El terror, el terror más abyecto, es la atmósfera que nos rodea —una pasión devoradora, como los celos—, un espectro inquietante y agotador, que se sienta como una peste sobre la vida. Ese estado establecido de terror es uno de los fenómenos humanos más horribles. El aire contiene fantasmas, toda la alegría está muerta; el sol es negro, la boca está reseca, la mente desgarrada, hecha jirones.
H. F. B. Lynch, Armenia: Travels and Studies (1901).
En julio de 2007, mi vieja revista, el New Statesman, intentó avergonzarme publicando de nuevo un artículo que yo había escrito sobre Irak a principios de 1976. En esa época, decía el malicioso prólogo de la reproducción, «el joven Hitchens veía a Sadam como un prometedor socialista laico que iba a transformar Irak en un modelo progresista para el resto de Oriente Próximo». La acusación que implicaba —de un cambio de sentido o incluso un cambio de chaqueta— no me molestó en absoluto. Hacía mucho que había aprendido a repetir la pregunta de John Maynard Keynes: «Cuando los hechos cambian, cambio de opinión. ¿Y usted, señor?». No obstante, era consciente de dos deseos encontrados. El primero era señalar que mi ensayo original no andaba tan equivocado. El segundo era aportar el relato de cómo había cambiado de opinión casi por completo, y del tiempo que puede llevar un proceso así y de lo doloroso que puede ser.
En marzo de 1976, Irak llevaba ocho años bajo el gobierno del Partido Baaz. Se entendía que el presidente nominal, Ahmad Hasan Abu Bakr, cuyo feo rostro aparecía en todos los carteles y pancartas, estaba terminalmente enfermo de diabetes. De vez en cuando, y siempre expresado en tonos cuidadosos y oblicuos, uno oía hablar de su vicepresidente, Sadam Husein, aparentemente el jefe del aparato de seguridad del partido. «Apunta el nombre —escribí en mi artículo—, a medida que la situación se complique, Sadam Husein subirá más claramente a la cima». No me siento muy avergonzado de haber escrito eso; a menos que hablemos de la vergüenza que produce una prosa un tanto pesada. Pero la prosa pesada tiende a ser un síntoma de otros problemas, y si soy sincero creo que puedo reconstruir la razón de mi propia langue de bois.
Era mi segunda visita a Irak y sabía aproximadamente cuatro cosas sobre el país. La primera era que había sido una invención colonial británica, tallada entre otras fronteras arbitrarias del Oriente Próximo postotomano, entre Turquía, Irán, Jordania, Arabia Saudí y Kuwait. Eso significaba que, como socialista británico, sentía una simpatía instintiva hacia sus nacionalistas. Lo segundo que sabía era que tenía una gran minoría kurda, y los derechos de esa minoría habían sido una causa importante de la izquierda. Lo tercero que sabía era que el Partido Baaz, que se definía como socialista, era, al menos en apariencia, laico y no religioso. Lo cuarto que sabía era que los casinos, burdeles y clubes nocturnos de Londres, inundados por la clientela árabe del Golfo tras el gratis para todos que había seguido al embargo del petróleo en 1973, no solían presentar hordas de iraquíes ansiosos que dilapidaban la riqueza de su país en prostitutas y alcohol. A juzgar por las pruebas visibles, que me confirmaron parcialmente cautelosos diplomáticos británicos en el Alwiyah Club, cerca del río Tigris, Irak utilizaba sus inmensos ingresos nacionales para crear una infraestructura seria, de construcción y desarrollo, pero también de sanidad y bienestar.[106]
Mi amigo Gavin Young, gran escritor de viajes y exmiembro gay de la Guardia Real, me había hablado de los «árabes de los pantanos», que habitaban en las zonas húmedas del sur y llevaban una forma de vida que todavía tenía una fuerte impronta bíblica, pero, cuando transmití mi deseo de hacerles una visita, los funcionarios iraquíes me encerraron firmemente entre cuatro paredes e intentaron disuadirme. «¿Por qué quiere ir a ver el atraso? Ahora somos un país moderno». Eso refrescó mi recuerdo de los visitantes a la Unión Soviética, a los que llevaban a ver factorías de tractores mientras la colectivización asolaba el campo, pero la verdad es que la ciudad me gusta un poco más que el campo y entretanto había encontrado un compañero extraordinario del tipo urbano.
Mi primer encuentro con Mazen al-Zahawi fue, diría, desafortunado. A cambio de un visado, los baazistas insistieron en asignarme un «guía». Muchos regímenes lo hacen para mantener a los plumillas extranjeros bajo control: a veces puedes escapar a un «vigilante», pero eso requiere arte y ciencia y puede llevar tiempo. Mientras hacía cola en el aeropuerto de Bagdad para que sellaran mi pasaporte, vi un grupo de gente que esperaba al otro lado de la barrera y decidí instantáneamente cuál esperaba que no fuera el mío. Era cetrino, con aire taciturno y llevaba gafas de sol en el interior del edificio: muy mala señal. Alguien de la policía secreta o Mujabarat, aburrido, resentido y difícil de quitárselo de encima. Cuando pasé la barrera, avanzó silenciosamente hacia mí y me dio un apretón de manos desganado, insípido.
No puedo recordar cómo pasamos el rato en el coche —había un chófer, frente al que se mantenía gélidamente silencioso—, pero llegamos al hotel y dijo que esperaría a que me registrase y que nos veríamos en el bar. Me tomé mi tiempo. Cuando finalmente me senté en el taburete contiguo, iba a fingir agotamiento y ver si podía dar un paseo sin vigilancia por la ciudad mientras el guía pensaba que estaba dormido. Pero se quitó las gafas de sol, se inclinó hacia mí, apoyó firmemente su mano en mi rodilla y dijo: «Creo que vamos a ser muy buenos amigos. Mis amigos dicen que soy una mezcla exacta de Adolf Hitler y Oscar Wilde». Si digo que me sorprendió lo bueno que era su inglés, digo lo mínimo que puedo decir. «¿Perteneces a la clase bebedora? —preguntó haciendo un gesto efectivo al camarero—. Me lo parecía. Luego nos retiraremos a mi casa. Te pondré mi grabación de La importancia de llamarse Ernesto. Por supuesto, yo soy Gwendolyn. Gavin Young interpreta el papel de lady Bracknell». Creo que puedo reivindicar este episodio como una de las entradas más originales de un extraño en los asuntos internos del Partido Baaz.
Mazen no decepcionó en absoluto. Me llevó a la casa de su familia junto a las riberas del Tigris, la antigua casa del enviado de Hitler en Irak en la época del golpe pronazi a favor de Rashid Ali en 1941, un golpe que, supe más tarde, habían apoyado los antecesores políticos del Baaz. Había una grabación casera y un tanto chirriante de la obra maestra de tres actos de Wilde, donde se distinguían el estruendoso barítono de Gavin y la cantarina respuesta de Mazen. Todo coincidía bastante con las especulaciones de Susan Sontag sobre lo «camp» y el «fascinante fascismo». Me pregunté intranquilo qué le habría contado Gavin a Mazen sobre mí: Young era una de esas viejas reinonas que creen que en el fondo todos los hombres son gays. Pero la doble vida de Mazen era mucho más sutil y enrevesada que eso.
Para empezar, era, por su origen, medio kurdo. Eso no era nada especial en sí; el matrimonio entre árabes y kurdos en Irak, así como entre sunníes y shiíes, era común. Pero Irak acababa de salir de una amarga guerra fronteriza con el sha de Irán, en la que Henry Kissinger había usado a las milicias kurdas del norte como aliadas contra Bagdad y después, como era bien sabido, las había abandonado para que fueran aniquiladas en las laderas de las colinas mientras él sellaba un trato con el sha. Eso había expuesto a los kurdos iraquíes a la acusación de deslealtad, que es bastante nociva en todo momento, y de ser herramientas de Irán y de su aliado Israel, que es todavía peor. Pero para Mazen no era suficiente ser medio kurdo y totalmente gay (de noche). Durante el resto de su jornada laboral estaba de guardia para ser uno de los intérpretes de Sadam Husein. Había conocido con frecuencia a homosexuales que vivían peligrosamente o pisaban arenas movedizas, pero esa era la hazaña más osada de travestismo sociopolítico que había encontrado hasta la fecha.
Juntos fuimos a visitar fábricas, presas y ministerios —y mezquitas y museos y zigurats— de día, y el submundo bagdadí de noche. En Londres, mi amiga Marina Warner pensaba escribir una ópera sobre la leyenda de Gilgamesh, y Mazen me organizó una cita con un conservador del Museo Nacional de Gertrude Bell para ver si tenía algo útil que enseñar. («No seas demasiado perra», me advirtió, pensé y esperé que innecesariamente). Repitió la misma instrucción cuando me preguntó sin darle importancia si me gustaría conocer al candidato iraní para el liderazgo de la lucha palestina.
Por entonces sentía una creciente simpatía hacia los palestinos y esperaba que, si algún Estado árabe superaba la humillación de la derrota de 1973 a manos de Israel, se tratara de un Estado laico y no de un régimen teocrático o al estilo saudí, de modo que dije «sí» sin pensarlo dos veces. Me llevó a una villa para hablar con Sabri al-Banna, conocido como Abu Nidal («Padre de la lucha»), que en la época emergía como uno de los principales enemigos de Yasir Arafat. El encuentro empezó poco auspiciosamente cuando Abu Nidal me preguntó si quería entrenar en uno de los campos. No, gracias, contesté. Tras ese incómodo comienzo hubo una caída adicional. Me preguntó si conocía a Said Hammami, enviado de la OLP en Londres. Lo conocía. Era un hombre valiente y decente, que en una serie de artículos del Times de Londres había lanzado el primer globo sonda para una solución de dos estados en Israel/Palestina. «Bueno, dile que es un traidor —espetó mi anfitrión—. Y dile que solo tenemos una cosa para la gente que nos traiciona». El resto de la entrevista continuó como tantas entrevistas en Oriente Próximo: demasiadas tacitas de café servidas con demasiada ceremonia; demasiados mafiosos desempleados sin nada que hacer y con nadie con quien hacerlo; demasiados muebles feos; demasiadas luces eléctricas demasiado brillantes; y demasiada faux bonhomie. El único dato político que pude extraer de las vanagloriosas afirmaciones de Abu Nidal, que decía controlar un número X de «combatientes» en un número Y de países, era que admiraba la República Popular de China, porque no reconocía al Estado de Israel. He olvidado cómo salí de su despacho.
Algo más exigente intelectualmente fue mi encuentro con el Partido Comunista iraquí, que era entonces un verdadero poder en el Estado y en la sociedad (y la única facción en Irak que por razones laicas e internacionalistas reconocía al Estado de Israel). Fui conducido a sus oficinas en el centro de la ciudad para reunirme con el doctor Rajim Ahina. Era asombroso ver cómo seguía fielmente la línea del partido en cada detalle. Cuando le pregunté por qué habían aceptado los comunistas sentarse en el ayuntamiento con los baazistas que solían fusilarlos y torturarlos, contestó que bajo el Baaz Irak se había convertido en el único Estado árabe que había brindado una recepción diplomática a Alemania Oriental: una respuesta casi tan aburrida y fría como la que había ofrecido Abu Nidal sobre Pekín. Pero en ese momento Mazen me hizo un favor y dejó la habitación, abdicando por un momento de su papel de «vigilante». De repente, el doctor Ahina se volvió menos acartonado y más animado. Muchos de los líderes y activistas del partido eran arrestados en secreto, me dijo. Ahí tenía una lista de sus nombres, en inglés. ¿Podría llevarla a Londres? Deslicé el papel doblado en mi bolsillo interior. Un momento como ese es obviamente mucho más elocuente e informativo que cualquier cantidad de preguntas y respuestas coreografiadas.
Esa noche Mazen me llevó a cenar a un barco en el Tigris, para conocer a un hombre llamado Yahya Thanayan, que tenía su propia imprenta. Ese anciano, como yo lo veía, había estado en prisión bajo todos los regímenes en Bagdad desde los británicos. La peor ocasión, me dijo, había sido su encarcelamiento bajo el actual gobierno. Había recibido la atención personal del temido Nadim Kzar, jefe de la policía secreta (que había sido ejecutado recientemente, como parte del proceso mediante el cual Sadam Husein se apropiaba de todos los poderes de ese tipo). Sin embargo, continuó Thanayan, creía que el gobierno baazista era el mejor que ese desdichado país había tenido que soportar. Era un hombre culto y no parecía sufrir un masoquismo truculento y reprimido. Y Mazen, medio turco como era y de ningún modo hecho para vivir en ninguna clase de Esparta, también parecía sincero cuando reconocía los logros del régimen. Se había nacionalizado el petróleo y no era, como en los vecinos Irán o Arabia Saudí, propiedad de una horda de monarcas venales y sus principitos. Se predicaban la unidad árabe y el laicismo, frente a la marea reaccionaria que barría la región.
Así que, aunque sin duda destacaba la represión política, el artículo que escribí al final intentaba ser justo en esos aspectos. Irak invertía en su gente; su Constitución al menos lo definía normalmente como un Estado árabe y kurdo (que era más de lo que había hecho nunca el Estado vecino y miembro de la OTAN, Turquía, por su minoría más numerosa); su retórica era modernizadora y no islámica. Sin embargo, todavía torcí el gesto cuando releí el texto, porque lo que había dejado fuera era lo más importante: el factor X que más tarde resumiría tan bien el disidente iraquí Kanan Makiya en el título de su libro The Republic of Fear. Lo que omití, porque en realidad no llegué a comprenderlo, era lo meramente irracional. Lo que debería haber observado estaba oculto entre las palabras aparentes. Debería haber prestado más atención a cómo había cambiado la expresión del doctor Ahina cuando dejó de sentirse vigilado. Debería haber registrado cómo la gente se estremecía casi automáticamente ante la mención del nombre de Sadam Husein. Debería haber sido más observador cuando, en una de las publicitadas clínicas de Bagdad después de caer brevemente enfermo, no había estado un minuto a solas con el médico antes de que me preguntara en un susurro si podía ayudarle a salir del país. (Más tarde, reporteros que habían estado en Bagdad debatían sobre si el miedo era tan palpable que podías cortarlo con una navaja, o tan denso que realmente podías comerlo).
Seguí lo que ocurría en Irak después de marcharme y empecé a apreciar con retraso que me habían mostrado el camino por el que ahora iban las cosas. Sadam Husein se convirtió pronto en presidente y no mucho después lanzó un asalto completo a los comunistas iraquíes, aplastando a su principal rival en la izquierda con una campaña de arrestos y tortura que solo era un anticipo de lo que estaba por llegar. Empezó a gastar una parte mayor de la vasta riqueza de su país en el rearme; claramente no quería respetar la tregua fronteriza que había firmado con Irán. También comenzó a convertir Bagdad en un refugio para gángsteres internacionales. Justo después del día de Año Nuevo de 1978, para mi horror y consternación, un agente de Abu Nidal entró en la oficina de Said Hammami en Hay Hill, en Mayfair, y lo asesinó. Yo había ido a ver a Hammami a mi regreso de Londres, y le había dicho que un palestino poco conocido profería amenazas contra él desde Bagdad. Said se encogió de hombros: ya había oído bravuconerías desagradables como esas. Ahora estaba en la posición de no solo haber transmitido la amenaza de un terrorista, sino de haber visto cómo se llevaba a cabo de forma explícita. Fue la inauguración de una asombrosa orgía de asesinatos y tumultos: en su momento, el nombre de Abu Nidal era casi tan célebre como lo sería después el de Osama bin Laden. Atentó en los aeropuertos de Roma y Viena, y asesinó a varios de los lugartenientes de Arafat que estaban más dispuestos a negociar. Issam Sartawi, el delegado de la OLP en la Internacional Socialista, fue abatido cuando hablaba con mi amigo Vassos Lyssarides, el líder del Partido Socialista de Chipre. Cada vez que se abría una posible «vía extraoficial» entre los israelíes y palestinos, un largo brazo se extendía desde Bagdad y el interlocutor palestino era asesinado.
Incluso los iraquíes de Londres vivían en la República del Miedo. Mi principal contacto en la embajada era el agregado cultural, Naji Sabri al-Hadithi. Era un individuo bastante culto y civilizado con una maravillosa sensibilidad para el inglés, y me invitaba a comidas espléndidas y una vez a una soirée musicale iraquí en su casa. Lo invité a cenar en mi horrible apartamento en Islington y, después de que se fuera, me di cuenta de que se había dejado una bolsa. Contenía una pequeña alfombra, unos puros cubanos, un escocés de malta muy caro y otros artículos de lujo: por supuesto, se los podía devolver si me sentía con los suficientes principios (quería, pero no lo hice). Eso era interesante: era un escritor bastante joven en un pequeño semanario socialista. ¿Qué hacían los iraquíes cuando querían untar a miembros más importantes de los medios de comunicación u otros elementos del sistema? Lo descubriría más tarde. Pero antes de que pudiera disminuir mi contacto con Naji, fue reclamado a Bagdad, donde se había acusado primero a uno y luego a dos de sus hermanos de conspirar contra «los líderes». Uno de ellos, un exdelegado en Moscú, fue asesinado de forma muy dolorosa. El otro recibió un trato muy doloroso, pero sobrevivió. A Naji, que sentía un gran amor por el inglés, se le encargó dirigir el periódico en inglés del régimen: Bagdad Observer, un periodicucho analfabeto entregado a la difusión de un galimatías amenazante y de una abyecta adoración al líder.
Mi revista recibió un pequeño incentivo adicional. La embajada iraquí pagó un anuncio a toda página, en el que el régimen baazista ofrecía a todos los judíos iraquíes el derecho a volver a casa y reclamar sus propiedades y su ciudadanía. Ese intento de restituir las deportaciones y confiscaciones tras 1948 —y los ahorcamientos públicos después de 1967— era sin duda tan hipócrita como el reconocimiento pro forma de Sadam a los kurdos. Pero era cuando menos el cumplido que el vicio ofrecía a la virtud. En Bagdad me burlaba a veces de Mazen y le preguntaba cuántos judíos habían aceptado la invitación y habían vuelto. «Un goteo», era su respuesta invariable, hasta que un día no pudo contenerse y dijo: «Ni siquiera el señor Ben-Goteo ha ejercido su derecho al retorno».
Mientras la represión y el terror en Irak se volvían dramáticamente crueles, se fundó un grupo llamado CARDRI (Campaña para la Restauración de los Derechos Democráticos en Irak), por iniciativa de un viejo comunista y amigo mío de Oxford, Fran Hazelton. Se sumaba a la lista de las numerosas buenas causas, desde Chile a Sudáfrica, que atraían las firmas de miembros del Parlamento e intelectuales de «izquierda». Todavía conservo sus archivos y listas de miembros. Pero admito que dejé que mi interés decayera un poco y que en todo caso no pude conseguir otro visado para viajar al país. También dejé de tener noticias de mis antiguos amigos iraquíes a medida que la nube sobre el país se espesaba y a medida que la larga y loca guerra contra Irán, que comenzó Sadam en 1979, con el apoyo del pío reptil renacido Jimmy Carter, continuaba de manera inmisericorde. En la ocultación que producía la guerra, Sadam realizó un intento deliberado de exterminar al pueblo kurdo utilizando armas de destrucción masiva. También comenzó a construir un reactor nuclear en Osirak, que los israelíes dañaron pero no destruyeron en 1981. Mantuve un contacto ocasional con la oficina del exilio iraquí en Washington, donde ya vivía entonces, y con miembros de la izquierda iraquí. (Mi viejo conocido comunista, el doctor Rajim Ahina, logró escapar de Bagdad y murió en Londres, donde está enterrado junto a Karl Marx en el cementerio de Highgate).
En la primavera de 1990 volé de Washington a Aspen, Colorado, para asistir a una cumbre entre George H. W. Bush y Margaret Thatcher. La señora Thatcher pareció llegar agotada y de mal humor: la administración de Bush se inclinaba claramente hacia la Alemania reunificada del canciller Kohl como su nuevo mejor amigo en Europa y el IRA Provisional había asesinado a su amigo Ian Gow unas noches antes. Y después un golpe atrevido alteró toda la imagen: Sadam Husein anunció que el Estado de Kuwait, un miembro de las Naciones Unidas, la Liga Árabe y muchas asambleas internacionales, se había convertido en la decimonovena provincia de Irak.
Pasé ese extraordinario fin de semana en Aspen con dos opiniones y en dos lugares. Era claramente un caso de agresión y anexión flagrantes, y uno temblaba al pensar en lo que estarían viviendo los civiles de Kuwait. Pronto supe que el general iraquí encargado de la «operación» era Ali Hasan al-Majid, conocido como Ali el Químico por sus atrocidades en Kurdistán. Por otra parte, la administración de Bush había dicho a los iraquíes que era neutral acerca de la prolongada disputa entre Bagdad y la familia real de Kuwait, y entre los baazistas y los emires feudales no parecía que hubiera mucho por lo que mereciera la pena luchar. Era cierto que no mucho antes Sadam Husein había empleado gas venenoso contra lo que el presidente Bush persistía insultantemente en llamar «su propio» pueblo, pero también era cierto que la administración de Reagan había suministrado el material para esa atrocidad.
Asimismo tengo que admitir, y con vergüenza, que mi animosidad personal contra Bush era un factor en sí. Simplemente detestaba cómo había mentido como vicepresidente a lo largo del escándalo de Irán-Contra, asegurando que había estado «al margen» mientras la Casa Blanca dirigía un gobierno privado «con dinero negro», basado en beneficios ilegales del ayatollah y algunos mafiosos centroamericanos. Y había odiado fríamente su forma de ganar las elecciones de 1988, dejando que sus agentes menos meticulosos mancharan al desdichado Michael Dukakis con insinuaciones racistas sobre Willie Horton. Durante el día estaba con mis colegas en Aspen y asistía a las reuniones informativas, cada vez más belicosas, en las que la señora Thatcher se deshacía de su melancolía anterior y empezaba a inflarse como el cuello de un gran felino entusiasmado por una pelea. Era una zona del mundo en la que los británicos tenían bases, tradiciones y pericia: ¿cuánto valía ahora el gordo de Helmut Kohl? Daba la sensación de que la podías ver metiendo la mina en el lapicero presidencial. Por las noches, iba a las poco elegantes afueras de Aspen y me pasaba por Owl Farm, en Woody Creek, el hogar del famoso Hunter Thompson. En esos enclaves crepusculares y nutridos de alcohol, en los descansos de nuestro juego de medianoche con pistolas y filas de botellas vacías alineadas frente a rifles de alta velocidad, hablábamos de la maquinaria bélica y su resurrección: de que Estados Unidos encontraba un nuevo objeto temido tras la caída del comunismo, y especulaciones de un cariz similar.
Nunca he podido deshacerme de la opinión de que Bush no se sorprendió al leer los primeros informes sobre Kuwait —observé que los recibía con mucha calma—, y solo se disgustó cuando se enteró de que Sadam Husein había tomado el país entero. Todo apestaba a un reparto acordado que había salido mal. Era casi imposible leer la transcripción del último encuentro de su representante con Sadam Husein y formarse una opinión diferente. La embajadora April Glaspie, a la que había conocido brevemente en Londres, dijo explícitamente al dictador iraquí que Estados Unidos no tenía ninguna posición en su disputa con los kuwaitíes. Si Sadam solo hubiera tomado el campo petrolífero de Rumaila y las islas de Bubiyan y Warba, no habría habido casus belli. Publiqué el memorando de Glaspie en la revista Harper’s, junto a unos comentarios extremadamente críticos, y di varios discursos y aparecí en los medios de comunicación diciendo que cualquier guerra se haría, en realidad, bajo pretextos falsos. (En ese momento no se me había ocurrido, o no tenía plena conciencia de ello, que, si Sadam Husein podía estar tan loco como para arriesgarlo todo e invadir Kuwait entero cuando podría haber tenido un pedazo lucrativo solo con pedirlo, ¿cómo podía ser un megalómano tan trastornado que ni siquiera era capaz de discernir sus propios intereses?).
La retórica oficial de la administración de Bush también me hacía sospechar. Repentinamente, gente que nunca había notado el parecido comparaba a Sadam Husein con Hitler. La alarmista propaganda oficial —sobre divisiones armadas iraquíes apostadas en la frontera saudí y sobre bebés kuwaitíes que eran sacados de la incubadora para dejarlos morir en el suelo frío— consistía en exageraciones o falsedades. La tiranía saudí parecía ser el principal beneficiario del envío de las fuerzas de la coalición, mientras que las dementes bravatas de Sadam contra Israel —y la decisión malvada y estúpida de Arafat de abrazar a Sadam— parecían otra excusa para relegar la cuestión del Estado palestino al final de la cola. Así que con bastante buena conciencia seguí escribiendo y hablando contra la guerra inminente, y señalando todas las contradicciones de la posición de Bush. Después de todo, si Sadam era de verdad Hitler, ¿no debíamos, en vez de limitarnos a rescatar Kuwait, invadir Irak y encontrarle un nuevo gobierno? ¿Y qué nos daba derecho a ello, cuando éramos los compinches de los saudíes, los traidores de los kurdos y los chalanes de los mullahs iraníes?
De vez en cuando, sin embargo, me descubría reprimiendo un recelo o dos. Quizá Kuwait no resultara un Estado modelo, pero era relativamente abierto y, como señaló en público Edward Said, al menos había hecho un hueco en su pequeño territorio a un Parlamento limitado y a muchos refugiados palestinos. Todos los informes sobre la disidencia iraquí sugerían que el reinado del terror en el interior del país era en realidad peor de lo que decía Washington. Y parecía que Sadam Husein era totalmente incapaz de darse cuenta de que había cometido un error fatal. Volé con el grupo de Bush en el Air Forcé One hacia Arabia Saudí, haciendo preguntas molestas en cada oportunidad e irritando a los saudíes al preguntar si podía entrevistar a su distinguido invitado musulmán, el mariscal de campo ugandés Idi Amin. Después fui a Dahran, hacia la base gigantesca en la que la Coalición reunía su armada. Estaba claro que Irak no tenía posibilidad de resistir, por no hablar de derrotar, una fuerza tan enorme y sofisticada. Cualquier recluta iraquí que se encontrara en el camino de esa fuerza devastadora quedaría evaporado. ¿Los baazistas no habían aprendido nada de sus anteriores aventuras militares?
Cuando llegó la guerra, no solo se evaporaron esos desafortunados soldados, sino también muchos civiles. Estaciones eléctricas, suministros de agua, puentes y otras instalaciones cruciales fueron alcanzados por las llamadas bombas inteligentes. Y, sin embargo, resultó evidente que los líderes iraquíes no iban a sufrir como «su» pueblo. Las unidades de la Guardia Republicana de Sadam entre Kuwait City y Bagdad quedaron indemnes, mientras una columna desharrapada de rezagados y civiles que seguían al ejército, que salía de Kuwait tras la rendición, fue bombardeada una y otra vez desde el cielo y quedó esparcida en la carretera del paso de Muda: la prensa le dio el nombre poco imaginativo de «autopista de la Muerte», pero pensé, escribí y todavía creo que fue un grotesco carnaval sádico de tiro al blanco. Antes de la guerra, mi viejo camarada marxista Fred Halliday había roto filas hasta cierto punto y le había dicho a la izquierda: «Podéis evitar la guerra, pero solo si dejáis Kuwait en manos de Sadam Husein. Podéis ser antiimperialistas, pero tendréis que decidir si el imperialismo es peor que el fascismo». Me sentí brevemente influido, pero más tarde escribí con desprecio que el camarada Halliday se había equivocado. Con Bush podías tener imperialismo y fascismo: el poder estadounidense y saudí restaurado y la monarquía kuwaití de regreso al poder, mientras se permitía a un escarmentado Sadam Husein conservar su trono y se le aconsejaba tajantemente que recordase quién era el jefe. Era el peor de los dos mundos. Cuando el general Norman Schwarzkopf permitió personalmente que Irak utilizara sus helicópteros armados para restaurar el orden en el sur shií de Irak, pensé que había visto los límites absolutos del cinismo político.
Solo al regresar a la región, justo después, me di cuenta poco a poco de que mi propia lógica podía volver, o más bien volverse, contra mí. ¿Y si la guerra hubiera producido la caída de Sadam Husein, en vez de su confirmación en el poder? ¿No me habría visto moralmente obligado a decir que era justificable? El insulto «fascismo» se lanza con facilidad, y yo mismo lo hago a veces, pero te juro que es distinto cuando ves el fenómeno real en funcionamiento. De nuevo, el elemento de sadismo e irracionalidad —el aspecto de Götterdämmerung— llamó mi atención. Al salir de Kuwait, cuando no le quedaba nada por lo que luchar, Sadam Husein ordenó incendiar los yacimientos petrolíferos y aplastar las bocas de los pozos, y por tanto permitir que el crudo fluyera hacia las aguas del Golfo y se coagulara densamente. Esa catástrofe ecológica deliberada fue casi igual a su dragado de los pantanos del sur y la posterior incineración del ecosistema deliberadamente aridificado: la columna de humo que produjo esa pesadilla se observaba a simple vista desde el transbordador espacial. Aun así, mientras las aves y los animales marinos del golfo morían asfixiados en masse y el cielo se llenaba de humos y manchas que a veces tapaban el sol, la izquierda y los movimientos antibelicistas, mayoritariamente «verdes», no encontraban una voz con la que denominar esa situación. Cuando volví por Europa asistí a un «servicio» contra la guerra en una hermosa iglesia renacentista de Roma. El eslogan era «L’Italia repudia la guerra», «Italia repudia la guerra»: unas palabras nobles, tomadas de la Constitución italiana de la posguerra. Mientras me sentaba entre esa congregación tan civilizada y pulcra, a cuyos miembros les incomodaban la vulgaridad y el imperialismo estadounidenses, me descubrí abrupta y crónicamente aburrido y asqueado por la petulancia imperante.
Después de atravesar Turquía y entrar ilegalmente en el norte de Irak por el puesto de control de Harbur, penetré en una escena que hizo algo más que cambiar mi perspectiva. Las provincias kurdas que dominaba Sadam Husein se habían convertido en un páramo desolado. Acompañado de un inteligente, ingenioso y severo fotógrafo judío iraquí que había aprovechado ese momento para «escurrirse» en su país ancestral, y con dos militantes kurdos como guías, avancé por el río Zab y las montañas hacia los pueblos y ciudades de las zonas más bajas, que habían estado densamente pobladas. Nada te prepara para lo verdes y lujuriosas que son las tierras altas.[107] Ni nada podía haberme preparado para la cadena de ciudades destruidas, destripadas y envenenadas que mostraban la insaciable sed de destrucción de Sadam. Quizá quedaron así las Highlands escocesas o las granjas irlandesas tras las clearances: pueblo tras pueblo y localidad tras localidad vaciados de población y después dinamitados o arrasados, mientras en partes chamuscadas y desoladas del paisaje se construían feos campamentos fortificados para «concentrar» a los desposeídos. Era bastante deprimente, pero después, tras una carretera punteada por los cascos de los tanques T-34 de fabricación rusa, vi algo que recordaba más a la Polonia oriental de principios de la década de 1940.
La ciudad kurda de Halabja había sido atacada por armas químicas iraquíes en marzo de 1988 y había perdido a más de cinco mil de sus habitantes en una sola tarde. Tres años después, todavía se podía entrevistar y fotografiar a personas cuyas heridas seguían ardiendo y supurando, o cuyos pulmones se habían corroído. También era posible trabajar un poco para refutar la campaña de «negación» que ya habían empezado algunos «expertos», que aseguraban que los iraníes habían bombardeado la localidad. Había varias bombas químicas sin explotar empotradas en los sótanos de los edificios en ruinas, con marcas de la fuerza aérea iraquí en sus revestimientos, y Ed Kashi me fotografió acuclillado junto a una de ellas.
De hecho, solo después de que terminara la espantosa guerra con Irán comenzó el trabajo verdaderamente horrible en el Kurdistán iraquí. Empleando un verso del Corán —el que habla de Anfal, o «botines», y especifica lo que se puede quitar a un enemigo derrotado—, el ejército y la policía iraquíes destruyeron más de cuatro mil centros de población y mataron a más de ciento ochenta mil kurdos.[108] Los restantes fueron conducidos a los centros de concentración que he mencionado, o cargados en camiones y deportados a regiones del sur, donde en la actualidad se siguen excavando sus fosas comunes. En la localidad de Shaqlawa, donde los guerrilleros kurdos habían aprovechado la derrota de Sadam en Kuwait para establecer un cuartel general provisional, oí rumores estremecedores pero en parte creíbles. Se decía que miles de hombres y niños del clan Barzan habían sido expulsados —eso podía demostrarse— y usados como conejillos de Indias en pruebas de armas biológicas y químicas y de fragmentación. Desde entonces he aprendido que es muy imprudente dudar de cualquier relato de atrocidades si el acusado es Sadam Husein.
Desde Shaqlawa no estaban muy lejos las ciudades todavía disputadas de Sulaimaniya y Kirkuk, a las que se había retirado un ejército iraquí temporalmente desmoralizado. Nuestro coche alquilado turco era bastante malo y había muerto sin un gemido. Jalal Talabani, el osuno socialista que lideraba la Unión Patriótica de Kurdistán, nos prestó un jeep y dos incondicionales para que pudiéramos ir más lejos y más rápido. Los dos soldados peshmerga, Hoshyar Samsan y Ali, habían puesto una fotografía del presidente Bush —con ropa deportiva, nada menos— en el parabrisas del jeep. Al cabo de un rato, les pregunté si les parecía que tenían que hacerlo. (Creo que quizá me pregunté lo que diría si me encontraba con cualquier reportero listillo). La franqueza de su respuesta acabó avergonzándome. «Creemos que, sin su señor Bush —dijeron—, nosotros y nuestras familias estaríamos muertos». No tenía que mirar demasiado los alrededores para ver y apreciar la dura realidad que había en sus palabras. Fue uno de esos momentos de sentido común que te hacen dudar de tu educación superior. Pensé que sería una frivolidad decir que no era «mi» señor Bush.
Los soldados occidentales de esa parte de Irak eran sobre todo británicos, como muchos de los aviones y helicópteros, pero las enormes bolsas lanzadas desde el aire con comida, ropa y medicamentos eran principalmente estadounidenses, y el emplazamiento de una zona de «tráfico aéreo restringido» en la región, que evitaba la renovación de cualquier asalto coordinado por parte de Sadam, dependía en gran medida de las bases de la Fuerza Aérea Estadounidense en la vecina Turquía. Aunque Bush y Thatcher no tenían ganas de ser arrastrados a la dinámica interna de Irak tras la recuperación de Kuwait, la opinión pública del país se había rebelado al ver la huida de miles y miles de iraquíes kurdos muriéndose de hambre en las laderas y ametrallados en las carreteras. ¿Era esa la manera de terminar una guerra de «liberación»? Para mí, la pregunta inmediata era: ¿formaría yo parte de esa opinión pública o no? Sentí que no tenía elección. Bueno, entonces, ¿qué había pasado, o qué quedaba, de mi previa y orgullosa posición «contra la guerra»? ¿Era algo más que afectación o un residuo?
Todos los que han pasado por experiencias similares o comparables reconocerán de inmediato el problema: no puedes ser solo un poco herético durante mucho tiempo. Ver que la gente saludaba a las fuerzas británicas y estadounidenses como liberadores; ver la evidente desilusión de las personas por que esa liberación fuera solo parcial; ver que una población casi exterminada recobraba el pulso y empezaba a regresar y reconstruirse: costó un poco asimilar todo eso. Y mi vieja formación de izquierdas tampoco era del todo inútil. Con la excepción de la República de Mahabad, brevemente proclamada en el Kurdistán iraní tras la Segunda Guerra Mundial con apoyo comunista y arrasada enseguida por el sha, aquello era lo más cerca que habían estado los kurdos, la mayor población del mundo sin un Estado propio, de controlar una parte de la tierra que era claramente suya. También era inevitable darme cuenta de cuántas banderas rojas se exhibían, qué pocos mullahs parecía haber y cuántas invocaciones de viejos eslóganes internacionalistas se oían. Era caótico e improvisado; los hombres tenían tendencia a dejar a las mujeres en el asiento de atrás y a sentirse desnudos si no llevaban armas encima; la atmósfera era algo tribal para mi gusto, pero, como dijo Orwell cuando analizaba sus sentimientos encontrados sobre la Cataluña revolucionaria y anarquista, «supe al instante que era un estado de cosas por el que valía la pena luchar». La idea de «rojos por Bush» podría parecer incongruente, pero era mucho más saludable que «pacifistas por Sadam».
Con Ed Kashi escribí un breve libro sobre la lucha kurda, y mantuve el contacto con Barham Salih, el representante kurdo en Washington, que había vuelto a casa para reconstruir su país. (Es el primer ministro electo de la región autónoma). Entretanto, Sadam Husein recuperó el resto de Irak como propiedad privada para él y sus horripilantes hijos. Normalmente, las limitaciones al alcance de esa familia criminal tomaban la forma de sanciones internacionales administradas por la ONU, y de áreas «de tráfico aéreo restringido» en las provincias del norte y el sur del país, que al menos impidieron que se repitieran las aniquilaciones masivas con apoyo aéreo de poblaciones kurdas y shiíes. Casi cada día, las fuerzas de Sadam disparaban a los aviones británicos y estadounidenses que patrullaban y protegían esas zonas. Además de hallarse en un alto el fuego inestable, Irak también estaba en la condición de ser «medio esclavo y medio libre»: una situación volátil que, era obvio, no podía durar indefinidamente.
Otros conflictos —Bosnia, Ruanda— surgieron para quitar el sueño de quienes se preocupaban por los derechos humanos. Pero lo que había aprendido en Irak permanecía en algún lugar de mi mente. Me hice con una copia del vídeo que mostraba cómo Sadam Husein se había confirmado en el poder. Esa película snuff comienza con una sesión plenaria del comité central del Partido Baaz: unos cien hombres. De pronto, las puertas se cierran y Sadam, en la silla, anuncia una sesión especial. Arrastran a la sala a un hombre obviamente destrozado; comienza a emitir una confesión robótica de traición y subversión, que, solloza, han instigado agentes sirios y de otros lugares. A medida que la confesión (literalmente) bajo extorsión se desarrolla, empiezan a mencionarse nombres. Cuando se identifica a un conspirador, los guardas van a su asiento y lo sacan de la sala. Mientras tanto, Sadam, reclinado, enciende un gran puro y escudriña satisfecho sus dossieres. El terror en la sala es tal que los hombres empiezan a desmoronarse y llorar, se ponen en pie para proclamar elogios histéricos, incluso amor, hacia el líder. Pero la selección continúa inexorablemente y caras y cuerpos se aflojan a medida que sus dueños son inmovilizados y conducidos al exterior. Cuando todo termina, quedan más o menos la mitad de los miembros del comité, gimiendo de alivio y temblando de amor al jefe. (En una secuela adjunta, que no he visto, al parecer se les pidió ir al patio exterior y fusilar a la otra mitad, sellando el pacto con Sadam. No estoy seguro de si Beria o Himmler habrían tenido el descaro, la crueldad y el ingenio necesarios para idear algo así).
Así, cada vez que surgía el tema de Irak, como ocurría con frecuencia durante la época de Clinton, no tenía excusa para no saber lo siguiente: sabía que esa maquinaria estatal de un partido y un líder estaba modelada según los precedentes del nacionalsocialismo y del estalinismo, por no hablar de Al Capone. Sabía que su fuerza policial buscaba a asesinos psicópatas y criminales sádicos y en serie, no para arrestarlo, sino para darles trabajo. Sabía que su vasto patrimonio de riqueza petrolera, lejos de haber sido «nacionalizado», se había privatizado para el uso de una familia y se derrochaba en una repulsiva ostentación en el interior y en militarismo en el extranjero. (Las inspecciones de las Naciones Unidas posteriores a Kuwait habían descubierto un enorme reactor nuclear del que la comunidad internacional no sabía nada). Había visto con mis propios ojos la prueba de una seria violación de la Convención del Genocidio en suelo iraquí, y también había visto con mis propios ojos que se había realizado en parte con armas de destrucción masiva. Era, si quieres, prisionero de ese conocimiento. Sin duda, no tenía la opción de no saberlo.
De vez en cuando me pedían que firmara una petición contra las sanciones, de las que se decía que mataban a decenas de miles de iraquíes jóvenes y ancianos, a través de la privación de medicinas y comida. No lograba que me convenciera ese pseudohumanitarismo. En el mismo período, Sadam se había construido un nuevo palacio en cada una de las dieciocho provincias de Irak, mientras productos como leche en polvo para bebés —que en realidad se entregaba a Irak bajo el programa de petróleo por alimentos— aparecían en el mercado negro, vendidos por agentes del gobierno iraquí. Cada vez más, me parecía que quien se preocupara por el bienestar y la supervivencia de los iraquíes debía pedir el derrocamiento del despotismo demente que había hecho necesarias las sanciones y estaba acabando con el país.
El veredicto de la demencia era importante en sí. Me parecía cada vez más evidente que Sadam Husein no era un agente racional, no entendía el asunto elemental de la disuasión y la autopreservación, y por esa razón seguía siendo un peligro, como dicen los psiquiatras, tanto para él como para los demás. Una de las manifestaciones de su megalomanía era una fe cada vez mayor. Se había fotografiado y aparecía pintado en grandes murales con las ropas de un mullah. Ordenó que el eslogan yihadista «Allahuh Akbar» («Dios es grande») se añadiera a la bandera nacional de Irak. Inició un inmenso programa de construcción de mezquitas, que incluía la mezquita más grande de Oriente Próximo, llamada la Madre de Todas las Batallas. Mandó escribir un Corán entero con su propia sangre: ese tótem macabro sería la pieza central de la mezquita. El tono de la retórica de su partido y su Estado se volvió cada vez más frenético y yihadista, y dejó de apoyar las fuerzas laicas palestinas para empezar a financiar las teocráticas, como Hamas y la Yihad Islámica. Se ofreció oficialmente y se pagó abiertamente una recompensa iraquí a la familia de cualquier asesino suicida palestino. Sin embargo, nada de eso —nada, incluido el hecho de dar a una campaña de exterminio de la población turca el nombre de un sura del Corán— convencía a los engreídos «expertos» occidentales, que insistían en que su régimen de Calígula era «laico». Al contrario, el baazismo se había propuesto deliberadamente destruir las fuerzas laicas del país: los kurdos, los movimientos comunista y socialista, y los sindicatos independientes. Y después llenó el vacío resultante con una ponzoñosa propaganda religiosa de la clase más burda. Cualquiera que haya oído una emisión radiofónica o televisiva de la última década del régimen puede confirmar que los temas constantes eran el «martirio» y la guerra santa.
Lentamente empecé a entablar amistad con los exiliados iraquíes —en su mayoría, verdaderos laicistas— que defendían el «cambio de régimen». No estoy seguro de dónde se originó esa formulación algo torpe y eufemística. Parece que se convirtió en moneda corriente en esa época, durante la administración de Clinton, cuando el Congreso aprobó la Ley de la Liberación de Irak, que convertía en un elemento de la política estadounidense a largo plazo la sustitución de Sadam Husein, y a corto plazo asignaba un presupuesto para sus oponentes iraquíes. Esa casa a medio camino dio un hogar temporal a la idea de que, aunque los iraquíes no eran lo bastante fuertes como para realizar la tarea ellos mismos, Estados Unidos tampoco iba a hacerlo por ellos. A partir de esos reconocimientos, dóciles y vergonzantes, el discurso del cambio de régimen empezó a cobrar cierta vida.
Spike Milligan escribió un libro sobre su experiencia como caótico recluta del ejército británico en una cocina perdida durante la Segunda Guerra Mundial y lo tituló Adolf Hitler: My Part in His Downfall. El intento de cambiar la opinión política en Washington desde entonces ha sido objeto de tal cantidad de invenciones morbosas y falsedades paranoicas que creo que es el momento de que me nombre, junto a otros conspiradores involucrados, y de una versión de lo que hicimos y de nuestras razones.
El primero de nuestra facción era Kanan Makiya. En sus libros The Republic of Fear y Cruelty and Silence, sobre la tiranía de Sadam y las guerras, hambrunas y plagas que había causado, mostraba una notable habilidad forense, junto con un estilo polémico agradablemente mordaz. Sabía que en su carrera anterior había sido trotskista, de una facción diferente a la mía, de modo que cuando leí su crítica de mi posición previa en Cruelty and Silence, me impresionó sobre todo la precisión con que me citaba y la suavidad con que presentaba sus reproches. (Me había acostumbrado al nuevo estilo de la pseudoizquierda, según el cual, si tu oponente creía que había identificado el motivo más bajo de todos los posibles, estaba bastante seguro de que había aislado el único verdadero. Este método vulgar, que ahora también es la norma del periodismo actual que no es de izquierda, está diseñado para convertir a cualquier idiota ruidoso en un analista magistral).
Makiya es un iraquí de origen en parte inglés cuya vocación familiar era la arquitectura. Quizá el libro más penetrante de los muchos que ha escrito sobre Sadam y el sadamismo sea The Monument. Se trata de un estudio reflexivo e ilustrado de la enorme plaza de armas y el arco doble en el centro de Bagdad, construidos por Sadam Husein para inmortalizar su «triunfo» en las guerras contra Irán. No pongo la palabra «triunfo» entre comillas para subrayar la ironía, sino para llamar la atención sobre sus raíces en la exhibición bárbara y sádica de los romanos: si las relaciones públicas modernas permitieran algo así, seguro que Sadam habría arrastrado a los cautivos persas, atados a las ruedas de su carro, antes de aniquilarlos como forraje para los gladiadores o pasto para los animales. He visitado varias veces ese obsceno lugar. Los conjuntados «arcos» están hechos de dos espadas, sables o cimitarras cruzados, sostenidos por los carnosos antebrazos que modelaron a partir de los miembros del dictador unos escultores temblorosos. Los grandes filos se encuentran y forman una intersección. De la muñeca de cada brazo cuelgan grandes redes de acero, llenas hasta arriba de los cascos vacíos de soldados iraníes, con agujeros de balas y metralla y amontonados con regodeo. Evocan a propósito una pirámide de calaveras. Los niños iraquíes debían desfilar para ver ese horror. Pienso en eso cada vez que algún tonto dice: «Vale, estamos de acuerdo en que Sadam era un mal tipo». Nadie que sea capaz de enunciar ese tópico puede concebir la maldad radical.
Mi primer instinto habría sido dinamitar ese Gólgota, pero Kanan siempre se mostraba sereno y tranquilo. «No, Christopher, pediremos que se convierta en un monumento conmemorativo de todas las víctimas del baazismo, árabes, kurdas y persas. No quiero que se bombardee si alguna vez llega el bombardeo. Habrá una Fundación para la Memoria Iraquí y se pondrá en ese lugar.»[109] Hablábamos en el campus de la Universidad de Brandéis, donde él daba clase, y yo acababa de explicar a sus alumnos cómo había empezado a cambiar de idea sobre la primera guerra del Golfo. Me parecía que en Kanan había encontrado a alguien que conservaba todo lo que merecía la pena conservar de la tradición de la «oposición de izquierda» que tanto nos había animado cuando éramos jóvenes.
En cierto momento al final de esa primera guerra del Golfo, las fuerzas de la guerrilla kurda habían ocupado brevemente los centros de dos o tres ciudades del norte iraquí y habían capturado un enorme tesoro de documentos del régimen de Sadam. Esos gigantescos archivadores de acero contenían el tipo de pruebas autoincriminatorias que imposibilitarían la futura «negación»: ahí estaban los registros todavía malolientes de los campos de la muerte, las fosas comunes, las sesiones de tortura y las armas ilegales. Los líderes turcos tenían un solo teléfono vía satélite en esa época, pero lograron llamar a Peter Galbraith, a quien presentaré brevemente como nuestro siguiente compañero de conspiración.
Conocía a Galbraith, hijo del autor de La sociedad opulenta, desde mi primer año en Washington, en 1982. Con un puñado de personas, apuntaló o constituyó la «izquierda» defensora de los derechos humanos en el personal del Comité de Asuntos Exteriores del Senado. Ya fuera ayudando a que Benazir Bhutto concurriera en unas elecciones razonablemente libres en Pakistán en 1988, donde me reuní con los dos en Karachi, u obteniendo una audiencia en el Capitolio para disidentes chilenos, checos o sudafricanos, Peter siempre estaba disponible para recibir una llamada a altas horas en la que le pedías ayuda para otra víctima. No solo logró recoger su enorme archivo de documentos iraquíes y se encargó personalmente de que lo transportaran por el Éufrates bajo las balas, sino que se aseguró de que la Biblioteca del Congreso lo adoptara como recurso público oficial. Una por una, se reunían las piezas necesarias para una comparecencia legal e internacional del régimen de Sadam Husein.
Justamente en ese aspecto del trabajo, Ann Clwyd fue una fabulosa camarada; había sido corresponsal del New Statesman cuando ella y yo éramos jóvenes. Apasionada parlamentaria izquierdista de los escaños traseros de Tony Blair, apoyó al grupo Acusa, que pedía al fiscal general de Gran Bretaña y a los funcionarios legales de naciones similares que se prepararan para juzgar a Sadam Husein por delitos internacionales que iban desde el secuestro de rehenes británicos en Kuwait hasta el ataque con gas a los civiles kurdos. (Que nunca llegara a ocurrir es probablemente culpa de los gobiernos occidentales que habían cooperado con Sadam Husein cuando era un socio conveniente, pero eso no afecta en absoluto al argumento que defendíamos los partidarios del cambio de régimen: de hecho, más bien lo refuerza).
De nuevo, si alguien intentara reunir una internacional oficiosa para el derrocamiento del fascismo en Irak, no podría prescindir de Rolf Ekeus. Era, y es, el socialdemócrata sueco por antonomasia, dedicado personal y políticamente a cualquier buena causa que se pueda concebir, desde el desarme multilateral a la abolición del apartheid. (Su brillante esposa, Kim, era el enlace sueco con Nelson Mándela y el Congreso Nacional Africano desde la década de 1960). Rolf había representado a su país como embajador en Washington y la ONU, y tras la guerra del Golfo estaba a cargo de las inspecciones de las Naciones Unidas en Irak. Se decía, correctamente, que había encontrado y destruido más armas de destrucción masiva iraquíes de las que las fuerzas de la Coalición habían logrado identificar, por no decir neutralizar, durante toda la guerra. Y para él había sido una experiencia enormemente educativa. Invitado a un encuentro privado con Tariq Aziz, el compinche católico de Sadam y en aquella época ministro de Asuntos Exteriores, le habían ofrecido sin rodeos un soborno de 2,5 millones de dólares, a condición de que los informes de sus inspecciones se volvieran más indulgentes. En ese caso, le aseguraron con calma, esa nimiedad se consideraría un primer pago. (El embajador Ekeus gozaba de una larga y merecida reputación de incorruptibilidad, y las oportunidades de que lo aceptara debían de considerarse casi nulas, así que, si concluyes a partir de eso que los iraquíes probaban la misma estrategia con todo el personal de las Naciones Unidas, probablemente estás usando la cabeza). Tras el rechazo del soborno, hubo un intento de envenenar a Rolf. Y después de que eso fallara, sus cruciales informantes desertores, los hermanos Kamel, que formaban parte de la familia política de Sadam Husein y habían desvelado el «ministerio de ocultación» especial que se había establecido para engañar a los inspectores, fueron atraídos desde Jordania a Irak y asesinados bajo una bandera de tregua. Pero cuesta mucho convencer a quienes aplican la presunción de inocencia a los dictadores homicidas. Cuando se decidió reanudar las «inspecciones» de la ONU, como alternativa débil para la petición de Bush y Blair, que querían que se respetaran las resoluciones existentes, al menos Kofi Annan solicitó que Rolf Ekeus fuera destinado a una tarea para la que ya se había mostrado capaz. Las delegaciones francesa, rusa y china se aseguraron de que un sueco muy distinto se llevara el puesto: un burócrata bajo cuya supervisión Irak y Corea del Norte habían hecho que la palabra «inspecciones» resultara risible.
Las otras grandes influencias de nuestra pequeña conspiración eran Barham Salih, el mencionado enviado kurdo en Washington, y Kenneth Pollack, un miembro liberal del Consejo de Seguridad Nacional de Clinton. En 1990 había intentado en vano advertir a una CIA hundida y complaciente de que Sadam Husein preparaba una invasión de Kuwait, y había encontrado la estúpida condescendencia del tipo de burócrata de «inteligencia» que creía que Irak era gobernado por un tipo calculador, cínico pero racional. (Y, también, no hace falta decirlo, un «laicista» partidario de la modernización). El libro de Ken, con el título lamentable y sensacionalista The Threatening Storm, era una de las mejores piezas de pruebas y razonamientos bien ordenados que han surgido en el mundo de los estudiosos, y presentaba un argumento lúcido y devastador para que, a partir de las pruebas pasadas y existentes, Sadam Husein y su sistema fueran tratados como culpables mientras no se demostrara lo contrario. La inocencia solo podía establecerse si en Bagdad había un gobierno que no fuera una versión genocida, paranoica y megalómana de los Soprano. Reclamar inspecciones de verdad significaba en realidad pedir un cambio de régimen. Ahora la gente prefiere olvidarlo, pero el libro de Pollack hizo más para convencer a la «comunidad política» de Washington que ningún discurso presidencial, al igual que Barham Salih hizo más que nadie para persuadir al Congreso, buscando los votos de uno en uno.
Un día mi amigo Jim Hoagland, un corresponsal y columnista del Washington Post sumamente informado y meticuloso que llevaba décadas estudiando y visitando Irak, me preguntó si me gustaría conocer a Ahmed Chalabi, fundador del Congreso Nacional Iraquí. Naturalmente, dije que sí: cada iraquí que había hecho frente a Sadam Husein había perdido como poco a un miembro de su familia, o como mucho un pueblo lleno de parientes y amigos, así que un hombre que tenía una posición pública contra el régimen y la convertía en un trabajo a tiempo completo exigía axiomáticamente mi respeto. Se presentó en mi apartamento de Washington, con una chaqueta de cuero que no le quedaba especialmente bien, y saludó a los amigos que había reunido de manera apresurada para conocer a la persona que se declaraba capaz de derribar al déspota. Se ha vertido contra Chalabi tanta bilis que me siento obligado a decir varias cosas en su defensa. La primera es que no hizo grandes aseveraciones. El caso contra Sadam Husein ya estaba completo, y, al margen de las reservas que tuviese cualquiera, todo el mundo lo sabía con certeza. ¿Cómo se podía poner fin a la miseria de los iraquíes y al insulto constante a la comunidad y legalidad internacional con la mínima violencia? La estrategia que prefería Chalabi a esas alturas era lograr que Estados Unidos apoyase a las fuerzas iraquíes y kurdas de la oposición, de modo que la camarilla de Sadam —una minoría tribal sunní dentro de la minoría sunní— pudiera ser aislada y derrocada. Gran parte del ejército iraquí estaba al borde, o cerca, del motín o la deserción (más tarde se demostró que era cierto). Los shiíes estarían listos para alzarse en una revuelta si se les convencía de que no se les abandonaría como en 1991. (Eso también resultó ser cierto). En el casi autónomo Kurdistán existían bases y fuerzas que habían demostrado su capacidad en la batalla y podían ofrecer un apoyo serio a cualquier iniciativa coordinada. (Eso ya se había demostrado; yo lo sabía sin que tuvieran que contármelo). Aunque, a decir verdad, me impresionó más el elemento de la «sociedad civil» en la conversación de Ahmed. Si yo mencionaba o preguntaba por cualquier intelectual árabe, kurdo o iraní, él parecía haber leído su libro más reciente el día anterior. Cuando se trataba de marxismo, conocía a todos los comunistas iraquíes con los que yo me había encontrado, e incluso cuando se trataba de trotskismo, conocía el significado del sintagma «revolución permanente» —por cierto, esta es una prueba de fuego— y además sabía que la expresión original era de Parvus y no de Trotski. La siguiente vez que nos vimos, pasó mucho tiempo hablando del grupo de Bloomsbury y los matices de las diferencias entre Lytton Strachey y John Maynard Keynes. Quizá parezca demasiado impresionable: en aquella época parecía excitante e interesante que alguien con un genio político no fuera otro monomaniaco, sino una persona que podía hablar de cultura y literatura como si esas cosas también estuvieran en juego en la batalla contra los totalitarios tristes y despiadados.[110]
Un trotskista angloárabe; el hijo de un economista socialista canadiense; una galesa apasionada que pertenecía al movimiento laborista; un socialdemócrata e internacionalista sueco; un socialista kurdo que había sido preso político durante muchos años; el miembro calmado de un think-tank, casi un empollón (si me perdona por decirlo), y un miembro en el exilio de la vieja clase financiera de Bagdad con formación de matemático. ¡Qué grupo siniestro y variopinto! Pero fue la combinación original de fuerzas que convenció al Washington político de que había que ayudar a Irak para que alcanzara una era post-Sadam, por la fuerza si era necesario. Especifico la dramatis personae por el casi increíble diluvio de basura injuriosa y calumniosa que ha caído y se ha incrustado y endurecido. A quienes intentaron librar Irak y el mundo de Sadam Husein se les ha representado como parte de una «cabala neoconservadora», agentes de un «lobby judío», y se les ha acusado de falsificar pruebas e inventar pretextos para la guerra. A la organización de Chalabi, con un presupuesto insignificante y un personal minúsculo, se le atribuye haber envenenado por su cuenta el pozo de información de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania, que en momentos distintos certificaron de forma independiente que Sadam Husein poseía o tenía a su alcance armas de destrucción masiva. En realidad, esa coordinación amateur de pequeños batallones e individuos discrepantes es la conspiración más abierta de la que nunca he formado parte.
Un día, después de escribir algunas polémicas sobre Irak y de participar en varios debates televisivos sobre el asunto, recibí una llamada del Pentágono. Era de Paul Wolfowitz, el subsecretario de Defensa de Donald Rumsfeld, que preguntaba si me apetecería ir a verle. Sería mi segunda visita al Departamento de Defensa, puesto que en vísperas de la anterior guerra del Golfo me habían invitado a hablar con el personal de Planificación Política contra la intervención. Así que pensé: claro, aunque solo sea por la ironía y la simetría. A Wolfowitz solamente lo conocía por su reputación, y por su reputación era un miembro de la cábala neoconservadora: ese influyente grupo de antiguos liberales, sólidamente favorables a Israel, algunos con vínculos en la escuela intelectual formada por Leo Strauss en la Universidad de Chicago, que habían comenzado a estudiar estrategia en la era Reagan y habían hecho las paces con los halcones del Partido Republicano.
Cuando me presenté en su despacho, lo que más me sorprendió era hasta qué punto quería Wolfowitz ser fiel a esa imagen. Lo primero que me enseñó fue una fotografía de la Sala de Situaciones de la Casa Blanca a mediados de la década de 1980, donde en torno a la mesa aparecían el presidente Reagan y la mayor parte de su equipo de Asuntos Exteriores, desde Weinberger a Shultz y Ronald Reagan, desplomados en actitud de leve agotamiento. A un lado estaba un Wolfowitz más juvenil. Me dijo que esa foto, que ocupaba un lugar preferente en su despacho, mostraba el momento exacto en que los reaganistas habían decidido, por un estrecho margen de votos, abandonar a su suerte a la dictadura de Ferdinand Marcos en Filipinas en 1986, y reconocer la victoria electoral de su rival, Cory Aquino.[111] «Fue la primera discusión que gané —comentó orgulloso Wolfowitz—. Dije que si apoyábamos a un dictador para mantener el control de una base, terminaríamos perdiendo la base y también mereciendo que así ocurriera. Mientras que —continuó—, al unirnos al bando del “poder popular” ese año en Manila, ayudamos a que se extendieran movimientos democráticos por Taiwan y Corea del Norte e incluso, creo, en la plaza de Tiananmen en 1989. —Me ofreció una sonrisa amistosa y añadió—: Era lo contrario a la política de Kissinger».
Bueno, admito que estaba intrigado. Wolfowitz opinaba que, por grandes que fueran los riesgos de la «democratización», no eran comparables a los riesgos de la dictadura: el sistema más inestable y volátil de todos. La única zona del mundo en que eso no se había probado tras 1989 era en la esfera árabe. Era el momento de enfrentarse al consenso de Bush/Powell/Kissinger que había dejado a Sadam Hussein en posesión de Irak tras 1991. Sospecho que, si los demócratas hubieran ganado las elecciones de 2000, y si Wolfowitz hubiera seguido siendo demócrata y le hubiesen ofrecido el mismo trabajo, muchos liberales e izquierdistas de Washington le habrían elogiado por atacar la premisa racista que postula que los árabes prefieren, o necesitan, ser gobernados por déspotas.
Esa noche iba a una cena privada con Kanan Makiya en la zona de Cleveland Park, para ayudar a establecer el Comité para la Liberación de Irak. Resultó que Wolfowitz sería el orador después de la cena. Hizo una presentación muy poderosa y lúcida, sin notas, así que, en cierto modo, podría haberme saltado el encuentro que habíamos tenido en una de las tres «Zonas Cero» de Estados Unidos esa tarde. Pero aun así habría preferido no perderme esa fotografía de la era Reagan. Cuando terminó la cena —habíamos oído que Václav Havel y Lech Walesa adornarían el membrete del comité—, Kanan y yo volvimos lentamente bajo una lluvia intensa de la que ninguno de los dos se había dado cuenta. Había pasado un cuarto de siglo desde que Sadam Husein había tomado el control de Irak: Hitler había gobernado durante doce años y Stalin, unos veinticinco. «Creo, camarada —le dije mientras el agua empezaba a correr por mi espalda y nos despedíamos—, que esta vez vas a volver a casa». Cerramos con un «la próxima vez en Bagdad»: una promesa que cumplimos el verano siguiente.
Aquí debería hacer mis autocríticas más dolorosas. Vi a Wolfowitz unas cuantas veces más entre ese momento y la decisión definitiva de intervenir, que se tomó unos seis meses después. También llegué a conocer un poco la incompetencia y la deslealtad casi increíbles de la CIA y el Departamento de Estado. Pude comprobar que los que defendían el «cambio de régimen» en la administración eran sinceros y no exageraban a sabiendas para crear opinión. Y pude pedir garantías. Por ejemplo, la izquierda contraria a la guerra alegó que el general Ariel Sharon aprovecharía el pretexto que ofrecía la niebla de la guerra para expulsar a todos los palestinos de Cisjordania. El entonces director de la Asociación de Estudios de Oriente Próximo vino a mi casa para convencerme de ese aspecto. Cuando le pregunté a Wolfowitz si el Pentágono había pensado en esa contingencia, dijo que había recibido a uno de los comandantes israelíes en su despacho el día anterior y le había dicho que la simpatía de Estados Unidos hacia Israel no se extendía a la expansión o colonización y que, en cuanto los baluartes árabes «oposicionistas» hubieran sido arrebatados al control de Sadam, Estados Unidos estaría en condiciones de pedir que empezaran a desmantelarse los asentamientos. (Poco antes, en una manifestación convocada por los judíos estadounidenses para protestar por la campaña de atentados suicidas que Sadam Husein ayudaba a financiar, Wolfowitz había recibido sonoros abucheos por recordar a la masa que los palestinos también sufrían).
En otra ocasión, cuando el gobierno turco se mostraba más detestable de lo habitual y no aceptaba el uso de las bases estadounidenses en suelo turco para desplegar un «frente del norte», a menos que se permitiera que las tropas turcas avanzaran también en el Kurdistán iraquí, le pregunté a Wolfowitz si Estados Unidos aceptaría esa capitulación. De nuevo, no presentó la menor ambivalencia: no se permitiría que las botas turcas pisaran el suelo iraquí. Si los turcos insistían en exigir ese precio, la liberación de Irak se produciría sin ellos (como ocurrió).
Espera un momento, ¿no había prometido ser «autocrítico»? Por supuesto, lo que debería haber preguntado a Wolfowitz, en vez de darle la lata sobre esas empresas de fondo moral e impulso geoestratégico, era: «¿El cuerpo de ingenieros tiene un generador lo bastante grande como para encender las luces de Bagdad?», o quizá: «¿Se ha ordenado que un destacamento de marines vigile el Museo Nacional de Irak?». Pero, al no ser un soldado profesional o intendente y al no considerarme capaz de aconsejar a los que lo eran, tendía a asumir que esos aspectos prácticos estaban resueltos. Habría sido como preguntar si nos habíamos acordado de llevar suficientes raciones y munición. Todavía hoy me siento estúpido y avergonzado por no hacer el tipo de pregunta que el comandante Hitchens habría repetido incluso antes de llevar un barco en un convoy. Como más tarde me diría compungido Peter Galbraith, al observar el terrorífico daño que habían hecho los saqueos sin restricciones y la miseria que provocaban en la sociedad iraquí: «Nunca hay una segunda oportunidad para producir una buena primera impresión». Eso sería decir lo mínimo: probablemente ahora sé más de la censurable incompetencia de la administración de Bush que muchos de los que habrían dejado Irak en manos de Sadam. Parte de ella era casi quijotescamente estadounidense: el reluciente y enorme generador que trasladó un camión a través de Jordania hasta Bagdad resultó demasiado digital y aerodinámico para enchufarlo a la «red» iraquí; de hecho, habría sido mejor comprar un equipo menos sofisticado en Bielorrusia o Ucrania. Pero hubo otros fracasos infinitamente más determinantes que ese, y, aunque no cambian el argumento contra el baazismo, han distorsionado de manera permanente el registro de quienes lo construimos.
Mientras el debate sobre Irak se hacía más intenso, de pronto me resultó obvio que no podía permanecer en el lugar donde estaba en el «espectro» político. Enormes manifestaciones «contra la guerra» eran organizadas por parte de fuerzas que realmente ejemplificaban lo que la CIA y otros habían declarado ingenuamente imposible: una alianza declarada entre simpatizantes del baazismo y el fundamentalismo islámico. Los partidarios del Estado fallido de Partido Único/Líder Único enlazaban sus brazos con los adoradores del Dios Único. Algunos veían, o creían ver, algo irónico en ello. Mi viejo amigo Nick Cohen escribió despectivamente que cierto día, «casi un millón de liberales se manifestaron en Londres contra el derrocamiento de un régimen fascista». Pero ¿qué hay de «liberal» en los Hermanos Musulmanes y sus grupos clónicos, en la grupa del estalinismo británico, o en la secta purulenta en la que habían mutado mis antiguos camaradas de los Socialistas Internacionales? Para ellos —para los organizadores y espíritus impulsores de la manifestación en otras palabras—, el vocablo «liberal» era un término despectivo.[112]
Hice unas pocas cosas en rápida sucesión. Dimití de mi puesto como columnista en The Nation tras un período ininterrumpido de veinte años, desde que era un crío, como colaborador cada dos semanas. Ya no tenía sentido trabajar para una revista que simpatizaba con la clase de cultura «contra la guerra» que acabo de mencionar. Después compré un billete para Qatar, el Estado monárquico, pequeño pero relativamente abierto, que ahora albergaba a al-Yazira (entonces una idea nueva en los medios) y el Comando Central Estadounidense o Centcom. Veía que se acercaba el final del juego y quería hacer planes de antemano. Al cambiar de avión en Inglaterra de camino hacia el Golfo, hice conscientemente mi última aparición como hombre de la izquierda. Había dicho «sí» a la invitación —muy halagadora— para ser orador en la concentración anual de Tribune en el congreso del Partido Laborista en Blackpool. Por tradición, era el acontecimiento cumbre de la tropa radical. Y Tribune, que a menudo estaba perdida política y periodísticamente y con frecuencia parecía haber sido diseñada e impresa en el último momento y en total oscuridad, al menos había sido la única publicación de Inglaterra que le había dado a George Orwell una columna semanal. Espero que se me perdone por citar My Life in the Bear Pit, los diarios grabados de David Blunkett, el socialista y proletario ciego de Yorkshire, que en ese momento era ministro del Interior de Tony Blair:
Pequeño fragmento del congreso: no creo haber registrado la extraña y pequeña paradoja sobre el encuentro de Tribune y el hecho de que han cometido un error garrafal al invitar a Christopher Hitchens, que consideraban un periodista de izquierdas… que lo ha sido, pero es apasionadamente contrario a Sadam Husein y dio una conferencia extremadamente brillante sobre el origen y los detalles de los individuos y sobre por qué es tan importante enfrentarse a Sadam Husein. Todo el mundo se quedó en silencio absoluto…
No recuerdo que el silencio fuera absoluto, porque había mencionado a algunos bravos socialistas como Barham Salih y Rolf Ekeus, de los que había oído hablar al menos parte del público. Asistió a la concentración Chris Mullin, uno de los mejores, más valientes e ingeniosos socialistas de Tribune que han llegado a la Cámara de los Comunes. ¿Puedo citar lo que dicen sus diarios publicados (A View from the Foothills: The Diaries of Chris Mullin), sobre esa misma tarde?
Los discursos fueron mediocres, con una notable excepción: Christopher Hitchens, que defendió la intervención militar en Irak. Apeló a los presentes «como internacionalistas, como gente que puede pensar por sí misma». Lo que se proponía no era una guerra contra Irak, argumentó, sino contra Sadam. Instó a la izquierda a ser un poco autocrítica. […] «Si la izquierda se hubiera salido con la suya, el general Galtieri seguiría siendo presidente de Argentina; Milosevic continuaría en el poder en Belgrado; Kosovo sería un páramo vacío; el mullah Omar seguiría en Kabul».
Me salto otras cosas amables que Chris tenía que decir, y voy a sus contraargumentos, que me presentó en el cóctel posterior: «Caos, víctimas civiles, el peligro de que, si está acorralado, Sadam Husein recurra a las armas químicas. Christopher los desechó todos. Piensa que el régimen se desmorona y hay posibilidades de que implosione sin que sea necesaria una invasión. Cruzo los dedos por que tenga razón».
La cuestión de las «armas de destrucción masiva», como ahora todo el mundo espera olvidar, era muy a menudo una herramienta retórica de quienes querían dejar a Sadam Husein en el poder. Si se le atacaba, desataría las armas del horror que había esgrimido con tanta promiscuidad en el pasado. Eso parecía uno de esos juegos del «dilema del prisionero», donde cada elección forzada aprieta el nudo y reduce el número de opciones. Mientras tanto, todas las concesiones que hizo Sadam fueron consecuencia directa de la amenaza creíble de la fuerza. ¿Alguno de los que estaban contra la guerra se preguntó lo que habría ocurrido si las fuerzas de la Coalición hubieran vuelto a casa sin disparar un tiro?
He estado más cerca del escenario donde se usaron armas de destrucción masiva que la mayoría de la gente, pero pensaba, y escribí, que el control que Sadam tenía de esas armas en 2002-2003 era más latente que patente. Sin duda tenía algunos recursos, algunos científicos, algunos elementos e ingredientes, y un largo expediente criminal de uso y ocultación. Si me hubieran demostrado fuera de toda duda que NO tenía ninguna reserva seria a mano, habría argumentado —de hecho, lo hice— que eso significaba que era el momento apropiado de golpearle de forma despiadada y concluyente. Castigaría el uso previo e impediría cualquier repetición. También habría llevado a Irak a una conformidad verificable con la siempre floreciente y citada ONU y sus importantes resoluciones, permitiendo que se levantaran las sanciones económicas y —según los críticos más ruidosos de esas sanciones— salvando a cientos de miles de iraquíes de convertirse en víctimas civiles.
En mis discusiones con Wolfowitz y su gente en el Pentágono, jamás oí nada alarmista sobre el asunto de las armas de destrucción masiva. Se presumía que a cierto nivel Irak era un Estado que podía tener armas de destrucción masiva y se asumía que Sadam Husein nunca aceptaría mostrarse conforme con las débiles «inspecciones» de Hans Blix (y nunca lo hizo). Eso era en sí otra prueba de la locura inherente al régimen, y de la ingenuidad de quienes pensaban se podía tratar con este, o su desquiciado líder, como si fueran agentes racionales. Eso era lo que quería decir cuando le hablé a Chris Mullin de la proximidad de un punto de «implosión». Al convocar un referendo y reclamar el primer porcentaje de votos del ciento por ciento (y un ciento por ciento de ellos como voto partidario del «sí», además) y al abrir las alas de la horrible prisión de Abu Ghraib que albergaban a los asesinos, violadores y ladrones que formaban parte de la plusvalía de su sistema, Sadam había advertido de la llegada de su momento Ceaucescu: una loca debacle de la autoridad. Dado el «caos» que ya existía en Irak, y la estrategia de divide y vencerás con la que el régimen explotaba los odios religiosos y tribales, era más probable que esa debacle produjera una Ruanda en el golfo Pérsico que una Rumania. Sin una fuerza de coalición, provocaría invasiones de Irán, Turquía y Arabia Saudí. Por tanto, todo apuntaba a que la comunidad internacional necesitaba intervenir por fin, y en el lado bueno por una vez, en un Irak mutilado y traumatizado, y ayudar a hacer una transición hacia alguna suerte de cordura.
Las armas de destrucción masiva podían admitirse como un elemento emblemático de todo lo infecto y derrochador que había en el sistema baazista. Solo recuerdo una ocasión en la que me «informó» de algún modo una persona del Departamento de Estado. Bajo una mezquita sunní del centro de Bagdad se habían localizado e identificado las partes y algunos elementos de un arma química, con la ayuda de los informantes locales. Me lo contaron off the record, y también me dijeron que no utilizara la información. Entonces se pensaba que, cuando la intervención revelara el uso de un lugar sagrado para esconder un arma de esas características, ayudaría a cambiar la opinión de los musulmanes. Todavía tengo las fotografías que se hicieron en esa mezquita tras la intervención; muestran el escondite de las armas donde me habían dicho que estarían. Pero si alguna vez pequé de ingenuo sobre algo que tuviera que ver con las armas de destrucción masiva iraquíes, fue cuando creí que pruebas como esa, o cualquier otra clase de pruebas, provocarían la más mínima impresión en las blindadas certezas de los fieles.
Durante todo ese tiempo nunca dejé de tener la surrealista sensación de que en cierto modo me había convertido en un disidente favorable al gobierno, y, de entre todas las paradojas de mi pequeña vida, quizá debiera registrar esa como la más aguda. Pero eran los manifestantes de las calles —daba clase en Berkeley durante gran parte de la primera primavera de la guerra de Irak— quienes me parecían los verdaderos conformistas del escenario. Acusado de convertirse en un vendido, al trabajar para la república yugoslava de entreguerras, Constantine, el guía (y amante secreto) de Rebecca West en Cordero negro, halcón gris, confiesa: «Por el bien de mi país, y quizá un poco por el bien de mi alma, he abandonado la profunda paz de estar en la oposición». Yo también descubrí que podía ver las cosas desde el punto de vista de los gobernantes y que estaba del lado de quienes ahora intentaban construir un nuevo Estado en Afganistán e Irak. En cualquier caso, los que se oponían a la guerra se alineaban con las opiniones de otros gobernantes y estados, muchos de ellos bastante más apestosos que George W. Bush.
Todavía no soporto imaginar la idea de una victoria de Putin, Chirac, Annan y Schroeder, por no hablar de los chinos o los saudíes, pero el feliz momento llegó cuando Sadam Husein se superó a sí mismo y rechazó salvar su sistema malvado con la pequeña concesión de admitir y demostrar a las Naciones Unidas que no poseía ningún arma de destrucción masiva que pudiera funcionar. Crucé la frontera kuwaití hacia Irak y vi un poco del bárbaro estado al que había quedado reducida la sociedad iraquí, a través de una combinación de sadamismo y de las sanciones que había requerido el régimen. En Kuwait había visto cómo caían del cielo los misiles Scud de Sadam, disparados arbitrariamente hacia su antigua colonia liberada, y sonreía cuando veía que todos los miembros de la prensa se ponían las máscaras de gas y corrían hacia los refugios para evitar la lluvia de armas químicas, gases y agentes nerviosos que nunca se produjo, y en la que más tarde ellos contaron que nunca habían creído. Por mi parte, puedo decir que nunca llevé, vestí ni tuve una máscara de gas, ni creí que ningún elemento de las fuerzas armadas de Sadam —excepto el grupo importado y de mentalidad yihadista los Fedayines de Sadam (un nombre sugerente por derecho propio)— fuera a luchar de verdad. Cuando dejé Kuwait, la prensa europea estaba inundada de un balbuceo ridículo sobre una defensa desesperada de Bagdad que sería el equivalente de Stalingrado.
Eso eran solo los gacetilleros. Unos días después llegó una pieza considerable: el culto Jonathan Raban, que desplegaba casi perfectamente el labio arrugado con el que tanto él como sus compañeros de las clases biempensantes angloamericanas observaban la deplorable crudeza de los Estados Unidos de América:
Por naturaleza, los ideólogos apasionados carecen de curiosidad y no tienen tiempo para los detalles obstructivos. Es imposible pensar en Paul Wolfowitz acurrucado una tarde frente a Orientalismo, de Edward Said, las novelas de Naguib Mahfuz, Los siete pilares de la sabiduría, las cartas de Gertrude Bell, o The Culture of Islam, el libro espinoso y opaco pero útil que Lawrence Rosen ha publicado hace poco, a partir de su trabajo antropológico…
Acaso involuntariamente absurdo por el uso de la expresión «acurrucado» para representar el acto de la lectura («Normalmente me encontrarás —le dice Bertie Wooster a Florence Craye en Gracias, Jeeves— acurrucado con lo último de Spinoza»), el artículo de Raban en el Guardian se volvió aún más vulnerable al ridículo cuando empezó a hablar eruditamente del «cuerpo» de la umma o comunidad islámica como si fuera una forma femenina pasiva susceptible de ser violada, y como si Sadam nunca hubiera intentado amputar y subyugar los dos estados musulmanes de Irán y Kuwait, aparte de violar, torturar y desfigurar repetidamente a su «propia» nación cautiva.
De hecho, Wolfowitz escribió su tesis doctoral sobre el agua y la salinidad en el mundo árabe, ha vivido durante muchos años con una estudiosa árabe estrechamente vinculada a los reformistas palestinos, habla más árabe que Jonathan Raban, estuvo casado con una antropóloga que tenía un interés especial por las sociedades musulmanas de Malaisia e Indonesia, fue diplomático en Yakarta y habla un poco de indonesio, y una vez me llamó para manifestar su desacuerdo sobre un detalle de algo que había escrito sobre el novelista indonesio Pramoedya Ananta Toer. Wolfowitz fue durante muchos años decano de una facultad importante en la Universidad Johns Hopkins y aparece en los agradecimientos del valiente y hermoso Leer Lolita en Teherán, de Azar Nafisi: un estudio de las relaciones entre literatura, sexualidad y poder bajo una teocracia islámica que aguanta la comparación con cualquier cosa que escribieran Edward Said o incluso Naguib Mahfuz. Si alguien se mostraba colonialista u «orientalista», ese era Jonathan Raban, un inglés extremadamente refinado que no creía que un yanqui pudiera saber nada de las latitudes exóticas que solo los escritores de viajes como él estaban autorizados a pisar. Pero su tono de condescendencia enfurecida era sumamente preferible a la manera en que los colaboradores y entrevistadores de la BBC, que me llamaban como si quisieran asegurarse de que no se les acusaba de una indebida parcialidad, se negaban, simple y llanamente, a pronunciar bien el nombre de Paul Wolfowitz. Decían, «Volfervitz», dándole un efecto siniestro. Recuerdo un momento de la década de 1960 en que un coronel X de la vieja escuela de Le Carré se sentaba en un discreto despacho de la BBC, y preguntaba a los productores si pensaban emplear regularmente a «ese tal Hitchens, por fascinante que pueda resultar». Pero, al menos, en esos días de vigilancia política construida a base de codazos y guiños se consideraba una muestra mínima de educación decir correctamente el nombre de alguien. ¿Era tan difícil, preguntaba gélidamente (después de que el hombre de la BBC hubiera empezado dirigiéndose a mí como «Chris»), pronunciar el nombre fonéticamente o tal como se escribía? «Oh, vale —dijo uno de ellos a regañadientes—. Ese tal Wolfervitz, que parece ser el poder que hay detrás de todo esto, con su cábala neoconservadora». Hice que parase y volviera a empezar.
Prefiero pensar que no soy especialmente sensible a las torpes insinuaciones sobre la cuestión judía. Pero esa clase de cosas los delataba completamente, y creo que uno no debe quedarse quieto cuando sucede. Cuando estudiaba en Oxford, un profesor amable me preguntó si le ayudaría a organizar una agradable batea para sir Max Mallowan —también fellow del college, pero bastante mayor— y lady Mallowan. Accedí de buena gana, no solo porque lady Mallowan era más conocida como Agatha Christie. En el período de entreguerras, Max había sido el decano de la expedición arqueológica británica a Mesopotamia, y se le podía mencionar en la misma frase que a Gertrude Bell en relación con la casa repleta de tesoros que era el Museo Nacional de Irak. La tarde transcurrió de forma bastante agradable, y debí de superar el examen porque me invitaron a cenar en la casa que los Mallowan tenían en la cercana localidad de Wallingford. En torno a su mesa, en una vivienda engalanada con miniaturas y estatuillas de Oriente Próximo, súbitamente me vi congelado por el desasosiego. El tono antijudío de la conversación no debía ignorarse ni pasarse por alto, o atribuirse a un humor pesado o a un prejuicio generacional. Era vívidamente desagradable y constituía un aburrimiento que te entumecía el trasero. (Tenía la excusa, si puedo decirlo así, de no haber leído ninguna obra de Agatha Christie. Les eché un vistazo más tarde y me sorprendieron muchas cosas de ellas, en especial su popularidad. Qué razón tenía Raymond Chandler al despreciar su torpeza. Debe de haber alguna relación entre la nulidad general de la prosa de Christie y la tendencia de sus detectives a interpretar la judeidad como síntoma criminal. Después de 1945 aprendió a contener su intolerancia un poco, pero una de sus obras de los años cincuenta, titulada Intriga en Bagdad, trata de una conjura bien financiada y establecida en Irak para lograr un nuevo orden mundial, donde figuran ambiciosos empresarios judíos y un plan profundamente siniestro llamado «la fusión Wolfensohn»).
Cuando volví a Irak, después de que se hubiera completado la liberación, participé en una especie de «excavación» y decidí viajar con Paul Wolfowitz. Era, a su manera, una expedición arqueológica y antropológica. Aquí están algunas de las cosas desenterradas u observadas. Sin que casi nadie lo supiera, y sin que lo contaran la mayoría de los periódicos, el antiguo médico jefe de Sadam Husein, el doctor Mahdi Obeidi, había esperado hasta pocas semanas después de la caída de Bagdad para abordar a unos soldados estadounidenses e invitarles a excavar en su jardín trasero. Allí les mostró los componentes de una centrifugadora de gas —las joyas de la corona del enriquecimiento de uranio—, junto a un montón de planos de sesenta centímetros de altura. Originalmente, el hijo menor de Sadam, Qusay, que estaba al mando del Ministerio del Ocultación, había ordenado ese enterramiento, que había sobrevivido a muchas visitas de los «inspectores». Dudo que Hans Blix hubiera encontrado el tesoro por su cuenta.
No mucho después de eso, una tormenta de arena cerca de Bagdad descubrió una hilera extraña de brillantes alerones de avión. Resultaron ser las lápidas de caros aviones de combate MIG-25 de fabricación rusa. El objeto del enterramiento sigue siendo poco claro: sería mejor incendiar el motor de un avión que enterrarlo en la arena. Pero parece que entre las inquietantes filas superiores del Partido Baaz el instinto del «enterramiento clandestino» estaba profundamente arraigado. Irak tiene casi el tamaño de California. Me atrevo a decir que enterraron otros secretos militares que nunca conoceremos.
En el mes de junio que siguió a la invasión, junto a la ciudad norteña de Kirkuk se desenterraron ocho millones de dólares en efectivo en el jardín del secretario personal de Sadam Husein. Con ellos había joyas por valor de algunos millones de dólares, «propiedad» de la esposa de Sadam Husein. Al final, el propio Sadam Husein fue sacado de forma indecorosa del agujero en el suelo donde se había excavado un refugio ignominioso.
Pero el peor de todos los desenterramientos y excavaciones se produjo no muy lejos de las ruinas de Babilonia, en la ciudad de al-Hillah. El 13 de mayo de 2003, no mucho después de la liberación, frenéticos lugareños habían rogado a las fuerzas estadounidenses que acudieran en su ayuda. Desde 1991 y la represión masiva del levantamiento shií, el lugar tenía una mala y vergonzosa reputación. Los testigos decían que tres camiones cargados de gente llegaban hasta allí tres veces al día. Se obligaba a los pasajeros a meterse en las fosas comunes previamente excavadas, donde se les fusilaba o enterraba vivos. Los lugareños habían aprovechado la oportunidad de identificar a sus seres queridos desaparecidos: fueron al lugar en cuanto se desintegró el régimen de Sadam y descubrieron tres mil cuerpos con sus manos desnudas antes de reclamar la ayuda de la Coalición. Cuando llegué, el proceso de excavación era algo más digno y ordenado, pero nada podía hacerlo menos obsceno.
En el suelo se extendían bolsas de plástico que contenían cadáveres y a veces estaban «etiquetadas» con elementos personales y documentos identificativos. Donde se había terminado de cavar, el suelo había sido consagrado. En otras partes, continuaba el espeluznante trabajo de las palas. Los dos hombres al mando de la escena eran el mayor Schmidt de New Jersey y el doctor Rafed Fakher Husain, un médico iraquí sorprendentemente sereno. «Vivíamos sin derechos —me dijo, mientras hacía un gesto con la mano hacia esa zona de oscuridad—. Y sin ideas». La segunda frase pareció permanecer en el aire fétido más tiempo que la primera, y expresar la desolación de forma más completa. Había otros sesenta y seis yacimientos de ese tipo solo en esa provincia del sur iraquí.
Era mediados de julio, cuando el calor de Mesopotamia puede superar sin esfuerzo los 48 grados de temperatura. Eso significa embadurnarse constantemente de crema solar y estar empapado de sudor. El pelo se pone enmarañado y húmedo. Las ropas se pegan. Y el viento se levanta… De repente me di cuenta de que se formaba una amalgama encima de mí, formada por varias grasas y lodos, naturales y artificiales, densamente revestida de la persistente inmundicia de las fosas comunes. Espero no volver a sentirme nunca tan sucio. Estaba en la nariz, en los ojos… en la lengua y en la boca. Y la oportunidad de lavarse, por no hablar de darse una ducha, era bastante remota. Finalmente pude darme esa ducha, casi llorando con una mezcla de asco y alivio, en el hotel al-Rashid de Bagdad, pero el resto de la sociedad iraquí seguía cavando en una tumba poco profunda y los que convertían en un fetiche el ideal de la muerte y la tumba —los baazistas y los islamistas— se preparaban para causar nuevas hecatombes por todo el paisaje. «Escoria de la tierra», escribí en mi cuaderno de notas, usando el tópico para aludir a la alianza de los sadamistas y al-Qaeda y no el arenoso residuo que había sido mi nauseabundo caparazón. Después de eso, ni siquiera el olor a matadero de las naves de ejecución en Abu Ghraib pudo impactarme del mismo modo. Recuerdo que pensé que los intentos por limpiar y poner en marcha de nuevo esa prisión horrible estaban condenados al fracaso, y que simplemente debería haberse demolido, antes de arrojar sal sobre las ruinas. También me habría gustado expresar esa opinión con más fuerza.[113]
Asimismo se desenterraron, en forma de papel y en los archivos del Estado, documentos que mostraban que un número sorprendente de políticos «contra la guerra» de varios países eran beneficiarios de los sobornos del programa Petróleo por Alimentos: en otras palabras, dinero directamente robado a ese pueblo iraquí que sufría y sobre el que peroraban. También había una carta de mi viejo amigo Naji Sabri al-Hadithi, que había terminado siendo el último ministro de Asuntos Exteriores de Sadam. Estaba dirigida al propio Sadam, en los momentos finales del régimen, y expresaba una preocupación que, a mi juicio, merece la pena registrar.
Era inquietante, escribió Naji, leer los informes sobre civiles iraquíes que saludaban el avance de los soldados estadounidenses y británicos. Esos acontecimientos deplorables desacreditaban la heroica lucha sadamista en el mundo. ¿No sería aconsejable, sugería a su líder, mandar a algunos mártires-suicidas de los Fedayines de Sadam, disfrazados de civiles, para que se volaran en pedazos en cuanto estuvieran lo bastante cerca de los recién llegados? Eso pronto enseñaría a los británicos y estadounidenses a sospechar que todos los iraquíes eran «terroristas», y a mantener las distancias.[114] Había algo terriblemente sencillo en esa idea y durante un tiempo me pregunté cómo podía sugerir algo tan vil un ministro de Asuntos Exteriores. Informes posteriores, según los cuales Naji hacía un doble juego y pasaba información secreta a la Coalición por la puerta de atrás, aportaban al menos un motivo probable. En el Irak de Sadam, si querías cubrirte, lo mejor era proponer las medidas más exorbitantemente crueles y extremas. Pobre Naji, entonces, que se vio obligado a recurrir a eso.
De todos modos, el plan de Naji se adoptó, así como otras «medidas». En la localidad de Nasiriyah, una mujer fue ahorcada públicamente por dar la bienvenida a los liberadores. Tenemos imágenes en vídeo de otros iraquíes a los que, por la misma ofensa, esos guerreros sagrados de capuchas negras que se han vuelto tan aburridamente familiares les cortaban la lengua o les amputaban las extremidades. Me importa recordar esa orgía sanguinaria, a causa de los observadores de tercera mano a quienes les gusta burlarse de la idea de que los iraquíes saludaran a sus liberadores «con flores y dulces», o la broma que prefieran.
No puedo responder del tipo de dulces o la clase de flores, pero en Irak vi algunas cosas bastante extraordinarias y no se me hará negar la evidencia de lo que vieron mis propios ojos. Un día del verano de 2003, en la carretera de Basora, cuando viajaba entre las ciudades sagradas shiíes de Nayaf y Karbala, iba en un convoy muy poco armado de coches civiles y vi que la gente corría hacia el arcén, sin que hubiera un aviso previo de nuestra llegada —lo sé porque tengo la certeza de que no habíamos planeado coger esa carretera— y simplemente saludaron, sonrieron y mostraron signos de alegría. Era muy distinto a cualquier acto organizado por el Estado, que en el Irak de Sadam significaba grandes ululaciones y contorsiones orquestadas y demenciales declaraciones favorables al sacrificio sangriento. Fue normal y proporcionado y a su manera bastante hermoso, y digo que mienten quienes dijeron que no vi esa gente ni esas manos que aplaudían.
Cuando llegué por helicóptero a los pantanos vi un saludo menos espontáneo (sabían que veníamos) y más histérico. Pero no era probable que los árabes de los pantanos reaccionaran de otra manera, puesto que Sadam había destruido su antiguo hábitat ribereño y los estadounidenses lo habían vuelto a inundar. En esos asombrosos palacios de juncos que casi podrían remontarse al mítico Abraham, el entusiasmo y la hospitalidad podían haber estado preparados pero no podían ser fingidos.
En lo que respecta a Kurdistán, ya había visto esa tierra cuando la dominaba la gente de Sadam. Allí uno encontraba una alegría aún más respetuosa, en un territorio que ya no necesitaba —ni pedía— un solo soldado occidental. En aquella región éramos invitados en un sentido diferente, porque los lugareños del norte de Irak ya se habían asegurado la administración de sus asuntos, y educada pero firmemente dejaban atrás a sus anteriores protectores. Ser testigo era algo total y profundamente satisfactorio: lo lamento por quienes nunca han visto la victoria de un movimiento de liberación nacional y siento un frío desprecio hacia quienes se mofan de ella.
La terrible sugerencia de Naji Sabri para mitigar el optimismo —tuvo la elegancia de parecer avergonzado la siguiente vez que lo vi en el exilio en Qatar— revela el elemento adicional de que los líderes del baazismo sabían que tenían escuadrones suicidas a su disposición y contaban con ellos. A su vez, eso sugiere una conspiración larga y oficial entre el régimen y los fanáticos religiosos. Entonces, Abu Nidal ya era bastante viejo (lo asesinó la policía de Sadam cuando los aliados rodeaban el aeropuerto de Bagdad para evitar que revelara algo inconveniente). Abu Abbas, líder de la banda que tiró por la borda a León Klinghoffer en su silla de ruedas desde la cubierta del crucero Achille Lauro, había sido capturado por los estadounidenses pero se hallaba bajo custodia iraquí. Habían tenido que liberarlo tras su arresto en ese episodio porque viajaba con un pasaporte diplomático iraquí. Ahora, con retraso, estaba encerrado. Todavía no se ha atrapado al señor Mehmet Yassin, el hombre que fabricó la bomba que estalló en el World Trade Center en 1993, y luego voló a Irak después de que el FBI le concediera imprudentemente la libertad bajo fianza. Entonces, Irak era un país en el que era tan difícil entrar como complicado salir.
La dimensión de guarida de ladrones en un país dirigido por criminales y sádicos no se reducía a la corrupción, las drogas, los matones y el terrorismo. Y, de nuevo, pude seguir el rastro de un viejo conocido. Rolf Ekeus vino un día a mi apartamento y me dio el nombre de un diplomático iraquí que había visitado un pequeño país de África occidental, Níger: un pequeño Estado famoso por su producción de óxido de uranio concentrado. Se llamaba Wissam Zahawi. Era hermano de mi decadente amigo medio turco, el entonces difunto Mazen. Era, o lo había sido cuando viajó a Níger, el embajador de Sadam Husein en el Vaticano. Manifesté mi incomprensión. ¿Qué hacía el enviado ante Su Santidad en Níger? Evidentemente, no iba de vacaciones. Después, Rolf me explicó dos cosas. La primera era que, cuando Rolf estaba en las Naciones Unidas, Wissam Zahawi era uno de los principales enviados de Sadam para hablar de asuntos nucleares (por entonces, Irak tenía reactores en funcionamiento). La segunda era que, durante el período de sanciones que siguió a la guerra de Kuwait, ningún país de Europa occidental tenía relaciones diplomáticas con Bagdad. El Vaticano era la única excepción, así que se envió a un iraquí muy importante para que actuara como espía. Y ese hombre, un especialista en asuntos nucleares, había hecho un discreto viaje a Níger. Eso sugería exactamente lo que la mayoría de la gente biempensante no consideraba cierto: es decir, que la inteligencia británica andaba tras la buena pista cuando decía que Sadam no había dejado de buscar material nuclear en África.[115]
Publiqué algunas columnas sobre eso, que produjeron un airado correo electrónico en el que el embajador Zahawi se jactaba y presumía muy satisfactoriamente de lo que había hecho. También recibí —esto es lo que hace que a veces el periodismo valga la pena— una carta de un corresponsal de la BBC llamado Gordon Correa, que estaba escribiendo un libro sobre A. Q. Khan. Se trataba del propietario paquistaní del mercado negro nuclear que había suministrado material fisionable a Libia, Corea del Norte, muy probablemente Siria, y estaba dispuesto a hacer negocios con cualquier miembro del club de los «estados delincuentes». (Entonces ya sabíamos con seguridad que la gente de Sadam se había reunido con vendedores de misiles norcoreanos en Damasco hasta justo antes de la invasión, cuando los negociadores mercenarios de Kim Jong-il se asustaron y se marcharon a casa). Resultaba, dijo el muy interesado señor Correa, que el tal Khan también había estado en Níger, más o menos al mismo tiempo que Zahawi. La probabilidad de que el importante diplomático iraní destinado en Europa y el importante hombre del mercado negro nuclear de Pakistán hubieran elegido pasar unas vacaciones de temporada baja en un país pequeño, chic y rico en uranio como Níger… bueno, hay que admitir que es una imagen enternecedora. Pero también debes aceptar algo tan ridículo si tienes la conmovedora convicción de que Sadam Husein ya estaba «controlado» y que el señor Bush y el señor Blair actuaban siguiendo informes que sembraban el pánico y elaboraban agentes provocadores con un interés en el caso. Así que también estoy contento de lo que consiguió nuestra pequeña internacional de voluntarios en ese elemento de la crisis. Revelar lo irrisorio puede ser tan útil como desenmascarar lo odioso: como había descubierto lentamente en esos momentos en las riberas del Támesis y el Tigris, que cubrían los muelles desde Adolf Hitler a Oscar Wilde, pasando por Agatha Christie.
Tenía una mañana opresivamente normal al alba de 2007, y ojeaba la banalidad del correo electrónico cotidiano cuando me detuve en el mensaje de un amigo, cuyo asunto decía: «¿Has visto esto?». El elemento adjunto era un reportaje muy bien escrito de Teresa Watanabe, de Los Angeles Times. Describía la muerte en Mosul, Irak, de un joven soldado de Irvine, California, llamado Mark Jennings Daily, y el grado excepcional de emoción que experimentaba su comunidad. La emoción se derivaba de una declaración estremecedora que el chico había dejado, donde explicaba sus razones para convertirse en voluntario y afrontar con valentía la posibilidad de que sus palabras se leyeran póstumamente. En cierto modo, la historia era casi demasiado perfecta: ese joven apuesto había nacido el 4 de julio, estaba registrado como demócrata y se definía como agnóstico, se había licenciado con honores en la Universidad de California-Los Angeles y en su época de estudiante había tenido claras reservas hacia la guerra de Irak. Seguí leyendo e imprimí el reportaje, y al pasar una página vi lo siguiente: «En algún momento, cambió de idea. Su familia dice que no hubo una epifanía. Los textos del escritor y columnista Christopher Hitchens sobre el argumento moral a favor de la guerra lo influyeron profundamente…».
No exagero mucho si digo que me quedé helado. Sin duda sentí una profunda punzada de fría consternación. Acababa de visitar Irak con mi hijo (que tenía veintitrés años, como el joven señor Daily) y era muy pesimista sobre la guerra. ¿Era posible que hubiera ayudado a convencer a un desconocido de que se pusiera al alcance de un artefacto explosivo improvisado? Dramatizando demasiado en la angustia del momento, me descubrí pensando en William Butler Yeats, que había sentido un escalofrío al saber que los rebeldes irlandeses de 1916 habían ido a la muerte citando su obra Cathleen ni Houlihan. Intentó afrontar esa idea perturbadora en su poema «El hombre y el eco»:
¿Acaso aquel drama mío empujó
a ciertos hombres que mataron los ingleses? […]
¿Podrían mis palabras proferidas haber detenido
aquello por lo que ahora una casa yace en ruinas?[116]
Deseché cualquier comparación entre uno de los mejores poetas del siglo XX y yo, cliqué frenéticamente todos los enlaces del artículo y llegué a la página de MySpace del teniente Daily, donde se encontraba su declaración «Por qué me enrolé». La página enseguida produjo un ruido agudo de belicosidad revolucionaria: una canción del álbum Warrior’s Code, de los Dropkick Murphys. Y ahí, en lo alto de la página, había un enlace a un pasaje de uno de mis artículos, en el que vertía desprecio sobre los que se mostraban neutrales con respecto a la batalla de Irak… No recuerdo haberme sentido nunca, en ninguno de los significados admisibles de la palabra, tan hueco.
Me retorcí en la silla un rato y decidí que debía llamar a la señora Watanabe, que no podía haberse mostrado más agradable. Anticipó la pregunta que mi lengua no se atrevía a hacer: ¿podría ponerme en contacto con la familia Daily, cuya casa «ahora yacía en ruinas»? «Les gustaría mucho hablar contigo». Amablemente me dio su dirección de correo electrónico y su número de teléfono.
No quiero montar un espectáculo sobre mis propios sentimientos, pero espero que me creas si te digo que escribí el correo en primer lugar. Por una parte, no quería elegir un mal momento para llamar. Por otra, cuando escribía a sus padres, estaba preparado para que se lo tomaran a mal. Así que deja que te presente a una de las familias más generosas y decentes de Estados Unidos, y permite que te cuente algo de su experiencia.
Para empezar, en medio de su dolor se tomaron la molestia de intentar que me sintiera mejor. No debía preocuparme por «ninguna culpa ni responsabilidad», su hijo se había alistado con los ojos bien abiertos y «nos aseguró que, aunque sabía cuál podía ser el resultado, preferiría ir en vez de tener la opción de vivir hasta los cincuenta años y no servir nunca a su país. Créanos cuando le decimos que fue bastante convincente y persuasivo en ese aspecto, así que al final de la conversación prácticamente estábamos haciendo las maletas y despidiéndonos de él». Eso me hizo relajarme un poco, pero después siguieron: «Antes de su despliegue nos dijo que intentaría ponerse en contacto con usted desde Irak. Se le había ocurrido la idea de ser corresponsal desde la línea del frente a través de usted, y quería conocer su opinión sobre su potencial periodístico. Nos dijo que había intentado ponerse en contacto con usted desde Kuwait o Irak. Pensaba que a lo mejor su correo no le había llegado…». Eso me dejó una profunda cicatriz: pienso en todo el correo basura que leo cada día y después reflexiono sobre ese valioso email que nunca me llegó.
El teniente Daily se trasladó en noviembre de 2006 de Kuwait a Irak, donde lo desplegaron con la Compañía C o Comanche del Segundo Batallón del Regimiento del Séptimo de Caballería —de manera poco auspiciosa, el viejo conjunto del general Custer— en Mosul. El 15 de enero de 2007 estaba patrullando y vio que el Humvee que iba delante no estaba protegido contra los artefactos explosivos. Insistió en cambiar las posiciones y que su propio Humvee fuera delante, y poco después le alcanzó una enorme mina enterrada que llevaba una carga de unos setecientos kilos de un potente explosivo. Sí, la cifra está bien. Él y otros tres soldados estadounidenses y un intérprete iraquí que perecieron con él «fueron a la guerra con el ejército que teníamos», como dijo cuidadosamente Donald Rumsfeld. Es un pequeño consuelo para John y Linda Daily, para el hermano y las dos hermanas de Mark y para su viuda (que solo llevaba dieciocho meses casada con él) saber que no pudo sentir nada.
Pero ¿qué y cómo deberíamos sentirnos nosotros? La gente no está bajo juramento cuando habla de los muertos, pero he charlado con un buen número de personas que conocieron a Mark Daily o tuvieron relación con él, y está claro que el país perdió a un joven ciudadano excepcional; siempre desearé haber tenido la oportunidad de conocerlo. Parece que superó todas las pruebas de madurez, y que lo admiraban y respetaban los mayores y los jóvenes, los hombres y las mujeres, la familia y los amigos. Podría haber escogido cualquier carrera que le hubiera gustado (y había ganado un Premio George G. Marshall, que le proporcionó una oferta de dar clases en West Point). ¿Por qué se nos ha privado de su contribución? A medida que nos íbamos conociendo, envié a la familia Daily una conmovedora declaración de la madre de Michael Kelly, mi buen amigo y editor de The Atlantic Monthly, que murió cerca del aeropuerto de Bagdad durante la invasión de 2003. Marguerite Kelly se mostró muy estoica acerca de la muerte de su hijo, pero creo que tuve mal gusto al mostrar el texto a los Daily, que respondieron muy amablemente que Michael había vivido el tiempo suficiente de escribir libros, tener una carrera, ser padre y en general dejar huella, mientras que su hijo no había vivido lo bastante como para disfrutar de ninguna de esas oportunidades. Si te quedan lágrimas, prepárate para derramarlas ahora…
En su brillante ¿Qué es la historia?, el profesor E. H. Carr habla de la causalidad última. Imagina el caso de un hombre que bebe un poco más de la cuenta, se pone al volante de un coche con frenos defectuosos, dobla una esquina con poca visibilidad y atropella a otro hombre que cruza la calle para comprar tabaco. ¿Quién es el responsable? ¿El hombre que tomó una copa de más, el perezoso revisor de los frenos, las autoridades locales que no arreglaron la curva peligrosa, o el fumador que decidió cruzar para satisfacer su mala costumbre? Así, ¿Mark Daily murió a causa de la chusma baazista y binladenista que pone las bombas donde puedan causar más daño? ¿O por la doctrina Rumsfeld, que enviaba a Irak menos soldados estadounidenses de los necesarios y con equipamiento inapropiado? ¿O por la administración de Bush, que creía que Irak sería fácilmente pacificado? ¿O por la anterior administración de Bush, que dejó a Sadam Husein en el poder en 1991 y pospuso fatalmente el momento de la verdad?
Esas preguntas pertinentes y amplias no pueden oscurecer, al menos para mí, el simple hecho de que Mark Daily se sentía moralmente comprometido. Lo descubrí en la historia de su vida y en sus textos conservados. De nuevo, no quiero idealizarlo, pero era el chico que no dejaba que intimidaran a sus compañeros en el colegio, que se alzaba en defensa de sus hermanos menores, que en una época fue vegetariano y miembro del Partido Verde porque no podía soportar la crueldad con los animales o con el medio ambiente, un estudiante que defendía en voz alta los derechos de los nativos americanos y que desafió a un neonazi de MySpace a un debate en internet en el que el contrincante aficionado a la esvástica terminó admitiendo que tenía que volver a pensar las cosas. Si da la impresión de que era algo empollón le hago una injusticia. Todo lo que escribía Mark estaba imbuido de un gran sentido del humor y espíritu de determinación. Aquí hay un extracto de su declaración «Por qué me enrolé»:
Cualquiera que me conociera antes de enrolarme sabe que soy bastante consciente de los argumentos contra la guerra en Irak y que a veces siento simpatía hacia ellos. Si piensas que una persona solo puede convertirse en voluntario para esta guerra por mera desesperación u obediencia ciega, considérame una excepción (aunque hay muchísimos como yo). […] Piensa que hay soldados de diecinueve años del Medio Oeste que nunca han estado en un campus universitario o en una protesta y han hecho más para defender la legitimidad universal del gobierno representativo y los derechos individuales al ponerse entre las filas de votantes iraquíes y los fanáticos religiosos homicidas.
Y aquí hay un extracto de una de sus últimas cartas a casa:
Estaba conversando con un kurdo en la ciudad de Dahok (a solas y completamente seguro), hablando de si los insurgentes podían o no considerarse «luchadores por la libertad» o «anticapitalistas equivocados». Negó con la cabeza cuando yo intentaba articular lo que solo puede describirse como una apología patética, me cortó y dijo: «La diferencia entre los insurgentes y los soldados estadounidenses está en que ellos cobran por tomar la vida —por asesinar—, mientras que vosotros cobráis por salvar vidas». Me miró de un modo que hizo que sintiera que miraba a través de mí, hacia toda la inseguridad moral que te infunde vivir en un país libre. «Simplificó demasiado» el asunto, o al menos eso es lo que habrían dicho los profesores de la universidad.
En sus otros correos electrónicos y cartas a casa, que la familia Daily me mostró muy amablemente, pedía «kits» para compartirlos con los iraquíes y decía: «No estoy seguro de que Irvine esté hermanada con otra ciudad, pero voy a ponerme en contacto personalmente con el alcalde y le pediré que extienda la mano a Dahok, que ha sido más que hospitalaria con este hijo nativo». (Me desgarró descubrir que había sacado esa idea conmovedora de un viejo artículo mío, donde lanzaba una propuesta para el hermanamiento de dos ciudades que no llegó a ninguna parte). En el análisis final, estaba bastante claro, Mark había decidido que Estados Unidos era una fuerza favorable al bien en el mundo, y que tenía un deber con respecto a la libertad de los demás. Estaba muy orgulloso de un vídeo en el que lo «coronaban» un grupo de oficiales iraquíes. Tengo una fotografía suya, descalzo y de pie y fumando satisfecho un puro, en un tejado de Mosul. No parece en absoluto un ocupante. Parece un amigo y defensor incondicional. En la fotografía está escrito: «Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones».
En su última carta manuscrita a casa, enviada el último día de 2006, Mark le contaba con modestia a su padre que había sido elegido para dirigir una sección de combate después de que un ataque con granadas hubiera matado a uno de sus soldados y hubiese dejado a su líder demasiado conmocionado para continuar. Aparentemente, se había mostrado lo bastante seguro por la radio en misiones anteriores como para que le dieran un puesto de mando tras un breve tiempo «en el país». Tal y como él dijo: «Felizmente ahora hago lo que me enseñaron a hacer, y cumplo una obligación que ha crecido durante años dentro de mí. Estoy en mi elemento… Y estoy eufórico». No tenía ninguna duda sobre el valor de su misión y era el tipo de soldado nato que marca la diferencia en cualquier guerra.
En la primera oportunidad que tuve, invité a su familia a comer en California. Acabamos pasando el día juntos. En cuanto llegaron, supe que había sido un error ponerme tan nervioso. Parecían demasiado buenos para ser reales: como la estampa del modo de vida americano. John Daily dirige proyectos aeroespaciales y su mujer, Linda, es audióloga. Su hija mayor, Christine, que espera su boda con entusiasmo, es profesora de biología en un instituto y la hermana menor, Nicole, va al instituto. Su hijo Eric es un joven brillante que está en el tercer año de universidad y tiene una sonrisa encantadora e irónica. Y estaba la viuda de Mark, una joven dolorosamente hermosa llamada Snejana («Janet») Hristova, hija de refugiados políticos búlgaros. Su nombre de pila puede significar «bola de nieve», y ese era el nombre que Mark usaba para ella en las cartas de intensa ternura que le mandaba desde Irak. Con tu permiso, no las compartiré, salvo este fragmento:
Una cosa que he aprendido sobre mí desde que estoy aquí es que todo lo que te dije sobre lo que quería para el mundo y lo que estoy dispuesto a hacer para alcanzarlo es cierto. […]
En realidad, mi deseo de «salvar el mundo» es solo una extensión de mi deseo de intentar hacer un mundo digno de ti.
Espero que concedas que, si eso es lo único que le queda, es algo más que nada.
Para entonces ya había adivinado que no era un fervoroso club republicano del condado de Orange. Estaba bastante claro que podrían haber vivido sin la guerra y habrían sido más felices si su hijo no se hubiera acercado a Irak. (El señor Daily me dijo que en su juventud se había planteado ir a Canadá si el reclutamiento de Vietnam lo reclamaba). Pero les había asombrado la calidez de la respuesta de sus vecinos y la solidaridad de los antiguos compañeros de armas: mil seiscientas personas habían asistido al funeral de Mark en Irvine. La esposa de un sargento le había escrito una carta a Linda y la había colgado el Día de la Madre en el MySpace de Janet, para decirle que su marido iba en el vehículo con el que Mark había insistido en cambiar posiciones. Tenía siete hijos que habrían perdido a su padre si hubiera ocurrido lo contrario, y se sentía terriblemente culpable y humildemente agradecida de que el heroísmo de Mark hubiera salvado a su marido. Imagina que estás en su lugar, si puedes, y quizá tengas una pista sobre el mundo en el que ahora viven los Daily: un mundo que alterna brusca y profundamente el dolor y el orgullo.
Cuando conducían hacia Fort Knox, Kentucky, poco antes de salir desde Fort Bliss, Texas, Mark le había dicho a su padre que tenía tres deseos si moría. Quería que sonaran gaitas en el funeral y que hubiera un velatorio irlandés. Quería que lo incinerasen y que sus cenizas se esparcieran en la playa de Neskowin, en Oregón, el escenario de los recuerdos más felices de sus vacaciones infantiles. Las primeras de esas dos condiciones ya se habían cumplido. Los Daily me abrumaron un poco cuando me pidieron que me sumara a ellos en la tercera. Así que en agosto me encontré en las dunas de una franja especialmente hermosa y remota de la costa de Oregón. El clan familiar estaba allí, incluidos los cuatro abuelos, y algunos amigos de la universidad de Mark y su mejor camarada del ejército, un impresionante nativo de Dakota del Sur llamado Matt Gross. Cuando el sol empezó a bajar tras un día dedicado a la reminiscencia y a la ingesta moderada de bebida, cogimos la bandera hecha jirones que había ondeado en la casa familiar desde que Mark había llegado a Irak y caminamos hacia su lugar favorito para ponerla. Todo el mundo debía decir unas palabras, pero, cuando John Daily sacó la primera palada de la urna y esparció las cenizas en la brisa, había algo tan inefablemente definitivo en su gesto que las lágrimas parecían tan naturales como la respiración y no estaba seguro de si podría seguir adelante. Mi idea era citar la última escena de Macbeth, que es el único pasaje que sé que puede aspirar a estar a la altura. El tirano y usurpador ha muerto, pero Ross tiene que decirle al viejo Siward que su hijo ha perecido en la lucha:
Señor, vuestro hijo pagó la deuda de un soldado;
vivió para llegar a ser hombre;
mas no bien hubo confirmado su valor
en el puesto en que luchó inconmovible,
murió como un hombre.
Como se trata de Shakespeare, el momento verdaderamente emocional y sobrio llega un instante después, cuando Ross añade:
No midáis vuestro dolor por su valía,
pues entonces sería infinito.[117]
Me quedé un poco acongojado después, pero todos los demás consiguieron hablar, a menudo leyendo poemas o sus propias composiciones, y, mientras el día declinaba con una llamarada gloriosa sobre el océano, pensé: Bueno, aquí rendimos los últimos honores a un guerrero y un héroe, y no hay aullidos histéricos ni gritos de venganza, ni insultos destinados al enemigo, ni disparos al aire o falsa histeria. En cambio, una familia honesta, valiente y modesta hace las cosas lo mejor que puede en la intimidad. Espero que ningún idiota confunda eso con la debilidad. Es, en cambio, una clase muy especial de fuerza. Si Estados Unidos produce espontáneamente jóvenes como Mark y ocasiones como esa, posee una seguridad nacional real, en vez de burocrática.
Pero Mark Daily no había terminado de mandarme mensajes desde la tumba. Se llevó una bolsa de libros a Irak, entre los que estaban The Crisis, de Thomas Paine; Guerra y paz; La rebelión de Atlas, de Ayn Rand (nadie es perfecto); Breve historia del tiempo, de Stephen Hawking; Why Courage Matters, de John McCain, y Rebelión en la granja y 1984, de George Orwell. Y un amigo de los Daily, al ver mi libro sobre Orwell en su estantería, les había dicho que su padre, el militante trotskista Harry David Milton, había sido «el estadounidense» que corrió a atender a Orwell cuando un francotirador fascista le disparó en el cuello. Eso parecía lindar con lo espeluznante. Orwell pensaba que la guerra civil española era una guerra justa, pero también llegó a comprender que era una guerra sucia, en la que esbirros y matones se apropiaban una buena causa, y en la que la traición y la miseria negaban el coraje y el sacrificio de quienes luchaban por principios. Como alguien que había defendido con fuerza la liberación de Irak —quizá con más fuerza de la que imaginaba en este caso—, me había sentido disgustado y asqueado por la degeneración de la lucha y las sórdidas noticias de corrupción y brutalidad (Mark Daily le había contado a su padre la consternación que le habían producido las horribles escenas de Abu Ghraib) y los políticos mezquinos que se pelean por la prevalencia mientras corre la sangre de jóvenes cuyas botas no son dignos de limpiar.
Me disgusta y me enfada más de lo que puedo decir, cuando releo las cartas y los poemas de Mark y veo que —como él hacía, por supuesto— era capaz de hallar mágicamente el elemento noble que había en todo eso, y de obtener más solaz e inspiración a partir de unas pocas frases pronunciadas por un kurdo que de todos los discursos insulsos que se han dado. Orwell tuvo una experiencia similar cuando encontró a un joven combatiente voluntario en Barcelona y se dio cuenta, con una mezcla de tristeza y escándalo, de que para ese joven todos los eslóganes viejos y cansados de libertad y justicia seguían siendo auténticos. Maldijo su propio cinismo y su desencanto cuando escribió:
Porque las palabras que yo balbucía
para él eran sagradas,
y él nació sabiendo lo que yo sabía
por libros y temporadas.
Sin embargo, tras algunos versos más sobre la mentira, la crueldad y la estupidez que acompañan la guerra, todavía era capaz de hacer justicia a ese joven valiente:
Pero lo que vi en tu cara
nada te lo quitará:
ninguna bomba del mundo resquebrajará
el espíritu del cristal.[118]
Que así sea, entonces, y que la muerte no esté orgullosa de haberse llevado a Mark Daily, a quien nunca conocí pero al que conoces un poco, y al que espero que eches de menos.