A quienes sean tus amigos, con amistad probada, amárralos al alma con ganchos de acero.
HAMLET, acto I, escena III
Por supuesto que yo también había oído hablar de Fenton cuando me tomé ese primer cóctel en el bar público de King’s Arms. Ya había demostrado una extrema precocidad al ganar el premio poético Newdigate por una serie de sonetos titulada Our Western Furniture, sobre la histórica «apertura» que vivió la sociedad aislada y cerrada de Japón gracias al comodoro Perry. Poseía una belleza y una amenaza que intentaré mostrar con este breve fragmento.
Vi el salmón brillante, preso en la red.
No había más luz. ¡Movía el rocío!
¡Una energía para procrear!
El poeta grita —brilla su daga
de gris plateado— otra protesta:
«Vi los barcos en la bahía de Nagasaki».
En la cubierta de la primera versión publicada había un párrafo del informe del comodoro Perry al Congreso en 1856 (justo un año antes de que la India se rebelara contra la Compañía de las Indias Orientales).
Me parece —opinaba el galante comodoro— que el pueblo estadounidense, de una manera u otra, extenderá su dominio y su poder, hasta poner a la raza sajona en las costas orientales de Asia. También creo que hacia el este y hacia el sur su gran rival en el crecimiento futuro (Rusia) extenderá su poder hasta las costas de China y Siam y así se encontrarán el sajón y el cosaco… ¿Será un encuentro amistoso? ¡Me temo que no! Los exponentes antagónicos de la libertad y el absolutismo se encontrarán y después se librará la dura batalla que el mundo mirará con absorto interés; porque de su resultado dependerá la libertad o la esclavitud del mundo.
Eso parecía traer a la memoria el gigantesco drama que se desarrollaba en Indochina (una comparación que señalaba el propio James), pero abordaba el asunto de una forma muy distinta y mucho menos propagandística que la mía. Cojo mi primera edición del poema, una hermosa encuadernación de Sycamore Press (que salió del garaje del poeta y tutor de Magdalen College, John Fuller). «Para Christopher Hitchens, de James Fenton, con amor», dice la dedicatoria, fechada en noviembre de 1969 e inscrita en la guarda. Acabo de descubrir para mi irritación que cuando, en 1972, salió la primera colección de poemas publicados de James, Terminal Moraine, la dedicatoria era: «A Chris, del autor, con mucho amor». Nunca me había fijado en esa degeneración cualitativa. Sí me había dado cuenta de una observación del gran Roy Fuller, distinguido laureado de la década de 1930 y padre de John, en una fiesta en la casa que este último tenía en Benson Place. «¿Entonces eres amigo del joven Fenton?», preguntó bruscamente. Lo admití. «Me parece que escribe tan bien como Wystan a su edad, si no mejor». Sabía que a James —unos amigos comunes le habían presentado a Auden y a Kallman en Florencia— le gustaría oír a eso, pero también sabía que no se le subiría a la cabeza.
¡Ah, esa cabeza! Redmond O’Hanlon la comparó más tarde con un huevo de lechuza. Sin duda tenía una forma ovalada y sapiente. Y bajo el arco y la curva de ese cráneo había una extraordinaria variedad de elementos y materiales. El primero era una línea directa hacia la tradición de la poesía inglesa, el segundo un talento para lo burlesco y la parodia, que a menudo se manifestaba con una alegría casi maníaca, y el tercero era una soterrada seriedad, que, como en el caso de su mentor Auden, derivaba de un poscristianismo basado en una forma del protestantismo inglés. Además, aunque estuviera tan tieso como todos los demás, siempre llevaba encima el precio de una copa o un cigarrillo, y me alegro de haberlo querido y quererlo tanto, porque fue él quien despertó mi hasta entonces enterrado deseo de alcohol y nicotina. A veces se dice que los amigos son «la disculpa que nos ofrece dios por habernos dado a nuestros parientes». Yo era uno de esos que tendían a pensar en los amigos de la escuela como camaradas, conocidos, compañeros de conspiración, colegas o parejas sexuales (o una ensalada ocasional de las cuatro opciones). En mi defensa diré que las monásticas tradiciones del colegio y la universidad hacían que esto fuera menos monstruoso y grotesco de lo que parece en la página. Tenía un amigo, Michael Prest, el hombre que me había salvado de los abusones y el único tipo que aún conocía del colegio. Y tenía un camarada, James Pettifer, que era dramaturgo, polifacético e internacionalista. Íbamos a ver a Fenton en ese pub porque queríamos compartir con una cuarta persona los gastos de una casa entre las ruinas de Cowley Road. Estoy seguro de que todos fecharíamos nuestros momentos futuros a partir de ese encuentro.
No se trata de mirar hacia atrás y pensar: fue entonces cuando conocí al mejor poeta inglés de su generación. Ya sabía, o en todo caso creía, que era el mejor poeta de su generación en lengua inglesa. La acuciante cuestión era: ¿se le podía convencer de que escribiera unas estrofas que sirvieran de ayuda inmediata para la causa de la revolución socialista? Sabía que habían importunado a Auden con peticiones similares, pero también creía que yo era más persuasivo y sutil y menos dogmático que los que también habían intentado convencerle para que escribiera versos que se pudieran emplear como armas.
James estaba absolutamente listo para hacer todo lo posible para ayudar al combativo pueblo indochino (en realidad, de una manera más silenciosa estaba mucho más seguro sobre eso que yo), pero pensaba que también había otras cosas en la vida. Le gustaba dar largos paseos y le encantaban los edificios antiguos, los viejos árboles y plantas de Oxford. Le gustaba hablar de Italia y Grecia y el mundo clásico. Tenía un gran talento para inventar canciones groseras y juegos de palabras obscenos, que una especie de inocencia rescataba de la vulgaridad. Se sintió tremendamente impresionado, así como algo asqueado, por la extrema seriedad de George Steiner, que acababa de publicar su imponente colección de ensayos Lenguaje y silencio. Del mismo modo que yo me sentí un poco intimidado por Isaiah Berlin, James fue incapaz de olvidar la vergüenza que pasó en una cena de estudiantes con Steiner, en la que había exagerado su despreocupación y había dicho, con excesiva languidez, que ya no quedaban grandes causas unificadoras: ningún gran asunto como los que habían mandado a Auden a España o China. Steiner reaccionó bruscamente a esa exhibición de displicencia y le dijo que se fijase en lo que parecía ocurrir en Vietnam. Y eso sin duda había funcionado con James, que fue rápido en la respuesta y se retorcía al recordar lo engreído que debió de parecer. Sin embargo, antes de que pudiera registrarse esa confesión completa, había otras cosas que hacer, mientras caminábamos por el puente Magdalen: pulir canciones guarras:
Soy el Emperador de China.
Me gusta una prieta vagina:
me deja enseñar lo que sé,
como la prosa de George Steiner.
La serie del «Emperador de China» de James —que tenía que seguir el esquema expuesto arriba, donde el primer verso no se podía cambiar y todas las líneas siguientes debían ser obscenas y (no en el caso anterior) levemente homosexuales— era obviamente un logro en clave menor para la época. Sin embargo, yo la defendería con energía y creo que tiene su lugar en la historia de la obscenidad pequeña pero útil e inspirada en Auden. El poema modelo era así, y todos los demás debían obedecer las reglas:
Soy el Emperador de China
y tengo de oro hasta las sillas,
Pero si quiero echar un culo
busco en páginas amarillas.
No sé si la edición (muy limitada, elegante y cosida a mano) de Sycamore Press de esa colección de trivialidades sobrevive, pero, si es así, puede que esté allí mi propia contribución:
Soy el Emperador de China.
Muchos me llaman el patrón.
Y cuando mi hombre va en cabeza
siempre se me hincha el pantalón.
En principio, ya sabía que los juegos de palabras, como los limericks, los acrósticos, los acrónimos y los crucigramas, son en sí un buen entrenamiento. Por entonces no podía imaginar la maravillosa cosecha que había en el futuro, pero notaba vagamente que el factor Fenton me hacía un poco menos rígidamente negativo. Sin embargo, en su ejemplar de Lenguaje y silencio encontré una página con una esquina doblada en un ensayo titulado «Trotski y la imaginación trágica», y me di cuenta de que mi nuevo compinche me había sugerido una posible relación, la de la política y la literatura, solo que en esta ocasión empezaba en el extremo literario y no en el ideológico.
James era un hijo de la Iglesia: su padre era un importante estudioso anglicano, director de un college de teología en Durham y autor de un comentario de referencia sobre el Evangelio de Lucas. La madre de James había muerto repentinamente cuando él estaba en el colegio privado (Repton), y Canon Fenton había vuelto a casarse, en una especie de versión inversa de Murdstone, con una mujer que no soportaba que se recordara la vida o la esposa anterior de su marido. Eso había producido un distanciamiento con respecto a los hijos —James tenía un hermano mayor y una hermana menor— y a que los criara un par de tías solteras en Gales. Esa experiencia exteriormente desafortunada lo había convertido en un genio para manejar las relaciones personales e improvisar familias sustitutas. (Las dos tías, por ejemplo, se llamaban Eileen y Noel: en vez de tener que llamarlas así, o que dirigirse a ellas como «tía», se le ocurrió la idea de llamarlas «E» y «N», lo que funcionó estupendamente. Años mas tarde, E volvió al trabajo que había hecho antes de la guerra y dio clase en Jerusalén y ayudó en la academia anglicana de la catedral de San Jorge, donde había estudiado Edward Said. Me producía mucha satisfacción que los corresponsales me dijeran que se habían «encontrado con la tía E en el American Colony Hotel». Un día que tomé una copa con ella allí mismo, dijo con melancolía que le habría gustado optar al sacerdocio, en vez de conformarse con ser una glorificada misionera. En principio no podía preocuparme menos la cuestión de los votos, pero era inevitable pensar en la maravillosa cura que habría sido).
Ese talento de James para llevarse bien con la gente resultó evidente en cuanto nos mudamos a nuestro «alojamiento». En teoría había cuatro habitaciones, pero una de ellas daba directamente a la cocina y era obvio que quien durmiera allí estaría viviendo en un pasillo y a merced de los requerimientos de todos los demás. «Yo me cojo ese», dijo al instante James, como si hubiera «reservado» por adelantado el mejor cuarto. Recuerdo que pensé que había algo casi cristiano en ese alegre sacrificio: una idea que James me provocaría con frecuencia. Resultó además decente por su parte porque era el único de nosotros que no tenía una compañera femenina en ese momento. (Por cierto, la novia y futura esposa de Pettifer se llamaba Sue Comely. La de Michael Prest se llamaba Liz Horn. La mía se llamaba Teresa Sweet. Más tarde, James salió con una chica de aspecto de valquiria llamada Elizabeth Whipp, y fue el primero en darse cuenta, cuando estábamos todos juntos, de que la firma Comely, Horn, Whipp y Sweet constituiría un sensacional equipo de dirección para un burdel.)[47]
Además de renovar el interés por la poesía que había estado a punto de perder a causa de mis obsesiones políticas, y de hacer que fumara la mortal marca Players Number Six (coleccionaba los «vales» acaso con la esperanza de comprar algún día un gramófono o una tetera eléctrica) y bebiera el whisky escocés Teacher’s, Fenton cambió mi vida de dos maneras distintas. Un día estábamos paseando por Turl Street cuando se detuvo para hablar con un joven rubio, pequeño, de labios algo protuberantes y aspecto bastante severo, que llevaba del brazo a una chica aún más rubia que él. A la chica la conocía un poco. Se llamaba Alexandra Wells, en la universidad se la conocía con el sugerente sobrenombre de «Gully»,[48] y era la hijastra de sir A. J. Ayer, también conocido como Freddie, cuyo libro Lenguaje, verdad y lógica había llevado la obra de los filósofos vieneses a Inglaterra. Freddie, un fornicador infatigable y justamente célebre, era presidente de honor del Club Laborista y uno de los pocos académicos mayores que firmaban peticiones de la izquierda insurgente. (Hay una brillante caricatura suya en el personaje de sir Roy Vandervane, en una olvidada obra maestra de Kingsley Amis: Todos queremos ser jóvenes). Charlé con Gully, por la que sentía un deseo agudo y secreto —más tarde me diría, y fue la única ocasión en que he oído esas palabras empleadas en su sentido literal: «No, aunque fueras el único hombre sobre la tierra»—[49] y era la única joven del campus que se había atrevido a probar la última moda y llevaba shorts. James me presentó brevemente a su acompañante, cuya mano estreché con no menor brevedad. Cuando seguimos, pregunté: «¿Ha dicho que se llama Amis?». «Sí —fue la respuesta—. Se llama Martin Amis». Pregunté sin mucho interés si era familia del célebre novelista cómico, que había firmado una escandalosa carta en el Times, junto a Simón Raven, Robert Conquest y otros, en apoyo de la intervención de Estados Unidos en Vietnam.
A veces tengo que silbar cuando pienso en lo que podía no haber sucedido. Martin había nacido el mismo año que Fenton y yo, pero había llegado a Londres un año más tarde a causa de varios desastres (narrados de forma desternillante en su autobiografía Experiencia), entre los que se hallaban su pobre instrucción, su caótica familia y sus humeantes experimentos en los viajes de la imaginación. Así que iba un año «por detrás» y —por eso merodeaba por «Turl»— y era miembro del Exeter College. Aunque hubiera sido el alma máter de Richard Burton y Tariq Ali, incluso los que no eran esnobs pensaban que ese college estaba en un plano «secundario»: más para el club de remo que para los cognoscenti. ¿Quién sabe cuántas veces habría metido la pata si hubiéramos elegido ese instante como el momento de nuestro primer contacto? Como mínimo, probablemente me habría sentido obligado a decir algo desagradable sobre Kingsley, y eso podría haber bastado para provocar un distanciamiento de por vida. En cualquier caso, el peligro pasó, y yo estaba fuera de la universidad, tras haber estado a punto de no licenciarme en nada, cuando Martin recibió el mejor «sobresaliente» en literatura inglesa de su promoción.
Después, un día —estoy seguro de que era en el otoño de 1969—, Fenton propuso pasar un día libre fuera. El aventurero plan era coger un tren a Londres, pillar un taxi que nos llevara a Chancery Lane, comer un buen almuerzo con gente interesante y después ver qué oportunidades se presentaban para la tarde. Me moría de curiosidad, pero sentía aprensión. Para empezar, ¿cómo íbamos a financiarlo? James me aseguró que si estaba dispuesto a llevar algo de peso, todo iría bien. Mi papel como porteador incluía el transporte de una gran bolsa de libros. Cuando llegamos a Paddington Station, nos dimos el capricho de tomar un taxi que nos dejó en una librería llamada Gaston’s, en Chancery Lane, entre Holborn y Fleet Street. Allí, con aire experimentado, James cambió los libros por billetes nuevos. Todavía no se había licenciado cuando empezó a escribir reseñas para los periódicos de Londres y ya había aprendido un principio cardinal del oficio del crítico: Gastón’s daría el cincuenta por ciento del precio de un libro nuevo si estaba en buenas condiciones. Me maravillaron la sofisticación y sobriedad del asunto.
Nunca había visto u olido Fleet Street o Bloomsbury, y esos nombres totémicos fueron tomando vida y forma mientras el suntuoso día avanzaba y se convertía en una nublada jornada de otoño. Almorzamos con Anthony Thwaite en un bar de vinos con serrín en el suelo y —para mi imaginación— elementos de Dickens y Johnson en su ambiente. Thwaite, una figura diminuta con un pelo voluminoso y pajizo, era poeta y había formado parte del «Movimiento» que incluía nombres tan elevados como Philip Larkin y Robert Conquest. También era el director literario del New Statesman, en ese momento sin duda el más celebrado de los semanarios intelectuales de Londres. Yo pensaba que estaba a kilómetros a su «izquierda», por supuesto, pero todavía me sentía sobrecogido ante la revista con la que había echado los dientes cuando era un colegial, y en cuya escalera uno podía encontrarse con Bertrand Russell, digamos, o George Bernard Shaw. En una habitación había un viejo perchero del que colgaba una vieja gabardina que, decían, había pertenecido a H. G. Wells. Según la tradición, si te ponías ese totémico impermeable y salías con él, conquistabas a la primera mujer que te encontraras. Que te invitara a su famoso despacho en Great Turnstile después de comer, y a subir la escalera hasta el nido de Thwaite fue una bonificación inesperada. Salir del edificio hacia Lincoln’s Inn Fields con dos libros para reseñar bajo el brazo —«Nos gustaría que les echaras un vistazo»: ¿seguro que no era un malentendido?— era sentir que en el almuerzo uno había bebido mucho más de lo que pensaba.
No estoy seguro de dónde cenamos o dormimos esa noche, pero recuerdo que llevé a James, como para compensarle, al cine Curzon, para ver Z, de Costa-Gavras. Nos produjo un efecto electrizante. Yo intentaba reclutar a James en los Socialistas Internacionales y, cuando murmuró que era una película que te abría los ojos, lo reté rápida y militantemente con un «¿Y tú vas a hacer algo?», que, cuando lo pienso, fue una compensación algo pobre para el maravilloso día que me había dado. Sin embargo, me tomó en serio (algo que siempre me incomoda) y contestó sin alterar la voz: «Oh, voy a hacer algo».
A finales de año había publicado en el New Statesman una reseña del libro de Eric Hobsbawm sobre la militancia obrera en la era victoriana («¿Hitchens en el New Statesman? ¿Hitchens sobre Eric Hobsbawm? ¿Quién es ese joven inexperto?»: todavía oigo esas preguntas) y me habían invitado al cóctel de Navidad de la sala de reuniones de la revista, donde los dibujos y las caricaturas de Bloomsbury colgaban de las paredes. Allí me despedí mentalmente de Oxford y de las provincias en general. Si alguien estuvo «enganchado» alguna vez, ese era yo. La red de calles, callejones y plazas entre Blackfriars Bridge, Ludgate Circus, Theobalds Road y Covent Garden me fascinaba. Todavía lo hace, en cierto modo. Era el distrito que se extendía desde la Biblioteca Marx Memorial en Clerkenwell a la sala de lectura del Museo Británico, donde el viejo había escrito sus mejores obras. Subía un poco hacia el norte y colonizaba Charlotte Street hasta Fitzroy Square, y se convertía en la zona donde Anthony Powell había situado algunas de las escenas más decadentes de interpenetración literaria anterior y posterior a la guerra. El barrio se doblaba sobre sí mismo y giraba por Shaftesbury Avenue, y podía decirse que «contenía» al Soho, con su pequeña cuadrícula de calles y callejas que albergaba las redacciones de Prívate Eye y New Left Review, y después Gerrard Street, ahora «Chinatown», donde se reunía el «Club» del doctor Johnson, con Burke, Gibbon, Reynolds y Garrick (y cerca de la esquina donde vería a mi madre por última vez). Entre esos linderos se elaboraba la munición periodística de arma corta que se enfrentaba a las gigantescas (pero imprecisas y torpemente dirigidas) baterías del establishment periodístico favorable a los conservadores de Fleet Street, que estaba más al este, como una especie de bastión de la City.
El problema, como de costumbre, era jugar una buena mano en ambos lados de la calle. Una vez le preguntaron a Peter de Vries, uno de mis novelistas menores favoritos (podía hacerte reír, como en Mackerel Plaza, y llorar, como en Blood of the Lamb), cuáles eran sus ambiciones como escritor. Contestó que quería un público masivo para sus libros, una audiencia lo bastante numerosa como para que su público de élite la despreciara. Sospecho que, si fueran sinceros, muchos autores admitirían algo parecido. Mi deseo en la época era ganar el suficiente dinero como gacetillero —el refrescante término que emplean los ingleses para el negocio de los plumillas— en Grub Street para poder trabajar más noblemente por la noche y los fines de semana en mis esfuerzos literarios y en mi alianza con la clase trabajadora.
Por supuesto, no era el primero en idear ese plan, ni en encontrar algunos de los obstáculos más inmediatos. En esa época, para conseguir un trabajo en «los medios», había que pertenecer a un sindicato. Yo pensaba que eso era justo, apoyaba esa puerta cerrada, y estaba ansioso por unirme a un sindicato, aunque solo fuera para agitar como sindicalista, pero había un problema: no podía afiliarme a un sindicato si no tenía trabajo. Era un barrote a la entrada, basado en la doble moral, que hacía que no te avergonzara nadar y guardar la ropa por tu parte. Uno tenía que pasar de ser la segunda persona más famosa de Londres a convertirse en una persona totalmente desconocida pero quizá «prometedora» en la metrópoli. De nuevo, un almuerzo en All Souls me dio la respuesta. El Times de Londres iba a comenzar un nuevo suplemento, dedicado a la educación superior. Necesitaban personal nuevo, y eso significaba que podían ofrecer un empleo sin que se exigiera como precondición una tarjeta del sindicato. Así que me convertí en «corresponsal de ciencias sociales» de un periódico que todavía no se imprimía, un trabajo fantasma digno de Gógol, en el que duré unos seis meses, hasta que el director me dijo algo que hizo imposible que siguiera trabajando para él.[50] A veces me pregunto qué me habría ocurrido si hubiera sido lo bastante bueno en el puesto como para conservarlo: el periódico podría haber sido mi mortaja. Aun así, al menos pude mudarme a Londres y entrar en el sindicato de periodistas.
También conseguí superar la leve pero inconfundible vigilancia política que era parte del escenario de la época. Cuando pedí un trabajo de prácticas en la BBC, uno de los que hacían la entrevista me preguntó: «¿Tiene opiniones fuertes? ¿Lo bastante fuertes como para participar en una sentada en Trafalgar Square?». Yo no era lo bastante estúpido como para ignorar que no habría hecho esa pregunta si no hubiera conocido la respuesta de antemano. Tampoco conseguí el trabajo: otra derrota por la que estaré eternamente agradecido. (Y eso me hace lo bastante viejo como para recordar un tiempo en el que la BBC intentaba excluir a la gente subversiva y resentida). Una entrevista posterior, para ese empleo en el Times, mostró la reserva y los eufemismos típicos del establishment británico en su versión más letal. «Solo una formalidad… No llevará un segundo. Tengo que preguntarle unas cosas antes de que se incorpore». El interlocutor era un tal señor Grant, un individuo corpulento, con un rostro algo rojizo y carente de un título especial. Eso ocurría cuando la redacción del Times estaba en Printing House Square —un nombre magnífico—, justo frente a la vieja estación de Blackffiars, en cuyo pórtico todavía aparecían viejos destinos del tren de vapor como Darmstadt y San Petersburgo. Conservaba el aroma del tiempo en que Graham Greene había sido subdirector en el pasillo. El señor Grant me hizo algunas preguntas, en apariencia tan inocuas que me quedé adormecido. Entonces: «¿Le interesa la política?». Decidí que solo había una respuesta. «Bien, bien. ¿Diría que tiene alguna filiación personal?». Asumiendo que conocía la respuesta, y convencido de que sería deshonroso ocultar mi posición, contesté: «Soy socialista». «Muy bien, muy bien, querido: no se ponga a la defensiva. Hay más socialistas en el Times de lo que imaginaría. Algunos de los mejores de los nuestros además…». Me estaba relajando cuando se inclinó un poco hacia delante y preguntó, mirándome directamente a los ojos: «Por cierto, ¿el Partido Laborista le permitiría afiliarse?».
Como Grant debía de saber, esa era la pregunta que yo esperaba evitar. Estaba en el movimiento obrero, pero no pertenecía al laborismo.
Vayamos, tú y yo, a un encuentro en un centro sindical sucio y bastante mal iluminado en Haringay, al norte de Londres. La época: mediados de la década de 1970. El lugar: un barrio deprimido pero fuerte, con un alto porcentaje de población irlandesa y de otros lugares. Soy el orador invitado y el tema es Chipre, una excolonia griega en el Mediterráneo que han atacado recientemente ejércitos de la OTAN griegos y turcos. Muchos refugiados de ese cruel bombardeo y ocupación han llegado a Londres para unirse a la comunidad chipriota, incondicionalmente obrera e izquierdista, que está aquí desde la década de 1930. Mis artículos sobre el crimen imperial en curso me han proporcionado cierto público. Los hermanos y las hermanas de Haringay no se sienten fácilmente impresionados por el talento visitante, y no es probable que consiga siquiera que el taciturno tesorero de la sección local me reembolse mi billete del metro desde el centro, pero estoy acostumbrado a esa actitud directa e incluso he aprendido a aceptarla. Antes de exponerse a mi brillante retórica, el público será sometido a una serie fija de preliminares cotidianos. Habrá un llamamiento para el fondo de resistencia de una fabrica cercana, cuya mano de obra está «fuera», en los piquetes, desde hace más de un mes. Se anunciará un encuentro regional para decidir las resoluciones ante el próximo congreso anual del Partido Laborista, que se celebrará en una lejana y deprimente localidad costera en otoño. La señora que ayuda a dirigir los servicios sociales para los inmigrantes necesitados hará un llamamiento, envuelto en la asombrosa calidez en que se especializan algunas matriarcas laboristas, instando a los chipriotas (que generalmente estiman los valores familiares por encima de todo y muestran recelos ante la caridad) a reivindicar sus derechos como ciudadanos de la Commonwealth. Se subraya que no hay que establecer ninguna distinción entre los chipriotas griegos y turcos, ninguno de los cuales ha alzado la voz o la mano contra otro en este viejo y fraternal distrito. Un veterano del sindicato de conductores de autobuses se pone en pie para hacer un llamamiento sólido y sonoro: los trabajadores británicos deben pasar las vacaciones en el democrático y amenazado Chipre, en vez de la supuestamente turística Costa Brava, que forma parte de la deshonra que es (todavía, después de todos estos años y pese a todos nuestros esfuerzos) la España del general Franco. Se trata de trabajadores que rechazan el llamativo despliegue de supermercados y gastan el salario que ganan duramente en la cooperativa, donde muchos de ellos también guardan sus pequeñas ganancias.
Ahora todo ha desaparecido, o está despedazado, pero es lo que se solía llamar «movimiento laborista». A veces, en la elevada retórica del primero de mayo era TIGMOO (Este Gran Movimiento Nuestro, por sus siglas en inglés) y a veces TMAAW (El Movimiento En General), pero, incluso cuando nos burlábamos de esas palabras tópicas, sentíamos un feroz orgullo por pertenecer a las filas que describían. Esos hombres y mujeres, «guerreros en los días de trabajo», que habían sobrevivido al desempleo masivo, a viviendas degradadas y a una amarga explotación y habían cerrado filas para resistir al fascismo en casa y en el extranjero, reconstruyeron el país después de 1945, lucharon por la independencia de las colonias y combatieron para eliminar el miedo terrible —a la enfermedad, a la penuria y a una vejez dickensiana— que había atormentado a la clase obrera británica. En 1939, cuando de nuevo había sido necesario convocar a esos trabajadores para que regresaran a los colores, la bandera y la defensa de la nación (principalmente como consecuencia de las pésimas y deshonrosas capitulaciones de la clase dirigente frente al nazismo), a los oficiales de reclutamiento les horrorizó el material humano que se les presentaba. Hombres con la dentadura destrozada, con mala vista, pechos resollantes de paloma; con las piernas arqueadas y calvos; con síntomas de trastornos relacionados con la carencia de alimentos, como el raquitismo y la pelagra, que habrían conmocionado a algunos de los súbditos británicos en la India y África. Como niño nacido después de la guerra y en los primeros años del Servicio Nacional de Salud (que el pueblo siempre capitalizaba medio reverencialmente como «el NHS», por sus siglas en inglés), me beneficié de todo eso, pese al conservadurismo de mi padre. Había zumo de grosella negra gratis para la vitamina C —meaba púrpura— en la escuela, así como leche gratis, con la que hice el descubrimiento nauseabundo de que padecía lo que ahora se llama «intolerancia a la lactosa». Una «enfermera del distrito» visitaba rutinariamente cualquier casa que hubiera registrado el nacimiento de un bebé. Si desarrollaba estrabismo o me dolían las muelas, mis padres no debían temer la bancarrota: podían llevarme a que me pusieran unas gafas o un empaste. El trabajo resultante no es hermoso (me estremecí de reconocimiento cuando leí por primera vez la expresión «dientes británicos» en El juicio de París, de Gore Vidal), pero es real, tangible y disponible como una especie de derecho, un derecho que ha costado mucho conquistar. En la sala todo el mundo está orgulloso del hecho de que lo más elemental que existe —la sangre humana— se dona gratis al Servicio Nacional de Salud, que nunca se queda sin ella y nunca paga un penique a los que hacen cola para entregarla y solo esperan a cambio una taza de café cargado o un formal té proletario.
Para mí, ese «movimiento» lo es todo. Contiene la esperanza germinal de un futuro mejor en el que la clase obrera pensante pueda adquirir las facultades de un partido serio de gobierno, y pueda extender esas pequeñas y tempranas victorias «reformistas» hacia algo más completo, mientras se une con movimientos similares de otros países para repudiar los estrechos nacionalismos y chovinismos que llevan a guerras y particiones. Estar enrolado en sus filas es formar parte de una historia alternativa, así como un presente y un futuro alternativos. La Gran Bretaña oficial puede tener su Valhalla de héroes, estadistas, conquistadores y constructores del Imperio, pero nosotros sabemos que el punto más elevado que alcanzó la civilización europea se encontraba en la ciudad de Basilea de 1912, cuando los líderes de los partidos socialistas de todos los países se reunieron para coordinar una oposición a la guerra mundial que se acercaba. Los nombres de héroes de verdad como Jean Jaurès y Karl Liebknecht hacen que las figuras de Asquith, Churchill y Lloyd George parezcan pigmeos. La violencia y el trastorno que habría producido una transformación socialista en esos años habría sido infinitamente menor que el insensato sacrificio de la cultura a la barbarie, y que el nazismo y el estalinismo que surgieron de él. Esa sensación me parecía totalmente auténtica en la época. (Por cierto, todavía me lo parece). Las únicas dos dificultades inmediatas de este idealismo son que, primero, ese mismo movimiento, al menos en la época, se expresa a través de una organización muy aburrida y desprestigiada conocida como Partido Laborista; y, segundo, que en la industria en la que trabajo, los sindicatos son la fuerza más conservadora y anticuada que existe, lo que es mucho decir si tenemos en cuenta cómo es el negocio de la prensa.
Mientras intentaba vivir de acuerdo con la máxima de Peter de Vries, acepté varios trabajos «para el público mayoritario», desde ser investigador freelance en el equipo Insight que Harold Evans tenía en el Sunday Times (en ese momento en su cénit), hasta trabajar en la joven London Weekend Televisión, pasando por ser corresponsal del Daily Express y editorialista a tiempo parcial para el Evening Standard. Eso me convierte en uno de los últimos que pueden decir que trabajaron para los «periódicos de Beaverbrook»: el famoso y viejo chanchullo, medio mágico y medio criminal, que Evelyn Waugh preservó para siempre con el retrato de The Daily Beast. Cuando escribí mi introducción para la edición de ¡Noticia bomba! en Penguin, dije que la obra maestra de Waugh sobre Fleet Street evocaba el glamour fugitivo del negocio —ese palacio pseudo-déco, con cristales negros, en Fleet Street, desde el que uno podía coger un taxi al aeropuerto, aferrando un manojo de cheques de viaje, con poca antelación y un visado exótico en el viejo cartoné azul y dorado del pasaporte británico («La calle de la aventura»)— y su miseria incorregible («La calle de la vergüenza»). Así nos presenta Waugh a un grupo de veteranos gacetilleros británicos en un sombrío bar extranjero:
Shumble, Whelper y Pigge conocían a Corker; habían merodeado en torno a muchos portales, y se habían metido juntos en muchos hogares desconsolados…
Una vez tomé una copa con un veterano del Express, su rostro surcado de venas y la nariz enrojecida por el alcohol, en la vieja Punch Tavern, frente a la redacción, y me explicó los pasos a seguir para entrar en un hogar desconsolado. Normalmente al doliente le gustaba ofrecer una taza de té, me dijo, una cuestión de inmemorial cortesía de clase obrera. Por tanto, cuando extraías el máximo de tragedia de los parientes de una víctima reciente —ya fuera crimen, fuego o accidente aéreo—, era importante llevar un compañero. «Él se ofrece a ayudarles en la cocina mientras ponen la tetera, y eso te da tiempo para ir a la entrada y pescar las fotos familiares de la repisa de la chimenea». Para que no parezca que finjo que eso me escandalizó, admitiré libremente que cuando había que ir a un lugar de fosas comunes y sociedades destruidas, el lema extraoficial de nuestro departamento de corresponsales extranjeros era: «¿Hay alguien aquí que hayan violado y hable inglés?». En Perro callejero, la novela sobre Fleet Street de Martin Amis, podrías pensar que el desprecio de los periodistas hacia sus temas y sus lectores es exagerado, pero sería un error.[51]
En muchos aspectos, el periodismo era la profesión ideal para alguien como yo, inclinado a un modo de vida similar al de Jano. ¿He dicho «profesión»? Hay algo en el oficio y la práctica (palabras más adecuadas) que tiene naturalmente dos caras. Uno debe fingir cierta educación con los políticos a los que entrevista; uno debe ser cortés, sonriente y curioso mientras se sienta con lunáticos «luchadores por la libertad» y dictadores enloquecidos y afásicos.
Te voy a poner un ejemplo de la época formativa de mi carrera en el tinglado de los medios. A principios de la década de 1970, en lo que antes se llamaba «la joya de África», el Estado financiaba un pogromo contra los ugandeses de origen asiático, que eran primero expoliados y después deportados. El responsable era una figura casi pornográficamente malvada: Idi Amin (que más tarde se convirtió en un invitado exiliado en Arabia Saudí y un heroico hijo del islam). Su intolerancia y su avaricia eran dos aspectos del mismo desorden desenfrenado: quería que las propiedades de la comunidad de comerciantes asiáticos fueran su botín político, y también quería convertirse en el hombre que «africanizó» su desdichado país por medio de la limpieza étnica. La mayoría de los asiáticos tenían pasaportes británicos, aunque nunca se había pensado que podrían usarlos con un propósito tan grosero y falto de tacto como (por ejemplo) ir a vivir al Reino Unido. Cuando ejercieron ese pequeño privilegio legal, hubo una reacción racista bastante fuerte. Uno de los más demagogos en el asunto fue sir Oswald Mosley, una figura de cierta edad, en quien aún permanecía el tufillo de los años treinta, un tiempo en que llevaba camisa negra y dirigía la Unión Británica de Fascistas. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial había decidido vivir en París. Casualmente, mi red de inteligencia e información, que era bastante aficionada, me trajo la noticia de que el viejo aspirante a dictador estaba en Londres y se alojaba en el Ritz. Decidí averiguar si vendría al programa televisivo en el que trabajaba como investigador y reportero en prácticas.
La primera parte fue fácil: confirmé que estaba en el Ritz y que estaba dispuesto a hacer una entrevista. La segunda parte fue un poco más difícil: ¿no tenía que mostrarme cortés con un hombre que había tenido a Joseph Goebbels como padrino en su boda con lady Diana Mitford, mientras Adolf Hitler (que como regalo de bodas entregó a la feliz pareja una fotografía enmarcada de sí mismo) asistía como invitado de honor? Decidí que el problema se podía resolver al día siguiente: la oportunidad era demasiado buena como para perderla, pero ahí terminaban las formalidades. Le enviaría un coche y lo saludaría en el vestíbulo, pero no extendería la mano cuando llegara. Ensayé el momento muchas veces, despierto y durmiendo, hasta que la limusina llegó y la figura canosa, con aire de toro, de ese viejo cabrón empezó a salir. Descubrí que alargaba la mano y decía: «Sir Oswald, qué bien que ha venido». En lo que parecía un estado exento de voluntad, lo llevé a la sala de invitados y le serví un trago.
Puedo justificarlo si quieres. (Ahora se me ocurre que también lo podría haber justificado entonces, porque Mosley era el modelo de sir Roderick Spode, el brutal y ridículo líder del movimiento de los Shorts Negros en la obra maestra de P. G. Wodehouse El código de los Wooster, y uno no tiene muchas oportunidades de ver un original de ese tipo. Pero en aquella época yo era demasiado solemne para eso). En cambio, me justifiqué tácticamente ante mí mismo. En nuestra charla posterior me enteré de que nunca había temido a los saboteadores marxistas de los años treinta, que le tiraban piedras y verdura. Me informó de que la táctica más desconcertante de la izquierda había sido ocupar las primeras filas de asientos en un ayuntamiento y, en cuanto él empezaba a hablar, abrir periódicos y enterrar en ellos sus rostros. Siguió hablando con un estilo educado y confesional hasta que llegó la hora de llevarlo al plato y empezar con las cosas serias. Cuando las luces lo iluminaron y la luz de la cámara empezó a parpadear, pareció quitarse de encima su personalidad y estilo anteriores y se volvió delgado y rapaz como en el pasado. El timbre de su voz cambió y, ante la primera pregunta del entrevistador sobre la inmigración ugandesa, emitió una respuesta áspera y burlona que convocaba todos los viejos ecos de raza y nación. Así, verde y sin formar como estaba, pude descubrir en una hora lo que muchos miembros de la clase alta de Gran Bretaña no habían sabido ver durante los años treinta: había un Mosley que actuaba de manera bastante civilizada en los salones y las casas de campo, y otro que disfrutaba yendo a los barrios periféricos del East End y denigrándose con aquellos que eran tan viles y estúpidos como para pensar que sus vidas podrían mejorar sin la plaga de los vecinos judíos.
No recuerdo cómo manejé la conclusión del asunto: quizá fui lo suficientemente orgulloso y heroico como para rechazar un apretón de manos cuando sir Oswald se iba. De todas formas, me enseñó que las actitudes morales que uno ensaya están a menudo desprovistas de todo significado.[52]
Todo eso era en «los setenta». ¿Cuándo empezamos a dividir el tiempo en decenios en vez de, por ejemplo, reinados? ¿La gente de los años treinta sabía que iba a ser clasificada históricamente de ese modo? No hubo ceros o década de los diez en el siglo XX, que fue directamente de la época eduardiana a la Gran Guerra. El concepto de la era del jazz contenía indicios de una idea de «los años veinte». Recuerdo que, en la primavera de 1968, un orador revolucionario en el exterior de la London School of Economics hablaba de un año que podía compararse con 1848 y 1917, y teníamos una especie de conciencia de vivir en «los sesenta», cuando todavía seguían sucediendo. Pero los setenta eran los setenta porque tenían que tener un nombre. La nulidad y el anticlímax parecían cernerse en todas partes. Y también lo hacían ciertos aspectos desagradables, a menudo compuestos o destilados de lo peor de los sesenta. El estudio de televisión al que invité a Mosley estaba en una nueva torre de apartamentos del South Bank, junto al Támesis, y ofrecía una vista que dominaba Londres. Un día, después de comer, estaba mirando por la ventana y vi y oí una tremenda explosión. Parecía que había ocurrido cerca de la catedral de San Pablo. Lo que acababa de ver —y que en menos de una hora vería a pie de calle— fue el primer coche bomba del Ejército Republicano Irlandés que estallaba en Gran Bretaña. El objetivo había sido Old Bailey el Tribunal Supremo del país.
Siempre había sido contrario a la partición de Irlanda y un firme partidario del movimiento a favor de los derechos civiles y enemigo del sectario miniestado de Orange, que encarnaba los resultados petrificados y estancados de esa cruel división. Mi organización, los Socialistas Internacionales, había participado en los primeros momentos en las protestas, manifestaciones y huelgas no sectarias que habían desafiado al sistema de los «seis condados de Ulster». Pasé más de una tarde, especialmente tras la matanza del Domingo Sangriento por parte de las tropas británicas en Derry, y después de la imposición británica del internamiento, o mejor encarcelamiento sin juicio (pero con tortura), en bares y clubes irlandeses, dando discursos y organizando protestas. Como periodista también empecé a visitar Belfast, Derry y Newry, y vi por primera vez balas que se disparaban con ira, así como bombas de clavos y de gasolina. Para alguien que se había criado en el útero protector de la Marina Real y sus bases, era muy extraño ver al ejército británico patrullando calles que eran al menos constitucionalmente británicas, pero con visores y cascos propios de ocupantes extranjeros. Eso era muy raro. También lo era —en una ciudad como Belfast, donde casi no había inmigración de la Commonwealth— el hecho de que, si veías una cara negra, pertenecía, de forma casi invariable, a un soldado británico. (Algunas pullas de ancianas republicanas airadas utilizaban ese llamativo contraste: «¿Qué vas a hacer con eso, soldadito? —gritó una banshee cuando un joven soldado raso de Barbados blandía una “bala de goma”: un artefacto para el control de las masas que se parecía a una botella de Coca-Cola esculpida en negro—, ¿se la vas a mandar a tu puta mujer?». No he podido olvidar la expresión herida de su rostro).
Con James Fenton (a quien finalmente había conseguido afiliar a los Socialistas Internacionales) viajé varias veces a Irlanda del Norte y colaboramos en un artículo o dos para el New Statesman. (Uno incluía nuestra firma conjunta: algo que todavía me produce un gran orgullo). Nuestras polémicas, por supuesto, eran profundamente contrarias al sectarismo, y subrayaban la contribución de protestantes irlandeses como Wolfe Tone a la larga tradición del republicanismo y destacaban a históricos socialistas como James Connolly y Jim Larkin. Nos parecía que no podía encontrarse mejor ilustración de que los trabajadores necesitaban olvidar sus diferencias religiosas y nacionales y unirse de manera fraternal que las miserables y atestadas calles en torno al puerto de Belfast. Pero decir que esos llamamientos no llegaron a alcanzar una fuerza motriz entre las masas sería pronunciar un eufemismo de proporciones casi heroicas.
Al final llegué a distinguir un rasgo de la situación que me ha ayudado a entender una terquedad similar en el Líbano, Gaza, Chipre y otros lugares. Los líderes locales generados por los «problemas» en esos sitios no quieren que haya una solución. Una solución significaría que no los tratarían con deferencia los mediadores de la ONU o de Estados Unidos, que no los invitarían a elegantes congresos internacionales de alto nivel, que la prensa dejaría de tratarles reverencialmente y que no podrían ganarse un sobresueldo con chanchullos de contrabando y protección. El poder de esa clase parasitaria fue lo que prolongó la lucha en Irlanda del Norte durante años y años después de que a todo el mundo le resultara evidente que nadie (excepto los del chanchullo) podía «ganar». Y cuando terminó, demasiados de los tipos del chanchullo también se convirtieron en los beneficiarios del «proceso de paz».
No, en el Belfast de principios de la década de 1970 lo que ponía a la gente en marcha no eran el humanismo y la solidaridad, sino la violencia, la crueldad, la conspiración, la intolerancia, el alcohol y el crimen organizado.[53] Entablé amistad con algunos trabajadores protestantes del distrito de Woodvale, que mostraron algo de interés en cruzarla línea divisoria y hablar con sus hermanos católicos, pero desarrollaron la funesta tendencia a aparecer en el maletero de los coches acribillados a balazos, o a veces —estoy pensando en Ernie Elliot— a ser acribillados a balazos antes de que los metieran en el maletero. Todo eso me quedó muy claro cuando James no se presentó a una cita que teníamos en Andersonstown, un barrio duro y dominado por el emergente IRA Provisional. Había ido al bar acordado y se había sentado para ver unos documentos sobre redadas e internamientos del ejército británico en la zona. Eso fue un error muy grande. En unos minutos, un grupo se le había unido y le había ordenado que pusiera las manos sobre la mesa, debajo de la cual una pistola le apuntaba a la entrepierna. Lo llevaron a una casa mugrienta y le dijeron que se tumbara en el suelo; sus captores lo retuvieron varias horas y no establecieron contacto con las personas de Londres que podrían haber aclarado que era un reportero y no un espía o un agente provocador. Pero finalmente le dejaron marchar, y escribió un relato bastante divertido de su roce con el terror. La anécdota resultó mucho menos hilarante unos días después, cuando en una infame taberna de Belfast lo presenté a un reportero local con «contactos» entre los republicanos. «¿Has dicho “Fenton”? —susurró ese respetable caballero—. ¿Sabes que votaron para decidir qué hacían contigo? Solo hubo seis votos contra cinco a favor de no pegarte un tiro allí mismo». Ese tipo de votación era prácticamente el único concepto de democracia que algunos de los habitantes de la ciudad fueron capaces de formar. (La mujer que había «presidido» el encuentro, una macilenta bruja llamada Maire Drumm, fue asesinada en la camilla del hospital por una chusma de unionistas «voluntarios del Ulster», que estaban dispuestos a atravesar la línea divisoria de la ciudad con el fin de aprovechar la ocasión de disfrutar de esa atrocidad).
Inmediatamente se presentó una tentación reprochable. En lugares como ese, en contraste con los monótonos recintos de la Gran Bretaña urbana, suburbana y rural, había drama, y todo el que quisieras. Cada día y cada noche había bombas y tiroteos, disturbios y redadas, y no se tardaba mucho en acceder a los bares y las tabernas donde se hablaba de esas cosas con cierto conocimiento. Lo podías hacer como activista político o periodista, o, en mi caso, como una combinación amateur de ambas. He de admitir que a veces encontraba esa doble vida algo más que metafóricamente embriagadora. Después de la matanza perpetrada por el ejército británico el Domingo Sangriento, estaba lo suficientemente furioso como para escandalizar a Fenton diciendo que, si un hombre del IRA estaba huyendo y solo necesitaba una cama para pasar la noche y que no se dijera una palabra, yo estaría dispuesto a ayudarle. Por supuesto, sabía guardarme de esa vicaria identificación con lo «auténtico». Había adquirido algo de esa cautela en Cuba. Pero todavía no había aprendido a alejarme consistentemente de ella. Y —por citar otra expresión que molestaba tanto a James que la empleaba a menudo para provocarle— esos encuentros con el lado oscuro también aportaban «buenos temas». En los extrañamente hermosos paisajes de la frontera irlandesa, en especial en Derry, con la luz evocadora del final de la tarde que cae sobre el Waterside y las viejas murallas, y en el lluvioso Belfast, con sus barriadas del siglo XIX y la vista constante de las bellas colinas que lo rodean, vi mi primera «guerra», sin necesitar un pasaporte para viajar hasta ella.
Es difícil olvidar la primera vez que ves una muerte violenta, o que sientes que te muerde la manga. El hotel Europa de Belfast fue para mí el primero de muchos alojamientos periodísticos, desde el Commodore en Beirut al Meikles en Rodesia-Zimbabue y el Holiday Inn en Sarajevo, donde uno iba a encontrar «madera de caoba»: la expresión de los gacetilleros para el bar al estilo de ¡Noticia bomba!, donde se contaban y escribían muchas historias de guerra. Allí era donde uno podía citarse con «fuentes» subrepticias, intercambiar anécdotas con rivales y trocar información con amigos, jugar al póquer con el dinero de la empresa, codearse o entablar amistad con los elementos marginales de los submundos del terrorismo y el contraespionaje. Una tarde, mientras invitaba a unos miembros de los sindicatos a una cena no sectaria, llegó hasta nosotros el estruendo de una explosión que se produjo lo bastante cerca como para hacer vibrar los cristales. Al salir a toda prisa hacia el laberinto de callejuelas del otro lado de la carretera, vi que una célebre licorería local llamada Elbow Room había dejado de existir.[54] Llamada así por su posición en la unión de dos calles estrechas y por la curvatura de la articulación del brazo en cuestión, había recibido la descarga de un coche bomba aparcado en un espacio cerrado. A causa de la explosión había volado todo lo que había dentro, y después, parecía que a causa de una maligna contracorriente, lo había expulsado hacia fuera. La cerveza, el whisky, la sangre y el cristal estaban por todas partes, como algunos objetos amontonados que me estremecían. Recuerdo sobre todo a un bombero de Belfast, uno de esos gigantes que parecen medir diez metros y son la especialidad de la provincia, que salió de las ruinas llevando en brazos una pequeña figura envuelta en una lona. Después se sentó en lo que quedaba de la escalera y se echó a llorar. Yo tenía esa terrible sensación interior que he experimentado más tarde en corridas de toros y escenas bélicas: querer que todo termine y al mismo tiempo querer que siga, y querer apartar la mirada mientras necesitas mirar más de cerca. Había imaginado que el hombre llevaría a un niño asesinado y me sorprendió descubrir que lloraba por un perro terriblemente destrozado. Y a esas alturas un bombero de Belfast debía de haber visto bastante.
Mi propio caso fue mucho menos dramático, pero todavía me resulta muy vivido. Cuando volvía una noche al Europa, tras comprobar el número de víctimas en el hospital Royal Victoria, no pude coger un taxi y decidí caminar por algunas de las calles que dominaba la insurgencia en el distrito de Falls Road. No había calculado lo rápido que caía la noche y me encontré solo en la creciente oscuridad: una penumbra crepuscular incrementada por la costumbre local de disparar a las farolas. Un ruido repentino me convenció de que habían arrojado una bomba de clavos a una patrulla inglesa, y resolví rápidamente que lo mejor era tenderme en la cuneta y pasar inadvertido. A juzgar por los silbidos y los estallidos de los disparos cercanos, esa decisión fue bastante astuta, y recuerdo que pensé lo horrible que sería terminar mi carrera, como víctima azarosa de una bala perdida. En cambio, casi terminé como un maldito idiota que ponía a prueba la paciencia del ejército británico. Al levantarme demasiado pronto de mi postura semiacostada, me vi empujado contra la pared por un escuadrón de soldados de rostros ennegrecidos, y asaltado con varias preguntas urgentes cargadas de tensas observaciones sobre los defectos de los irlandeses. Cuando recuperé el aliento y emití una breve declaración en mi cristalino acento oxoniense, me reconocieron de inmediato como inofensivo y me recomendaron con brusquedad que me fuera a tomar por el culo, cosa que hice obediente y rápidamente. Graham Greene escribió que los thrillers de John Buchan —Los treinta y nueve escalones es un ejemplo destacado— alcanzan parte de su efecto a través de la inminencia de la muerte en situaciones normales, como junto a la veja de Hyde Park. Yo no estaba exactamente en Hyde Park, pero estaba en mi propio país y las cabinas telefónicas eran rojas y los uniformes de la policía eran azules, y la conciencia de que la distinción entre «aquí» y «allí», o entre «casa» y el «extranjero» es falsa nunca me ha abandonado.
De modo que así es como se podía pasar por los aburridos y estreñidos años setenta. En primer lugar, adoptando la profesión del periodismo, que permitía convertirse en una versión del «Señor Dos Caras» de John Bunyan. (Irlanda del Norte era casi perfecta para pulir el papel, porque un día uno podía visitar un bar republicano y un salón unionista antes de redondear la noche con una cena extraoficial con un funcionario de la inteligencia británica). En segundo lugar, viajando a lugares exóticos que parecían conservar al menos parte de la menguante promesa de 1968. En tercer lugar, manteniendo una doble vida también en Londres. De día trabajaba en varios periódicos y emisoras de televisión destinados a un público mayoritario, donde mi título era «Christopher Hitchens», y después me marchaba al East End, donde fui director de reportajes en el Socialist Worker y redactor de reseñas literarias del supuestamente mensual International Socialista. (En la cabecera de este último, mi nombre aparecía obstinadamente como «Chris», mientras que en el New Statesman insistía en que se escribiera entero, aunque eso significara a veces que resultaba demasiado largo para aparecer donde más quería). De los periodicuchos «agitadores» con los que he tenido relación, el Socialist Worker era uno de los mejores. Conseguí reclutar a James Fenton como crítico de cine; un logro que resultó un poco demasiado pesado para el sistema digestivo de algunos de los camaradas más severos. Entregó una crítica casi líricamente marxista de Queimada, la película sobre una revuelta de esclavos de Pontecorvo, antes de atraer cartas molestas por los elogios levemente afectados que dedicó a una producción de «Carry On». Los esfuerzos para mejorar esas duras páginas me pusieron en contacto con Paul Foot, heredero de una de las grandes familias del radicalismo inglés, y quizá la persona en quien resultaba más difícil identificar la diferencia entre su forma de pensar y sentir y su manera, siempre respetuosa con sus principios, de vivir y comportarse. (Cuando cayó gravemente enfermo y en el hospital le preguntaron si quería que trasladaran su cama a una habitación privada, no podía hablar, pero fue capaz de hacer un gesto con los dedos fácil de interpretar). Era algo mayor que yo, pero su reacción ante cualquier injusticia estaba tan llena de indignación y espanto como la de un joven que acaba de descubrir que la vida no está bien hecha.[55] Con esto no quiero en absoluto que parezca ingenuo: decidí que en mi propia vida intentaría resistir ante la reacción hastiada que nos embrutece frente a las feas costumbres del poder. En esos tiempos la izquierda tenía algunos gigantes.
Estaba empezando a parecer razonablemente obvio, sin embargo, que yo no iba a ser uno de ellos. Sabía que con una parte de mí mismo estaba construyendo el movimiento laborista y con la otra subvirtiéndolo e infiltrándolo desde la ultraizquierda, pero encontré esa frase letal de Oscar Wilde que dice que el problema del socialismo es que pierde demasiadas tardes en «asambleas». En todo caso, el aburrimiento siempre ha sido mi defecto más constante. Por entonces, todavía quería algo parecido a pasar un buen rato, y esa definición debía incluir una variedad de conocidos y un menú decente, si no suntuoso. La línea central del metro hacía que el viaje desde el proletario East End al barrio de Oxford Circus y Regent Street resultara muy cómodo: recuerdo correr desde la mugrienta redacción del Worker hacia una entrevista de trabajo en el West End donde (precipitadamente, pero con éxito) intenté vender un artículo recién escrito a John Birt, futuro jefe de la BBC, miembro de la Cámara de los Lores y personaje en las versiones dramática y cinematográfica de Frost/Nixon. (Me contrató de todos modos). Las páginas de la revista satírica Prívate Eye registran las primeras etapas de esa mutación. Las primeras entradas me presentan como el «apuesto Christopher “Robin” Hitchens», pero, a medida que pasaban los setenta, pronto dieron paso a otra referencia básica, esta vez «regordete desertor trotskista». Las fotografías que sobreviven tienden a confirmar la historia.
He mencionado que Fenton me había mostrado en Oxford algunos de los encantos del alcohol y el tabaco. Eso no puede darte UNA REMOTA IDEA de lo mucho que mejoré a partir de esas ceremonias de iniciación. Me atrevo a decir que podría haberme ocurrido de todas formas, pero descubrir que gran parte de la vida periodística de Londres transcurría en tabernas y bares, y que todo lo que se tomaba allí podía cargarse a una cuenta de gastos, hizo que me pareciera al gato Webster de la imperecedera historia de P. G. Wodehouse:
Webster se sentó agazapado en el suelo junto al creciente charco de whisky. Pero no era el horror ni el asco lo que habían hecho que se agazapara. Se agazapó porque, agazapado, podía acercarse más al líquido y obtener más acción. Su lengua entraba y salía como un pistón… Y Webster guiñó un ojo, además: un guiño sincero y canallesco que decía, con la misma claridad que si hubiera hablado, las palabras:
—¿Desde hace cuánto existe esto?
Después, con un ligero hipo, volvió a la tarea de recibir su dosis antes de que se filtrara en el suelo.
Pronto hice que ese gato estupendo pareciera el aprendiz que era. El Comandante solía beber demasiado. («Enciendo otro cigarrillo —dice John Self en Dinero, de Martin Amis—. A menos que te informe específicamente de lo contrario, siempre estoy encendiendo otro cigarrillo»). De niño me desagradaba el olor de ambos hábitos, lo que imagino que se suma al poderoso argumento según el cual la disposición genética desempeña una función en esas adicciones. Pero mi tolerancia al alcohol era mucho mayor que la de mi padre, en realidad mayor que la de nadie con quien me encontrase. No era tan fácil labrarse una reputación de bebedor cuando trabajabas en la vieja Fleet Street, donde la cantidad de bebida que los curtidos trabajadores derramaban al llevarse el vaso a los labios era superior a lo que la mayoría de las personas toman en una semana, pero lo conseguí. Todavía tengo en algún sitio el memorando de Bill Carter, de la oficina de contabilidad del Sunday Times de Evans, para quien había escrito un artículo que terminó con el encarcelamiento de un corrupto alcalde laborista. «He pasado sus gastos de Dundee —escribió—, pero me ha resultado inevitable señalar que la mitad de las facturas eran por copas. No creo que ningún periódico esté obligado a esa clase de lealtad».
Una figura de ese período puede ilustrar lo cerca que estuve de acabar mal. En los últimos años de su vida, Tom Driberg —al que rescató más tarde de una injusta oscuridad la maravillosa biografía de Francis Wheen— era todavía una auténtica leyenda de la izquierda periodística y cultural. De joven fue miembro del círculo original del Brideshead de Evelyn Waugh, y al mismo tiempo mantenía relaciones con las fuerzas más radicales que se agrupaban en torno a W. H. Auden y Stephen Spender. Le había dado a W. H. Auden su primera copia de La tierra baldía y le había animado a que la leyera en voz alta. Tom, adoptado por Edith Sitwell como el futuro poeta de su generación, nominado por Aleister Crowley como sucesor de su propio papel satánico de «la Bestia 666», y amigo, si no íntimo, de Guy Burgess —el degenerado más encallecido de los que habían abandonado la Inteligencia Británica por el abrazo del KGB—, respiraba en su amoral y distante elegancia todos los dudosos hechizos de la década de 1930 y desprendía el halo de la bohemia. Lo conocía por su reputación como uno de los miembros más destacados de la facción izquierdista del Partido Laborista del Parlamento, y como autor de algunas brillantes colecciones de periodismo. (Puede que, cuando informaba desde Viena en 1945, fuera la primera persona que alertó de la extrema imprudencia que suponía todo intento de restaurar el colonialismo francés con tropas británicas). En todo caso, a veces le invitaban a colaborar en el «Diario de un londinense» del New Statesman, y una semana lanzó un llamamiento animando a que los lectores le ayudaran a completar un indecente limerick cuyo primer verso decía: «Había una vez un hombre en Stoke Poges». Esa respetable localidad de Buckinghamshire parecía pedir a gritos una rima con poke Doges, lo que significaba que el resto del limerick tendría que tener un sabor veneciano.[56]
Fenton y yo, ayudados por nuestro querido amigo Anthony Holden, aceptamos el reto y el viejo Tom nos invitó a comer al restaurante Quo Vadis en Dean Street, sobre el cual Karl Marx había tenido su mísera morada. No recuerdo del todo cómo terminamos la tarea («totalmente resuelto a atizar a los dogos. Esa amenaza necia / embarcó en un crucero hacia Venecia…» pero ¿cuál era el último verso?). En todo caso, cuando el restaurante insistió en echarnos —en aquella época los bares en Londres no podían estar abiertos al mediodía—, Tom me condujo por la calle, me mandó subir un tramo de escaleras y me hizo miembro del célebre Colony Room Club, un lugar para beber a deshoras que dirigía una dictadora sáfica llamada Muriel Belcher. Todavía conocido por sus devotos miembros, desde Peter O’Toole a Francis Bacon, en esa época el tugurio desprendía una atmósfera de melancolía etílica, puntuada por momentos de elevada embriaguez y bajo amaneramiento. Muriel, quizá la persona más grosera de Inglaterra («Cállate, zorra, y pide más champán»), casi nunca dejaba su puesto en el rincón del bar y se entregaba a esa forma de humor que insiste en dirigirse a los hombres como si fueran damas. Ocasionalmente, ese número rutinario resultaba divertido. «Sí —chirriaba cuando alguien nombraba el bombardeo aéreo de Londres—, eso ocurrió cuando estábamos, luchando con esa desagradable señora Hitler». El chiste favorito de O’Toole fue su respuesta, cuando él dijo que un miembro anciano y ausente era un poco pesado. «Fue una dama muy valiente —insistió Muriel— en la Primera Guerra Mundial». Ese número de drag-queen cercano a los Monty Python estaba muy bien a su manera, y era agradable tener un escondite etílico por las tardes y al final de la noche, pero a veces todo resultaba un poco mezquino y superficial, y, como en algunos bares de Fleet Street, parecía haber demasiada gente que tenía cuarenta años y aparentaba sesenta: terribles advertencias que iban haciendo mella en sus vidas. Con el tiempo presté atención y en general limité la bebida a la hora de las comidas, lo que era al menos un principio.
Driberg me tomó un afecto que no creo que fuera especialmente sexual. Lo «intentaba» con cualquier persona de sexo masculino al menos una vez, basándose en el principio de que nunca conoces tu fortuna de antemano, pero prefería a tipos duros de clase obrera (los policías y los soldados eran un capricho especial) y todo lo que quería ofrecerles era su particular versión del boca a boca. Una vez tuve que anular un compromiso para cenar con él y, cuando me preguntó la razón de forma un tanto lastimera, le dije que mi novia se estaba haciendo unas pruebas en el hospital y quería ir a verla después del trabajo. «Ah, sí —dijo Tom, que a juzgar por las apariencias intentaba mostrarse solícito por todos los medios—, se les estropean muchas cosas, ¿verdad? Espero que no sea algo horrible como su clítoris o algo así». No todo era afectación. Para Tom, la idea de la relación heterosexual era extremadamente horripilante. («Esa herida espantosa, querido Christopher. No sé cómo puedes». Forzado a aceptar un matrimonio de conveniencia como pago de sus tempranas ambiciones políticas, se decía que había acusado a su mujer de haber intentado violarlo en su noche de bodas). En eso era como Noel Coward, a quien Gore Vidal preguntó si había intentado alguna vez algo con una mujer. «Por supuesto que no», contestó el Maestro. «¿Ni siquiera con Gertrude Lawrence?», inquirió Gore. «Especialmente no con la señorita Lawrence», fue la respuesta de Coward. (De manera algo parecida, a veces Chester Kallman se burlaba de Auden durante sus disputas domésticas, porque Wystan admitió que se había acostado con Erika Mann. «Al menos yo soy puro, querido», entonaba).
A través de Tom conocí a Gore Vidal, y también supe que cuando estaban en Roma los dos cazaban juntos y organizaban una adecuada división del trabajo. Toscos jóvenes reclutados en Via Veneto eran tomados por detrás por Gore y después trasladados, con mucha suerte medio erectos, a la habitación de al lado, donde Tom se la chupaba hasta dejarlos secos. Esto muestra algo que poca gente entiende incluso ahora: la variedad del comportamiento homosexual. «No quiero un pene cerca de mí», como decía Gore, con ese estilo terso y memorable que tenía. Por cierto, ese número doble también subrayaba otra distinción: Tom adoraba dar placer, mientras que a Gore siempre le ha gustado alardear de que, a sabiendas o intencionadamente, nunca ha gratificado a ninguno de sus compañeros. Parece que ni una paja entre suspiros.
Por necesidad voy a contar la siguiente historia de forma levemente desordenada, pero llegó un momento en el que Kingsley Amis me preguntó si existía la posibilidad de que le presentara a Tom Driberg. Tenía entendido que el viejo soplapollas tenía un tesoro de poesía guarra inédita de W. H. Auden, Constant Lambert y otros, y a él (a Kingsley) le habían encargado que editara el nuevo Oxford Book of Light Verse. ¿Se podría convencer a Tom para que compartiera su colección a cambio de una buena cena? Si era así, Kingsley ofreció generosamente reunir un cuarteto e invitarnos a Martin y a mí a la diversión. Llamé a Tom y le pregunté si diría que sí. «Estaría muy interesado en conocer al señor Amis —murmuró—. Pero, cuéntame, ¿por casualidad es tan atractivo como su encantador y joven hijo?». Ante esa absurda pregunta, del viejo y siempre optimista aficionado al cancaneo, la mejor respuesta que pude improvisar fue: «Bueno, Tom, Kingsley es lo bastante viejo como para ser su padre».