Retrospectivamente, parece más consciente de lo que quizá fuera en aquella época, pero llegó un momento en el que me refugié en los viajes. Para adaptar lo que Cavafis dice sobre los bárbaros, era una solución de varios tipos. Me apartó de un Londres que era a menudo húmedo y frío y de segunda fila. Encendió en mí una resolución que he intentado mantener desde entonces: pasar al menos una vez al año un tiempo en un país menos afortunado que el mío. (Si eso no evita que engordes, al menos puede ayudar a que no te ablandes demasiado). Y, en el período sobre el que escribo, me permitió seguir viendo a la izquierda como una fuerza que continuaba luchando por principios básicos contra los enemigos tradicionales.
Me indignaría si cualquiera describiera esto como «romántico»: un término que aprendíamos a despreciar especialmente en los Socialistas Internacionales, aunque ahora creo que hay palabras más reprensibles. Pero, si se exceptúa un viaje solidario que hice para expresar mi apoyo a los socialistas islandeses que luchaban para evitar que los pesqueros británicos se llevaran todo su pescado (e Islandia es un lugar exótico, con el paisaje lunar del interior y el agua caliente de los géiseres y su constante y diabólico olor a azufre), es cierto que el impulso me llevó por lo general hacia el sur, hacia el Mediterráneo y el Levante.
Una de las grandes esperanzas de 1968 había sido terminar el inacabado asunto de la Segunda Guerra Mundial y limpiar España y Portugal de sus viejos regímenes fascistas. Esa ambición no solo no se había llevado a la práctica, sino que otra dictadura de derechas se había impuesto en Grecia y luego se había extendido, con resultados calamitosos, a la república independiente de Chipre. El drama ocurría a ambos lados de las Columnas de Hércules: la España de Franco regaló su posesión colonial del Sahara Occidental a la monarquía absolutista de Marruecos, dejando a la población sin voz sobre su propio destino. También se extendía al extremo opuesto del Mediterráneo, donde una oposición judía israelí a la ocupación de tierra palestina empezaba a tomar forma, y donde en el Líbano emergía una alianza de fuerzas laicas y palestinas que desafiaba la vieja jerarquía basada en las confesiones.
Toda una antología de imágenes de esa época sobrevive vívidamente en mi cabeza. Una protesta espontánea en las anchas Ramblas de Barcelona, tras el último uso del repugnante garrote medieval en el asesinato judicial de un anarquista catalán llamado Salvador Puig Antich: la bandera catalana ilegal ondeaba orgullosamente y un rocío de bombas de gasolina caía sobre la policía militar de Franco. Un viaje a Guernica —me costaba creer que el nombre correspondiera a una ciudad viva y real— para citarme con activistas vascos. Un fin de semana en el barrio latino de París, con «contraseñas» telefónicas y anónimos estrechones de manos en los bares de las esquinas, para conocer a un líder de la resistencia portuguesa llamado Palma Inácio, que organizaba una batalla armada contra la dictadura en Lisboa. Unos días largos, cálidos y fragantes en Tiro y Sidón y en lugares del sur de Beirut, quedando con militantes del Frente Democrático, que, en un almuerzo en los olivares, me explicaban pacientemente que los judíos y los árabes eran hermanos bajo la piel y el imperialismo era el verdadero problema. De pie en la plaza de la Libertad de Nicosia entre un ruidoso grupo de manifestantes, muchos de los cuales habían luchado con las armas en la mano contra el intento por parte de la junta griega de anexionar Chipre, pero cuyas voces también se oían al otro lado del muro impermeable que el ejército invasor turco había construido en una ciudad libre.
Me gustaba todo esto por su capacidad embriagadora (parecía casar muy bien con diferentes mezclas de vino y raki), pero también por su seriedad —en esas latitudes la política era un juego permanente— y por su relación inmediata e intensa con la historia. Sentía que conocía las Ramblas por Homenaje a Cataluña de George Orwell: en Argel, tras volver de una expedición con los guerrilleros del Polisario que luchaban en el Sahara, pensé que vislumbraba al menos un atisbo indirecto de la continuación de la vieja lucha por el alma del norte de África en la que habían participado Camus y Sartre. En lo que respecta a Chipre, donde me enamoré de la isla y la gente —y de los nombres de los lugares: Famagusta, Lárnaca, Limassol, Kirenia, y de una chipriota muy dramática y capaz de cambiar la vida—, ¿no era la tradición filohelénica la que había ayudado a revivir el radicalismo británico hacía más de un siglo? (En la actualidad, me entran ganas de vomitar cada vez que oigo que la palabra «radical» se aplica perezosa y estúpidamente a los asesinos islamistas, la gente más reaccionaria del mundo).
Lo más útil era el cambio de perspectiva. En el norte de Europa era, a grandes rasgos, el Occidente libre contra los «estados satélite» del Este. Sin embargo, en Chipre, el ocupante ilegal era miembro de la OTAN. En Portugal, el régimen fascista pertenecía a la OTAN. Lo mismo en Grecia. En España, la principal relación externa del sistema era con Washington. Así que era posible encontrar comunistas que, en esas circunstancias especiales, no solo decían cosas sensatas, sino que poseían un pasado heroico y eran figuras respetadas y populares. En Chipre, en una manifestación muy roja en la que estuve entre los oradores, tuve el honor de estrechar la mano de Manolis Glezos, que había dado la señal de la revuelta en Atenas en 1944 al subir al Partenón y arrancar del frontón la bandera con la esvástica. No fue un mal día de trabajo, creo que estarás de acuerdo.[71]
Sin embargo, también había que decir que el camarada Glezos había llevado una librería en Atenas donde había abundantes ejemplos de la obra de Enver Hoxha de Albania, posiblemente el más azteca de los estalinistas que sobrevivían en Europa. Y yo no había olvidado la segunda gran promesa de 1968, la solidaridad con las fuerzas de la disidencia en «la otra Europa», las naciones del Este y el Báltico que estaban varadas y heladas en el tiempo desde que los Acuerdos de Yalta habían permitido la partición del continente. Así que para mí los tres episodios más importantes de la época fueron la agitación revolucionaria en Portugal y Polonia y la experiencia de la contrarrevolución en Argentina.
Por mediterráneo que pueda parecer, Portugal es el único país europeo en el que el océano Atlántico baña el puerto interior de la capital. Sus asombrosos marineros llevaron su idioma de extrañas inflexiones hasta Timor Oriental y Macao, aunque probablemente el rey Enrique el Navegante nunca subió a un barco. En cuanto pude conseguirlo, tras la revolución de abril de 1974, llegué de manera bastante común por el aire y después me dijeron que esperase en la zona de aduanas. ¿Acaso estaba en una lista de personas indeseables, como me había ocurrido en otros aeropuertos? Un oficial desgarbado y canoso mostró una tarjeta que proclamaba que se llamaba Viera da Fonseca (como el delicioso vino de Oporto) y extendió una mano. Iba a acompañarme al hotel. Parecía que era un invitado distinguido. Por primera vez en mi vida, estaba en una lista de personas deseables. Cuando se abrieron los archivos de la policía secreta de la dictadura de Salazar y Caetano, se descubrió que yo aparecía como un enemigo especial del anden régime. Aunque había imaginado que dormiría alegremente con mis camaradas en el suelo de algún apartamento izquierdista en una barriada, me ascendieron a una planta bastante elevada del hotel Tívoli de la avenida Libertad, con vistas al cautivador puerto de la ciudad. Parecía demasiado, como si acabara de recibir los beneficios y dividendos de una inversión que apenas había hecho. Tomé la resolución íntima de no acostumbrarme demasiado.
Pero la caída del fascismo en abril de 1974 en Lisboa ocasionó una tormenta casi perfecta de deseos radicales. El derrocamiento de la dictadura de Caetano no solo era parte de la tarea largamente pospuesta de limpiar Europa del fascismo previo a 1939, también fue una especie de venganza por la destrucción en el otoño anterior (el 11 de septiembre para ser exacto) del gobierno de Allende en Chile. Asimismo había otras convergencias felices. Con la vieja banda desalojada del poder, se rompió el control de Portugal sobre sus colonias africanas, y eso no solo significaba la emancipación de Angola, Mozambique y Guinea-Bissau, sino también una aceleración del proceso que acabaría con el gobierno racista de Rodesia y Sudáfrica. Otros efectos secundarios de la revolución podían esperarse en Brasil, de habla portuguesa, el mayor y en algunos aspectos más perverso de los regímenes militares autoritarios del Cono Sur, mientras que el efecto en la vecina España resultaría sin duda desmoralizador desde el punto de vista de los aliados militares y religiosos de Franco. Toda una serie de líneas de falla radiaban desde el terremoto de Lisboa, y todas resquebrajaban las estructuras del orden tradicional. Y eso era limitarse a hablar políticamente. El elemento cultural hacía que pareciese que lo mejor de 1968 todavía era relevante. Uno de los momentos prerrevolucionarios provocadores había sido la publicación de un manifiesto feminista de tres mujeres, las tres llamadas Maria, y «las tres Marias» se convirtieron en un emocionante ejemplo de lo que las mujeres podían hacer cuando se enfrentaban a una oligarquía teócrata que las trataba como máquinas de cría que no valían mucho más que una esclava. El sexo, reprimido durante mucho tiempo, parecía perfumar el viento con fuerza: recuerdo en particular el solo parcialmente satírico Movimento da Esquerda Libidinosa o Movimiento de la Izquierda Libidinosa, con su eslogan «Somos um partido sexocratico», cuyo objetivo obvio era recuperar frenéticamente el tiempo perdido. El mejor cartel revolucionario que vi —quizá el mejor que he visto nunca— expresaba la misma idea de una manera algo menos erótica: mostraba una modesta familia portuguesa ataviada con ropas tradicionales que recibe a un grupo de amigos entre los que estaban Sócrates, Einstein, Beethoven, Spinoza, Shakespeare, Charlie Chaplin, Louis Armstrong, Karl Marx y Sigmund Freud. (Hay mucha gente en países mucho más ricos que todavía pospone esa cita).
Además de ser una potencia colonial, bajo el fascismo Portugal había logrado convertirse en una semicolonia, cuya principal exportación era la mano de obra barata para el resto de Europa y cuya tasa de analfabetismo rondaba el treinta por ciento. La resultante división del país, entre la clase dirigente y la clase de oficiales y la gente de la calle, era muy llamativa. Lo asombroso, en las manifestaciones masivas que atestaban la avenida Libertad y la plaza Rossio, era ver los escuadrones de jóvenes marinos y soldados de uniforme unidos con los trabajadores y los estudiantes: para mí, una repetición casi literal de las escenas de El acorazado Potemkin o de la toma del palacio de Invierno. Y, cuando me aclaré la vista secándome los ojos, me di cuenta de que el paralelo con San Petersburgo podía establecerse de otras formas.
En 1968, el fermento de la revolución había desconcertado al osificado Partido Comunista francés, obligándolo a alinearse con De Gaulle. Lo había hecho en parte para proteger su posición como «partido de orden» y en parte para obedecer a las instrucciones soviéticas, que ordenaban que se importunara lo menos posible al régimen gaullista, contrario a la OTAN y a Estados Unidos. En Portugal no se produjeron esas inhibiciones, porque el viejo orden había desaparecido de forma irreparable como el aliento en una cuchilla de afeitar, y había un buen y anticuado vacío de poder o, como solíamos decir en nuestras reuniones, «una situación de poder dual». Los comités de trabajadores formaban soviets embrionarios, colectivos de soldados y marinos tenían barcos y regimientos enteros bajo su control temporal, trabajadores sin tierra en el campo ocupaban granjas y propiedades abandonadas. Había dos cosas reseñables. Una era que apenas se disparó un tiro: los portugueses habían exportado gran cantidad de violencia a África, pero en su país los ritmos eran —cuando los comparabas con los de la vecina España, por ejemplo— extraordinariamente suaves. (Como posible metáfora, en las corridas de toros portuguesas no se tortura ni mata a los toros: el torero solo prueba su propia agilidad y valentía contra la noble bestia). Lo segundo que se podía asimilar era que, tras toda la espontaneidad, el erotismo y la generalizada alegría del «festival de los oprimidos», un adusto apparat comunista preparaba el final de los placeres y una seria toma del Estado.
«La Unión Soviética es el sol de nuestro universo», proclamó Álvaro Cunhal, líder de los estalinistas portugueses, que había vuelto de su exilio en Moscú para dirigir las operaciones. Las tácticas se parecían más a las de 1948 en Praga que a las de 1917 en San Petersburgo, y consistían en la lenta adquisición de posiciones en el ejército y en la policía, y en la aplicación de lo que se solía llamar «la táctica del salami» contra otros partidos. El Partido Socialista portugués gozaba del apoyo de la mayoría de la gente, así que no fue una coincidencia que uno de sus principales periódicos, República, se convirtiera en objetivo de una toma «espontánea» por parte de los trabajadores de la rotativa, que los jefes comunistas del sindicato apoyaron como mosquitas muertas. Tampoco fue una coincidencia que el sindicato químico, que tenía una latente mayoría socialista entre sus miembros, descubriera que algunos de sus dirigentes comunistas eran reacios a celebrar una elección. En un Estado que había sido corporativista y monopolístico, la nacionalización urgente de los bancos significaba oportunidades para que la «clase dirigente» burócrata se hiciera dueña de grandes extensiones de África y propietaria de asientos en las juntas de periódicos y emisoras de televisión. El líder del Partido Socialista, Mario Soares, un hombre al que normalmente yo habría considerado un pálido socialdemócrata propenso al compromiso, resumió acertadamente la situación. Todavía tengo la pregunta que me hizo, con un doble subrayado en mi cuaderno de Lisboa. «Si los oficiales del ejército están de parte de la gente, ¿por qué no se visten de civiles?». La pregunta no solo servía para ese momento.
Empecé a sentirme extremadamente abatido por el fracaso —¿o era rechazo?— de mis camaradas de los Socialistas Internacionales a la hora de ver lo que tenían ante los ojos. Embriagados por los intentos, sin duda conmovedores, de lograr la liberación personal y la «autogestión» social, no podían o no querían apreciar hasta qué punto eso era manipulado por una lúgubre secta conformista cuya última lealtad estaba en Rusia. Así me encontré una tarde, a finales de marzo de 1975, en la plaza de toros de Campo Pequeño en Lisboa, en una enorme concentración que organizaba el sin duda prudente Partido Socialista pero que tenía un eslogan estimulante: «Socialismo Sim! Ditadura Nao!». La plaza era una clamor de banderas rojas, y los otros cánticos repetían el original. Hubo llamadas por el derecho al voto de los trabajadores del sector químico, una pancarta decía «Abajo el socialfascismo» y otra que expresaba casi perfectamente mi opinión con respecto a la intervención extranjera en Portugal: «Nem Kissinger, Nem Brézhnev!». Llevé a mi viejo amigo Colin MacCabe a este acontecimiento. Por sus innumerables pecados era en la época miembro del Partido Comunista, y al principio empleó el viejo eslogan maoísta —«ondear la bandera roja para oponerse a la bandera roja»— para desdeñar lo que veía. Pero poco a poco se impresionó más y conforme la tarde empezaba a cristalizarse llegó a decir: «A veces la gente equivocada puede seguir la línea correcta». Entonces pensé que decía más de lo que pretendía, y experimenté el comentario como una especie de emancipación de la preocupación, que todavía me asaltaba a veces, de que al adoptar alguna posición fuera de la línea oficial me podía encontrar «en la cama», como solía decirse, con elementos indeseables. Es bueno desechar ese tipo de chantaje moral y grillete mental lo antes posible.[72]
Cuesta muy poco tiempo contar lo que siguió: los comunistas y sus aliados de ultraizquierda exageraron desesperadamente su juego al intentar forzar un golpe militar, los elementos más tradicionales, rurales y religiosos de la sociedad portuguesa se alzaron en una indignada contrarrevolución, se restauró una especie de equilibrio y é finita la commedia. Los jóvenes radicales que habían llegado de toda Europa a una fiesta de sexo, sol y antipolitica desmontaron sus tiendas y su mezcolanza y volvieron a casa. Fue el último telón del último acto del estilo de 1968, con sus pósters de «Toma tus deseos como realidad» y su idea del trabajo como juego. Para mí también fue el final del camino con mi viejo groupuscule. Había desarrollado otros desacuerdos también a medida que los viejos y abiertos «Socialistas Internacionales» empezaban a convertirse en una secta que seguía la línea del partido. Pero Portugal había roto para mí el motivo principal, porque me había hecho comprender que la democracia y el pluralismo eran cosas buenas en sí, y fines en sí mismos, en vez de medios para otro fin.
En su soberbia colección de ensayos Writers and Politics, que me influyó enormemente cuando la encontré por primera vez en una biblioteca pública de Devonshire en 1967, Conor Cruise O’Brien lo había expresado mejor de lo que yo podía hacer entonces:
«¿Eres socialista?», preguntó el líder africano.
Dije que sí.
Me miró a los ojos. «La gente me ha dicho —dijo con ligereza— que eres un liberal».
En su contexto, esa declaración invitaba a una negativa. No dije nada.
Y, sin embargo, cuando volví a casa tras entrevistarme con el líder, tuve que darme cuenta de que, incurablemente, era un liberal. Al margen de lo que argumentase, estaba más profundamente unido a conceptos liberales de la libertad —libertad de expresión y libertad de prensa, libertad de cátedra, opiniones y juicios independientes— que a la idea de un partido disciplinado que movilizara todas las fuerzas de la sociedad para la creación de un orden social que garantizase una libertad más real para todos en vez de para solo unos pocos. Esa idea revolucionaria me parecía más inmediatamente relevante para la mayor parte de la humanidad que las ideas liberales. Pero eran los conceptos liberales y su importancia a largo plazo —aunque no el nombre de liberal— los que inspiraban mi lealtad.
Uno puede leer estas líneas y entenderlas e incluso valorarlas, y puede pasar por experiencias que hacen que vuelva al texto original como una confirmación. Cito a O’Brien no como argumento de autoridad, porque tuve muchas disputas con él a lo largo de los años, sino como un hombre de una mente excepcional que resumió con brillantez las contradicciones que yo había vivido, y con las que en muchos sentidos estaba condenado a convivir por algún tiempo.[73]
Los mismos contrastes destacarían ante mis ojos de otra manera en el extremo opuesto de Europa en la primavera de 1976. El verano anterior me habían intrigado mucho informes de una revuelta obrera pequeña pero sugerente en la Polonia comunista, donde propiedades del partido y varios tramos de la línea del ferrocarril habían sufrido graves daños en una protesta contra el repentino anuncio de un aumento considerable del precio de los alimentos. Varios manifestantes habían muerto, los demás habían sido dispersados y a algunos se les había llevado ante la justicia —no había nada excepcional en ello—, pero se había introducido un nuevo elemento. En Varsovia habían circulado peticiones que pedían dinero para la defensa legal de los trabajadores acusados. ¿Era posible que, veinte años después de la «primavera» polaca de 1956, estuviera en camino el Germinal de otro movimiento desde abajo?
Cuando entrevisté a uno de los antiguos líderes del sistema fascista portugués, el doctor Franco Nogueira, en el despacho que tenía en la entidad asombrosamente llamada Banco Espirito Santo e Comercial (un apellido familiar explica en parte su siniestro apodo), me informó de que era relativamente fácil mantener a Portugal y su pueblo contenidos y bajo control porque el país poseía la peculiaridad de tener solo una frontera terrestre. El problema de Polonia era exactamente el contrario. La geografía la condena a vivir entre Alemania y Rusia, y ha sido repetidamente invadida, ocupada y dividida. No era un país del todo inocente —sus fuerzas participaron en el desmembramiento de Checoslovaquia tras la capitulación británica en Munich— cuando, en 1939, Hitler y Stalin la atacaron e invadieron. Las fronteras fueron trazadas de nuevo tras 1945 —más tarde descubriría que esos territorios fronterizos habían sido el hogar de los antepasados de mi madre— y en 1976 se observaba el resultado final de la rapacidad de Hitler y Stalin en una burocracia lúgubre y sostenida por Rusia, asentada sobre un pueblo hosco y muy católico que quizá solo coincidía con sus gobernantes en la desconfianza hacia la República Federal Alemana. (Un viejo chiste plantea esta pregunta: Si los rusos y los alemanes atacaran otra vez, ¿a quién dispararías primero? Respuesta: «A los alemanes. Primero el trabajo, luego el placer». También puedes deducir algo de un polaco que responde la pregunta al revés).
Mi trabajo, sin embargo, no era con los comunistas o los nacionalistas, sino con los demócratas y los internacionalistas. En aquella época, parecía que eran diez o veinte, apenas los suficientes para constituir un minyan si hubieran sido judíos, algo que por cierto eran algunos de ellos (aunque laicos y no sionistas). Al que más ganas tenía de conocer era a Jacek Kuron, autor del manifiesto trotskista contra el régimen que yo había pregonado con entusiasmo en Oxford. Seguía en activo, y con fuerza, en un apartamento diminuto y muy vigilado por la UB o policía secreta polaca. De la célula de ese apartamento y otras células afines saldría un sistema de replicación —el Comité de Defensa de los Obreros o Komitet Obrony Robotników o KOR— que finalmente se multiplicaría y dividiría y evolucionaría (acaso paradójicamente) en algo más básico y sencillo: la palabra —y movimiento— elemental Solidarnosc o Solidaridad.
El rabino Tarfon dice en alguna parte que la tarea nunca puede completarse del todo, pero uno no tiene derecho a dejarla. De los camaradas que conocí ese crudo invierno, muchos de ellos veteranos de un sistema penitenciario extremadamente brutal, ninguno esperaba hacer más que una pequeña abolladura en el régimen. Pero, para un extraño como yo, parecía haber un desvaído nimbo de optimismo, visible en el mismo borde de una estrella oscura y lejana. Era, por decirlo de otro modo, bastante asombroso ver de qué forma y hasta qué punto el estado del partido único dependía de las mentiras. Mentiras pequeñas y mentiras grandes. Mentiras nimias que apenas merecía la pena contar y avergonzarían a un niño culpable, que gimotea y se mete el dedo en la nariz, y mentiras enormes que harían que un curtido chantajista y perjuro se ruborizase un poco.
Por poner un ejemplo del tipo baladí: el líder comunista chileno Luis Corvalán había sido «canjeado» recientemente, en un caso claro del mercadeo de la guerra fría, por el disidente soviético Vladímir Bukovski. No había una deshonra en ello, pero la prensa comunista polaca se limitaba a informar de la liberación de Corvalán, que presentaba como resultado de la campaña de solidaridad proletaria internacional. En un tiempo en que existían la BBC y otras emisoras, y en que muchos polacos tenían familia en el extranjero, las posibilidades de que se creyera esa falsedad eran exactamente nulas. Sin embargo, que tipo de falsedad grosera era moneda corriente en los medios de comunicación polacos.
A una escala mayor, todavía era oficialmente «cierto» que las fosas comunes de Katyn, junto a la frontera con Bielorrusia, en las que se habían enterrado apresuradamente decenas de miles de cadáveres de oficiales polacos en 1940, eran responsabilidad de los nazis. Pero no había una sola persona en toda Polonia que confiara en esa patraña repugnante. Ni siquiera quienes cobraban por propagarla la creían.[74]
Nuestros amigos nos habían contado a mi novia, una trotskista estadounidense, y a mí que lo que había que llevar a Varsovia eran vaqueros, que tenían un valor totémico en el mercado negro. Por tanto, llevamos varios pares viejos, parcheados y gastados. Le gorroneamos una cama a mi viejo camarada de Oxford Christopher Bobinski, que empezaba su carrera estelar como reportero desde su tierra natal. Como intérprete nos presentó a la encantadora Barbara Kopec, que durante el día trabajaba en el Palacio de Cultura que dominaba la plaza principal de la ciudad. Se había construido como regalo personal de Iósiv Stalin al pueblo polaco, y su aspecto y su forma expresaban todo el buen gusto que esa buena voluntad y generosidad podrían implicar. Trabajar dentro del edificio no era muy divertido, señaló Barbara, pero al menos significaba que no tenía que verlo.
Cuando fuimos a conocer a Jacek Kuron en su diminuto y abarrotado apartamento, ese hombre duro y achaparrado echó por tierra una de mis ilusiones de inmediato diciendo que ya no se hacía ilusiones sobre el trotskismo. La verdadera lucha era por las libertades democráticas y el imperio de la ley. E, incluso mientras hablábamos, se nos recordaba continuamente la distancia que había que recorrer para alcanzar ese objetivo. A intervalos regulares, el teléfono de Kuron sonaba y él recibía «espontáneos». En un intento de atemorizarle, le habían entregado un anónimo con una amenaza de muerte y una cuenta atrás de cien días. El día de nuestra visita era el número sesenta y cinco. Y el pecado acuciante de la vida pública polaca, el antisemitismo, también se ponía de manifiesto. Me enseñó y me leyó una carta enviada por correo que delataba un odio violento a los judíos. Después, el remitente había enviado otra carta, esa vez entregada personalmente, confesando que le habían dictado la primera misiva en una comisaría. Eso mostraba una lacra real en el sistema comunista, no solo por el uso de la intolerancia como provocación, sino porque la derecha polaca siempre había empleado el antisemitismo contra los rojos. Se necesitaba un cinismo realmente embrutecido para utilizar esa arma de la reacción contra la discrepancia. (Habría sido más desagradable si Jacek Kuron hubiera sido judío, pero no lo era; es sabido que los perseguidores de judíos polacos y de otros lugares actúan sin poseer el material real de ningún judío para «trabajar» con ello).
A su manera pedante, los comunistas de posguerra habían intentado reconstruir Varsovia como una réplica exacta de como era antes de la guerra. Parte de eso era impersonal y aburrido, pero esas Navidades había mucha nieve, y la ciudad me pareció más gélida que hipnotizadora. Fuimos al municipio cercano de Kazimierz, que había sido un centro de la vida judía antes del barrido casi «total» de la judería polaca. Asistimos a una misa del gallo en Wilanów, donde los congregantes eran tan numerosos que no cabían en el templo y se arrodillaban en los ventisqueros. No entendí mucho del sermón, pero no parecía pronunciado en los tonos vomitivos y emolientes del Concilio Vaticano Segundo. El catolicismo polaco, a menudo aliado histórico de la, política extremista, también tenía su lado colaboracionista con un grupo semioficial llamado Pax Christi, que tenía su lugar en el Parlamento. Pero esa Navidad el cardenal Wyszyúski dio un sermón bastante decente y enérgico, con declaraciones más bien fuertes sobre la represión de los huelguistas. Todo el mundo tuvo que oír hablar de eso, pero la prensa oficial no contenía una sola línea de la homilía, subrayando de nuevo el carácter contraproducente de la mentira y la censura. «Autosabotaje» podría ser un término más adecuado: una de las huelgas de la ciudad portuaria de Szczecin se había producido cuando los trabajadores de los astilleros leyeron en el periódico del Partido Comunista que se habían ofrecido «voluntariamente» a trabajar más horas para satisfacer los intereses de la producción. Uno de los líderes de esa huelga, un hombre llamado Edmund Baluka, me dijo más tarde que lo habían enviado a Checoslovaquia durante la agresión del Pacto de Varsovia en agosto de 1968. Le habían dicho, y lo había creído, que iba a repeler una invasión de Alemania Occidental en Praga. Descubrir la ausencia total de alemanes en el país —excepto los soldados de Alemania Oriental que participaban en la ocupación patrocinada por Rusia— había destruido toda su fe en lo que dijera el partido. (Durante un tiempo Baluka también estuvo asociado con el trotskismo).
Nuestros jóvenes amigos del KOR nos invitaron a un banquete de Nochebuena en un apartamento frío pero alegre. Había mucho para comer y beber, pero de repente sentí ciertos reparos al darme cuenta de que todo —cada rodaja, salchicha, queso y botella— estaba en su último tercio o su último cuarto. Estaba claro que, en aras de la hospitalidad, estaban desplegando los restos guardados y ahorrados. Me alegré de poder sacar el paquete de vaqueros. «¿Estáis seguros de que podéis prescindir de todos? —nos preguntaron, como si dejáramos una fortuna—. En el mercado negro, podemos ganar una cantidad enorme para el comité». También estaba la esperanza previamente debatida de que el KOR podía empezar una editorial clandestina, para publicar, entre otras cosas, obras de George Orwell. (Eso ocurrió más tarde, con una editorial de samizdat llamada NOWA). Aunque me entusiasmaba esa última idea, insistí en que conservasen al menos parte de nuestro regalo para ellos mismos. Permanecieron abnegadamente serios, pero creo que se decidió que Barbara tuviera un par propio, aunque solo fuera para mostrar un poco de clase en la tarta de boda estalinista que era el edificio donde trabajaba. Tiempo después, mientras las huelgas florecían y se extendían y la clase obrera polaca sobrevivía al Partido Comunista y —como en Portugal— al intento del partido de permanecer en el poder a través del ejército, me gustaba imaginar que esos vaqueros habían sido uno de los guijarros que habían comenzado la avalancha histórica.
Mi habilidad para aguantar el alcohol fue muy útil en ese viaje, como ha ocurrido en otras travesías. La velada alentadoramente jovial e inspiradora terminó con un desafío alcohólico que me lanzó un joven camarada llamado Witold. Se pusieron dos filas de vasos de chupitos a ambos lados de la mesa, y se llenaron hasta el borde con diferentes clases de vodka polaco, incluyendo mi favorito de la época, Zubrovka, teñido de un verde pálido por la Hierochloe odorata que crece al este del país. El que terminara el último era un marica. No me acuerdo si gané a Witold o si fue un empate, pero recuerdo el orgullo que me produjo su abrazo fraternal, y también su exclamación: «Christophe, tu es un vrai polonais!». Era un título honorífico.
El viaje también me proporcionó una de esas distinciones que te cambian la vida. Vino de Adam Michnik, uno de los fundadores del KOR y más tarde uno de los intelectuales más importantes de Solidarnosc y todavía más tarde —y hasta hoy— una de las principales figuras de la vida académica y editorial de su país. Cuando lo conocí, ya era un veterano de numerosas persecuciones y encarcelaciones. Sus problemas habían empezado en 1966, cuando lo expulsaron de la universidad por organizar un seminario para el profesor Leszek Kolakowski. Al tener un padre judío pero no una madre judía podría haber «pasado» fácilmente, pero prefirió describirse como polaco de ascendencia judía. Entonces ya pertenecía definitivamente a la izquierda laica, y le había impresionado la forma en que, en la España de Franco, la «sociedad civil» había logrado construir instituciones paralelas que podían reemplazar, gradual y orgánicamente, el moribundo Estado absolutista. En nuestro primer encuentro mencioné que Jacek Kuron pensaba que la próxima oleada de protestas no sería muy «socialista», porque el dominio comunista había desacreditado mucho esa palabra. Michnik no estaba tan seguro. «Después de todo, “libertad” y “democracia” son palabras que también han desacreditado los gobiernos, pero no las abandonamos por esa razón. Para nosotros, la verdadera lucha consiste en que el ciudadano deje de ser propiedad del Estado». Mientras escribía y subrayaba esa última frase, sabía que era una oración preñada de significado, que sus implicaciones eran enormes para todas las posiciones políticas y que para ser fiel al principio —de nuevo, el principio de un antitotalitarismo consistente— uno tendría que exponerse a contradicciones siempre crecientes.
Vería a Adam Michnik intermitentemente durante la larga transformación de Polonia y lo observé emerger como un historiador y político distinguido, y como director del que quizá sea el periódico más respetado del país, Gazeta Wyborcza, que dio sus primeros pasos como folleto ilegal para huelguistas. Uno de los placeres más sabrosos de la vida es poder saludar y abrazar, como líderes electos y representantes honrados, a personas que conociste cuando estaban fugitivos o en el exilio, o (como en el caso de Adam) entrando y saliendo de la cárcel. Volvería a tener esa experiencia, y espero tenerla más veces en el futuro: a veces hace que sienta que la vida está llena de sentido.
En una recepción al mediodía para el cuerpo diplomático en Washington, que se celebró el día antes de que Barack Obama inaugurase su presidencia, se me acercó un hombre apuesto que extendió la mano. «Nos conocimos hace muchos años —dijo—. Y usted conoció y era amigo de mi padre». Se me quedó la mente en blanco, como me ocurre en situaciones similares. Tuve que informarle de que tenía ventaja sobre mí. «Me llamo Héctor Timerman. Soy el embajador de Argentina».
En mi álbum anterior de cosas que hacen que la vida parezca tener sentido y merezca la pena, e incluso que sugieren, por usar la frase del doctor King que a menudo cita el presidente Obama, que hay un largo arco en el universo moral que lenta, finalmente, se curva hacia la justicia, esto constituiría una entrada excepcional. También fue algo más que un codazo de la memoria. Hubo un tiempo en que el nombre de Jacobo Timerman, el editor secuestrado y torturado del periódico bonaerense La Opinión, poseía las cualidades de un talismán. Su mera mención servía para extraer gemidos de placer obsceno de cada fascista que había al sur de Rio Grande: por fin había en Argentina un «nuevo orden» estricto, que pisotearía la conspiración internacional judeocomunista. Un poco más tarde, la mención del caso Timerman sirvió para desbaratar la nominación del primer candidato de Ronald Reagan como subsecretario de Derechos Humanos; un hombre que no parecía haber entendido que el neonazismo era un problema para los valores estadounidenses. Y el testimonio de Timerman, Preso sin nombre, celda sin número, era sobre todo el libro que ponía en carne viva y doliente la idea necesariamente abstracta del desaparecido:[75] el que desaparece o, por darle el participio más siniestro y truculento con el que llegó al mundo, el que ha sido «desaparecido». En los matices de ese participio, mucha, mucha gente se esfumó en un vacío que todavía hoy resulta inimaginable. Se convirtió en una de las palabras clave, como los escuadrones de la muerte,[76] de otro arco, esta vez de un mal radical, que abarcó todo un subcontinente. ¿Sabes por qué el general Jorge Rafael Videla fue finalmente condenado en Argentina? Bueno, ¿lo sabes? Porque vendió a los hijos de las víctimas de violación y tortura que estaban encerradas en su prisión privada. Podría poner en cursiva cada palabra de la frase anterior sin que se volviera más espeluznante. Y nada menos que Henry Kissinger presumía de ese personaje infrahumano como amigo y anfitrión personal, incluso después de que lo apartasen del cargo que había deshonrado. Así que había algo casi higiénico en encontrar, en un nuevo Washington, cómo enviado de un gobierno elegido por las urnas, al hijo del hombre valiente que había sobrevivido a la tiranía de Videla y la había denunciado.
Tenía cuatro ambiciones cuando desembarqué en la extravagantemente bonita ciudad de Buenos Aires en 1977. La primera era ver si podía descubrir qué le había ocurrido a Jacobo Timerman. La segunda era entrevistar al presidente, que entonces era el general Videla. La tercera era ver la Pampa y la cuarta era conocer a mi héroe literario Jorge Luis Borges. Fracasé —aunque no del todo— con la primera. Y tuve éxito en las demás, aunque no del modo que había previsto.
Como le gustaba decir al difunto William Safire, hay que huir de los tópicos como de la peste, pero un rancio recurso periodístico —«la nube de miedo» sobre la ciudad— parecía garantizado. La gente hablaba con los extranjeros desviando la mirada, y todo el mundo parecía conocer a alguien que había desaparecido. Los rumores sobre lo que les había ocurrido eran fantásticos y estrambóticos, aunque resultó que eran un eufemismo de la realidad. Antes de ir a ver al general Videla en la Casa Rosada, el viejo palacio presidencial de Perón, fui a entregar unas cartas de Amnistía Internacional a un grupo local de defensa de los derechos humanos, y a ver a las Madres: las mujeres vestidas de negro que cada semana desfilaban por la plaza de Mayo con fotografías de sus seres queridos desaparecidos. («¡Toda mi familia! —imploraba una anciana mientras mostraba sus fotografías—. ¡Toda mi familia!»)[77] De ellas y de otros parientes y amigos obtuve una serie de preguntas que transmití al general. Me advirtieron que me diría que la gente «desaparece» todo el tiempo, por accidentes de tráfico o disputas familiares, o, en las nefastas circunstancias de la guerra civil en Argentina, por el deseo de salir de una banda y la necesidad de evitar a los antiguos socios. Pero eso era una falsa coartada. La mayoría de los que desaparecían eran secuestrados abiertamente en los Ford Falcon sin matrícula de la policía militar de Buenos Aires. Debía preguntarle al general qué le había ocurrido a Claudia Inés Grumberg, una parapléjica que no podía moverse por sí misma pero a la que se había visto en manos de sus siempre vigilantes fuerzas armadas.
Conducido en presencia de Videla, justifiqué mi cortesía y formalidad diciéndome que no estaba allí para hacer comentarios, sino para extraer hechos. Tengo una foto del encuentro que todavía me da ganas de vomitar: ahí está el asesino, el torturador y el que se enriqueció con las violaciones, como para ilustrar algún seminario sobre la banalidad del mal. De aspecto enjuto y mediocre, con un bigote irregular, da la impresión de ser un cretino que imita a un cepillo de dientes. Agarro su mano de forma excesivamente untuosa y sonrío como si me sintiera encantado de conocerlo. Ansioso por borrar esa humillación, esperé mientras él seguía casi con pedantería el guión previsto, apartando las supuestas pero sin duda lamentables desmaterializaciones que, se decía, afectaban a sus compatriotas argentinos. Y después le pregunté por la señorita[78] Grumberg. Contestó que si lo que yo había dicho era cierto, debería recordar que «el terrorismo no es solo matar con una bomba, sino activar ideas. Quizá por eso está detenida». Expresé mi asombro ante esa respuesta y, evidentemente pensando que no lo había entendido por primera vez, Videla profundizó en el tema. «Consideramos un gran crimen trabajar contra el estilo de vida occidental y cristiano: el que pone bombas no es el único peligro, sino también el ideólogo». Tras él, veía que dos o tres de los miembros más brillantes de su personal empezaban a mirarme con una descarnada hostilidad a medida que se daban cuenta de que el general —el presidente—[79] había cometido un error al hablar con tanta sinceridad. (Más tarde descubrí que me seguían por la ciudad, lo que me produjo más de un momento de miedo). En respuesta a una pregunta del mismo estilo, Videla negó burdamente, negó rotundamente[80] tener retenido a Jacobo Timerman «como periodista o judío». Mientras teníamos ese intercambio surrealista, aquí está lo que le decían a Timerman sus despectivos torturadores:
Tres son los principales enemigos de la Argentina. Karl Marx, porque trató de destruir la idea cristiana de la sociedad. Sigmund Freud, porque trató de destruir la idea cristiana de la familia. Y Albert Einstein, porque trató de destruir la idea cristiana del espacio y el tiempo.
No le resultó difícil determinar la dirección que tomaba ese interrogatorio de corte clerical y fascista e interrumpido por las sacudidas de la picana. Más tarde supimos lo que le sucedió a la mayoría de los que habían sido encerrados y torturados en las cárceles secretas del régimen. Según un capitán de la Marina llamado Adolfo Scilingo, que publicó un libro de confesiones, esas víctimas rotas eran a menudo destruidas «como pruebas»: volaban sobre el Atlántico Sur y las arrojaban desde el avión a las gélidas aguas que había debajo. Imagina el elemento de diversión cuando existe la sorpresa añadida de una prisionera judía en una silla de ruedas… abrimos la puerta y nos preparamos para lanzarla uno, dos, tres… ¡ya!
Muchos gobiernos emplean la tortura, pero esa fue la primera vez que el elemento pornográfico y saturnal me resultaba tan claro. Si te apetece imaginar lo que cualquier hombre ignorante o cruel podría hacer si tuviera un poder ilimitado sobre una mujer, cualquier cosa que puedas llegar a sospechar se convirtió en rutina en la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, que se había convertido en la sede de las torturas. Hablé con el doctor Emilio Mignone, un ilustre médico cuya hija Mónica había desaparecido en ese recinto infernal. ¿Qué le puedes decir a un médico y activista humanitario atormentado por la imagen de una rata hambrienta siendo introducida en los genitales de su hija? Como el propio infierno, la escuela fue aprobada y bendecida por un sacerdote, por si había que calmar alguna conciencia intranquila. El capellán católico de la ESMA, el padre Christian von Wernich, fue condenado tres décadas después por complicidad directa en el asesinato, la tortura y la abducción. El nuncio del Papa, que más tarde se convertiría en el cardenal Pío Laghi, era el pulcro compañero de tenis del almirante Emilio Massera, el miembro de la Marina argentina que supervisaba toda la empresa. Aquí está de nuevo Timerman, hablando sobre los detalles y las elaboraciones de su tortura a base de descargas eléctricas:
Están muy divertidos ahora, y se ríen a carcajadas. Alguien intenta una variante, mientras siguen batiendo palmas: «Pito cortado… Pito cortado». Entonces van alternando mientras siguen batiendo palmas: «Judío… Pito cortado… Judío… Pito cortado». Creo que ya no están enojados; se divierten. Doy saltos en la silla, y aúllo mientras las descargas eléctricas continúan llegando…
Y aquí vuelve a describir, en un elemento verdaderamente ingenioso del averno, donde se encerraba y torturaba a los sospechosos en famille y donde:
Todo ese mundo de afectos familiares construido con tantas dificultades a través de los años, se derrumba por una patada en los genitales del padre, o una bofetada en la cara de la madre, o un insulto obsceno a la hermana, o la violación sexual a la hija. De pronto se derrumba toda una cultura basada en los amores familiares, en la devoción, en la capacidad de sacrificarse el uno por el otro. Nada es posible en este universo, y es precisamente lo que saben los torturadores. […] Escuché, de celda en celda, los murmullos de las voces de los hijos tratando de averiguar qué pasaba con los padres, y he visto los esfuerzos de las hijas para conquistar algún guardia, despertar el sentimiento de ternura en algún guardia, hacer brillar en su interior la esperanza de una relación futura, hermosa, para averiguar qué pasa con una madre, para acercarle una naranja, para que le permitan ir a la letrina.
Tomo prestadas las palabras de Jacobo porque poseen una autenticidad cristalina y porque las mías no valdrían: Flaubert tenía razón cuando dijo que la palabra humana es como una olla rota sobre la que marcamos ritmos toscos para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas.
Pese a todo su aparente y fácil encanto latino, Buenos Aires hacía que me sintiera enfermo y angustiado, así que hice un viaje a las grandes llanuras en las que se habían escrito las épicas de los gauchos, y logré comer un par de los famosos asados:[81] la barbacoa argentina (que el John Self de Martin Amis resumió como «una especie de parrillada triple envuelta en filetes») con su servil propiciación a los cálidos dioses del colesterol. Pero hasta eso se estropeó: mis anfitriones se encargaron de la matanza y el olor de la sangre seca del matadero resultó por alguna razón demasiado fuerte (de hecho, dejé el filete por unos años tras ese viaje). Después aprendí del intrépido Robert Cox del Buenos Aires Herald otro alegre término coloquial del fascismo: antes de adaptar el método de arrojar los cuerpos al Atlántico Sur, la cremación secreta de cuerpos mutilados y torturados en la ESMA se llamaba asado.[82] En mi juventud se me acusaba con frecuencia, y acaso con cierta justicia, de estar demasiado politizado y sacar a relucir la política en todas las discusiones. Contestaba que no era culpa mía si la política invadía la esfera privada, y al menos en el caso de Argentina creo que tenía razón. Los miasmas de la dictadura lo impregnaban todo, sin excluir los aperitivos y el plato principal.
Incluso se abrió un nauseabundo camino para llegar al ambiente libresco y aislado del apartamento 6B del número 994 de la calle Maipú, donde vivía Jorge Luis Borges. Me producía una gran timidez acercarme a mi héroe, pero él, como descubrí, estaba muy necesitado de compañía. En aquella época era casi totalmente ciego y estaba enclaustrado e incluso un poco confuso, y quizá eso explique la actitud un tanto escandalosa con que afrontaba la brutal represión que se infligía en las calles y las plazas de los alrededores. «Este es mi país y aún podría serlo —entonó cuando surgió el tema—. Pero algo vino entre nosotros y el sol». Aseguró que estos versos (nunca he podido localizarlos) eran de Edmund Blunden, cuya nudosa mano me había entusiasmado estrechar muchos años antes, pero Borges no aludía a la junta de Videla. Se refería al anterior gobierno de Juan Perón, que para él había depravado y corrompido la sociedad argentina. Yo no estaba en desacuerdo con eso —y Perón había tratado mal a la madre y a la hermana de Borges, además de despedir al escritor de su trabajo en la Biblioteca Nacional—, pero resultaba triste oír que el viejo prefería sinceramente el nuevo régimen uniformado, ya que era un gobierno de «caballeros» en vez de «chulos». Era como escuchar al Evelyn Waugh más bilioso y gruñón. (Lo redimió en parte un fragmento de filología o etimología erudita sobre el término lunfardo canfinflero. «Una canfinfla —dijo Borges con perfecta compostura— es el coño, o la concha. Así que un canfinflero es un traficante de coños: en anglosajón podríamos decir cunter». ¿No había evolucionado el mismo tango en un burdel en 1880? Borges podía hablar sin parar de ese tipo de cosas, quizá como venganza por haber tenido una madre excesivamente protectora que lo tiranizó durante toda la vida).
Quería que le leyera en voz alta y lo hice encantado. Sobre todo recuerdo su petición de «Canción al arpa de las mujeres danesas», un poema que utiliza principalmente palabras anglosajonas y escandinavas (la conversación de Borges estaba salpicada de términos como folk y kin) y que empieza de forma tan hermosa y memorable con el lamento de las esposas de los vikingos:
¿Qué es una mujer, que la abandonáis,
y el fuego del hogar, y vuestro huerto,
para iros con la Vieja que nos hace enviudar?[83]
Borges tenía una síntesis escueta para cada autor. G. K. Chesterton: «Una pena que se volviera católico». Kipling: «Subestimado porque demasiados de sus contemporáneos eran socialistas». «Es una pena que tengamos que elegir entre dos países de segunda fila como la Unión Soviética y Estados Unidos». Las horas que pasé en su refugio anacrónico, bibliófilo y anglófilo establecían un contraste surrealista con el chirriante espectáculo de horror que se representaba en el resto de la ciudad. Nunca sentí eso de forma más acusada que cuando, al día siguiente, tras llevar al anciano por la escalera de caracol para tomar una infrecuente comida fuera de casa, le ayudé a subir las escaleras. Me invitó para que volviera a leer la mañana siguiente, pero tuve que rechazar su oferta. Alegué sinceramente que tenía un billete de avión para Chile. «Lo siento mucho —dijo ese genio viejo y cortés—. Pero ¿puedo ofrecerle un regalo a cambio de su compañía?». Naturalmente protesté con la energía de una educación inglesa de clase media: no podía oír hablar de algo así; el placer y el privilegio eran míos; de ningún modo aceptaría ningún regalo. «Recordará los versos que voy a recitar —dijo—. Siempre los recordará». Y a continuación recitó lo siguiente:
¿Qué hombre no se ha inclinado a velar el sueño de su hijo, para meditar cómo mirará ese rostro el suyo cuando esté frío, o ha pensado, mientras su propia madre le besa los ojos, en cómo sería su beso cuando su padre la cortejaba?
El título (soneto XXIX de Dante Gabriel Rossetti) —«Inclusividad»— puede sonar un poco sentimental, pero la idea que contiene ha vuelto a mí más de una vez desde que me convertí en padre, y Borges tenía bastante razón: nunca he tenido que hacer un esfuerzo para recordar las palabras. Murmuraba mi agradecimiento cuando dijo, de nuevo con perfecta compostura: «¿Piensa visitar al general Pinochet cuando esté en Chile?». Contesté con lo que esperaba que fuera un aplomo equivalente que no tenía tal intención. «Una pena —respondió—. Es un auténtico caballero. Tuvo la amabilidad de concederme un premio literario». No era el tono ideal para despedirse de Borges, pero constituía una ilustración excelente de algo que me acostumbraba a percibir: que en contraste con lo que me había dicho Colin MacCabe en Lisboa, a veces la gente correcta adoptaba una línea equivocada.[84]
Dos pequeñas secuelas completan este episodio de mi vida, que fue una especie de bisagra. Tras volver a Londres desde Chile, escribí un artículo extenso en el New Statesman sobre las dictaduras que Estados Unidos apoyaba en el Cono Sur. Eso atrajo dos invitaciones. La primera llegó de Kai Bird, que escribía de parte de Víctor Navasky, el nuevo director de la revista neoyorquina The Nation. («Estimada señora Bird», escribí en mi ignorancia al futuro historiador y biógrafo y ganador del Pulitzer, aceptando la oferta). La segunda era de mi viejo camarada Denis Matyjascek, entonces llamado MacShane porque la BBC no le permitía emplear un impronunciable nombre polaco en antena, que dirigía el Sindicato Nacional de Periodistas. ¿Hablaría con él en un encuentro público, para ilustrar a los reporteros que cubrirían el Mundial de Fútbol de Argentina y animarles a investigar la situación de los derechos humanos? Naturalmente que lo haría, contesté al futuro viceministro de Asuntos Exteriores de Tony Blair. Si había algo de lo que me había convencido mi experiencia argentina, era que, pese a toda su rapacidad y cinismo, la profesión del periodismo conservaba un elemento de nobleza. Después de su liberación, Jacobo Timerman elogió a Robert Cox, del Buenos Aires Herald, como un caballero inglés nato. El propio Timerman me parecía un ejemplo vivido de la gran tradición de la disensión judía laica. Ambos daban testimonio de la salud de la palabra escrita y de su efecto beneficioso en sociedades enfermas y trastornadas. Mi fe en lo que quería hacer se renovó.
Llegó la velada solidaria de MacShane: vendí mi moto y conté mis historias, la asistencia fue buena, las preguntas tuvieron un nivel bastante alto y después se levantó un hombre que llevaba un traje de tres piezas y usó un acento muy meloso para identificarse con un apellido compuesto. Ahí viene, pensé, siempre hay algún tory sangrante que intenta dar un barniz al gobierno militar. El caballero dedicó elevados elogios a mi discurso. Subrayó la naturaleza fascista de la junta y pasó a llamar la atención sobre sus planes agresivos con respecto a las islas Malvinas, donde vivía una antigua comunidad de granjeros y pescadores británicos. En 1978 no parecía un detalle geopolítico de acuciante interés, pero recuerdo que estuve de acuerdo con él en que, si se sentía desafiada por sus latrocinios, la derecha invariablemente trataba de eludir el tema y mencionaba la injusticia de la posesión británica de las Malvinas (o Falkland, como se llaman en inglés).
En consecuencia, me invitaron a una velada que organizaba el Comité de las islas Malvinas en el jardín de Lincoln’s Inn. Pregunté si podía llevar a mi padre, que había estado brevemente destinado en ese desolador archipiélago. La recepción fue un claro éxito, aunque resultó algo pintoresca por un aire inglés casi de anticuario. He observado a menudo que el nacionalismo es más fuerte en la periferia. Hitler era austríaco; Napoleón, corso. En la Grecia y la Turquía de posguerra los dos nacionalistas más destacados de la ultraderecha habían nacido en Chipre. Los republicanos irlandeses más extremistas están en Belfast y Derry (y Boston y Nueva York). Sun Yatsen, padre del nacionalismo chino, era de Hong Kong. Los extremistas serbios Milosevic y Karadzic eran de Montenegro y sus colegas croatas más incendiarios de la Ustasha solían provenir de las tierras fronterizas de Herzegovina occidental. El nacionalismo de las Falkland era demasiado suave como para aguantar una comparación con cualquiera de esos movimientos tóxicos, pero el ambiente favorable al gobierno que había esa noche en la hierba, mientras la banda de la Marina tocaba y las antiguas familias de colonos se preguntaban por sus descendientes, poseía una cualidad incondicional, profunda y arraigada que casi nunca se encontraba en ningún otro lugar de la decadente Gran Bretaña. Era un poco excesiva incluso para el comandante Hitchens, que en su fuero interno pensaba que las islas eran levemente absurdas y tal vez indefendibles. Cuando su vieja Marina Real hundió y despedazó la flota argentina, cuya escuela era un campo de entrenamiento para la tortura y la violación, fui uno de los pocos socialistas que apoyaron a la señora Thatcher y él fue uno de los pocos conservadores que dudaron de la prudencia de la empresa. Así son las cosas.
Quizá parezca que adelanto acontecimientos —le puede ocurrir al mejor narrador, y al peor—, pero de hecho el poco tiempo de vida en Inglaterra que me quedaba se vio cada vez más ensombrecido por esa misma Dama de Hierro. En realidad no me gustaba nada de ella, salvo lo más importante: que era «una política de convicciones». En el Partido Laborista, esa clase de personajes de fuertes principios había dejado de existir. Los últimos años del «Viejo Laborismo» en el Reino Unido estuvieron aderezados de corrupción, cinismo, blandura e inercia. Intenté mantener lo mejor que pude mi viejo compromiso, pero el esfuerzo era excesivo. En el área en que hacía mi verdadero trabajo, los sindicatos de imprenta no eran mucho mejores que un tinglado basado en la protección de un gremio privilegiado. En el resto del país, el laborismo se había convertido en un partido defensor del statu quo, hostil a la unión con Europa, sospechoso de la innovación tecnológica, encerrado en sí mismo y envidioso. Los trabajadores en huelga se envalentonaban con demasiada facilidad porque no representaban un inconveniente para el capitalista, el propietario o el esquirol, sino para la masa vulnerable de los trabajadores.
Mi último y desesperado momento, sin embargo, fue la defensa oficial de la tortura en Irlanda del Norte. El ministro laborista «responsable» en la provincia, un enano abusón llamado Roy Masón, había negado y disculpado (quizá te des cuenta de que con mucha frecuencia la negación es el preludio de la justificación) el uso de métodos atroces. Todo el mundo conoce las repulsivas excusas que se emplean siempre: hay que detener el «terrorismo», hay vidas en juego, hay que interceptar la «bomba de relojería». Que después de tantos años de desgraciada relación con Irlanda imaginásemos que la tortura merecía otra oportunidad… y que yo conociera a gente en el gobierno que defendía esa idea. Tuve una de esas cenas que rompen amistades y provocan lágrimas con un ministro joven y brillante que no rechazaba los métodos que reventaban los tímpanos y rompían los miembros de los presos irlandeses. En la campaña electoral de 1979 escribí todo lo que pude sobre eso en el New Statesman. Una moción de censura en la Cámara de los Comunes había precipitado las elecciones: los miembros de la izquierda irlandesa y republicana rechazaron mantener al Partido Laborista en el poder. Muchos simpatizantes del laborismo han logrado olvidar esa vergüenza. Yo estaba en la zona de prensa esa noche, y recuerdo que pensé que pasaría mucho tiempo antes de que llegara el siguiente gobierno laborista, y que no me importaba que eso ocurriera.
Décadas atrás, en unos ensayos (con el atrevido título «Orígenes de la presente crisis») que fueron uno de los documentos fundacionales de la Nueva Izquierda, Perry Anderson y Tom Nairn habían anatomizado la enfermedad británica como la de un intransigente ancien régime cuyas patologías eran tan institucionales como económicas. Una conclusión rigurosamente marxista habría sido que, si el laborismo y «la izquierda» no podían afrontar la osificación del pasado, la tarea histórica recaería en una «derecha» nuevamente dinámica. Más tarde, Christopher Hill me diría, con cierta admiración, que la señora Thatcher no solo había decidido combatir el sindicalismo pasado de moda, sino que se había «enfrentado» a ideas del Estado corporativo entre la gente de negocios y había entablado luchas con la Cámara de los Lores, las viejas universidades, el Partido Conservador tradicional, la Iglesia de Inglaterra, e incluso la Casa de Windsor. Además, en las dos zonas más apegadas a la autoridad británica al viejo estilo, también había podido reforzar algunas de las revoluciones constitucionales que el Viejo Laborismo había sido demasiado cobarde y deferente como para imponer. Al final se le fue la cabeza e incluso intentó mantener el muro de Berlín como parte del statu quo, pero en la época me hizo sufrir el mismo complejo de odi et amo que había empezado a desarrollar la noche de las zurras.
Me llevó años admitirlo ante nadie, pero, cuando llegó el día de las elecciones, decidí no votar para mantener al Partido Laborista fuera del poder. Tenía varias excusas privadas: vivía en una parte de Londres en la que el laborismo no necesitaba mi apoyo porque hacía tiempo que consideraba el distrito un burgo podrido. Después: ¿por qué debería tragarme mi vómito cuando Gerry Fitt y Frank MacManus, los diputados irlandeses que habían cambiado las cosas en el Parlamento, no se habían tragado el suyo? Continuaba con eso en la cabeza, cada vez más experto en la autopersuasión. Pero en realidad, sabía en secreto bastante bien que no me limitaba a abstenerme. En realidad, estaba votando a la señora Thatcher. Y, en secreto, con sentimiento de culpa, me alegraba de verla terminar con el largo reinado de mediocridad y letargo. Además, era cada vez más consciente de que ese otro viejo tory, el doctor Samuel Johnson, se equivocaba cuando declaró que un hombre cansado de Londres estaba cansado de la vida. Para mí, era en todo caso lo contrario. Si me iba a ir alguna vez, ese era el momento.