Cambridge

Como mi madre había decidido que era impensable enviar a su sensible Christopher a Tonbridge, hubo que trabajar rápidamente para recolocarme en la lucha —el único propósito y objetivo de esos cinco años en Mount House— por convertirme en un verdadero chico de colegio privado. El señor Wortham se mostró hábil en el manejo de los hilos. Con bastante rapidez se decidió que solicitara una plaza en The Leys School, en Cambridge. El ambiente era más intelectual y el director, Alan Barker, era amigo del señor Wortham. Como era un solicitante «tardío», haría el mismo examen —el de «ingreso común» que ha sido el destino de los chicos de la escuela primaria inglesa desde que existen los registros—, pero tendría que alcanzar una nota que cualificara para una beca. Lo logré sin demasiado esfuerzo. Durante muchos días guardé el telegrama (ay, aquellos días del telegrama) que recibieron mis orgullosos padres: «ADMITIDO EN LEYS ENHORABUENA WORTHAM». Eso también me permitió «puntuar» un poco por encima de mis compañeros de juegos de trece años. Los colegios públicos ingleses tienen nombres como Radley, Repton, Charterhouse, Sherborne y Stowe (por no mencionar Eton y Harrow, a los que sabíamos que no podíamos aspirar), y era normal discutir los méritos relativos de esos destinos tan conscientes del estatus. «Ja, Pugh va a Sedbergh, esa vieja cárcel mohosa». «Ah, sí, y vas a Sherborne, que está lleno de esnobs». Cuando llegaba mi turno, decía portentosamente: «Voy a Cambridge». Eso les cerraba el pico. Aquellos cabroncetes sabían lo que era Cambridge. Pero no se les ocurría nada sarcástico que decir.

Era un farol, por supuesto, pero me gustaba cómo pintaban las cosas. Mi nuevo colegio estaba en la ciudad, y además en la antigua ciudad de Cambridge, en vez de algún monte maldito donde te podían infligir largas y fangosas «carreras» campo a través, y donde incluso la aldea maníaco-depresiva más cercana estaba a muchos estadios o verstas o kilómetros de distancia. La mayoría de los colegios privados ingleses están vinculados al absurdo nacional de la confesión anglicana, o la «Iglesia de Inglaterra» (como si pudiera haber una versión del cristianismo específicamente vinculada a un grupo de islas septentrionales), mientras que The Leys era metodista, lo que la colocaba en la tradición discrepante o no conformista, fundada por el maníaco y demagogo John Wesley, pero aun así mejor que la afianza entre una iglesia estatal, la monarquía, las fuerzas armadas y el Partido Conservador. Muchos de los profesores y maestros daban clases a tiempo parcial en la universidad. A los catorce años, quedé liberado de la vida rural y provinciana y de una primera infancia obligatoria, vestido por fin con pantalones largos y con permiso para ver las grandes librerías y patios que abastecieron a Chaucer, Milton y Newton (y Cromwell).

Para mucha gente, la dicotomía Oxford-Cambridge es una disyunción exclusiva, como Jack Sprat y su mujer, Harvard y Yale, Ejército de Tierra y Marina. En el pasado, los plebeyos londinenses que no habían ido a ninguna de las dos universidades se enzarzaban en ruidosas disputas públicas todos los años para defender su «ocho» favorito en la carrera anual de remo entre Oxford y Cambridge, que va desde Putney a Mortlake: uno de los grandes acontecimientos «¿a quién le importa?» de cualquier época. Para mí, los parecidos son mucho más grandes que las distinciones. Ambas ciudades muestran la falta de originalidad de los ingleses a la hora de poner nombres: había un vado (ford) para que los bueyes (oxen) pudieran atravesar el Támesis y había un lugar por el que se podía tender un puente (brigde) para cruzar el río Cam. Las dos tienen colleges en vez de una universidad. A las dos les llevó mucho tiempo reconocer la existencia del ferrocarril, de modo que la estación está demasiado lejos del centro. Algunos dicen que Cambridge es más austera y Oxford más decadente y lujuriosa, pero ¿acaso podría el mismo All Souls ser más exótico, lánguido y exclusivo que el Apostles’ Club o los patios de Kings y Trinity, vivero de plantas maduras y hermosas como E. M. Forster y John Maynard Keynes y camarilla de traidores estalinistas como Kim Philby y Anthony Blunt? «Al menos Oxford espía para nosotros —me dijo en cierta ocasión un corpulento académico—, mientras que al parecer Cambridge prefiere espiar para el otro bando».

Se decía que Cambridge era mejor en «ciencias»; el engañoso término «científico», a diferencia del término superior «filósofo natural», no se acuñó hasta la década de 1830. Muy bien, al menos era cierto que Isaac Newton trabajó allí (sus frenéticos experimentos en la engañosa alquimia incendiaron su habitación más de una vez) y que Charles Darwin ocupó los mismos aposentos que William Paley, autor de Teología natural y supremo bardo del quijotesco argumento «del diseño». Más intrigante para nosotros y para mis contemporáneos, que aspirábamos a ser infatigablemente modernos a principios de la década de 1960, era la oportunidad de pasar ante los laboratorios Cavendish y ver dónde se había dividido el átomo por primera vez, o pasar ante el pub The Edge, donde Crick y Watson entraron con exagerada despreocupación durante un almuerzo para anunciar que con la doble hélice habían revelado «el secreto de la existencia».

Mi encuentro con todo este conocimiento liberador y el inquisitivo ambiente casi termina antes de haber empezado. En mi primer trimestre, como siempre se dice, el presidente Kennedy estuvo al borde de empezar una guerra a causa de Cuba. Nunca olvidaré dónde estaba y qué estaba haciendo el día en que estuvo a punto de matarme. (En la banda de un campo, obligado a ver un partido de rugby, oí que unos chicos debatían las probabilidades de nuestra aniquilación). Al cierre de la emisión de la BBC de esa noche, Richard Dimbleby conminó a todos los padres a actuar con normalidad y enviar a sus hijos a la escuela por la mañana. Eso no nos afectaba a nosotros, los internos que ya estábamos en el colegio. Quedamos libres de preguntarnos cómo el mundo adulto podía estar dispuesto a jugar consigo mismo y con la vida de las generaciones siguientes —y anteriores— por una sórdida riña en una república bananera. Entonces no lo habría dicho así, pero recuerdo que sentí un asco furibundo ante la idea de ser sacrificado en una disputa de Estados Unidos, que en buena medida parecía provocada por Kennedy.

He cambiado de opinión en algunas cosas de entonces, y también en casi todo lo que tiene que ver con Cuba, pero la idea de que deberíamos estar agradecidos por que nos salvara, y de que tengamos que verter nuestra gratitud sobre el supuesto Galahad de Camelot por la amable indulgencia que mostró al optar por no cometer genocidio y suicidio, parecía un poco espeluznante. Cuando Kennedy fue asesinado el año siguiente, me sabía algo apartado del supuesto trauma generacional, ya que no notaba una sensación particular de pérdida ante el fallecimiento de ese narcisista amante del riesgo. Si sentí alguna emoción, fue una leve sensación de alivio.

Si la política podía colarse en mi vida de una forma tan escalofriante y feroz, más valía que aprendiera algo sobre ella. En Mount House había disfrutado en la clase sobre «temas de actualidad» y había participado en algunos debates, obligándome a hablar en público porque había empezado a tartamudear. Quién sabe en qué parte de mi psique se originó eso (mi madre también me dijo que tartamudeé un poco cuando nació mi hermano: sin duda, otra cínica llamada de atención), pero, desde luego, las burlas lo empeoraban, y una vez cometí el enorme error de intentar decir el nombre de la estación a la que iría al final del trimestre —Chichester— ante un grupo numeroso. El babeante ruido resultante —Chi-Chi-Chi-Chi-Chichester— me persiguió un tiempo. De todos modos, lo que mejor recuerdo es que estaba en contra del intento conservador de prohibir la inmigración de gente «de color» de las Antillas.[17]

Dos aspectos de The Leys se combinaron para cambiar no solo lo que pensaba sino —siempre mucho más importante— cómo pensaba. La primera presión tenía una carga negativa: sabía muy bien que tenía mucha suerte por estar en ese colegio y por tener padres que querían sacrificarse para que fuera allí. Me ofendía, de forma casi estética, descubrir que la mayoría de mis compañeros consideraban que esa inmensa buena fortuna solo era lo que les correspondía por derecho. El metodismo es un comercio como cualquier otro, y la mayoría de los chicos eran hijos de notorios hombres de negocios de Lancashire y Yorkshire, que juzgaban totalmente natural que sus hijos no asistieran a una escuela donde tuvieran que relacionarse con los hijos de sus empleados. Descubrí que sentía un inmenso desagrado por esa mentalidad y por el modo en que se expresaba.

En el lado bueno, The Leys estaba en Cambridge y, si tu padre era profesor universitario, podías ser «externo»: en otras palabras, ibas al colegio por la mañana y por la noche volvías a casa. Eso significaba que había algo de levadura en el grumo, y muchas vidas en el mundo exterior. Había chicos que llevaban nombres como Huxley y Keynes y pertenecían de verdad a esas familias ilustres, y estaba el hijo de un Premio Nobel judío llamado Perutz. Conforme se acercaban las elecciones generales de 1964 aparecieron pegatinas a favor del Partido Laborista en algunos de los coches de nuestros profesores. Y ahí estaba otra de las muchas paradojas del metodismo, su identificación histórica con la clase trabajadora. Ha sido exagerada y a veces distorsionada —el historiador Élie Halévy mantuvo un memorable debate con Eric Hobsbawm acerca de si era el metodismo lo que había apaciguado la revolución entre las clases bajas durante el siglo XIX—, pero en la práctica significaba que algunos de los predicadores que venían el domingo eran sacerdotes sucios de duras parroquias de clase trabajadora, lo que nos daba una idea de cómo vivía la otra mitad (en realidad mucho más). Donald Soper, el metodista más famoso del país, era un socialista confeso y tenía una columna en Tribune, el semanario de George Orwell. Causó sensación cuando vino a darnos una charla. El otro semanario izquierdista del país, el New Statesman, estaba en la biblioteca, junto a un ejemplar cuidadosamente expuesto del panfleto donde la Sociedad Fabiana reclamaba la abolición del sistema de los colegios privados. El gran J. G. Ballard, que tuvo la experiencia inversa a Ian Watt, porque los japoneses lo internaron en un campo (El Imperio del Sol) cuando era niño, antes de que lo enviasen a la misma casa en el mismo internado que a mí, dijo en broma que la comida de The Leys era peor que la del campo Lunghua de Shanghai, pero más tarde admitió que le había sorprendido agradablemente lo poco que se torturaba en comparación.

Un incidente me mostró con elegancia la dualidad en la vida y la mente de The Leys. En una fría sala de recreo me acorraló un aspirante a abusón llamado E. A. M. Smith, un chico descerebrado y cruel que tendría un año más que yo. Ese chico, un necio puro y duro, destacaba en los juegos y era miembro de una secta cristiana chalada y excéntrica llamada Glanton Brethren, que, según su mente trastornada, constituía un grupo selecto entre los elegidos de dios. «Hitchens está siendo cargante —dijo usando la terminología de la escuela para la gente que hablaba demasiado—. La cura es una paliza». No estaba completamente seguro de que no pudiera llevar a cabo su amenaza, y la incertidumbre debió de ser evidente en mis rasgos porque de repente se coló una voz: «Oh, por favor, no te preocupes por Smith». La sonrisa del imbécil empezó desvanecerse y los pocos que se habrían puesto de su lado perdieron de inmediato todo interés.[18] Mi salvador era un chico alto y delgado con cierto carisma. ¿Quién era ese tipo que podía hacer que un matón musculoso se estremeciera? Su nombre era Michael Prest. Estaba en la «casa» contigua, pero era externo porque su padre era profesor de económicas en Jesús College. Lo reconocí sin saber su nombre porque cada mañana en la capilla, mientras todos nos inclinábamos cuando nos llamaban a rezar, permanecía sentado, sin inclinarse. Los delegados y los profesores no podían hacer nada para remediarlo. Yo admiraba su posición sin emularla. En unos días me había hecho un amigo nuevo e íntimo, y una mañana, mientras todos menos Michael se inclinaban perezosamente sobre los bancos, respiré hondo y seguí erguido. Durante un momento me sentí muy solo, pero pronto dejó de importar. Empecé a llevar libros para leer durante los sermones y las oraciones, con objeto de mejorar la hora radiante. Recuerdo que La religión en el origen del capitalismo de R. H. Tawney fue una temprana elección.

Una vez invitaron al lexicógrafo Wilfred Funk a que dijera cuál era a su juicio la palabra más hermosa del idioma inglés y escogió mange, «sarna». Si me preguntaran, diría sin duda la palabra library, «biblioteca». Leys no solo tenía una estupenda biblioteca propia, sino que mi casa —«Norte B» (las otras casas, avergonzadas por la magnificencia de Hogwarts, llevaban los nombres poco imaginativos de «Norte A», «Este», «Oeste» y «Colegio»)— también tenía una versión en miniatura. De ese almacén tomé prestado una noche un libro decisivo llamado Hanged by the Neck, en una edición en rústica de Penguin, publicada para participar en el creciente debate nacional sobre la pena de muerte. Tenía dos autores: uno era Arthur Koestler y el otro era C. H. Rolph. Este último era el reportero que cubría los crímenes en el New Statesman: el nombre ocultaba la identidad de un inspector de la policía de Londres, Bill Hewitt, al que conocería más tarde. Entre los dos, demolían los argumentos a favor de la pena capital y daban algunos ejemplos espeluznantes de fríos y odiosos errores judiciales. El libro tuvo dos efectos sobre mí: me hizo profundizar en la por entonces agitada discusión sobre la histórica institución británica de la horca, que culminó con su abolición en 1967, y me decidió a leer todo lo que hubiera escrito Arthur Koestler. Pronto estaba leyendo El cero y el infinito en lo que parecía (y probablemente era) la tercera vez en un mes.

En otras palabras, las cosas se aceleraban. Estaba en una ciudad sofisticada con una mina de cultura. (Una noche me descubrí sentado en la capilla del King’s College, escuchando a Yehudi Menuhin, frente a un Rubens recientemente adquirido, La Adoración de los Magos. Recuerdo que pensé que casi era una mezcla demasiado poderosa para un chico de la Marina). Aunque The Leys favorecía las ciencias por encima de las letras —sus exalumnos tendían a ser «silenciosamente eminentes», según la expresión un tanto demoledora de un artículo periodístico—, podíamos jactarnos de haber dado figuras como James Hilton («el señor Chips» estaba basado en un veterano maestro de la escuela llamado W H. Balgarnie),[19] Malcolm Lowry y J. G. Ballard. Fui demasiado omnívoro en mis lecturas, intenté con demasiada vehemencia dominar nuevas palabras y conceptos y dejar que aparecieran en la conversación o la discusión, a veces con alarmantes resultados. Me gané una reputación de pseudointelectual entre los deportistas (y quizá, para ser justo, no solo entre ellos). Recuerdo dos diagnósticos de esa época. El primero, de algún consejero de la escuela con inclinación hacia la psicología, me premiaba con un «complejo de la cueva de Aladino». Eso era en cierto modo halagador, puesto que sugería que tenía un embarras de choix. Pero también sugería que era demasiado frágil como para elegir entre tantos caprichos posibles. El segundo veredicto, más abrupto, vino del profesor de que estaba a cargo en la residencia, un hombre bastante cordial aunque desengañado. En el curso de varias arengas sobre mi carácter, me informó de que corría peligro de «convertirme en un panfletista». Fue uno de esos momentos que, en el mismo instante en que ocurren, sabes que permanecerán para siempre en tu memoria. ¡Por fin tenía una palabra! Y una palabra que le habían aplicado a Defoe, además.

Cuando tenía unos quince años, había adquirido algunos conocimientos sobre dos mundos que tenían que ver con Cambridge, Bloomsbury y los fabianos, cuyos libros también metía en la capilla. Conocía lo suficiente como para saber que mi próxima parada debía ser Oxford, que proporcionaba la otra mitad de esa ecuación intelectual. Incluso tenía la idea clara de que en Oxford el college ideal sería Balliol, y el camino deseado estudiar filosofía, política y economía, o la famosa «PPE», por sus siglas en inglés. Me iba bastante bien en «La Lit»: La Sociedad Literaria y de Debate que llevaba uno de los profesores de clásicas más corteses. Con mi tartamudeo casi desaparecido, hice hasta un poco de interpretación y logré un pequeño éxito con el papel de Tapio en el clásico de Terence Rattigan The Browning Version. Y estaba empezando a escribir un poco.

«Sabía» desde hacía años lo que quería hacer. De hecho, en mis momentos más grandilocuentes quería afirmar que siempre había «entendido» que eso era lo que debía hacer. Pero no tenía un concepto real de la escritura como de «forma de ganarse la vida», no digamos de vivir. En la escuela primaria y en las vacaciones, había rellenado pequeños cuadernos de ejercicios con tanteos principalmente históricos, entre los que estaba una gran narración de las guerras napoleónicas que no tardé en abandonar. En The Leys había todos los años una cosa que se llamaba Premio de Ensayo Thomas, con un vale de libros y un apretón de manos del director el «día de los discursos» en verano, para que lo vieran los entusiasmados padres. Me presenté al premio en mi primer año y quedé segundo, y lo gané de un modo u otro todos los años siguientes. El único tema establecido que ahora recuerdo (porque siempre había un tema establecido y siempre era respetable y elevado) era la fea máxima de Martin Buber: «Toda vida verdadera es encuentro». (¿Cómo iba a saber que ese pío y viejo hipócrita, el autor de Yo y tú, se había trasladado después de 1948 a la casa de la que habían expulsado a la familia de mi futuro amigo Edward Said?) Cacoethia scribendi, dice Constantin Cavafís en algún sitio: «el picor de escribir». Si las banalidades de Buber podían hacerme escribir, tenía algo más que picores. El impulso ecléctico me empujó en todos los géneros de la escritura y me lancé a las parodias en verso, los relatos (por alguna razón con mucha frecuencia sobre animales) y, en un episodio especialmente lamentable que incluía paseos meditabundos, trascendentes y melancólicos junto al río que llevaba de Cambridge a Grantchester, un proyecto de un «libreto» que debía ser escrito en colaboración con un chico aficionado a la música llamado Spratling.

Todo eso podría haber acabado muy mal, con una afectación y una indulgencia dolorosísimas. Pero entonces descubrí algo que intento transmitir a mis estudiantes. En la escritura y la lectura hay un patrón oro. ¿Cómo puedes detectarlo? Lo sabrás sin problemas. Saqué la máxima nota en un trabajo sobre el maravilloso prólogo de Chaucer a Los cuentos de Canterbury (y qué afortunado fui por que me diera clase Colin Wilcockson, uno de los expertos mundiales en Langland). No pude dormir en dos noches después de leer Crimen y castigo. Pero nunca respiré la pura serenidad, como podría haber dicho simpáticamente en esa época, hasta que mi pequeña embarcación chocó con los arrecifes de, primero, Wilfred Owen y, después, George Orwell.

Puede estar bien empezar con un naufragio. Tus autores ideales deberían arrancarte de las fundaciones de tu existencia previa, en vez de guiarte sonrientes hacia un puerto amistoso y apacible. Del mismo modo que la historia que Llewellyn había contado sobre Huw Morgan había puesto patas arriba mi idea de la escala social, las palabras de Owen en «Dulce et decorum est» explotaron como una mina terrestre bajo mi concepción de la historia y el Imperio. El momento llegó en clase. Debía leer un chico muy apuesto llamado Sean Watson. Mientras se abría paso —aburrido y aburriendo— por los versos, me sentí embargado primero por una sensación de ultraje, como si alguien destrozara con un hacha un piano magnífico. ¿Cómo se podía ser tan brutal e insensible? Quería quitarle el libro de las manos y recitar el poema. Pero después descubrí que eso no era posible, porque unas lágrimas punzantes me cegaban los ojos. Todavía hoy me cuesta recitar este poema sin que se me forme un nudo en la garganta.

El tema me apasionó y me hice con una historia revisionista de la Primera Guerra Mundial, In Flanders Fields, de León Wolff, así como con Sin novedad en el frente y una novela británica sobre las trincheras y contra la guerra, titulada Covenant with Death, de John Harris, cuyo poco reconocimiento continuaría definiendo como una gran injusticia. (La acción sigue a un grupo de trabajadores de Sheffield, desde el día en que se alistan como amigos hasta el día en que sus vidas son brutalmente segadas). Leí a todos los demás poetas de la guerra, de Siegfiried Sassoon a Edmund Blunden o Robert Graves. Sentía que el lastre de mi bodega se volcaba cuando dejaba de ver «la Gran Guerra» como un episodio de valor imperecedero, celebrado cada año el 11 de noviembre con los versos patrioteros de Rupert Brooke y Lawrence Binyon, y empecé a verla como una matanza imperialista que, por culpa de unos estadistas estúpidos, había terminado tan mal que necesitó un segundo asalto todavía más horrible en 1939. Desde esa perspectiva, incluso Winston Churchill y «la mejor hora» parecían cuestionables y, si había algo que no era cuestionable para alguien que hubiera crecido en un ambiente militar británico en la década de 1950, eran Winston Churchill y «la mejor hora». Unir eso a mis lecturas socialistas y fabianas sobre otras áreas no tardó en hacerme pensar que la guerra civil española era probablemente la única guerra «justa» que había habido nunca. Y pronto estuve inmerso en Homenaje a Cataluña.

En realidad no sabía por dónde coger ese libró en aquella época, porque las batallas ideológicas de la izquierda todavía eran opacas para mí. Y, de todos modos, había llegado a Orwell siguiendo un camino infrecuente. Se esperaba que todos leyéramos Rebelión en la granja y 1984, que aparecían en el programa como parte del currículo de la guerra fría. (Aproveché la oportunidad para presumir, y comparar y contrastar Rebelión en la granja y El cero y el infinito, que nadie más en la clase había leído). Pero antes había tropezado con las novelas «sociales» de Orwell, y había devorado Que no muera la aspidistra, La hija del reverendo y Subir a por aire. En esas páginas encontré algunos especímenes de exactamente el mismo tipo de familias de clase media que conocía: la capa insegura y ansiosa de la vieja Inglaterra que luchaba por guardar las apariencias y que, como Orwell decía, no tenía «nada que perder salvo sus haches». Comprendí que la señorita Austen y el señor Dickens e incluso George Eliot habían escrito con compasión sobre la gente corriente, pero todavía no me había dado cuenta de que se podía escribir ficción sobre gente taciturna, orgullosa pero auto-compasiva como nosotros, y me impresionó profundamente la manera que tenía Orwell de imitar y «coger» el tono. Si era fiable en aspectos esenciales como esos, razonaba, también podía confiar en él en otros asuntos. Pronto seguí a Orwell hacia Wigan Pier (quizá te interese saber que James Hilton, creador de «Shangri-La» además del señor Chips, también era de Wigan) y lo acompañé mentalmente en otras expediciones a profundidades más bajas.

Mi enfoque era bastante imitativo, y empecé a escribir artículos osadamente polémicos y poemas fieramente antimilitaristas. Cuando la revista del colegio los rechazó (lo que no siempre pero sí con frecuencia bastaba para inspirar ideas rebeldes), Michael Prest, algunos espíritus afines y yo creamos una revista propia, que con neutralidad y cautela llamamos Comment para no atraer demasiada o la atención oficial, y aprendimos a manejar una imprenta manual en el sótano de uno de los edificios del colegio. ¡Panfletista manchado de tinta! ¡El mismo cielo!

Cambridge —ciudad y túnica— volvió a ayudarme. Informé a mi tutor de que no iba a vestir más el uniforme del cuerpo de cadetes del Reino Unido, con su ética de «Reina y Patria». Al principio se opuso, con el argumento habitual de que «constituiría un precedente», pero cedió ante mi argumento de que no, no lo haría, porque ninguno de los demás chicos me iba a seguir.[20] Yo ya lo sabía porque, en lugar de participar en los desfiles de armas, tenía que presentarme voluntario para la alternativa, que consistía en realizar «servicios sociales» en las callejas de la ciudad, y sabía perfectamente que mis compañeros no querían tener contacto con nada de eso. Sin embargo, como socialista incipiente, disfrutaba yendo a las casas de los pobres y ayudándoles a rellenar cuestionarios sobre sus necesidades.

Entrar en la elegante Asociación de las Naciones Unidas y convertirme en el representante del colegio en las escuelas de Cambridge fue un movimiento hábil (y fácil, puesto que nadie más quería el puesto). Significaba que podía asistir a encuentros con delegados de otras pequeñas academias, lo que a su vez significaba la oportunidad de conocer a chicas de Perse School, famosa por su actividad intelectual. Allí tuve la enorme fortuna de encontrarme con Janet Montefiore, una chica sobrecogedoramente brillante que se convertiría en ilustre profesora de literatura. Me invitó a una lectura del poeta Edmund Blunden y me quedé casi paralizado de la emoción, tras estrechar la mano de un contemporáneo de Wilfred Owen. Hizo cosas mejores. Su padre, Hugh, un judío convertido al cristianismo, era el vicario de Great St. Mary’s, la iglesia de la universidad, y dirigía un famoso programa de conferenciantes de fuera. Una noche, después de que Jane me invitara, me senté en un banco —parecía un buen uso para una iglesia— para escuchar cómo leía sus poemas W H. Auden, y de nuevo me quedé embobado ante la idea de ver a un hombre que había estado en España al mismo tiempo que Orwell. (No conocía su amarga disputa y no la habría entendido en ese momento). Uso una expresión convencional cuando digo que Auden «leía» sus poemas; en realidad los recitaba con gran aplomo y recuerdo que, mucho después de convertirse en obispo, Hugh comentó que le había asombrado que Auden hubiera bebido mucho en la cena y aun así hubiese podido ofrecer un excelente espectáculo en directo. También recuerdo con claridad que Auden decía que había alcanzado una etapa en la que su cara curtida y surcada de arrugas parecía «una tarta de boda abandonada bajo la lluvia». (Fue antes de que se editara la horrible canción «Mac Arthur Park»).

Así que esa era otra versión de la juventud condenada y de la belleza antaño epicena y ahora pasada. Quizá este sea el momento de hacer mi propia confesión. Nos enseñaban la poesía de Owen y Auden en el colegio, y se nos permitía meditar sobre la obsesión de Owen con soldados heridos y ensangrentados, así como sobre la astuta manera que tenía Auden de comenzar: «Deja tu cabeza dormida, mi amor / humana sobre mi brazo infiel». El maestro que me lo enseñó fue lo bastante diestro como para señalar que las palabras podían cambiarse de orden: «infiel en mi brazo humano», y lo suficientemente ambidiestro como para instruirnos en las sutilezas de Catulo y su «Vivamus mea Lesbia», pero no creo que ningún docente fuera lo bastante flemático como para dar la noticia de que los dos grandes poetas ingleses de las dos generaciones precedentes habían sido tan homosexuales. Lytton Strachey resumió muy hábilmente el dilema del invernadero del internado:

¡Raro destino el de los chicos guapos!

Quienes osan probar las alegrías

que encantaban a las mentes clásicas

reciben palos en blancos traseros.

Pero si no saben repetir bien

los versos que cuentan esos amores

tengo que confesar que es muy extraño:

su trasero recibe el mismo palo.

Había dos formas en las que el más caliente de los temas podía «surgir» en una escuela masculina con duchas comunes, dormitorios comunes, lavabos comunes y la amenaza constante de un azote oficial en las nalgas. El primero era inequívocamente físico. La mayoría de los chicos deciden bastante pronto que, puesto que sus penes no les conceden el menor descanso, ellos devolverán el favor privándoles del menor respiro. La noche estaba llena de los alardes y los gemidos que producía ese combate singular infinito, y bastante igualado, entre los chavales y sus pollas. Incluso al joven más aburrido se le podía ocurrir a veces que la masturbación era un desperdicio y que sería mejor disfrutar en compañía. Algunos eran exigentes con respecto a la compañía, y otros menos, pero recuerdo a muy pocos chicos que se abstuvieran (o, por decirlo de manera más cruel, que fueran tan poco atractivos como para quedar al margen) de esta compensación al infierno general de la adolescencia masculina. Era bastante posible organizar una sesión vigorosa de socorro mutuo sin pronunciar una palabra o sin que hubiera contacto visual.

Es muy importante entender que el noventa por ciento de esos entusiastas participantes te habrían dado un puñetazo en la garganta si hubieras sugerido que había algo homosexual (o «raro») en lo que estaban haciendo. (Cuando leí la distinción que establece Gore Vidal entre personas homosexuales y actos homosexuales, la entendí inmediatamente). La excusa implícita era que uno lo hacía hasta que las chicas de momento inalcanzables estaban disponibles. Y había una etiqueta que respetar: a un chico le podía «gustar» otro mucho más joven, pero cualquier iniciativa por su parte recibiría una fuerte condena. (En otras palabras, no podías tratar a un chico como a una chica). Sin embargo, la palabra «gustar» traiciona el juego. En una minoría de «casos» —otra palabra para ello, a menudo representada por el signo = entre dos nombres escritos en forma de grafiti— las cosas eran infinitamente más serias, así como más ridículas, porque de entre todas las cosas absurdas parecían involucrar emociones. Las rutinas del día, desde un atisbo robado en la capilla por la mañana a una larga mirada en el patio interior, mientras las campanas anunciaban el «apagado de luces», podían quedar totalmente eclipsadas por su «presencia». Un episodio de ese tipo estuvo a punto de arruinarme la vida, o eso pensaba o creía en aquella época.

Tenía una ventaja y una desventaja en ese permanente drama sexual monástico, y el problema era que la ventaja y la desventaja eran la misma. Me desarrollé tarde físicamente, era bastante femenino antes de la pubertad y después, si se me permite decirlo, no demasiado mal parecido cuando lo masculino, por decirlo así, «llegó». Eso significa que no me faltaban compañeros en el cotidiano (bueno, tampoco era cosa de todos los días) asunto del mero alivio físico. Pero también significaba que podía convertirme en receptor de la atención de hombres mayores, una atención que a veces podía ser muy repentina y bastante aterradora. Quizá eso me hiciera especialmente vulnerable a la fantasía del idilio «romántico».

La esposa feminista y socialista del señor Chips lo había explicado de manera sensata al decir que la desaprobación oficial de la homosexualidad en los colegios públicos equivalía a condenar a un chico por estar allí. Tenía bastante razón acerca del aspecto físico. Soy consciente de que me arriesgo a caer en el absurdo si ofrezco, como oposición, lo espiritual o lo trascendente, pero fue realmente mi primer contacto con el amor y el sexo, y ayudó a enseñarme con más nitidez que nada que la religión era cruel y estúpida. A uno se le podía castigar por su propia naturaleza: «Creado enfermo: compelido a estar sano». Los detalles no son muy importantes, pero hasta este momento he dudado de si sería capaz de escribirlo. «Él» tenía el pelo rubio rojizo, las piernas levemente arqueadas, con una sonrisa malvada que parecía prometer inocencia y experiencia. Estaba en otra «casa». Tenía mi edad. Era bastante de derechas (algo que rápidamente decidí perdonar), pero también «un rebelde» en el sentido de que era un caballero elitista. Su familia tenía alguna relación con el sospechoso Simón Raven, cuyas novelas, protagonizadas por «Fielding Gray», sobre enamoramientos de escolares y posteriores versiones de la decadencia, proporcionaron, o al menos me proporcionaron, una antesala barata a las series más elevadas de Anthony Powell. Ese chico maravilloso era más cortés que yo y mucho más sagaz, aunque algo peor estudiante. Se llamaba Guy, y todavía me estremezco un poco cuando conozco a alguien que se llama así —incluso en América, donde en cierto modo todos los chicos se llaman así.[21]

¿Se intercambiaron poemas? ¿Hubo besos incandescentes y robados? ¿Suspirábamos a veces por que terminaran las vacaciones, de forma que (a diferencia de todos los demás) anhelábamos volver a la escuela? Sí, sí y sí. ¿Nos acostamos? Bueno, querido lector, la respuesta verdadera es «no». El abrazo apasionado pero casto era exactamente lo que nos separaba de las lúgubres, turgentes y calenturientas manipulaciones en las que participaba el rebaño común —sin excluirnos a nosotros, en nuestros momentos más bajos y con seres inferiores—. No negaré que hubo alguna caricia. No obstante, cuando nos pillaron debió de tener mala pinta, porque por fin habíamos conseguido —y no era un logro pequeño, en un lugar en el que cualquier intimidad era casi ilegal— encontrar un sitio en el que estar solos. El chico mayor que hizo el descubrimiento era un deportócrata con el improbable nombre de Peter Raper:[22] había fijado su abultado ojo en mi Guy desde hacía un tiempo y era su venganza.

La «cosa» normal habría sido una deshonra pública seguida de una expulsión. Pero las «cosas» fueron más crueles y arbitrarias, y también menos. Varios de mis profesores convencieron al director de que yo tenía buenas perspectivas de aprobar el examen de ingreso en Oxford: una estadística de la que el colegio se enorgullecía (y con la que se vendía). Lo mismo podría decirse de Guy, aunque al final él no lo consiguió. Por tanto, tras haber sido fríamente expuestos a la vergüenza pública, se nos permitió «quedarnos», pero nos prohibieron hablar el uno con el otro. En aquella época se me ocurrió la idea vaga pero bastante inquietante de que eso podría matarme. Sin embargo, había algo tan estúpido, y tan intrincado, en el sadismo oficial que conseguí sobreponerme a la mayoría de sus efectos. (Después de todo, esto ocurría en un momento en el que no solo toda conducta homosexual era ilegal en el resto de la sociedad, sino que todo contacto con miembros del sexo femenino era punible corporalmente según las reglas de mi colegio. No podías ganar. «Perversión», tan a menudo invocada en el púlpito y la tarima, era la palabra que empleaba personalmente para la mentalidad enferma de las autoridades). De la reacción de mis padres no recuerdo casi nada. El desdichado Comandante fue convocado y tuvimos una conversación —las caras pálidas— en un «despacho» hasta que me di cuenta de que él estaba mucho más avergonzado que yo. (Y era un hombre cuyo normal recurso al estoicismo era entonar, invariablemente: «Cosas peores pasan en grandes barcos»). Con prudencia, mi madre no dijo ni escribió nada. Al final del trimestre no volví a casa, sino que me fui a escalar al norte de Gales con un grupo de la escuela, en el que había una considerable cantidad de sexo libre y sin emociones entre las tiendas y las fogatas. Cuando finalmente volví, sin haber señalado de antemano la hora de mi llegada, tuve suerte al encontrar a mi madre sola en la cocina. Se levantó y me saludó como si me esperase para una de esas fiestas tensas y glamóurosas que siempre planeaba y nunca llegó a celebrar.

Al mirar hacia atrás, vuelvo a tener la sensación de que todo le sucedió a otra persona. Y, sin embargo, puedo estar seguro de que era yo. Si quisiera aprovecharme de una «lección» o dos, incluso en los momentos más deprimentes y sórdidos, no podría nombrar más que un par de ellas. La primera es que, aunque en general me alegro de no ser gay, aprendí bastante pronto que la mayoría de los debates sobre este asunto son insípidos o algo peor, porque lo que se discute no es una forma de sexo, o no solo una forma de sexo, sino una forma de amor. Y como tal, exige respeto. Después, creo que la experiencia de haber sido objeto de atención homosexual y celos predatorios —esto me siguió ocurriendo casi hasta dejar la universidad— me dio cierta empatía con las mujeres. Con eso quiero decir que sé lo que significa ser el receptor de acercamientos no deseados e incluso coercitivos, o de que te aborden subrepticiamente bajo el disfraz de la amistad. (Una vez me asaltó un camionero cuando hacía autoestop: tuve bastante suerte de escapar ileso, y nunca he podido soportar esas excusas sobre cómo las víctimas de esos ataques los «provocan» de alguna manera). Siempre he dado por sentado que las recomendaciones moralizantes sobre el sexo de figuras públicas son una señal de hipocresía o algo peor, y normalmente de un deseo de practicar el acto que se condena.[23]

Retrospectivamente, comprendo que esa fue mi primera introducción a un conflicto que domina todas nuestras vidas: el infinito e irreconciliable conflicto entre los valores de Atenas y Jerusalén. Por una parte, y aproximadamente, está el mundo no del hedonismo, sino de la tolerancia ante la apreciación de que el amor y el sexo tienen dimensiones irónicas y perversas. Por otra, la pétrea exigencia de contención, sacrificio y conformidad, y la concepción de castigos cada vez más crueles contra la desviación, invocados como si ese fanatismo no mostrara todas sus cartas. La represión es el principal problema. Así, incluso al precio de un intenso dolor momentáneo, supongo que más me valía aprenderlo pronto que tarde.[24]

En el otoño de 1964, Michael Prest y yo llevamos la campaña laborista en el simulacro escolar de las elecciones generales. Ningún chico de The Leys recordaba otro gobierno que el de los conservadores, que habían estado en el poder, con cuatro primeros ministros sucesivos, desde la victoria de sir Winston Churchill en 1951. Pero la aparente grandeza se había convertido en farsa a medida que el caso Profumo, sumado a un número infinito de escándalos, desde la obtención de misiles a la enorme inflación en los suburbios de Londres, había hecho que el término establishment (una palabra recientemente acuñada por mi futuro amigo Henry Fairlie) se convirtiera en un símbolo de «la peste». Atrevidos, Michael y yo fuimos al centro y nos dirigimos a la sede laborista. Nos hicimos con unos folletos que distribuir y algunos carteles para clavarlos a los árboles de la escuela. Invitamos a un miembro del Partido Laborista en el ayuntamiento —recuerdo que se llamaba Alderman Ramsbottom—[25] para que viniera a hablar a la hora de comer a la cafetería o «quiosco». Temía que los gamberros y los esnobs se rieran de su nombre, y lo hicieron. Pero no durante mucho tiempo. Con gran paciencia resumió los logros de anteriores administraciones socialistas y luego preguntó a los chicos si se les ocurría algo que los conservadores hubieran hecho últimamente y pudiera igualar la creación de la Seguridad Social o la «concesión» de la independencia de la India. Grité satíricamente: «¡Suez!».

Por supuesto, ese día los tories obtuvieron fácilmente una mayoría de votos en el colegio, incluso una mayoría absoluta, y vi que mi escaso total disminuía a causa de un comunista efectivo, popular y carismático llamado Bevis Sale. Aun así, los tories perdieron en el país. Y tengo que señalar que el propio establishment escolar se comprometió con el juego limpio. El diputado conservador local, sir Hamilton Kerr, vino a responder a mi plebeyo Ramsbottom y quedó como un soso y un inútil. («Mariconcillo pedante», oí que decía claramente mi tutor escocés). Una figura todavía más grotesca llamada sir Percy Rugg, que había ido al colegio y era el líder conservador en el ayuntamiento de Londres, vino a comer después de misa un domingo, y la mujer del director se encargó de que yo, como alumno portavoz de la oposición, fuera invitado al almuerzo. El propio director, que respondía al nombre bastante apropiado de Alan Barker,[26] era concejal independiente en Cambridge —era demasiado de derechas para los conservadores— y su mujer Jean se ha convertido en un tesoro familiar en las formas carnosas y rosadas de lady Trumpington.

Así que de nuevo creo que me beneficié de mi colegio privado más que muchos chicos que lo veían como algo natural. Llegó un día en el que el reaccionario y melifluo Barker me llamó a su biblioteca y me entregó 1) un ejemplar de Victorianos eminentes de Lytton Strachey, y 2) un ejemplar del Manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels. Pasó a instruirme en la mecánica elemental del materialismo dialéctico. Estoy seguro de que su intención era vacunarme (se empleó, sin duda, la expresión «tremendamente erróneo»), pero del mismo modo que Arthur Koestler había dado muchas buenas frases a su astuto y brutal interrogador Gletkin en El cero y el infinito, la dialéctica tomó vida propia en mi mente agitada. Desde luego, el viejo Barker demostró cierta amplitud de miras al darme una obra que destruía reputaciones victorianas y había escrito una notoria reinona del socialismo fabiano. Y, con Marx y Engels, me di cuenta de que estaba leyendo un soberbio homenaje a las propiedades y cualidades revolucionarias, pero no solo de la clase trabajadora, sino del capitalismo.

Antes de que pasara mucho tiempo, me había quitado la corbata obligatoria que nos hacía fácilmente identificables en las calles de la ciudad y me sumaba a los alumnos en las clases de la facultad de historia. Oí a Herbert Butterfield de Peterhouse, un famoso metodista y crítico de la interpretación whig de la historia, hablar sobre Maquiavelo. Fui a la conferencia inaugural de Walter Ullman sobre estados teocráticos. Era posible, en una ciudad con muchos taberneros dispuestos a hacer la vista gorda, compartir copas y debates con la gente. Aunque era poco más que un escolar, estaba decidido a ser algo relativamente nuevo: un «estudiante».

Otro zumbido, que venía del pequeño escenario del colegio, había empezado a llegarme, a veces a través de un transistor. Una tarde, en la Sociedad Poética, un chico llamado Mainwaring interrumpió nuestra reposada conversación para lanzar un nuevo nombre que al principio registré mentalmente como Bob Dillon. Pronto estuve bastante enganchado con lo que Philip Larkin llamaba la «voz que grazna y se burla» de Dylan, y casi sentía que las palabras de «Masters of War» y «Hard Rain», que parecían encapsular cómo me había sentido acerca de la cuestión cubana, se dirigían a mí personalmente. Después estaban las estrofas amorosas y menos graznadoras de «Mr. Tambourine Man», «She Belongs to Me» y «Baby Blue»… Desde entonces he tenido toda clase de diferencias con el profesor Christopher Ricks, pero tiene razón y siempre la ha tenido al mantener que Dylan es uno de los poetas esenciales de nuestro tiempo, y parecía apropiado encontrarlo en compañía de Shelley, Milton y Lowell, y no en una de las tiendas de discos que empezaban a brotar junto a las cafeterías de la ciudad.

Un nombre más exótico flotaba por el éter y hacia mi cabeza: Vietnam. No llegaba cargado de miedo como la palabra «Cuba»; llegaba, más bien, como sumario y combinación de todo lo que uno había aprendido alguna vez, desde Goya a Wilfred Owen, sobre los horrores de la guerra. Había algo profunda y terriblemente conmovedor en las posibilidades y proporciones del asunto. Parecía que una superpotencia militar-industrial se valía de aterradores bombardeos aéreos de acero, explosivos y productos químicos para someter a una desafiante sociedad agraria. Había esperado que el nuevo gobierno laborista retirase el apoyo británico a esa guerra repugnante (y al presidente de Estados Unidos —asombrosamente basto y con aire de secuaz— que la dirigía) y, cuando esa expectativa se vio decepcionada, empecé, como muchos, muchos de mis contemporáneos, a sentir una furibunda desilusión con respecto a la política «convencional». Quizá pienses que era un poco joven para ser tan cínico y sentirme tan superior. Mi respuesta es que deberías haber estado en el puñetero sitio, y haberlo sentido tú mismo. ¿El estudio de la literatura y la historia me había domesticado para que desperdiciara y traicionara mi juventud, y mirase boquiabierto el espectáculo de una atrocidad indisimulada, como si mi obligación fuera observarlo tranquilamente? Espero no perder nunca la posibilidad de acceder a la indignación que sentí entonces. En la Pascua de 1966 mi hermano y yo nos sumamos a la manifestación anual del «ejército público del bien»: el peregrinaje anual de pacifistas, anarquistas y la morralla roja que iba desde la fábrica de armas nucleares en Aldermaston hacia el centro tradicional de las protestas radicales en Trafalgar Square. Llevaba el símbolo universal de la paz y prendía en mi solapa el logotipo con la cruz rota o el implorante brazo extendido. También había leído el llamamiento de Bertrand Russell, donde el filósofo recomendaba olvidar el insípido eslogan sobre la «paz» y ponerse al lado del Vietcong. Empecé a participar en las acaloradas discusiones que se hallaban en estado latente en ambas posiciones. Cantando a la gente en Trafalgar Square, junto a varios lloricas folclóricos como Julie Félix, estaba el dinámico y sexy Paul Jones de Manffed Mann. En los límites de la manifestación patrullaban las figuras de uniforme azul que yo había aprendido a ver como amigos y protectores. Recibir la primera patada de un policía es a menudo un momento decisivo en la vida de un joven miembro de la clase media…

No debería posponer el momento de alzar el telón. En mi caso, la revelación del «telón» se pareció más a un súbito y vivido atisbo entre bastidores, pero no por eso resultó menos memorable. Estaba en el internado, apretando los dientes para hacer bien los exámenes a fin de mudar mi caparazón escolar y transformarme en un «estudiante» con todas las de la ley en Balliol. Debió de ocurrir a finales del verano de 1966, probablemente al final del trimestre, porque de lo contrario el director no habría permitido que nuestro propio grupo de «pop» escolar, que llevaba el nombre relativamente inocuo de The Saints, diera un concierto en el campo de criquet. Era una de esas tardes tibias y tranquilas del viejo Cambridge que permanecen mucho tiempo en la memoria. Los chicos y los profesores estaban de pie o sentados como si vieran un partido de criquet, los mayores en cómodos asientos en el pabellón, otros en bancos, los demás en la hierba. Tras llevarnos por un repertorio bastante domesticado y al estilo de Buddy Holly, los respetables «Saints» pasaron a una versión pasablemente potente y vibrante de «House of the Rising Sun». Los amplificadores debían de ser buenos y, como he dicho, la noche era templada y tranquila. En cualquier caso, el sonido debía de llegar bien, porque de repente, y en silencio, el campo de criquet de nuestro exclusivo colegio privado estaba tomado por una enorme masa de chicos (e incluso chicas) de la ciudad. Habían oído los acordes de rock, aunque fuera un rock suave, y conocían a Eric Burdon y The Animals, y también sabían que por entonces no había mucho que sus padres o la policía pudieran hacer con eso o con ellos. Franquearon una frontera social y geográfica que nunca habían transgredido antes, y de repente les pareció deliciosamente fácil. Sin embargo, eran educados, tranquilos y curiosos, lo que significaba que hasta mis contemporáneos más reticentes se mostraban tan amplios de miras y corteses (así como nerviosamente conscientes de hallarse sorprendidos y en inferioridad numérica) que casi daba vergüenza. Incluso hubo una leve confraternización antes de que las autoridades de la escuela vieran cómo podían ir las cosas y desenchufaran los cables que habían animado a la batería y las guitarras. Después, pero demasiado tarde, aparecieron los consabidos agentes de policía.

Como alguien que ya había usado la ciudad contra la escuela para todo tipo de propósitos públicos y privados, todavía fui bastante lento a la hora de ver lo que acababa de ocurrirle a la vieja Gran Bretaña delante de mis ojos. La primera idea que se me ocurrió derivaba de mi mitad tradicional y clásica: ¿era como el momento en que esos otros «animales» del bosque habían olvidado su naturaleza salvaje y se habían sentado tímidamente cuando Orfeo empezó a tocar la flauta? Fue un poco más tarde cuando pensé, no, idiota sentimental, lo que estabas viendo y oyendo era la inauguración de «los sesenta».