Mi amistad con Hitch siempre ha sido perfectamente soleada. Es un amor que siempre sucede en mayo.
MARTIN AMIS, The Independent, 15 de enero de 2007 (citado en el catálogo de la National Portrait Gallery que informaba de mi muerte).
Los hechos solo provocaron ese tributo de Martin Amis cuando en nuestras vidas era mediados de septiembre y cuando la prensa sacaba el máximo partido de una discusión que habíamos tenido por escrito sobre Stalin y Trotski en el verano de 2001. Con todo, al mirar hacia atrás, me siento más inclinado a fechar la floreciente refulgencia de nuestro amor en algo más parecido al equivalente de abril en el calendario. Sin embargo, fue realmente en el sombrío otoño de 1973, más o menos alrededor de la guerra del Yom Kippur o del Ramadán entre Israel y Egipto, cuando nos conocimos de verdad. Para anclar el momento en el tiempo: Pinochet acababa de asesinar a Salvador Allende en Chile, W H. Auden había muerto, James Fenton (el autor de los poemas más hermosos sobre la guerra de Indochina) había ganado el Premio de Poesía Eric Gregory y empleado el dinero para marcharse y vivir en Vietnam y Camboya, y a la edad de veinticuatro años me contrataron para llenar al menos parte del vacío que había dejado en el New Statesman. Tras regresar de Oriente Próximo, Peter Ackroyd, director literario del rival y chabacanamente conservador Spectator, me invitó a tomar una copa una noche y dijo con su voz inimitablemente graznadora, ronca y feliz: «Tengo a alguien que deberías conocer». Cuando me dijo el nombre respondí más bien con brusquedad que pensaba que ya nos habíamos conocido, en Oxford, con Fenton. De todos modos, decidimos quedar los tres al día siguiente, en el Bung Hole, el bar de vinos lleno de serrín donde había comenzado mi carrera en el New Statesman.
A menudo los amantes envuelven su primer encuentro de significado retrospectivo, como si quisieran conjurar los elementos numinosos entre los obstinados testigos de lo cotidiano. Lo recuerdo todo muy bien: Ackroyd hacía todo lo posible por ser un buen anfitrión (es una gran responsabilidad decir a dos conocidos que se van a llevar bien) y Martin estaba algo lánguido y discreto. Por ejemplo, ni siquiera fingió acordarse cuando le dije que nos habíamos visto antes con nuestro mutuo amigo Fenton.[57] Una carta en verso de Clive James, publicada en Encounter en esa época, describía a Martin como un «Jagger bajito», y recuerdo la frase por lo exacta que parecía. Era más rubio que Jagger y en realidad bastante más bajo, pero su sensual labio inferior era un rasgo crucial (entonces no sabía que pensaba que la boca era su zona más vulnerable), y no había duda de que uno siempre sabía que había llegado a una sala.
Una vez realizada su tarea, Ackroyd se retiró y después jugamos un pinball desganado en otro bar. Me di cuenta de que Martin tenía el don de la imitación: podía dejar caer o levantar la voz y cambiar de rasgos y «ser» la persona de la que hablábamos (no me acuerdo de quién). Me preguntó qué novelistas admiraba y yo mencioné en primer lugar a Graham Greene: era palpable que el espíritu aventurero de esa respuesta no le entusiasmó. En respuesta a mi pregunta recíproca dijo que pensaba que uno debía buscar algo entre las cumbres gemelas de Dickens y Nabokov, y recordé que Fenton me había dicho que todos los artículos literarios de Martin resultaban casi aterradoramente «seguros». No me acuerdo de cómo terminó la velada.
Pero se había despertado algún tipo de mutualidad, y pronto cenamos con nuestras respectivas novias en una taberna chipriota de Camden Town, donde las cosas fueron sobre ruedas y recuerdo que le hice reír. Después Yvonne murió y yo me fui de Londres y de la vida durante un tiempo, para descubrir a mi regreso que Martin se había tomado la molestia de escribirme una nota de condolencia breve, bien escrita y memorable. (Una lección vital: en caso de duda, envía por favor cartas de conmiseración; como poco serán apreciadas y en el mejor de los casos pueden completar su ambición aparentemente fútil de aligerar el peso de la pérdida). La siguiente noticia que tuve era que estaba invitado a una pequeña fiesta para celebrar la publicación de la primera novela de Martin, El libro de Rachel.
Hacía tiempo que se hablaba de ese debut literario y Martin tenía un puesto editorial en el Times Literary Supplement, así como una creciente reputación como crítico y el mismo apellido que uno de los novelistas más famosos en lengua inglesa (lo que, por supuesto, podía resultar un fastidio para él). Así que parecía bastante raro que la fiesta de su libro, en su pequeño piso compartido, corriera de su cuenta. Pero me alegro de ello, porque los que tuvimos la buena suerte y el buen gusto de asistir pudimos recordarlo después con cierta sensación de triunfo.
La ropa de 1973-1974 era absurda, por supuesto: botas de vaquero y pantalones de campana para algunos de los hombres (esos desatinados vaqueros, diseñados para parecer una armadura, para mí en particular) y dios sabe qué para las chicas. La sobriedad y la pana estaban presentes, sin embargo, gracias a Amis padre y a su amigo Robert Conquest, gran poeta y mejor historiador del estalinismo. En los Socialistas Internacionales su libro sobre El gran terror era una lectura obligatoria, pero eso no significaba que no sospechara que él —y Kingsley— tenían pronunciadas inclinaciones reaccionarias. Se debía principalmente a la reprochable posición que habían adoptado sobre Vietnam. Sin embargo, tenía la mareante certeza de que era difícil tomar a risa Todos queremos ser jóvenes, que ridiculizaba la moralidad de los «sesenta». Después estaba Clive James, vestido, como de costumbre, como alguien que ha reunido su ropa en la oscuridad total, pero siempre «encendido» y siempre inundado de referencias cruzadas y alusiones oportunas. La presencia de esas figuras escasas que irradiaban gravedad, más la subida de las escaleras de Pont Street en los límites de Chelsea, hicieron que contuviera la respiración un tiempo. Había conocido a Kingers y Conkers —como se les llamaba a veces—, pero era consciente de que no se debía asumir que fuera apto para circular (Martin prefiere el término «navegar») entre adultos de verdad: desde luego, yo no debía hacerlo.
En todo caso, el principal acontecimiento de mi velada ocurrió en el extremo opuesto de la escala de edad y género. De repente me pareció que Sally, la hermana de Martin, no me encontraba completamente repulsivo. Mientras la velada se evaporaba con suavidad, me descubrí cogiéndola del brazo y viendo —a través de mucha niebla, ahora lo recuerdo— la amenazante mole del hotel Cadogan. Quizá algo regado de vino, pensé repentina y confusamente que sería estupendo llevarla al mismo lugar en que Oscar Wilde había sido arrestado. No podía permitírmelo pero, a medida que pensaba en ello, no podía permitirme no hacerlo. La suite de Wilde no estaba disponible, pero buscamos una habitación decente y las cosas sucedieron con bastante felicidad. Estuviera o no el fantasma de Oscar, por un momento me pregunté si había algo remotamente subliminal u oblicuo en lo que hacía: Sally tenía el mismo color que el hermano al que empezaba a adorar, aunque no la misma cara (pasaron años antes de que quedara claro que no era hija de Kingsley, pero esa es otra historia).
Ahora creo que más o menos puedo absolverme de toda acusación de haber deseado carnalmente a Martin. (En todo caso, para entonces mi aspecto había decaído hasta el extremo de que solo las mujeres se iban a la cama conmigo). Lo que ocurrió fue la relación más heterosexual que un hombre joven puede tener con otro. A medida que los días se convertían en semanas y los meses en estaciones, y desarrollábamos felizmente la costumbre de comer y cenar e ir a fiestas a deux, empezó una conversación inagotable sobre las mujeres en todas sus formas, variedades y permutaciones, a través de varios episodios de sequía sexual y períodos de una vergonzosa riqueza.
No era, o desde luego no todo, la charla de vestuario que puedes imaginar (aunque cualquier lector de las novelas de Martin conoce la brillantez inventiva de su capacidad concupiscente: me niego a decir «obscenidad», porque la obscenidad es demasiado fácil y además, siempre anda falta de humor o su humor es demasiado dependiente del conocimiento que los niños pequeños tienen de la anatomía humana).[58] A cualquiera —estoy seguro de que fue nuestro amigo poeta Craig Raine— se le podría haber ocurrido la idea horrible pero inolvidable de que hay un fallo de diseño en la forma femenina, y es que los pechos y las nalgas deberían estar en el mismo lado. Pero fue Martin quien, con una agudeza impasible e imposible, se tomó la molestia de argumentar los méritos respectivos del lado en que deberían estar. (A lo mejor no quieres ver que los dos elementos caminan hacia ti, por ejemplo, pero quizá fuera desalentador ver que se alejan de ti al mismo tiempo…). En cuanto a las metáforas, todo el mundo ha visto en algún momento a hombres frente a una sección de pornografía, en una tienda de revistas o un emporio de vídeo, pero fue Martin el que observó a esas figuras que se balancean y mascullan sacando y devolviendo a su sitio los contenidos y las comparó al Muro de las Lamentaciones. Tenía una comprensión instintiva de la relación entre Eros y Tánatos: un invierno sufría bastante a causa de una gripe y se marchó pronto de la redacción del New Statesman para ir a casa. Acepté acompañar a un Martin anormalmente apagado y silencioso por una calle gélida hasta la parada de metro de Holborn: mientras avanzábamos con dificultad, vimos una chica frente a nosotros, que parecía caminar sobre un par de hermosos zancos aflautados. «¿Cómo puede ser…?», murmuró pensativo, sin la menor lascivia o lujuria. De repente parecía que se había iluminado y enderezado y había dejado de resoplar.
Era un aspecto diminuto de una investigación elaborada y detallada de la mística femenina: un escrupuloso cálculo y comparación de notas. Me encantaría dar la impresión de que era una relación entre iguales, pero, si se representara en un dibujo, la imagen real estaría más cerca de uno de esos tiburones que la evolución ha encajado con unos peces bastante más pequeños que lo acompañan.[59] Acudía a fiestas con Martin, sin duda, pero con una actitud bastante resignada. En una soirée en Holland Park, le presentaron a una joven y el resultado fue lo más parecido posible a ver a alguien alcanzado por un rayo. La que era su novia en ese momento estaba presente en la fiesta, creo que también el marido de la otra joven, pero lo que ocurrió a continuación en la habitación contigua era imparable y parecía en cierto modo ordenado de antemano. Los dos sabíamos que el embarazo subsiguiente era también consecuente, pero el marido era tan caballeroso que pasaron dos décadas antes de que Martin recibiera una carta de su hija perdida, la encantadora Delilah Seale: el «lazo» entre los dos —no parece haber otra palabra— es una de las cosas más conmovedoras que he visto nunca. (Y ella, la hija de ese momento de relámpago, se ha convertido en la madre del primer nieto de Martin: otra idea que me produce una punzada reflexiva pero profundamente dulce. Quizá Pasternak no fue un idiota cuando escribió en Doctor Zhivago que todas las concepciones son inmaculadas.)[60]
Me daba cuenta de que Martin merecía la gloria en su obra y en su vida, y cuando El libro de Rachel se convirtió en un enorme éxito crítico y comercial, le mandé un largo telegrama. Era un fragmento de Early Success de F. Scott Fitzgerald. Por supuesto, era inadecuado en algunos sentidos —Scottie se quemó y murió a los cuarenta y cuatro años y está enterrado, junto a la pobre y loca Zelda, no muy lejos de aquí, en Rockville, Maryland—, pero entonces los cuarenta años nos parecían muy lejanos en el horizonte. No era realmente cierto en el caso de Martin, que, como había dicho Fitzgerald, «el éxito prematuro da una concepción casi mística del destino, frente al poder de la voluntad: en el peor de los casos, el espejismo de Napoleón». Sin embargo, había un párrafo que parecía apropiado para el caso y se lo mandé.
La compensación de un éxito muy temprano es la convicción de que la vida es un asunto romántico. En el mejor sentido uno se mantiene siempre joven. Cuando di por hecho que había obtenido los objetos primarios del amor y el dinero y una eminencia temblorosa había perdido su fascinación, tenía buenos años que desperdiciar, años que no puedo decir que lamente, buscando el eterno Carnaval por el Mar.
Durante los años siguientes, pudimos disfrutar de una forma creativa de perder el tiempo hablando —siempre con ardiente respeto, pero siempre exhaustivamente y hasta que no quedaba nada que decir— de mujeres, distintas mujeres y a veces la misma mujer. Recuerdo que me sentía bastante aliviado cuando, de una de esas mujeres, podía decirse que era yo el que había aparecido con ella, por decirlo así, primero. Parecía justo Y después la conversación pasaba a otras cosas. Martin nunca dejaba que la amistad tuviera prioridad sobre su primer amor, que era y es el idioma inglés. Si empleabas una expresión vaga o rancia, te lo restregaba por los morros (ahí está, he vuelto a hacerlo), no, lo subrayaba incisivamente, con un movimiento de su poderoso labio y un gesto irónico. Si cometías una ofensa por escrito —recuerdo que una vez dije «éxito considerable» en un artículo—, la reprimenda podía llegar en forma de nota, o a lo mejor te entregaba una copia del artículo con un subrayado a lápiz. Podía llevar la vigilancia a extremos casi paródicos. Las palabras «facciones hermosas y endurecidas» aparecen en la primera página de 1984 y durante un tiempo Martin se negó a avanzar en el libro. («Ese tío no sabe escribir»). Más tarde admitió que la novela mejoraba un poco a continuación. Años después, cuando le di el manuscrito de mi libro sobre Orwell, lo trajo a nuestra siguiente cita en un bistrot de Manhattan y me lo entregó sin decir una palabra. Había ido página por página, corrigiendo meticulosamente mi puntuación espolvoreada.
Parecía haberlo leído todo y tenía la infrecuente facultad de ser capaz de citar largos fragmentos de prosa de memoria. Un pasaje sobre sir Leicester Dedlock y la gota de Casa desolada; una estremecedora interpretación del último duelo verbal entre Humbert Humbert y Quilty; un párrafo o dos sobre la madre de Alexander Portnoy (ahora que lo pienso, quizá este último caso no sea tan asombroso: en su obra y en su vida, Martin ha pensado duramente en las pajas y nos ha convertido en sus sinceros y agradecidos deudores). En esa área yo también me sentía inferior. Él me hizo leer a Nabokov y a hacerlo con cuidado y sobrecogimiento, aunque solo fuera porque sabía que después me haría preguntas. Sin embargo, pude devolverle el favor de una manera que contribuyó a cambiarle la vida, cuando le entregué un ejemplar de El legado de Humboldt.[61]
Amado por las mujeres y adorado por los hombres —¿diré «un logro considerable»?—, Martin también atraía a padres. Una vez fue a ver a John Updike en el Hospital General de Massachusetts y me contó que, al decir adiós, había tenido la extraña sensación de despedirse de un padre. Casualmente, un año o así más tarde entrevisté a Updike y mencioné que conocía a un gran admirador suyo, el joven Amis. Con una expresión extraordinariamente amable, Updike recordó el encuentro en el hospital y dijo: «Fue rarísimo ver cómo se marchaba. Casi como si fuera mi hijo». Y nadie que haya leído lo que Martin ha escrito sobre Saúl Bellow, por no hablar de haberlo visto en compañía del viejo, puede dudar un segundo de que su combinación de emociones de admiración y protección se había vuelto ferozmente filial. Después de que yo escribiera una reseña ligeramente desagradable de Ravelstein, me dijo indignado: «No seas impertinente con tus mayores». Esperaba algo más —un indicio de ironía, quizá—, pero con una gravedad totalmente enfática repitió la admonición. Lo que decía el antaño enfant terrible solo podía significar una cosa.[62]
Pero también tuve la suerte de conocer a Martin cuando su relación con su verdadero padre se encontraba en su mejor momento. Recuerdo envidiar la forma que tenían de contarse chistes sin inhibiciones, de hablar de temas sexuales y de discutir solo por diferencias poco importantes sobre literatura o política. Pasaron una mala época cuando el viejo había abandonado a Martin y a sus hermanos (y a su madre), y llegaría un momento en que ese hombre viejo se metamorfosearía en un anciano, quejumbroso, paranoico y desprovisto de ingenio. Pero en medio hubo un maravilloso verano dorado y tardío. «Papá, ¿puedes hacer algunos de tus ruidos?». Cuando aceptaba esa invitación, era fácil ver de dónde había sacado Martin su don para la imitación. Kingsley podía «hacer» el sonido de una banda de metales que se acerca un día de niebla. Podía convertirse en el tren de la línea metropolitana que entraba en la parada de Edgware Road. Podía ser cuatro vagabundos destrozados tosiendo en una parada de autobús (esto era agotador y una vez le provocó palpitaciones). Crear el zumbido y los crujidos de una emisión radiofónica de tiempos de guerra en la que hablaba Franklin Delano Roosevelt era un problema nimio (una grabación de esa imitación sonó en su memorial, donde tuve el gran honor de contarme entre los oradores). La piéce de résistance, unos soldados británicos que intentan arrancar un Camión helado de dos toneladas de peso en una mañana ventosa «en algún lugar de Alemania», era para ocasiones especiales. Uno contenía la respiración mientras Kingsley emitía el primer gemido de la estropeada llave de arranque. Un logro vocal solo ligeramente inferior —una motocicleta gritando en una agonía mecánica— hizo que un hombre que había aparcado su vehículo en la calle se volviera y nos mirase con ansiedad. Su imitación de un perro airado que ladra «a tomar por culo» era perfecta.[63]
Las veladas en su casa de Flash Walk (la dirección perfecta)[64] tenían proporciones falstaffianas, con abultados sacos de comida entregada a domicilio y continuas incursiones en el celebrado arsenal de su bodega. «Hitch —me dijo una vez—. Ya has venido otras veces y ya sabes la regla de la casa. Si no tienes una copa en la mano es por culpa tuya». Los ruidos podían ser, o no, parte del entretenimiento: tenía una terrible tendencia a la grosería y evidentemente consideraba que era terrible desaprovechar un eructo (por ejemplo). Recuerdo sus improvisados trompeteos y solos de trombón, sus cigarros; y su Macallan de malta, sus limericks y sus payasadas, igual que recuerdo estar sentado tranquilamente mientras él hablaba con autoridad sobre por qué Jane Austen no era tan buena. La palabra «buena» en todas sus variaciones (véase el blues de la nota anterior) era casi todo lo que ese hombre de inmenso vocabulario necesitaba como herramienta crítica de urgencia. No sé si el concepto venía del diccionario de «Neolengua» de 1984, donde la elección iba desde «plusbuen» a «dobleplusbuen», pero para Kingsley «condenadamente bueno» era poderosamente afirmativo, «bueno» era en realidad bastante bueno, «algo bueno» era nada malo, «nada bueno» se aplicaba con verdadera dureza y un pronunciamiento de cinco palabras y tres oraciones que le oí dedicar a El factor humano, que en ese momento era la última novela de Graham Greene («Absolutamente. Nada buena. ¡EN ABSOLUTO!») fue concluyente.[65]
Intentaré ser breve al contar la triste manera en que «terminaron» las cosas. Después de que yo me hubiera ido a Estados Unidos, Kingsley escribió una novela llamada Stanley and the Women. No se publicó en Nueva York, y me llegó la noticia de que las objeciones de las feministas habían evitado que la acogiera una gran editorial. (También estaban los que argüían que era antisemita, aunque los únicos comentarios «ofensivos» de sus páginas correspondían a un joven que estaba claramente mal de la cabeza). Lancé una campaña en mi columna del Times Literary Supplement contra lo que entonces empezaba a conocerse ampliamente como «corrección política». Fui bastante pesado con el asunto, hasta que finalmente recibí una carta de una editora —judía, por cierto— que dijo: Vale, tú ganas, salvaremos el honor de la industria editorial «haciendo». Stanley.
Kingsley, al que no veía desde hacía años, me invitó a celebrar esa pequeña victoria en mi siguiente visita a Londres. Debíamos encontrarnos en el Garrick Club, reunimos con Martin, ver una película y tomar una espléndida cena. Todavía me encojo al recordarlo: cuando llegué al bar del Garrick me contó un chiste que había oído y se dio cuenta claramente de que no había «funcionado». Su elección cinematográfica de Eddie Murphy fue un insulto que parecía contradecir su creciente desprecio por la cultura estadounidense: parecía genuinamente ofendido por que Martin y yo tuviéramos una opinión tan mala de la película. Martin y yo nos comportábamos, nerviosos, como si estuviera bromeando —«Una obra maestra sin tacha», insistía enérgicamente— y eso fue un error. No solo no estaba bromeando, sino que no conseguía ser divertido. En una alarmante inversión de su anterior falstaffianismo, lograba parecer corpulento y resentido: «hinchado por la orgía», sin duda, pero sin la alegría. Puede que comentara que Nelson Mándela era un terrorista. Lo más doloroso de todo, y que de algún modo hacía absurdo el «sentido» original de la velada, era que había abandonado su viejo aprecio por Estados Unidos y había superado el examen del verdadero reaccionario al convertirse en un antiamericano sulfuroso. (Todos los novelistas estadounidenses modernos, le dijo a Martin, derribando mi defensa, eran «judíos o paletos»). Nunca volvería a ver a Kingers y, cuando fui casi la única persona que recibía un tratamiento amable en sus escandalosas Memorias, me sentí extrañamente discriminado. Esa última velada fue la definición exacta de lo que significa no divertirse: ya no usábamos un almacén común de gags cómicos y alusiones literarias.
Afirmo con osadía, de hecho creo que lo sé, que muchas amistades y relaciones dependen de una especie de lenguaje o argot compartido. No necesariamente diseñado para excluir a los demás, puede establecer cierta reciprocidad e, incluso tras una larga ausencia, restablecerla en un segundo. Martin era —es— un genio en esa clase de cosas. Se debía —se debe— a su empeño en dedicar tiempo de verdad a la búsqueda inmisericorde de la resonancia adecuada. No sé por qué conservo esto en la memoria, pero una vez fuimos a una cena de etiqueta que había sido publicitada en exceso y resultó decepcionante. A la mañana siguiente me llamó por teléfono. «He encontrado la forma de describir a los hombres que había en ese horror… Capullos de esmoquin». Como esto ilustrará, no despreciaba lo demótico o lo estadounidense; de hecho, sigue siendo casi único en su forma de mezclar la charla de bar y el lenguaje mid-atlantic[66] en párrafos y páginas que también muestran su conocimiento de Milton y Shakespeare. Estoy moralmente seguro de que esa combinación de lo clásico con lo coloquial y la sabiduría callejera, especialmente conspicua en Augie March, fue lo que hizo que congeniara con Saúl Bellow. Durante una época, Martin disfrutaba con el rudo escritor bostoniano George V. Higgins, autor de The Friends of Eddie Coyle. Los personajes de Higgins tenían una contagiosa forma de decir inna y onna, así que Martin decía, por ejemplo, I think this lunch should be onna Hitch («Creo que Hitch debería pagar la comida») o I heard he wasn’t that useful inna sack («He oído que no valía mucho en la cama»). Placeres sencillos, podrías decir, pero el nervio lingüístico se adquiere de ese modo, y Martin no desechaba un tropo hasta que había masticado toda su carne y su pulpa y solo le quedaban la piel y los huesos. Así llegó un día en que Park Lane acogió un extravagante hotel estadounidense con el nombre no menos extravagante de The Inn on the Park, y propuso un costoso cóctel allí, sin otra razón que ordenar al taxista: Park inna Inn onna Park («Aparque en la taberna del parque»). Ese casi palíndromo (ahora me lo parece) nos proporcionó un gran placer inocente.
No todos nuestros placeres eran inocentes. Hubo un día en que los dos estábamos en Nueva York, y ambos empezábamos a sentir la fuerte y duradera atracción gravitacional del planeta estadounidense, pero en el que se exigía una pequeña tarea. En las etapas iniciales de la escritura de lo que iba a convertirse en su transgresora novela Dinero, Martin necesitaba que su personaje visitara un prostíbulo o bordello. Incluso había elegido uno: su nombre oficial era Tahitia, un espantoso salón de masaje de ambientación polinesia, en la parte baja de Lexington Avenue. «Y tú —me informó— vas a venir conmigo por cojones.»[67] Yo quería decir algo femenino como «¿Te he negado algo alguna vez?», pero me contenté con algo un poco más masculino como «¿Sabemos qué hay que hacer en ese garito?». No podía tener menos ganas de hacer esa expedición: tenía una resaca de aguarrás y me dolía la boca, pero él mostraba esa expresión de propósito decidido en su cara que yo conocía bien, y sabía que no podía contradecirle. ¿Qué podía salir mal?
Bastante, de hecho. De los numerosos elementos lamentables que conforman la industria ilegal del conocimiento carnal, debería señalar el aspecto de indisimulado desprecio que es frecuente en los rostros del personal femenino. Algunas de las «camareras» de servicio pueden estar obligadas a mostrar deleite o incluso interés —lo que en sí ya es una idea que te la pone floja— pero, cuando esas mismas damas negocian, pueden quitarse el falso encanto como una piel superflua. Supongo que saben, o presumen, que ya tienen al desdeñado cliente masculino exactamente donde quieren. Casualmente, no era cierto en nuestro caso —en ese momento habría pagado sin problema por no tener sexo, y Martin solo tenía que chasquear los dedos para disfrutar de compañía femenina—, pero las cínicas brujillas del Tahitia no sabían que estaban siendo reclutadas por el bien de la literatura. Está bien expresado —por Jean Tarrou en La peste, me parece— que escuchar conferencias en un lenguaje desconocido te ayuda a afinar la conciencia de lo extremadamente despacio que pasa el tiempo. Una vez experimenté el «ahogamiento simulado» y ahora solo puedo apreciar vagamente lo mucho que cuenta cada segundo en la experiencia de la víctima de la tortura, obligada a seguir soportando lo insoportable. Pero ni siquiera el lapso entre entonces y ahora ha entumecido mi recuerdo de lo horrible que era fingir interés por alguien que cobraba —y, por cierto, mucho más de lo que yo me podía permitir— para fingir un despectivo interés por mí. El efecto multiplicador de esa degradación mutua me produjo arcadas y sudores fríos y, empecé a temer, daba la impresión totalmente errónea de ser un cliente convulso por la febril enfermedad de la lujuria. Los segundos cojeaban y se arrastraban sobre pies de plomo puro.
Fue el asunto del efectivo, sin embargo, lo que me salvó. Con cierta presencia de ánimo, por una vez había adelantado a Martin en el «bar» del tugurio, donde comenzó el truculento proceso de selección, señalando a la más guapa y esbelta de las chicas disponibles (que también poseía una de las sonrisas más malvadas que he visto en un rostro humano). Apartados a su cubículo siniestro, empezamos a negociar. O más bien, en una especie de escuálido regateo al revés, cada vez que yo aceptaba el precio ella añadía una tasa o impuesto o sobrecargo y pedía más. Ataviado solamente con un exiguo pareo, y equipado únicamente con una bolsa de plástico húmeda que contenía mis tarjetas de crédito y mi dinero (había que «dejarlo» todo antes de entrar en el húmedo «bar»), empecé a contar fatigado la siempre creciente suma, que era el único elemento de la habitación que mostraba alguna señal de aumentar de tamaño. Resultó que, entre propinas y porcentajes y lo que fuera, la avariciosa perra había llegado a una cifra que no solo era más de lo que podía permitirme, sino más de lo que llevaba encima. Iba por los cuartos de dólar y las monedas de cinco centavos, y se notaba. En su favor diré que ella tenía más orgullo que eso. Un montón de calderilla… No. No puede esperarse que nadie acepte eso. Así que usé el recurso de la ira y conservé toda la autoestima posible. Ahí había una moneda de la suerte de dos caras: no solo no tuve que pasar por eso, sino que tampoco tuve que soltar la pasta.
Merodeé letárgico en el cuarto de recuperación o como se llame, y finalmente se me unió un Martin bastante reducido y escarmentado. Si quieres saber lo que le ocurrió, la experiencia completa enriquecida y aumentada con lo que le confesé que me había sucedido, debes leer las páginas 98-104 de la edición de Dinero en Penguin, donde John Self intenta acostarse «bajo el bam, bajo el bú», en un establecimiento absolutamente infecto llamado The Happy Isles. Hay muchas, muchas razones por las que Dinero es la gran novela inglesa de la década de 1980, a las que puedo añadir la siguiente idea. De nuestro sórdido y pequeño encuentro (donde él, pobre cabrón, tuvo que separarse del dinero y soportar un fiasco sexual) llegaron varios párrafos de pura fantasía basada en la realidad que hacen que me retuerza de risa cada vez que los leo. Y no, definitivamente no tenías que haber estado allí. Fuimos a recuperarnos con un almuerzo con Jane Bonham Carter e Ian LeFresnais, en el que recuerdo que usé —de ningún modo por primera vez— el sake japonés como una solución de urgencia para la resaca que aún no había superado. Pocas veces puede haberse empleado tan mal una mañana; sin embargo (quizá sea una señal), pocas veces una disipación tan fétida ha producido tantos dividendos en la página.
En toda la ficción de Martin se encuentra ese deleite y valoración de los múltiples usos de la vergüenza. El mordisco de su ingenio lo redime de ser mera farsa o humillación. Cuando se mezcla con su elevada seriedad sobre el lenguaje, el efecto es verdaderamente formidable. Una vez reprochó a un antagonista pedante que el tipo careciera por completo de sentido del humor, pero añadió que con esa acusación quería impugnar su falta de seriedad. He pensado a menudo que, en una encarnación completamente distinta, habría sido un abogado aterrador. Cuando decidía dominar un asunto, en su trabajo sobre las armas nucleares, la Solución Final o el gulag, salía y se saturaba de la literatura sobre el asunto, y siempre podías saber que había una obra en marcha cuando todas sus conversaciones empezaban a orientarse hacia el tema principal. (En eso tenía un extraño parecido con Perry Anderson, el teórico de New Left Review, con quien entablé amistad en esa época. El enciclopedismo de Perry se extendía mucho más allá de la ideología: me introdujo en la gran comedia social de la secuencia de la Danza de Anthony Powell, que conoce mejor que nadie). Como Perry, Martin lograba hacer eso sin volverse monomaniaco o parecido al Anciano Marinero. Hubo una época en que no habría reconocido la diferencia entre Bujarin y Bakunin, y su escritura posterior sobre el marxismo tiene bastantes errores, entre los que hay algunos sobre mí y James Fenton. De forma poco característica de Martin, su trabajo sobre el gran tema del comunismo adolece de una grave carencia de sentido trágico, pero aun así superó el mayor de todos los exámenes; era un placer discutir con él.
Volviendo a mi observación sobre el lenguaje compartido: ese gradual aumento de la experiencia mutua se convirtió en su propio patois, como muestra Dinero. Recientemente, me descubrí sonriendo como un idiota cuando un perfil de Martin en el New York Times se refería a las palabras «alfombra» (para corte de pelo) y «calcetín» (para un odioso e inadecuado alojamiento de soltero), que popularizó para toda una generación. Tuve un papel en eso, con «calcetín», y con la palabra entonces demasiado común «repensar», empleada para describir cualquier actividad repetitiva y necesaria (como un corte de pelo o una visita al cuarto de baño). Pero hasta que Martin las puso en circulación, esas acuñaciones no podían aspirar a tener un valor real.[68]
Algo de eso había en «la comida del viernes» que ahora se ha convertido en la materia potencial de una nueva leyenda de Bloomsbury. Veo que quiero limitarme en este asunto, porque hay que resistir frente a la tentación de ser «guay», y porque en este caso probablemente uno debía «estar allí». También recuerdo lo que me contó Fenton sobre el primer Bloomsbury: en los primeros días de la grabación magnetofónica se decidió hacer una cinta secreta de la brillante conversación de Raymond Mortimer y otros. Todos los que «conocían» el plan estuvieron de acuerdo en que Mortimer y los demás habían mostrado su versión más brillante la tarde en cuestión. Pero cuando pusieron la cinta, era tan aburrida como oír la lluvia. Así que lo primero que hay que decir sobre este círculo es que, como Topsy en el viejo cuento popular, «creció». Nunca hubo intención o diseño para convertirlo en un «grupo» o «círculo» y, por supuesto, si hubiera existido esa intención, la cosa habría sido abortada. La comida de los viernes empezó a «ocurrir» a mediados de la década de 1970, y duró hasta principios de la de 1980, y ahora está cimentada en varias memorias y biografías. Deja que te cuente un poco cómo era.
Empezó, en buena medida por iniciativa de Martin, como una especie de repositorio de fin de semana de cotilleos y chistes, basado en la proximidad de varias revistas literarias y periódicos de la época. Entre los fiables asistentes fundadores estaban los poetas australianos Clive James y Peter Porter, Craig Raine (sucesor de T. S. Eliot como editor de poesía en Faber and Faber), el director literario del Observer Terry Kilmartin (retraductor de la versión que hizo Scott Moncrieff de Marcel Proust, y el único hombre vivo a quien Gore Vidal dejaba que editara sus textos sin permiso adicional), el caricaturista, libertino y dandi Mark Boxer, cuyas ilustraciones daban brillo (la expresión es, por una vez, bastante adecuada) a las mejores cubiertas de los libros y a la página de opinión del Times. Entre las cubiertas estaban los doce volúmenes de la obra maestra de Anthony Powell y, entre los veredictos estéticos y sociales de Mark, el que recuerdo pronunciado con mayor autoridad fue su conclusión firme y largamente meditada de que: «Es el colmo de la mala educación acostarse con alguien menos de tres veces». (Una vez, planeando una fiesta con Martin y conmigo, completó la formal tarea de invitar a todos los que simplemente había que invitar, y exclamó con alivio y deleite: «A partir de ahora, deberíamos pensar solo en el aspecto»). El crítico Russell Davies, los prometedores novelistas Ian McEwan y Julian Barnes, James Fenton y Robert Conquest cuando estaban en Inglaterra, Kingsley cuando no tenía almuerzos más pródigos y caros, y un servidor ayudaban a completar esta dramatis personae. No había mujeres, o no eran habituales, y nada se dijo o se decidió explícitamente sobre ese asunto. Se creía que «controlábamos» gran parte del espacio dedicado a las reseñas en Londres, y se hacían muchos comentarios envidiosos y paranoicos entonces, y se han hecho después, asegurando que confirmábamos o hacíamos justicia a la pesadilla del doctor F. R. Leavis sobre un conspiratorio establishment literario londinense. Pero solo puedo recordar una ocasión en la que se llevó un libro al almuerzo (me lo entregaron para que «tapara el hueco» de un crítico que había fallado en el último momento), y realmente no creo que eso «cuente».
El tiempo que pasamos recogiendo nuestra pequeña Bohemia confirma tres cosas relacionadas pero para mí opuestas. La primera era la penetrante influencia cultural de Philip Larkin. La segunda era la importancia de los juegos de palabras y el proceso largo y exhaustivo que los hacía vivos y valiosos. La tercera era el ascenso, gradual pero inevitable, de Margaret Thatcher y su colega transatlántico, Ronald Reagan. Esas serán mis excusas y pretextos para «dejar que la luz del día recaiga sobre la magia», por usar las palabras de Walter Bagehot.
Tácitamente había en nuestro círculo una profunda división entre la izquierda y, si no exactamente la derecha, lo que cada vez se oponía más a la izquierda. Fenton y yo todavía éramos bastante marxistas a nuestra manera, aunque nuestra cohorte fuera ese tipo heterodoxo que he intentado describir antes. Kingsley se escoraba cada vez más ruidosamente a la derecha, y los extraños pensaban con frecuencia que confundía el estado del país con la condición de su propio hígado (pero, por favor, lee los diarios que escribía en esa época para comprobar lo convincente que a menudo seguía siendo). A Clive y a Martin les había impresionado mucho —¿y a quién no?— la aparición de Alexandr Solzhenitsin como un titán moral e histórico que testificaba por la verdad y contra la mentira patrocinada por el Estado. Entre ellos, a hombres como Terry y Mark les resultaba difícil repudiar su rechazo al Partido Conservador, que había sido el enemigo principal en su juventud. Robert Conquest era y todavía es el anticomunista (y excomunista) de mayor distinción y autoridad que escribía en inglés, pero si se excluía ese tema, sus posiciones políticas tendían a algo que podría definirse como temperamentalmente socialdemócratas. Coincidíamos en que había que boicotear los Juegos Olímpicos de Moscú tras la invasión soviética de Afganistán, y por supuesto fue él quien se dio cuenta de que algunas de las competiciones acuáticas se celebraban en los estados bálticos, cuya anexión por parte de Rusia nunca habían reconocido los acuerdos posteriores a Yalta que definieron la guerra fría. En la última comida a la que asistí antes de ir a Estados Unidos, se brindó por el cuarto, o quizá quinto, matrimonio de Bob. «Bueno —contestó con modestia—, quizá “una para el camino”». Philip Larkin escribió melancólicamente a Kingsley que la nueva esposa texana haría que su amigo se trasladara de manera permanente a Estados Unidos, «como hacen las parientas yanquis». Y es lo que sucedió. Elisabeth —o Liddie— es un poco más que «la media naranja»: es una gran estudiosa por derecho propio y el ancla de uno de los matrimonios tardíos más exitosos que conozco. Cuando Martin y yo nos casamos con otras estadounidenses, ella hizo camisetas para todos, con la leyenda «El club de las parientas yanquis».
Aprendí bastante al registrar las corrientes que había bajo esas comidas aparentemente ligeras pero en realidad bastante serias. Nuestra común admiración por Philip Larkin, como poeta si no como hombre, se derivaba de la desolada honestidad con que afrontaba la condición jodida —tiene que permitirse el término— del país en esa época. Era su uso de esa expresión —«Te joden, tu papá y tu mamá»— al comienzo de «Que este sea el verso» lo que lo situaba al margen de la comunidad de los «valores familiares». En uno de mis primeros encuentros con Martin, cuando descubrimos una afinidad común con él, puse mi propio énfasis en su poema «Going, Going», una elegía no lacrimosa por la costa y el campo de Inglaterra, cada vez más destrozados, asfaltados y contaminados por una combinación de plebeyos gamberros y capitalistas contaminantes. El poema era un encargo del gobierno conservador de Edward Heath, y debía acompañar la publicación de un Libro Blanco sobre el medio ambiente, pero después lo habían censurado por un verso sobre los avariciosos hombres de negocios que llenaban los estuarios de aguas residuales. El innato pesimismo de Larkin, su lealtad a la dura y norteña ciudad de Hull (donde se encontraba la universidad provincial que lo empleaba) y su hilarante interés por toda clase de mugre nos resultaban atractivos a todos: asimismo, su rechazo conmovedor y deliberado frente a las falsas consolaciones de la religión (que captaban perfectamente su «Albada» y «Visita a la iglesia»), con el que ni siquiera Kingsley discrepaba. Sin embargo, el mordaz odio de Larkin hacia la izquierda, los inmigrantes, los obreros en huelga, los extranjeros y en realidad lo que venía «de fuera» y hacia Londres mostraban que no se puede tener todo.
A partir del enfático uso de Larkin, un término bastante común, «idiota», evolucionó hasta convertirse en la variación de la ordinaria palabra «bueno». Así había por supuesto, y como siempre, idiotas y malditos idiotas. Pero si te esforzabas demasiado en ser estúpido podías obtener un «jodido idiota», y una excelencia y dedicación reales te podían llevar a la summa del «puto idiota». El último título correspondía a la definición de Orwell de algo tan estúpido y siniestro al mismo tiempo que solo puede haberlo pronunciado un intelectual. Un intento a la hora del almuerzo para reunir un «Los diez mejores idiotas» del momento atrajo varias nominaciones, aunque John Berger fue unánimemente elegido capitán.
En lo que respecta a los juegos de palabras, aguanta conmigo si puedes. Primero, intenta convertir la palabra «casa» en «calcetín». Vale: Calcetín desolado, El calcetín de las penas, La caída del Calcetín Usher, El calcetín de Atreo, El calcetín de los siete tejados, El calcetín del sol naciente… Eso puede llevar un tiempo, como la sustitución (un vulgarismo inglés muy común) de la palabra «coño» por la palabra «hombre»: Un cono para la eternidad, Un coño es un coño por todo eso, Era un coño, para todo en todo, El coño que mató a Liberty Valance, Batcoño, Supercoño (lo sé, lo sé, pero hay que seguir en marcha) y después, muy bien, un cambio hacia una palabra solo un poco menos vulgar —«rabo»—, como en El rabo de la pistola de oro, Nuestro rabo en La Habana, Rabos sin mujeres, etcétera. Esos y otros motivos similarmente agotadores tuvieron que pasar por el paladar y la lengua muchas veces antes de que Clive James exclamara de repente: «Un coño de Shropshire», de A. E. Calcetín-Rabo.[69] Parecía que la simbiosis hacía que los largos interludios de puerilidad merecieran la pena.
Clive era en algunos sentidos la principal espada del almuerzo y a menudo llamaba para asegurarse de que había quorum (aunque me di cuenta de que si Martin no estaba su entusiasmo decaía un poco, como el de todo el mundo). Necesitaba un público y sin duda lo merecía. Ilustraba hermosamente la observación de Peter de Vries al tener un seguimiento totalmente masivo en la televisión y esclavizarse hasta el alba en Cambridge escribiendo joyas de ensayos para revistas con pocos lectores como New Review o, como han demostrado asombrosamente sus últimas antologías de crítica y poesía, para ningún otro público inmediato aparte de él mismo: un audiencia bastante exigente. Su autoridad en la metáfora hiperbólica carece, en mi opinión, de rival. En Pumping Iron, Arnold Schwarzenegger parecía «un condón marrón lleno de nueces». De un encuentro con algún pesado famoso por su halitosis, Clive anunció: «Para entonces su aliento estaba desabrochándome la corbata». Recuerdo bien el día que entregó su reseña de las memorias de Leonid Brézhnev al New Statesman y Martin leyó en voz alta sus párrafos iniciales: «Este es un libro tan aburrido que un derviche que da vueltas podría leerlo para quedarse dormido… Si se leyera al aire libre, los pájaros caerían aturdidos del cielo». Uno podía oír sus vibrantes tonos marsupiales en su desprecio por ese abusón y zángano de categoría mundial (cuya obra publicaba el magnate siempre servil y mercenario Robert Maxwell, una de las muchas fuentes de vergüenza del Partido Laborista). Clive había dejado el alcohol después de tener durante mucho tiempo una relación de amo y criado con él, en la que desgraciadamente Dirk Bogarde había hecho el papel de la bebida. Por eso solo ponía dinero para la parte de comida de la cuenta, hasta que un día se percató de lo que cobraba el restaurante por espantosas porquerías como limón amargo y agua tónica. Ante eso gimió con remordimiento teatral: «¡Os debo cientos de libras!». Pero no todo era cordialidad y brío: el único rasgueo en el laúd del viernes llegó cuando Clive hizo una gran excepción con la reseña que había hecho Fenton de su (bastante mala) obra de teatro en verso sobre el ascenso del príncipe Carlos. Creo recordar que la expresión de la que se quejaba era «Este es el peor poema del siglo XX». El enfriamiento consiguiente duró un tiempo.
Ygael Gluckstein, el gurú teórico de los Socialistas Internacionales, cuyo «nombre de partido» era Tony Cliff, solía contar una anécdota que terminé considerando una analogía para ese tipo de juego de palabras. Rosa Luxemburg, nuestra heroína en la lucha contra el imperialismo alemán (y la mujer que le había dicho a Lenin que el derecho a la libertad de expresión no tenía sentido si no era el derecho de «la persona que piensa de otra manera»), satirizó el trabajo demasiado prudente de los reformistas y sindicalistas alemanes como «los trabajos de Sísifo». Cada vez que se acercaba al podio de las convenciones socialdemócratas antes de 1914, y antes de que demostraran que tenía razón cuando se alinearon con el repugnante káiser en el voto crucial a favor de la guerra, era objeto de burlas, y cuando movía su cuerpo lisiado hacia la plataforma, los esbirros de los sindicatos la abucheaban llamándola Sísifo. «Así que quizá Sísifo perdía el tiempo —decía Gluckstein, dudando para coger énfasis—: ¡Pero a lo mejor por eso tiene buenos músculos!».
Si se pudiera adaptar esa observación del materialismo histórico al levantamiento de pesas literario, me vería obligado a registrar el asunto marginal de la familia Tupper. En por lo demás esa anodina dinastía literaria imaginada, todo dependía de tu sobrenombre. Así, podías ser un vendedor excesivamente entusiasta que tus colegas conocían como Agresivo Tupper. Puede que fueras un tipo pedante y solemne, con la etiqueta de Estirado. El adicto al opio Jaco era casi lo más lejos que la mayoría podía durar en esa breve expedición, pero Robert Conquest, rey del limerick (y matador de dragones de los apologistas estalinoides), siempre pensaba que, si merecía la pena hacer algo, había que hacerlo bien. Salió, meditó y volvió con Remolino, el pionero de los helicópteros, y los dos desesperados borrachos Whisky y Centeno Tupper. ¿Debería uno ruborizarse, y admitir que algunos de esos fueron directamente a la imprenta como las preguntas y respuestas de la competición del fin de semana del New Statesman? Bueno, también lo hicieron otras cosas no menos triviales que son ahora material de los perfiles del New Yorker, como los nuevos equivalentes de la vieja expresión cruisingfor a bruising, «buscándose una paliza». (Angling for a mangling, «pescando una herida», aimingfor a maiming, «apuntando a una mutilación» y —mi favorito personal— thirstingfor a worsting, «ansiando un empeoramiento»). También hubo un momento en que se pidió a los competidores que presentaran un párrafo de una parodia de Graham Greene: el propio Greene concursó con un seudónimo y quedó tercero. Todavía era más exigente la infatigable búsqueda, que de nuevo dirigía sobre todo Conquest, para apuntar los nombres de ocupaciones oscuras y bajas, poco envidiables y, en último término, mal retribuidas. Así: alguien que hace de último recurso disciplinario en una cocina turbulenta: Cook-sacker, «el que despide a cocineros». Ultimo recurso disciplinario en un manicomio mal dirigido: Kook-socker, «el que pega a locos». Del hombre que mantiene las cosas húmedas en una planta embotelladora: Cork-soaker, «el que humedece corchos». De pirómano en las guerras de religión escocesas: Kirk-sacker, «el que saquea iglesias escocesas». De quien tiene la solitaria tarea de interrumpir las carreras de barcos inclinándose hacia el puente para pescar al timonel con caña y sedal: Cox-hooker, «el que engancha en el puente».
No estaba permitido usar simple «porquería versificada», la aplastante condena de Amis sénior a la mayoría de los limericks populares.[70]
Una de las cartas de Kingsley de ese período puede mostrar cómo eran las cosas, y sin duda hace que recuerde la atmósfera de la época. Le escribía a Robert Conquest el 7 de abril de 1977:
El giro a la derecha asusta a los rojos. El otro día, en la comida del viernes, decían, sobre todo Hitchens y Fenton decían que la gente empezaba a hartarse de cosas que quizá no sean culpa de los laboristas, pero se asocian a ellos en vez de a los conservadores: el porno y la permisividad, en general, la comprehensivización, los jefes de los sindicatos, el terrorismo, el desprestigio de defensa.
En términos culturales y políticos, lo recuerdo bastante parecido: un consenso laborista de posguerra agonizante, cada vez más dependiente del estatismo que pagaban los impuestos, pero en realidad dirigido por el ala derechista, anticuada y basada en los sindicatos de la máquina del Partido Laborista. «Una Weimar sin el sexo», como intenté formular en su época. Excepto que en el resto de la sociedad había mucho sexo, con el hedonismo de «los sesenta» casi oficialmente instituido como dogma, y el crecimiento lento y subrepticio de ese consenso hasta el entonces inesperado estatus de «correcto».
No habría podido haber un mal momento para conocerlo, pero en retrospectiva parece el momento perfecto para coincidir con Ian McEwan. Fue Martin quien nos presentó (Ian le había sucedido como ganador del Premio Somerset Maugham). Para entonces, a «todo el mundo» le habían fascinado las primeras colecciones de cuentos de Ian, Primer amor, últimos ritos y Entre las sábanas. En persona, al principio parecía poseer algunas de las cualidades vagamente perturbadoras de sus cuentos. Nunca alzaba la voz, vigilaba el mundo a un nivel equilibrado y casi sin afectos a través de unas gafas con forma de luna y aire de abuela, llevaba flequillo, era flaco como un pasamanos, mostraba un interés en lo que Martin llamaba pasatiempos «jipiosos» y cuando lo conocí elegía vivir en los márgenes de un gueto negro de mala reputación e infestado de hierba en Brixton. «Lo que escribía, se podía ver», como escribió Clive James cuando usaba el personaje de Ian en una novela, y cuando llegaba a la ficción parecía tener un contrato con otras esferas más remotas. (Podía y todavía puede, por ejemplo, escribir sobre la infancia y la juventud con una habilidad casi espeluznante para pensar y abrirse paso: una facultad que muchos escritores soberbios son incapaces de alcanzar). Una tarde estaba sentado a mi mesa del New Statesman cuando sonó el teléfono y una voz desconocida preguntó por mí. Después de confirmar que yo era yo, la voz dijo: «Al habla Thomas Pynchon». Me alegra no haber dicho lo primero que se me ocurrió, porque pronto pudo demostrar que era él, y que un amigo mutuo (quiero decir un amigo común) llamado Ian McEwan le había propuesto llamar. El libro de otro amigo, el esfuerzo ultrahomosexual de Larry Kramer Faggots, había sido secuestrado por el servicio de aduanas británico y todas las copias incautadas corrían el riesgo de ser destruidas. El señor Pynchon se hallaba en algún lugar de Inglaterra y estaba consternado. ¿Qué se podía hacer? ¿Podía yo provocar un escándalo, como había dicho Ian? Le dije que uno podía protestar roncamente y mucho tiempo, pero Gran Bretaña no tenía una ley que protegiera la libertad de expresión o prohibiera la censura estatal. Charlamos un poco más, ofrecí toscamente volver a llamarlo, rechazó entre risas ese intento transparente y se desvaneció de nuevo en el mundo en el que solo McEwan podía encontrarlo. (Ian parecía capaz de hacerlo sin presumir de ello: también entabló amistad con el casi ilocalizable Milán Kundera).
De ello podría conjeturarse que Ian no formaba parte de ninguna deriva pronunciada hacia la derecha política o cultural. Pero tampoco era alguien que hubiera dejado de pensar más o menos en la época de Woodstock. Su padre había sido un oficial regular en un regimiento escocés. Conocía bien la historia militar. Su amor por el mundo de la naturaleza y la vida salvaje, que le llevaban a las excursiones duramente contemplativas por las que nos burlábamos de él, era igualado por su interés en las ciencias «exactas». Creo que, en un momento de su vida, jugueteó un poco con lo que de forma imprecisa llaman New Age, pero al final ganó el lado riguroso y sus novelas casi siempre patrullan alguna frontera difícil entre lo especulativo y lo que no se ve y las formas en que vuelve a imponerse la realidad material. Cuando no hablaba con profundidad sobre literatura y música, registraba con perspicacia las tensiones culturales y morales que reconstruían la divisoria política británica.
Un día, o realmente una noche, di otro paseo por el puente de la divisoria, para probar la temperatura y las condiciones del otro lado. Las circunstancias apenas podían haber sido más propicias para mí: los tories celebraban una recepción en el Salón Rosebery de la Cámara de los Lores, para presentar un costroso libro viejo de un costroso viejo par llamado lord Butler, y se rumoreaba que la líder recién elegida del Partido Conservador estaría entre los presentes. Yo había escrito un artículo más bien largo para la revista del New York Times, donde decía que, si el laborismo no podía revolucionar la sociedad británica, quizá la tarea le tocara a la derecha. También había escrito una pieza más breve en el New Statesman, donde comentaba el congreso del Partido Conservador y decía de pasada que pensaba que la señora Thatcher era sorprendentemente sexy. (Hasta hoy, nunca he recibido tanto correo airado, preguntando, en efecto: «¿Cómo pudiste?»). Me sentía inmune a la señora Thatcher en la mayoría de los otros sentidos, puesto que, a pesar de su elocuente defensa del «libre mercado» en un frente, parecía una aliada emocional del régimen proteccionista y autoritario de los colonos blancos en Rodesia. Y eso me dio la ocasión de forcejear con ella al principio de su carrera.
En la fiesta estaba sir Peregrine Worsthorne, un individuo desenvuelto y encantador con el que había tenido muchos debates sobre la propia Rodesia, tanto en el célebre bar colonial del hotel Meikles como en otros escenarios más escabrosos. Incluso lo había llevado a conocer a sir Roy Welensky, el duro sindicalista blanco y de derechas y exprimer ministro de Rodesia que había roto con la chusma traicionera y favorable al apartheid que rodeaba a Ian Smith. «Siempre me ha parecido muy sencillo, señor Versetorn —gruñó el viejo bulldog en el inconfundible acento de la región—. Si no te gustan los negros, no vengas a vivir a África». Perry admitió la justicia de esa afirmación, como no podía ser de otra manera, y pensaba que me debía un pequeño favor. «¿Le gustaría conocer a la nueva líder?». ¿Quién podía negarse? En unos momentos, Margaret Thatcher y yo estábamos cara a cara.
También en unos momentos me había dado la vuelta y le estaba ofreciendo las nalgas. Supongo que tengo que dar una explicación. Casi en cuanto nos dimos la mano en la presentación inmediata, sentí que conocía mi nombre y quizá lo había asociado al semanario socialista que había dicho hacía poco que era bastante sexy. Mientras ella luchaba adorablemente con ese momento de bella confusión, me sentí obligado a buscar la polémica y discutir con ella sobre un detalle de la política de Rodesia/Zimbabue. Me tomó la palabra. Yo estaba (casualmente) en lo cierto sobre un pequeño asunto y ella estaba equivocada. Pero defendió su error con una fortaleza tan diamantina que finalmente le di la razón e incluso me incliné un poco para subrayar mi reconocimiento. «No —dijo ella—. ¡Agáchate más!». Sonriendo amablemente, me incliné un poco hacia delante. «No, no —trinó—. ¡Mucho más!». Para entonces se estaba reuniendo un pequeño grupo de interesados transeúntes. Volví a inclinarme hacia delante, esta vez con más timidez. Dio una vuelta a mi alrededor, desenmascaró sus armas y me golpeó en el trasero con los papeles parlamentarios que había enrollado en forma de cilindro detrás de su espalda. Recobré la verticalidad un poco incómodo. Mientras se alejaba, miró por encima del hombro e hizo un movimiento casi imperceptible de cadera mientras pronunciaba las palabras: «¡Chico malo!».
Tuve y tengo testigos. En aquella época, sin embargo, apenas podía creerlo. Solo desde una perspectiva posterior, revisando cómo se quitó de en medio e intimidó a todos los anteriores líderes masculinos del partido y los sustituyó con gente que pudiera controlar, aprecio el atisbo premonitorio —de lo que alguien en otro contexto llamó «el manotazo del gobierno firme»— que se me concedió. Incluso entonces, cuando dejaba la fiesta, sabía que había conocido a alguien bastante impresionante. Y lo peor del «thatcherismo», como empezaba a descubrir gradualmente, era el roedor que se removía lentamente en mis vísceras: la sensación incómoda pero ineluctable de que en algunos asuntos esenciales podía tener razón.