Todos los elementos esenciales de los tesoros artísticos de la humanidad pueden encontrarse en Nueva York.
CLAUDE LÉVI-STRAUSS
Las etapas a través de las cuales uno muda o se metamorfosea de una identidad a otra no siempre son evidentes mientras se pasa por ellas. Supongo que me despojé de algunas pieles y también adquirí unas capas. Durante años escribí una columna no política para el Times Literary Supplement de Londres, que titulaba «American Notes». Pero sentimentalmente ayudé a hospedar al personal de Neil Kinnock, cuando vino en su misión condenada al fracaso como penúltimo líder del «viejo» Partido Laborista, y, cuando efectué una declaración jurada para testificar ante el Congreso durante el proceso de impugnación de Bill Clinton, me pidieron que dijera mi nacionalidad y me descubrí diciendo que era un ciudadano de la Unión Europea. Esto encajaba aproximada pero cómodamente con la idea de que seguía siendo un internacionalista.
Podría haber seguido así más o menos indefinidamente, conservando mi pasaporte europeo pero también británico y mi fiable permiso de residencia, una tarjeta verde que por entonces era tan vieja que ya estaba azul, pero que contaba como platino porque era una de esas hermosuras que no incluían fecha de caducidad. Hacía tiempo que había dejado de observar —¿o quiero decir de preocuparme por ellas?— cosas como la obstinada creencia estadounidense en que el «té caliente» se hace con agua tibia o previamente hervida, en vez de agua hirviendo. Ahora daba por sentado que unos completos desconocidos mencionarían sus iglesias preferidas e incluso —al menos en Nueva York y California— a sus psiquiatras. Me había dado cuenta poco a poco de que, en los aviones o los bares, cuando los vecinos masculinos iniciaban una conversación y preguntaban por «los playoffs», no tenía que saber o interesarme por los deportes: solo era un intento del cromosoma Y para encontrar un comienzo, y uno podía pasar directamente al sexo o la política (o el silencio) si lo reconocía y eliminaba el tema que servía de enlace.
Hablando de aviones… un día de principios de septiembre de 2001 me levanté a una hora temprana una mañana que simplemente habría que describir como dorada y fresca, salí por los esplendorosos bosques otoñales de Virginia hacia el aeropuerto Dulles y embarqué en un vuelo hacia Seattle. Era uno de esos días en los que todo iba bien y Estados Unidos parecía de nuevo lleno de luz, espacio, libertad y buena fortuna: mi cambio en United me libró de la lista de espera y tomé un almuerzo abundante con un buen libro, deteniéndome de vez en cuando a observar la munificencia soberbiamente cultivada de la agricultura estadounidense, que contrastaba con grandes extensiones de páramos boscosos y montañosos. Además, iba de esa manera tan lujosa hacia el oeste para cobrar dinero por lanzar un ataque contra Henry Kissinger. Whitman College, en la localidad de Walla Walla en el estado de Washington, estaba asociado al difunto senador Henry «Scoop» Jackson, un hombre que, pese a su supuesto «conservadurismo», siempre había detestado la buena disposición que mostraba Kissinger para ajustarse a lo que convenía a Leonid Brézhnev y otros déspotas. Para completar mi día casi perfecto, el campus de Walla Walla era una delicia silvana, el cuerpo estudiantil inmaculado y receptivo, el club de la facultad sabía cómo ofrecer una buena cena, y yo tenía mi propia «exclusiva» con que contribuir. A la mañana siguiente, la familia de un general chileno asesinado recibiría licencia para iniciar acciones legales contra Henry Kissinger en un tribunal federal de Washington, D.C. La noticia iba a ser retransmitida en la BBC y saldría —lo sabía y lo podía revelar— en la primera página del Washington Post del día siguiente. Di un discurso que no estuvo mal, lo redondeé con esa noticia emocionante y recibí una ovación con el público en pie —había parte de la familia de Henry Jackson—, después de la cual concluí diciendo: «Así, camaradas y amigos, hermanos y hermanas, podremos decir que el día de mañana —11 de septiembre de 2001— será recordado como un día histórico en la lucha por los derechos humanos». Estreché muchas manos, besé algunas mejillas, firmé cierta cantidad de ejemplares de mi libro sobre Kissinger y me retiré (como dijo una vez lord Rochester, como si rompiera la costumbre de toda una vida) «pronto, sobrio y solo».
A la mañana siguiente muy temprano mi mujer, Carol, me hacía descolgar el teléfono antes de que pudiera apreciar el dato. Desde la Costa Este, tenía una ventaja de tres horas. «Si enciendes la tele —dijo con una parquedad y economía que no me son desconocidas—, verás que el juicio por crímenes de guerra a Henry Kissinger ha sido aplazado». Encontré un aparato de control remoto, que me ofreció el canal del tiempo, como siempre hacen esas cosas, pero incluso el canal del tiempo daba la noticia «de última hora».
De última hora, breaking, era bastante adecuado. Me sentí desgarrado por dentro a medida que me veía obligado a ver —así es como me sentía, como si me hubieran hecho observar una tortura o una ejecución— las escenas que no necesito describirte. O quizá perdones una excepción. Cuando vi que la primera de las torres empezaba a disolverse y a perder su forma y sus contornos, me alertó de lo inminente el abrupto encogimiento y combado de la gran antena del tejado. Solo puedo expresarlo diciendo que, súbita y abrumadoramente, me vi impulsado por la piedad. Sé que esto es una falacia patética y me atrevo a decir que lo sabía entonces, pero se parecía a observar los silenciosos momentos finales de un elefante moribundo, o de una ballena agonizante. En todo caso, la siguiente emoción que sentí fue una carga de protección, como si algo vulnerable requiriese mi socorro. ¿Vulnerable? ¿El monstruo gigantesco en el corazón de un imperio a menudo cruel? Bueno, sí, a riesgo de avergonzarme. Y mis sentimientos de protección fueron convocados y alistados con mayor intensidad cuando, en ese perfecto día de septiembre, el extremo sur de Manhattan quedaba envuelto en una nube ondulada e hirviente de polución que oscurecía el sol. Y esa polución contenía los restos pulverizados de muchas criaturas como yo. En un artículo que escribí aún embargado por esos sentimientos señalé que era como si Charles Manson se hubiera convertido en dios por un día.
Había más mansonismo en la reserva. Mi ciudad también estaba siendo atacada. La siguiente vez que llamó Carol, no fue tan irónica e indiferente. El Departamento de Defensa estaba en llamas. No podía cruzar la ciudad para recoger a nuestra hija, a la que acababan de dejar en el colegio. El caos era oficial. Hubo informes histéricos y falsos que hablaban de explosiones cerca de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. Los maravillosos espacios y distancias de América parecen menos magníficos cuando un marido y padre está en el lado equivocado de la divisoria continental y no puede hacer nada. Al parecer, si no hubiera sido por la valiente actuación de los pasajeros del vuelo 93 de United, y por el tradicional retraso del control de tráfico aéreo del aeropuerto de Newark, que dio a esos héroes y heroínas un margen de tiempo, otro avión habría volado por el cielo azul de ese día, pasando justo detrás de las cabezas repeinadas de los presentadores de televisión, para estrellarse en una hermosa bola roja, amarilla y negra contra la cúpula del Capitolio.
Desde una edad temprana, había soñado con Manhattan y la había identificado con la amplitud de mente, la libertad y las oportunidades. Ahora parecía que había otros que, desde el otro lado del mar, también habían fantaseado con mi ciudad añorada. Pero fantaseaban con herirla, mutilarla, desfigurarla y derribarla. «Pues que caiga», como dice el primer asesino de Macbeth, expresando en tres palabras la mentalidad del nihilismo y el resentimiento. Antes de que terminara ese día, había violado deliberadamente la regla de que no hay que dejar que el sol se pose en la ira, y había hecho una especie de juramento que me conminaba a permanecer fríamente furioso hasta que esas fuerzas odiosas rindieran las cuentas más estrictas e inmisericordes.
¿Y qué había de mi otra ciudad adoptiva? Cuántas veces me había reído o incluso había desdeñado Washington, diciendo en unas ocasiones (repitiendo a un amigo inteligente) que era el barrio más agradable de Nueva York, y en otras burlándome de ella por ser «provinciana» o un «pueblo fabril». ¿Debería albergar sentimientos protectores hacia ese otro monstruo, el Pentágono? Bueno, una agradable conocida, una resuelta dama republicana llamada Barbara Olson, había volado hasta estrellarse contra sus muros exteriores. Logró contactar con su marido por teléfono móvil para decirle que la habían secuestrado, y a él le correspondió la tarea de decirle que estaba equivocada. No la habían secuestrado. No iba a haber ninguna «demanda». Iba a ser asesinada para que otros murieran también. Cuando intentaba pensar en su reacción, chocaba con una barrera que mi imaginación no lograba franquear. Además, cuando has visto el Pentágono todavía ardiendo al otro lado del río, desde el tejado del edificio de tu apartamento, puedes sufrir un abrupto cambio de perspectiva que matiza cualquier nostalgia por los «ejércitos de la noche» de Norman Mailer o el quijotesco esfuerzo de Allen Ginsberg, que quiso hacer que el edificio levitara. En su libro The Company of Critics, el intelectual socialdemócrata Michael Walzer dice que la mayoría de sus amigos y colegas solo han ido a Washington a protestar. Esa idea sobre la mentalidad de los intelectuales estadounidenses volvería a mí a medida que avanzaban los días, pero entretanto mis sentimientos hacia la ciudad se habían vuelto claramente más tiernos, y empecé a valorar más lo que me había acostumbrado a dar por sentado: los espacios abiertos y verdes, los vínculos de amigos y contactos, los maravillosos museos, galerías y salas de conciertos, los dos teatros de Shakespeare, y la forma en que uno podía caminar hasta la verja de la Casa Blanca. Y entonces llegó otro miasma ponzoñoso, esta vez en forma de esporas de ántrax metidas en sobres. Un popular cartero de nuestra ruta fue una de las víctimas, y se cerró temporalmente nuestro buzón. Es el tipo de fenómeno que produce paranoia, odio y miedo, pero sobre todo me sorprendió, a lo largo de ese mes, la calma y la dignidad con que los neoyorquinos y washingtonianos se comportaron. De vez en cuando, algún funcionario nervioso emitía un llamamiento para que la gente no lanzara ataques arbitrarios sobre tiendas de árabes o mezquitas locales; esos llamamientos me irritaban por superfluos y paternalistas. Había algunos imbéciles abyectos de zonas pueblerinas y alejadas que reunían el coraje necesario para atacar a cualquiera que llevara un turbante —normalmente se las arreglaban para elegir a sijs o tibetanos—, pero no era algo que destacara en las estadísticas policiales.
Dos cosas empezaron a pugnar por prevalecer en mi cabeza. Al principio, tenía miedo a una unanimidad orgiástica y de banderas, en la que la prensa y los medios de comunicación se congelarían en una masa acrítica, como si todos «nosotros» viviéramos en un consenso de partido único. Pero después un encuentro casual cristalizó un miedo bastante distinto. Todavía estaba atrapado en Whitman College, esperando que volvieran a abrirse los aeropuertos, y fui a una tienda para comprar algunas cosas para pasar la noche. Se me acercó una joven que había estado en mi conferencia sobre Kissinger, y charlamos brevemente sobre eso antes de pasar a la lógica ineludible: «¿Sabe lo que dicen mis amigos? —preguntó—. Dicen que quien siembra vientos recoge tempestades».
Siempre me ha desagradado esa expresión un tanto fatua y pueblerina, y ahora ese desagrado se infló con una fuerza casi marina. (¿Qué diablos era eso de «siembra»? Pensándolo bien, ¿qué era eso de «vientos»? Y, por el amor de dios, ¿qué tipo de «tempestades»?). Y de pronto pude visualizar, con una terrible y nauseabunda certeza, que ese sería el comentario de Noam Chomsky y sus compañeros de pensamiento los días siguientes. Ese descubrimiento me ayudó de forma considerable a poner en orden los debates discrepantes e incluso discordantes que tenían lugar en mi interior, y pronto me senté a escribir mi columna habitual para The Nation. La titulé «Contra la racionalización». No pretendía que me dijeran, contaba, que la gente de Estados Unidos —que incluía a quienes trabajaban en el Pentágono del mismo modo que aquellos, ciudadanos y no ciudadanos, inmolados en Manhattan— en cierto sentido merecía eso o se lo había buscado. También intenté darle un nombre a la barbarie amarga, medieval y obsesionada por la muerte que se había desenmascarado abiertamente. Era, dije, «el fascismo con rostro islámico». Intentaba tomar la frase de Alexander Dubcek, que decía que Checoslovaquia adoptaba «el socialismo con rostro humano», y también hacerme eco de la posterior reformulación irónica de Susan Sontag, tras el golpe militar en Polonia, de la idea de que el comunismo degeneraba en un «fascismo con un rostro humano». Obviamente, es un concepto demasiado amplio como para utilizarlo cada vez, y a veces se me da el «crédito» de acuñar el insatisfactorio término de «islamofascismo».
De todos modos, no tuve que esperar mucho para que se confirmaran mis peores temores sobre la izquierda. Comparando el uso por parte de al-Qaeda de aviones secuestrados con el empleo, sin duda atroz, de misiles de crucero (que al menos en apariencia se dirigían contra objetivos de al-Qaeda) por parte del presidente Clinton contra Sudán tres años antes, Noam Chomsky juzgó el equilibrio moral aproximadamente igualado; quizá Estados Unidos tenía una ligera desventaja. También escribió que las potenciales víctimas civiles de un contraataque estadounidense en Afganistán equivalían a «un genocidio silencioso». A medida que pasaba el tiempo, me había vuelto cada vez más consciente de que existía una gran división entre Noam y yo. Aunque los dos éramos muy críticos con la política exterior estadounidense, la diferencia se reducía a esto. Considerando que casi todo lo que había ocurrido desde Colón era una continua sucesión de genocidios y expolios de tierras, él no creía que, para empezar, Estados Unidos fuese una buena idea. Mientras que yo había llegado a apreciar poco a poco que sin duda lo era, y me sentía cada vez menos tímido a la hora de decirlo. Empezamos un duelo, en buena parte ejecutado en el ciberespacio, en el que comencé señalando la diferencia entre misiles de crucero sin tripular y atestados aviones civiles lanzados contra edificios densamente poblados. Más o menos seguimos desde ahí.
Gore Vidal tampoco podía esperar a pasarse por los barrios bajos. Aprovechó la primera oportunidad para argumentar que, aunque no se había demostrado que Osama bin Laden hubiera sido el genio maligno de los atentados, en ningún caso era demasiado pronto para alegar que la administración de Bush había desempeñado un papel oculto en ellos. O al menos, si no había instigado el asalto (¡como Roosevelt en Pearl Harbor!), lo había visto venir y le había dado la bienvenida como pretexto para aumentar el presupuesto de Defensa y apoderarse de los yacimientos petrolíferos del sur del Cáucaso. Sus artículos incluían citas a medio cocinar de los paranoicos más funestos e ignorantes. Evidentemente, el presidente Bush conocía de antemano el pirateo aéreo y había aprovechado la oportunidad de parecer un analfabeto cobarde y pálido en la televisión mundial. El viejo antagonista de Vidal, Norman Mailer, estaba en general de acuerdo con él, y alegó garbosamente que la guerra infinita era la única forma de vindicar la caída virilidad del hombre blanco estadounidense tradicional. Así mostró la intelligentsia del país, y una parte del universo mental de The New York Review of Books, su disposición ante una crisis. Pensé que debía decir unas palabras sobre la fortaleza que manifestaba el resto de la sociedad.
Tenía otro motivo que quizá ahora me resulte más claro que entonces. No podía soportar la idea de que cualquier cosa que hubiera escrito o dicho hubiese contribuido a ese estado de cinismo y derrotismo, por no hablar de imbecilidad moral, de la izquierda. No quería que esa joven de Whitman College perdiera el tiempo sacando conclusiones facilonas y masoquistas. Había dicho todo lo que podía sobre la política estadounidense en Sudáfrica y Chile (Salvador Allende había sido derrocado y asesinado un 11 de septiembre, veintiocho años atrás), pero, como pregunté a un público de Georgetown en un debate posterior con Tariq Ali, ¿alguien podía imaginar a Mándela o Allende ordenando a sus seguidores que usaran aviones civiles para matar a más civiles? Cualquier comparación de ese tipo, o cualquier extensión de ella hasta Vietnam, era —aparte de cualquier otra cosa— vilmente insultante hacia las causas y luchas con la que se comparaba.
Fui a Nueva York tan pronto como pude, y conseguí que mis editores me mandaran a la frontera de Pakistán, Afganistán y Cachemira en cuanto fue posible. En Manhattan era terrible, y al mismo tiempo resultaba una confirmación, que mi poeta favorito se hubiera convertido en el laureado oficioso del momento. Por un acuerdo tácito, «1 de septiembre de 1939» había sido enviado por internet, y se encontraba pegado o grapado en las superficies públicas de la ciudad. Sus dos versos de temprana advertencia, «El innombrable olor de la muerte / ofende la noche de septiembre», empezaban a materializarse, especialmente cuando uno avanzaba hacia el sur, más abajo de Union Square y empezaba a sentir que las fosas nasales se dilataban con el miasma. (Desde entonces, la hermosa coincidencia de las palabras fall y Nueva York tiene un desdichado doble significado para mí.)[95] Llegué muy cerca de la Zona Cero e inmediatamente tuve que llevar a lavar toda mi ropa. Hablé en mi clase de la New School for Social Research —que en parte se había fundado para acoger a los refugiados del fascismo—, donde varias de nuestras residencias del centro se habían convertido en refugios. Los padres de algunos alumnos les habían pedido que dejaran la ciudad atacada y volvieran a casa. Les dije que nunca se lo perdonarían si abandonaban Nueva York en ese momento. Vi los improvisados anuncios fotográficos de los «desaparecidos» pegados a las paredes y los escaparates del centro, en todos los idiomas, desde el español al armenio, y de nuevo oí el eco de las víctimas de los escuadrones de la muerte. Vi el despertar de un nuevo respeto por la figura casi eclipsada del proletario estadounidense, que se dejaba la piel en la basura y la carnicería del centro mientras los elementos más refinados se retorcían las manos. Qué oportunidad perdía la izquierda, y qué izquierda sobrealimentada y sin agallas era. «En este aire neutral», había escrito Auden en 1939, en vísperas de la destrucción, desde la atalaya de su taburete en la calle Cincuenta y dos,
donde los rascacielos ciegos se sirven
de toda su altura para proclamar
la fuerza del Hombre Colectivo,
cada lenguaje derrama su vana excusa competitiva.[96]
Mientras comenzaban los gemidos y las excusas, los versos de Auden renacían y volvían a circular, como para subrayar que, aunque los grandes edificios de Nueva York pueden ser «capitalistas», también representan un triunfo de la confianza, la innovación y el ingenio por parte de los trabajadores que tan orgullosamente lucharon por construirlos. Para mí había un contraste angosto pero profundo entre esa ética y el sabor a «Strawberry Fields» o «Candle in the Wind» de las vigilias del centro. Había algo más de la «Década del Diablo» en los años treinta que empezaba a recordar y pronto volvió a mí. Al recordar los últimos momentos del Titanic, George Orwell había escrito que:
En toda la lista de horrores el que más me impresionó fue que al final el Titanic se puso de pronto en pie y se hundió la proa, de modo que la gente que se colgaba de la popa se levantó no menos de noventa metros en el aire antes de hundirse en el abismo. Me produjo una sensación de encogimiento en el vientre que todavía puedo notar. Nada de lo que ocurrió en la [Primera] Guerra Mundial me produjo esa sensación.
«Mire, profesor —contó el New York Times que había gritado un niño cuando las Torres Gemelas se convertían en piras—, los pájaros están ardiendo». Era una racionalización infantil y dulce de una visión infrecuente: seres humanos que habían dudado demasiado tiempo entre las alternativas de saltar al vacío o quemarse, y que saltaban y ardían, y desde mucho más de noventa metros de altura. Nada de lo que he visto después, incluyendo Abu Ghraib, Guantánamo y los varios sucesos en Afganistán e Irak, ha borrado esas imágenes iniciales de la profunda y enferma relación entre el asesinato y el suicidio, o de los rostros lupinos de los que se deleitaban con el horror. Acabo de mirar la pequeña pieza que escribí para mis editores de Vanity Fair (que titularon «Por sueños patriotas») y veo que terminé así, con otra estrofa de cierre de Auden y unas torpes líneas mías:
Indefenso bajo la noche
nuestro mundo yace estupefacto;
aun así, irónicos puntos de luz
destellan…
No estoy muy seguro de «indefenso». Algunos de nosotros prometerán defenderlo, o ayudar a los defensores. Por lo que respecta a los puntos de luz, imaginen el rasgo de genio que hizo que Auden los calificara de «irónicos». Solo una persona extremadamente estúpida podría confundir esto con la debilidad o el sentimentalismo. ¿Debo sacar los papeles de la ciudadanía? Pregunta equivocada. En todos los aspectos esenciales, ya lo he hecho.
El difunto Stephen Jay Gould me honró al incluir ese ensayo en una antología que editó antes de su muerte lamentablemente temprana y escribió para presentarlo: «Me encantó la yuxtaposición de los artículos de David Halberstam y Christopher Hitchens, el primero un veterano neoyorquino que utilizó el 11-S para encontrar un tipo de paz que no había hallado en su vida, el segundo un inglés que empleó el mismo acontecimiento para conformarse tras décadas de lucha». Aunque me sentía halagado por que me hubiera elegido tan ilustre educador y divulgador (el discreto marxismo de Gould todavía era imposible de soslayar en sus grandes obras sobre biología evolutiva), descubrí que no me gustaba mucho la idea de que empezaba a «conformarme» o a colgar los guantes, o en cualquier sentido enfriarme. La verdad, todo un nuevo terreno de lucha se había abierto frente a mí. También me daba cuenta de otra cosa, que era el título de ese ensayo de Orwell de 1940, escrito solo unos meses después del poema de Auden, que había buscado por su referencia al Titanic. Se titulaba «My Country Right or Left». Lo reformulé un poco para decirme, sobre Estados Unidos: «Mi país, después de todo».
Todavía me limitaba a ofrecer una generosidad general sin pagar el precio completo del billete. Aún no habían ocurrido dos cosas. La fantástica y gigantesca campaña de calumnias y difamación internacional a Estados Unidos todavía no había comenzado, y el debate sobre el despliegue de sus hijos e hijas a las fronteras todavía no había empezado a cobrar la forma que asumió más tarde.
Solo con un esfuerzo consciente puede uno recordar el supuesto momento de solidaridad internacional proestadounidense que siguió al asalto del 11 de septiembre. Había vigilias y velas, editoriales solemnes y sonoros pronunciamientos. El presidente Bush (que había huido y desaparecido el día de los sucesos) hizo todo lo que pudo para enturbiar las aguas diciendo que era un asunto de «Amurrka» contra «los terristas» (a veces casi parecía decir «turistas») y no aparentaba reconocer, ni siquiera estar al corriente, el enorme número de ciudadanos no estadounidenses que habían perecido en el centro de Nueva York. Pero incluso sin esa torpeza por su parte, creo que la propaganda venenosa habría seguido llegando. En unos días, la mentira vil e histérica que aseguraba que todos los judíos habían abandonado el World Trade Center justo a tiempo de evitar el ataque había infectado el mundo musulmán. En el Festival de Cine de Nueva York, que se celebró cuando la parte baja de Manhattan seguía expulsando humos que desprendían un olor maligno, debatí con Oliver Stone, que expresó la alegre opinión de que el «levantamiento» que se había producido en la parte baja de la ciudad no tardaría en enlazar con un movimiento antiglobalización generalizado. A continuación estaba mi revista The Nation, cuya división editorial compró una traducción apresurada de un desquiciado best seller francés que alegaba que el Pentágono no había recibido el impacto del avión civil que llevaba dentro a mi amiga Barbara, sino de un misil de crucero que había disparado la administración de Bush. Los repugnantes «reverendos» Pat Robertson y Jerry Falwell también estaban disponibles para declarar que Estados Unidos merecía la devastación, a causa de su tolerancia de la desviación sexual. Era un caso inédito, que ofrecía una visión clara de los peores enemigos de uno: los monstruos clericales e intolerantes de todas las confesiones y la vieja derecha aislacionista de Charles Lindbergh, que a veces se disfrazaba de una versión cursi y campechana de la «izquierda» conspiratoria del Grassy Knoll.
Asumí la tarea de defender mi patria de adopción de ese tipo de insultos y calumnias, cuyo esputo se preparaba entre risas mientras los funerales y las conmemoraciones progresaban tranquilamente. Salman Rushdie, Ian McEwan y Martin Amis escribieron artículos excelentes en los que manifestaban el apoyo de no estadounidenses hacia Estados Unidos frente a ese desvergonzado culto de la muerte. Norman Mailer, John Updike e incluso Susan Sontag —por no mencionar a Noam Chomsky— parecían petrificados ante el miedo de ser descubiertos en el mismo lado que un presidente republicano, y a menudo se contentaban con comentarios manidos y poco serios sobre la cultura machista estadounidense o el estilo de vaquero de Bush. Casi todos los círculos educados parecían de acuerdo en que, aunque se pudiera matar o capturar a Osama bin Laden, eso solo significaría que surgirían otros en su lugar (y eso si se creía, a diferencia de Gore Vidal o Michael Moore, con quien también debatiría más tarde sobre el asunto, que era el culpable).
Decidí aventurarme de nuevo en el epicentro de la yihad y escribí un ensayo —«On the Frontier of Apocalypse» («En la frontera del apocalipsis»)— donde decía que el país problemático no era tanto Afganistán como Pakistán: nuestro más antiguo aliado regional y el modelo en funciones para una «república islámica» fallida y con armas nucleares. Todavía estoy bastante orgulloso de ese artículo. También empecé a oír más comentarios de mis amigos iraquíes y kurdos sobre la forma descabellada y amenazante que tenía el régimen de Sadam Husein de celebrar e incluso elogiar los ataques del 11-S. La retórica baazista era a menudo demencial, como yo sabía bien, pero eso ocurría en un momento en que incluso los círculos iraníes y saudíes intentaban parecer y sonar compasivos. En medio de ese caos en las distintas fronteras, cada vez pensaba más: gracias a los poderes que sean por el poder de los Estados Unidos de América. Sin esa fuerza de reserva, la mera masa de su arsenal, en combinación con las innovadoras maniobras de sus fuerzas especiales, los tiranos y la chusma del mundo poseerían una inmerecida sensación de impunidad. De hecho, los talibanes huían lejos de la gente que celebraba el fin de una larga opresión y al-Qaeda aprendía lo que significaba recibir un gran número de bajas, y no solo provocarlo. Yo no estaba en contra de eso.
Puedo identificar el momento en que decidí saltar la valla y admitir que tenía la sensación de haber estado engañando a la hora de cumplir con mi deber. Me entusiasmaba más la respuesta exterior de la administración que sus crudas y precipitadas medidas interiores, y decía a un público regocijado que, mientras el fiscal general John Ashcroft pudiera encarcelar sin juicio al propietario de un permiso de residencia, me parecía que no debía dejar pasar esa oportunidad. Pero la atmósfera era cada vez menos frívola, especialmente cuando Estados Unidos empezó a pedir a las Naciones Unidas que cumpliera sus resoluciones sobre Irak y el terrorismo. Una noche volvía de un debate en televisión y hablaba con el conductor bosnio musulmán, que creía que la intervención militar estadounidense había rescatado su país del desmembramiento y el genocidio. «¿Es ciudadano?», me preguntó. Di una respuesta contemporizadora. «Debería seguir: Estados Unidos nos necesita». Para subrayarlo, me dio el nombre de un buen abogado especialista en inmigración. En un par de días llamé al número, y me saludó una voz de mujer que era tan irlandesa como un largo día de verano. Le di mi nombre. «¿Y es usted el que escribió ese libro sobre la madre Teresa?». Calculando las posibilidades de que ese tono irlandés enlazara con una infancia católica, confirmé que así era y me preparé para llamar a otro abogado.
«En ese caso dijo ese encanto sin cuerpo—, esta empresa estará encantada de aceptar su caso gratis, sin ningún tipo de cargo». No está mal, pensé: una pura coincidencia entre un musulmán bosnio laico y una hiberniana anticlerical. Solo en América… Cuando me pasé por la oficina me pareció reconocer a la dama, pero no podía «situarla», y me preguntó que, si alguna vez había estado en el viejo salón Class Reunión, junto a la Casa Blanca, había trabajado allí de camarera. Era la explicación verdadera, pero a esas alturas yo empezaba a pensar que la calidez y cordialidad de Estados Unidos empezaban a ser un poco exageradas.
Eso era prematuro. La burocracia estadounidense compensó con creces y rápidamente cualquier espejismo inmigrante y optimista. Nihil humanum a me alienum puto, dijo el poeta latino Terencio: «Nada humano me es ajeno». El eslogan del viejo Servicio de Inmigración y Naturalización podría haber sido al revés: «Para nosotros, ningún ajeno es humano». Cuando lo metieron —junto a la Oficina de Alcohol, Armas de Fuego y Tabaco, el único departamento de Estado que esperé dirigir— en el vasto espacio interior del Departamento de Seguridad Nacional, el superministerio resultante era más parecido a la Oficina de la Interlocución que a una burocracia reformada. Mi amigo canadiense David Frum, que trabajaba en la Casa Blanca y echó una mano a la hora de escribir el famoso discurso sobre el «eje del mal», había perdido sus papeles personales cuando solicitó convertirse en estadounidense. Ian McEwan fue puesto bajo arresto menor y recibió un sello imborrable de «entrada denegada» cuando intentaba cruzar desde Vancouver a Seattle para una gran lectura pública: le habría servido de poco alegar que la primera dama le había invitado a comer hacía poco. Un profesor musulmán amigo mío, residente permanente desde hacía décadas, fue detenido e interrogado: «¿Es usted sunní?». Ante la respuesta afirmativa, se le preguntó: «¿Por qué no es shií?». (No es algo que se pregunte a los musulmanes todos los días, y la cuestión requiere una gran cantidad de tiempo de reflexión: un intervalo para el que el funcionario que preguntaba no tenía paciencia).
Me dijeron innumerables veces, o se me aseguraba sin que lo preguntara, que volvería a oír del mundo funcionarial en «noventa días». No sentía ninguna prisa especial, pero chirrió cuando pasaron noventa días. Llegaban cartas de oficinas de Vermont y requerían que se devolvieran a oficinas de estados lejanos a la frontera canadiense. Finalmente me citaron para una entrevista en Virginia. Habría un examen, me dijeron, sobre ley e historia de Estados Unidos. Para facilitar las cosas, enviaban una serie de preguntas de prueba. Al mirarlas por encima me di cuenta de que no funcionaría intentar ser inteligente, y no digamos gracioso. Por ejemplo, ante la pregunta: «¿Contra quién luchamos en la revolución de 1776?» estaría bien, aunque fuera incorrecto, decir «los británicos», y mal, aunque fuera correcto, decir «la monarquía usurpadora de Hannover». Algunas de las preguntas y respuestas me parecían irrisorias: «Nombre un beneficio de ser un ciudadano de Estados Unidos». Y la réplica impresa era: «Obtener trabajos en el gobierno federal, viajar con pasaporte estadounidense o pedir que familiares cercanos vengan a vivir a Estados Unidos». Era bastante pobre y poco imaginativo, y tenía un tono algo clientelista. P: «¿Qué hizo la Proclamación de la Emancipación». R: «Liberó a los esclavos». No: eso tuvo que esperar hasta la Decimotercera Enmienda, el primer documento estadounidense que cita la palabra «esclavitud» (y que el estado de Mississippi no ratificó hasta 1995).
Después de haber tenido que acudir a una citación completamente distinta en lo más profundo de Maryland con el único objeto de que me tomaran las huellas dactilares, me quedé despierto la noche anterior a lo de Virginia, y decidí leer despacio la Constitución. No me ponía nervioso suspender. Tenía ganas de releerla. En la historia de la humanidad hay muy pocos documentos valiosos que son o fueron producto de un comité. Supongo que la versión del rey Jacobo, o autorizada, de la Biblia es la mejor. A continuación —y por supuesto son mucho más breves y bastante menos monárquicos y tiránicos— creo que la Declaración de Independencia de Estados Unidos y el preámbulo de la Constitución de Estados Unidos figuran en posiciones extraordinariamente altas. Bebía vino despacio y dejaba que la madrugada avanzara mientras leía; consulté la jurisprudencia en el gran volumen de referencia de los profesores Lockhart, Kamisar y Choper. Estudiar las enmiendas —la Carta de Derechos y las cláusulas posteriores— es leer la historia de Estados Unidos en miniatura. Ahí estaban todas las medidas que consagraban la diferencia entre los nuevos Estados Unidos de las prácticas corruptas y arbitrarias de los usurpadores hannoverianos: enmiendas que abolían la Iglesia establecida, postulaban un pueblo armado, se oponían al alojamiento de los soldados a costa de los civiles, limitaban los registros de personas y propiedad, y en general ponían frenos y fronteras al poder del Estado. Uno tenía que admirar la falta de ambigüedad de su escritura. «Con respecto a la adopción de la religión —decía la Primera Enmienda, que se basaba en el Estatuto para la Libertad Religiosa de Virginia, de Jefferson y Madison—, el Congreso no hará ley alguna». Poco espacio para moverse: ninguna grieta por la que luego pudiera pasar un coche de caballos. Para desgracia de los defensores del «control de armas», la Segunda Enmienda parece consagrar un «derecho del pueblo a poseer y portar armas», al margen de que sean o no miembros de la milicia. (La estructura de la frase recuerda al ablativo absoluto). Y la Octava Enmienda, que prohíbe «los castigos crueles e inusuales», es poco cómoda para quienes, como yo, querríamos que esa definición se extendiera hasta la pena de muerte. Si los Padres Fundadores hubieran querido prohibir la pena capital (como, por ejemplo, la Constitución del estado de Michigan hace explícitamente), lo habrían dicho con claridad.
Las palabras menos claras son probablemente las de la Proclamación de la Emancipación, que demuestra que Abraham Lincoln no vivió en balde sus años como abogado rural y pedante retórico. Pero, al establecer la diferencia entre una medida de victoria de guerra y una medida liberadora, alcanzó la magnificencia y demostró a quienes se habían separado de la protección de ese documento la locura y la maldad que había en lo que habían hecho. Haber permanecido recto como una vela y duro como una piedra durante cuatro años y haber insistido cada día, a menudo contra la Opinión de sus propios generales, en que el texto de la Constitución de Estados Unidos todavía regía en los condados más minúsculos de la parte más remota de la indisoluble y sobre todo no disuelta Unión: es casi perdonable que la gente la confunda con la Decimotercera Enmienda, porque cuando estudias el momento realmente oyes el sonido de «una trompeta que nunca tocará retirada» y entiendes por qué dijo Hegel que la historia era el progreso de la conciencia de la libertad.
Avanzando de manera menos dramática y dolorosa, entre 1865 y 1870 llegan las enmiendas prosaicas e involuntarias que acaban con la servidumbre involuntaria y con el racismo en el sufragio. La elección directa de los senadores llega en 1913. Un paso adelante, un paso atrás: 1919 ve la Prohibición, pero solo un año después la Decimonovena Enmienda extiende el sufragio a las mujeres. La Vigésima Segunda Enmienda, que limita a dos las legislaturas presidenciales, refleja el rencor de un Congreso Republicano por las tres palizas que dio al partido Franklin Delano Roosevelt. Las cosas se tranquilizan un poco hasta que en 1964 se suprime el impuesto electoral como prueba de la elegibilidad para el voto, y en las palabras concisas de esa garantía constitucional uno encuentra todo el espíritu destilado de «Shuttlesworth versus Ciudad de Birmingham» (que releí entonces, maravillándome de nuevo ante el coraje de los veintidós pobres parroquianos dirigidos por el reverendo Shuttlesworth ese Viernes Santo, que no sabían que su iglesia sería pronto dinamitada) y otros casos históricos como mi favorito, «Loving versus Virginia», que en 1967 derogó la ley que prohibía los matrimonios «mixtos». Supongo que la Vigésima Sexta Enmienda, que estableció la edad de voto en dieciocho años en 1971, es la forma en la que mi «generación» se ha grabado en esa gran lápida de la libertad bajo la ley.
El día siguiente era el Día de la Bestia (el 6 de junio de 2006, o 6/6/06) y eso parecía lo suficientemente auspicioso mientras salía hacia el condado de Fairfax y me paraba junto a la autopista que lleva el nombre de Robert E. Lee. En la sala de espera, bajo los retratos de George W. Bush y el director de Seguridad Nacional Michael Chertoff, se sentaba el tipo de electorado arcoíris que me había acostumbrado a ver en las distintas etapas de mi solicitud. Una mujer de Barbados me reconoció porque me había visto en la tele y me preguntó tímidamente si sabía cuándo podría conseguir un pasaporte, puesto que necesitaba viajar. Charlamos sobre el hecho de que nuestros dos países tuvieran la misma reina. Maridos y mujeres se examinaban unos a otros con cuestionarios de prueba. Había algunos juguetes básicos en el suelo para los muchos niños que había que llevar. Por alguna razón estaba prohibido usar el teléfono móvil. Cogí un folleto que explicaba algunos procedimientos de la naturalización, incluidos los póstumos para el personal militar que hubiera muerto antes de conseguir la ciudadanía. (Eso les había ocurrido a muchos soldados hispanos en Irak y Afganistán, aunque normalmente la garantía de la ciudadanía había sido automática y con efecto retroactivo para esos hombres y mujeres y para sus familias). Finalmente, la señora López estaba preparada para mí.
Las preguntas no llevaron mucho tiempo: puedo jactarme de haber obtenido la máxima nota en el examen sobre la historia y la Constitución. Decidí no presumir: cuando me preguntaron quién dijo «¡Dadme la libertad o dadme la muerte!», contesté «Patrick Henry», aunque sospecho poderosamente, y lo he escrito, que la frase viene de la obra de Addison Catón, que era sumamente popular entre el público estadounidense de la época de la Revolución. Después había algunos cabos sueltos: había hecho una lista de todas las organizaciones políticas a las que había pertenecido, incluido el reciente Comité para la Liberación de Irak. Cuando me preguntó, dije que técnicamente ya no era miembro, puesto que el Comité había sido cerrado. «Supongo —respondió prosaica la señora López— que no es necesario, ahora que Irak ha sido liberado». Deseé compartir su seguridad.
Dejó la sala y volvió. «¡Enhorabuena! —dijo. Me incorporé para estrecharle la mano—. Ha aprobado el examen. Pero desgraciadamente hoy no puedo darle la bienvenida como ciudadano. Se le notificará a su debido tiempo por correo». No hubo ninguna explicación para esa decepción. Fue un momento de trivialidad y anticlímax; una pobre continuación de mi ensoñación envuelta en humo y vino sobre la grandeza estadounidense de la noche anterior. ¿Podía soportar otro absurdo retraso de noventa días, que quizá se extendiera de nuevo aunque expirase? Sí, en realidad podía, si hacía falta, pero ¿qué pasaba con la señora de Barbados que había empezado el día tan llena de expectativas estadounidenses?
No muchas noches después me encontré con Michael Chertoff, director del Departamento de Seguridad Nacional, en una recepción en la embajada de Kuwait. (Solo es un detalle, pero en 1990 Sadam Husein reclamó todas las embajadas de Kuwait como propiedad personal, parte de la anexión del país, así que siempre sentía un leve escalofrío cuando estaba en suelo kuwaití). Cuando nos presentaron, dijo que había oído en algún sitio que iba a hacerme estadounidense. En esa época, también era un demandante en un juicio importante contra la Agencia de Seguridad Nacional y el Departamento, de Justicia, que pedía que los tribunales pusieran fin a las grabaciones sin autorización judicial de residentes y ciudadanos estadounidenses. Así que pensé en perturbarle y preguntarle cómo diablos conocía tan bien mis planes y movimientos. Pero parecía más oportuno y serio; hablar un poco de lo mal que lo pasaba la buena gente que debía esperar en colas interminables cuando intentaba franquear la «puerta dorada» que se menciona en la Estatua de la Libertad. De hecho, probablemente hice que se arrepintiera de haber preguntado y di ejemplos de varios amigos que habían sido profundamente frenados e insultados cuando solo querían ser aliados de Estados Unidos.
No fue una consecuencia absoluta o matemática, pero la siguiente vez que me lo encontré me preguntó cómo iba y le dije: mire, la espera en mi caso es lo más cerca que he estado de una verdadera experiencia zen de aburrimiento y absurdo. ¿Necesitaba algo? Bueno, claro, ya que lo preguntaba, me gustaría una ceremonia personal de ciudadanía en el monumento a Jefferson en la cuenca Tidal, lleno de flores de cerezo, el siguiente 13 de abril, que sería mi cincuenta y ocho cumpleaños y habría sido el doscientos sesenta y cuatro de Thomas Jefferson.[97]
El primer viaje que hice, tras llegar a Estados Unidos en 1981, fue a Charlottesville para ver la casa de Jefferson en Monticello, quizá la vivienda privada más interesante de Estados Unidos. Allí el gran polímata había hecho las dos cosas que yo desearía hacer si me convirtiera en propietario de una casa. Había diseñado y catalogado una biblioteca personal y había creado una auténtica bodega de vino (parte de él elaborado con su propia cosecha de uvas). En una conversación pública entre Susan Sontag y Umberto Eco oí que este último definía al polímata como alguien que estaba «interesado en todo, y en nada». Jefferson podría haber destacado como abogado, arquitecto, ingeniero, delineante, botánico, agrónomo o crítico literario: casi cualquier cosa salvo orador público. En una época en que importantes hombres de dios como el doctor Timothy Dwight de Yale denunciaban la vacuna contra la viruela como una interferencia en el diseño de dios, Jefferson ayudó a inventar un método para mantener fresca la medicina salvadora de Jenner cuando se cubrían largas distancias, enseñó a Lewis y Clark cómo administrarla en sus largos viajes por el interior y se encargó de que todos sus esclavos fueran vacunados contra ese azote. La mención de ese sistema que le proporcionó prosperidad (y que supongo que, mucho después, ayudó a financiar la beca que su descendiente el señor Coolidge me concedió) todavía se susurraba levemente cuando fui a Monticello por primera vez y pedí ver «las habitaciones de los “criados”».
Pero en 2007, cuando publiqué mi biografía de Jefferson, ya habíamos ventilado esencialmente el asunto. Gracias a mi amiga Annette Gordon-Reed, la historia de la otra familia Jefferson era un libro abierto para cualquier lector, y uno podía incluso atreverse a ver a Sally Hemings como una de las «madres fundadoras» no reconocidas de esa república americana multiétnica que el propio Jefferson no pudo prever. Así que el autor de la Declaración de Independencia y el Estatuto de Libertad Religiosa de Virginia era un hombre que poseía a otra mujer. (Parte de mi educación en las sutilezas del racismo había consistido en lidiar con historiadores estadounidenses que podían aceptar fácilmente que Jefferson hubiera poseído a Sally Hemings y la hubiera conseguido como regalo de boda de un hombre que era su propio suegro y el verdadero padre de la chica —lo que la convertía en medio hermana de la mujer de Jefferson—, pero no podían creer que, además de heredarla y poseerla, nuestro tercer presidente hubiera llegado a follársela). Al adoptar la ciudadanía estadounidense, no invocaba la idea sentimental influida por Emma Lazarus que presentaba el país como un refugio de las casas de la esclavitud. Aceptaba conscientemente que mucha gente que más tarde se afirmó como estadounidense había sido llevada allí, como formuló James Baldwin, no para salir, sino entrar en una casa de esclavitud. Así, cuando, bastante generosamente, Michael Chertoff llamó y dijo: vale, nos vemos en el monumento a Jefferson después de comer el 13 de abril, pensé en los invitados que tendría en mi ceremonia.
En primer lugar invité a Ayaan Hirsi Ali, la heroína de la resistencia femenina frente a esa muerte en vida que se conoce como sharia. La había conocido en un congreso en Suecia, cuando todavía era una diputada disidente del Parlamento holandés, relativamente desconocida, que intentaba advertir a los liberales occidentales contra el relativismo enfermizo que les había permitido considerar que los crímenes «de honor» y la mutilación genital eran expresiones de la diversidad cultural. Desde septiembre de 2001 había asumido posiciones más atrevidas y valientes, y había visto cómo su amigo y colega Theo van Gogh (descendiente lejano del pintor) era asesinado ritualmente en las calles de Amsterdam, en una obscena venganza por la película sobre la «sumisión» de las mujeres musulmanas que habían hecho juntos. La navaja que reventó los ventrículos del corazón de Theo también había clavado a su cuerpo un mensaje bárbaro que decía que Ayaan era la siguiente. Desde ese momento su vida se había convertido en una de esas pesadillas de «máxima seguridad», donde un Estado demasiado nervioso había compensado en exceso su negligencia previa a la hora de afrontar el terrorismo teocrático. Y después el gobierno holandés, cansado de su extenuante compromiso, había abandonado a Ayaan a la tierna merced del libre mercado, mientras sus píos vecinos de Amsterdam pedían que la echaran de casa, para que no estropeara sus posibilidades de tener una vida tranquila. ¿Qué le quedaba, tras esa doble traición, salvo volverse hacia Estados Unidos? La siguiente vez que nos vimos, su rostro mágicamente hermoso estaba lleno de humor. Antes de escapar de Somalia había sobrevivido a una brutal circuncisión, a innumerables palizas de miembros del clan, al aburrido horror de un matrimonio concertado y forzoso, a la tristeza de una guerra civil tribal y una tiranía doméstica religiosa, y a la ardua transición desde el estatus de refugiada a exiliada. Sin embargo, se alegraba —en todos los sentidos— de estar viva. «Te encantará oír, Christopher, que ya no soy una musulmana liberal, sino una atea». Le dije que me alegraba mucho oírlo. «Sí, creo que elimina la necesidad de cualquier disonancia cognitiva». Pura música. Edward Gibbon escribió que, si toda la civilización europea quedara destruida, podría reconstruirse a partir de lo que se había transferido al otro lado del Atlántico: ahora eso también es cierto para otras sociedades.
Mi viejo camarada de Oxford Andrew Cockburn y su esposa, Leslie, habían sido mis aliados y amigos en toda clase de crisis, y compañeros en toda suerte de celebración desde los nacimientos de nuestros hijos hasta las bodas de los suyos. Como escritores y realizadores de documentales habían ampliado las fronteras del periodismo radical de investigación: el tipo de trabajo que hacen posible la Primera Enmienda y la cultura de la libertad de información. Escogí a otro irlandés, el capitán Seamus Quinn, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. «Cuéntaselo a los marines», había sido un insulto en casa de mi padre, y es sorprendente lo duraderas que pueden ser las bromas de la rivalidad militar, pero los marines estadounidenses que he conocido han mostrado una amplitud de miras y una capacidad autocrítica excepcionales. Destinado en la provincia de Anbar durante el período más candente y escabroso de la guerra contra «al-Qaeda en Mesopotamia», Seamus me había informado con regularidad por correo electrónico de la lucha con lo más infecto de lo infecto, y gracias a él tuve cierto conocimiento anticipado de lo que más tarde se llamaría the surge: la combinación de fuerza letal y agilidad política que no solo derrotó a al-Qaeda en el campo de batalla, sino que desacreditó a la organización en una región de Irak que en otro tiempo pensó que podía poseer.
Desde que llegué a Washington, el profesor Norman Birnbaum había sido una especie de mentor para mí. De hecho, había dado clase a mi mentor anterior, Steven Lukes. Era un verdadero veterano, presente en la creación de la Vieja Nueva Izquierda, como él la llamaba, e influyente para la Nueva Nueva Izquierda. Si alguna vez necesitaba un ejemplar de Partisan Review, lo tenía en su poder o en su memoria, que era y es institucional. Norman lleva el internacionalismo en la sangre, como decía la izquierda de sí misma, y, si alguna vez visitaba un país europeo en crisis, lo llamaba para descubrir el nombre de ese savant judío local que había batallado contra los dos lados del pacto entre Hitler y Stalin. («Vas a Zagreb… Bueno, sin duda has elegido un buen momento [esto ocurría en 1992, cuando los hombres de las camisas negras habían vuelto abiertamente a las calles]… Si fuera tú, llamaría al viejo profesor Rudi Supek». Resultó que el buen profesor a) poseía una buena bodega, y b) había sido el líder de los partisanos yugoslavos que habían sido deportados a un campo alemán. «Así que ya ve, señor Hitchens, realmente no puedo llamarme serbio o croata porque eso traicionaría a esos valientes yugoslavos que tuve el honor de representar en Buchenwald». Sí, sí, lo entendía, pero…). Durante un instante me preocupó que Norman no aprobara a mi nuevo amigo Michael Chertoff, pero como de costumbre estuvo más que a la altura de la ocasión, y le dijo al sorprendido director de Seguridad Nacional que estaba bastante seguro de haber conocido a su padre en el City College de Nueva York en la década de 1930. Resultó que era completamente posible. Fue otro momento en el que se podía decir: «Solo en América». Y después nos apoyó a todos Susan Schneider, la glamourosa y locuaz esposa de Mark, cuya carrera como defensora de los derechos humanos, desde el equipo de Edward Kennedy en el Senado hasta la dirección del Cuerpo de Paz, apenas puede competir con ninguna persona viva. (En El Salvador hay un puente al que una ciudadanía agradecida otorgó el nombre de Mark y Susan. En Chile, si te pierdes alguna vez, menciona sus nombres y de inmediato la gente no solo te dará direcciones, sino cosas y favores).
Soplaba un viento muy fuerte en la cuenca Tidal, pero servía para que ondeara la bandera de las Barras y Estrellas que había traído el equipo de Chertoff. No llevó mucho tiempo hacer el juramento, o que yo jurase lealtad y declarase que todos los enemigos de Estados Unidos, extranjeros y no extranjeros, eran también los míos. Tampoco me costó mucho dar mi pequeño discurso de aceptación, donde me limité a señalar que era el cumpleaños del señor Jefferson y mencionar que, en su propia lápida, no se había molestado en recordar que había sido presidente, vicepresidente y secretario de Estado de Estados Unidos. En cambio, había pedido que se le recordase como autor de la Declaración de Independencia, fundador de la Universidad de Virginia y el escriba del Estatuto sobre la Libertad Religiosa de Virginia. Para un escritor, convertirse en estadounidense es suscribir por voluntad propia una serie de ideas y principios y los documentos que los encarnan en forma escrita, mientras aprecia con deleite que los documentos pueden y a menudo deben ser revisados, así que las palabras constituyen, por decirlo así, una obra en marcha.
Todo esto estaba bien puesto en un pasaporte que fui inmediatamente a conseguir. Cuando conocí por primera vez a estadounidenses jóvenes en Oxford, el pasaporte británico era esplendoroso: una tapa dura azul y dorada, que estaba blasonada con símbolos heráldicos y hablaba con magnificencia, en los tonos del secretario de Estado para Asuntos Exteriores de Su Majestad británica. En cambio, el pasaporte estadounidense tenía una tapa blanda y floja, y hablaba en los escuetos términos de la guerra fría sobre el número de países, desde Cuba a Corea del Norte, a los que no podía llevarse legalmente. El nuevo documento de Estados Unidos hace un verdadero esfuerzo. En la cubierta delantera interior hay un viejo grabado de lo que debe ser Francis Scott Key observando el sitio del fuerte McHenry en Baltimore, con las palabras «The Star-Spangled Banner» escritas a mano. En la página opuesta están las palabras finales del Discurso de Gettysburg, con la sonora expresión triple «de», «por» y «para» el pueblo. En las páginas siguientes aparecen los preámbulos de la Constitución y la Declaración, así como valientes palabras del doctor Martin Luther King, y las de la inauguración de Kennedy y un jefe mohawk. Las ilustraciones mantienen el tono optimista con la Estatua de la Libertad, el tren del Atlántico al Pacífico y la nave Voyager, que va más allá del límite de nuestro sistema solar. El conjunto es una agradable combinación de lo educadamente religioso —solo Jefferson y King mencionan a un «creador»— con los grandes logros estadounidenses en innovación mecánica y científica. Es posible imaginar que uno lo entrega, cuando lo retiene algún matón purulento en una aduana corrupta, y pide altivamente al otro que le muestre su documento de identidad. Pero más allá de eso, es posible imaginar que los desdichados, cuyas vidas están temporalmente bajo el mando y control de ese matón purulento, aspiren a llevar algún día ese mismo pasaporte. La historia humana no ofrece precedente o paralelo de ese logro. El día en que pronuncié mi juramento, también lo hicieron decenas de afganos, iraníes e iraquíes. Unos pocos días después, me di cuenta de que había pegado con descuido un sello de correos, donde la bandera aparecía del revés. Soy el más austero de los hombres, pero volví a abrir la carta, rasgué y tiré el sobre, invertí en un nuevo sello y mandé la Vieja Gloria de camino, con su dignidad intacta. Un pequeño gesto, pero mi gesto.[98]