La Habana versus Praga

Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada.

FIDEL CASTRO

Ex ecclesia, nulla salus. (No hay salvación fuera de la iglesia).

TOMAS DE AQUINO

A riesgo de parecer ridículo, el verdadero revolucionario está guiado por verdaderos sentimientos de amor.

ERNESTO «CHE» GUEVARA

Socialismo con rostro humano.

ALEXANDER DUBCEK

La expedición a Cuba fue el ejercicio más duro en doble contabilidad que había hecho hasta entonces. Solo habían pasado unos meses desde que Guevara encontrase su patético aunque conmovedor final en las montañas de Bolivia, y el gobierno cubano había anunciado que cualquier izquierdista que quisiera romper el embargo y entrar en la isla podía alojarse en un campamento especial para «internacionalistas». Eso, que incluía la oportunidad de mezclarse con revolucionarios de todo el mundo, era una invitación que no podía rechazar. Pero también representaba la oportunidad de ver si la afirmación de que Cuba era un «modelo» alternativo al socialismo del Estado soviético podía sostenerse. Es difícil recordarlo ahora, cuando una arrugada oligarquía de gárgolas comunistas gobierna La Habana, pero en la década de 1960 existía un contraste radical entre las figuras de cera del Kremlin y los líderes jóvenes, informales, espontáneos e incluso algo sexies de La Habana. Aunque a nosotros, los miembros de los Socialistas Internacionales, que mandamos nuestro propio equipo de polemistas y dialécticos al campamento, no nos impresionaban los barbudos histriónicos. Era la revolución en la revolución otra vez.

Si no podía pagar la multa, ¿cómo pude pagar el pasaje? Fácil. Me acababan de dar una beca Kitchener, en honor del hombre cuyo rostro adornaba el póster que durante la Primera Guerra Mundial advertía a todos los jóvenes británicos: «¡Tu país TE necesita!». El galardón, únicamente destinado a los hijos de oficiales militares y navales que debían vivir con poco dinero en la universidad, requería una entrevista con algunos viejos parachoques que sobre todo querían asegurarse de tu sensatez general. Iba bien afeitado, y llevaba corbata y les seguí el juego. Cuando me preguntaron qué hacía como actividad extracurricular, mencioné la Oxford Union. «¿No asistió hace poco Su Majestad la Reina —preguntó uno de esos veteranos bigotudos— a un debate allí?». Era demasiado bueno como para dejarlo pasar: había ido y técnicamente yo había formado parte del comité que organizaba el debate. Modestamente, saqué el máximo provecho del acontecimiento y en ese instante supe que la beca en honor del héroe imperial de la casaca roja en Jartún sería mía y ayudaría a financiar a un incendiario socialista. (Quizá también justificara mi duplicidad recordando el vergonzoso trato de la Marina a mi padre con respecto a su pensión. Sí, es verdad: nos lo deben. Qué bien se nos da convencernos a nosotros mismos).

En el aeropuerto de Gatwick reconocí a bastantes de los hermanos y hermanas que se presentaron para embarcar en el destartalado avión checoslovaco que debía llevarnos a La Habana, y me sometí hoscamente cuando tuve que echarme a un lado mientras policías británicos de paisano cogían con grosería mi pasaporte y apuntaban todos mis datos en una libreta antes de dejarme pasar. (¿Qué más da?, pensé enfadado. Su poder no va a durar mucho).

«El vientre de la bestia» era la expresión que se usaba normalmente para designar Estados Unidos, y parecía haber algo gratificante en que nuestro avión hiciera una breve escala en Terranova antes de emprender la segunda parte del vuelo rumbo a La Habana, evitando la contaminación del espacio aéreo yanqui. La llegada al aeropuerto José Martí, con su sol cegador y su humedad aplastante, fue excitante. Nos saludaron jóvenes camaradas sonrientes y apuestos, que nos ofrecieron una bandeja de daiquiris: esa visión era todo lo distinta a la versión del comunismo oficial del muro de Berlín que podía desearse. Tras entregar mi pasaporte, esperé un poco y, después de oír un par de enardecedores discursos de bienvenida, pedí que me lo devolvieran. La hospitalaria sonrisa internacionalista del anfitrión cubano se contrajo un milímetro o dos. «Nosotros cuidaremos de él». «¿Ah, sí? ¿Por cuánto tiempo?». «Hasta que te vayas». Tuve una instantánea sensación de intranquilidad, pero decidí superarla.

Podría haberla superado más fácilmente si no hubiera sido por un par de acontecimientos posteriores. El plan era que nuestro cargamento de internacionalistas mayoritariamente británicos subiera a los autobuses que nos llevarían al Campamento Cinco de Mayo, un campo de trabajo recién construido en la verde y accidentada región de Pinar del Rio. Allí nos uniríamos con nuestros compañeros[37] franceses, alemanes, italianos, africanos y de otros lugares, y por la noche tendríamos conversaciones con ellos y ayudaríamos a plantar las necesitadas semillas de café durante el día. Así, estableceríamos vínculos entre diferentes insurgencias al nivel de la base mientras que —a la altura del semillero— ayudaríamos a librar a Cuba de su tristemente célebre dependencia colonial de la cosecha (el famoso «monocultivo») del azúcar.[38] ¿Qué podía ser más agradable?

No esperaba ni quería lujo en el campo, y no lo tuve. Literas de lona, madrugones, duchas y comidas comunes: no eran graves y no suponían un problema para alguien que había sobrevivido a un colegio público inglés, mientras que, a diferencia de mi experiencia escolar, la comida era excelente y abundante y había mujeres con pañuelos rojos en el pelo. No me gustaba especialmente que los altavoces del campo propagaran todo el tiempo música edificante y discursos intimidatorios, pero me sentí mucho más alarmado cuando decidí hacer una excursión para disfrutar de los alrededores, empecé a despedirme con la mano de los chicos cubanos y me ordenaron que me quedara donde estaba. ¿Dónde pensaba que iba? De excursión. Bueno, me dijeron, no podía. ¿Y por qué? Porque lo decimos nosotros. No hablaba mucho español y no tenía pasaporte (me acordé de repente) y solo tenía una idea vaga sobre cómo podía llegar a un pueblo vecino, por no decir La Habana. Pero los guardias —como ahora los consideraba— me señalaron enérgicamente el camino de regreso al campamento. Una vez que te han dicho que no puedes abandonar un lugar, se vacía de encanto enseguida, por muchos atractivos que tenga. Un gato se puede quedar en un sitio tranquilamente durante horas, pero si lo detienes en ese lugar agarrándole de la cola intentará arrancarse la cola de raíz. No era libre para moverme en absoluto, y los cubanos que querían marcharse de Cuba solo eran libres de ser expulsados de su país natal tras un largo proceso, y después no se les permitía regresar.

Naturalmente, esto matizó mi actitud hacia el campamento, pero había ido con mis compañeros trotskistas y luxemburguistas precisamente para comprobar la afirmación cubana que decía que esta era una nueva revolución, una valiente alternativa al modelo lúgubre y gris del socialismo soviético. Además, había que admitirlo, Cuba ayudaba a las numerosas fuerzas rebeldes que luchaban con bravura en un continente latinoamericano dominado por crueles y atrasadas dictaduras militares. Las disputas entre facciones en el campamento nos mantenían feliz y apasionadamente despiertos. Por supuesto, discutíamos sobre todo, desde la Comuna de París a la guerra civil española, pero había dos cuestiones críticas: ¿tenía razón el Che Guevara al proponer que los «incentivos morales» sustituyeran a los materiales? ¿Y qué línea había que tomar en la división cada vez más amarga entre los partidos comunistas de Rusia y Checoslovaquia?

Sobre la cuestión de los incentivos morales y la idea del «nuevo hombre socialista» solo albergaba dudas. Al final de su hermoso ensayo Literatura y revolución, Trotski hablaba líricamente de un futuro en el que «el hombre medio alcanzará la estatura de un Aristóteles, un Goethe o un Marx»; en el que su físico se haría «más flexible, musculoso y armonioso», y terminaba diciendo que «tras estas colinas se alzarán nuevas cumbres». Yo entendía que las condiciones políticas y económicas podían hacer a la gente mucho peor (como, digamos, en el caso del nazismo), pero tenía demasiada formación empírica inglesa para creer que las meras circunstancias económicas podían mejorar tanto a la gente. ¿Y ser materialista no entrañaba de entrada aceptar que la humanidad era una especie entre los primates? El propio Karl Marx admiraba y aspiraba a emular a Charles Darwin. En todo caso, esa era mi oportunidad de asistir a un experimento de laboratorio. ¿Cuba producía un tipo humano ejemplar y menos egoísta?

No olvidaré la respuesta que me dio un funcionario del Partido Comunista, muy amable aunque de hablar lento. «Sí —dijo—. De hecho, “el hombre nuevo” está evolucionando en la ciudad de San Andrés». En cuanto oí eso, pedí visitar esa comuna utópica, como hacían tantos de mis camaradas, pero el viaje a San Andrés siempre se posponía de un modo u otro, mientras planchaban las arrugas del «hombre nuevo» y uno tenía que preguntarse por qué eso solo «funcionaba» en una aldea aislada concreta. Como premio de consolación, quizá, nos invitaron a oír a Fidel Castro en Santa Clara, en un mitin multitudinario celebrado el 26 de julio, aniversario del comienzo de la revolución, en la ciudad que el Che Guevara había arrancado al control del antiguo régimen.

Aunque el martirizado cadáver del Che Guevara había aparecido en las televisiones de todo el mundo, con un parecido más que ligero con Cristo en su serenidad desafiante y barbuda, su verdadero lugar de reposo era —como el del Nazareno— desconocido. (De hecho, había sido enterrado en secreto por la CIA bajo el asfalto de una pista de aterrizaje boliviano, después de que le amputaran las manos para comprobar las huellas dactilares, pero ese truculento detalle no se descubrió, ni el relicario completo regresó a La Habana, hasta los años noventa). Así, el grito «El Che Guevara no ha muerto!»[39] tenía cierta resonancia, y las innumerables imágenes de su rostro en vida poseían un gran poder icónico. La cúpula cubana declaró 1968 «el año del guerrillero heroico» y dirigió un llamamiento a todos los escolares del país para decirles que debían vivir sus vidas «como el Che».[40] La imposibilidad de llevar a cabo esa instrucción fue lo primero que me asombró, incluso antes de darme cuenta de que todo estaba tomado por lo que los cristianos llamaban «la imitación de Cristo». Así que ahí estaba: el socialismo cubano se parecía demasiado a un internado en un sentido y demasiado a una iglesia en otro.

Las largas lecciones del director de la escuela eran otro rasgo que los dos escenarios tenían en común. (Eso, y un énfasis enormemente excesivo en toda clase de juegos de equipo y deportes de competición). No debo fingir que no resultaba emocionante tener un asiento en primera fila y ver al joven Fidel Castro adelantarse hacia el micrófono y empezar a acariciarse la barba como solía. Pero, tras las primeras dos horas y las calurosas ovaciones puestos en pie, me pareció que había empezado a entender los aspectos principales. Y un par de horas después estaba casi listo para irme y buscar una cerveza fría. Ese producto era fácilmente accesible, y gratis, y un cínico sugirió que así es como se había reclutado tanto público. Lo que me chocó todavía más, a la altura de la entrepierna, fue la asombrosa disponibilidad de prostitutas jóvenes en los alrededores del mitin. La revolución cubana aseguraba haber abolido la prostitución y, aunque personalmente nunca he creído que eso sea posible (una cosa es la extinción del Estado y otra cosa es la extinción del pene), la escena de las putas en Santa Clara era más espeluznante que cualquier cosa imaginable en una sociedad «burguesa». Lo mismo valía, por cierto, para la reivindicación mucho más violenta y arrogante del gobierno, que aseguraba haber acabado con otro vicio «burgués»: la homosexualidad. En los baños públicos que uno podía encontrar, el eslogan «Libertad para los maricones»[41] aparecía con frecuencia escrito con tiza o garabateado con rotulador, para mostrar que los gays cubanos no estaban dispuestos a participar en su propia abolición. Cuando el macrodiscurso del Máximo Líder dio señales de acercarse al final, la masa empezó a desintegrarse en constituyentes individuales de gente que se apresuraba hacia casa. Los militantes ataviados con pañuelos negros que había cerca de la plataforma emitían una constante carga de vítores, pero las masas daban el asunto por terminado. Claramente daba la sensación de que muchos trabajadores y campesinos valorarían más y mejores incentivos materiales. No diré que vi todo eso a la primera, y una parte de mí seguía con los entusiastas cubanos que querían sacrificarse por Vietnam y Angola y no deseaban una vida cómoda.

Era inevitable que esas y otras reflexiones «plantearan la cuestión» —como nunca nos cansábamos de decir— de Checoslovaquia. La cúpula cubana no había manifestado una opinión clara sobre la disputa cada vez más pública entre Praga y Moscú. El periódico del Partido Comunista cubano Granma (que mi amigo, el antifascista argentino Jacobo Timerman, describió como «una degradación del acto de leer») imprimía los comunicados de las dos capitales comunistas. Los cubanos de la calle no compartían esa neutralidad, como comprobaría pronto. Quizá tenía que ver con la predisposición natural a favor de un país pequeño frente a una superpotencia; también era igualmente probable, me dijeron, que tuviera que ver con la arrogante conducta de muchos «asesores» rusos en Cuba. Sin duda, cuando los golfillos de La Habana lanzan sobre tu rostro una lluvia de guijarros y mierda de perro y el insulto «soviético»,[42] atisbas algo muy útil: una improvisada encuesta de opinión pública. Además, la tripulación checa del vuelo chárter que me había llevado a Cuba me había ofrecido una invitación. Cuando volvamos, pararemos en Londres para dejaros y no nos dejan coger pasajeros. En otras palabras, vamos a Praga con un avión vacío. Si queréis quedaros a bordo, podemos enseñaros «el socialismo con rostro humano» por el mismo precio. Me apunté inmediatamente para disfrutar de esa maravillosa oportunidad. Cuando me presenté en la oficina de las Líneas Aéreas de Checoslovaquia en La Habana para confirmar el billete, descubrí que los checos y los eslovacos de la ciudad habían montado una manifestación en La Rampa, la principal calle de La Habana, y habían recibido el entusiasta aplauso de los ciudadanos mudos que había en la acera: otra prueba imposible de fingir.

Sin embargo, de vuelta en el campo, parecía difícil imaginar que la mentalidad del partido no emergiera como la vencedora final. Recuerdo exactamente cómo me di cuenta. Cuba era famosa por su celebración del cine y su agasajo a directores revolucionarios como Tomás Gutiérrez Alea, el gran «Titón» (aunque su título más conocido, Memorias del subdesarrollo, quizá solo podía compararse —por el acojonante tedio de la nomenclatura— con la obra maestra checoslovaca Trenes rigurosamente vigilados). Casi todas las noches nos podíamos sentar en la ladera de una colina y ver películas dramáticas en una gigantesca pantalla al aire libre. Una velada tensa y húmeda vi La batalla de Argel de Pontecorvo, totalmente inconsciente, como muchos de los que la vieron por primera vez, de que las ásperas y granulosas secuencias de lucha callejera no estaban tomadas de un documental, y casi embriagado (pese a mi formación intelectual supuestamente superior) por el romanticismo sórdido y visceral de la guerrilla urbana. Cuando terminó me quedé allí un rato, parcialmente hipnotizado por la cruda seducción de la violencia, hasta que volvieron a pasarla. (Varias de las personas que conocí en el Campamento Cinco de Mayo se sentaron en el banquillo en Europa como miembros de la Angry Brigade, las Brigadas Rojas y otras organizaciones nihilistas. A uno lo conocí bastante bien. Asistí a su juicio en Old Bailey a principios de la década de 1970 y, cuando el fiscal leyó un comunicado de la Angry Brigade, me di cuenta de pronto de que se correspondía casi palabra por palabra con lo que había dicho el joven Kit bajo las palmeras de Pinar del Río).

Un día trajeron al campo al legendario director cubano Santiago Álvarez para que diera un seminario sobre cine y revolución. Había visto parte de su obra y su ritmo y color me habían impresionado más de lo debido: sabía perfectamente que el atroz presidente Johnson no había ordenado los asesinatos de John Kennedy, Martin Luther King y Robert Kennedy, pero ese año era emocionante ver una cinta de palpitante propaganda fílmica llamada LBJ (por «Luther, Bobby y Jack», aunque incluso el orden era incorrecto y raro) que lo culpaba de los tres, y que además tenía en su penetrante banda sonora los lamentos magníficos y desafiantes de Miriam Makeba, esposa de un incendiario enloquecido pero carismático, Stokely Carmichael.

Pese a esa escabrosa caída en un izquierdismo pre-Oliver Stone, el viejo Álvarez dio una charla bastante razonable y levanté la mano. Como artista, ¿qué le parecía trabajar en Cuba, un Estado que tenía políticas oficiales sobre asuntos estéticos? Obviamente, Álvarez esperaba algo así y contestó que la libertad artística e intelectual no tenía restricciones. Pregunté si había alguna excepción. Bueno, dijo, casi riéndose de la ingenuidad de mi pregunta, por supuesto que no sería posible o deseable intentar ataques o sátiras del propio Líder de la Revolución. Pero aparte de eso, la libertad creativa y de conciencia era absoluta.

No sé si lo que dije a continuación salió de la parte «izquierda» o «derecha» de mi cerebro, pero me gusta pensar que anticipé al menos parte de la enorme deserción cultural y literaria que más tarde le costó a Castro la lealtad de escritores tan diversos como Carlos Franqui, Heberto Padilla y Jorge Edwards, entre otros muchos. Hice una sencilla observación: si la figura más prominente en la sociedad y el Estado era inmune a la crítica, todo lo demás era un detalle. Ah, por favor: nunca olvides lo útil que puede ser lo obvio. Y lo acertado que resulta que la imagen del emperador desnudo sea una piedra angular de nuestro folclore. No creo que nunca haya sido tan recompensado por decir algo evidente. Había cierto «ambiente» hasta que Álvarez —cuya respuesta, si la hubo, he olvidado— se marchó, y después ese «ambiente» persistió cuando cogí mi bandeja de metal y me puse en fila en el comedor. Cuando fingí preguntar qué pasaba, uno de los camaradas escoceses me informó: «Los hermanos cubanos piensan que lo que has dicho y hecho era claramente contrarrevolucionario». La injuria me provocó indignación y placer. Sin duda me consideraba un revolucionario y habría contestado acaloradamente el derecho de cualquiera a negarme ese título, pero también estaba el mero placer de ver el tópico en acción: casi como si te hubieran llamado «enemigo del pueblo» o «hiena capitalista» o —volviendo a la escuela— acusado de «decepcionar a los tuyos». Aunque vengas de una sociedad libre y con sentido del humor, no olvidas la primera vez que, con una seriedad adusta, te llaman «contrarrevolucionario» a la cara.

No pudieron pasar muchos días antes de que una mañana me despertaran a sacudidas para decirme: «¡Levántate y levántate AHORA! Los rusos han invadido Checoslovaquia». La persona que me sacudía se había apostado una cantidad conmigo a que eso no iba a ocurrir, así que fue amable por su parte darme la noticia. Durante el annus mirabilis de 1968, ya había tenido la sensación de estar viviendo de algún modo un momento o coyuntura histórica, pero creo que en ese instante en Cuba se podía perdonar la autodramatización. Para empezar, y solo por la zona horaria, la terrible noticia de Europa oriental nos llegó bastante temprano por la mañana. Como he dicho, la cúpula castrista aún no había tomado públicamente posición en lo que todavía era una disputa dentro del comunismo. Se anunció que esa noche Fidel hablaría y definiría la «línea». Yo estaba bastante seguro de lo que iba a decir (y, de hecho, fui lo bastante frívolo como para hacer otras apuestas), pero mientras tanto estaba en la posición casi única de hallarme en un Estado comunista que no tenía una posición oficial sobre el asunto más importante de las noticias internacionales.

Yo estaba en La Habana en ese momento, porque casi era la hora de coger el avión de regreso, o en mi caso, el vuelo a Praga. La primera acción del Ejército Rojo había sido tomar y bloquear los principales aeropuertos de Checoslovaquia y nuestro avión ni siquiera había podido abandonar su base. Recuerdo que fui al campus de la Universidad de La Habana, donde había una sorprendente cantidad de estudiantes dispuestos a denunciar la acción rusa sin mirar por encima del hombro ni bajar la voz. Toda disensión debía expresarse en términos comunistas, así que oías que el Che nunca habría apoyado la intimidación de una superpotencia. (Yo también lo creía entonces pero ahora lo dudo). Los líderes chinos de Pekín no tardaron en denunciar el «socialimperialismo soviético» y hubo una manifestación ante la embajada china para apoyar esa posición; la gente llevaba pequeñas insignias de Mao. Alguien me dijo que si ibas a ver a los chinos, te colmaban de cócteles y cigarrillos mientras te explicaban su posición, así que posé como visitante internacionalista y descubrí que la historia era cierta… Recuerdo que los exquisitos cigarrillos se llamaban Doble Felicidad. La política no era tan sublime: un diminuto burócrata diplomático explicó que China había sido el primer país en pedir una intervención rusa en Hungría para detener la contrarrevolución en 1956, así que tenía todo el derecho a denunciar el último movimiento como «contrarrevolucionario». La lógica no parecía exactamente hermosa. Y ahí estaba de nuevo ese inquietante término…

A la hora de comer llegó la noticia de que Ho Chi Minh y los comunistas vietnamitas apoyaban a los rusos. Eso fue suficiente para convencer a un buen número de cubanos… después llegó el crepúsculo y la población se reunió frente a los televisores. Ahora he olvidado dónde vi el largo alegato de Fidel Castro, que sirvió para terminar con todo el balbuceo utopista que aseguraba que Cuba seguía un camino distinto al de los escleróticos estalinistas del Kremlin, pero creo que fue en el mismo hotel de fachada rosa en el que el sádico capitán Segura de Graham Greene recibía un jarro de agua de soda fría y gritaba «¡Coño!»[43] sin poder contenerse. A medida que avanzaba el discurso del barbudo, las caras de algunos de mis camaradas empezaban a tener un aire espantado y disgustado, como si hubieran recibido otra ducha fría. Y al final, mientras se oía la rutinaria ovación en pie del Comité Central, la discusión ya había empezado en nuestras filas.

Aparte de los pocos que obstinadamente creían que Castro había dicho y hecho lo correcto al seguir la línea de Brézhnev, la principal división estaba entre los que pensaban que había actuado bajo coacción y los que creían que expresaba su verdadero parentesco ideológico. Yo pensaba que podían ser las dos cosas: era obvio que el comunismo cubano dependía de las armas y el petróleo soviético para sobrevivir, pero, aunque no hubiera sido así, en su discurso Castro se había mostrado gélidamente contrario al deseo de los cubanos de vivir una vida más abierta a la economía de mercado, más acorde con la cultura de Estados Unidos y más adaptada a las sociedades abiertas de Europa occidental.

De nuevo intentaré mostrarme severamente dialéctico, y diré que concluí, sin admitirlo ante mí mismo, que el castrismo podía tener cierto sentido en América Latina y el Caribe, donde un cínico poder estadounidense apoyaba a dictaduras monstruosamente reaccionarias, como las de Brasil, Nicaragua y Haití. Sin embargo, en la más avanzada Europa, los impulsos de una izquierda revolucionaria podían y debían usarse para desgastar el muro de Berlín por ambos lados. Había algunos valientes trotskistas entre la resistencia checa, después de todo, dirigidos por el heroico Peter Uhl… De todas formas, no me odio totalmente por ese intento de sopesar las cuentas. Y puedo decir con algo de orgullo que nuestro pequeño contingente de los Socialistas Internacionales en La Habana logró recibir por correo una edición especial enrollada del Socialist Worker de Londres, y esa edición decía en mayúsculas grandes y en negrita: «¡Rusos, marchaos de Checoslovaquia!». Que me lo entregaran en Cuba, durante una crisis mundial, era para mí un asunto de honor socialista y me proporcionó la irreprimible sensación de estar participando en un momento verdaderamente histórico. Parecía claro que los osificados y torpes sistemas y partidos comunistas habían cometido una suerte de suicidio político y moral con su comportamiento de Panzerkommunismus (la mordaz expresión es de Ernst Fischer) en Praga. Pero eso parecía ofrecer una oportunidad para que en Francia, en Polonia y Checoslovaquia, y en los territorios aún no liberados del «Tercer Mundo», los valientes soixante-huitards despejaran el camino para que una izquierda «real» y auténtica emergiera por fin.

El vuelo chárter checo —que se retrasó mucho— casi no logra superar los palmerales del límite del aeropuerto de La Habana —algo que tenía que ver con un cálculo erróneo del peso del equipaje—, pero las expresiones de la gente transmitían una actitud apática. Volvían a un país donde el eslogan decretado por el Estado hablaba de la «normalización» tras la invasión (una de las frases más despreocupadamente inquietantes de todo el siglo XX). Volvimos a parar en Canadá y en las pantallas de la televisión vimos que la policía de Chicago apaleaba a los manifestantes que querían enfrentarse a una guerra estúpida, una maquinaria racista en el Partido Demócrata y unas convenciones fijas. Maldita sea, recuerdo que pensé. Me he perdido Praga y ahora me estoy perdiendo Chicago.

«Turista de la revolución» era una frase que se usó más tarde para ridiculizar a los que iban en busca de las patrias socialistas, pero yo no pensaba en mí como turista. Simple, infatigable y fervientemente deseaba estar en varios lugares al mismo tiempo para inclinar el fiel de la balanza. Años más tarde leí la frase de Thomas Paine: haber participado en dos revoluciones era «haber vivido con algún propósito». Era el tipo de elocuencia que me habría gustado tener en aquella época.

Sin embargo, todavía era prisionero de la jerga del sectarismo de izquierda. Cuando nuestro avión aterrizó en Londres, mientras los checos avanzaban taciturnos hacia casa y yo me sometía a un nuevo escrutinio policial de mi pasaporte y mi persona, el titular post-Chicago del Socialist Worker decía: «Oriente y Occidente: tanques y policías defienden “la libertad”». Hasta cierto punto, aprobaba la equivalencia moral. En cualquier caso, era mejor que la de quienes solo gemían sin dolor por Praga (que Occidente no había defendido) o los que solo protestaban por Vietnam. La crudeza verbal del titular me molestó menos de lo debido. Después de todo, mientras nuestro avión se acercaba a Londres, nos habían dicho que uno de los nuestros podría ser detenido e incluso deportado. Era un exiliado sudafricano. No hacía falta decir nada más: todos sabíamos que formaríamos una piña a su alrededor, amontonaríamos nuestro equipaje en forma de barricada, alzaríamos los puños y pronunciaríamos los más obvios cantos de resistencia hasta asegurarnos de que había llegado un aceptable abogado izquierdista. El riesgo de ser detenidos o incluidos en una lista negra no habría sido más que el pago de un impuesto. Si en la época me hubieran acusado de tener una política «de eslóganes», no lo habría considerado un gran insulto.

A medida que 1968 daba paso a 1969, y a medida que el vocablo «anticlímax» empezaba a convertirse en una palabra real en mi léxico, otro término comenzó a imponerse. La gente empezó a entonar estas palabras: «Lo personal es lo político». En el instante en que oí por primera vez esa expresión letal, me di cuenta, como ocurre cada vez que uno oye una chorrada siniestra, de que era —y creo que quizá el tópico sea excusable— una mala noticia. A partir de ese momento, ser miembro de un sexo o género o subdivisión epidérmica, o incluso «preferencia» sexual, serviría para capacitarte como revolucionario. Para comenzar un discurso o hacer una pregunta desde el público, solo sería necesario empezar así: «Hablando como…». Después podía seguir cualquier descripción narcisista. Diré algo sobre la vieja izquierda «radical»: nos ganamos nuestro derecho a hablar e intervenir por medio de la experiencia, el sacrificio y el trabajo. Nunca nos habría bastado levantarnos y decir que nuestro sexo, sexualidad, pigmentación o discapacidad eran en sí cualificaciones. Hay muchas formas de fechar el momento en que la izquierda perdió o —preferiría decirlo— descartó su ventaja moral, pero esa fue la primera vez que vi que la traición requería un precio tan bajo.

Cuando volví a Oxford me encontré con el Guardián en High Street. Era más o menos el de siempre, animado y pletórico, medio respetuoso y medio irónico. «Querido Christopher, justo el hombre con quien quería hablar. Hay un nuevo individuo en el college: un nuevo recluta, podría decirse, pero un héroe, un héroe de verdad. Un poco marxista, pero me temo que no podemos hacer nada. Tienes que conocerlo». Esa fue mi introducción a Leszek Kolakowski, que por entonces no era muy conocido fuera de su Polonia natal. Había sido uno de los intelectuales «comunistas reformistas» de la «primavera polaca» de 1956, un momento que había inaugurado un período de relativa apertura bajo el régimen de Gomulka. Las medidas reaccionarias y antijudías de 1968, presagiadas por el arresto y encarcelamiento de Kuron y Modzelewski, lo habían cambiado todo. Como tantos intelectuales de Europa del Este, Kolakowski había sido parcialmente deportado y en parte se había exiliado. Al principio se había ido a enseñar filosofía en la Universidad de California, en Berkeley —un campus de nombre casi sagrado para los que creíamos respirar el aire puro de los sesenta—, pero evidentemente se había cansado de eso y quería ir a All Souls.[44]

Kolakowski se había «perdido» su educación formal a causa de la ocupación nazi en su país, pero lo había compensado con creces mediante una voracidad insaciable de libros en los años de clandestinidad a lo largo de la guerra, durante los que también se había convertido en un ferviente comunista. Cuando nos conocimos, lo que impresionó en primer lugar, y quizá algo estúpidamente, era que tenía el aspecto exacto que exigía el papel. En Casablanca, Víctor Laszlo parece demasiado elegante y bien alimentado para ser un superviviente de las instituciones penales nazis (todavía siento escalofríos cuando pienso que Ronald Reagan estuvo cerca de interpretar a Rick en esa película), pero Leszek tenía el clásico aspecto demacrado y austero del disidente que conoce las privaciones materiales e intelectuales.[45] Su voz y su actitud también eran adecuadamente irónicas y sardónicas. Y, en efecto, había calado bien al comunismo. A mi manera juvenil, yo también pensaba que lo había hecho. Pero —y no puedo explicar cuánto importaba este debate— no aceptaba que el leninismo y el estalinismo fueran lo mismo, o que el segundo se derivara lógicamente del primero. Tras muchos forcejeos y malabares, Kolakowski había abandonado la idea del comunismo «reformista», o estaba a punto de hacerlo. Yo no creía que el sistema estalinista pudiera reformarse, pero estaba bastante convencido de que podía y sería derrocado desde la izquierda. Kolakowski fue bastante paciente conmigo. En aquella época —cómo me avergüenzo al decirlo— pensaba que era yo el que estaba siendo indulgente.

El embajador polaco en Londres, un estúpido apparatchik llamado Marian Dobrosielski, fue a dar una charla en Oxford. Con la ayuda de algunos izquierdistas polacos que tradujeron la prensa polaca que había en los archivos del St. Anthony’s College, logré esbozar e imprimir un folleto en inglés y polaco que le comunicaba al enviado estalinista que no era bienvenido. Pregunté a Kolakowski si vendría al acto y si ayudaría a engrosar nuestra protesta. Declinó la oferta, y dijo bastante secamente que esos encuentros banales tenían poco sentido. Nosotros seguimos adelante e hicimos que el embajador Dobrosielski lo pasara bastante mal, y cuando terminaba la velada vi un rostro huesudo y burlón que miraba desde un rincón oscuro del final de la sala. En aquella época pensé que era un pequeño triunfo del trotskismo sobre el «mero» anticomunismo. De hecho, Kolakowski empezaba a levantar el edificio de su asombrosa trilogía Principales corrientes del marxismo. Fui maravillosamente afortunado por conocerlo tan temprano, pero demasiado imberbe y seguro de mí mismo como para aprovechar la oportunidad. Aun así, prácticamente durante las dos décadas siguientes mantuve un debate con él y con otros como él sobre la naturaleza del comunismo. Sí, el germen del estalinismo ya estaba en el leninismo. Pero ¿no había habido otros gérmenes? ¿Y qué condiciones históricas condujeron a la dominación por parte de qué gérmenes? Supongo que todavía espero mostrar que esa discusión no era una total pérdida de tiempo.

El resto de mis años dorados en Oxford pasaron así y, aunque en aquella época me oprimía una sensación de despilfarro —lo que otro alumno de Balliol, Anthony Powell, llamó «la aplastante melancolía de la condición del estudiante universitario»—,[46] no creo que los malgastara por completo. Digamos que una cuarta parte del tiempo dedicado a enfrentamientos y dramas políticos, otra cuarta dedicada a leer libros sobre cualquier tema salvo los que se suponía que debía estudiar, otra cuarta parte dedicada a buscar a pesos pesados intelectuales que dominaran una artillería superior a la mía, con un veinticinco por ciento restante consumido por lo polimórficamente perverso. Podría haber sido peor. Hice un pequeño descubrimiento que me ha resultado útil a la hora de analizar algunas grandes figuras públicas como mi contemporáneo Bill Clinton: si puedes dar un buen discurso en público o quedar bien en un estrado, no tienes por qué cenar o dormir solo nunca. Realmente tenía un poco más de confianza en la tribuna que en el catre, y recuerdo que perdí la virginidad —un poco más tarde que la mayoría de mis pares, sospecho— con una chica que, al invitarme a tomar el té en uno de los colleges femeninos, que entonces aún estaban segregados, permitió que me fijara en que las paredes de su habitación estaban cubiertas de fotografías mías, hechas por un cámara invisible que había seguido mi carrera pública. Puesto que parecía que, para esa joven, no podía hacer nada malo…

También llegó un día en el que el semanario estudiantil Cherwell me preguntó si me gustaría ayudar a escribir la columna de cotilleos «John Evelyn». Era un puesto prestigioso, que desaprobaban algunos de mis camaradas más adustos y menos hedonistas, pero de inmediato se ofreció una estratagema para solucionar el problema. Escribiría la columna con Patrick Cockburn, cuyo padre, Claud, un veterano de la guerra civil española, había sido uno de los grandes periodistas de guerrilla de todos los tiempos. ¿Había sido? En las oficinas londinenses de la gran revista satírica Prívate Eye seguía siendo una figura de inmensa autoridad. Su hijo mayor, Alexander, había dejado Oxford para convertirse en uno de los editores de New Left Review, y el segundo, Andrew, un chico llamativamente apuesto con un fuerte parecido al joven T. S. Eliot, era otro de mis contemporáneos. Cualquiera que sepa algo de la historia posterior del periodismo radical reconocerá esos nombres, y también el del gran realizador de documentales Christo Hird, que se convirtió en el tercer miembro del equipo «John Evelyn» y nos ayudó a transformar la mera crónica de una juventud ociosa y dorada en algo más mordaz, inquisitivo y swiftiano (o eso nos gustaba pensar entonces). De nuevo, la atracción de la tinta del impresor y de la palabra «panfletista».

Antes de dejar el tema, será mejor que confiese otro momento de estar «en misa y repicando» que incluso entonces me provocó una punzada de arrepentimiento. Cuando en 1970 Richard Nixon y Henry Kissinger se saltaron el Congreso y la Constitución y la mayoría estratégica del gabinete del propio Nixon para llevar a cabo la invasión de Camboya, me habían invitado a la Oxford Union para tener un debate con el ministro de Asuntos Exteriores Michael Stewart sobre la moralidad de la guerra en Indochina. Las obscenas imágenes del conflicto que se extendía a otro país eran tan indignantes que desterré todo escrúpulo. Acepté la invitación formal de participar en el debate y de asistir a la cena previa con el ministro. Mientras tanto, intrigué con mis amigos para garantizar que hubiera un gran grupo de opositores de la línea dura aparcados en la sala principal y en los palcos. Di mi discurso desde la tribuna de la forma aceptada —no fue uno de mis mejores días, pero presenté argumentos bastante detallados y críticos contra la incursión imperial— y después insulté ruidosamente al invitado de honor del gobierno, abandoné a los otros invitados y me fui a sentar y a gritar con la masa. Cuando Stewart se levantó para hablar, se dio la señal convenida, y una falange se alzó y empezó a gritarle, sencilla y repetitivamente, «asesino». Fue terriblemente gratificante ver cómo uno de los miembros principales del gobierno de Su Majestad se ponía pálido bajo el asalto. Con otra señal, una soga descendió desde el palco y cayó a unos centímetros de la cabeza del desdichado ministro. (La dejó caer James Long, que se convertiría en un ilustre redactor de economía en la BBC). Nadie había intentado nunca abortar un debate en ese recinto y el personal lamentablemente débil del edificio no sabía qué hacer. Podríamos haber hecho lo que hubiéramos querido, incluso apalear —si no linchar— al ministro. Tal vez fue una conciencia súbita de esa capacidad precisa —embriagadora y nauseabunda— lo que nos detuvo. El libro de actas de nuestro pequeño parlamento dice todavía: «Por primera vez en los ciento cuarenta y siete años de existencia de la sociedad, se decide aplazar sine die por disturbios».

La publicidad fue asombrosa. Un editorial en The Times opinaba que nuestro movimiento de protesta había sido «uno de los fenómenos políticos que Gran Bretaña ha vivido en todo el siglo», lo que juzgué —considerando solo algunos de los otros «fenómenos»— claramente absurdo. En nuestra opinión, no habíamos «silenciado» al señor Stewart, cuyas opiniones eran bien conocidas y podían transmitirse fácilmente, sino que habíamos expresado la indignación que debía sentirse ante la destrucción de la sociedad camboyana. Recuerdo haber argüido, con diestra sofística, que habíamos obligado a que la prensa del sistema se fijara en nosotros y por tanto habíamos incrementado el espacio de libertad de expresión. Buen intento, espero que lo admitas. Pero al margen de cómo se presentara el caso, la única razón para mencionar la libertad de expresión era que, se mirara por donde se mirase, habíamos usado la fuerza para impedir un debate público.

Tuve una acalorada discusión por eso con Jack Straw, que entonces dirigía el Sindicato Nacional de Estudiantes, se oponía enérgicamente a la guerra de Vietnam e insistía en que el derecho a la libertad de expresión prevalecía sobre cualquier otra consideración. (Pasaron años antes de que volviéramos a estar de acuerdo en algo, y para entonces él era el ministro de Asuntos Exteriores —en el gobierno de Tony Blair— y defendía en las Naciones Unidas la eliminación de la intolerable tiranía de Sadam Husein en Irak).

Recuerdo cómo llegamos a una síntesis más elevada: una justificación final de nuestra violación de las reglas de la cortesía, el debate y la hospitalidad. Después de todo, teníamos —¿no era así?— una causa más elevada y un propósito más noble. Ante el enorme alboroto mediático que había generado nuestra acción, era posible que la población de Indochina lo oyera y se sintiera animada al conocer nuestra solidaridad. Al escribir esto, me doy cuenta de que entonces lo creía de verdad. Tras una poderosa manifestación ante la embajada estadounidense en Grosvenor Square, Michael Rosen y yo escribimos un poema inquietante, publicado en la revista universitaria Isis, que cantaba a un póster famoso, donde se veía a una vietnamita en un campo de arroz, con el arma al hombro. Ojalá, urgía el poema, ojalá lleguen hasta ti algunas noticias e imágenes de nuestra revuelta y te hagan sonreír. Al lado de ese imperativo, todas las reservas menores me parecían pálidas e insípidas. Así, aunque estaba acostumbrado a insistir en ese aspecto cuando discutía con los que mostraban dudas, ¿por qué no podía reprimir la sensación de haber hecho algo miserable? «Tengo algo que expiar —como escribió D. H. Lawrence en su poema “Serpiente”—. Una mezquindad».