¿Quién eres tú, que hablas o cantas a América?
WALT WHITMAN, Hojas de hierba
Vamos a Europa para americanizarnos.
RALPH WALDO EMERSON
El americano que ha conocido bien Europa no puede volver a ver su país con el único ojo de sus días anteriores a Europa.
HENRY JAMES, Los embajadores
No me causó ningún problema convertirme en italiano, pero convertirme en americano es trabajo mío.
MAX ASCOLI
Ya no me ocurre, porque una nueva generación de africanos y asiáticos se han hecho cargo del negocio, pero en mis primeros días en Washington, D.C. me encontraba a menudo en el asiento trasero de un viejo y baqueteado taxi conducido por un veterano afroamericano. Me acostumbré a las formalidades de la mise-en-scéne: en una tarde calurosa, soñolienta y sureña, paraba un Chevy descascarillado. Tras el volante, muy echado hacia atrás y relajado, a menudo con la colilla de un puro en la comisura de los labios (y, no me lo invento, pero a veces también con un genuino sombrero porkpie en la parte trasera de su cabeza), había un hombre encanecido con la cintura de los pantalones en algún lugar cercano a sus axilas. Yo comunicaba el destino de mi viaje. De acuerdo con una antigua costumbre de los conductores, el otro no decía una palabra, y empezaba a tocar la palanca del volante y a circular ociosamente. Había una pausa. Después: «¿Es inglés?». Yo siempre intentaba decir algo en la línea de: «Bueno, no estoy en condiciones de negarlo». De vez en cuando obtenía una sonrisa; en todo caso, siempre sabía lo que venía a continuación. «He estado allí». «¿Estuvo en el ejército?». «Claro». «¿Llegó a Normandía?». «Sí, señor». Pero no era Normandía o el combate lo que querían recordar. (Con los verdaderos veteranos del combate, por cierto, casi nunca lo es). Era la propia Inglaterra. «Hombre, llovía un montón… y la cerveza caliente. Pero la gente era agradable. Muy agradable». Nunca se me olvidaba decir, cuando salía y deliberadamente no dejaba una propina excesiva (parecía barato hacerlo), lo mucho que se recordaba y valoraba el esfuerzo que habían hecho.
Normalmente, la «relación especial» angloamericana no se celebra a ese nivel. Tiende a consagrase a través de reuniones de la Churchill Society, de la visita de la reina a las haciendas de caballos en Virginia y Kentucky, de ceremonias con banderas, tambores y símbolos nacionales. Pero creo que el elemento anterior merece ser más recordado. Para muchos de esos valientes caballeros, segregados en sus unidades del ejército de Estados Unidos, Inglaterra fue su primera imagen del aspecto que podría tener una sociedad no segregada. En mi ciudad natal, Portsmouth, hubo disturbios en 1943, cuando los lugareños se opusieron al intento de la policía militar estadounidense de imponer un bar de color en las tabernas. Al parecer, el joven Medgar Evers contó a sus amigos ingleses que, después de lo que había visto y aprendido, al volver a Mississippi no pensaba aguantar esa basura. En 1970, durante mi primer viaje al Sur Profundo, me paré en una diminuta estación de los autobuses Greyhound en Alabama para tomar un refresco, y, al oír mi voz, un joven negro adquirió un tono hospitalario y me dijo: «Aquí admiramos lo que todos ustedes hicieron en la Segunda Guerra Mundial». Se me quedó grabado en la cabeza porque era la primera vez que oía que alguien decía y’all —parecía algo más largo en esa parte de Alabama— y porque podía estar bastante seguro de que en esa ocasión quería decir todos nosotros en vez de la persona a la que se dirigía. (Ahora distingo la diferencia entre y’all y all of y’all.)[85]
Estadounidenses. Enseguida te daban cosas. Era una tradición de la familia Hitchens contar cómo, cuando yo empezaba a andar, mis padres estaban conmigo en un aeropuerto y se encontraron con unos yanquis. «Qué niño tan mono», dijo esa gente grande y chillona sin molestarse en anteponer una presentación formal. Insistieron en hacerme una fotografía y, antes de marcharse para retomar sus vidas estadounidenses, metieron en mi puño regordete un billete de dólar firmado a cambio de mi monería. Esa historia se contaba con frecuencia (creo que Yvonne y el Comandante estuvieron juntos en un aeropuerto unas tres veces en toda su vida) y siempre con un elemento de condescendencia. Así eran los estadounidenses: desde luego, querían ser amistosos, pero eran ruidosos y propensos a enseñar la pasta.
Las opiniones de mis padres divergían un poco en este asunto, precisamente por el mismo recuerdo de la época de guerra que convocaban los viejos gruñones de D.C. El Comandante tendía a señalar la deplorable tardanza de la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y el precio exorbitante que el señor Roosevelt cobró por los barcos anticuados que habría ofrecido a Gran Bretaña en su Programa de Préstamo y Arriendo. El recuerdo de Yvonne del conflicto era más indulgente: los militares estadounidenses en Gran Bretaña estaban huérfanos y eran cariñosos, y en una cita podían llevar cosas como medias de nailon y chocolate y salmón ahumado. (Esos mismos factores ayudaron a explicar la diferencia de género en las actitudes hacia los «yanquis»: los combatientes británicos ganaban salarios mucho menores y tenían poco acceso a florituras y lujos. No pasó mucho tiempo hasta que nuestros invitados y liberadores del otro lado del Atlántico fueran descritos como «demasiado bien pagados, demasiado sexuales y demasiado cerca», aunque, como señaló George Orwell en aquella época, los soldados negros o «de color» eran los más corteses y galantes).
Así que en la escuela y en casa me educaron con una visión ambivalente sobre «nuestros primos americanos». Como muchos parientes pobres, nos consolábamos a la manera inglesa, con la idea de que compensábamos con nuestro buen gusto y refinamiento el dinero y la influencia de los que cada vez andábamos más escasos. El americanismo en todas sus formas parecía de poca calidad, derrochador y grosero, incluso brutal. Había una metáfora al respecto en mi Hampshire natal. Hasta algo después de la guerra, las ardillas de Inglaterra eran rojas. Todavía recuerdo vagamente esas dulces criaturas que parecían salidas de las páginas de Beatrix Potter, más pequeñas, bonitas y ágiles y sin los rasgos de rata que se revelan cuando te acercas a una ardilla gris. Esa chusma, importada de América en algún accidente lamentable, había escapado a su cautividad y había masacrado y expulsado de manera gradual a la raza inglesa, más recatada y refinada. Se decía que las ardillas grises no luchaban limpiamente y que, con un movimiento inclinado de sus patas traseras, castraban a las desdichadas rojas. Fuera o no verdad, ver una ardilla inglesa nativa pronto se convertiría en una rareza, confinada al norte de Escocia y la isla de Wight, y a la clase media baja eso le parecía el emblema de una masificación y vulgarización general y, bueno, una americanización de todo.
Era la misma tendencia que había apreciado Orwell dos décadas antes, cuando las toscas revistas estadounidenses expulsaban los cómics británicos: cuentos de caballería y proezas depuestos en beneficio del matón espabilado. Los cómics fueron mi introducción al estilo yanqui: pese a la desaprobación y el desaliento infinito de mis padres, me escabullía a la tienda de la esquina y me gastaba la propina en tebeos baratos del Oeste y de gángsteres. Eran fáciles de leer, bastante más «reales» que Rupert Bear o Dan Daré o los otros insípidos equivalentes ingleses, y hacía que Estados Unidos pareciera violento, enorme y tosco. Los periódicos y la televisión también daban esa impresión. Mataban a los presidentes. Linchaban a la gente. Un hombre llamado Caryl Chessman —un nombre bastante estrafalario, me parecía—[86] fue condenado a muerte en California tras una larga disputa legal y (este era el detalle que llamó mi atención juvenil) ejecutado en «una cámara de gas». Bueno, yo no tenía ni idea… La señora Moss, la primera estadounidense que conocí, me daba clase de historia cuando yo tenía unos doce años y poseía un auténtico don para suscitar interés por su asignatura. Pero también quería extraviarse en el incómodo territorio de la historia «moderna», que rompía los límites habituales y desafiaba la idea de que el pasado era un desfile —de un maldito rey después de otro— que culminaba en el mapa del mundo (todavía se mostraba cuando yo era niño) donde el Imperio británico aparecía en un rojo majestuoso. Uno veía en la nueva atmósfera estadounidense de posguerra un desafío directo a la seguridad.
Esa impresión ni siquiera se corrigió cuando leí a Mark Twain, que nos presentaban solo como un escritor para niños y parecía retratar condiciones de un atraso casi primitivo, o al ver las programaciones que hicieron que los primeros días de la televisión fueran tan emocionantes: El llanero solitario o Clint Eastwood interpretando a Rowdy Yates en Rawhide. Tanto ganado, tanto vacío, tantas muestras de un carácter huraño homicida. Un poco más tarde me fascinó West Side Story y escribí a mis padres una carta desde el colegio en la que ofrecía un detallado resumen de la trama, pero ellos fingieron que no la había enviado, y, pensándolo bien, tuve que admitir que el retrato de Nueva York que ofrecía no era muy atractivo. Estados Unidos parecía demasiado moderno, sin castillos, catedrales ni sentido de la historia, o simplemente demasiado premoderno, con muchos páramos y comportamientos sin refinar.
Además, en nuestro medio, uno no conocía a los suficientes estadounidenses como para formarse una opinión. Y cuando lo hacía —esto era en la época del pelo cortado a lo militar y los pantalones cortos— a menudo llevaban el pelo cortado a lo militar y pantalones que terminaban misteriosamente a varios centímetros de los pies. ¿A qué venía eso? Obviamente, no era pobreza. Un compañero de mi padre tenía una hija que se casó y descubrió que un estadounidense que había conocido en unas vacaciones se había ofrecido a pagar el coste total del banquete nupcial. He olvidado el nombre del paladín, pero llevaba el pelo cortado a lo militar, pantalones con los bajos amputados y una colilla de puro y venía de un lugar llamado Yonkers, que me parecía un nombre ridículo para un barrio de la periferia. (Yo, que había sobrevivido en Crapstone…). De todos modos, uno volvía a recibir una impresión jamesiana de generosidad hortera sin demasiado refinamiento. Había un chico en mi internado llamado Warren Powers Laird Myers, el hijo de un oficial destinado en una de las muchas bases de la fuerza aérea estadounidenses en Cambridgeshire. En The Leys School los pantalones eran de uniforme y estaban regulados, pero aun así lograba mostrar un poco de espinilla y el pelo muy corto. «No soy un yanqui —me informó (era de Norfolk, Virginia)—. Soy un CONfederado». Por lo que entonces oía de las noticias de Dixie, eso resultaba poco prometedor. En nuestras filas también teníamos a Jamie Auchincloss, una rama de la familia Kennedy-Bouvier que ocupaba entonces la Casa Blanca. Sus pantalones también evitaban cubrir los tobillos, aunque el hecho de que compartiera un padre con Jackie Kennedy significaba que cualquier cosa que hiciera se aceptaba por definición como algo a la moda. Los pantalones de un hombre que llamaré señor Miller, un profesor visitante estadounidense que hábilmente me introdujo en la obra de J. D. Salinger, también le quedaban cortos. El gran rasgo como profesor del señor Miller era que veía imágenes sexuales en absolutamente todos los sitios y le gustaba demasiado señalar (demasiado sexual y demasiado cerca: supongo que era de prever). Mientras tanto, y como he dicho mucho antes, las imágenes dominantes que proyectaba Estados Unidos eran alarmantes: policías barrigones mentían sobre sí mismos y las balas determinaban la sucesión política en la misma medida que los votos.
Sin embargo cuando oí a W. H. Auden en Great St. Mary’s Church en 1966, me di cuenta de que cerró con las palabras «Dios bendiga a Estados Unidos, tan grande, tan amistoso y tan rico». (Creo que esa tarde tuve el privilegio de oír el primer recitado público de «On the Circuit»: esas palabras son el último verso. Es un poema que he llegado a adorar cuando voy por Estados Unidos como conferenciante itinerante). Pensando en ello, ¿Auden no había elegido vivir en Estados Unidos e incluso hacerse estadounidense? Mientras avanzaba en la cuestión y consultaba a mis autores favoritos, el asunto volvía con una insistencia cada vez mayor. Oscar Wilde había amado Estados Unidos e incluso lo creía capaz de arreglar el secular problema irlandés. P. G. Wodehouse había emigrado allí y parecía más feliz que unas castañuelas. (¿Por qué unas castañuelas?, me gustaría saber). Una de mis heroínas, Jessica Mitford, había escrito un libro hilarante sobre la floridamente espantosa y explotadora industria funeraria estadounidense —el equivalente de no ficción a Los seres queridos de Evelyn Waugh—, pero se había establecido en Oakland, California. Las películas estadounidenses parecían mucho más vigorosas, coloridas y llenas de aventura que sus homologas británicas. Grupos como los Beatles y los Rolling Stones no parecían haberlo «logrado» hasta que habían aparecido en la televisión de Estados Unidos o los había ratificado una actuación en un enorme estadio estadounidense.
Al principio no podía cuadrar eso con mi repulsión hacia el Estados Unidos de acentos arrastrados y gruñidos, refrescos baratos con gas, guerra turboalimentada y racismo, pero mi sistema de dos canales debió de funcionar de nuevo, porque no mucho después de dejar Cambridge y llegar a Oxford comencé a tener un sueño recurrente. No tenía nada de especial desde el punto de vista de la imaginación. Simplemente me encontraba en algún lugar del Midtown de Manhattan, mirando los rascacielos. Pero el espejismo siempre iba acompañado de una sensación de felicidad profunda, y de una impresión de ser libre de un modo que no había conocido antes. La música y la cultura estadounidenses estaban mucho más presentes en la Inglaterra de ese momento y eran mucho menos conformistas de lo que habían sido en los primeros días de la televisión, de modo que pronto me vi expuesto al gran interrogante que me ha ocupado desde entonces: ¿cómo puede ser Estados Unidos la sociedad más conservadora y comercial y al mismo tiempo la más revolucionaria de la Tierra? Más vale que confiese una cosa: The Mamas and the Papas habían hecho un álbum titulado If You Can Believe Your Eyes and Ears. A muchísimos fans les encantaban «California Dreamin’» y «Monday, Monday», y la cautivadora sexualidad de la cantante principal, Michelle Phillips, pero había una canción llamada «Go Where You Wanna Go» y, cuando la ponía en mi alojamiento en la buhardilla de Balliol, casi garantizaba que tendría que salir y caminar inquieto por el patio antes de poder dormir. Y luego había muchas posibilidades de que volviera a tener ese sueño.
Entonces ya empezaba a conocer una buena cantidad de estadounidenses y ahora parece raro y hasta triste que nuestra relación estuviera tan politizada. Por ejemplo, nunca pregunté cómo eran la vida y la cultura en Ohio, Rhode Island o California, y ellos nunca parecían interesados en decirlo. La guerra —siempre la condenada guerra— y la lucha por los derechos civiles eran el principio y el fin de todas las conversaciones. El más encantador y elocuente de los negros estadounidenses era un locuaz pantera (que más tarde se convirtió en «jefe de protocolo» en la ciudad de Filadelfia). Así que, mientras yo hacía lo mío ayudando a mis camaradas estadounidenses a desacreditar primero al presidente Johnson y después al presidente Nixon, abrí silenciosamente otro frente y solicité la beca Coolidge Atlantic Crossing o «Pathfinder», que el Balliol College concedía cada año a unos diez estudiantes que tenían la oportunidad de conocer el modo de vida americano. El patrocinador del premio, el señor William Appleton Coolidge, era un descendiente directo de Thomas Jefferson, a través de la familia Randolph de Massachusetts. Era un exalumno, ya que había estado en Balliol dos décadas atrás. Tenía una actitud sentimental hacia el college, y, si puedo expresarlo así, hacia los ingleses jóvenes en particular. Gané una de sus becas. Cruzó el océano, como hacía cada año, para echarle un ojo a la nueva cosecha. Se convocó una reunión donde se alojaba el Maestro. Coolidge era un hombre imponente, de facciones muy marcadas, cuyos pantalones, misericordiosamente, parecían capaces de ocultar su espinilla y su tobillo de la mirada vulgar. Bastante estúpidamente le pregunté si era familia del presidente del mismo nombre. «No —contestó Bill—. Creo que era uno de los Coolidge que trabajaban». De nuevo, uno se hallaba tratando con algo —o alguien— «tan grande, tan amistoso y tan rico».
Un poco después, la misión Apolo se consumó y había estadounidenses en la Luna. Recuerdo claramente que miré desde el patio una noche inundada por la Luna y pensé en ello. ¡Lo han conseguido! ¡Las Barras y Estrellas han volado a un orbe distinto! ¡El inglés se convierte en el primer y único idioma hablado en la roca vecina!
¿Quién podía no alegrarse? Aun así, la experiencia quedó envenenada para mí, porque tuve que ver la sonrisita de Richard Nixon mientras balbuceaba hacia los astronautas por un circuito cerrado. ¿Incluso ese orbe de plata acabaría contaminado por la realidad vil y terrestre del imperialismo?
Más o menos por esa época conocí a mi primer senador de Estados Unidos. Hugh Scott, republicano de Pensilvania, había sido enviado a Balliol con algún objetivo vinculado a la «relación especial» y a veces lo sacaban para dar un aspecto respetable a las cosas. Ahora está bastante olvidado, pero Norman Mailer captó el aspecto de maniquí y chico para todo que había en el semblante del senador en un pequeño esbozo de la fatídica convención de Nixon en Miami en 1968:
Scott mostraba un aplomo modesto pero impecable cuando explicó que, puesto que solo el doce por ciento de los delegados habían estado en San Francisco en 1964, no esperaba que la saña de los viejos seguidores de Goldwater afectara a las oportunidades de Rockefeller. Se perdió un estupendo actor secundario cuando Hugh Scott se metió en política: podría haber cubierto todo el espectro de mayordomo a conde.
Por alarmantes que parecieran los políticos estadounidenses —en especial cuando devorabas los textos incisivos e inmediatamente disponibles en rústica que Norman Mailer escribía desde el exterior del Pentágono y los congresos de los partidos—, no dejé de registrar la nota de patriotismo frustrado que a veces emitía cuando escribía sobre sí mismo en tercera persona.
Una profunda parte de él detestaba la idea de ver que su sociedad estadounidense —malvada, absurda, conmovedora, patética, vomitiva, cómica, plena de tuétano novelístico— desaparecía en las fauces nihilistas de un trauma nacional.
En cierto modo, apestaba al rechazo profesional que le producía a Mailer la perspectiva de perder un país que le proporcionaba tan buenos temas. Pero pensé que podía detectar el latido de la simpatía patriótica en él, aunque solo fuera porque lo sentía de forma latente en mí. La experiencia con los comunistas y los compañeros de viaje en Cuba y otros lugares me había hecho inmune al tipo de propaganda que subrayaba el «Tío Sam» o el «yanqui», por no hablar de la que quemaba la bandera de Estados Unidos. Ese estilo, que normalmente advertía de la presencia de las «fuerzas progresistas y amantes de la paz», también me recordaba al antiamericanismo esnob e incluso chovinista que había visto en la derecha británica. Intentando mantener todas esas reflexiones en equilibrio, a finales de julio de 1970 compré un billete barato para un vuelo chárter que iba al aeropuerto John E Kennedy tras hacer escala en Islandia.
A veces una esperanza o un deseo se hacen realidad. No tengo fe en los sueños premonitorios ni ninguna paciencia para la retórica del «sueño» en general, pero Manhattan era exactamente como esperaba que fuera. Tuve que sobrevivir a unas primeras impresiones muy desalentadoras: el café del aeropuerto donde tomé mi primer desayuno era una nadería de plástico y formica y «el panecillo inglés» era una farsa de lo inglés y de los panecillos. En el exterior había un policía tripudo, con un cinturón del que colgaba un equipo de pistola, porra y esposas que nunca había visto en la vida real y consideraba exagerado en las películas. El autobús que llevaba a la ciudad hacía sudar y la Port Authority Terminal es probablemente el peor lugar posible para orientarte por primera vez en Midtown. Lo siguiente que vi en la ciudad fue una sede engalanada con banderas para la candidatura de ultraderecha de James Buckley (hermano de William F.) para el Senado. «¡Únete a la marcha por América!», gritaba. Pero yo casi deliraba. Observando el skyline compuesto de pilares, sabía que observaba una obra humana formidable. Al comprar algo de beber en los bares más pequeños que había debajo, con toda su variedad étnica, sentí lo mismo de otro modo. El equilibrio entre lo macro y lo micro, la escala heroica y la escala humana, nunca ha dejado de fascinarme y cautivarme. Evelyn Waugh se equivocaba cuando dijo que en el aire de Nueva York había una neurosis que sus habitantes confundían con energía. Más bien había un entusiasmo tenso en el aire que hacía que uno pensara —a mí me ocurrió durante años— que el tiempo que pasaba dormido en Nueva York era un desperdicio. Nunca sabré si esa idea ha alargado o ha acortado mi vida, pero sin duda le ha dado color.
En las calles y las avenidas de esa ciudad asombrosa, apenas se veía un corte de pelo militar, y los pantalones de todo el mundo —si llevaban— parecían cubrir el tobillo, si no el zapato entero. (Puede que los pantalones de campana tuvieran algo que ver). Sin embargo, en las faldas funcionaba el proceso inverso. De alguna manera, todo el lugar olía a sexo, pero de una forma más natural que lasciva. Tres grandes diferencias entre esa cultura y la inglesa se revelaban de inmediato.
La primera era la extraordinaria hospitalidad. El Balliol College me había proporcionado una lista de antiguos alumnos que estaban dispuestos a «hospedarme», entre los cuales se encontraban ciudadanos bastante sólidos por todo Estados Unidos. Pero estadounidenses que apenas conocías también insistían que fueras a pasar un fin de semana «en la playa» o «al norte», y lo decían en serio. Cuando ibas a cualquier parte, podías levantar el pulgar en el arcén e inmediatamente tenías un viaje o un «paseo» (registrar eso hace que me muerda el labio, en duelo por el paso del tiempo y el fin del autoestop) y con mucha frecuencia el conductor o la conductora se apartaba de su camino para dejarte en el lugar al que querías ir. La música de la radio era ruidosa y variada a medida que avanzaba el viaje y, si había alguna canción más evocadora en esa época que «Go Where You Wanna Go», era la sensiblera e inolvidable «Leaving on a Jet Plane». Si necesitabas un avión, podías ir al aeropuerto y probar suerte. No costaba nada adquirir una tarjeta de tarifa joven y, dotado con esa prueba de mera juventud, podías aguardar en la zona de espera y pillar cualquier asiento que no estuviera ocupado por unos pocos dólares. La primera vez que volé sobre los Grandes Lagos para ir de Nueva York a Chicago fue así, bajo un sol brillante, en un avión en el que era el único pasajero y en el que las bronceadas y gráciles azafatas de American Airlines me trataron como si hubiera pagado un billete de primera clase. En Gran Bretaña, viajar de una ciudad a otra significaba horribles andenes de estación y trenes retrasados y sucios que llevaban a viejos resentidos. Para sentir la relación entre juventud y libertad (y, de algún modo, nada me sirvió tanto para eso como la experiencia de volar), yo también tenía que huir.
Mi viaje a Chicago, donde me sentí bastante helado al ver las señales egocéntricas y amenazadoras de la carretera del aeropuerto, que me daban la bienvenida en nombre del «alcalde Richard J. Daley», también coincidió con la primera celebración del Día Internacional de la Mujer. Por todo el Loop del centro, un mediodía inundado de sol, una gran avalancha de pulcritud llenaba las plazas mientras la música y los discursos combativos agitaban el ambiente. Sentí la actividad y los anhelos de otro movimiento por los derechos civiles, impulsado por uno anterior que todavía tenía algún camino que recorrer. (En un tono bajo y lejano, también sentí la premonición de la «política identitaria», pero, créeme, ver a las mujeres de Chicago en féte, con toda su variedad de ave del paraíso, no era algo que te produjera una idea retorcida o estrecha de las cosas).
La hospitalidad, el viaje fácil por tierra y el viaje fácil por aire: ¿acaso podía ser mejor? El señor Coolidge había decretado que quienes aceptaran el dinero de su beca debían evitar la compañía femenina. Tras viajar para estar con él en su magnífica casa en Topsfield, Massachusetts, pasar un tiempo tirado en su piscina y recibir discretos gruñidos y ronroneos, me sentí algo liberado de esa obligación. (Organizó un almuerzo solo para hombres que incluía al rector de Harvard, un hombre con un nombre casi perfecto para Nueva Inglaterra —Nathan Pusey— y quizá el atisbo de una austera moderación en sus ceñidos pantalones grises). Mi novia iba a ir a Estados Unidos de todos modos, y en esa época si comprabas el billete fuera del país podías viajar en el sistema de autobuses Greyhound durante noventa y nueve días por noventa y nueve dólares. Eso era todavía mejor que la tarifa joven. Le dije que comprara y trajera dos billetes. Ver América por carretera resultó aún mejor que verla desde el aire.
Pese a toda la indiferencia que sentía hacia la idea de una «nación Woodstock», en esos días había una jerga «subterránea» para la gente de menos de veintiún años. Un brusco destello de la señal de «paz» te proporcionaba un viaje en coche aún más rápido que un pulgar, y si necesitabas que te dejaran un trozo de suelo o una cama había una expresión similar, que a menudo tenía que ver con los versos de Bob Dylan. (Me acuerdo de que en una de esas rocas grandes y suaves del límite de Central Park, alguien había escrito con letras gigantes: «El que no está ocupado naciendo está ocupado muriendo» debajo el trastornado fogonazo de la «W» de los Weatherman con un relámpago superpuesto y un subtítulo: «¡Que los cerdos paguen!».)[87]
Podías viajar por todo Estados Unidos por unos pocos dólares al día, a veces durmiendo de noche en el autobús cuando cruzaba las partes más vacías, pero bajándote y quedándote, no solo con la lista de exalumnos de Balliol, sino con los individuos e incluso colectivos de la lista informal de la rama estadounidense de los Socialistas Internacionales. Esta doble actuación funcionó bastante bien en Detroit. Nos quedamos con un viejo sindicalista de cabellos nevados y espalda rígida que se llamaba Carl Haessler y había estado en Balliol antes de la Primera Guerra Mundial y en la cárcel con Eugene Victor Debs, el gran padre del socialismo estadounidense, durante y después de la contienda. Desde su casa nos presentamos a los «Electores negros», de la línea de montaje de las plantas automovilísticas de Hamtramck y Flint (esos tipos duros mostraban un enorme desprecio hacia la «improvisación pequeñoburguesa» de los Panteras Negras) y nos llevaron a un concierto gratuito de rock en un aparcamiento vacío que no estaba lejos de la sede de General Motors. En esos días había varias ciudades en las que todavía se olían los disturbios y los incendios que habían ocurrido no mucho tiempo atrás; Detroit era una de ellas.
Pero no funcionó tan bien en Salt Lake City, donde los hombres de Balliol y los trotskistas eran tan escasos como las bostas de los caballos de cartón y no había mucha más elección que hacer el tour del Tabernáculo Mormón y observar la biblioteca de la John Birch Society que estaba al lado. Pese a lo hermosa que era Salt Lake City, donde un plano de calles conducía a horizontes blancos en todas las direcciones, y, pese a lo encantador que era Utah, cuando su iglesia principal acababa de tener la necesaria «revelación» de que los negros quizá tuvieran alma después de todo, fue un ligero alivio cruzar la frontera de Nevada y respirar el aire tonificantemente sórdido y amoral de Reno y Las Vegas. La variedad, la amplitud y el contraste de ese país parecían ilimitados. Y después el autobús empezó a cruzar perezosamente Sacramento hacia el Área de la Bahía de San Francisco, que era entonces la meca del estilo radical.
Tal vez lo mejor de la escena ya había terminado, porque cuando oyes hablar de esa «escena» casi invariablemente ha evolucionado o decaído, pero ya me había formado una imagen contundentemente nueva de la vida en Estados Unidos y ver California hizo poco para entumecer mi entusiasmo. Ahí estaba un país que podía meterse en una guerra aterradora, debilitante e injusta, y sufrir una convulsión simultánea en sus ciudades sobre la cuestión de la justicia para su minoría más grande y más antigua, y empezar un debate nacional sobre los derechos de la mujer, y convertir sus respetables campus en seminarios agitados sobre lo correcto y lo incorrecto, y tener un juicio espectáculo de saboteadores confesos en Chicago, donde increíblemente los acusados culpables salieron libres, y mostrar buena parte de todo eso en las pantallas de cine y televisión en tiempo real. Parecía un estado de las cosas por el que merecía la pena pelear, o al menos pelearse.
Se decían muchas tonterías, sin duda, gran parte de las cuales estaban impregnadas de drogas. Pero nunca parecía faltar un elemento de generosidad. En esa parte de California, uno no solo podía hacer autoestop entre localidades sino entre manzanas, como si fuera un servicio de taxi gratuito. Un hombre nos llevó, de broma, a dar un vertiginoso rodeo por la calle tobogán que aparecía en la célebre persecución automovilística de Bullitt, con Steve McQueen. En la librería City Lights de North Beach había un hombre que charlaba con los clientes y se parecía a Lawrence Ferlinghetti: era Lawrence Ferlinghetti. Haight-Ashbury y el barrio hippy empezaban a ponerse muy horteras, pero eso también obedecía a la férrea ley que señala que, en cuanto llamas a algo «distrito histórico» o «barrio popular», inmediatamente, como el Salvaje Oeste, pierde la cualidad que le dio esa definición. Sin embargo, Berkeley —quizá porque llevaba el nombre de un filósofo ilustre que había predicho un gran futuro para América— todavía era el mismo (en muchos sentidos y a lo largo de muchas metamorfosis enloquecidas, lo sigue siendo). Durante la proyección de una película en un cine de Telegraph Avenue, el proyector se rompió y el gerente salió e hizo la siguiente oferta: podíamos esperar mientras «se enrollaba» un poco sobre la carrera como auteur de Hitchcock (la película era Treinta y nueve escalones). Si, después de eso, el proyeccionista no podía arreglar las cosas, nos devolverían el dinero. Y cualquiera que no quisiera escuchar el rollo podía reclamar su dinero de inmediato. ¿Era justo? ¿Justo? Yo estaba perplejo, aunque solo fuera por intentar imaginar si eso podía ocurrir en un cine británico. (Por supuesto, también sería difícil que ocurriera en Nueva York o Cleveland, pero una parte crucial de ver Estados Unidos era ver cuántos Estados Unidos había).
Pese a su seductor aspecto de brazos abiertos, y mientras lo pasábamos bien, las bombas seguían cayendo y los cargamentos de armas para los dictadores partían puntualmente de los muelles de la cercana Oakland. Fui a ver a los Panteras Negras, cuyo «programa de desayuno» para los chicos pobres del gueto había degenerado en robos a los comerciantes locales y cuyo periódico incluía loas a Corea del Norte. Visité a David Horowitz en la redacción de la legendaria revista ilustrada radical Ramparts, donde inauguró lo que durante cuatro décadas sería una mezcla de amor/odio/respeto entre nosotros al desdeñar con humor mi fe en la resurrección de la clase obrera y recomendar que fuera a ver a los Socialistas Internacionales, lo que ya había hecho. Nuestro gurú en Berkeley era Hal Draper, hermano gemelo del célebre historiador Theodore y uno de los expertos mundiales en la poesía de Heinrich Heine. Desdeñaba los espejismos y modas que dominaban la «izquierda». Pero había trabajo que hacer en el valle del río Salinas, donde César Chávez organizaba a los vendimiadores y a los recolectores de lechuga para sacarlos de su estado de peonaje sin sindicar. En Europa algunos sabios académicos me habían dicho que no había un sistema de clases en Estados Unidos: bueno, no lo podías demostrar si veías las condiciones del negocio agrícola de California, o de sus fábricas urbanas.[88]
Me sumé a los piquetes de una huelga muy enérgica, que debía empezar a medianoche, contra la planta de la General Motors en Fremont. Antes de la hora, la compañía intentó colar unos camiones por la puerta: fueron interceptados y quemados, y daban una luz preciosa. Al día siguiente, en un periódico comunista bastante horrible, el People’s Daily World, aparecía un titular cuyo mero recuerdo me hace pensar en «finales de los sesenta». Mostraba los camiones en llamas y decía: «Fremont: At the Midnight Hour». (Debajo había una noticia más breve que anunciaba que la tarde anterior Salvador Allende había ganado las elecciones que lo convertirían en el primer presidente socialista de Chile).
El verano empezó a alargarse un poco —aunque no es que uno perciba mucho las estaciones en la Costa Oeste— y no sin pena comencé a regresar hacia el este; seguí el perímetro del país en vez de atravesar el centro. Hice todas las paradas posibles: en La Jolla, donde un viejo amigo estudiaba con el legendario aunque sobreactuado Herbert Marcuse (y donde yo tardía y conscientemente añadí el Pacífico a la lista de océanos en los que había nadado); en El Paso, donde me aventuré al sur de la frontera mexicana hasta Juárez; y en Nueva Orleans, donde Bourbon Street todavía no se había vuelto completamente kitsch y aún podía parecer espantosa y alentadoramente obscena. Todavía lamento haber pasado tan poco tiempo en el resto del Sur Profundo, pero quería estar de vuelta en Nueva York cuando las hojas de los árboles cambiaran de color.
Había más o menos decidido que estaría más tiempo de lo que permitía mi visado y pediría un permiso de trabajo. Solo necesitaba un patrocinador: una revista, un periódico o una editorial. Ya había publicado en el New Statesman, que para entonces tenía un pequeño seguimiento entre la intelligentsia estadounidense. Había tenido una amistosa entrevista con Carey McWilliams, el extraordinario y caballeresco veterano radical que dirigía The Nation (que todavía estaba en mi horizonte) y cuya historia de la moderna California, Island on the Land, se consideraba, y aún se considera, más o menos el libro a batir. Me había dado una lista de gente a la que ver en el estado dorado, donde aparecía Lou Goldblatt, el rechoncho líder sindicalista que había sido uno de los pocos que había tenido las agallas de denunciar las redadas y el internamiento de los japoneses de Estados Unidos en 1942. Buscaba febrilmente a cualquiera que me aceptara, en las condiciones que fueran.
De nuevo, y teniendo en cuenta que yo era un mozalbete de veintiún años con muy pocos recortes de prensa decentes, me abrumó la cantidad de gente que quería hacerme caso. Un editor de Random House me invitó a una gran comida y me dio una carta que prometía un contrato si podía escribir una sinopsis. (Habría sido el resumen de un libro muy solemne sobre las intersecciones de raza y clase). Los agentes me hacían un hueco en sus ajetreados días: tuve la oportunidad de ver el Midtown de Manhattan desde unos elevados despachos en una esquina, que es una experiencia que todavía me resulta cautivadora pero en ese momento me pareció casi orgásmica. La vida en Gran Bretaña era como una larga antecámara de una habitación que tenía demasiadas barreras; en Estados Unidos parecía cierto que, si te atrevías a «intentarlo», surgirían a continuación otras expresiones muy usadas, como «la tierra de las oportunidades».
Tenía una dificultad. A veces parecía que mis esfuerzos por dar una respuesta matizada resultaban un poco insulsos. Me había ocurrido en el Medio Oeste, cuando un vecino casual en el autobús o el avión decía: «Por supuesto, somos baptistas», y yo decía con dulzura: «Por supuesto», como si lo confirmara. También había ocurrido en California, cuando gente a la que apenas conocía me decía lo que su «psiquiatra» pensaba de ellos, y yo hacía lo imposible por poner una expresión alentadora. Pero incluso en la sofisticada Nueva York me veía a veces emasculado. Por ejemplo, recuerdo que una editora me dijo, cuando tomábamos un generoso cóctel: «Por supuesto, la diferencia entre nosotros y vosotros los británicos es que vosotros tenéis ironía y nosotros no». Decidí sonreír y murmurar: «Bueno, aparentemente, no», y me miró como si le hubiera explotado un cigarro de broma en la cara. Por encima de todo, no quería parecer superior —no había leído Los seres queridos—, pero ser literal se me antojaba un precio demasiado elevado. En mi entusiasmo por conocer gente, saqué esa lista de potenciales anfitriones de primera clase del Balliol del fondo de mi bolsa y me di cuenta de que incluía el nombre Penn Kimball, que aparecía como «profesor de periodismo» en la Universidad de Colombia. ¿Sería un fallo o una errata? El periodismo era un estado mental: no era algo que pudiera enseñarse, o de lo que uno pudiera obtener una cualificación académica. Pero poco después de llamarle, subía los peldaños de un edificio pseudoateniense que realmente y con bastante poca ironía albergaba una facultad de periodismo. Y un día o dos después de esa experiencia, había aceptado una invitación para ir a Westport, Connecticut, con el profesor Kimball y su aguda y cómplice esposa.
Allí —a poca distancia de la casa que ocupaban Paul Newman y Joanne Woodward— me llevaron a mi primer encuentro del Comité Municipal Demócrata y me introdujeron en la decorosa pero vigorosa democracia local de Nueva Inglaterra que volvería a encontrar e intuir en la obra de John Updike. Eso era totalmente distinto a Berkeley y Oakland, por no hablar de Chicago y Detroit. Pero era pluralismo y era transparente. Recuerdo que las discusiones más grandes y apasionadas eran las que tenían quienes pensaban que había estado bien votar a Gene McCarthy en vez de Hubert Humphrey en 1968, y los que pensaban que esa indulgencia izquierdista había dejado la puerta abierta a Richard Nixon y sus gorilas. Así que obtuve un anticipo de una disputa que ha tomado formas diferentes a lo largo de mi vida. Kimball era un liberal al estilo del New Deal, con un elevado desprecio hacia mi izquierdismo, y recuerdo que manifestó su desacuerdo con especial desdén cuando una morena muy atractiva pero histérica (que por cierto también era agente inmobiliaria local) describió Estados Unidos como «fascista», Me intrigó bastante descubrir que en la blanquísima Connecticut había mujeres tan sensuales y subversivas. Más tarde, Penn descubrió que él y su mujer habían estado bajo una vigilancia policial casi permanente desde el comienzo de la guerra fría, y que eso explicaba muchos rechazos en oportunidades laborales: su siguiente libro, The File, es una controlada obra maestra que muestra una indignación gélida ante la traición de Estados Unidos a un ciudadano leal. Se supo que el hombre que lo había delatado falazmente era Arthur Schlesinger Jr., famoso lameculos de Kennedy y creyente en el «centro vital».
Uno siempre tiene la vaga ilusión de tomar sus propias decisiones, un espejismo que corre en paralelo con la conciencia de que la mayoría de las veces otra gente, las circunstancias, o ellas mismas, las toman. No tenía los medios para quedarme en Nueva York. No tenía influencia para conseguir un abogado que me ayudara a estar más de lo que me permitía mi visado de estudiante y luchar por un permiso de trabajo. Sintiéndome desanimado pero feliz, porque después de todo había sido un viaje del carajo, fui a una agencia de viajes cerca del viejo edificio de Pan Am y compré otro billete barato para volver a casa. Mientras esperaba, fui testigo de un duelo casi perfecto y de fuego rápido entre el vendedor de los billetes baratos y su socio: una especie de West Side Story pero en inglés-yiddish o, supongo, hebronics. («Explícame una cosa. ¿Por qué te necesito en mis vacaciones?»). Pensaba que ese estilo venía de alguna forma muerta de vodevil y me impresionó ver que ocurría en la vida real y en un idioma inglés vigoroso y lleno de humor.
Rolling Stone celebró una fiesta en Orsino para conmemorar la inauguración de su editorial Straight Arrow y por alguna razón me invitaron, y fui desde allí hasta el avión que salía a medianoche del JFK. Mi entusiasmo y tristeza retrospectivos hicieron que no durmiera nada y que bebiera el infecto cóctel conocido como Manhattan en tal cantidad que no he necesitado volver a probarlo. Mi bienvenida a casa fue todo lo que podía haber querido y el maravilloso baño caliente de Inglaterra me envolvió de nuevo: lo hace si le dejas. No tardé en verme devorado por las exigencias de ganarme la vida, intentar escribir, organizar una mudanza de Oxford a Londres y todo eso. Di una serie de charlas y conferencias a los camaradas, explicándoles que Estados Unidos tenía un carácter revolucionario. Y, de vez en cuando, me despertaba pronto y recordaba cosas como las tambaleantes sirenas de Detroit, los guitarristas de Washington Square, los contornos del Museo Guggenheim, el sonido del metal cuando la operadora de Bell Telephone te devolvía tus diez centavos perdidos si la conexión no había funcionado. Podía visualizar canciones que eran adoradas en Inglaterra, como los versos de Simón y Garfunkel sobre «contar los coches de la New Jersey Turnpike» o de Judy Collins en su versión de «Lost in the Rain in Juárez» como poemas e imágenes sobre lugares reales. Había mordido el anzuelo y podía sentir el ocasional tirón, pero el sedal era largo y a menudo podía nadar en la perezosa corriente de Inglaterra durante meses sin recordar mi Nuevo Mundo.
A mi regreso compartí casa con Richard Parker, un brillante radical californiano (y futuro biógrafo de John Kenneth Galbraith) que había sido una de las figuras rectoras de la izquierda del Área de la Bahía de San Francisco. Estaba en el centro de un grupo de economistas radicales estadounidenses en Oxford, que incluía a uno de mis antiguos tutores, Keith Griffin. Juntos, distribuimos folletos contra la guerra en la base estadounidense de Upper Heyford y nos hicimos amigos de varios militares insatisfechos que estaban destinados allí. A partir de entonces, en mi vida siempre habría varios amigos estadounidenses y, conforme me trasladaba a Londres e intentaba dejar huella como periodista, siempre consideraba un honor que me invitara a escribir cualquier revista o periódico estadounidense. Estaba especialmente satisfecho conmigo mismo cuando la revista del New York Times me pidió un perfil de la emergente señora Thatcher, sobre la que escribí —contra la opinión general— que probablemente sería la próxima primera ministra.
Casi todos mis conocidos estadounidenses sentían el mismo odio visceral hacia Richard Nixon que yo tenía, así que no había un conflicto evidente entre nuestra amistad y una actitud que, esencialmente, caracterizaba a Estados Unidos como imperio del mal. En los países que empezaba a visitar como periodista —España, Portugal, Grecia, Chipre, más tarde Chile— a menudo era el poder estadounidense el que en el último momento había salvaguardado las fuerzas de la reacción. En el país, Nixon había escenificado algo muy parecido a un golpe de Estado, dirigiendo una banda paralela de sobornadores y espías telefónicos tras la fachada de gobierno legítimo. Recuerdo que «Big Brother and the Holding Company» era uno de los mejores títulos de un panfleto sobre la banda del Watergate. En el extranjero, su indescriptiblemente odioso secretario de Estado, Henry Kissinger, se sentía capacitado para pagar asesinatos y patrocinar golpes militares. Mientras tanto, un vasto sistema de armamento nuclear significaba que —como había dicho Martin Luther King— estábamos preparados para cometer suicidio y genocidio al mismo tiempo. El colosal gasto de ese sistema militar-industrial también era un robo a los pobres del mundo. Empecé a leer mucho a Hunter Thompson y, cuando Nixon cayó por fin, lo celebré como si hubiera derrotado a un enemigo personal.
Pero después tuve que reflexionar un poco. Después de todo, el sistema legal y la Constitución de Estados Unidos habían sobrevivido a los intentos de desmontarlos que había llevado a cabo Nixon. El Congreso celebraba unas sesiones de puertas abiertas que era muy difícil imaginar en el palacio de Westminster, y solicitaba el testimonio de testigos importantes. El Departamento de Justicia había resistido los ilegales intentos presidenciales de purgarlo. El sistema del fiscal especial había demostrado su eficacia. La prensa de Estados Unidos, con el Washington Post a la cabeza, había penetrado en el velo de mentiras y soborno, y —pese a las groseras amenazas de la Casa Blanca— finalmente había señalado a los principales perpetradores en primera página. Y todo eso mientras continuaba la guerra en Indochina.
Una gran cantidad de los «asuntos» que había afrontado en la década de 1970, como periodista y como activista político, tenía que ver con la censura y la libertad de prensa y la información pública. En Gran Bretaña se arrestaba a reporteros por intentar investigar cuestiones que afectaban a la «seguridad nacional»: la Ley de Secretos Oficiales tenía una cláusula que convertía en delito la «recopilación» de información. En Estados Unidos había una Ley de la Libertad de Información que al menos establecía la presunción de inocencia en el momento de la revelación. En Londres, el Estado podía enviar una nota «D-Notice» al director de un periódico, impidiendo que publicara una noticia que pudiera incomodar al gobierno. En Estados Unidos, la Primera Enmienda de la Constitución —como había reafirmado el caso de los Papeles del Pentágono— prohibía la «limitación previa» de la prensa. En cuanto al Parlamento, sus esfuerzos por circunscribir al ejecutivo eran poco menos que patéticos. Cualquiera que hubiera oído las sesiones Fulbright o del comité Church solo podía gemir de desprecio cuando un «comité selecto» de Westminster hacía un débil intento por descubrir, por ejemplo, cómo la actuación británica en Chipre había acabado en algo que estaba entre la traición y el fiasco.
A finales de la década de 1970 estuve a punto de ir a la cárcel por revelar en un programa de televisión que el gobierno había vetado de antemano un jurado de Londres en un juicio por la Ley de Secretos Oficiales y que, no contento con excluir por adelantado a cualquiera que fuera sospechoso de simpatizar con la defensa, también había colocado a un antiguo miembro de las fuerzas de élite del Servicio Especial Aéreo. El juez del caso detuvo el proceso y me citó por desacato al tribunal. Durante un par de días llevé un cepillo de dientes en el bolsillo, pero entretanto Su Señoría sufrió un derrame cerebral cuyo principal efecto fue la amnesia, y el peligro pasó. En Estados Unidos, como no me cansaba de señalar, habrían sido los que se entrometían en la designación del jurado, y no los que los habían pillado en el acto, quienes habrían corrido peligro de ir a la cárcel.
Otro episodio puede ilustrar mi gradual iluminación sobre estos aspectos. En la Gran Bretaña de la década de 1970, los grupos fascistas y neonazis, que organizaban repugnantes ataques a los inmigrantes de la Commonwealth y empezaron a redistribuir monsergas antisemitas comidas por las polillas (o, más bien, infestadas de gusanos) que negaban el Holocausto, causaban considerables molestias. Una de las obligaciones normales como izquierdista era dedicar el fin de semana a bloquear los esfuerzos de esa chusma cuando intentaba celebrar una manifestación o montar una plataforma en un mercado callejero. Los puños y las piedras volaban, se arrancaban carteles: todo formaba parte de una notoria tradición socialista que se remontaba al combate con los Camisas Negras en la década de 1930. A menudo me parecía que la policía favorecía a los fascistas: te podían arrestar «para protegerte» solo por tener pinta de pelear si hacía falta. Después un día leí en un periódico estadounidense que, en la localidad de Skokie, Illinois, el Partido Nazi estadounidense iba a celebrar un desfile de esvásticas. Habían elegido ese barrio de la periferia de Chicago en concreto porque tenía una gran población de refugiados judíos procedentes de Alemania. Buen trabajo. Leí que se había impuesto una prohibición temporal de la manifestación. ¡Pero esa decisión era recurrida ante el juez por… la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU)! Tenía que ser un error. El Socialist Worker (que todavía leía aunque ya no ayudaba a editarlo o venderlo) publicó un párrafo viperino donde aseguraba que eso demostraba la farsa vacía que era el liberalismo estadounidense. Lo miré con más atención, por curiosidad, y leí una excelente defensa de la ACLU de su director, Aryeh Neier, que era un refugiado del nazismo. La Primera Enmienda de la Constitución, decía, consagraba el derecho de todos los ciudadanos a la libertad de expresión y reunión. Si se le quitaba esa protección a alguien, quizá en especial a alguien repulsivamente impopular, quedaría debilitada o diluida. Yo me había criado en una cultura en la que la ley que regía la libertad de expresión y de reunión era lo que dijera el policía más cercano.[89]
Después estaba la embajada estadounidense. Con su horrible desfiguración del lado oeste de Grosvenor Square, en los sesenta había sido un objetivo estético y político. Pero tras el desalojo de Nixon de la Casa Blanca, esa fortaleza neobrutalista de Londres empezó a organizar una especie de ofensiva de encanto. Elliot Richardson, el digno fiscal general que había rechazado la orden perentoria de Nixon que le conminaba a despedir al fiscal especial Archibald Cox («Sack the Cox-Sacker», había escrito un amigo mío en un letrero ante la Casa Blanca, como si lo hubiera tomado prestado del trabajo más concienzudo de Bob Conquest),[90] se convirtió en embajador y aprovechó una temprana oportunidad para almorzar en el New Statesman. Nunca había visto el republicanismo liberal de cerca y, aunque parecía algo satisfecho de sí mismo, pensé que había conocido a políticos menos atractivos. Después, tras un intervalo, el Departamento de Estado anunció que el doctor Kingman Brewster sería su agente diplomático. Como rector de Yale durante el mítico juicio de los Panteras Negras en New Haven, había recibido numerosas calumnias por decir que un hombre negro quizá no pudiera tener un juicio justo. En realidad, solo había preguntado si ese podía ser el caso, pero en cuanto una historia falsa se publica por primera vez, los vagos y/o los malvados volverán a publicarla una y otra vez. El embajador Brewster y su esposa celebraron varias veladas asombrosas en Winfield House, en Regent s Park —el regalo de Barbara Hutton a Londres y a Washington—, donde después de la cena había seminarios sobre toda clase de temas, desde la discriminación positiva a El Salvador. La lista de invitados, pensaba, estaba conscientemente equilibrada para que fuera de izquierdas. (A su debido tiempo, el embajador Brewster me avaló para obtener mi tarjeta de residente). De nuevo, el ineluctable tono estadounidense parecía ser de generosidad y amplitud de miras.
Sería pacato si no mencionara otro elemento, que eran las mujeres estadounidenses. ¿Cómo se puede decir con delicadeza? Las mujeres inglesas eran, por supuesto, adorables, y la idea de la «rosa inglesa» no había adquirido el aire enfermizo de la época de Diana, pero tenían cierta tendencia a dejarle la iniciativa al varón. Desde siempre, mi acuciante debilidad en ese apartado es que me gusta saber que las iniciativas ya son bienvenidas, si me pillas. (Esa era una de las muchas diferencias entre mi estilo y el del joven Amis, que con bastante razón argüía que ninguna de las dos partes podía estar segura de la bienvenida hasta que uno de los dos —y él estaba totalmente dispuesto a asumir la tarea de romper el hielo— ponía las cosas a prueba). Las chicas estadounidenses, descubrí, eran más… lanzadas. Iban al grano, y daban voz directa, a veces en un tono cercano a las órdenes, a sus deseos. No me creo capaz siquiera de empezar a expresar mi gratitud. Fue una aventura así la que me reunió con Estados Unidos tras casi siete años de ausencia: me conoció en Londres, pero vivía en Nueva York y, cuando subí al Pan Am para reunirme con ella, tuve un atisbo no platónico del ideal platónico según el cual dos esferas separadas se unen felizmente una vez más. Esa convicción duró más que el romance. A partir de entonces, cada vez que volvía a Inglaterra, la idea de que no tardaría en volver a Nueva York, y sin billete de vuelta, ocupaba mi mente.
Había publicado algunas piezas más en The Nation y, cuando en una de esas visitas fui a ver a Victor Navasky en la redacción de la revista en el centro y le oí preguntar si tenía ganas de instalarme permanentemente, noté que la fuerza del anzuelo me había levantado del agua. Todo el asunto horrible de los visados, los papeles de inmigración y los permisos de trabajo (que ahora es muchísimo peor que entonces) sería un poco más fácil si tenía un patrocinador o alguien que me avalara. Así que el 9 de octubre de 1981 fui a Heathrow y volé en dirección oeste para ver de nuevo lo que se había convertido en mi vista favorita: Manhattan a media tarde desde la punta de Long Island. Tenía quizá una maleta, una semioferta de un trabajo a tiempo parcial en la redacción de The Nation, una oferta de santo para quedarme bastante tiempo en West Village que me habían hecho mi amiga Gully Wells (a prueba del Hitch de Oxford) y su marido Peter, y unos miles de dólares en el banco.
Por supuesto, muchas veces se ridiculiza la manera que tienen los ingleses de intentar «lograrlo» en Estados Unidos, especialmente en Nueva York y Los Ángeles. Se abren paso, digamos, en la industria editorial, publicitaria o cinematográfica por la mera actitud e integridad que representa su famoso «acento». Y los fines de semana se juntan y toman Marmite y Earl Grey, hablan de los resultados del criquet y se ríen de la credulidad y ñoñería de sus anfitriones estadounidenses. (Genuinos y verdaderos «anfitriones», como en la relación con los parásitos). Waugh lo satirizó en su descripción de los jugadores de criquet de Hollywood en Los seres queridos (había olvidado mencionar que se subtitula Una tragedia angloamericana):
Para ellos, el club era el símbolo de su condición de ingleses. Ahí coleccionaban suscripciones de la Cruz Roja y hablaban a sus anchas, sin que los oyeran sus extraños empleadores y protectores.
Poco después de llegar a Nueva York, Tom Wolfe aseguraba haber diagnosticado el mismo síndrome en La hoguera de las vanidades:
Uno tenía la sensación de que una legión muy rica y engolada se había encaramado en los edificios de apartamentos de Park Avenue y la Quinta Avenida, para desde allí saltar sobre los gordos pollos de los yanquis, y devorar tranquilamente la última carne rechoncha y blanca de los huesos del capitalismo. […] Eran compañeros de armas, al servicio del herido chovinismo inglés.
Cuando se publicó esta obra de ficción, me ofendió leer especulaciones de tercera mano que insinuaban que yo era el modelo para el venal gacetillero y arribista inglés Peter Fallow. Es cierto que había ofendido deliberadamente a Wolfe —que sabe ejecutar una venganza poco limpia—, pero no por frecuentar los áticos de Park Avenue o la Quinta Avenida. Al contrario, había escrito un texto poco amable sobre su afectación reaccionaria en una pequeña revista de la Costa Oeste llamada Mother Jones. No era arribismo por mi parte: yo estaba «abajo» con mis compañeros, los radicales estadounidenses, no conspirando con una panda de aristócratas y expatriados. Sin embargo, hay algo en la voz inglesa que todavía hiere a algunos estadounidenses —incluso a virginianos en apariencia seguros que llevan trajes blancos—. Los estadounidenses más demócratas eran felices con el sonido. Decidí que ni lo explotaría ni me asimilaría demasiado. Cuando las jóvenes de la compañía telefónica AT&T decían: «Siga hablando. Me encanta su acento», respondía: «Pero, querida, yo no tengo ningún acento. Es usted la que lo tiene, y muy bonito, por cierto». En cinco de cada diez ocasiones me decían que sonaba igual que Richard Burton, y creo que lo decían amablemente.
Aparte de la verdadera lucha de clases, una de las formas estéticas de demostrar que había un sistema de clases en Estados Unidos era meditando sobre la palabra, o acrónimo WASP. Acuñado por E. Digby Baltzell en su libro The Protestant Establishment, el término significa, en sus siglas en inglés, «protestante blanco anglosajón». Solo que, como nunca me cansaba de señalar, la «W» de white era una redundancia (por definición, no había BASPS o JASPS con los que se les pudiera confundir). Como había relativamente pocos católicos anglosajones en Estados Unidos, podía argüirse que la «S» de saxon también era innecesaria. Pero el acrónimo AS tampoco servía de mucho. Y creaba otra dificultad adicional. Si el origen «anglosajón» era lo determinante, y sin duda lo era, ¿por qué George Wallace y Jerry Falwell no eran WASP? Después de todo, no solo eran blancos, anglosajones y protestantes, sino que eran muy enfáticos sobre las tres cosas. Mientras que un hombre como, digamos, William F. Buckley, pese a ser un católico blanco irlandés, irradiaba el tipo de comportamiento para el que se había creado el término WASP en primera instancia. Y lo mismo hacía, por cierto, el elegante caballero de Richmond, Virginia, Tom Wolfe. ¿Podía ser, acaso, que WASP fuera un término que designaba una clase más que una etnia? Quod erat demonstrandum. Esos otros protestantes blancos anglosajones de la clase menos refinada habían disfrutado de una descripción propia. Era la vieja y buena palabra redneck, «paleto», y a quienes designaba se concentraban en lo que H. L. Mencken había llamado con poca sensibilidad el cinturón «de gusanos e incesto» del mundo anglosajón. Así, ser inglés en Estados Unidos, si uno había gozado de algo como una educación en Oxbridge y hablaba en tonos aceptables para la BBC (de entonces), significaba estar, casi por definición, en la clase media alta. Sir Ambrose Abercrombie explica el sistema de estratificación en Los seres queridos: «Nunca encuentras a un inglés entre los desamparados. Excepto en Inglaterra, por supuesto».
Hay un interesante corolario de todo esto, que es que la cuestión de los guiones es, siempre ha sido y siempre será diferente para los inmigrantes ingleses. Te pueden llamar italoamericano, greco-americano, irlandés-americano, etcétera. (Por alguna razón, los judíos prefieren las palabras en el orden contrario, como en Congreso Americano Judío o Comité Americano Judío). Y cualquiera de esos grupos puede tener y tiene un desfile de su «día nacional» en la Quinta Avenida de Nueva York. Pero no hay algo como un «angloamericano», por no decir «británico-estadounidense», y uno solo puede quedarse atónito ante la idea del aspecto que podría tener el desfile de nuestro día nacional en la Quinta Avenida si existiéramos. Hay una cultura, incluso una literatura, posiblemente un idioma, y sin duda una relación diplomática y militar que puede llamarse con precisión «angloamericana». Pero hay algo en el paisaje y el trazado de Estados Unidos, con siete estados orientales que llevan el nombre de monarcas o aristócratas ingleses e incontables aldeas y ciudades que son réplicas de condados y regiones del otro lado del Atlántico, que hace que el guión sea redundante. El guión —si se me permite ser brusco— es para los que llegan tarde. Ha resultado absorbente (espero que la palabra sea la adecuada) ver la emergencia de otro grupo inmigrante sin guión. Pocas veces se llama ahora a quien viene del sur de Río Grande «mexicano-estadounidense», digamos, por no hablar de «salvadoreño-estadounidense». Son, en cambio, «hispanos» o «latinos». Y ellos también fueron en muchos sentidos precursores más que tardones.
Los dos aspectos más presentes en mi origen y juventud ingleses —la ansiedad por la clase y el declive del Imperio— me ayudaron a gestionar y explicar esos temas, que se hallaban bajo cierta prohibición de «negación» o reticencia, a los lectores estadounidenses. Ocurrió que, mientras me adaptaba a Nueva York, el Public Broadcasting System (a veces conocido como Petroleum’s British Subsidiary por la prominencia de su Mobil Masterpiece Theatre) emitía Retorno a Brideshead: nada menos que William F. Buckley ocupaba el habitual lugar de Alistair Cooke junto a la chimenea. Así, aunque en el mundo de la política se desarrollaban grandes acontecimientos, desde la aplicación de la doctrina Reagan en Centroamérica al drama en Polonia y el choque sobre el despliegue de misiles, las primeras consideraciones realmente largas que escribí para The Nation y Mother Jones hablaban de las intersecciones entre clase e imperio. Recurrí a lo que conocía mejor para destacar que, tras el glamour señorial del castillo de Brideshead, se hallaba la profunda melancolía causada por la matanza imperialista de 1914-1918, y que un gran porcentaje del celebrado «estilo» de Tom Wolfe formaba parte de un revival de una política derechista basada en la defensiva conciencia de clase de la gente acomodada.
Tras haber vivido a costa de mis inmejorables amigos Gully y Peter el tiempo suficiente, me convertí en inquilino de un apartamento sin ascensor en la calle Diez Este, en el lado norte de Tompkins Square, que me encontró el aparentemente omniconectado Ian McEwan, y desde allí tenía una vista de las Torres Gemelas del World Trade Center. Mi casero tenía una buena biblioteca en ese pequeño apartamento y el barrio, por entonces muy pobre, asqueroso y étnico al viejo estilo, con un énfasis tradicional en los ucranianos, también tenía varios cafés y restaurantes literarios decentes. Había una cafetería llamada Di Roberti’s, a la que W. H. Auden acudía con sus zapatillas de andar por casa desde St. Marks Place. (Auden: casi el único inglés que se había transformado con éxito en estadounidense, o en todo caso sin duda en neoyorquino. Un ocupante anterior de ese viejo apartamento destartalado había sido Liev Trotski, que podría haberse convertido en un estadounidense respetable si las cosas hubieran sido muy, muy diferentes. A lo mejor un día descubriremos esas viejas películas de Nueva York en las que trabajó como extra). Sentí que yo mismo había superado un rito de paso en Nueva York, cuando, a los pocos meses de mudarme, sufrí un ataque horrible en las escaleras de mi casa. Todavía recuerdo la intensa vergüenza por no haber resistido, pese a que la chica que me acompañaba insistía en que había hecho lo más sensato. Nunca olvidaré el asfixiante terror que sentí al ver cómo se giraba el psicópata con navaja, considerando si apuñalarnos tras darse cuenta de que lo habíamos visto de cerca durante mucho rato, y la prisa desesperada con que cerré la puerta de la calle detrás de nosotros justo a tiempo, mientras veíamos cómo nos seguía amenazando y gruñendo al otro lado del cristal. En ese momento supe fríamente que, si hubiera tenido un arma, le habría disparado en la cabeza sin dudarlo. Por cierto, era blanco, aunque en las dependencias policiales los hoscos polis me enseñaron meticulosamente un álbum entero de delincuentes muy negros, antes de preguntarme si estaba seguro de que el asaltante no había sido «un hispano de piel clara». Cuando dije «no», ya sospechaban que yo era un liberal sensiblero.
El ritmo de la vida en Manhattan parecía dos veces más rápido que en Londres y, por tarde que me fuera a la cama, me despertaba invariablemente pronto y no podía volver a dormirme. Leía y escribía más, y además escribía para un público nuevo (de editores y suscriptores) tras la clientela excesivamente familiar del Reino Unido. Pero también había más periódicos de «casa» (juré que no intentaría considerar la oferta) que me pedían que escribiera sobre Estados Unidos. Y qué tema era América: inagotable, iniciado por proclamaciones y afirmaciones escritas que estaban abiertas a la reescritura, la revisión y la enmienda: era, por tanto, una gran «obra en marcha», en la que uno podía esperar desempeñar un papel diminuto. Pensé que quizá por eso sentía un impulso tan grande hacia la emigración y la inmigración: quizá la necesidad de escribir y la atracción magnética de Estados Unidos habían sido dos versiones del mismo impulso.
Una de las razones de mi variada vida nocturna en Nueva York era mi amistad con Brian y Keith McNally, los dos hermanos que habían abierto el restaurante Odeon (ahora y siempre inmortal en cierto Zeitgeist a causa de la luminosa ilustración en la cubierta de Luces de neón). Al igual que no puedes imaginar a McInerney sin esa fotografía, de repente parecía que no podías imaginar el fondo sin los McNally. Me sentía incómodamente orgulloso de ser amigo suyo antes de que estuvieran tan solicitados: había habido una época en que, de esos dos tipos bastante distintos del East End, Keith había sido el meloso maître y Brian la combinación de camarero y —si era necesario— guardián. Ambos eran consumados autodidactas. Keith se concentraba en lo estético y lo teatral (Alan Bennett y Jonathan Miller lo adoraban como descubrimiento), mientras que Brian estaba fascinado por la historia y la ideología. Sin darle demasiada importancia o decirlo, nos dábamos cuenta de que en Inglaterra probablemente no nos habríamos conocido nunca, o no habríamos tenido esa sencilla relación social.
Brian me despertó muy temprano una mañana, en lo que parecía una versión cinematográfica del cockney de Ealing Studios durante la época del bombardeo de Inglaterra, arremetiendo contra una «puta libertad diabólica». Cuando mis trastornados sentidos se aclararon, entendí que se refería a la invasión argentina de las Malvinas. Lejos de casa y bastante lejos de ser partidarios de Thatcher, compartíamos la creencia de que bajo ninguna circunstancia se podía permitir que lo mandoneara una cuadrilla de camisas pardas bonaerenses.
La agresión, para la que mi todavía vívida visita a Argentina me había preparado, propició la ocasión de un choque de opiniones y una división de fuerzas fascinantes a ambos lados del Atlántico. Me parecía evidente que la junta militar nunca se habría atrevido a atacar territorio británico a no ser que hubiera recibido algún tipo de «luz verde» de Washington. De hecho, inmediatamente se informó de que Jeanne Kirkpatrick, la embajadora de Reagan en las Naciones Unidas y una de los apologistas principales de las dictaduras anticomunistas, había acudido a una recepción diplomática argentina la noche de la invasión. El general Alexander Haig, el vanidoso y próspero secretario de Estado de Reagan, adoptó su voraz posición habitual, que le hacía volverse loco por cualquier cosa que fuera militarista, sádica y de machos uniformados. Pero las garantías dadas a los homólogos de Haig en Buenos Aires se habían basado en la premisa de que los británicos no lucharían por un archipiélago pedregoso en el otro extremo del mundo. De repente, por razones que creía que tenían poco o nada que ver con mi sangre y mi patrimonio, y pese al impedimento que suponía haberme vuelto más estadounidense, me di cuenta de que habría sido incapaz de soportar la vergüenza si esa premisa se demostraba cierta.
En mi nueva cohorte alrededor de The Nation, el envío de una expedición naval británica para recuperar las islas se saludó en general con alegría e incredulidad. ¿Iba en serio? El estado de ánimo británico no duraría más allá del regreso de la primera bolsa con un cadáver (una expresión que se me haría cada año más pesada). Al principio, y de forma oportunista, intenté adaptarme a esa mentalidad y ser ecuánime, e incluso escribí un editorial donde me burlaba del patrioterismo de «Rule Britannia», que parecía estropear el espectáculo en casa. Todavía me sonrojo al recordarlo. Y después me llamó Alexander Chancellor, director de The Spectator. Su corresponsal en Washington, por lo demás un hombre encantador, también tenía dificultades para tomarse el asunto en serio y enviaba textos que eran «sinceramente un poco “frívolos”». ¿Me importaría ir a la capital para ver si podía encargarme del fuerte un tiempo? No lo dudé. No te preocupes por su aparente conservadurismo: el Spectator de Chancellor superaba a mi vieja cuadra del New Statesman desde hacía algún tiempo, contratando a algunos de sus mejores talentos; la mera pregunta ya era un honor. Pronto estaba en camino para cumplir lo que era mi primer encargo en Washington.
Fue una formidable introducción a las dicotomías de «clase» e «imperio» que he mencionado antes. Por una parte estaba el sector más inquietante del nuevo imperio estadounidense, representado por la alianza Haig-Kirkpatrick de matones de uniforme y pseudointelectuales ávidos de poder. Hablaban en nombre de los torturadores argentinos que —como ellos sabían pero nosotros no— ya ejercían de guías y entrenadores de un grupo homicida que el mundo pronto conocería como la Contra nicaragüense. (Computa como verdadera ironía histórica que la belicosidad de la señora Thatcher robara a los neocons su apoderado favorito, obligando al entonces desconocido Oliver North a financiar la Contra tratando con los mullahs iraníes, y estuviera a punto de demoler la presidencia de su adorado Ronnie). En el otro lado estaba el sector más tradicional y aparentemente caduco, pero también en cierto modo con más clase del viejo Imperio británico, que en este caso tenía una encarnación casi ideal en sir Nicholas «Nico» Henderson, alojado en la espaciosa residencia diplomática que había diseñado sir Edwin Lutyens (arquitecto de Nueva Delhi) en la gran extensión del oeste de Massachusetts Avenue.
Diré que, como muchas personas del Foreign Office, sir Nicholas dudaba de la prudencia de enviar la Marina Real tan lejos de la base por un oscuro asunto de principios, pero puedo testificar que tardó unos tres días en echar del campo al espeluznante enviado argentino y acosarlo hasta apartarlo de la sociedad decente de Georgetown. La tuberculosis que le había afectado a un hombro en su infancia hacía que a Nico le costara vestirse por la mañana: siempre era elegante, pero iba un poco desaliñado y en esa etapa de su vida se le describía como algo parecido a «una casa de campo en ruinas». No lo consideraba un insulto. De hecho, sin duda utilizaba bien la forma que tenían algunos personajes superficiales de infravalorarlo. Gracias a acertadas filtraciones, logró que la Kirkpatrick y sus asociados parecieran bastante desagradables. Y, llamando a ciertos asesores, indujo a Gaspar Weinberger a poner el Departamento de Defensa en el lado británico de la balanza. A mí tampoco me gustaba Weinberger, o lo que consideraba el culto estadounidense a Winston Churchill que representaba, pero el objetivo principal no tenía dudas para mí. Por encima de todo, Estados Unidos no debía rescatar a otro repugnante caudillo[91] latinoamericano. Finalmente, Reagan se alió con Weinberger y Thatcher contra Haig y Kirkpatrick, y la propia Argentina fue liberada junto al minúsculo archipiélago británico que había intentado robar. No podía haber tenido una mejor introducción a Washington y las luchas de poder.
Quizá había hecho lo correcto en esa ocasión, pero Ronald Reagan no me gustaba y nadie podía convencerme de que me gustase. Incluso ahora, cuando lo escruto a través de la lente más rosada de su compromiso histórico con Gorbachov, puedo recordar sin problema (que es precisamente la razón por la que las memorias siempre deben esforzarse en evitar demasiados ajustes retrospectivos) los motivos exactos por los que me parecía tan repelente en aquella época. En primer lugar estaba su increíble facilidad para mentir sin inmutarse. Podía engañar a la cámara con una sonrisa campechana que siempre encontré molesta pero sirvió para que un grupo de aduladores de los medios de comunicación lo llamaran el Gran Comunicador, y después pronunciar las falsedades más flagrantes. («Sudáfrica ha estado a nuestro lado en todas nuestras guerras importantes», declaró cuando defendía un régimen a cuyos líderes los británicos habían encerrado por simpatías nazis durante la Segunda Guerra Mundial. «El ruso no tiene una palabra para “libertad”» fue otro asombroso pronunciamiento. Quién sabe de dónde lo sacó, ¿o es posible imaginar un presidente cuyo equipo no podía informarle de la noble palabra Svoboda? En dos ocasiones diferentes argüyó que, aunque nunca había abandonado la seguridad de los estudios de Los Ángeles, había estado presente en la liberación de los campos de exterminio nazis. Podía ser preocupante). De cerca, en las ruedas de prensa, el caparazón de cordialidad se desconchaba: estaba a pocos metros de su rostro de lagarto cuando le hicieron una pregunta que no le gustó —el robo del libro de Carter por parte de empleados de la campaña de Reagan durante las elecciones de 1980— y me conmocionó la malicia senil y voluble que brotó en sus ojos cuando ofreció la excusa de que el New York Times también había aceptado propiedad robada en el caso de los Papeles del Pentágono. Nadie se sorprendió menos que yo cuando se descubrió que Reagan padecía Alzheimer: creo que un día se admitirá que parte de su familia y uno o dos de sus médicos empezaron a sospecharlo en su primera legislatura.
Al Líder del Mundo Libre se le fotografiaba con frecuencia en compañía de gente «apocalíptica». Protestantes fundamentalistas y literalistas bíblicos como Jerry Falwell y Pat Robertson: petulantes unidos por la avaricia y el cinismo que Martin Amis describió como «farsantes de proporciones chaucerianas». El presidente encontraba tiempo para parlotear con esos personajes sobre el cumplimiento de las viejas «profecías» y el próximo Apocalipsis. También especulaba estúpidamente diciendo que el jurado todavía podía emitir un veredicto abierto sobre la teoría de la evolución. Estaba casado con una mujer que contrató a una astróloga para la Casa Blanca. Dijo que el batallón Abraham Lincoln había luchado «en el lado equivocado» en la guerra civil española, lo que significaba lógicamente que había un lado «correcto» y que era el franquista. (Cuando se produjo el último intento de un golpe de Estado fascista en España, a principios de la década de 1980, se pidió la opinión de la administración de Reagan, de nuevo en la persona del monstruo strangeloviano Alexander Haig, que dijo asombrosamente que el asalto armado al Congreso de los Diputados era un asunto interno de los españoles). Con Haig, Reagan también dio permiso a Menahem Begin y Ariel Sharon para invadir el Líbano en 1982, y para llevar la incursión hasta Beirut y hacer el trabajo sucio de la Falange católica. Con objeto de complacer al canciller alemán Helmut Kohl, Reagan aceptó visitar un cementerio de las SS en Bitburg («Ich bin ein Bitburger»), y, como si eso no fuera lo bastante malo, dijo que las personas enterradas allí no solo eran «víctimas», sino víctimas «en la misma medida» que los civiles que habían asesinado. Hizo chistes estúpidos y alarmantes en televisión sobre un bombardeo preventivo de la Unión Soviética. Perdonó a los agentes condenados del FBI Felt y Miller, acusados y despedidos por allanamientos y escuchas ilegales al movimiento contra la guerra. En una ironía realmente dulce, descubrí más tarde que uno de esos hombres (Mark Felt) había sido la Garganta Profunda cuyos torpedos habían mandado la anterior administración republicana electa al fondo del mar.[92]
La toma de contacto con Washington resultó tan fascinante que, cuando Victor Navasky y Kai Bird me preguntaron si me apetecía trasladarme allí de forma permanente para la revista, apenas lo dudé. Cuando iba hacia Washington, Victor me invitó a un almuerzo de despedida en un restaurante cerca de Pennsylvania Station. Conocido como el «astuto y tacaño» Navasky a causa de una imperecedera columna de Calvin Trillin en la que este último registraba que lo había contratado para pagarle «una cantidad baja de dos cifras», quizá Victor fuera estricto con el dinero de la revista, pero siempre se mostró muy generoso con el suyo y fue una comida bastante decente. Una astucia le había ayudado a convencerme para que me trasladara al sur: había observado casualmente que The Nation no había tenido un columnista habitual en Washington desde I. F. Stone. El nombre era mágico para todos los radicales de los sesenta y también para una generación anterior: Stone había publicado su propia revista semanal de investigaciones y polémicas, dejando al descubierto a los que generaban guerras y segregación, y se ganaba la vida como productor de palabras impresas independiente y no alienado. La buena vida del panfletista. Me sentía tan halagado y entusiasmado por esa comparación latente que caí en la trampa de Trillin y olvidé preguntar por el salario hasta que casi fue demasiado tarde…
Me hacía ilusión luchar contra los partidarios de Reagan en su capital, y con una compañía tan ilustre como Izzy Stone (había prometido celebrar una fiesta de recibimiento en mi honor cuando llegara), pero sentí una punzada al dejar Manhattan y esa punzada se hizo más aguda cuando, al dirigirme a la puerta de salida del restaurante, vi fugazmente a Susan Sontag comiendo con Roger Straus. Entonces ya conocía un poco a Susan: era una figura soberana en el pequeño mundo de los que cultivaban las ideas. No tenía jefe, pero tenía un distinguido editor que también era su amigo y estaba orgulloso de publicar cualquier cosa que escribiera. Obviamente, mi «punzada» era en parte envidia. Por política que fuera, Susan no tenía que llevar la vida politizada en la que yo estaba a punto de embarcarme.[93]
Convertirte en washingtoniano es elegir una forma muy extraña de convertirte en estadounidense. Al principio, se parecía a trasladarse a una ciudad fabril en la que nunca llegaba a hacerse nada. El típico «aspecto» local era el de un abogado (casi indistinguible, en hombres y mujeres, del asesor legal). El desaliño era un tema: en las calles de Nueva York tu sentido de la vista se veía constantemente asaltado y torturado por un festival de distracción: en mi nueva casa descubrí que podía recorrer casi toda la longitud de Connecticut Avenue sin tener que volver la cabeza para echar un segundo vistazo. Tanto mejor, quizá, puesto que por primera vez en mi vida laboral no iba a ir a una redacción donde habría cordiales colegas plumillas, sino que tendría que desarrollar una severa disciplina diaria y semanal propia, y en casa.
En mi búsqueda de un lugar donde vivir que no fuera caro, pronto descubrí que había una diferencia muy acusada entre los barrios de la ciudad, y que esa diferencia no estaba demarcada de forma menos acusada. En 1982, y algunos años más tarde, todavía podías ver la zona quemada y surcada por cicatrices, que se extendían desde la parte este del centro hasta los distritos que había tras la entonces desvencijada y desusada Union Station y hasta el Capitolio, que databan de los disturbios de 1968. La pequeñez del D.C. hacía que fuera una conmoción darte cuenta de lo cerca que había estado de la Casa Blanca y el Domo ese justificado tumulto. Tras quedarme un tiempo con un amigo de Zimbabue que trabajaba en el Banco Mundial, y después con un corresponsal británico de cierta importancia, valoré que no podía y quizá no debería permitirme sus barrios llenos de hojas del noroeste. Encontré un adosado al nordeste del Capitolio, donde a veces, si quería ir en taxi por la noche desde Dupont Circle, los chóferes africanos se negaban a llevarme (sobre la base indiscutible —al menos para mí con ellos— de que era «una zona negra»). Desde entonces no he podido utilizar la expresión «aburguesamiento de una zona» con tono despectivo: la verdad inevitable es que casi invariablemente es un buen síntoma.
Otras zonas de la ciudad se animaban más deprisa. El propio Dupont Circle estaba cambiando gracias a la inmigración de parejas gays con dinero para gastar, que hicieron que aumentara el precio de las casas y abrieron cafés y tiendas especializadas. En Adams-Morgan, el pequeño barrio latino de la ciudad, se oía música y había una mezcla étnica que incluía desde etíopes a salvadoreños, y donde nadie predominaba indebidamente. Georgetown todavía tenía sus anfitrionas en esa época, y me hice amigo de una de las más agradables, Joan Bingham. En ese círculo dominado por mujeres, que siempre había formado parte de la «relación especial» angloamericana y que finalmente se eclipsaría junto a ella, todavía se podía encontrar a grandes damas como Katharine Graham, Susan Mary Alsop, Evangeline Bruce y Kay Halle, y, como señaló Oscar Wilde hablando de Frank Harris, me invitaron a todos esos salones… una vez.
Puesto que estaba en la ciudad con el fin de trabajar para una revista estadounidense (mientras que, bastante naturalmente, todos mis amigos británicos escribían para Londres), mi perspectiva tenía que alterarse por fuerza y mi forma personal de americanizarme consistió en ser hermano de sangre de la izquierda estadounidense. Sentía un parentesco con ella: la tradición de la gran solidaridad de Marx con Lincoln en la guerra de Secesión; la figura grandiosa y humana de Eugene Debs; las poderosas batallas de clases de los años treinta que bautizaron al movimiento obrero —que después ayudó a copatrocinar la Marcha sobre Washington de 1963. A través de hombres como Izzy Stone conocí a algunos veteranos de esos episodios conmovedores. Después Ralph Nader me invitó a comer (y me ofreció la extraña suma de siete mil dólares si dejaba de fumar, lo que no hice, o no hice entonces).
La pulla que nos dirigía la facción Reagan-Kirkpatrick consistía en que éramos «antiamericanos» y, cuando criticábamos el expansionismo israelí, «antisemitas». En paralelo con eso llegaba la acusación de que, en la guerra fría, considerábamos que Estados Unidos y la Unión Soviética eran «moralmente equivalentes». Uno se acostumbraba a combatir esa línea de ataque y se hacía experto en decir que Estados Unidos era infiel a sí mismo cuando (digamos) toleraba que hubiera escuadrones de la muerte en El Salvador. En el caso israelí, como le gustaba decir a Stone, había más críticas a la política del gobierno en la prensa de Jerusalén que en la estadounidense. Los críticos judíos y de izquierdas del sionismo estaban por toda la escena estadounidense, y no tenían nada de «odio a sí mismos» (la otra vertiente de la acusación de antisemitas). Sobre la acusación de «equivalencia moral» tenía un poco más de problemas: mi viejo trotskismo me había enseñado a ser mucho más antisoviético que la mayoría de mis compañeros, y a menudo veía en los círculos de The Nation que había gente que pensaba que Joseph McCarthy había sido mucho, mucho peor que Iósiv Stalin. Pero en armas termonucleares, por ejemplo, pensaba que había una equivalencia moral aproximada, que empeoraba a medida que los estrategas estadounidenses empezaban a usar frases de exterminio como «lanzamiento a la alerta». Y pensaba que Sudáfrica encajaba mejor en la definición de Estado «totalitario» que, por ejemplo, Hungría. Empecé a coincidir con Noam Chomsky en algunos de esos asuntos y lo visitaba en Cambridge; en una ocasión hablamos en la misma plataforma en defensa de Chipre. Una vez me alarmó al decir que, por lo que él veía, el cálculo de «la equivalencia moral» favorecía a la Unión Soviética, pero archivé eso bajo otra cabecera. Mi admirado Gore Vidal también me alarmó una vez o dos. Fui a Lynchburg, Virginia, en los primeros días de Reagan, para ver cómo arrastraba su abrigo y provocaba a los fieles con una conferencia pública en la ciudad natal de Jerry Falwell. Lo hizo brillantemente. Llevé al viaje al joven Amis, y los tres cenamos juntos. Como si quisiera introducir a un inocente Martin en el corazón nativo de Estados Unidos, Gore mencionó el FBI e hizo un aparte para contarle en confianza: «Ya sabes… Es nuestro KGB». Noté que Martin se resistía a ese desparpajo: más tarde escribió que Gore, aunque era un gran artista, necesitaba saber que había algo radicalmente, o mejor terminalmente, sospechoso en su sonrisa. No mucho después, me retorcí ante la respuesta que ofreció Vidal cuando Norman Podhoretz lo acusó de antiamericanismo. Empezó bastante bien, diciendo airado que no se le podía acusar de odiar una nación de la que era el «biógrafo oficial». Era una respuesta bastante justa, a juzgar por la cantidad de ficción sobre la vida y la historia de la república que había compuesto con tanto cuidado y amor.[94] Las cosas perdieron algo de altura cuando Vidal se volvió contra Podhoretz y lo acusó de ser más israelí que estadounidense. Casualmente eso ocurrió en una edición especial de The Nation sobre patriotismo e internacionalismo: a Alexander Cockburn y a mí nos disgustó lo suficiente como para que expresáramos nuestras reservas a Navasky. Con uno de los encogimientos de hombros que le habían hecho famoso, Victor (que secretamente se alegraba de la publicidad que daría a la revista), dijo: «Bueno, Gore es Gore». Más tarde descubriría que era bastante cierto.