Los sesenta: revolución en la revolución (y Brideshead regurgitado)

La contradicción es lo que mantiene la cordura en su sitio.

GUSTAVE FLAUBERT

«Supongo que sabes —dijo el más cuidadoso, elegante e ingenioso poeta inglés de mi generación cuando le di la mano por primera vez y acepté un bloody mary pagado de su bolsillo, pequeño pero siempre abierto— que eres la segunda persona más famosa de Oxford». Estábamos en la sala delantera y sin barrer del King’s Arms, un bar famoso pero sórdido que permitía pasar las horas del día entre la monotonía utilitaria de la Biblioteca Bodleiana —abierta al público y al otro lado de la carretera— y la belleza elevada de la Biblioteca Codrington, que era para socios privados y formaba parte del coto de caza de clase alta que era All Souls. Era 1969 y había dedicado mucho tiempo a no estudiar en ninguna de esas dos bibliotecas. También detecté en el saludo afilado —si no directamente cortante— que me había dirigido James Fenton una especie de reproche por haber desaprovechado una parte tan grande de mi experiencia universitaria y ser solo la segunda persona más conocida de la universidad. Se decía con frecuencia que el tiempo invertido en un título de segunda fila era tiempo perdido aunque fuera «una buena segunda fila». Que eso se dijera del título era comprensible, incluso perdonable. Pero ¿de la carrera de uno?[27]

Por supuesto, no necesitaba preguntar quién había ganado los laureles como persona más famosa. Era Mike Rosen, un comunista judío alto, larguirucho y velludo que podía atraer todas las miradas y una de cuyas obras ya había sido representada en Oxford Playhouse. Se decía qué esa misma obra (se titulaba Backbone) podría estar una temporada en Royal Court, en Sloane Square, que en esa época todavía provocaba un escalofrío asociado a Mirando hacia atrás con ira e incontables dramas que habían perturbado a la burguesía londinense aficionada al teatro. Así que todo el mundo sabía quién era Mike Rosen. Los estudiosos de la literatura infantil —la más exigente de las formas de escritura, a la que ha contribuido llenando estantes enteros— todavía lo saben. Pero me molestó. Rosen era de la Vieja Izquierda. Su familia se había comprometido letalmente con el estalinismo. Durante la versión en la Oxford Playhouse de Los plebeyos ensayan la religión, de Günter Grass, donde los actores de una obra de Bertolt Brecht se convierten en los repentinos participantes de acontecimientos reales, Rosen se había visto más o menos compelido a seguir con la obra dentro de la obra que satirizaba el horrendo régimen de Alemania Oriental y celebraba la revuelta de los trabajadores que había ocurrido en 1953. A una temprana edad, todos habíamos conocido los mordaces versos de Bertolt Brecht sobre el comunismo de Alemania Oriental: si de verdad el pueblo había decepcionado al partido —como decía un folleto comunista distribuido en Stalinallee o calle Stalin—, el partido tendría que disolver al pueblo y elegir uno nuevo. Asistí a la representación y me asombró ver a Rosen interpretando al trabajador berlinés que —en una premonición de noviembre de 1989— arrancaba la bandera roja de la puerta de Brandeburgo. Decían que el padre de Mike había sufrido al saber que su hijo traicionaba al proletariado de ese modo.

Puede que te preguntes qué tipo de Oxford era ese, en el que un exestalinista y un postrotskista competían por la celebridad que había pertenecido a Oscar Wilde y Kenneth Tynan o, de manera más ficcional, a Zuleika Dobson y Sebastian Flyte, o, de forma más realista, a los políticos supuestamente serios que habían ido a mi propio college y luego se habían convertido en primeros ministros, ministros de Asuntos Exteriores y todo eso. La clave, al menos en esa década, estaba en una distinción minúscula. Estaba la gente de los sesenta, y luego los del «sesenta y ocho», o, si querías ser más taxativamente marxista e internacionalista, les soixante-huitards. Yo era uno de los que con más firmeza querían ser marxistas e internacionalistas. Después de todo, para ser solo una persona de los «sesenta», lo único que necesitabas era haber nacido en el año adecuado y estar disponible para lo que una vez oí que se describía como «la más despreciable forma de solidaridad: la generacional».

Sin saberlo, me preparaba para 1968 desde hacía tiempo. Asistía a todas las manifestaciones posibles contra la guerra de Vietnam. Me afilié al Partido Laborista en cuanto pude hacerlo legalmente y fui a reuniones locales para agitar contra el cobarde apoyo del gobierno laborista al presidente Johnson. En ese momento me habría descrito como un socialdemócrata de izquierda, supongo. De todos modos, sé que ese era mi marco mental cuando fui a una reunión en el Ayuntamiento de Oxford una tarde del invierno de 1966.

El principal conferenciante era John Berger, el crítico de arte y novelista que en esa época todavía era miembro del Partido Comunista. Habló con cierto brío del sufrimiento y la resistencia de los vietnamitas. Después escuchamos a algún sacerdote pacifista y de cara redonda y a algún concejal laborista local y, por último, a un hombre que, lo recuerdo claramente, se llamaba Henderson Brooks. Evidentemente, pertenecía a alguna variante del maoísmo y hablaba con la fogosidad plagada de consignas que enseguida reconocí por la descripción del Club del Libro de Izquierdas que hace Orwell en Subir a por aire. Era fascinante ver que todavía existía gente que hablaba así: ¿lo había soñado o realmente había dicho «perros de presa del capitalismo»? De todos modos, yo iba mejorando en esos asuntos y en el turno de preguntas me levanté y dije algunas cosas satíricas sobre el Gran Timonel del Pueblo Chino: un pueblo que luchaba duramente en medio de la bancarrota, la hambruna y el asesinato de masas patrocinado por la «Gran Revolución Cultural Proletaria». No recuerdo qué se dijo en respuesta pero, cuando la reunión se disolvía, se me acercó un hombre que guardaba cierto parecido con un terrier, dijo que le habían gustado mis comentarios y me preguntó si me gustaría ir al bar con él. Si se puede decir que una tibia pinta de cerveza inglesa actuó como catalizador, ese encuentro me cambió la vida.

Mi anfitrión se llamaba Peter Sedgwick. Era un tipo pequeño, levemente deforme —con esta palabra hiriente pero indispensable quiero decir que tenía la espalda un poco encorvada— con penetrantes ojos azules y unos rizos ralos y ásperos. Su especialidad era la psiquiatría. Tras una conversación general me alargó, bastante tímidamente, una muestra de la literatura (la izquierda siempre hablaba de sus panfletos y folletos de esa exaltada manera) de un grupo llamado Socialistas Internacionales. Prometí que le echaría un vistazo, concertamos otra cita para volver a vernos y empezó mi educación en el marxismo de la «oposición de izquierda».

Me habían impresionado los artículos de Marx que el director del colegio me había pasado profilácticamente (o eso creía él). Pero, cuando los aplicabas a la escena inglesa, esos textos parecían poco relevantes. ¿La idea de «clase» no resultaba obsoleta tras los cambios sociales de la posguerra? ¿Los sindicatos no eran un bloque interesado en su propio beneficio? ¿Y acaso el fracaso del comunismo en Rusia y Europa del Este no era una demostración en la práctica del fracaso (por no decir algo peor) de la idea comunista? Solo en países como la Sudáfrica del apartheid, cuyos productos yo ya boicoteaba, podría tener un atractivo residual algo tan dogmático. Esas eran mis objeciones para no desplazarme aún más a la izquierda.

De Peter escuché (y leí, porque también le gustaba escribirme cartas) que de ningún modo era la clase un asunto muerto, y que en los talleres y las fábricas de Gran Bretaña había un creciente movimiento obrero que buscaba democratizar el acto del trabajo en sí y poner fin a las derrochadoras desigualdades de la competencia capitalista. En cambio, el gobierno laborista estaba formando un Estado corporativo: una alianza entre el gran capital, los burócratas de los sindicatos y el gobierno, de la que surgiría una jerarquía impermeable. (Eso resonaba con fuerza en mis oídos: la industria automovilística era el alma del Oxford no universitario, y el gobierno laborista acababa de gastar una inmensa cantidad de dinero público para financiar la fusión de los dos principales fabricantes de coches. La tendencia del capitalismo al monopolio no parecía haberse aplacado).

Entonces, preguntó inquisitivamente Peter, ¿qué hay de la tendencia a la guerra del mismo capitalismo? Gran parte de la oleada de pleno empleo que siguió a 1945 e hizo que la Gran Depresión pareciera tan lejana se basaba en una suerte de keynesianismo militarizado: una «economía armamentística» que mantenía las líneas de montaje y los sueldos pero nos exponía a todos a una autoridad no electa y uniformada y, finalmente, a la mera barbarie que seguiría al «intercambio» nuclear. Todavía tambaleante por la crisis de los misiles, y horrorizado por el asalto con materiales de alta tecnología a Vietnam, quizá en eso fuera especialmente susceptible a la persuasión.

Aunque lo más importante fue que gracias a Peter adquirí una base en la historia alternativa del siglo XX. Sí, era cierto que la Unión Soviética y sus satélites eran un imperio tiránico (de hecho, un sistema de «capitalismo de Estado», según los teóricos de los Socialistas Internacionales), pero ¿sabía que Rosa Luxemburg había advertido a Lenin de la tiranía que estaba por venir en 1918? ¿Conocía la épica lucha de Liev Trotski para organizar una resistencia internacional contra Stalin? ¿Era consciente de que en formas transformadas y aisladas esa gran lucha seguía en marcha? No sabía nada de eso, pero cada vez me fascinaba más aprender y leer sobre ella.

Me estaban reclutando lentamente en una revolución dentro de la revolución, o en una izquierda que estaba en la izquierda, pero no pertenecía a la «izquierda» tal y como normalmente se entendía. Eso era perfectamente adecuado a mi costumbre ya adquirida y protectora de llevar una doble contabilidad.

Así, cuando me matriculé como «alumno» en el Balliol College, Oxford, ya era un miembro militante «estudiante» del groupuscule, tal y como se llamarían esas facciones tras los cruciales e inminentes acontecimientos de Francia. Dudo que en el invierno de 1967 nuestra rama de Oxford tuviera más de doce miembros: quizá tres de las fábricas de Cowley y el resto profesores y estudiantes descarriados. En un año habíamos llegado a unos cien, con una «periferia» de muchos más y una influencia muy superior a nuestro tamaño. Eso era porque fuimos los únicos que vimos venir 1968: quiero decir que realmente lo vimos venir.

Todavía recuerdo las sensaciones confusas de excitación y venganza que lo acompañaron. Había notado algunas contracciones premonitorias en 1967, mientras intentaba aprender de Peter Sedgwick a seguir y rastrear el hilo rojo de la izquierda antiestalinista por el sangriento laberinto del siglo. En la primavera de 1967 se había producido el atroz golpe militar de Grecia, que había hecho a la OTAN, defensora del «mundo libre», cómplice de una repugnante dictadura. En esa época se hacía evidente que las fuerzas estadounidenses en Vietnam no tenían posibilidad de reprimir la insurgencia del sur y mantener el país dividido a menos que estuvieran preparados para doblar el número de tropas o recurrir a métodos de Crueldad y destrucción sistemáticas (por los que a menudo parecía que se habían decidido). Lo mismo se hacía evidente para otra dictadura de la OTAN: el régimen arruinado y odioso de Salazar en Portugal intentaba infructuosamente abortar las fuerzas de la liberación en sus colonias del sur y el oeste de África. En Praga, el Partido Comunista de Checoslovaquia se desintegraba moral e intelectualmente, porque se había permitido que la gente hiciera las preguntas más elementales (sobre si podían leer a Franz Kafka, por ejemplo). De forma aún más conmovedora, y con una dignidad y un coraje ejemplares que han pasado a la historia, la América negra había cruzado los brazos en silencio y con sencillez, había dicho basta y estaba preparada para desafiar y resistir ante cualquier abusón que aceptara el desafío.

No parecía haber suficientes horas en el día, o días a la semana, para participar en los distintos movimientos de solidaridad. Pero ya no era un chico de internado, así que tenía tiempo. Además, y de forma bastante seductora en esa edad, uno parecía estar equipado con un juego especial de gafas para leer los periódicos y extraer un significado único de ellos. Los sucesos en Vietnam y Selma desacreditaban claramente la tan cacareada Nueva Frontera del liberalismo estadounidense, como la agitación en Polonia y Checoslovaquia demostraba la bancarrota histórica del estalinismo, y no hace falta decir que un gobierno laborista británico que ni siquiera podía contener la revuelta racista de unos colonos blancos en Rodesia (todos la llamábamos orgullosamente Zimbabue) mostraba en la práctica que el reformismo socialdemócrata se había agotado. Pronto toda la gente con espíritu humanitario apreciaría la necesidad de una revolución desde abajo, donde los que trabajaban, luchaban y producían serían la clase dirigente. Los que tenían ojos para ver podían detectarlo fácilmente, mientras que quienes todavía debían abrir los ojos siempre podrían… bueno, se pensaba que los acontecimientos ayudarían a convencerlos. Me doy cuenta de que esto suena un poco como si me hubiera metido en una secta. En realidad había un grupo trotskista rival, que más tarde se haría tristemente célebre por haber enrolado en sus filas a Corin y Vanessa Redgrave, cuyo depravado «líder», Gerry Healy, nos enseñó todo lo que necesitamos saber sobre las sectas y la explotación mental, sexual y financiera de los jóvenes y los crédulos. (Aprendí mucho sobre los movimientos «basados en la fe» gracias a esta temprana institución). Pero los «IS» —como nuestro grupo era conocido, por sus siglas en inglés— tenían una vida interna humorística y relajada, y también una actitud burlona y crítica de la mentalidad de los «sesenta».

No nos dejábamos el pelo demasiado largo, porque queríamos mezclarnos con los obreros en las puertas de la fábrica y las casas que proporcionaba el gobierno. No tomábamos drogas, que considerábamos una forma de escapismo patética y debilucha, casi tan despreciable como la religión (así como una mala costumbre que podía exponerte a una «trampa» de la policía). El rock and roll y el sexo estaban bien. Al mirar hacia atrás, todavía creo que elegimos las opciones correctas. El ambiente de promiscuidad intelectual y romanticismo «tercermundista» tampoco nos pegó tan fuerte. Si hubiera dos pseudointelectuales que definieran la idiotez moral en ese período, serían Herbert Marcuse y R. D. Laing. Al primero se le había ocurrido el concepto de «tolerancia represiva» para explicar que el liberalismo era solo otra forma de tiranía, y el segundo era un aspirante a psiquiatra que pensaba que la esquizofrenia, en vez de una enfermedad de pesadilla pero tratable, era una «construcción» social impuesta por la ideología de la familia. Casualmente, las dos mejores críticas de esos dos fraudes (así como un severo ensayo contra la «cultura» de la marihuana titulado «Flowers of Decay») habían aparecido en el anuario Socialist Register y las había escrito mi nuevo camarada Peter Sedgwick, un experto cualificado en salud mental y en la diferencia entre las frenéticas ilusiones de Frankfurt y la obstinada realidad material. Así que tuve suerte de que me iniciara, si esa es la palabra que quiero, alguien que era un escéptico formado y curtido en lo peor de la izquierda y un abogado de lo mejor que tenía.[28]

Tres nombres importantes sobreviven de ese período (en el que, pese a mi repentina y solemne conciencia de la historia, no había dejado de ser un adolescente). El primero es Jacek Kuron, que con su colega Karel Modzelewski había escrito un «manifiesto socialista» desde los imponentes muros de su prisión en Polonia. Esas dos fuertes personalidades habían pertenecido a un grupo trotskista antes de ser abruptamente encarcelados por su obra, y una de mis tareas consistió en conseguir que el panfleto obtuviera una amplia circulación y que «nuestra» versión del anticomunismo se oyera tanto como la tópica variedad de la «guerra fría». Los trabajadores polacos, decía el panfleto, debían entender que el Partido Comunista era su explotador y no su representante. ¿Sabíamos que a nuestra minúscula manera colaborábamos en los comienzos de Solidarnosc?

El segundo nombre es C. L. R. James, uno de los titanes morales de la disidencia del siglo XX. En la década de 1930 logró combinar dos posiciones muy atractivas. Era el principal portavoz de la independencia de su Trinidad natal y el corresponsal de criquet en The Guardian. Su libro sobre el tema, Beyond a Boundary, elucida este deporte abstruso para los no iniciados y sugiere que en determinados sentidos no es un «deporte» en absoluto, sino más bien una forma de arte clásico que instruye a los hombres en la elegancia social y el heroísmo caballeresco. James —cuyos primeros relatos, recogidos en Minty Alley, influyeron sin duda en las primeras obras de V. S. Naipaul— logró arreglárselas sin la combinación de rencor y resentimiento racial/étnico de Naipaul. Era un verdadero internacionalista. Su gran obra es Los jacobinos negros, una historia de Toussaint L’Ouverture y la rebelión de esclavos en Haití. Esa insurrección, que consideraba que los lemas de la Revolución francesa eran universales, tropezó con el hecho desagradable de que la Francia napoleónica pensaba que las nobles palabras de 1789 eran, en el mejor de los casos, solo para blancos. El libro de James —exactamente el tipo de obra que quedaba fuera del programa en la escuela y en la universidad— tuvo un efecto duradero sobre mí. También lo tuvo su autor, cuando ayudé a organizar un encuentro en el Ruskin College, Oxford, con motivo del cincuenta aniversario de la Revolución rusa. Decidió hablar extensamente sobre Vietnam, situando el conflicto en el contexto del imperialismo y la resistencia, y su voz maravillosamente sonora me pareció tan cautivadora como su porte y aspecto llamativos. Se hacía mayor, pero el nimbo de pelo blanco solo acentuaba su cara de mejillas chupadas, casi de antracita. Uno había oído hablar de su legendario éxito con las mujeres (todo galante y consensuado, a diferencia de otros amos de la plataforma), pero sentí un chispazo al pensar que era un hombre que había roto con Stalin y se había asociado con Trotski públicamente y en tiempo real, que había tomado parte activa en la revolución anticolonial y había estado presente (antes de ser apresuradamente deportado) en los momentos iniciales del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos.

Otro aspecto importante de «CLR», como lo llamábamos en nuestro pequeño movimiento, era su desdeñosa oposición a cualquier fetichismo tercermundista o a cualquier négritude sin consistencia. Había estudiado de forma autodidacta la literatura clásica y consideraba el canon de la literatura inglesa algo que toda persona culta debía conocer. Sentía un amor especial por Thackeray y se decía que podía recitar capítulos de La feria de las vanidades de memoria. Ese compromiso era importante entonces, pero se haría todavía más relevante a medida que la moda de los años sesenta se volvía contra el «eurocentrismo».[29]

El tercer nombre de la dimensión esotérica histórica y cultural que tanto me fascinaba era Victor Serge. Este rebelde proletario nacido en Bélgica se había graduado en las lides políticas en Barcelona y en la dura experiencia del interior de muchas cárceles europeas (episodios que le ayudarían a escribir dos excelentes libros: El nacimiento de nuestra fuerza y Los hombres en la cárcel), en la participación directa en las convulsiones de la Primera Guerra Mundial y en la toma del poder por parte de los bolcheviques. Cuando trabajaba en la Tercera Internacional tuvo la oportunidad de ver al detalle la monstruosidad del estalinismo, en el preciso momento en que tomaba forma. Parece posible que fuera la primera persona en usar la palabra «totalitarismo»: en todo caso, fue de los primeros en comprender todo lo que el concepto implicaba. Tuvo que salir a toda prisa de la Unión Soviética, tras haber apoyado a la oposición de izquierda, y podría haber muerto en el gulag si no hubiera sido por la intercesión de algunos intelectuales europeos que no habían capitulado ante el Zar Rojo. La policía secreta le confiscó todos sus papeles en la frontera; pudo reeditar sus poemas gracias a su memoria, y esa memoria prodigiosa fue también lo bastante fuerte como para permitirle producir una novela —El caso Tuláyev— que muchos buenos jueces consideran la primera y mejor representación ficcional de los procesos espectáculo y el gran terror. Serge acabó en México, como otros supervivientes a lo que los luxemburguistas y los trotskistas llamaban «la medianoche en el siglo» —el funesto momento de colusión entre Stalin y Hitler—, y murió allí, pero no antes de escribir una de las mejores autobiografías del siglo: Memorias de un revolucionario. Casualmente, cuando lo conocí, Peter Sedgwick acababa de editar y prologar una estupenda edición del libro para Oxford University Press. El director de mi colegio, Alan Barker, había publicado una historia sintética de la guerra de Secesión, y mi profesor de inglés, Colin Wilcockson, había editado a Langland y Piers Plowman, y en mi incipiente bibliofilia poseía ejemplares firmados de esos volúmenes, pero hasta entonces nunca había tenido un amigo que en tantos sentidos fuera un verdadero autor y crítico, y de los libros que he perdido en las mudanzas y avatares de mi vida el que más lamento haber extraviado es el que me dio Peter Sedgwick. Pero no olvidaré la dedicatoria. «Para Chris —decía—, con amistad y fraternidad».

Esa fue mi introducción oficial a las maneras y los tratamientos de camaradería de la izquierda, pero también presentaba un problema que no me gustaba especialmente «plantear» —como decíamos invariablemente al presentar una objeción. El incómodo hecho era: sencillamente, no soportaba que me llamaran Chris.