Quizá debiera añadir que, cuando Christopher Hitchens era todavía un humilde Chris, éramos compañeros en la misma organización de extrema izquierda. Pero ha pasado a cosas más altas, descubriendo en el proceso un grado de madurez política como ciudadano naturalizado de Babilonia, mientras que yo he seguido atrapado en el mismo viejo bosque político, el caso de trastorno del desarrollo más claro que conozco.
TERRY EAGLETON, intentando hacerse el gracioso y describiéndose a sí mismo con precisión, en Reason, Faith and Revolution (2009).
En ese rechazo a tener mi nombre circuncidado o amputado había algo más de lo que al principio podría parecer. «Chris», creía, era demasiado familiar y pseudoamistoso como abreviatura, aunque fuera con otro apellido. Chris Price, un viejo camarada mío y diputado laborista en el Parlamento, casi lo prefería. Pero su apellido empezaba por «P». Mientras que el mío empezaba con una «H», y lo siguiente a «Chris Hitchens» —que ya era un sonido deprimente—, con el incentivo para eliminar la aspiración, sería «Chris’itchens». Aparte de cualquier otra consideración estética, sabía que eso sería más de lo que Yvonne podría soportar. (Lo que ella quería era verme representando a Balliol en el equipo de University Challenge, donde hice mi primera aparición televisiva. Todavía recuerdo el nombre del capitán de St. David’s, Lampeter, una facultad de teología en el Norte de Gales, por dios, que nos derrotó en la primera ronda y demolió el indulgente mito sobre la «fácil superioridad» de Balliol. Se llamaba Jim Melican). Mi madre no había criado a su primogénito para oír cómo lo llamaban igual que si fuera un taxista o un peón caminero. Y, sin embargo, para los hermanos y hermanas que ese hijo había elegido en el movimiento socialista y laborista, formaba parte de la calidez y la fraternidad —parte de la aceptación de una persona— adoptar la versión informal sin permiso o preámbulos adicionales. ¿Podía decirle a Yvonne que muchos de mis colegas más queridos tenían nombres como «Harry» o «Norm»? No imaginaba que eso fuera a suavizar el golpe. Yvonne tragaba un poco de saliva cuando alguien me llamaba Chris delante de ella, y se estremeció cuando usé una de las palabras favoritas del movimiento —el término clave concern— acentuando la primera sílaba.[30] En mi defensa, puedo alegar que no sabía que lo hacía.
Extrañamente —como dicen los ingleses en tantas ocasiones en las que no hay nada raro que contar, como: «Vi al viejo Jorkins el otro día, extrañamente»—, nunca había tenido que afrontar ese problema. En los internados ingleses, te llaman por el apellido, o por tus iniciales si eres muy afortunado o extremadamente desafortunado. (Yvonne también había estado atenta a eso, porque entendía que las iniciales tenían que escribirse a menudo en maletas o bolsas, y condenaba a los padres descuidados que habían bautizado a sus hijos con iniciales letales como «VD» o «BO».)[31] Siempre había apodos, pero eran sobre todo infantiles, como «Jumbo» o gordinflón. Que otro chico usara tu nombre de pila anunciaba a menudo una propuesta romántica ridícula o condenada al fracaso. Y el tiempo en el que mis mejores amigos resolverían el problema llamándome «Hitch» quedaba todavía muy lejos. Mientras tanto, ese asunto de «Chris/Christopher» era una tortura y, como digo, representaba parte de la doble vida que intentaba llevar en Oxford.
Uso las palabras «doble vida» sin la menor vergüenza. Sin duda, esperaba convertirme en una persona seria y un aliado de la clase trabajadora y me educaba pensando en esa ambición. Pero también quería ver algo de vida y de mundo, y quitarme el caparazón de un colegial sexualmente inhibido. Estaba el Oxford de la gran campaña electoral contra Munich, Chamberlain y Hitler de A. D. Lindsay en 1938 —Lindsay había sido el director de mi college— y estaba el Oxford del humo y el estruendo de las fábricas de coches que había fundado lord Nuffield (uno de los patrocinadores del fascismo británico de entreguerras). Pero en algún sitio también estaba el Oxford de Evelyn Waugh, Oscar Wilde, Max Beerbohm, bateas, fresas y tentadoras jóvenes. A veces los dos aspectos se solapaban: en los edificios Victorianos del Club de Debate, al que me uní el primer día, había unos desvaídos frescos prerrafaelitas ejecutados por el esteta —pero esteta socialista— William Morris. En todo caso, había decidido que lo quería todo mientras fuera posible.
Actuar de otra manera entrañaba olvidar cuál era el sentido de estar allí. En la dirección de mi college teníamos a Christopher Hill —a nadie se le ocurrió siquiera llamar/o «Chris»— que era probablemente el historiador marxista más ilustre de su época y sin duda el hombre que más había hecho por influir en las ideas sobre la guerra civil inglesa (o, más bien, «revolución inglesa») que había terminado por separar la cabeza y los hombros del rey Carlos I en 1649. Se podía tomar un jerez con ese hombre asombroso (que había llamado a su hija «Fanny», pensando que la pornografía del siglo XVIII era un pasatiempo poco popular que nunca llegaría hasta él)[32] y aprender a sortear su leve y cautivador tartamudeo. Avanzando por la carretera, en Wadham College, estaba sir Maurice Bowra, un inspirado experto en clásicas en torno al que revoloteaba el aura de Brideshead. (Siempre me pareció que tenía el aspecto de un volcán extinto pero todavía humeante: en la presentación me dirigió una de las miradas «de arriba abajo» más inquisitivas que he recibido nunca. Al parecer, el chiste sobre «Wadham y Gomorra» se le había ocurrido a él).
Mi principal tutor era el doctor Steven Lukes, que ya era famoso por su estudio de Émile Durkheim y pronto sería más célebre a causa de su libro El poder: un enfoque radical. Gracias a su amable interés por mí, fui a un seminario privado en Nuffield College (sí, lleva el nombre de ese magnate de la industria del automóvil que simpatizaba con el fascismo) para hablar con Noam Chomsky, que había ido para pronunciar las conferencias en honor de John Locke. Y también me invitaron a un pequeño cóctel para conocer a sir Isaiah Berlin.
Al mencionar estos nombres, espero trasladar algo del ambiente embriagador de la situación. Podría haber sido embriagador en cualquier momento, pero en la atmósfera del 68 coincidió con otros fermentos e intoxicaciones. Es un lugar común decir que todas las generaciones se rebelan, y ya había tenido oportunidad de aburrirme con la imagen del «rebelde sin causa» de finales de la década de 1950. Pero resultó que nosotros, los del boom demográfico, o al menos los que también pertenecíamos al 68, éramos rebeldes con causa. Así ocurrió que una tarde en el comedor de Oxford Union, cuando aún no tenía veinte años y quizá ni siquiera diecinueve, presenté a Isaiah Berlin, al que habíamos invitado para que hablara sobre su primer libro publicado, la vida y el pensamiento de Karl Marx. El patrocinador era el Club Laborista de la Universidad de Oxford, que todavía no había sufrido la irreconciliable separación de los laboristas y los socialdemócratas, y yo aparecía en la tarjeta del club como «Secretario: Chris Hitchens (Ball)». Eso dolía por partida doble: hasta el nombre de mi viejo college había sido podado y talado. Aun así, no podía estropear mucho una tarde en la que uno era el anfitrión de un testigo de la revolución bolchevique en San Petersburgo: todavía es la única persona así que he conocido.
Tengo que decir que esa velada significó dos tipos de conmoción para mí. En primer lugar, la cortesía y el magnetismo no se parecían a nada que hubiera visto antes, y recuerdo que pensé que justificaban la idea de ir a Oxford. «Me curó para toda la vida, me curó para toda la vida», murmuró con autoridad sobre la experiencia de ver una revolución comunista. Había tenido todas las oportunidades de cansarse de la ingenuidad y/o el entusiasmo de los estudiantes, pero no traicionó ninguna señal de ello y se las arregló para contestar a las preguntas como si se las hicieran por primera vez. Lo interpreté como un gran don, sin ser capaz de definirlo, al igual que, en mi ignorancia total sobre cuestiones de comida y vino, entendí de algún modo que la cena que le ofrecíamos —un esfuerzo para nuestro reducido presupuesto socialista— era muy inferior a lo que normalmente habría podido esperar si hubiese cenado en casa o en un college, o solo.[33]
La segunda conmoción me llegó cuando fuimos a un aula para la charla propiamente dicha. Aunque habló con su habitual y melosa autoridad, que especiaba con gran cantidad de ironía e ingenio, estaba claro que Berlin no sabía mucho sobre Marx o el marxismo. Sostenía, inflexible, que Marx era un «determinista» histórico. Es cierto que el viejo hablaba a veces de la «historia» como si fuera un agente, pero en realidad destacaba la agencia humana por encima de casi cualquier otro pensador. Más tarde, cuando leí la biografía de Berlin, me pareció una confirmación descubrir que le habían encargado que escribiera un libro «rápido» sobre Marx, y que les había dicho a los editores que no se veía capaz. (Ese era otro aspecto de su famosa inseguridad acerca de su dorada reputación: nunca logró que ninguno de sus abundantes discípulos se tomaran esas dudas en serio). Pero en aquel momento yo me encontraba entre dos ideas casi igual de subversivas y excitantes. ¿Era posible que la clase de célebres «expertos» fuera así, que había un reino de Oz académico en el que se fingía que las autoridades eran absolutas? ¿O me estaba dando aires y juzgaba a quienes eran mejores que yo?[34]
Más tarde, en el cóctel de Beaumont Street se mostró a la altura de su reputación, primero al recordar mi nombre y las circunstancias en que nos habíamos conocido; segundo, al recordar que yo había dicho que su charla había dado confianza a mi marxismo, y, tercero, al ignorar a figuras mucho más ilustres que buscaban su compañía para contarme una anécdota bastante larga sobre Henry James y Winston Churchill. Después de decir eso, ¿cómo puedo evitar repetirla? Al parecer, a comienzos de la Primera Guerra Mundial, James y Churchill habían sido invitados a un almuerzo cerca de los puertos del Canal, seguramente porque James vivía en Rye y porque Churchill dirigía el Almirantazgo. James era todo entusiasmo, ya que acababa de pedir la nacionalidad británica y brillaba con el celo de los conversos. Sin embargo, Churchill no tenía tiempo para las sinceras preguntas del anciano sobre el progreso de la guerra y lo trató con bastante frialdad. Cuando el futuro estadista se montó en su coche oficial de regreso a Londres, el resto del grupo se volvió hacia Henry James, para ver si podían alegrarle un poco. Pero se recompuso por sí mismo y dijo: «Es extraño que la naturaleza elija una mano tan desigual para repartir sus favores más ricos —y añadió—, pero levanta el ánimo». De forma característica, Berlin repitió «pero levanta el ánimo» un par de veces.
Sentí un escalofrío de otro tipo cuando me senté en una pequeña aula con Noam Chomsky. Tras asistir a esas conferencias en homenaje a John Locke, en las que había galvanizado la universidad al dedicar una de las series solo a la cuestión de Vietnam, sabía que era un estudioso y orador extremadamente potente. (Numerosos izquierdistas de la época sintieron un acuciante interés por la lingüística y la estructura profunda de la «gramática generativa»). Pero de cerca me di cuenta de que tenía algo atonal: algo casi mecánico, como si le diera miedo mostrar cualquier compromiso con las emociones. Recuerdo que desperdició una enorme cantidad de tiempo en una cuestión banal sobre la secta maoísta estadounidense Laborismo Progresista. A través de esas y otras experiencias empecé a discernir uno de los elementos de la educación: acércate todo lo que puedas a los supuestos amos y señores e intenta ver de qué están hechos. Mientras observaba a famosos eruditos y catedráticos que intentaban mantenerse a flote aquí y allá, en mi carrera como orador en la Oxford Union tuve la oportunidad de conocer a ministros y parlamentarios «de cerca» y de cenar con ellos antes del acto y beber después, y de asombrarme de nuevo ante lo ignorante y a veces simplemente estúpida que era la gente que gobernaba el país. Fue una etapa esencial de mi formación, por la que me siento enormemente agradecido, aunque temo que me hizo más insufriblemente chulo y seguro de mí mismo de lo que merecía. La conciencia de la rectitud puede ser algo terrible, y en aquella época no solo pensaba que tenía razón: pensaba que se demostraba que «nosotros» (en concreto, nuestro grupo de Socialistas Internacionales) teníamos razón. Si nunca has tenido la sensación de estar ungido a la gran máquina de vapor de la historia, permite que te informe de que esa convicción resulta muy embriagadora.
A comienzos de la primavera de 1968 vimos que los valientes guerrilleros del Vietcong llevaban el combate hasta las puertas de la embajada estadounidense en Saigón. No mucho más tarde llegaron las inolvidables imágenes del Capitolio, en Washington, envuelto en penachos de humo y llamas, mientras la América negra se negaba a quedarse quieta ante el asesinato del gentil Martin Luther King. En Polonia una purga que se decía antisionista demostró que los gerontócratas estalinistas eran capaces de recurrir a tácticas hitlerianas para reprimir las discrepancias y prolongar su estéril y aburrido control del poder. El año empezó a tomar velocidad y adquirir un ritmo: a finales de abril (el cumpleaños de Hitler para ser exactos) Enoch Powell pareció insultar la memoria del doctor King al dar un discurso en el que advertía que la inmigración «de color» en Gran Bretaña terminaría en un baño de sangre. En todo caso, consiguió encender una hoguera de repugnante racismo entre muchos elementos de la clase obrera británica. Unas semanas después, la clase obrera francesa pareció manifestar algo totalmente distinto, cuando se sumó a una revuelta contra diez años de gaullismo que había comenzado originalmente entre los estudiantes parisinos y en la que no se limitó a declararse en huelga, sino que ocupó las fábricas durante la jornada laboral. Muchos de los eslóganes del 68 parisino le parecían a mi grupo absurdos, quijotescos o narcisistas («Considera que tus deseos son la realidad» era especialmente tonto), pero nunca olvidaré cómo los trabajadores de la compañía Berliet reordenaron las grandes letras del nombre de la compañía para que pusiera «Liberté» sobre la puerta de la fábrica. De repente, pareció de verdad posible que la tradición revolucionaria de Europa estuviera reviviendo. ¿Cómo iba a saber que no estaba viendo el renacimiento de una tradición, sino su final?
Tenía la radio junto a la cama y casi todas las mañanas alargaba la mano, la encendía y una crisis reciente me sacaba de la cama. Bobby Kennedy asesinado; la implosión de la Gran Sociedad de Lyndon Johnson; la movilización masiva de la juventud estadounidense contra el reclutamiento. Cuando tenía dieciocho, diecinueve y veinte años, no se podía participar en las elecciones a los dieciocho y el verso más letal y elocuente de la entonces famosa canción de Barry McGuire «Eve of Destruction» era: «Eres lo bastante mayor para matar, pero no para votar».[35] Hasta cierto punto, uno se veía obligado a pensar en términos generacionales, y en esos términos toda mi llegada al Balliol, para la que tanto había trabajado, había sido una decepción. Todavía existían reglas y regulaciones mezquinas que cubrían tus movimientos, una hora a partir de la cual se cerraba la puerta del college y todas las invitadas de sexo femenino debían estar fuera de tu habitación; había instrucciones sobre lo que debías vestir, y todavía tenías la impresión de que los profesores, como los del colegio, estaban allí in loco parentis, como padres o abuelos sustitutos. Con el tiempo, mi «generación» cambiaría mucho eso. Pero los que pertenecíamos a los Socialistas Internacionales pensábamos que esas alteraciones eran incidentales, casi irrelevantes, frente a la lucha global de la que creíamos formar parte. Voy a poner un ejemplo (en otra época habría dicho: «Voy a poner un ejemplo concreto»).
Desde hacía un tiempo había crecientes noticias sobre un alzamiento en África contra el colonialismo portugués. El senil dictador Antonio Salazar, una sucia reliquia de la era de Mussolini y Hitler, mantenía sometida a la población de Portugal, pero también contaba entre sus «posesiones» los territorios de Angola, Mozambique y Guinea-Bissau. Si miras el mapa, Angola y Mozambique son como pilares o puertas que protegen los accesos orientales y occidentales a Zimbabue (entonces Rodesia) y Sudáfrica. Así que parecía bastante obvio que una victoria contra el fascismo portugués también significaría el final, en poco tiempo, del apartheid. Imagina mi orgullo y excitación cuando se anunció que el doctor Eduardo Mondlane, el fundador del movimiento mozambiqueño FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique) visitaría Inglaterra y había aceptado una invitación de nuestro pequeño y modesto Club Laborista. Reservamos una gran sala para él, y una habitación muy pequeña (la mía, en el college, porque nuestros recursos estaban agotados) para la recepción. Los dos actos registraron un lleno total, y no olvidaré el inmenso orgullo con que abrí mi puerta a ese hombre cordial, elocuente, valiente y modesto. Esa tarde en mis aposentos, ahora que lo pienso, los invitados (entre ellos estaba Robert Resha, representante en Londres del Congreso Nacional Africano de Mándela) incluían a varios portavoces de varios movimientos que más tarde alcanzarían el gobierno. Tras el atronador discurso de Mondlane (a lo largo del cual Michael Prest se quedó ante la puerta, con un paraguas sólido y afilado en la mano, por si algún fascista local intentaba algo desagradable), marchamos en una procesión iluminada por antorchas para dejar una corona por los que habían muerto intentando liberar su país. Unas semanas después, el doctor Mondlane abrió un paquete en su despacho en Tanzania y murió a causa de la carga explosiva que le había mandado la policía secreta portuguesa. Tiempo después deposité otra corona en su tumba en un Mozambique libre.
Ya no puedo estar tan orgulloso como entonces por acoger a Nathan Shamyurira, portavoz de la mayoría negra de Rodesia, para quien organizamos una reunión en los edificios de la propia Rhodes House, una de las muchas donaciones imperialistas de Oxford. Habló de forma bastante convincente, pero la siguiente vez que lo vi en directo era ministro del inefable gobierno de Robert Mugabe. Sin embargo, y como compensación, puedo decir que Nelson Mándela, que por entonces estaba al principio de sus casi tres decenios de prisión, fue nombrado presidente honorario del Club Laborista y su nombre aparecía en nuestras tarjetas de miembros. Le escribimos a Robben Island para informarle de ese honor. Décadas más tarde, cuando lo conocí en la casa del embajador británico en Washington, le pregunté absurdamente si había recibido la carta alguna vez. Con su sonrisa capaz de caldear una estancia, contestó que la había recibido, y que recordaba que le había alegrado el día. No creí esa encantadora pretensión, pero me quedé mudo alrededor de un minuto.
Al igual que solo «Oxford» te permitía conocer a los casi legendarios miembros del firmamento del sistema casi en términos de igualdad, también permitía encuentros con célebres disidentes académicos. Uno de los logros de nuestro «año» fue llevar a los estudiantes del Ruskin College, el instituto del movimiento laborista destinado a trabajadores con ambiciones académicas, al debate. (De acuerdo, no «llevarlos», sino ayudarles a franquear la distancia que había; por ejemplo, pidiendo que pudieran unirse a la Oxford Union). En las reuniones del «taller de historia» que se celebraban en los terrenos del Ruskin y en las cervecerías cercanas, oí una conferencia improvisada de E. P. Thompson sobre los «cerramientos» de los terrenos comunales en los siglos XVIII y XIX, en la que provocó lágrimas a un público habitualmente nada sentimental cuando recitó los poemas de John Clare. El espíritu tierno y humanitario del difunto Raphael Samuel era la fuerza que animaba esa «educación superior»: su energía democrática era infinita y su apariencia sumisa y modesta lo convertía en un objetivo especial de las ásperas atenciones de la policía. Todavía veo cómo, tras una manifestación, lo empujaron con rudeza a una celda en la que ya estábamos otros, sus gafas deliberadamente rotas y su cara y sus manos cortadas y amoratadas: parecía un desdichado estudiante judío que los pardos histriones de la Kristallnacht hubieran convertido en juguete. Tomó asiento en el suelo desnudo, lanzó una mirada miope y alegre a su alrededor, retomó la última sesión del taller de historia y nos hizo recordar que incluso Edward Thompson había olvidado mencionar algunas cosas. Ahora la mera palabra «taller» me sugiere aburrimiento y dogma, y nunca olvidaré la honestidad de Raphael, que en la década de 1980 escribió que realmente no deseaba vivir en una sociedad socialista, pero su Teatros de la memoria es un recordatorio elocuente y poderoso de un tiempo más valiente, cuya memoria no tengo derecho a negar.
Todo eso formaba parte de la mitad de mi existencia que correspondía a «Chris», el Chris que vestía una chaqueta de lanilla y se llevó una paliza de unos esquiroles en una pelea en un piquete en la fábrica automovilística sin sindicar de French y Collett. (Fenton jura que incluso llevaba una boina para liderar una manifestación: es bastante incapaz de mentir, pero estoy seguro de que no lo hice más de una vez). Eso era todo en un día de trabajo: un día que podía incluir el reparto de folletos o la venta del Socialist Worker en el exterior de una fábrica de coches por la mañana; pintar grafitis a favor del Vietcong en las paredes y después discutir apasionadamente con comunistas y socialdemócratas y trotskistas rivales hasta que se hacía tarde. Esas batallas eran sin duda las más amargas y agotadoras, y a menudo incluían disputas que a un extraño le habrían parecido ridículamente arcanas (acerca, por ejemplo, de si el sistema soviético era un estado obrero «deformado» o «degenerado», frente a nuestra acusación de «capitalismo de Estado»). Sin embargo, un entrenamiento en el despiece lógico y la microexégesis talmúdica puede resultar útil más tarde, como hablar con un megáfono sobre una caja de leche en el exterior de una fábrica, y después ponerse un esmoquin y dirigirse a la sociedad de debate de la Oxford Union siguiendo las reglas del orden parlamentario.
Este último ejemplo era una instancia del lado «Christopher». Fue a través de la Union, de hecho, como me descubrí socialmente relacionado con un «conjunto» totalmente distinto. Eran jóvenes confiados que poseían coches veloces, tenían «habitaciones» en vez de una habitación, llevaban chalecos y pañuelos anudados al cuello, y bebían vino y licores en vez de cerveza. Tras ejecutar alguna salida exitosa en un debate de la Union, un grupo me rodeó cuando terminaba el procedimiento y más o menos me desafió a tomar un cóctel. No pude resistirme: de todos modos, no quería hacerlo. Aquí, pensé, puede estar la entrada a ese Oxford mucho más hermoso y seductor, sobre el que he leído tanto y del que (hasta ahora) he visto tan poco.
Por tanto, y quizá de forma no muy distinta al pobre e inelegante Charles Ryder en la obra maestra de Waugh, de vez en cuando me veía transportado al mundo de Christ Church y el Gridiron Club e invitado a cenar en restaurantes con menús bordados y cartas de vinos. Eso era totalmente nuevo para mí y muy embarazoso, puesto que apenas tenía dinero. (En mi decimoctavo cumpleaños, el Comandante me había llevado al banco, había abierto una cuenta a mi nombre con cincuenta libras y me había dicho que eso era lo que me correspondía). No obstante, sin que se dijera una palabra, mis nuevos amigos me transmitieron sutilmente que no esperaban que fuera un intercambio recíproco. Por el contrario, se esperaba que cantara a cambio de mi cena. Eso podría haber inducido a la corrupción, pero yo lo justificaba diciendo que aprendía del campo enemigo, y quizá hasta le enseñaba. A finales de los sesenta, no éramos los únicos que pensábamos que podría haber una revolución a la vuelta de la esquina. Una buena parte del sistema estaba nerviosa y aprensiva, y la prensa conservadora publicaba artículos que —puesto que tendía a exagerar nuestra influencia y números— que hacía que los de la izquierda radical pensáramos que a lo mejor no estábamos perdiendo el tiempo. (Las autoridades universitarias se plantearon pavimentar los adoquines de algunas de las calles más antiguas de Oxford para evitar que se extrajeran y emplearan como misiles, como había ocurrido en París).
Por si parezco demasiado oportunista, diré que sentía un aprecio genuino por algunos de esos pomposos e ingeniosos reaccionarios. Uno de ellos, el fallecido David Levy, que más tarde se convertiría en un celebrado intelectual conservador, fue sin duda el primer proto-fascista que conocí, y casi tenía que pellizcarme para comprobar que no soñaba mientras él elogiaba afectadamente a Charles Maurras y Action Francaise, parloteaba sobre las bondades del Portugal de Salazar y de la España de Franco y cantaba las palabras del himno de Mussolini «Giovinezza». Quizá «afectadamente» sea la expresión correcta, porque había una gran cantidad de amaneramiento entre esos jóvenes y cierto volumen de activa bisexualidad, aunque no creo que David hubiera mirado a una mujer en toda su vida. Al decirlo me ruborizo un poco, pero en aquella época todavía era apreciado por mi aspecto y, gracias a mi experiencia en mi mucho menos glamouroso internado, podía interpretar las señales y sabía qué debía hacer. De vez en cuando, y pese a que en ese momento me centraba en la persecución de mujeres jóvenes, se producía una leve y placentera recaída, y supongo que puedo «reivindicar» la compañía, si esa es la palabra correcta, de dos jóvenes que tiempo después serían miembros del gobierno de Margaret Thatcher.
Por esa misma razón no puedo dar más nombres, pero una consecuencia indirecta fue que me invitaron a conocer a John Sparrow en All Souls. ¿Cómo describir al Guardián, como se le conocía en todas partes? Y cómo describir su college, una florida tienda de antigüedades que no admitía estudiantes y solo conservaba los exaltados privilegios de sus fellows: una guarida de iniquidad para todo igualitarista y un lugar donde candelabros y copas de plata adornaban una orgía diaria de venado y oporto. O eso dice la leyenda. Fue en ese ambiente denso y rico donde se urdió en parte el acuerdo de Munich: había un libro entero con un título sencillo y condenatorio, All Souls and Appeasement. No podía esperar para ver el lugar con mis propios ojos.
No me decepcionó. Sparrow era el anfitrión en una pequeña comida —«almuerzo» podría haber sido le mot juste— y, mientras tomaba mi mano entre las suyas, llamó a un mayordomo de nombre Lane para que preguntase lo que deseaba beber. Nunca había visto un mayordomo, y este llevaba el nombre del criado de Algy en La importancia de llamarse Ernesto. Apenas había tenido tiempo de acostumbrarme cuando comenzó el almuerzo y me abrumaron la variedad y el delicioso sabor de la comida y el vino, y el esplendor de la plata y el cristal. Sparrow se esforzaba por estar a la altura de todo lo que se decía sobre él. Declaró que la homosexualidad debería estar penada —«severamente penada», dijo con un ronroneo de placer—, aunque esperaba seguir siendo miembro de una sofisticada minoría a salvo de ese preciso código. Como la ley se había cambiado hacía poco, recuerdo que imaginé que había un elemento de nostalgia masoquista. Estaba claro que Sparrow había dedicado profundas reflexiones a la sodomía. Había participado en el último gran debate sobre la censura literaria en Inglaterra, donde arguyó que en un pasaje escabroso de El amante de lady Chatterley D. H. Lawrence sugería que el guardabosques había sodomizado a la esposa de su jefe. (Debo decir que coincido con ese análisis, aunque lo que más me sorprendió de la novela la última vez era que los rudos mineros de Nottinghamshire dicen aks en vez de ask, igual que en la forma de hablar que ahora identifica al gueto negro de Estados Unidos. Desde luego; allí hay trabajo para un filólogo, pero ese proyecto no habría divertido especialmente a Sparrow).
Como lord Marchmain en Brideshead, Sparrow era «todo lo que los socialistas querrían que fuera». Su estilo reaccionario era casi, si no por completo, una parodia. Había pedido a un fotógrafo que caminara por Oxford y tomara discretas fotografías, no de los jóvenes más hermosos y asexuados, sino de los más degenerados y hoscos. Eso podría haber traicionado un interés en el «rollo duro» y quizá no tenía ningún vínculo con él, pero, cuando me mostró el álbum resultante (que contenía estudios robados de bastantes de mis amigos más insatisfechos), acompañó mi hojeo con una lectura de lo que había escrito Walter Pater sobre la naturaleza efímera y frágil de la juventud. Entonces era un invitado a cenar, e incluso un invitado para después de cenar, entre las velas y las licoreras que se reflejaban en la mesa brillante. Una tarde me sentaron junto a la gran reinona de Cornualles A. L. Rowse, que no solo se había quitado un peso de encima hacía poco con una nueva teoría gay sobre el origen y la dedicatoria de los Sonetos de Shakespeare, sino que sobre todo quería decirme lo que yo ya sabía, que Hitchens era un nombre de Cornualles, y pidió que le confirmara si la señora Hitchens que le mandaba unas cartas de amor fervientes y no deseadas era por casualidad mi madre. Estaba tan perdido en su vanidad que pensé que no creyó del todo mi negativa.
Para todos los que llevan una doble vida habrá finalmente una «pequeña pero interesante venganza», como me diría más tarde James Fenton. La mía llegó cuando me dirigía a un grupo de estudiantes enfurecidos en las escaleras del edificio Clarendon y denunciaba alguna violación oficial de nuestros derechos a la libertad sexual, de asociación y de expresión. Sobre las cabezas del público, mientras peroraba, vi los encanecidos y saturninos rasgos del Guardián, que por entonces debía de ser la figura más execrada por la izquierda oxóniense. Un gesto en la comisura de su labio traicionó su proyecto, que detecté casi en ese mismo instante. Siguiendo un camino discreto pero decidido a través de los atónitos manifestantes, llegó cuando yo terminaba y dijo: «Querido Christopher, siento mucho haberme perdido la mayor parte de tu discurso. No tengo la menor duda de que era admirable. Pero espero que no hayas olvidado que has prometido que vendrás esta noche después de cenar». Fue un momento de revelación. Podría haber fingido que no le entendía, pero contesté que tenía muchas ganas de ir —mientras él se alejaba con un pulcro aspecto de «juego, set y partido»—, tras lo cual afronté las caras levemente perplejas de mis camaradas. Podría haberme refugiado con alguna formulación del tipo «conoce a tu enemigo», pero algo me dijo que sería innoble. No quería una vida política de una sola dimensión.
No obstante, simpatizaba con los que se veían obligados a vivir una. Para citar de nuevo a James Fenton, que fue el primero en decírmelo, uno estaba obligado a notar algo distinto en los estudiantes de Estados Unidos. Mientras que la mayoría de nosotros salíamos del «salón» después de cenar y fumábamos un cigarrillo y tomábamos una copa en el patio, ellos tendían a apartarse y formar un grupo, como si debatieran meticulosamente sobre algún asunto privado o algún dolor específico. Todos sabíamos qué era. Los bastante afortunados como para recibir una beca Rhodes o ser elegidos por otros medios para convertirse en enviados de su país, se encontraban en el extranjero en un momento en que Estados Unidos protagonizaba una guerra imperialista en Indochina y contenía las insistentes demandas de una minoría negra que vivía desde hacía mucho en la opresión. Esas cosas habrían sido lo bastante malas en sí mismas, pero además era totalmente posible que esos jóvenes estadounidenses se vieran obligados a participar en una guerra que la mayoría consideraba criminal. De ahí esos círculos pequeños y prietos en el césped mientras el crepúsculo llegaba a Oxford: ¿debían desafiar el reclutamiento y convertirse en personas fuera de la ley, eligiendo entre la prisión y el exilio, o someterse y ser obedientes y retomar sus carreras? Se ha dicho con frecuencia que el reclutamiento militar fue lo único que alimentó el sentimiento antibelicista entre los relativamente privilegiados estudiantes estadounidenses y que, en cuanto se abolió el sistema de reclutamiento forzoso, la indignación por Vietnam disminuyó proporcionalmente. Yo estaba allí y lo recuerdo bien, y me parece una cuestión de honor desmentir esa burla. Los jóvenes estadounidenses que conocí no tenían miedo a morir, o más bien tenían mucho más miedo de que los obligaran a matar.[36]
Recuerdo la dirección —Leckford Road, 46— en la que muchos de ellos compartían una casa. Frank Aller, por ejemplo, un joven brillante y atormentado por su conciencia que terminó quitándose la vida porque no podía soportar el conflicto entre el amor por su país y su odio hacia la guerra. Otro joven que se alojaba en la misma dirección era Bill Clinton. No lo recuerdo muy bien, aunque mi amigo y contemporáneo Martin Walker, que luego se convertiría en uno de los mejores biógrafos de Clinton, jura que nos recuerda en la misma habitación. La ocasión sería famosa, porque fue la vez en que, según el mentiroso habitual y profesional Clinton, «no inhaló». No hay ningún misterio en ello, al igual que no lo hubo en sus falsificaciones posteriores. Siempre ha sido alérgico a fumar y, como muchos otros entusiastas de la marihuana, prefería tomar la maría en grandes puñados de galletas y pasteles. En el Oxford de la época había muchos jóvenes —Strobe Talbott, Robert Reich, Ira Magaziner— que serían miembros de la administración de Clinton. Entre ellos recuerdo especialmente a Magaziner (el hombre que arruinó el sistema sanitario estadounidense en nombre de Hillary Clinton). Había sido una especie de líder del movimiento contra la guerra en la Universidad de Brown, en Rhode Island. Yo había escrito «LLAMAR IRA» en un cuaderno junto al teléfono de la casa que compartía y cuando la policía vino a vernos, por una cuestión que tenía que ver con una manifestación pública, llevó mucho tiempo convencerles de que la nota no era una siniestra referencia al republicanismo irlandés.
No me gustaba mucho lo poco que sabía de Clinton y puede que eso tuviera algo que ver con mi sospecha de que él también lo quería todo. Alguien pasaba información sobre los estudiantes estadounidenses que se oponían a la guerra y daba cuenta de sus actividades al señor Cord Meyer y a la oficina de la CIA en la embajada de Grosvenor Square en Londres (lo sabíamos porque los muy idiotas habían abordado una vez a la persona equivocada y había dado el aviso), y no soy la única persona que ha sospechado alguna vez que Clinton era el chivato. En otro asunto de la misma índole, él y yo tuvimos una relación superficial (en momentos diferentes, diré antes de nada) con dos chicas de Leckford Road que, aunque sus intereses eran primordialmente sáficos, organizaban sesiones de retozos comunes. Los hombres que se hacían ilusiones creyendo que eran el objeto de su deseo descubrían más tarde que solo eran el chivo que se usaba como cebo para atraer a más mujeres a la trampa. Siempre he pensado que era un plan diestro y sinuoso y desearía haber entendido mejor su dinámica en ese momento. Pero con esto pasa lo mismo que con el resto de la vida, que, como Kierkegaard observó con perspicacia, uno está condenado a vivir hacia delante y revisar hacia atrás. En otras palabras, si vas a acostarte con los futuros ministros de Thatcher y a juguetear con la novia lesbiana de un futuro presidente, no podrás saborearlo totalmente en su momento y tendrás que contentarte con recordarlo con cierta clase de tranquilidad.
En ese momento intenté e incluso traté de fingir retrospectivamente que disfrutaba de Oxford más de lo que lo hacía en realidad. Por ejemplo, mi tutor en lógica formal era el doctor Anthony Kenny, que entonces empezaba a levantar la vasta arquitectura de su ahora magistral historia de la filosofía. Al bajar las escaleras desde su habitación tras una tutoría recuerdo haber pensado que por fin tenía en la cabeza los principios de la lógica cartesiana. Kenny había sido sacerdote católico en una dura parroquia de Liverpool antes de decidir que las pruebas de la existencia de dios de Tomás de Aquino eran insatisfactorias. ¡Dejó el ministerio y bastante más tarde se casó, y en ese momento la Iglesia católica lo excomulgó porque había violado sus votos como cura! Mucha gente no entiende que el término «católico no practicante» entraña la siniestra implicación de que solo la Iglesia puede decidir quién la deja y por qué, o cuándo. (Ya me había encontrado con varias sectas comunistas extremistas que insistían en expulsar a cualquiera que quisiera dimitir). En todo caso, la tarde de mi tutoría cartesiana me senté en mi habitación escuchando cómo doblaban todas las campanas de Oxford, y me dije: «Aquí estás, en un college que ha sido un gran centro cultural desde los estudiosos medievales. Al otro lado de la ventana está el lugar donde los obispos Cranmer, Latimer y Ridley ardieron en la hoguera por sus principios. Puedes heredar todo eso, y más, y dedicarte a la vida de la mente». Mientras trataba de convencerme a mí mismo, me di cuenta de algo que he tenido que aceptar con frecuencia más tarde: si tienes que intentar convencerte de algo, es probable que ya estés muy inclinado a dudar o desconfiar de ello.
¿Realmente pensaba que mis exámenes en lógica y filosofía no importaban mucho, porque había una revolución en marcha o al menos en el futuro? Lo hice. ¿Ignoré a mis padres y mis tutores cuando dijeron que mis perspectivas de carrera se resentirían menos si me aplicaba más en mis estudios? Sí, de nuevo, y no tanto con un abandono descuidado como con la idea de que esos contraincentivos eran algo despreciables. ¿Fui a una gran manifestación en Grosvenor Square, en Londres, frente a la embajada de Estados Unidos, que se convirtió en una batalla campal entre nosotros y la policía montada, y me pregunté de antemano cuánta gente podría morir en el enfrentamiento? Sí, y todavía recuerdo cómo mi garganta y mi corazón parecían hincharse cuando los policías fueron momentáneamente rechazados y los victoriosos aliados de los vietnamitas empezaban a cantar «We Shall Overcome». Todo eso se sumó a mis antecedentes penales, de los que estoy razonablemente orgulloso. Cuando retiraron una acusación de «incitación al motín», me sentí un poco alicaído porque me pareció un ambiguo tributo a mis habilidades como orador. Ayudé a organizar una sentada en el exterior de una peluquería oxoniense que no admitía a clientas negras. Mientras seguía bajo fianza por esa falta, volví a sentarme en el campo de criquet en un partido en el que debía jugar el equipo sudafricano. En el juicio, no conseguí divertir al magistrado cuando me quejé del brutal comportamiento del oficial de policía que me arrestó y di el número que llevaba en el uniforme. «¿Cómo puede estar tan seguro —preguntó el hombre desde el estrado— de ese número?». «Solamente porque, señoría —respondí sarcástico—, la cifra 1389 es la misma que la de la fecha de la gran revuelta campesina». La costosa multa resultante reflejaba la opinión que le merecía al tribunal mi improvisado desprecio, así como mi rechazo a jurar sobre la Biblia. Cuando nos declararon culpables, mis camaradas y yo nos pusimos en pie y cantamos «La Internacional», con los puños levantados de manera ortodoxa y desafiante.
No tenía suficiente dinero para pagar la multa, pero me habían dicho que era casi seguro que John Lennon se rascaría el bolsillo por todos nosotros. Más tarde preferiría de lejos «Street Fighting Man», escrita por Mick Jagger para mi entonces amigo Tariq Ali, a la más conciliadora «You Say You Want a Revolution» de los Beatles, pero en esa época también habría estado de acuerdo con una de las declaraciones preferidas de Lenin (que, ahora lo sé, tomó de Juvenal): Pecunia non olet o «El dinero no huele». De todos modos, me marché del tribunal a toda prisa, porque al día siguiente debía subir a un vuelo chárter que me permitiría cruzar el Atlántico por primera vez y me dejaría en la Cuba revolucionaria.