lees o escribes. El único milagro del Nuevo Testamento que merece la pena —la transmutación del agua en vino durante las bodas de Caná— es un tributo a la persistencia del helenismo en una Judea generalmente austera. Lo mismo se aplica al Séder pascual, que está claramente modelado a partir del banquete de Platón: se hacen preguntas (especialmente a los jóvenes) mientras circula el vino. No se ha inventado una mejor forma de confraternización: en Oxford se esperaba que uno tomara vino en las tutorías. Hay que desatar la lengua. No es una coincidencia que Omar Jayyam, que reprendía y ridiculizaba a los mullahs de su época, señalara el valor de la uva como una burla de su régimen sin alegría y estéril. Cuando visité el Irán actual, me encantó descubrir que los ciudadanos se ocupaban de desafiar la prohibición clerical del alcohol: tenían algo en su casa para los visitantes aunque ellos en particular no lo tomaran y practicaban el contrabando con gran brío e ingenuidad. Esas pequeñas revoluciones afirman lo humano.

En la salvaje orgía en que culmina Tortilla Flat, de John Steinbeck, el carismático Danny logra acostarse con tantas mujeres que después hasta las féminas que no recibieron su atención prefieren afirmar que también fueron incluidas en vez de parecer desdeñadas. No puedo hacer un alarde comparable, pero a menudo escucho relatos de segunda mano sobre gente que asegura haber pasado veladas en mi compañía que pertenecen a la canción, el relato y la leyenda en sus aspectos dionisíacos. Una vez visité la grotesca sala de espera que el gobierno de Estados Unidos mantiene en la bahía de Guantánamo, en Cuba. No hubo un solo momento sin vigilancia en todo el viaje, y la comida principal —un asunto pesadamente calórico que debía demostrar lo bien alimentados que estaban los detenidos— resultaba aún más incomible por la forma en que el agua (con la opción de una lata de Sprite) fluía como el vino. Sin embargo, unos días después me encontré con un amigo que trabajaba en la Casa Blanca y me dijo con cierta admiración: «Vaya forma de ir a Guantánamo: dicen que conseguiste llevar tu propia botella, abrirla en la playa y montar una fiesta». Eso habría sido completamente imposible en ese extraño enclave cubano, medio madrasa y medio prisión militar, pero aun así se creía total y voluntariamente. La publicidad significa que las acciones se juzgan según la reputación y no al revés: nunca me he preguntado cómo se asignan rumores fantásticos a las figuras míticas de la historia religiosa.

«Hitch: establecer reglas sobre la bebida puede ser la señal de que eres un alcohólico», como me dijo burlonamente Martin Amis. (Adorno también habría saboreado eso). Por supuesto, mirar el reloj para ver si ha llegado la hora de empezar es probablemente una mala señal, pero aquí van algunos consejos sencillos para los jóvenes. No bebas con el estómago vacío: el principal sentido del refrigerio es realzar la comida. No bebas si estás deprimido: es una mala cura. Bebe cuando estés de buen humor. El alcohol barato sale caro. No es cierto que no debas beber solo: pueden ser las copas más felices que tomes nunca. Las resacas son otra mala señal, y no deberías esperar que te crean si te refugias diciendo que no recuerdas lo que pasó la noche anterior. (Si de verdad no lo recuerdas, es una señal todavía peor). Evita todos los narcóticos: te harán más aburrido en vez de menos y no están pensados —como la uva y el grano— para animar a la compañía. Ten cuidado a la hora de ascender demasiado hacia el escocés de malta: cuando viajes por países duros no será fácil conseguirlo. Ni se te ocurra conducir si has tomado una gota. Es mucho peor ver a una mujer borracha que a un hombre: no sé por qué es cierto, pero lo es. Nunca seas responsable de ello.