Fragmentos de una educación

Orwell, Connolly, Waugh, Betjeman, por nombrar solo a unos pocos, han descrito mordazmente las desilusiones de los días de escuela… No deseo parecer menos competente que mis contemporáneos a la hora de poner la carne de gallina a los sibaritas del recuerdo escolar sadomasoquista.

ANTHONY POWELL, Infants of the Spring

… ese estoico intervalo piel roja en el que nuestras escuelas se entrometen entre las rápidas lágrimas del niño y el hombre.

EVELYN WAUGH, Retorno a Brideshead

Ahora reivindico Stanford, California, como parte de mi propio territorio, pero era extremadamente aprensivo y me sentía un neófito cuando vi por primera vez el campus en 1987. La impresión del primer día de clase en sus grandiosos patios solo se vio aumentada por el esfuerzo de mi viejo amigo Edward Said, con quien visitaba el campus para asistir a una conferencia, por animarme a que me sintiera más cómodo. «Venga —dijo—. Vamos a tomar un cóctel con Ian Watt». Me puse un poco más nervioso ante la idea de conocer a esa figura seca, irónica y profesoral, experto mundial en Joseph Conrad y autor de The Rise of the Novel. Al saludarlo, hizo que me sintiera todavía más incómodo cuando señaló el extraordinario número de estudiantes japoneses a los que se podía ver desde su ventana. «Sé que es una tontería, pero a veces todavía hacen que me sienta raro».

Nadie era menos chovinista que Ian Watt, pero, por otra parte, era uno de los pocos supervivientes del Puente sobre el río Kwai, el Tren de Birmania, la Cárcel de Changi en Singapur y otros horrores de Hiro-Hito que todavía escribo con mayúsculas en mi cabeza. Más tarde admitió que, al detectar la reserva de otra gente que volvía a casa después de esas pesadillas de la guerra, había desarrollado una forma apotropaica de narrarlas, por así decirlo, como para difuminarlas un poco. Y me contó la siguiente historia, que reproduzco con la esperanza de captar el tono memorablemente lacónico de su voz:

Bueno, estábamos en una celda que probablemente se había construido para seis personas pero contenía a dieciséis. No había mucha comida y no nos habían dado nada de agua en bastante tiempo. El calor era absolutamente feroz. La disentería había empezado a causar víctimas, lo que resultaba ciertamente desagradable en tan poco espacio…

Además de estas molestias, oíamos que los guardias japoneses golpeaban con bastante severidad a uno de los nuestros, parecía que con la culata del rifle, en el calabozo del final del pasillo. En ese momento algo difícil, uno de mis jóvenes subalternos, que había logrado quedarse dormido, empezó a gritar, sacudirse y chillar. Gritaba: «No, no… Por favor, no… No más, por favor, no. Dios mío, por favor». Ruidos horribles como esos. Tenía que tomar una decisión rápida para evitar el pánico, así que ordené al sargento que le diera una bofetada y lo despertase. Cuando volvió en sí, se disculpó por ser pesado, pero confesó con voz entrecortada que había soñado que estaba en el colegio, en Tonbridge.

Pese a su brillante sentido del tiempo y del eufemismo, mi risa ante la anécdota fue un poco incómoda. Watt pasó a recordar una entrevista con otro experto en Asia, E. M. Forster, al que le habían preguntado, como «antiguo chico» de la escuela Tonbridge, si aceptaría escribir un artículo para la revista del colegio. «Solo —respondió el autor de Pasaje a la India— si puede ser contra los juegos obligatorios». La frase «juegos obligatorios» tuvo una resonancia inmediata para mí, y no solo me devolvió el recuerdo de heladoras canchas de fútbol y rugby, y de los regocijados sádicos que infestaban los vestuarios tras esas absurdas competiciones, sino también el sugerente verso de uno de los mejores poemas de W H. Auden («1 de septiembre de 1939»):

Y los gobernadores impotentes se despiertan

para reanudar su juego obligatorio…[11]

Auden —que fue profesor en una escuela así y alumno en otra— dijo que la experiencia le había dado una comprensión instintiva de lo que sería vivir bajo el fascismo. (También dijo, cuando el director comentó que solo «la flor y nata de la sociedad» iba a su escuela: «Sí, sé lo que quiere decir: espesos y pesados»).

Pero aquí debo decepcionarte un poco. Los tres grandes temas de las Palizas, la Intimidación y el Sexo Anal (el equivalente cadete o juvenil al tríptico naval de Winston Churchill: «Ron, Sodomía y el Látigo») me resultan suficientemente familiares a su manera, y a menudo me han interrogado —normalmente chicas— acerca de su influencia en mi formación. Fui sometido con cierta frecuencia y hasta cierto punto a las dos primeras, pero no (las cursivas son mías) al tercero. Quizá debiera añadir que nunca fui lo bastante fuerte o grande ni estuve lo bastante desesperado como para infligir cualquiera de los procedimientos anteriores a nadie más. De hecho, en los anales del trauma de los internados ingleses, apenas cuento como herido leve. Eso se debe a que, en el último momento, me libré de ir a Tonbridge.

¿Alguna vez has salido de un accidente de coche sin un rasguño, o has tenido esa otra experiencia que tan bien evocó Winston Churchill: el alivio simple y perfecto que se siente después de que te dispare alguien que ha fallado? De hecho, he vivido esas dos experiencias, pero ninguna se aproxima a mi sensación de liberación del mundo de Tonbridge. De nuevo, fue un asunto de mi madre contra mi padre. Como ninguno de los dos sabía nada de los tramos más elevados del sistema educativo, se decidió que cuando naciera se «apuntara mi nombre» para la única escuela con la que teníamos contacto, que dirigía alguien que había ido en el mismo barco de guerra que el Comandante. Parecía una forma más eficiente que azarosa de actuar. Sin embargo, y justo antes de que tuviera que hacer el examen de acceso a los trece años, mi madre consideró que merecía la pena echar un vistazo al lugar donde tendría que estar conscripto durante los siguientes cinco años de mi formación.

No estarías, querido lector, escudriñando estas páginas si hubiera sido de otro modo. Tonbridge era un sinónimo común para esas escuelas espartanas en las que el Imperio, la Iglesia, el campo de criquet, el memorial de guerra y la monarquía eran, bueno, soberanos. El chico de ojos azules, pequeño para su edad y con pestañas algo femeninas, que es indiferente a los deportes y especialmente feliz en la biblioteca es… sodomizado. Por no hablar de apaleado e intimidado. Y esto lo descubrió Yvonne, o supongo que quizá debiera decir intuyó, a primera vista.

Mis pobres padres. Durante mi infancia en Escocia me tuvieron que sacar de un colegio, que llevaba el imponente nombre de Inchkeith, cuando vieron en casa que me encogía y protegía con un brazo cada vez que un hombre adulto se acercaba a mí. La investigación mostró que el lugar era un pequeño infierno de flagelación y «abuso» (un eufemismo patético de lo que significa en realidad), así que me sacaron y me mandaron a un centro más cercano llamado Camdean. En mi primer día fui golpeado entre los ojos con un trozo de pizarra durante un intercambio de opiniones con la escuela católica que había al otro lado de la carretera, con la que nuestras duras bandas protestantes tenían algunas diferencias. Inocente del menor interés en esa disputa, la refriega me dejó sin embargo una leve cicatriz, que todavía conservo, sobre el puente de la nariz.

Durante los cinco años siguientes, trasladado hacia el sur, hacia Devon, donde me extrajeron como es debido mi acento de Fifeshire, viví una experiencia que en el pasado era corriente pero ahora se ha vuelto tan remota y oscura como viajar en un tren de vapor. De hecho, a menudo tengo dificultades para convencer a mis estudiantes posgraduados de que fui a la escuela preparatoria a los ocho años de edad, desde andenes ennegrecidos por el polvo del carbón y donde resonaba un lúgubre «whomp, whomp, woof, wooj» que venía de los pistones que empezaban a girar, mientras el «baúl» y la «fiambrera» eran cargados en un «vagón de equipaje». No solo eso, sino que llevaba pantalones cortos de pana hiciera el tiempo que hiciera, una chaqueta con el emblema del colegio los domingos, dormía en un dormitorio con las ventanas abiertas, empezaba cada día con un baño frío (seguido del recitado de los verbos irregulares del latín), devoraba unas gachas llenas de grumos para desayunar, asistía a un servicio divino obligatorio cada mañana y cada tarde, y escribía un diario en el que —con un código especial— apuntaba el número de veces en las que me dejaban solo con un hombre adulto, que quizá multiplicaba mi peso por cuatro y mi edad por cinco, y me inclinaba para que me azotasen con una vara.

Lo raro, o eso es lo que me parece ahora, es que no me pareciera raro en absoluto. Las ficciones y las caricaturas de Nigel Molesworth, de Paul Pennyfeather en Decadencia y caída, de Evelyn Waugh, e innumerables episodios del folclore literario inglés han hecho que esas manías y rituales parezcan «normales», incluso dignos de elogio. ¿Sospechábamos que nuestros profesores —por no hablar de sus marchitas compañeras femeninas o «esposas»— eran en algún sentido «raros», por no decir locas? Apenas teníamos el bagaje para expresar la idea, y, en todo caso, ¿en qué convertiría eso a nuestros padres, que pagaban —como se nos recordaba con tanta frecuencia— una cantidad enorme por nuestra privilegiada existencia? Desde luego, la palabra «privilegio» se empleaba sin restricciones. Sí, supongo que debía de ser así. Si no hubiéramos pensado que estábamos mejor que los zoquetes y los idiotas que vivían en urbanizaciones pobres e iban a escuelas dirigidas por el Estado, podríamos haber hecho más preguntas acerca de que se nos arrebatara nuestra intimidad, se nos alentara a delatarnos unos a otros, se nos enseñara a adular a la autoridad y atacar al forastero vulnerable y se nos sometiera a toda clase de reglas que no siempre era posible entender, y no digamos obedecer.

Creo que este último aspecto es el que se me quedó más grabado, y el que hizo que me estremeciera de reconocimiento cuando leí la comparación, por lo demás excesiva, que Auden estableció entre un internado inglés y un régimen totalitario. La palabra convencional para describir la tiranía es «sistemática». La verdadera esencia de una dictadura no es su regularidad, sino su imprevisibilidad y su capricho; los que viven sometidos a ella nunca pueden relajarse, ni estar seguros de si han seguido las reglas correctamente o no. (La única regla general era: todo lo que no es obligatorio está prohibido). Así, los gobernados siempre pueden estar equivocados. La habilidad de dirigir un «sistema» así se encuentra entre los mayores placeres de la autoridad arbitraria, y me considero afortunado, si esa es la palabra, por haberlo descubierto a los diez años. Más tarde descubrí el término «micromegalómano» para describir a los que son felices manteniendo la dominación absoluta sobre una pequeña esfera. Sé cuál era el germen de la idea, sin duda. «¡Hitchens, no ponga esa cara!». Pánico instantáneo. No me había dado cuenta de que estuviera «poniendo» una cara. «¡Caracrimen!». «Hitchens, preséntese inmediatamente en el despacho!». «¿Que me presente para qué, señor?». «No empeore las cosas, Hitchens, lo sabe perfectamente». Pero no lo sabía. Y luego: «Hitchens, no se trata solo de que haya decepcionado a la escuela. Se ha decepcionado a usted mismo». Farfullaba frenéticamente para mí: ¿Ahora qué? Resultó que era algún tipo de juego sexual de alcoba del que yo —aunque los idiotas que estaban a cargo no lo sabían— había sido excluido. Pero reivindicar mi inocencia habría sido, como con cualquier inquisición, una prueba de culpabilidad adicional.

También había otras manifestaciones. No había ningún lugar en el que esconderse. A veces, las puertas de los retretes no tenían pestillos. El castigo colectivo fue algo que aprendí pronto: «Mientras el infractor no confiese en público —entonaba una voz gigantesca—, los “privilegios” de todos ustedes quedan suspendidos». Había toques de queda, en los que permanecíamos frente a la mesa o en los dormitorios bajo una nube de amenazas mientras la autoridad rondaba por los pasillos en busca de crímenes y criminales no especificados. De nuevo acentúo la cuestión de la escala: los profesores eran enormes comparados con nosotros y eso emparentaba la escena con Brobdingnag. En un contraste aparente, pero en realidad como refuerzo, había largos y «alegres» períodos en los que los niños y los profesores se unían en escenas de entusiasmo obligatorio —normalmente por los éxitos de un equipo deportivo— y celebraban grandes victorias contra escuelas menores y menos importantes. Recuerdo que años después leí en un texto sobre Stalin que los miembros de su círculo íntimo se ponían especialmente nerviosos cuando estaba de «buen» humor y entendí de inmediato lo que significaba eso.

Y sin embargo no era fascismo, y los hombres y mujeres que dirigían ese extravagante microcosmos mostraban su entrega a su manera. La escuela estaba cerca de Dartmoor —el lugar de la célebremente lúgubre prisión de Decadencia y caída—, y presos fugados, demacrados y sin esperanza fueron atrapados más de una vez en los cobertizos de los campos de tenis. Sin embargo, la belleza natural de la región era asombrosa, y nuestros profesores estaban disponibles todo el día y el fin de semana, muchos de ellos mostrando su entusiasmo por los pájaros, los animales y los árboles. También nos obligaban a escuchar los siniestros cuentos de hadas del cristianismo y a veces se decía que la naturaleza ilustraba el diseño de dios, pero no puedo fingir que odiaba cantar los himnos o aprender los salmos, disfrutaba en el coro y me pareció un honor que me pidiesen que leyera los domingos desde el atril. De hecho, como quizá hayas adivinado, estaba adquiriendo una temprana instrucción en la idea de que la vida significaba mantener una doble contabilidad. Si mis padres supieran lo que realmente pasaba en la escuela, pensaba (no era el primer niño que imaginaba que mi principal tarea era proteger la inocencia paterna), se desmayarían del susto. Así que sería fuerte y los defendería de esa información. Mientras tanto, y hablando de libros, el colegio poseía su propia biblioteca y varios profesores tenían colecciones privadas, a las que uno podía acceder (no siempre sin riesgos para las inmortales almas de esos hombres) como regalo especial.

A menudo uno tiene la sensación de que le ha ocurrido a otra persona, pero estoy seguro de que no, porque también recuerdo un elemento de sadomasoquismo. Sin duda, la conciencia de ello es innata en todos nosotros, y supongo que podría argumentarse a favor de que se enseñara a los niños como parte de «educación sexual» o de las cosas de la vida, pero tenía que sentarme a primera hora en un aula gélida y oír cómo mi encanecido profesor de latín, el señor Witherington, llegaba al borde de las lágrimas cuando se apartaba del estudio de César y Tácito y nos explicaba con un horrible tono de voz cómo le habían azotado en Eastbourne School. Y esa academia brutal, pensábamos mientras retorcíamos nuestros pequeños traseros en los bancos de madera, era una de aquellas a las que debíamos aspirar. Ojalá no me hubieran introducido tan pronto a la estrecha relación entre una oscura excitación sexual y el acto de infligir —o recibir— dolor.

De nuevo viene la doble contabilidad: me escapaba a la biblioteca y me perdía en las series de aventuras de John Buchan, «Sapper», G. A. Henty y Percy Westerman, y me familiarizaba con los valores imperiales y militares que, sin que yo lo supiera, en esa Inglaterra de finales de los años cincuenta que había más allá de los límites de la escuela empezaban a estar pasados de moda. Mientras, en el otro libro de cuentas, me decía que no formaba parte de la jerarquía de la crueldad, ni como verdugo ni como víctima. Era un inútil en los deportes y no tenía el tipo de «entusiasmo» necesario para ser delegado de clase, pero por otra parte necesitaba protegerme de ser un soso, un debilucho y un saco de boxeo. A veces había algún gordo o algún raro hacia el que podía distraer la atención de la masa, pero puedo decir sinceramente que me avergonzaba esa táctica. Llegó un día en que, sin darme cuenta de forma consciente, entendí que las palabras pueden funcionar como armas. No me acuerdo de las ofensas y dolores que había sufrido, pero recuerdo con exactitud lo que dije cuando me volví hacia mi torturador en los recreos, un chico especialmente vil llamado Welchman que era un chivato y un soplón, además de la encarnación de la máxima (no siempre fiable) de que los abusones son en el fondo unos cobardes. «Eres —le dije en un tono bastante uniforme pero alto a través de mis labios partidos— un mentiroso, un abusón, un cobarde y un ladrón». Fue asombroso ver cómo ese idiota retrocedió horrorizado, con una expresión de alarma en el rostro. Estuvo bien ver que la opinión pública del recreo se volvía contra él.

Al mirar hacia atrás, el elemento masoquista me impresiona más que el factor sádico. Es relativamente fácil entender que la gente quiera ejercer poder sobre los demás, pero lo que me fascinaba era ver cómo las víctimas se confabulaban en el asunto. Los abusones adquirían un escuadrón personal de aduladores con impresionante rapidez y facilidad. Cuanto más tiránico era el profesor, más de los que vivían aterrorizados por él corrían a aplacarlo y a anticipar sus cambios de humor. Los chicos pequeños que eran poco populares o «impopulares» con la autoridad atraían rápidamente el desprecio y la irrisión de la mayoría. Todavía me estremezco al pensar en lo poco que hice para oponerme. Mi lengua se afiló sobre todo en mi defensa.

El Comandante ya no era una gran figura en mi universo, y en consecuencia las figuras paternas de la autoridad escolar ocuparon más espacio. Más tarde, Alexander Waugh, inspirado biógrafo de su padre y su abuelo, me enseñó la Carta al padre de Franz Kafka. Ese fascinante documento —que el padre de Kafka nunca leyó— no hizo que me acordara de mi progenitor, pero sé exactamente lo que se me ocurrió cuando leí el recuerdo de Kafka:

La suma de todos esos episodios en los que, según expresabas sin empacho, yo habría merecido una paliza, pero me libraba de ella por los pelos, gracias a tu clemencia, me aportaba nuevas y abundantes dosis de sentimiento de culpa. Cualquiera que fuese el ángulo escogido, yo aparecía como el culpable ante ti.[12]

Mi recuerdo de cómo sentía eso no puede ser más vivido. La gratitud por haberme librado, una vaga culpa por una ofensa que no conocía ni intuía (¡tal crimen!), un fuerte miedo a repetir una ofensa que no podía predecir ni evitar, la emoción del alivio chocando con la sensación de indignidad. Y el miedo al jefe todopoderoso, combinado con una conciencia de todas las bendiciones y los perdones que estaba en su omnipotente mano conceder. Uno de los reproches más horribles del arsenal escolar de tortura psicológica —Orwell lo explica muy bien en su ensayo «Así fueron las alegrías»— era el que versaba sobre nuestra enfermiza ingratitud: el rechazo egoísta a mejorar, después de todo lo que hacían por ti. Por supuesto, ahora reconozco en ello un modelo a escala, extraído de la religión monoteísta, en la que el amor es obligatorio y debe ser ofrecido a un ser más elevado al que también hay que temer. Ese chantaje moral se basa en un servilismo esencial. Que el maestro llevara el libro de oraciones y la Biblia durante los servicios religiosos también demostraba el hecho obvio de que la religión es un excelente refuerzo para una temblorosa autoridad temporal.

Hugh Wortham, mi director gigantesco y dominante y mi introductor en las oscuras artes del castigo corporal, fue soltero durante toda su vida, pero algunas de las madres locales lo encontraban guapo e Yvonne decía alegremente que le recordaba a Rex Harrison. Sus brazos gigantescos, musculosos y peludos y las inmensas herraduras que tenía por dientes le daban, ante mis ojos, un aspecto de gorila, y le conferían un acusado contraste con la figura más bien menuda del Comandante. Sus ataques de ira sacudían las ventanas y hacían que los chicos empalidecieran: soportar su «buen humor» era un infierno, y manipularlo, un desafío. Dios sabe qué experiencias sexuales habría tenido: no se rebajaba a «juguetear» con ninguno de nosotros, pero si en alguna ocasión recibías un trato de favor, como a mí me ocurría a veces, te entregaba un ejemplar de David Blaize o de las novelas de la serie Jeremy y te preguntaba si te gustaría leerlas «en tu tiempo libre». Aunque en esa época no tenía el vocabulario adecuado, ahora sé bastante sobre E. F. Benson y Hugh Walpole e incluso entonces notaba que era el mundo del homosexual adulto ardiente, anhelante y reprimido, obsesionado por su época escolar y tal vez especialmente atraído hacia quienes son alegremente inconscientes de la intensidad de su atención.

También había algunos maestros, nerviosos y tristes y al límite de sus fuerzas y al final de sus carreras, que por el mismo instinto gregario sabíamos que eran blancos fáciles. El pobre y viejo señor Robertson —«Rubberguts»,[13] con su decrépito coche Austin y su decrépita esposa Lydia— no podía mantener el orden y cometió el error fatal de intentar conquistar el favor de los niños por medio de pequeños actos de amabilidad y soborno a base de caramelos. No tenía hijos, era patético y daba la poco viril asignatura de geografía, y por alguna razón sabíamos que las verdaderas autoridades de la escuela tampoco lo respetaban, así que nos sentíamos libres para amargarle la vida. Era más satisfactorio acorralar a un miembro débil del sistema que acorralar a un desdichado y pustuloso mojacamas de nuestra propia cohorte. Rubberguts acabó dejando la escuela y por lo que sé murió en la pobreza en alguna pensión junto al mar, pero antes de que lo destruyéramos ese pobre tipo sin hijos se abatió sobre mí en los vestuarios, me cogió de las axilas y me dio, o más exactamente dio a mi frente, el beso más casto imaginable. Después me bajó al suelo y se marchó tristemente en silencio. Al principio pensé que tenía una buena historia que compartir y disfrutar con otros pequeños bestias como yo, pero después admití que no había habido nada tan espeluznante, solo algo melancólico, y nunca le dije nada a nadie. Es extraño cómo el subconsciente patrulla la frontera entre el que sabe y el inocente: uno puede parecer «despabilado» y ser en realidad bastante ingenuo, o ser totalmente ignorante de los aspectos más groseros de la existencia y al mismo tiempo poseer una intuición de lo que hay al otro lado del velo adulto. No podía hacer que ese encuentro pareciera sucio, pero había chicos más avanzados que yo que podían lograr que la palabra «limpio» pareciera sugerente. Sospechaba que a veces fingían saber más de lo que realmente sabían.

Yo también fingía. Pero faroleaba de otra manera sobre mis aptitudes en literatura inglesa e historia. Retrasado en mi desarrollo hormonal, podía mostrar mi precocidad cuando se trataba de palabras más largas y libros más difíciles. En ese terreno, el mejor plan es intentar abarcar demasiado. A los dieciocho años había tenido el descaro de pedir al maestro, y leer, Guerra y paz. Envalentonado por el mero volumen de la obra, viré hacia la Historia de la conquista de México, de Prescott. De ellas, retuve durante largo tiempo (aparte de los fascinantes álbumes genealógicos de los Rostov y los Bolkonski) el recuerdo de la batalla de Borodinó y de la afianza militar del pueblo de Tlaxcala y los españoles contra los aztecas. En otras palabras, inhalaba esos clásicos básicamente como relatos de aventuras. Pero cuando tuve que hacer un examen sobre Enrique V, pude establecer una comparación entre el rey Enrique en la víspera de la batalla de Agincourt y el Pierre Bezújov ante Borodinó, que hizo que sintiera que no solo había estado presumiendo ante mí mismo o ante los demás.

Sin embargo, probablemente era insufrible hasta que un profesor muy observador —un hombre llamado Eyre que fue despedido tras un horrible lapso en la pederastía— me transmitió cierto sentido de la proporción. «Podrías probar esto», dijo tímidamente, deslizando en mi mano la primera novela de Evelyn Waugh. El director continuó con algo de P. G. Wodehouse. ¿Cómo puedo olvidar el momento en que, en compañía de Paul Pennyfeather y el señor Mulliner, aprendí que ser divertido no significaba ser frívolo y que el lenguaje —siempre el lenguaje— era la varita mágica tanto en la prosa como en la poesía?

Dos o tres veces al año recibo un cuestionario de alguna organización de escritores o alguna revista literaria, donde me piden que nombre los libros clave en mi formación. La tentación inflacionista con respecto al pasado siempre está ahí. «A la tierna edad de X años, cuando degustaba las páginas del inmortal Gustave Flaubert, mis ojos se abrieron a…». En realidad, sospecho que no importa mucho lo que uno lea en sus primeros años, una vez que ha adquirido la habilidad esencial de leer solo por placer. A mis padres les costó más «pillar» eso que a mis profesores. Tenía una madrina imprevisible que en una de sus visitas decidió compensar todos sus errores anteriores y regalarme algo. Por tanto, toda la familia me llevó a una estupenda librería de Plymouth y me dijeron que eligiera los seis libros que quisiera. No me costó mucho: quería una estridente serie de las aventuras de Billy Bunter. Mis mayores me dijeron con severidad que eso no era posible y me dieron una colección muy hermosa de las edificantes historias que Arthur Ransome escribía sobre inquietos niños ingleses al aire libre. Como venganza, se enmohecieron en mi estante más alto, jamás abiertos, hasta que me las arreglé para dejarlos atrás en una de las muchas mudanzas familiares. Así, sin que nadie lo supiera, dejé pasar la oportunidad de conocer a un autor que, como corresponsal del Manchester Guardian en Moscú en 1918, había revelado los «tratados secretos» que había tras la Primera Guerra Mundial, y que entretanto había tenido una aventura con la secretaria de Trotski. (Me conmocionó descubrirlo más tarde, como sin duda les habría sucedido a los parientes que me animaban a leer a Ransome). Mi madre estuvo enfadada todo el día: «Tonto —dijo—. La tía Pam estaba de tan buen humor que te habría dado un reloj de pulsera bonito si se lo hubieras pedido».

Pero yo no quería un condenado reloj. Quería que me dejaran solo con un montón de libros que yo hubiera elegido. Y muy gradualmente, y como suele ocurrir, la lectura omnívora empezó a ser un poco más discriminatoria. Pasé mucho tiempo revoleándome en los placeres del «buen libro malo», como G. K. Chesterton (al que luego plagió George Orwell) llamaba a este tentador género. Las historias de colonia y romance de Richard Hannay que escribía John Buchan, y después los relatos de Nevil Shute sobre Australia, Malaisia, la ingeniería y —en su obra maestra, On the Beach— el anticipo del horror nuclear. Los melodramas de Dennis Wheatley sobre el satanismo y el ocultismo, aliñados con un toque muy pesado de opiniones reaccionarias, me contagiaron un breve interés en la numerologia y más tarde ayudaron a inocularme contra la superstición en general. Hornblower, de C. S. Forester, tuvo un efecto quizá indeseado, porque me mostró que un héroe naval británico podía ser simultáneamente un mártir de la duda y la introspección (y estar al corriente del tráfico de esclavos: hasta entonces pensaba que la Marina Real solo había ayudado a erradicarlo).

De forma aparentemente paralela, me educaban para un orden de cosas que, sin que yo me diera cuenta del todo, agonizaba rápidamente. Al oír algo sobre los combates en la lejana Malaisia, gobernada por Gran Bretaña, pregunté a un chico cuyo padre servía allí cómo eran los malayos. «Muy leales», fue su respuesta: incluso entonces me pareció crípticamente insatisfactoria. La problemática de la Federación Centroafricana salía a veces en las noticias: cuando pregunté por Rodesia del Sur, uno de los profesores dijo instantáneamente que los nativos «acababan de bajar de los árboles»: la primera pero desde luego no la última vez que oiría esa odiosa expresión. El único problema mencionable con respecto al gobierno conservador de Harold Macmillan era que resultaba demasiado liberal y que había entregado a los wogs[14] y a los gyppos (egipcios) el canal de Suez. A veces, en la noche de Guy Fawkes, esa maravillosa velada de castañas asadas, fuegos artificiales y dulce abundancia, la pira ceremonial estaba coronada por una figura simbólicamente impopular de una cosecha posterior a 1605: un año el director decretó que el cadáver inmolado sería el de sir David Eccles, por entonces un ministro de Educación de inocente mediocridad. Se había permitido hacer unos comentarios que eran más críticos con las escuelas públicas que con las «privadas»: la muralla esencial de la jerarquía educativa inglesa. «Hitchens —dijo el aterrador señor Wortham—, usted tiene una idea de la historia o eso parece. Si nuestros grandes colegios públicos desaparecieran, sería todavía peor que la supresión de los monasterios». Puesto que en ese momento solo había cosechado y pacido en las pendientes más bajas de los versos de Wordsworth, no podía visualizar las proporciones de esa calamidad histórica mundial, pero parecía que una época pasaba y que los techos de grandes palacios se abrían de pronto y quedaban a merced del cielo inmisericorde.

Era, en menor medida, una versión de la misma crisis que veía afrontar a mis padres. En las casas más espléndidas de los pueblos en los que vivíamos, todavía había señales que indicaban «Entrada de servicio» y dirigían al vulgo a una puerta lateral. No podíamos aspirar a esa posición, pero sobre todo mi madre consideraba esencial que los Hitchens no descendiéramos un centímetro en la pendiente social que tan duramente habíamos subido. Ese camino llevaba hacia las viviendas sociales o «de protección oficial», hacia los «chicos duros» que pasaban el tiempo en el exterior de los cines y las estaciones de tren, hacia la gente que hacía huelgas y «secuestraba el país», y hacia la gente que no pronunciaba la «H» inicial y utilizaba la palabra toilet, «retrete», en vez de lavatory, «servicio», «lavabo».

En Fireshire tuvimos un tiempo una niñera llamada Jeannie: una proletaria grande, rubicunda y maternal cuyo marido llevaba una grúa en el puerto de la Marina. Una vez llevó a mi hermano a su casa «de protección oficial» para tomar el «té», lo que significaba «cena» o al menos «merienda-cena»: un banquete de patatas y carne que entraba con un tazón de néctar caliente, dulce y marrón. Peter quedó fascinado, sobre todo porque el marido comía con el cuchillo. Comía del cuchillo, quiero decir. Juro que mi madre se quedó blanca como la tiza cuando lo oyó. Si quería provocarla, solo tenía que blandir mi cuchillo como si fuera un tenedor, o cogerlo como si fuera un bolígrafo, o pronunciar la palabra toilet. Otras prohibiciones —notepaper en vez de writing-paper, mirror en vez looking-glass— no eran tan absolutas.[15] Phone para teléfono se consideraba claramente vulgar. Mi primer encuentro con las hermanas Mitford y su encanto y glamour imposibles se produjo a través de la guía de Nancy a los escollos de clase y moda con que todos los ingleses están marcados en la lengua, por su acento o por su jerga.[16]

En esa interminable batalla social, donde la educación privada era una condición necesaria pero insuficiente para la victoria, la barbilla de los Hitchens apenas estaba por encima de unas aguas siempre crecientes. Mi padre podía perder el trabajo en cualquier momento y no teníamos ningún tipo de capital al que recurrir. Él mismo tenía parientes que —creo que debo confesarlo— compraron una placa de porcelana con la palabra toilet y, como medida de gran utilidad, la atornillaron en la puerta de su servicio. (En la puerta que de verdad tenía una bañera y un lavabo fijaron otra placa que decía bathroom. Gracias a Dios por el inglés que inventó el término salvador loo). El exquisito dolor de mi madre ante ese tipo de cosas se veía acentuado por sus reticencias con respecto a su propio origen familiar. Y sufría toda esa tensión para que yo, el primogénito, pudiera convertirme en un caballero inglés en el preciso instante en que el mercado para ese producto tan acabado atravesaba una profunda depresión.

De modo que tengo que ser sincero y decir que el libro qué más me cambió la vida fue Qué verde era mi valle. Un día cogí una andrajosa edición en rústica del clásico de Richard Llewellyn (era una edición de Pan o Penguin, que lo proclamaba «el best seller de guerra», lo que significaba que me parecería bien) y fue como si hubiera caído en un encantamiento hasta que lo terminé. Después lo leí otra vez. En los años siguientes lo inhalé y lo bebí decenas de veces y en cualquier momento podría haberme examinado de sus temas mayores y menores. El mundo y la experiencia de su narrador, Huw Morgan, se volvieron más reales que los míos. Fue un terremoto, un momento crucial, una revelación.

Yo era uno de esos chicos de los pueblos o de la periferia que, como Ruskin cuando recorría en ferrocarril el norte de Londres, sentían el impulso de correr las cortinas mientras el tren atravesaba escenas de fealdad, pobreza y desolación en lugares llamados Hackney Downs y London Fields. Una vez, tras pasar unos días en la casa de un amigo del colegio en la península de Mumbles, en el sur de Gales, me sentí tan angustiado como William Blake al ver brevemente las escenas infernales de las acerías y las minas de carbón a cielo abierto en torno a Port Talbot. Pero me daba cuenta de que, justo al otro lado del brillante canal de Bristol de los páramos y las colinas de mi niñez, había un mundo tan lejano al mío como la luna, o como el Congo de Joseph Conrad.

Varios aspectos de esa Gran Bretaña hasta entonces oculta se alojaron en mi mente. En primer lugar, sus habitantes trabajaban sobre todo bajo tierra, como los morlocks de H. G. Wells. En segundo lugar, hablaban un idioma que no era inglés en casa y en la iglesia, y se consideraban conquistados y desposeídos como nación y oprimidos como clase. En tercer lugar, veían la huelga como un acto generoso de solidaridad y emancipación, y no como un «secuestro del país». En cuarto lugar —aunque no sé por qué lo pongo al final de mi lista—, concebían la educación y el aprendizaje como las avenidas que llevaban a una vida mejor para sus compañeros y para ellos mismos, y no como una cara forma de declararse superiores a quienes eran menos afortunados.

Fue una convulsión para mi sistema y no te confundas: fue una conmoción severa y sísmica para todos los sistemas que habían asegurado mi pequeña posición. En los anales de «bueno-malo», por tanto, pondría Qué verde era mi valle junto a La cabaña del tío Tom: una obra que deja un indeleble «rasguño en la mente», por usar la útil expresión de Harold Isaacs. También había otro elemento. En cierto momento, en una ladera cubierta de hierba muy por encima de las escenas de alienación y explotación que había debajo, el joven lograba librarse de su molesta virginidad. Richard Llewellyn manejaba esa transición con un ligero exceso de eufemismo cuasipoético; su error crucial era (para mi enfebrecida imaginación) postular que el corazón inflamado de la virilidad juvenil solo podía aliviarse por medio de la relativa «frialdad» de un interior femenino. Uno tenía la vaga esperanza de que el ardor no se ahogara como una herradura al rojo vivo metida en el agua, sino que se aplacara con un calor aún más intenso, pero en ese momento estaba dispuesto a aceptar todo lo que me ofreciera la incandescencia en cualquiera de las dos direcciones.

Más tarde me interesó mucho descubrir que el creador de Huw, Richard Llewellyn, no era en absoluto el incendiario partidario de la lucha minera que yo había creído, sino más bien un tipo bastante conservador y chapado a la antigua que describía un mundo que había perdido. Es una demostración. Si cada día dedicas cierta cantidad de tiempo a memorizar los siguientes encantamientos, puede que los efectos no siempre sean los deseados:

Enséñanos, buen Señor, a servirte como mereces,

a dar sin contar el coste,

a luchar sin contar las heridas

y a no buscar descanso,

a laborar sin pedir recompensa

excepto saber que hacemos tu voluntad.

Esto es de Ignacio de Loyola. O esto, del mismo Francis Drake:

Oh, Señor, cuando hagas que tus sirvientes emprendan un gran asunto, haznos también saber que no es el principio sino la continuación del mismo, hasta que esté completamente acabado, lo que da la gloria verdadera; a través de Aquel que para terminar tu obra dio su vida…

Incluso después de conocer el fanatismo de Loyola o la piratería de Drake, estas palabras tienen la facultad de volver en momentos adecuados o críticos. Años después leí lo que escribió Lionel Trilling sobre el cariño que George Orwell sentía por los valores «tradicionales» y «marciales». Trilling intuía que Orwell estimaba esas virtudes supuestamente conservadoras porque pensaba que podrían resultar útiles como características revolucionarias.

Y esa es en parte la razón por la que no puedo secundar o hacerme eco de su gran memoria de la tristeza de la escuela preparatoria. Para mí, la experiencia de que me enviasen lejos de casa a una tierna edad fue, pese a cualquier coste, emancipatoria. Sabía que no me habían mandado a un internado para quitarme de en medio (no creo que el joven Orwell compartiera esa seguridad). Sabía que solo era mi billete de entrada para una universidad decente: ese país desconocido al que ningún Hitchens había viajado. Sabía que tenía una deuda con mis padres. Cierto, me zarandearon y me castigaron injustamente y conocí demasiado pronto algunos elementos angustiosos de la existencia, pero no habría preferido quedarme en casa o que se me hubiera protegido de esas experiencias, y probablemente me vino bien estar privado de la compañía de mi atenta madre y que me enseñaran —todavía recuerdo la frase— que yo no era en modo alguno el único gallo del gallinero. ¿Por qué, pregunté una vez, el torneo de boxeo de la escuela al que había entrado contra mi voluntad se llamaba El Noventa por Ciento? «Porque la lucha consiste en un diez por ciento de habilidad y un noventa por ciento de agallas, Hitchens». Incluso entonces, parecía la parodia de un relato de Tom Brown, y salí del ring totalmente derrotado, pero ¿por qué lo recuerdo después de medio siglo? El lema de la escuela era Ut Prosim («Que yo sea útil») y cuando uno se ha sumado al canto de «I Vow to Thee My Country» —especialmente un 11 de noviembre junto al memorial de guerra— o «The Day Thou Gavest, Lord, Is Ended» («Cantar es rezar dos veces», decía san Agustín), puede estar un poquito mejor preparado para afrontar esa celda japonesa o ese puesto de control iraquí.

Acabo de ver la brillante nueva página web de Mount House y me he dado cuenta de que, si he anotado todo esto, era porque pertenecí a la última generación que experimentó la versión del «viejo estilo» de ser inglés. La página web habla con entusiasmo de la cantidad de chicas que estudian en el centro (¡cielo santo!), de la posibilidad de seguir dietas vegetarianas y tomar comida que respete otras «necesidades especiales», y de su sensibilidad hacia varios tipos de «discapacidades de aprendizaje». Ahora puedo decir que no lamento que no haya más «Cómase ese cordero, Hitchens» o «Agáchese sobre esa silla, Hitchens», o «Qué debilucho es, ¿acaso tendremos que llamarle Christine?», pero hay algo de mí que espera que no todo se haya convertido en refuerzo positivo de la personalidad, con un constante reparto de notas altas por una mera cuestión de autoestima.