Yvonne

Siempre hay un momento de la niñez en el que la puerta se abre y deja que entre el futuro…

GRAHAM GREENE, El poder y la gloria

Algo debo al suelo que crece —más a la vida que alimentó— pero sobre todo a Alá que dio dos partes separadas a mi cabeza.

RUDYARD KIPLING, Kim

Por supuesto, no creo que sea «Alá» quien determina esas cosas. (Comentando mi libro dios no es bueno, Salman Rushdie señaló incisivamente que el principal problema del título era la falta de economía: dicho de otro modo, le sobraba exactamente una palabra).

Pero, sea cual sea la ontología de cada uno, siempre resultará tentador creer que todo debe tener una causa primera o, si no queremos algo tan grandilocuente, al menos un principio definido. Y en ese aspecto no siento vaguedad o indecisión. Sé un poco cómo llegué a tener dos mentes. Y así es como empieza para mí.

Estoy en un ferry que cruza un hermoso puerto. Desde entonces he aprendido muchas versiones y variaciones de la palabra «azul», pero digamos que un sol brillante aunque levemente áspero ilumina una cerúlea bóveda celeste y un mar azulado y también dibuja cómo esas dos texturas chocan y se reflejan. El resultante matiz verdoso ofrece un titilante contraste con la vegetación más oscura de las laderas de las colinas y crea una combinación casi cegadora cuando, aliado con esos azules discrepantes pero unidos, golpea los edificios blancos que llegan hasta el borde del agua. Como destello de drama, belleza, paisaje terrestre y paisaje marino, no puede desearse mejor recuerdo inaugural.

Puesto que este pequeño viaje se produce en 1952 y yo he nacido en 1949, no tengo forma de apreciar que estoy en el Gran Puerto de La Valeta, la capital del diminuto estado insular de Malta y una de las más bellas ciudades barrocas y renacentistas de Europa. Esta joya situada en el mar que se extiende entre Sicilia y Libia fue durante siglos el lugar de una espada de doble filo entre los mundos cristiano y musulmán. Su población es tan abrumadoramente católica romana que dentro de la ciudad amurallada hay una gran plétora de iglesias decoradas y la catedral está ornamentada con los murales del mismo Caravaggio, el seductor devoto de la maldad. La isla soportó uno de los asedios turcos más largos de la historia de la «Cristiandad». Pero el maltés es una versión dialectal del árabe que se habla en el Magreb y la única lengua semítica que se escribe en caracteres latinos. Si por casualidad visitas una iglesia católica maltesa durante una misa, verás que el sacerdote alza la hostia y llama a «Alá», porque, después de todo, esa es la palabra local para «dios». Mi primer recuerdo, en otras palabras, es de una frontera desigual e irregular, pero también permeable y encantadora, entre dos culturas y civilizaciones.

En esa etapa me siento demasiado seguro y confiado como para registrar algo así. (Si hablo unas pocas frases de maltés, no es con la idea de hacerme bilingüe o multicultural, sino para dirigirme a las niñeras dominadas por los curas y a las cocineras que arrastran enormes proles de niños. Ese fue el lugar en el que aprendí a ver la imagen del catolicismo como una pintura de pastores rechonchos y corderos delgados).[4] Malta es en efecto una colonia británica —su episodio heroico más reciente ha sido la resistencia ante un histérico bombardeo aéreo de Hitler y Mussolini— y una sólida posesión de la Marina Real, en la que mi padre sirve con orgullo, desde las guerras napoleónicas. Y, sobre todo, estoy en la cubierta del navío en compañía de mi madre, que me coge de la mano cuando lo deseo y me deja corretear y explorar si insisto.

Así que, bien mirado, no es un mal principio. Voy bien vestido y estoy bien alimentado, tengo una buena melena y una cintura esbelta, me muevo en un entorno de sobrecogedora belleza arquitectónica y natural, y estoy lleno de brío y confianza en mí mismo, y en un barco, en compañía de una mujer hermosa que me quiere.

No la llamaba así en la época, pero «Yvonne» es el eco con el que evoco su recuerdo con más desgarro y añoranza. Después de todo, era su nombre, y era así como la llamaban sus amigos, y mi fino oído detectó bastante pronto una diferencia entre eso y las varias y confortables Nancys y Joans y Ethels y Marjories —todas excelentes— que solían ser las esposas y compañeras de los otros oficiales. Yvonne. Un poco de clase: un poco de estilo. Un toque o una pizca de ajo, oliva y romero para suavizar el viejo y buen pan inglés del que, hay que afrontar el hecho, yo también había sido cortado. Pero habrá más de eso cuando hable del comandante Hitchens. No debo fingir que recuerdo más de lo que en realidad recuerdo, pero soy muy consciente de que supone una gran diferencia tener desde temprana edad a una mujer apasionada de mi parte.

Por ejemplo, cuando se dio cuenta de que me había saltado la etapa del balbuceo infantil y había empezado a decir frases completas directamente (aunque a veces poco originales, como, según la leyenda familiar: «Vamos a tomar una copa al club»), me sentó y sacó un elemental libro de lectura fonética, o lo que los humildes solían llamar «una cartilla». Trataba de las tediosas aventuras de un elfo o duende de los bosques llamado Lob-a-bog (su nombre estaba amablemente dividido de ese modo), pero, cuando lo terminé, había adquirido para toda la vida el compromiso de tener algún tipo de material de lectura junto a mí en todo momento, y siempre iría por delante de mi clase en materia de lectura.

Para entonces, sin embargo, nuestra familia había dejado Malta y había sido enviada a los alrededores mucho más austeros de Rosyth, otra base naval en la costa oriental de Escocia. Creo posible que Malta fuera una especie de punto álgido para Yvonne: los británicos estaban por encima de los demás en la semicolonia y había un bar de cócteles e incluso la oportunidad de tener «ayuda» local. No es que deseara regodearse en la ociosidad, pero, tras soportar una niñez de escasez, depresión y posterior guerra, no le podía molestar un poco de color y energía mediterránea, y quizá pensara que se lo había ganado. (Cuando regresábamos de Malta nos detuvimos unas horas en Niza: ella y mi primera experiencia de la Riviera. Recuerdo lo feliz que parecía). La grisura y la monotonía del «cuartel para matrimonios» en un lugar azotado por la garúa como Fifeshire debió de ser un duro golpe para ella.

Pero mi padre y ella se habían unido por primera vez precisamente gracias a la garúa y la austeridad, y a la denodada y terrible guerra contra los nazis. Él, un oficial de carrera de la Marina, estaba en la base de Scapa Flow, la enorme ensenada de aguas frías en las islas Orcadas que ayudó a establecer y mantener el control británico del mar del Norte. Ella era voluntaria en el Servicio Femenino de la Marina Real, o, en la jerga de la época, una «Wren». (Mi fotografía más querida la muestra vestida de uniforme). Tras un breve cortejo durante la guerra se casaron a principios de abril de 1945, no mucho antes de que Adolf Hitler se metiera una pistola en la boca (que al parecer tenía un aliento fétido). Una chica joven y entusiasta de un destrozado hogar judío de Liverpool, casada con un hombre doce años mayor que venía de una familia baptista de Portsmouth, severamente unida aunque algo reprimida. La época de la guerra estuvo llena de ese tipo de uniones improvisadas, en las que probablemente al principio los dos se sentían afortunados, pero sé sin duda que, aunque mi padre nunca dejó de considerarse feliz, mi madre pronto dejó de hacerlo. También decidió, por una razón que creo adivinar, llevar a cabo el engaño no tan pequeño de ocultar a todos los miembros de la familia Hitchens su origen judío.

Ella misma quería «pasar» por inglesa tras observar algo levemente desagradable cuando la visitó mi abuela, que en la década de 1930 trabajaba en asuntos militares. E Yvonne también podía pasar como una morena clara de ojos color avellana y (siempre en mi fantasía e imaginación) aire «francés». Pero, más concretamente, ahora estoy seguro de que no quería que mi hermano y yo pagáramos el impuesto de die Judenfrage, cuestión judía. Lo que no sé es lo que le costó esa ocultación o reticencia. Lo que puedo contar es lo que significó para mí.

La paradoja era esta: en la Gran Bretaña de posguerra, como en la Gran Bretaña de todas las épocas, solo había una forma probada y verificada de movilidad social. El primogénito (por lo menos) debía ser educado en una escuela privada, con el fin de asistir a una universidad decente. Pero las tasas escolares eran altas y a los primerizos les resultaba difícil navegar por los bajíos de la clase, el acento y la posición social. En uno de mis primeros recuerdos coherentes estoy sentado en lo alto de la escalera, escuchando a escondidas una discusión doméstica. Era bastante fácil seguirla. Yvonne quería que fuera a un colegio de pago. Mi padre —el Comandante, como a veces lo llamábamos con ironía y afecto— presentó la objeción pesada pero obvia de que estaba muy por encima de nuestras posibilidades. Yvonne no quería saber nada de eso. «Si va a haber una clase alta en este país —declaró decidida—, Christopher formará parte de ella». Puede que no haya reproducido exactamente sus palabras —¿pudo decir «clase dirigente» o establishment, unos términos que habrían resultado opacos para mí?—, pero la intención era muy clara. Y, desde mi asiento oculto en el gallinero, aplaudí silenciosamente. Así se revela una paradoja adicional: mi madre era mucho menos británica que mi padre, pero quería por encima de todo que me convirtiera en un caballero inglés. (Sé tú, querido lector, quien juzgue qué tal salió eso). Y, aunque quería mantenerme cerca, necesitaba defender con vehemencia que me enviaran lejos por mi bien.

Registré esa contradicción de forma muy aguda cuando, alternando las sonrisas del ánimo maternal y las lágrimas calientes de la separación, me acompañó al internado a los ocho años de edad. Siempre lamentaré un poco no haberme esforzado más en fingir que yo también estaba desolado. Sabía que iba a echar de menos a Yvonne, pero supongo que para entonces había tenido la experiencia esencial de ser amado sin ser excesivamente mimado. Estaba ansioso por seguir adelante. Y en la escuela, que ya había visitado como potencial interno, se encontraba una biblioteca con estantes que parecían inagotables. No había nada parecido en nuestra casa e Yvonne me había enseñado a amar los libros. Lo más cruel que hice nunca, al final de mi primer trimestre lejos de casa, fue volver en Navidad y dirigirme a ella como «señora Hitchens». No olvidaré su cara conmocionada. La etiqueta impuesta en la escuela obligaba a dirigirse a todas las mujeres, desde las esposas de los profesores al personal, así. Pero todavía sospecho que cometí un mezquino subterfugio para llamar la atención.

Acaso esto explique la disminución de mi almacén de recuerdos sobre Yvonne: entre los ocho y los dieciocho años estuve lejos de casa durante la mayor parte del año y los cruciales ritos de paso, desde los sufrimientos de la madurez sexual a la adquisición de amigos, enemigos y una educación, ocurrieron fuera del ámbito familiar. No obstante, siempre supe de alguna manera cómo era ella, y en general podía adivinar lo que no sabía, o lo que se podía inferir leyendo entre líneas sus cartas semanales.

Mi padre era un hombre muy bueno, respetable, honrado y trabajador, pero la aburría, al igual que el resto de su vida. «El único pecado imperdonable —solía decir mi madre— es ser aburrido». Ella quería la metrópoli, con cócteles, visitas al teatro, amigos elegantes y conversaciones ingeniosas, como los que había tenido en su juventud en el Liverpool de antes de la guerra, donde había vivido cerca de Penny Lane y había conocido brevemente a personas como el vehemente gay Frank Hauser, que más tarde se convertiría en director del Oxford Playhouse, y donde un novio la había introducido en la obra del apuesto poeta del Ulster Louis MacNeice, contemporáneo de Auden y autor de Autumn Journal y (su preferido) The Earth Compels. En cambio, lo que tenía era la vida de provincias, en una sucesión de pequeñas ciudades y pueblos ingleses, primero como esposa de un miembro de la Marina y más tarde como esposa de un hombre que, después de que la Marina lo «dejara ir» tras toda una vida de servicio, se dedicó durante el resto de sus días a desempeñar trabajillos insignificantes como contable o «tesorero». Es horrible que te den pena tu madre o tu padre. Y, además, es espantoso sentir eso y al mismo tiempo conocer la impotencia del adolescente para hacer algo al respecto. Todavía peor, quizá, es el consuelo egoísta de que educar a tus padres no es tu trabajo. De todos modos, sabía que Yvonne tenía la sensación de que la vida pasaba a su lado, y sabía que el dinero que podría proporcionarle de vez en cuando unas vacaciones glamourosas o un viaje a la ciudad se gastaba (por su propia insistencia) en cuotas escolares para mí y mi hermano, Peter (que había nacido cuando vivíamos en Malta), así que decidí al menos trabajar muy duro y ser digno de su sacrificio.

No se quedó de brazos cruzados mientras yo estaba fuera. Intentó convertirse en una figura en el mundo de la moda. Quizá respondiendo a la llamada de sus antepasados sombrereros, pero en todo caso decidida a no sucumbir ante la inelegancia que dominaba la Gran Bretaña de posguerra, siempre estaba metida en planes para mejorar la ropa de sus amigas y vecinas. «Si una cosa tengo —decía en un tono levemente defensivo, como si careciera de otras cualidades— es un poco de buen gusto». Personalmente, yo pensaba que también tenía las demás cualidades: durante las vacaciones oficiales en las que los padres visitaban el internado y muchos chicos estaban a punto de morirse de vergüenza, Yvonne nunca hizo ni llevó nada que después sirviera a los otros chicos para mofarse de mí (y eso sucedía en la época en que las mujeres todavía llevaban sombreros). Era sin duda la más guapa e inteligente de las madres, y siempre podía besarla encantado delante de todo el mundo, sin temor a la sensiblería, las manchas de pintalabios u otros desastres. En esos momentos habría desafiado a cualquiera que la utilizara para meterse conmigo, aunque yo era pequeño para mi edad.

Sin embargo, la tienda de ropa no fue bien. De hecho, si no fuera por la mala suerte, Yvonne no habría tenido suerte en absoluto. Recuerdo que con varios amigos y socios intentó lanzar una tienda llamada Pandoras Box y otra llamada Susannah Munday, en honor de una antepasada nuestra de la parte paterna de Hampshire. Esas empresas no despegaron, y la única razón que se me ocurría era que las amas de casa locales eran demasiado grises, miopes y avaras. Me encantaba la idea de pasarme por allí cuando iba de compras, para que pudiera presumir de mí ante sus amigas, se riera y compartiera los cotillees mientras tomaban un café, pero siempre me daba cuenta de que el negocio no marchaba bien. Con qué sobresalto de reconocimiento leí, años después, el misterioso diagnóstico de la situación que hizo V. S. Naipaul en El enigma de la llegada. Escribía sobre Salisbury, que está lo bastante cerca de Portsmouth:

Una tienda podía estar a solo dos o tres minutos a pie de la plaza del mercado, pero podía encontrarse fuera de la principal zona comercial. Muchos negocios pequeños fracasaban, rápida, claramente. Especialmente patéticas resultaban las tiendas que —sin comprender que la gente que tenía importantes compras que hacer las realizaba en Londres— aspiraban al estilo. ¡Qué deprimentes se volvían enseguida esas boutiques y tiendas de ropa de señoras, la histeria de sus dueños se veía en los escaparates!

Podría discrepar con la elección de la palabra «histeria», pero si se sustituyera por «callada desesperación», quizá no anduviera muy lejos. Años más tarde, cuando para mí el término «lucha» se había convertido casi en sinónimo de las palabras «liberación» o «clase trabajadora», nunca olvidé que los pequeñoburgueses también conocían la lucha.

Hablo de la época de mi adolescencia. Mientras la realidad de esa evolución se hacía ineludiblemente evidente (a principios del otoño de 1964, según mi recuerdo más preciso) y mientras se acercaba el momento de regresar a la escuela, mi madre me llevó a hacer un memorable viaje en coche por el puerto de Portsmouth. Creo que tenía una idea de lo que se aproximaba cuando me eché en el asiento a su lado. Había habido unos pocos intentos fatuos y fallidos de hablar de «las cosas de la vida» protagonizados por mis reprimidos e incómodos maestros (y algunas especulaciones espeluznantes de algunos de mis compañeros de clase más avanzados: yo era lo que eufemísticamente se llamaba un chico «de desarrollo tardío»), y de algún modo sabía que mi padre no querría, muy enfáticamente, asumir ningún momento de áspera intimidad masculina con su primogénito, como confirmó mi madre para explicar lo que iba a decir. En los siguientes instantes, mientras guiaba con suavidad el Hillman por la carretera, logró transmitir con una levedad y una destreza casi mágicas la idea de que, si tus sentimientos hacia alguien son lo bastante fuertes y aprendes a tener sus deseos en cuenta, la mutualidad y reciprocidad resultantes compensarán el esfuerzo con creces. No sé cómo lo logró, y todavía me maravilla cómo reconoció y trascendió mi inocencia, pero la consecuencia fue una paz y una satisfacción profunda que todavía siento (y, en algunas ocasiones especialmente buenas, he podido traer a mi mente con claridad).

Nunca le gustó ninguna de mis novias, jamás, pero, aunque a veces sus críticas eran bastante directas («Sinceramente, cariño, es muy dulce y todo eso, pero se parece a un poni de esos que hay en las minas»), nunca me hizo pensar que era una de esas madres que no pueden entregar sus hijos a otra mujer. Tenía tan poco de madre judía que ni siquiera me permitió saber de su ascendencia, algo por lo que le guardo un rencor muy leve. No era sobreprotectora, me dejaba vagabundear y hacer dedo por ahí desde una edad bastante temprana, solo anhelaba que mejorase mi educación (¡ajá!), tenía dos libros de poesía estupendamente encuadernados, además de las obras de MacNeice (Rupert Brooke y The Golden Treasury de Palgrave), que moriré por salvar aunque mi casa se queme; me llevó en coche hasta Stratford para celebrar el aniversario de Shakespeare en 1966 y en el invernal día de ese mismo año en el que me aceptaron en el Balliol College, en Oxford, supe con absoluta certeza que sentía que al menos parte del sacrificio, del tedio y el desánimo de esos años había merecido la pena. De hecho, la bastante rara y copiosa cena «fuera» de esa noche es casi la única celebración familiar de pura alegría que puedo recordar (quizá porque, principal si no exclusivamente, era por mí).

Me duele decir esto último, pero recuerdo muchos paseos agradables por el campo e incluso un épico partido de golf con mi padre, y también muchos buenos momentos con mi hermano Peter, y más momentos con Yvonne de los que puedo contar aquí. Sin embargo, como muchas familias, no siempre conseguíamos actuar como una «unidad». Era mejor cuando había invitados, u otros parientes, o al menos una mascota a la que todos pudiéramos dirigirnos. Cerraré esta reflexión con un recuerdo que no puedo omitir.

Habíamos pasado unas vacaciones familiares —creo que las últimas que pasamos juntos— en la costa de Devonshire, en el centro turístico de Budleigh Salterton, que parecía sacado de la obra de John Betjeman. No pensaba que hubiera sido demasiado tenso para los parámetros de los Hitchens, pero el último día mi padre anunció que los hombres de la familia volveríamos a casa en tren. Al parecer, Yvonne quería tener un poco de tiempo para ella e iba a coger el coche y regresar a casa en etapas fáciles y ociosas. Descubrí que aprobaba la idea: la podía imaginar avanzando alegremente con el vehículo, fumando de la forma y en el momento en que le apeteciera, entablando conversaciones informales e ingeniosas en algunas de las mejores posadas de la carretera. ¿Por qué demonios no? Merecía un poco de sofisticación y refinamiento y unos días de indulgencia sin preocuparse por los malditos gastos.

Al día siguiente estaba en casa con un collarín, después de que un idiota chocara con ella por detrás antes de que hubiera podido embarcarse como era debido en el premio que le correspondía por derecho. Mi padre se encargó silenciosa y eficientemente de todos los aburridos detalles del seguro y la reparación, mientras Yvonne parecía, por primera vez, desalentada y derrotada. Nunca, antes o después, he sentido tanta pena por alguien, ni me he sentido tan impotente para ayudar, o tan preocupado por el futuro o tan incapaz de decir por qué me sentía tan preocupado. Hasta hoy, me cuesta soportar la versión de Danny Williams de una de sus canciones preferidas, «Moon River», porque capta esa especie de nota lánguida que resulta más dolorosa por ser incompleta. Cuando, no mucho después, hice de tramoyista en el Oxford Playhouse (por uno de los primeros sueldos que gané), vi una función de El jardín de los cerezos entre bambalinas —un buen punto de vista para una obra de Chéjov, por cierto— y sentí una punzada de identificación vicaria con las mujeres que nunca llegan a las brillantes luces de la gran ciudad y tampoco pueden contar con la supervivencia de su idilio provinciano. Oh, Yvonne, si hubiera algo de justicia deberías haber tenido la oportunidad de disfrutar al menos de una de las dos opciones, si no las dos.

Poco después me regaló un esmoquin con corbata negra para Oxford, segura de que necesitaría ropa formal para todos los debates de la Union y otros actos de elevada categoría que sin duda iba a protagonizar. Llevé esa ropa unas cuantas veces, pero a mediados de 1968 Yvonne se había acostumbrado sobre todo a leer que me arrestaban cuando llevaba unos vaqueros y una chaqueta de lanilla. Tengo que decir que no se quejaba tanto como habría podido («aunque detesto bastante, cariño, que mis amigas llamen y finjan que lamentan tanto verte así en la tele»). Sus posiciones políticas siempre habían sido liberales y humanitarias y sentía una gran aversión por toda suerte de crueldad o intimidación: pensaba afectuosamente que yo había contraído compromisos sobre todo con los desamparados. Sentía poca simpatía por el inflexible apoyo que mi padre brindaba al Partido Conservador. (Recuerdo que una vez me preguntó por qué había tantos revolucionarios profesionales sin hijos: en su momento me pareció que la pregunta no venía al caso, pero he vuelto a pensar en ella de vez en cuando). A menos que la policía viniera a casa con una orden de arresto —lo que hicieron en una ocasión, tras detenerme cuando estaba bajo fianza por una infracción anterior—, apenas emitía un gemido. Y yo, bueno, estaba impaciente por separarme de mi familia y volar del nido, y en las vacaciones de Oxford y después de licenciarme me trasladé impaciente y ambiciosamente a Londres, y solo volvía a casa el tiempo estrictamente necesario.

Incluso después de todos estos años, veo que apenas soporto criticar a Yvonne, pero había algo acerca de lo que podía tomarle el pelo, y lo hacía. Tenía una ligera —en realidad definitiva— debilidad por las atracciones pasajeras, sectarias y New Age. En mi infancia, era el régimen «Mantente joven, vive más» de Gayelord Hauser: el libro de dietas de un sonriente embaucador que cautivaba a la mitad de las mujeres de clase media baja que conocíamos. Conforme pasaba el tiempo, fueron los falsos resplandores de Khalil Gibran y las enfermizas tautologías de El profeta. Como digo, ella sabía soportar mis burlas, al menos cuando se trataba de cuestiones superfluas o versos ilegibles. Pero (y este es con mucha frecuencia el horrible destino del que se mofa) no me di cuenta de la infelicidad que había tras esas aficiones y no supe valorar, ni remotamente, el daño provocado, hasta que fue demasiado tarde. Permite que lo cuente tal y como se desarrolló ante mis ojos.

Un día que regresé a Oxford, después de haberme mudado a Londres y empezar a trabajar en el New Statesman, avanzaba por High Street y me encontré con Yvonne justo a la salida de The Queen’s College. Nos abrazamos inmediatamente. Mientras la soltaba, vi a un hombre tímidamente apartado: era evidente que llevaba las bolsas con las compras de Yvonne. Nos presentaron. Propuse entrar en la cafetería de Queen’s Lane. No recuerdo cómo fue: yo estaba en Oxford para mantener unos urgentes compromisos políticos y sexuales que en aquella época parecían importantes. El hombre parecía bastante agradable, aunque un poco soso, y tenía una sonrisa contagiosa. Se llamaba Timothy Bryan y recuerdo que pensé que era un nombre sin gracia. No sentí ninguna premonición.

Pero la siguiente vez que la vi, mi madre estaba muy ansiosa por saber qué pensaba de él. Mientras me ponía vaga pero finalmente alerta, le dije que parecía estupendo. ¿De verdad, de verdad, me lo parecía? De repente me di cuenta de que me pedía que aprobara algo. Y todo llegó rápidamente: Yvonne lo había conocido en unas cortas vacaciones que había logrado tener en Atenas, él parecía comprenderla perfectamente, era un poeta y un soñador, ella ya había decidido contárselo todo a mi padre, el Comandante, y se iba a vivir con el señor Bryan. Entre mis pensamientos, el que más recuerdo, mientras el sol se inclinaba sobre nuestro viejo apartamento familiar, situado en un segundo piso, fue: «Por favor, no me digas que has esperado a que Peter y yo fuéramos lo bastante mayores». Ella añadió, con total sinceridad, que había esperado hasta que mi hermano y yo fuéramos lo bastante mayores. También fue por entonces —abandonando toda precaución, como suele decirse— cuando me contó que había tenido un aborto provocado antes de mi nacimiento y otro después. Puedo forzarme a pensar en el de después con ecuanimidad, o al menos con cierto grado de ecuanimidad, pero el anterior es demasiado por los pelos, demasiado cercano con respecto a moi.

Eran los relajados comienzos de la década de 1970 y no tenía el deseo ni la habilidad de «juzgar». En cualquier caso, Yvonne era el único miembro de mi familia con el que podía hablar de sexo y amor. Entonces me informó de que ella y Timothy tenían otra cosa en común. Él había sido ordenado ministro de la Iglesia de Inglaterra (en la famosa iglesia de St.-Martin-in-the-Fields, junto a Trafalgar Square, como descubrí más tarde), pero había calado la naturaleza de la religión organizada. Tanto ella como él eran devotos de Maharishi Mahesh Yogi: el siniestro charlatán que había iluminado a los Beatles en el verano del amor. Me quedé algo aturdido por esa capitulación ante un farsante descarado —«¿Le has dado dinero al Maestro? ¿Te ha dado un mantra secreto para que lo entones?»—, pero cuando la respuesta a la segunda pregunta resultó ser un «sí» tímido y sincero, la perdoné con una carcajada a la que (con una ligera reserva, pensé) ella se unió pese a todo.

Acordamos que Yvonne y el exreverendo vendrían a cenar conmigo en Londres. Sintiéndome más leal hacia mi madre que desleal hacia mi padre, llevé a la feliz pareja a mi restaurante bengalí favorito, The Ganges, en Gerrard Street. Era el corazón de mi Soho gastronómicamente izquierdista y sabía que el establecimiento sería cariñosamente hospitalario con cualquiera de mis invitados. Todo fue bastante bien, y también pude impostar un halo de relevancia a mis inicios como plumilla en la capital. Una pizca de Bloomsbury, Fitzrovia y Soho era, lo sabía, el tipo de especia que Yvonne apreciaría. Mencioné el nombre de un par de autores… pedí esa segunda botella con un vago gesto manual, pagué la cuenta despreocupadamente y me pregunté cómo podría ocultarla en mi cuenta de gastos al día siguiente. Aquel exsacerdote, el señor Bryan, no tenía mala conversación, era aficionado a la poesía y las citas. En la calle, importunado por unos taxistas gitanos, utilicé la palabra «joder» por primera vez en presencia de mi madre, y sentí que se molestaba un poco y se encogía de hombros, divertida por lo inevitable del hecho. En todo caso, me daba cuenta de que estaba contenta por haber ido a la metrópoli, y contenta también de que su nuevo hombre me gustara lo suficiente. Todavía siento una aguda punzada cuando llego a esa esquina de Shaftesbury Avenue donde me despedí de ella, porque a su manera había significado absolutamente todo para mí y porque no volví a verla nunca más.

Creo que debí hablar con ella después, sin embargo, porque la cena de curry había sido a principios del otoño de 1973 y me llamó a Londres (y esa fue sin duda la última vez que oí su voz), en la época que algunas personas llaman la guerra del Yom Kippur y otras guerra del Ramadán, en octubre de ese año. El objeto de esa llamada era informarme de que quería trasladarse a Israel. Lo malinterpreté totalmente como otro impulso casi espiritual («Mami, sinceramente»: todavía la llamaba «mami» a veces) y mi impaciencia me granjeó una breve charla sobre cómo los judíos habían hecho florecer el desierto y estaban realizando esfuerzos heroicos. Quizá los dos fuéramos culpables: yo debería haber sido menos burlón y despectivo y ella podría haber decidido que ese era el momento de contarme lo que había ocultado sobre nuestros lazos ancestrales. De todos modos, le aconsejé que no se trasladara a una zona de guerra, y menos todavía ocupando la tierra sagrada y sangrante de otra persona, además de sus otros problemas y, aunque yo no lo sabía, nos despedimos. Cuánto daría por empezar esa conversación de nuevo.

Para mi padre, llamar era insólito: su laconismo era célebre y en esa época el teléfono se consideraba un gasto. Pero llamó, no muchos días más tarde, y fue al grano con su acostumbrada rapidez. «¿Sabes por casualidad dónde está tu madre?». Dije «no» con total sinceridad y después tuve esa sensación levemente nauseabunda que te asalta cuando te das cuenta de que, sencilla pero educadamente, no te creen. (Quizá esa sensación fuera el tardío residuo de mi reciente complicidad con Yvonne y Timothy, pero mi padre parecía claramente escéptico ante mi respuesta sincera). «Bueno —continuó sin alterar la voz—, no la he visto ni sé nada de ella desde hace días, y su pasaporte no está donde suele estar». He olvidado cómo terminamos, pero nunca olvidaré cómo retomamos esa conversación.

¿Qué significa tener veinticuatro años, ser bastante nuevo en Londres y abrirte camino en la ciudad? Había tenido algunos trabajos y bolos en Fleet Street y en televisión, y acababa de contratarme uno de los semanarios de literatura y política más conocidos del mundo de habla inglesa, y una mañana estaba en la cama con una nueva y maravillosa novia cuando el teléfono sonó y oí la voz de una antigua novia al levantar el auricular. Extrañamente, o así lo percibieron mis mimados y desordenados sentidos, me hizo la misma pregunta que me había hecho mi padre hacía poco. ¿Sabía dónde estaba mi madre? Nunca he sabido pedir perdón, pero ahora desearía haber podido reprimir la irritada idea de que era un poco mayorcito para ese tipo de averiguación.

En todo caso, Melissa fue tan enérgica y tierna como yo habría querido ser si nuestras posiciones se hubieran invertido. ¿Había escuchado las noticias de la BBC esa mañana? No. Bueno, había un breve sobre una mujer con mi apellido que había aparecido asesinada en Atenas. Sentí que todo se venía abajo. ¿Qué? A lo mejor no tenía sentido alarmarse, dijo Melissa dulcemente. ¿Había visto el Times de Londres esa mañana? No. Bueno, había otra breve noticia sobre el mismo asunto. Pero, oye, ¿podría haber un hombre involucrado en el caso? ¿Esa mujer llamada Hitchens (un nombre no muy común, pensé tediosamente) podría haber estado viajando con alguien? Sí, dije, y le di el nombre probable o presumible. «Dios mío, entonces lo siento mucho, pero probablemente es tu madre».

Así que el exreverendo Bryan, bastante inseguro y soso, al que había invitado a cenar hacía muy poco, había asesinado de forma sanguinaria a mi madre antes de quitarse la vida. Bajo ese magro exterior se escondía un psicópata enloquecido. Eso era lo que decían todas las noticias. Se había encontrado a la pareja en un hotel de Atenas; habían muerto por separado pero juntos, en habitaciones contiguas. Para mi padre, que fue el siguiente en llamarme, eso resultó especial y particularmente devastador. Le faltaba poco para cumplir sesenta y cinco años. También tenía que asumir la pérdida del afecto de su adorada esposa, en un momento en que el divorcio todavía se consideraba escandaloso, y había aceptado a regañadientes que ella pasara gran parte de su tiempo en la casa de otro hombre. Pero en la respetable escuela primaria para chicos donde llevaba las cuentas, y en la sociedad circundante del norte de Oxford, los dos respetaban un pacto. Si les invitaban a tomar un jerez o a cenar, iban juntos como si nada hubiera pasado. Ahora, y en primera página, todo se hacía público de inmediato para todo el mundo. No sé cómo llevó el golpe, pero ni siquiera se planteó la posibilidad de que fuera él a Atenas y, en todo caso, yo ya estaba en camino y sinceramente prefería afrontarlo solo.

Ese momento lacerante y atroz de mi vida no supuso la primera confluencia entre lo privado y lo político, pero fue de lejos la más vivida. Para mucha gente de mi generación, la toma del poder en Grecia por parte de unos militares fascistas había sido uno de los momentos definitorios de lo que ahora llamamos retrospectivamente «los sesenta». Que un país de Europa occidental —la frase hecha «cuna de la democracia» se omitía pocas veces— hubiera sido secuestrado por un dictador con gafas de sol y torturadores y cascos de acero, y sin embargo permaneciera en la OTAN: la idea era una sátira vulgar de la propaganda de la guerra fría sobre cualquier «mundo libre». Yo había hablado en la Oxford Union junto a Helen Vlachos, la heroica editora del periódico ateniense Kathimerini, que había preferido cerrar sus puertas con un candado antes que someterse a la censura. Había participado en protestas ante la embajada griega y había repartido innumerables panfletos que se hacían eco del verso de Byron, «Grecia podría ser libre aún». Y entonces, casi mientras mi madre agonizaba, la junta de Atenas había sido derrocada; pero solo por la extrema derecha, así que los sustitutos fueron aún más despiadados que los predecesores. Esa era la situación cuando vi por primera vez la ciudad de Pericles, Fidias y Sófocles: tanques estadounidenses de un tono gris sucio congestionaban la calle mayor y las lustrosas formas de la Sexta Flota de Estados Unidos llenaban el mar de color vino de la bahía de Falero y el cabo de Sunión.

La atmósfera de esa semana de finales de noviembre de 1973 me resulta instantáneamente accesible, casi minuto a minuto. Recuerdo a los estudiantes que gritaban con actitud desafiante tras las desvencijadas puertas del rebelde Politécnico de Atenas, después de la masacre a plena luz del día y sin disimulo de unos manifestantes desarmados que se oponían a la junta. Recuerdo que encontré amigos con heridas de bala que no se atrevían a ir al hospital. También me acuerdo de una fiesta en el horrible piso de un estudiante pobre, donde los presentes tuvieron el extraño gesto de cantar «La Internacional» casi en un susurro, por temor a atraer la atención de la policía secreta, que estaba siempre al acecho. Mi viejo cuaderno todavía contiene el testimonio de víctimas de la tortura, con sus números de teléfono escritos al revés en un torpe intento de protegerlos si me quitaban las notas. Fue una de mis primeras incursiones en el mundo de los escuadrones de la muerte, las organizaciones clandestinas y las repúblicas del miedo.

¿Con Yvonne muerta? Tienes razón al preguntarlo. Pero resulta, como he visto de otras formas en otros lugares, que la separación entre lo personal y lo público no es tan nítida. Al llegar a Atenas, fui a reunirme con el forense que llevaba el caso de mi madre. Se llamaba Dimitrios Kapsaskis. Sonaba claramente familiar. Era el hombre que, sin querer, había tenido un papel estelar en la mejor película de los sesenta, Z. En esa obra maestra del cine político de Costa-Gavras, Kapsaskis testificaba que el héroe Gregory Lambrakis se había fracturado el cráneo accidentalmente en una caída, en vez de decir que se lo había aplastado un agente de la policía secreta. Sentarme frente a ese desharrapado y canalla funcionario e intentar hablar objetivamente sobre mi madre sabiendo lo que les ocurría a mis amigos en la calle fue una experiencia educativa.

Sucedió lo mismo cuando tuve que ir a la comisaría local para realizar otras formalidades. El capitán Nicholas Balaskas se sentó frente a mí en un despacho imponente en la calle Lekkas, que mostraba la llameante Ave Fénix, el logotipo e insignia oficiales de la dictadura. En la embajada británica, que dirigía un cordial y viejo diplomático cuyo hijo había ido conmigo a Balliol, tuve que asistir a un almuerzo en el que un desagradable reaccionario, que era diputado laborista y se llamaba Francis Noel-Baker, pronunció un sermón sobre las virtudes de la junta y (la primera pero no la última vez que oiría la combinación de estos dos argumentos) negaba que torturase a sus prisioneros y al mismo tiempo afirmaba que estaría bastante justificado que lo hiciera.

Después tuve un extraño momento de duelo compartido, que me ayudó a recordar lo que obviamente ya sabía: en otras palabras, que mi dolor no era único. En un destartalado restaurante cercano a la plaza Sintagma soporté un melancólico almuerzo con Chester Kallman. Ese exniño bonito, de quien W. H. Auden había temido que fuera «el rubio equivocado» cuando se conocieron en 1939, había sido el compañero en vida y colaborador en verso del gran poeta, la fuente de gran parte de su miseria y de su felicidad, y el destinatario de algunos poemas especialmente fervientes y consagrados. Tenía cincuenta y dos años y aparentaba setenta, con un temblor casi de abuelita, el labio inferior prominente y una mano imprecisa que derramó su sopa de avgolemono por la parte delantera de su camisa, que ya estaba bastante llena de lamparones. Era difícil imaginarlo como el chico que se había comparado despreocupadamente con Carole Lombard. Unas semanas antes, yo había ido a la catedral de Christ Church en Oxford para asistir a un servicio en memoria de Auden. Mi querido amigo James Fenton, que había sido protegido de Auden e invitado ocasional en la residencia Auden-Kallman en Kirchstetten, acababa de ganar el Premio de Poesía Eric Gregory y decidió invertir el dinero en un viaje a Vietnam que daría sus propios frutos poéticos, de modo que en parte yo había vuelto a Oxford para representarlo en su ausencia, así como para ser testigo de una reunión de poetas, escritores y figuras de la literatura, desde Stephen Spender a Charles Monteith (descubridor de El señor de las moscas), que era improbable que volvieran a coincidir en el mismo lugar. Kallman, a quien le quedaban unos dos años de vida, no parecía especialmente dispuesto a oír hablar de eso. «No deseo —dijo arrastrando las palabras— que se piense en mí como el relicto de Wystan». Quizá de forma poco caritativa, y aunque sabía que había producido su propia obra, me pregunté si de verdad esperaba ser muy recordado, o por mucho tiempo, de otro modo.

La política afectó incluso ese intrascendente momento sentimental. Kallman había hecho todo lo posible por seducir a las tropas de las fuerzas armadas helénicas, y en una ocasión lo había amenazado con el arresto y la deportación un general de brigada llamado Tsoumbas. («Soom-bass»: todavía puedo oír el tañido fúnebre con que pronunciaba el temido nombre). El reciente viraje desde la extrema derecha hacia la derecha todavía más fascista amenazaba con llevar al vil Tsoumbas a un alto cargo, y Chester se mostraba aprensivo y quejumbroso; de forma bastante natural, su propia seguridad ocupaba el principal lugar en su mente.

Pasaba por todos esos procesos mientras esperaba un veredicto burocrático sobre algo de lo que ya estaba bastante seguro. Mi madre no había sido asesinada. Había contraído con su amante un pacto suicida. Tomó una sobredosis de somníferos, quizá bebió un par de tragos de alcohol, mientras él —cuya necesidad de morir debía de ser muy grande— tomaba una sobredosis con copas y, para mayor seguridad, se cortaba las venas en una bañera con agua caliente. Nunca sabré qué profunda tristeza hizo que esa solución le pareciera a mi madre la única salida: la centralita del hotel registraba varios intentos de llamar a mi número en Londres que el operador no había logrado conectar. ¿Quién sabe qué habría cambiado si Yvonne hubiera podido oír mi voz, incluso en la situación más extrema? Quizá yo hubiese dicho algo para alegrarla o burlarme de ella: algo para hacer frente a su desesperación, algo que sirviera de contrapeso a su deseo mortal.

Un penúltimo elemento desgraciado completa casi del todo este episodio. Cada vez que oigo la fea expresión «cierre», me doy cuenta de que yo, al menos, nunca lo alcanzaré. Eso es porque la policía de Atenas me hizo mirar una fotografía de Yvonne tal como había sido descubierta. No diré nada de ella, salvo que la escena era decente y pacífica, pero ella estaba fuera de la cama y en el suelo, y el teléfono que había en la mesilla junto a la cama estaba descolgado. Es imposible «leer» este fragmento de medicina forense con seguridad, pero siempre tendré que preguntarme si recuperó la conciencia brevemente, o incluso si se arrepintió de su decisión demasiado tarde e intentó seguir viva hasta el final.

En todo caso, así es como termina. Finalmente me llevaron a la suite de hotel donde sucedió todo. Hubo que llevarse los dos cuerpos y que sellar los ataúdes antes de que yo llegara. Eso se debía a una razón lúgubremente sórdida: había llevado un tiempo descubrir a la pareja. El dolor es tan agudo y exquisito, y el decorado de las dos habitaciones tan desagradable y hortera, que oculto mis lágrimas y mi náusea fingiendo buscar un poco de aire en la ventana. Y allí, por primera vez, encuentro una imagen completa y aplastante de la Acrópolis. Por un momento, como el muro de Berlín y otras vistas famosas que se ven por primera vez, casi se parece al recuerdo de una postal. Pero después se vuelve totalmente auténtica y única. Ese templo debe de ser el Partenón, y casi está lo bastante cerca como para alargar la mano y tocarlo. La habitación que hay detrás de mí está llena de muerte y oscuridad y depresión, pero de repente, de nuevo y totalmente presentes, surgen el brillo, el deslumbramiento y la intensidad del verde, azul y blanco de la luz y el aire vivificantes del Mediterráneo que me dieron mi primera esperanza y confianza. Solo desearía estar agarrando la mano de mi madre.

Yvonne, entonces, fue lo exótico y el sol cuando fácilmente podría haber tenido una infancia teñida de un severo y obediente gris inglés. Era la nata en el café, la ginebra en el Campari, la oferta de vino o champán en vez de cerveza, la risa en la cara de los pesados, los labios fruncidos y los roñosos, el seguro contra los intolerantes y los mojigatos. Su derrota y su desesperación también fueron las mías durante mucho tiempo, pero tengo razones para saber que quería que yo resistiera la congoja y, cuando una vez me oí contarle a alguien que mi madre me había permitido tener «una segunda identidad», me eché un vistazo y pensé: no, quizá, con suerte, había representado la primera y más verdadera.

Una coda sobre la cuestión del suicidio

A lo largo de las últimas cuatro décadas, me he sumergido intermitentemente en deprimentes intentos de imaginar o «meterme» en el estado de ánimo de mi madre cuando decidió que no merecía la pena vivir el resto de su vida. Hay una literatura considerable sobre el tema y me he esforzado en escudriñarla, pero toda me ha parecido demasiado pesada, general y sociológica como para servir de mucha ayuda. Además, la escritura sobre el suicidio en nuestra época se ha producido generalmente mucho después de que el propio acto dejara de ser considerado ipso facto inmoral o merecedor de una ronda extra de dolor y castigo post mórtem en la eternidad. Yo mismo me quedé bastante atónito, cuando trataba con el capellán anglicano del cementerio protestante de Atenas (que era el único lugar de descanso acorde con los deseos de mi madre), al descubrir que esa época no había terminado del todo. El reverendo, con rostro de cordero, no quería hacer su trabajo. Farfulló algo sobre la dificultad de enterrar a los suicidas en suelo sagrado, y puede que tuviera algo que decir acerca de que mi madre hubiera cometido adulterio… En todo caso, extendí algo de dinero hacia él y se volvió mohínamente obediente como suele hacer el clero. Aunque tuvo suerte, porque yo no podía sentir más antipatía y desprecio por su enfermiza religión de lo que ya sentía. Si hubiera sido un protestante genuino de cualquier convicción, habría aprendido pronto cuál es el tacto de una bota estampada en su marchito trasero. Al salir, a través de los circundantes recintos ortodoxos, me detuve para dejar unos claveles rojos en la enorme pila de tributos que había sobre la tumba del gran Giorgos Seferis, poeta nacional griego y enemigo de toda superstición, cuyo funeral en 1971 había propiciado una silenciosa manifestación masiva contra la junta.

En un grado extraordinario, la moderna escritura sobre el suicidio asume como punto de partida la muerte de Sylvia Plath. Cuando leí por primera vez La campana de cristal, la frase que más me impactó era la que utilizaba para describir la ciudad de su padre. Otto Plath había nacido en Grabow, un lugar aburrido en lo que solía llamarse «el corredor polaco». La mujer enferma de angustia que era su hija describió el lugar como «una aldea maníaco-depresiva en el negro corazón de Prusia». Su poema «Papi» debe de ser el veredicto más estricto de una hija a un progenitor masculino desde la última reunión de la casa de Atreo, e incluye la opinión especialmente perturbadora de que, a causa del maltrato paterno, «toda mujer ama a un fascista […] la bota en la cara».[5]

Los antepasados de mi madre procedían de una localidad pequeña y definitivamente bastante angustiada de la Prusia germano-polaca, y su padre había hecho sufrir a su madre terriblemente antes de desmaterializarse en la niebla de la guerra, pero Yvonne no era una de esas personas que, después de que otros les hagan daño, hacen el «daño a cambio». Más bien esperaba que recayera sobre ella la tarea de proteger a otros frente a ese dolor. No creo, por llamativa que sea la imagen, que toda una «aldea» pueda ser maníaco-depresiva. Sin embargo, puedo perdonar a la Plath su metáfora posiblemente subconsciente porque la mayor parte de lo que aprendí sobre el trastorno bipolar lo aprendí de Hamlet.

«Desde hace un tiempo —nos cuenta el príncipe de Dinamarca—, no sé la razón, he perdido la alegría». Todo el que vive ha experimentado en ocasiones esa sensación, pero los versos que la acompañan son la mejor definición de la tristeza que se ha hecho nunca. («Cansado de vivir, con miedo a morir» es la segunda mejor condensación, y aparece en «Old Man River»). ¿Quién continuaría con el infinito tedio y la potencial desgracia si no pensara que la extinción es todavía menos deseable o que —como se dice en otro de los volubles monólogos de Hamlet— «el Dios eterno» no ha «dictado su ley contra el suicidio»?

Según el estudio de Giles Romilly Fedden, hay catorce suicidios en ocho obras de Shakespeare, entre los cuales se incluyen los deliberados y en apariencia nobles finales de Romeo, Julieta y Otelo. Es interesante que solo Ofelia, cuya muerte por mano propia no es estrictamente intencionada, sea objeto de la condena del clero. Mi indiferencia hacia la religión y mi rechazo a dar crédito a todo parloteo sobre una vida después de la muerte me han privado, por desgracia, de la sincera satisfacción que disfruta Laertes, hermano de Ofelia, cuando planta cara al clérigo moralista y dice:

Y a ti, cura brutal, te digo:

ángel intercesor será mi hermana mientras tú aúlles

en los infiernos.

Memorable, sin duda, pero demasiado dependiente de la maldad y estupidez del dualismo cielo/infierno, y de poca utilidad para mí a la hora de entender cómo una persona considerada, afectuosa y alegre como Yvonne, que gozaba de una salud razonable, quería dejarlo todo. Pensé que podría tener algo que ver con lo que los especialistas llaman «anhedonia», o la repentina incapacidad de obtener placer de nada, especialmente de lo placentero. Al Álvarez, en su arduo y exigente estudio del tema, El dios salvaje, vuelve a menudo al suicidio de Cesare Pavese, que se quitó la vida en la aparente plenitud de sus facultades. «El año antes de morir entregó dos de sus mejores novelas. […] Un mes antes del final, recibió el Premio Strega, el mayor homenaje que puede obtener un escritor italiano. “Nunca he estado tan vivo como ahora», escribió, «nunca he sido tan joven”. Unos días después estaba muerto. Quizá la propia dulzura de sus poderes creativos hiciera que su depresión innata fuera más difícil de soportar».

Eso es casi lo mismo que me dijo William Styron en una cena grasienta en Hartford, Connecticut, sobre un momento dorado en París en el que esperaba recibir un enorme premio en metálico, una medalla y una insignia por sus logros literarios y una cena estupenda a la que estaban invitados todos sus amigos. «Miré anhelante desde el vestíbulo a la calle. Y digo anhelante de verdad. Pensé: si pudiera lanzarme a través de esas pesadas puertas giratorias podría meterme bajo las ruedas de ese autobús misericordioso. Y entonces la agonía podría terminar».[6]

Pero mi pobre Yvonne nunca había sufrido un exceso de recompensas y reconocimiento, del tipo que a veces hace que la gente honrada se sienta avergonzada o incluso indigna. Sin embargo, lo que había hecho era enamorarse, algo por lo que suspiraba desde hacía mucho, e incluso entonces había descubierto que en parte era demasiado tarde para eso. En teoría tenía todo lo que podría haber deseado: un hombre encantador que la adoraba; un intervalo en el que sus hijos habían crecido y no necesitaba guardar un nido; una perspectiva de ociosidad y un marido que no querría vengarse. Muchas mujeres inglesas de su clase y su época se habrían considerado afortunadas en su situación. Pero en la práctica estaba al borde de la menopausia, había cambiado un marido servicial, ahorrador y devoto por un hombre imprevisor y voluble, para acabar descubriendo que «voluble» significaba en realidad… maníaco-depresivo. Quizá mi madre no necesitaba ni deseaba morir, pero necesitaba y deseaba a alguien que necesitaba y deseaba morir. Eso va más allá de la anhedonia.

Casos como el de mi madre también se apartan del amplio panorama que trazó Émile Durkheim sobre el lugar del suicidio en sociedades alienadas, desarraigadas e impersonales. Siempre he admirado a Durkheim por señalar que el pueblo judío inventó su propia religión (en oposición a la opinión absurda y totalitaria de que fue justo al revés), pero su categorización del suicidio no incluye el nicho del tamaño de Yvonne que llevo tanto tiempo intentando identificar y localizar. Clasificó la acción bajo las tres cabeceras de egoísta, altruista y anómico.

El «egoísta» tiene un título confuso, porque en realidad se refiere al suicidio como reacción a la fragmentación o atomización social: a períodos en que las viejas certezas o solidaridades se descomponen y la gente siente pánico, inseguridad y soledad. (Así, un corolario sería el hecho observable de que la tasa de suicidios cae en tiempos de guerra, cuando la gente se agrupa en torno a una bandera y también ve las propias pequeñas miserias en mejor proporción). El «altruista» tiene asimismo una connotación que remite a los tiempos de guerra, porque denota la disposición a entregar la propia vida por el bien de un colectivo mayor, o posiblemente un colectivo menor como la familia o —el capitán Oates en la expedición condenada al fracaso de Scott— el grupo. Albert Camus aportó un bello resumen de este fenómeno al decir: «Lo que se llama razón para vivir también es una excelente razón para morir». Álvarez extiende los tropos de Durkheim para incluir fanatismos tribales y religiosos, como los pilotos kamikazes o los hindúes que estaban extáticamente dispuestos a arrojarse bajo las ruedas del Juggernaut impulsado por la divinidad. El suicidio «anómico», finalmente, es el resultado de un cambio súbito y estridente en la posición social de una persona. «Un divorcio doloroso o una muerte en la familia» se encuentran entre los ejemplos que Álvarez presenta como típicos.

Resulta interesante que esta taxonomía parece no decir nada sobre el «tipo» de gente que tiende al suicidio. Por experiencia diría que quizá existe ese tipo de personas, y que puede ser peligrosamente frívolo decir que quienes intentan suicidarse solo piden «ayuda». Sé de algunos que, tras una o incluso varias «tentativas» desganadas, pusieron fin a su vida de forma decidida. Pero, siguiendo cualquier medida imaginaria, Yvonne no pertenecía al «tipo». Aborrecía la auto-compasión y sospechaba de todo lo que era demasiado ostentoso o efusivo. Sin embargo, también había encontrado a alguien que tal vez era bipolar o pertenecía en otros sentidos al «tipo», y sin duda había sufrido una pérdida desgarradora, brusca y súbita de la posición social y seguridad (y respetabilidad) que siempre habían sido muy importantes para ella. Si a esto se une el miedo corrosivo a perder el atractivo… en todo caso, para mí, una lacerante separación matrimonial había llevado indirectamente a «una muerte en la familia».

Las categorías de Durkheim parecen casi demasiado grandiosas para el suicidio (cómo nos gustaría a todos que nuestras muertes poseyeran algo de sentido). El egoísta no lo cubre todo; ni tampoco lo hizo el altruista cuando leí sobre él; para mi oído marxista, la «anomia» solía ser lo que los meros individuos tenían en vez de lo que, con una mejor comprensión de su posición de clase, habrían reconocido como alienación. Yvonne era «anómica» entonces, pero también tenía un toque de altruista. De las dos notas que dejó, una (que, con perdón, no pienso citar) era para mí. La otra era para quien tuviera que cargar con la responsabilidad de encontrarla, o más bien encontrarlos. También me sentí bastante deshecho por la segunda nota: esencialmente, se disculpaba por el desorden y la incomodidad. Oh, mami, tan típico tuyo. En su comunicación privada daba la impresión de pensar que eso era lo mejor para todos, y que era en cierto modo un pequeño sacrificio que a largo plazo acabaría beneficiando a todos los que la adoraban. Se equivocó.

Para el anómico, es casi seguro que Pavese aportó el mejor texto al observar con bastante sequedad que «a nadie le falta una razón lo bastante buena para el suicidio». Y Álvarez proporciona a los suicidas el epitafio más amable, escribiendo que, al convertir la muerte en una elección consciente, «una suerte de libertad mínima —la libertad de morir de la manera que uno decide y en el momento que uno elige— es rescatada del naufragio de todas esas necesidades no deseadas».

Una vez hablé en una reunión en memoria de un suicida altruista: el estudiante checo Jan Palach, que se prendió fuego en la plaza Wenceslas de Praga para desafiar a los rusos que invadían su país. Pero desde entonces he tenido muchas oportunidades de sentir náuseas ante la mera idea del «martirio». Las mismas religiones monoteístas que condenan el suicidio individual tienen una tendencia a exaltar y elogiar en exceso a quienes se matan a sí mismos (y a otros) con un himno o una oración en los labios. Como casi todos los demás autores, Álvarez malinterpreta la Masada: dice que «cientos de judíos se suicidaron» allí «en vez de someterse a las legiones romanas». En realidad, unos fanáticos religiosos que habían sido expulsados incluso de otras comunidades judías asesinaron primero a sus propias familias y después se echaron a suertes el elevado deber de asesinarse unos a otros. Solo los últimos tuvieron que matarse a sí mismos.

Así, con la mente dividida una vez más, a menudo quiero estar de acuerdo con Augie March, el personaje de Saúl Bellow. Cuando sus mayores lo reprenden y le ordenan que se conforme y «acepte los datos de la experiencia», responde: «Nunca puede estar bien ofrecerse a morir, y, si eso es lo que te ofrecen los datos de la experiencia, entonces debes seguir adelante sin ellos». Sin embargo, mi siguiente tema es un hombre que durante mucho tiempo se ganó la vida enfrentándose a la muerte y que habría estado perfectamente dispuesto a ofrecerse a morir por una causa que consideraba (y que era) más grande que él.