El Comandante

Me amaba tierna y tímidamente, y más tarde sentía un orgullo ingenuo cuando veía mi nombre impreso.

ARTHUR KOESTLER, Flecha en el azul

He oído la noticia, Oh, Chico.

El ejército inglés acababa de ganar la guerra.

THE BEATLES, Sergeant Pepper, «A Day in the Life».

Un viejo fragmento de un comentario judaico sostiene que el hígado es el órgano que mejor representa la relación entre padres e hijos: es la víscera más pesada y, por tanto, la parte más apropiada de las tripas. Solo dos de los seiscientos trece mandamientos o prohibiciones del judaísmo ofrecen alguna recompensa por la obediencia y los dos tienen que ver con los padres: el primero está en el Decálogo original, cuando se asegura a aquellos que «honren a su padre y a su madre» que eso aumentará sus días en la tierra cananita prometida o robada que están a punto de recibir, y el segundo entraña un enrevesado pasaje de cuasirrazonamiento en el que se dice que un judío hambriento puede coger el huevo de un pájaro siempre y cuando la madre no esté delante para ver el acto depredador. Los sabios no explican cómo distinguir si es la madre o el padre.

El comandante Eric Ernest Hitchens de la Marina Real (mi segundo nombre es Eric y a veces me he preguntado ociosamente cómo habrían salido las cosas si alguno de los dos nos hubiéramos llamado Ernest) era un hombre de relativamente pocas palabras, que habría tenido poca paciencia con las conversaciones talmúdicas y no era uno de esos tipos a los que la naturaleza designa para construir nidos. Pero su hígado —por tomar prestada una frase de Gore Vidal— era «el de un héroe», y he debido de heredar de él mi afición, si no mi tolerancia, por las aguas poderosas. Puedo recordar quizá tres o cuatro de las cosas que, a su manera tímida y lacónica, me dijo. Una —también derivada de la Biblia— era que mi temprana convicción socialista estaba «construida sobre la arena». Otra era que, mientras que uno debía cuidarse de las mujeres de labios finos (fue la vez que más nos acercamos en la vida a una conversación de hombre a hombre), había que apreciar y buscar a las que tenían los ojos separados: excelente consejo en ambas ocasiones y sin duda adquirido a un alto precio. Un día, sin que viniera a cuento ni remotamente, afirmó: «A veces me parece que la corriente del Golfo empieza a debilitarse», anticipando el calentamiento o el enfriamiento que al parecer nos espera a todos. Cuando nació mi primogénito, su primer nieto, recibí una tarjeta de una línea: «Me alegro de que sea chico». Quizá ya puedas hacerte una idea. Pero el comentario que más lo retrataba era la sencilla declaración de que la guerra entre 1939 y 1945 había sido «la única época en que había sentido que realmente sabía lo que estaba haciendo».

Esto, como tuve que apreciar mientras crecía, había sido el testamento de una generación de británicos. Nacidos en los primeros años del siglo, afectados por el colapso y la Depresión tras la Primera Guerra Mundial en la que habían luchado sus padres, volvieron al combate contra el imperialismo alemán en su madurez, empezaron a casarse en la lóbrega austeridad que sucedió a la victoria en 1945, se preguntaban a menudo dónde habían ido sus años de juventud y fortaleza, y solo veían más décadas de lucha y privaciones antes de las exigencias de la jubilación. Como dijo Bertie Wooster, tuvieron algunas dificultades a la hora de detectar el pájaro azul.

Podría haber sido peor. El padre de mi padre, el severo Alfred Ernest Hitchens, era un triste patriarca calvinista que tenía una visión sombría de todo, desde la música a la televisión. Los antepasados de mi padre venían del interior del Wessex de Thomas Hardy y quizá incluso de más al oeste —originalmente, Hitchens es un apellido de Cornualles— y mi hermano posee antiguas partidas de nacimiento y certificados de matrimonio firmados con una «X» por campesinos que probablemente eran reclutados para que fueran a Portsmouth y colaborasen en la construcción de los históricos astilleros.

Porstmouth. El verdadero puerto de la Marina Real, llamado «Pompeya» (como su equipo de fútbol) por los lugareños a quienes ninguna otra ciudad les sirve. Es uno de los puertos naturales más asombrosos del mundo: rivaliza incluso con La Valeta en el modo en que domina los accesos del Canal hacia el Atlántico y el mar del Norte y se cierne sobre la costa francesa mientras se resguarda al abrigo de la isla de Wight, que los conquistadores romanos llamaban Vectis. Fue el último lugar en tierra firme que pisó Horatio Nelson, y hasta ahora es el hogar de su buque insignia, el Victory. La ciudad natal de Charles Dickens y el hogar de Rudyard Kipling y Arthur Conan Doyle. Allí respiré con un berrido por primera vez el 13 de abril de 1949, y allí se embarcaron mis antepasados masculinos una y otra vez para deslizarse por el Canal y no hacer nada bueno a los enemigos del rey. Mi abuelo fue soldado en el ejército de la India, y hasta el final de sus días su rigor puritano solo se atenuaba gracias a su cálido afecto por ese país, expresado en una colección de artesanía de Benarés que competía con las biografías de misioneros olvidados para tener un espacio en su casa.

Conservo un cuadro al óleo, casi mi única herencia familiar, que muestra a un chico de ojos azules y mejillas sonrosadas con un traje de cuello blanco y pajarita azul. El prometedor joven mira a lo lejos y quizá mientras tanto le dicen que piense en el destino de su país. En mi juventud, hacían que me pusiera junto al cuadro mientras familiares mayores observaban mi claro parecido con el «tío abuelo Harry». El chico del cuadro era realmente mi tío abuelo, que posaba para una exposición llamada «Joven Inglaterra» en 1900. Quince años después, su crucero militar fue destrozado y hundido en la batalla de Jutlandia («Parece que algo va mal hoy con nuestros condenados barcos», comentó el almirante Beatty al ver que otro navío ardía y volaba por los aires), pero sobrevivió a las amargas aguas del mar del Norte y se cuenta que salvó al tembloroso camarero maltés, mientras dejaba tranquilamente que las facturas del barco se hundieran, impagadas, en el fondo del mar.

No recuerdo bien qué edad tenía cuando conocí a alguien que no tuviera alguna relación con la Marina, o al menos con alguna rama de las fuerzas armadas de la que la nuestra siempre fue «el servicio superior». Fui bautizado en un submarino, oriné libremente mientras el reverendo me convertía en el primer Hitchens que se abstenía del baptismo y el judaísmo y me convertía en miembro de una congregación más cercana a la clase media: la Iglesia de Inglaterra. Aprendí a distinguir la diferencia entre un destructor, un crucero y una corbeta, y podía saber el rango de alguien por el número de anillos de oro que llevara en la manga. Cuando nos trasladamos a Malta, fue a causa de la Marina. Cuando emigramos a Escocia, fue a la base de Rosyth, bastante cerca del lugar de Dunfermline donde nació el almirante Cochrane, libertador de Chile y modelo del Jack Aubrey de Patrick O’Brian. Cuando volvieron a trasladarnos a Plymouth, fui a un internado para chicos en la localidad de Tavistock, en Devonshire, lugar de nacimiento de sir Francis Drake. Cada dormitorio de la escuela llevaba el nombre de un almirante que había vencido a los enemigos de Inglaterra (y luego de Gran Bretaña) en el mar.

He mencionado el desacuerdo entre mi padre y mi madre sobre si podían permitirse esa escuela, y debería dar otro ejemplo de sus distintas maneras de pensar. Vivíamos en el pueblo de Crapstone, en Dartmoor, cuyo nombre no me gustaba mucho porque podía granjearme una paliza en el pueblo («¿Dónde has dicho que vivías, Hitchens?»).[7] A su debido tiempo nos marchamos de allí, pero nos trasladamos a un pueblo de Sussex llamado Funtington, que por alguna razón tampoco era la mejora que había esperado en silencio.

De cualquier modo, más o menos a los ocho años estaba escuchando cotilleos sobre uno de nuestros vecinos, un oficial de la Marina de aspecto y semblante lúgubres, y sobre su sufrida esposa. «Daphne me ha dicho —le dijo mi madre a mi padre— que tiene tan mal carácter que ha de diluir su botella de ginebra con agua cuando él no la ve». Hubo una pausa significativa. «Si la mujer está regando la condenada ginebra de Nigel —dijo el Comandante—, no me sorprende que siempre tenga tan mal carácter». Gracias a ese comentario aprendí bastante sobre la distinta manera de razonar de los hombres y las mujeres, o al menos de las parejas casadas. También aumentó mi conocimiento sobre la actitud del Comandante hacia la ginebra, que era relativamente devota. Para mí, el alcohol ha sido un aspecto de mi optimismo: el tono que adopta Charles Ryder en Retorno a Brideshead, cuando discursea sobre aspectos de lo báquico y lo dionisíaco y afirma que al menos él elige beber «en el amor al momento y el deseo de prolongarlo y aumentarlo». Me atreveré a decir que algunas personas me han visto algo perjudicado y en tonos menos encantadores, pero sé que también me he mantenido fiel al original. El Comandante no era un bebedor alegre. Realmente, no bebía tanto, pero ingería con regularidad y decisión, y eso reforzaba su pesimismo y su desilusión, tanto personales como políticos.

Como decía, toda mi infancia se vio dominada por dos grandes temas, uno majestuoso y otro algo menos. El primero era la reciente (y terriblemente costosa) victoria de Gran Bretaña sobre las fuerzas del nazismo. El segundo era la presente (y derivada) evacuación por parte de las fuerzas británicas de bases y colonias que ya no podíamos mantener. Esa épica y su final estaban inscritos en el mismo decorado que me rodeaba: Portsmouth y Plymouth habían sufrido salvajes bombardeos y sus cicatrices todavía eran palpables. El término «solar de bomba» era familiar, y se utilizaba para describir un hueco ennegrecido en una calle o el espacio vacío en el que solía haber una oficina o un pub. Pero, más que eso, el drama estaba en la cultura circundante. Hasta los trece años, pensaba que todas las películas y todos los programas de televisión trataban de la Segunda Guerra Mundial, con un fuerte énfasis en el papel que hizo en esa guerra la Marina Real. Vi a Jack Hawkins con sus prismáticos en el puente helado en Mar cruel, la adaptación cinematográfica de una emocionante novela de Nicholas Monsarrat sobre la batalla del Atlántico que por entonces me sabía casi de memoria. El Comandante, que había entrado en acción en un barco de Su Majestad, el Jamaica, en casi todos los escenarios marítimos desde el Mediterráneo al Pacífico, había vivido un momento especialmente arduo y amargo escoltando convoyes hacia Rusia «sobre la joroba» de Escandinavia hasta Murmansk y Arjánguelsk en un momento en que los alemanes controlaban gran parte de la costa y el aire, y participando orgullosamente al día siguiente de la Navidad de 1943 (Boxing Day, como lo llaman los ingleses), cuando el Jamaica acechó y torpedeó el casco de uno de los barcos de guerra más peligrosos de Hitler, el Scharnhorst. Mandar un asaltante de convoyes al fondo del mar es el mejor día de trabajo que yo he tenido nunca, y todos los años el día del aniversario el Comandante se permitía una copita extra —posiblemente dos— dé alegría navideña, que nadie le echaba en cara. (Hasta ahora, yo también observo la ocasión).

Pero después se ponía melancólico, porque él no había aceptado la Comisión Real para terminar llevando armas a Iósiv Stalin (detestó el recibimiento taciturno y torpe que le brindaron cuando su barco atracó bajo la mirada de la Marina Roja) y porque desde ese gran día casi todo había ido cuesta abajo. El Imperio y la Marina habían entrado en una acelerada fase de liquidación, la bandera se arriaba desde Malaisia en el este hasta Chipre y Malta cerca de casa, el propio servicio superior se estaba quedando en los huesos. Cuando nací en Portsmouth, mi padre iba a bordo de un barco llamado Warrior, anclado en un puerto que una vez había visto pasar revista a decenas de portaaviones y grandes y grises buques de guerra. En Malta todavía quedaba un centelleo o resplandor trémulo de la grandeza de la Marina, pero, cuando era lo bastante mayor como para darme cuenta, el Comandante se ponía el uniforme solo para ir a una «fragata de piedra»: un despacho no marino de Plymouth donde se calculaban cosas en libros de contabilidad. Hasta que tuve seis años, oía cada mañana que el locutor de la BBC pronunciaba el nombre «sir Winston Churchill», que para entonces era primer ministro. Llegó un día en que eso terminó, y mis oídos infantiles recibieron el extraño nombre de «sir Anthony Edén», que había sucedido al viejo león. En un año o dos, Edén había intentado emular a Churchill invadiendo Egipto en Suez, con la pretensión de que Gran Bretaña podía arreglárselas simultáneamente sin la ONU y sin Estados Unidos. La venganza internacional y estadounidense fue rápida, y desdé entonces él ambiente ni siquiera puede describirse como un «largo rugido de retirada», puesto que la marea del imperio y el dominio se había limitado a bajar tristemente.

«Ganamos la guerra, ¿o no? El comentario, a menudo acompañado de una mirada elocuente y herida y un aire significativo, era un elemento básico en la conversación que mi padre y sus más bien pocos amigos mantenían mientras la licorera pasaba de uno a otro. Más tarde, siento decirlo, me ayudaría a entender la mentalidad de «la puñalada por la espalda» que había infectado hasta tal punto la opinión alemana después de 1918. Podríamos llamarla política del resentimiento. Esos hombres habían aguantado el peso y el calor del día, pero ahora en la prensa solo se parloteaba del éxito barato y chillón en los negocios; ahora las colonias y las bases eran hipotecadas a los estadounidenses (que, como nos decían siempre, habían llegado casi letárgicamente tarde a la lucha contra el Eje); ahora había líderes ridículos, sobreactuados y engreídos como Kenyatta, Makarios y Nkrumah donde hasta hacía poco la Union Jack había garantizado la prosperidad bajo el imperio de la ley. Era un agravio que se sentía profundamente pero, salvo junto a compañeros de fatigas, también se reprimía. Lo peor que le hizo la Marina al Comandante fue jubilarlo contra su voluntad poco después de Suez, y luego, y solo luego, subir la pensión y la paga de los oficiales que se enrolaron más tarde. Esa traición del Almirantazgo era una fuente inagotable de disgusto y rencor: cuanta más guerra y acción te hubiera tocado, menos pensión recibías. El Comandante escribía cartas a ministros de la Marina y miembros del Parlamento, e incluso se unió a una asociación de exoficiales «varados» como él. Pero un día en el que, cansado de sus quejas, le dije que nada cambiaría hasta que él y sus compañeros marchasen en falange hasta el palacio de Buckingham y devolvieran sus uniformes, espadas, sus vainas y sus medallas, se escandalizó bastante. «Oh —respondió—. Nunca se nos ocurriría hacer eso». Así empecé a ver, o pensé que empezaba a ver, cómo mantenían los conservadores británicos la lealtad ciega, irracional, de aquellos a los que explotaban. «Es tory —oiría mucho más tarde acerca de algún tenaz conservador—, pero no tiene ninguna razón para serlo». Pensé inmediatamente en mi padre, cuya dedicada y valiente lealtad había valorado tan poco lo que por entonces yo llamaba la clase dirigente.

Cuando digo que no teníamos mucha conversación, supongo que debería culparme a mí tanto como a él. Pero en algunas cosas no me culpo tanto: a los diez años más o menos levanté la vista del periódico para preguntarle por qué los paracaidistas argelinos amenazaban con ocupar París y dar un golpe de Estado militar en la Francia metropolitana. Su típica respuesta de dos palabras —«temperamento galo»— marchitó un poco mi interés por seguir con el tema. Pero yo también lo decepcioné, lo sé. Le habría gustado que fuera bueno en los deportes y los juegos, como él. Ni siquiera podía fingir interés por el criquet, el rugby ni nada de eso. Convencido de que podría querer ganar mis galones en alguna versión de los scouts, se tomó muchas molestias para mandarme a la escuela versiones en miniatura de complicados nudos ejecutados con cuerdas y limpiapipas y provistas de claros diagramas. Si me hubiera molestado en dominarlos, quizá habría progresado más con las descripciones náutico-literarias de los navíos y las jarcias de Hornblower y Aubrey, y de sus drizas, sus bolinas y aparejos (el más alarmante de los últimos es el cunt-splice, que el capitán Aubrey pide a su contramaestre en un momento tenso, por el que es prácticamente seguro que yo nunca le habría preguntado al comandante Hitchens).[8]

Era un hombre bastante pequeño y, cuando se quitó el uniforme (o cuando se lo quitaron) y empezó a trabajar de contable, parecía levemente encogido. Mientras pudo, escogió trabajos que lo mantenían cerca del mar, especialmente cerca de la costa de Hampshire y Sussex. Trabajaba para un armador en un sitio, para un fabricante de lanchas rápidas en otro. Finalmente fuimos hacia el interior, más cerca del centro del amado Oxford de mi madre, donde había una escuela primaria para chicos que necesitaba un contable y donde mi padre aprovechó la oportunidad de adquirir un perro. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo mucho que prefería la previsibilidad y la lealtad de los animales a los caprichos y las fragilidades de los seres humanos. Más avanzada su vida, los caseros del edificio de apartamentos donde vivía le dirían que no podía conservar su cruce de setter irlandés y perro cobrador, un animal encantador llamado Becket. El varado Comandante no podía permitirse cambiar de casa de nuevo, así que en vez de protestar se limitó a regalar el perro. Pero no antes de debatir conmigo sobre su plan de dejar a Becket en algún otro sitio, «para poder ir a verlo de vez en cuando». De nuevo experimento un instante de dolorosa piedad, del tipo que ahora solo creo que podría sentir hacia un hijo mío al que no pudiera ayudar.

Guardo un recuerdo heroico de él en mi niñez y, por cierto, tiene que ver con el agua. Estábamos en una fiesta en una piscina, en el club de golf y de campo local que era casi, pero no del todo, nuestra órbita social, cuando oí una salpicadura y vi al Comandante totalmente vestido donde cubría menos, con la pipa todavía en la boca. Recuerdo que deseé que no hubiera caído, delante de toda esa gente, a causa de la ginebra. Después vi que llevaba a una niña pequeña en brazos. Se estaba ahogando, en silencio, justo donde el agua la cubría, hasta que alguien lanzó un grito de alarma y mi padre fue el hombre más rápido en reaccionar. Recuerdo dos cosas sobre las consecuencias. La primera es la actitud de «no es nada; cualquiera lo habría hecho» que mostraba el Comandante hacia los que le palmeaban la espalda con admiración. Eso era absolutamente propio de su carácter, y de esperar. Pero la segunda fue la mirada de rabia y odio indisimulados del padre de la niña, que debería haber estado prestando atención y estaba bebiendo y riendo con sus colegas. Esa mirada de odio me enseñó mucho sobre la naturaleza humana en poco tiempo.

Por lo demás, ando bastante yermo de recuerdos paternos y tendré que limitarme al recuerdo de unos pocos paseos y al extraño culto del golf. Aunque era un navegante, mi padre amaba las tierras bajas de Hampshire, Sussex y más tarde Oxfordshire, y podía caminar con su fiable bastón, señalando establos o senderos. Era un sajón a su manera, y todavía tenía la actitud, ahora casi extinta, de que había existido algo como «el yugo normando» impuesto sobre esos antiguos paisajes y gentes. Uno de los chistes preferidos de la rama paterna trataba de un vasallo de Hampshire y de su disputa con su señor. «Supongo que sabes —observa con arrogancia el caballero— que mis antepasados llegaron con Guillermo el Conquistador». «Sí —contesta el vasallo—. Os estábamos esperando». (En una versión alternativa del pícaro marxista galés Raymond Williams, el vasallo intenta ser ingenioso y dice: «Ah, sí, ¿y os está gustando esto?»). Lo menciono porque cierta clase de conservadurismo inglés está bastante relacionado con este recuerdo folclórico de populismo y etnicidad, y porque para mí fue importante comprenderlo más tarde.

El partido de golf debió de ser cuando yo tenía unos trece años. Había empezado a practicar el deporte, e incluso me había comprado unos palos, con la idea de que debía tener algo en común con mi reservado padre, que adoraba el golf y atesoraba un tazón de peltre que había ganado en un torneo de la Marina celebrado en la cubierta de un antiguo portaaviones. Mi esfuerzo tuvo su recompensa, aunque solo fuera por una vez. Jugamos una ronda de nueve hoyos que nos fue bien a los dos, y después me invitó a un cargado «té» en la sede del club, donde, si bien no se dijo mucho, tampoco hubo tensión o incomodidad. Fue la vez que estuve, o me sentí, más cerca de él. Recuerdo que había un crepúsculo suave y hermoso, mientras conducíamos lenta y silenciosamente hacia casa a través del tojo púrpura y amarillo del páramo.

Después de que me marchara de casa para ir a la universidad y luego a Londres, después de que mi madre nos dejara y después de tener que oír de boca de su hijo que Yvonne no había sido asesinada sino que se había suicidado cuando estaba afligida por otro hombre, una frialdad muy leve pero definitiva sustituyó a la respetuosa distancia que se había creado entre el Comandante y yo. Más que nada, ese enfriamiento consistía en un tema (la existencia previa de su mujer y mi madre) que él simplemente no quería abordar conmigo. Con el tiempo, sin embargo, se produjo algún deshielo ocasional. Le disgustaba ir a Londres por principio y me había enfadado cuando yo era más joven porque rechazó un empleo de secretario en el Brooks’s Club. (¡Podría haber vivido en Londres —y en Mayfair, por el amor de Dios— en mi adolescencia!). Pero una vez lo seduje hasta la ciudad detestada para que viera un musical (sobre Fats Waller, una presencia atípica entre sus preferencias musicales, titulado Your Feet’s Too Big) y en otra ocasión me dejó atónito al preguntarme, a finales de la década de 1970, si me importaría asistir con él a una reunión de sus antiguos compañeros de barco. Cuando me presenté en un desharrapado club de veteranos de la Marina la noche señalada, me di cuenta enseguida de que esa tardía asamblea sería casi con toda seguridad la última para la estupenda tripulación que una vez pobló el buen Jamaica. Pero qué valientes, honestos y carentes de pretensiones eran esos hombres que habían afrontado tormentas heladoras y toda clase de peligros para barrer a Hitler de los mares. Se me quedó grabado un detalle extrañamente conmovedor: en lugar de referirse a mi padre como Eric o el Comandante, todos lo llamaban «Hitch», que es como mis amigos íntimos habían empezado a llamarme.

Más o menos en esa época yo estaba empezando a orientar mis pensamientos y ambiciones hacia América, un lugar que el encanecido veterano no tenía el menor interés en visitar. De uniforme, había estado en todas partes, desde China a Chile pasando por Chipre y Ceilán, pero el Nuevo Mundo no contenía encantos para él y en nuestros infrecuentes encuentros nunca manifestó la menor curiosidad. Si planteaba una pregunta sobre otro asunto, era dentro de la retórica: «¿No te parece que a Irlanda del Norte le vendría bien una buena y firme dosis de ley marcial?» —casi como si nunca se hubiera probado la fuerza en la negra historia del dominio británico sobre Irlanda—, y si hacía una afirmación, también podía incluir un elemento retórico. («Si hacen ese condenado túnel y nos unen a Francia —dijo una vez, en lo que yo llamaría la declaración clásica de su forma de ver el mundo—, nunca volveré a votar al Partido Conservador»). A veces me preguntaba si decía esas cosas para ver qué efecto causaba en los demás, o incluso si era a causa de la ginebra, pero si lo retabas reformulaba sus frases de forma aún más decidida: una tendencia que más tarde he llegado a descubrir y deplorar en mí mismo.

Debía de saber que su hijo era un rojo, pero parecía que lograba hablar conmigo como si yo tuviera el elemental sentido común de los sajones, y me emocionó descubrir que, a escondidas, en Navidad regalaba suscripciones de mi revista de progres, el New Statesman. «Mi hijo tiene un artículo bastante interesante en el último número… no sé si lo viste». ¿Compensaba eso mis fracasos como deportista? Lo dudo, pero entonces debo preguntarme si yo había elegido el campo del periodismo para compensar las carencias en el campo del valor. En ese punto, también me produjo una conmoción mayor de la que seguramente pretendía. A mi regreso de una visita al Líbano a mediados de la década de 1970, y de un viaje a la zona de guerra del sur de ese país sobre el que había escrito para la revista, estaba sentado ante el escritorio cuando sonó el teléfono y era el Comandante. En sí era un hecho lo suficientemente raro como para preocuparme por si había algún problema. Pero llamaba para decir que admiraba mi artículo y, mientras yo todavía buscaba las palabras para responder, dobló las apuestas al decir que pensaba que había sido «bastante valiente» ir allí. Y después, cuando yo forcejeaba con ese cambio un tanto vertiginoso, dijo adiós y colgó el auricular. Un hombre de pocas palabras, como creo haber dicho.

En aquella época, no podía establecer ninguna relación definitiva entre mis visitas a los lugares en los que él había estado destinado, desde el Atlántico Sur al Mediterráneo oriental o el océano Indico, y la anterior presencia del Comandante en esos lugares. No podía imaginar qué aspecto tenían esas antiguas colonias a través de la mira telescópica de un barco enorme, o desde la cubierta de una soberbia máquina de guerra. La verdad, cuando estaba en Chipre, Palestina, el sur de África u otro lugar, generalmente sentía tanta sintonía con los que se habían opuesto al dominio británico que pensaba que era mejor que el Comandante y yo evitáramos el tema. Si me hubieran preguntado entonces sobre la probabilidad de que la bandera británica ondeara de nuevo en Basora o el paso de Jaybar, la idea me habría producido burla y desprecio. Sin embargo, cuando la fascista junta argentina invadió las islas Malvinas a principios de 1982, justo después de que yo me trasladara a Nueva York, sentí un súbito impulso de adhesión a la Marina Real que partió para cambiar las cosas. Incluso escribí al Comandante en términos bastante entusiastas, esperando el atisbo de un punto de vista común. Su respuesta me sorprendió e incluso me deprimió un poco. «No sé si asusta al enemigo —escribió sobre la última flota de guerra británica que avanzaba inexorablemente hacia el Atlántico Sur—, pero sin duda a mí me asusta». Ese préstamo levemente trillado, tomado de lo que dijo el duque de Wellington sobre su «tristemente célebre ejército» de chusma borracha y homicida en vísperas de Waterloo, me dejó chafado. (Waterlooville era el nombre de un barrio de Portsmouth, y había un bar famoso llamado The Heroes of Waterlooville; la enseña de la taberna mostraba a los casacas rojas aplastando a la «Vieja Guardia» de Bonaparte, así que tenía que saber que esa alusión histórica me parecería algo tópica).

Pensándolo bien, sin embargo, puedo ver lo que aprendí de mi padre. Una vez pensé que me había enseñado a entender la mentalidad tory, para combatirla y repudiarla. Y en ese aspecto fue enorme aunque accidentalmente instructivo. Pero con el paso del tiempo me he dado cuenta de que —sin pretenderlo— me enseñó lo que significa sentirse decepcionado y traicionado por los «tuyos». Tenía cierta idea de Inglaterra, hasta cierto punto insular, y sin duda conservadora, pero no siempre, o no necesariamente, reaccionaria. En esa Inglaterra, el mérito paciente tendría preferencia sobre la insolencia de la autoridad, y la gente que ganaba su dinero obtendría más respeto que la gente que simplemente lo tenía o lo había «amasado». La antigüedad y la tranquilidad del paisaje y la costa también les habrían granjeado su parte de deferencia: los que querían desarraigar o «desarrollar» un área tendrían que argumentar las razones para el cambio, y no se permitiría que se salieran con la suya gracias a la asunción interesada y astuta de que el cambio era bueno en sí mismo.

Y, sin embargo, el Partido Conservador de posguerra se había convertido en el agente de una febril y avariciosa metamorfosis modernista: arrancó las viejas líneas férreas y trazó nuevas franjas de carreteras a través de las colinas, los bosques y los valles; entregó los skylines y los embarcaderos de nuestros grandiosos y bombardeados puertos de mar a constructores y especuladores que los hicieron rápidamente irreconocibles para los veteranos que les habían dado fama y honra. Y eso era solo en los tiempos de Harold Macmillan. Si el Comandante hubiera vivido para ver el impacto completo del thatcherismo, habría pensado que casi no quedaba nada por lo que mereciera la pena luchar, o más bien haber luchado.

Tengo tan pocos recuerdos vividos de él que uno tendrá que hacer las funciones de muchos: habíamos ido en familia a Portsmouth para el estreno de El día más largo. Sabía por experiencia que era más que probable que esa película épica sobre los desembarcos del Día D decepcionara al Comandante en al menos una de dos maneras. La película subestimaría el papel de Gran Bretaña en el histórico asalto a las playas de la Europa ocupada (que invertía un viejo veredicto, al permitirnos invadir Normandía) o minimizaría el papel de la Marina Real en ese acontecimiento fundamental. Aquella vez aceptó a regañadientes en el camino de vuelta a casa que al menos se había buscado la justicia. Hubo algunas risas a expensas de «los yanquis y sus chismes», y algunos recuerdos de la batalla de Dieppe, que había levantado el telón de Normandía: un fiasco infernal en el que el Comandante había ayudado a desembarcar a las desdichadas fuerzas canadienses en playas barridas por las balas, con lord Mountbatten (un miembro especialmente vanidoso de la familia real británica) como parte de la compañía de su barco. Pero ese esfuerzo por tener un poco de alegría buscaba borrar lo que había ocurrido antes de que se alzara el telón en el cine. Mi padre había vuelto de la taquilla con la noticia de que solo estaban disponibles las butacas más absurdamente caras o más abyectamente baratas. Parecía bastante incómodo. ¿No entendía el gentío que había ido a ver la película que él prácticamente había estado allí? Yvonne intentó suavizar las cosas. «¿Quién se ha llevado las entradas entonces? ¿La sociedad opulenta, supongo?». «Tienes ese derecho», dijo con amargura el Comandante/Había hecho tanto por el Imperio y este había hecho tan poco por él. Si hubiera dependido de mí, lo habrían acompañado respetuosamente a una butaca en primera fila o quizá en un palco.

Pero también lo admiraba por su falta de malicia y por su aversión hacia todo lo que fuera subrepticio o taimado. Cuando estaba en la Marina Real, había rechazado indignado los avances de los francmasones, aunque esa mafia de los mediocres habría podido —si se hubiera unido a ellos— facilitarle un ascenso. Una lealtad era suficiente para él. Su sinceridad y su modestia casi me hicieron llorar en una ocasión. Habló de un oficial superior que le había preguntado si podría ayudar en un cóctel en la base. Le explicó en confianza que el objetivo del acontecimiento era emborrachar a todos los pesados a los que aún no habían invitado a nada. «Gracias, señor —contestó—. Pero creo que ya he recibido mi invitación». La cara de Yvonne, cuando mi padre contó esta historia en público, era un poema que no he podido olvidar.

El Comandante perdió su último trabajo de verdad de una forma similarmente ingenua, puesto que se sintió obligado a contar a la escuela para chicos en Oxford —el lugar que le había proporcionado su última y única seguridad económica— que había alcanzado la edad de jubilación legalmente establecida. El director de la escuela, un hombre bastante caótico, me contó más tarde lo que le había dicho: «Sinceramente, Eric no hacía falta que hicieras eso. Nadie iba a hacer nada al respecto. A nadie se le había ocurrido ni preguntar. Pero ahora que nos lo has contado, el Consejo Escolar no tiene otra opción que darte un reloj de oro o algo así y dejar que te vayas». Y de ese modo se marchó, silencioso y sin quejarse, como siempre.[9] En sus últimos años, en una semijubilación forzosa, hizo algún trabajillo como contable para un médico del montón en un apartado pueblo de Oxfordshire, Sutton Courtenay, donde está enterrado George Orwell y donde, cuando fui, el vicario me llevó hasta allí y me dijo: «Oh, lo siento: me he equivocado de tumba. Esta dice “Eric Blair”».

La tumba de Eric Ernest Hitchens está en Portsdown Hill y tiene vistas a lo que Arthur Conan Doyle llamaba «el mar estrecho». Esta histórica franja de agua era decidida e históricamente «nuestra». («No digo —se supone que declaró al Parlamento lord St. Vincent en la época napoleónica— que nuestros enemigos no puedan venir. Solo digo que no pueden venir por mar»). Allí el general Eisenhower rezó por el buen tiempo y la victoria la víspera del desembarco de Normandía: una vidriera recuerda al modesto guerrero que más tarde se convertiría en presidente de Estados Unidos. Tras una visita a mi abuelo, que estuvo mucho tiempo postrado en la cama, el Comandante Hitchens me dijo que no convertiría su muerte en un asunto prolongado, y mantuvo su palabra. Murió en 1987, a los setenta y ocho años. Sin haber pasado un día enfermo en cama en su vida, pasó rápidamente del diagnóstico de un cáncer de esófago inoperable a un fulminante ataque al corazón, que apenas dio tiempo a su anfitriona, su hermana Ena, a llegar junto a su lado. (Mi tía Ena también había desembarcado en las playas de Normandía como enfermera en la segunda oleada —otro excelente día de trabajo— e hizo todo el camino hasta Alemania antes de que la mandaran parar).

El funeral del Comandante se celebró un día de un frío riguroso y extremo. Me bajé del tren en la estación a la que en el pasado regresaba cuando tenía vacaciones en el colegio. Por una macabra coincidencia, cuando caminaba por la gélida explanada de la estación vi que unos trabajadores quitaban la pintura del rótulo desvaído de «Susannah Munday», en lo que había sido el triste intento de mi madre de montar una tienda de ropa. Pude ver a mi padre en su última morada antes de que cerrasen la tapa, y luego hacer con él lo que él había hecho conmigo: llevarlo a hombros. Dejamos el ataúd en el presbiterio de la capilla del Día D: mi hermano se había encargado de los elementos litúrgicos y musicales con una clara atención a la tradición y la dignidad. Me dan bastante pena esas familias angloamericanas para quienes el «Navy Hymn» no forma parte del acervo emocional: sus palabras y su música son sin duda conmovedores, incluso para alguien que encuentra las palabras iniciales «Padre eterno» doblemente problemáticas. En realidad, la tonada se llama «Melita», por el antiguo nombre de la isla de Malta, donde naufragó san Pablo, y la escribió alguien que iba a embarcar en el Atlántico hacia Estados Unidos. Mi propio texto era del mismo Pablo de Tarso, y de su Epístola a los Filipenses, que seleccioné por su carácter no religioso pero extremadamente moral:

Finally, brethren, whatsoever things are true, whatsoever things are honest, whatsoever things are just, whatsoever things are puré, whatsoever things are lovely, whatsoever things are of good report; if there be any virtue, and if there be any praise, think on these things.[10]

Intenta echar un vistazo a una versión «moderna» del Nuevo Testamento (Filipenses 4,8) y verás qué ración de ripios sosos obtienes. Nunca entenderé cómo los guardianes y fideicomisarios de la Biblia del rey Jacobo han podido tirar tal tesoro. Pero, si quieres, esa idea pertenece en parte al legado de mi padre, con sus recelos al cambio y su resistencia a la ruda conmoción de lo nuevo.

El Comandante no tenía amigos reales que lo hubieran sobrevivido y en el cementerio solo había unas demacradas caras de Hampshire con ese aspecto Hitchens: el aspecto del duro campesino del sur de Inglaterra que a veces se puede ver en Georgia y en las Carolinas. Los familiares lejanos dieron un rápido apretón de manos y desaparecieron de nuevo en el calcáreo paisaje. Todo fue lo suficientemente austero como para haber satisfecho a la versión más deprimida de mi padre. Se apreciaba una falta de alboroto. Recordé de repente la palabra más despectiva que había oído pronunciar al Comandante. Al descubrirme en la bañera con un cigarrillo y un vaso en peligroso equilibrio (debía de estar buscando una versión adolescente de lo estético), casi ladró: «¿Qué es esto? ¿Lujo?». Esa era otra palabra para el pecado, extraída del repertorio del viejo calvinismo, que comprendí de inmediato.

Que mi madre lo habría aprobado —aunque quizá habría preferido lánguidamente una chaise longue a una bañera— también lo sabía. Así que aquí están mis dos opuestos y nítidamente discrepantes tallos: dos ramas perdidas que solo el azar y la guerra pudieron entrelazar. No debería exagerar las contradicciones: una de las dos en apariencia severa, pedernalina, marcial, contenida y pesimista; la otra exótica, suplicante, esperanzada e indecisa, pero la primera mucho menos robusta de lo que le habría correspondido por derecho. Aunque eso me ha dejado con un fuerte impulso de «lucha o huye» con respecto a las reuniones familiares, y un miedo real a encuentros de clan como cumpleaños, navidades y otros momentos de alegría obligatoria, estoy bastante agradecido por la bendita ansiedad e intranquilidad que me ha legado.