Prólogo con premoniciones

¿Qué tiene que ver la Inglaterra de 1940 con la Inglaterra de 1840? Pero después, ¿qué tienes que ver tú con el niño de cinco años cuya fotografía guarda tu madre sobre la repisa de la chimenea? Nada, salvo que sois la misma persona.

GEORGE ORWELL, «El león y el unicornio: el socialismo y el genio inglés» (1941).

Lee tu propio obituario; dicen que vives más. Te da nueva savia. Un nuevo contrato vital.

LEOPOLD BLOOM en Ulises

Delante de mí tengo una hermosa edición de Face to Face, la elegante revista que reciben los socios de la National Portrait Gallery de Londres. Contiene los habituales anuncios de futuros actos y exposiciones. La página que ha atraído y atrapado mi mirada es la que llama la atención sobre una exposición que empieza el 10 de enero de 2009, titulada «Martin Amis y amigos». La muestra presentará la obra de una talentosa fotógrafa llamada Angela Gorgas, que fue amante de Martin entre 1977 y 1979. En la página hay una fotografía hecha en París en 1979. Muestra, de izquierda a derecha, a mí, a James Fenton y a Martin, apoyados en una balaustrada que domina la ciudad de París. Recuerdo bien el momento: fue tras una comida decente en algún lugar de Montmartre y mirábamos la horrible arquitectura de tarta de bodas del Sacré Coeur por encima de los torneados hombros de Angela. (Quizá eso explique la expresión dispépsica de mi rostro).

En el texto que acompaña la imagen, aparentemente escrito por Angela, figura la siguiente frase sobre la ocasión en que conoció por primera vez al cautivador joven Amis:

Martin era director literario del New Statesman, donde trabajaba con el difunto Christopher Hitchens y Julian Barnes, que estaba casado con Pat Kavanagh, por entonces agente literaria de Martin.

Así que ahí está, negro sobre blanco, la expresión fea y sin adornos que un día será indiscutiblemente cierta. No está al alcance de todo el mundo leer sobre su propia muerte, y menos cuando se anuncia de pasada y con un tono tan flemático. En el momento en que escribo estas líneas, en los meses finales de 2008, tras haber recibido esta nota de recuerdo del futuro, ese futuro todavía contiene la inauguración de la exposición y la publicación de estas memorias. Pero la exposición y las referencias de su catálogo ejemplifican elementos todavía vitales de mi pasado. Y ahora, un tanto abruptamente:

Entre la idea

y la realidad

entre el movimiento

y el acto

cae la Sombra.[2]

«Los hombres huecos» de T. S. Eliot no constituyen mi cohorte, o eso espero, aunque a veces uno puede desear hallarse entre los estoicos «que han cruzado, con la mirada fija, al otro Reino de la muerte». La verdad es que todos los intentos de imaginar la propia extinción son, por definición, fútiles. Uno solo puede visualizar los aspectos banales del acontecimiento: en mi caso, no los deudos en el funeral (de nuevo excluidos por las propias reglas del juego), sino las constantes paladas de correos electrónicos que llegarán a mi bandeja de entrada el día de mi fallecimiento, y también cómo mi buzón terrestre quedará congestionado, hasta que alguien haga algo para detener la robótica estupidez electrónica, o hasta que la falta de pago lleve a una abrupta cancelación de las cuentas y los cheques y las peticiones, ninguno de los cuales llegó durante mi vida en las proporciones correctas el día correcto. (¿Acaso podría obtener una suscripción para toda la vida a Face to Face, y que esto continuara para siempre, o —quizá quiero decir— para toda la eternidad?).

El director de la National Portrait Gallery, el excelente Sandy Nairne, me ha escrito una angustiada carta en la que no solo pide disculpas por haberme matado, sino que ofrece una explicación y una restitución. «La muestra —explica— también incluye una fotografía de Pat Kavanagh con Kingsley Amis. Se hizo un cambio de último minuto en el texto, y en vez de decir “la difunta Pat Kavanagh” se refiere a ti».

Esta bienintencionada misiva hace las cosas más dolorosas y espeluznantes, en vez de menos. Acabo de abrir una carta del marido de Pat Kavanagh, Julian Barnes, en la que me agradece mi nota de condolencia por la repentina muerte de su esposa a causa de un cáncer cerebral. También le había felicitado por el enorme éxito de crítica que ha cosechado su reciente meditación sobre la muerte, Nada que temer, que constituye una extensa reflexión sobre ese «país desconocido». En mi carta a Julian, elogiaba su equilibrio en el contraste entre Lucrecio, que decía que, puesto que uno no sabrá que está muerto, no hay que temer a la muerte, y Philip Larkin, que observa en su imperecedera «Albada» que ese es exactamente el elemento de la condición post mórtem que asusta de verdad, y debe hacerlo (las cursivas son mías):

La segura extinción

a la que siempre vamos y en que nos perderemos.

No estar aquí, ni estar en ningún otro sitio,

y pronto; nada más terrible ni más cierto […]

esa tela ilusoria

que dice: «Ningún ser racional teme lo

que no siente», sin ver que ese es nuestro temor…[3]

Así que es algo pequeño y algo grande que me haya ganado esas palabras transpuestas, «el difunto», que editorialmente pertenecían a la adorada esposa de Julian y que se han adherido a mí por accidente. Cuando por primera vez di forma a la idea de escribir unas memorias, tuve las reservas habituales: me parecía que todo el empeño llegaba quizá «demasiado pronto». Nada disuelve esa mezcla de falsa modestia y reticencia natural más rápido que la brusca conciencia de que el proyecto podría quedar, en cualquier momento, descartado definitivamente, por haber comenzado demasiado «tarde».

Pero todos somos «hombres muertos de permiso», como dijo Eugene Levine en el juicio que le hicieron en Munich por revolucionario tras la contrarrevolución de 1919. Todavía existen quienes, a menudo, por alguna razón, en la India, se ganan la vida reclamando impuestos patrimoniales a los difuntos. De Gógol a Google: si ahora uno repasa la cofradía de aquellos que han vivido para leer sobre su propia muerte, encuentra desde el relativo buen humor de Mark Twain, que como es bien sabido declaró que la noticia era una exageración, hasta Ernest Hemingway, cuyo biógrafo cuenta que leía cada mañana las necrológicas con una copa de champán (al final se cansó de su alegre novedad y sacó su escopeta), o el nacionalista negro Marcus Garvey, que, según algunas versiones, sufrió un derrame cerebral mientras leía la noticia de su muerte. Robert Graves vivió como un roble durante casi siete décadas después de que lo declarasen muerto en el Somme. Los medios de comunicación informaron dos veces de la muerte de Bob Hope: en la segunda ocasión me llamó una cadena de televisión para que confirmara o desmintiera la información, y ahora desearía no haber dicho tan confiado, tras haberlo atisbado hacía poco en la embajada británica en Washington, que la última vez que lo había visto parecía bastante muerto. Paul McCartney, el papa Juan Pablo, Harold Pinter, Gabriel García Márquez… el hilo de honor y vergüenza persiste, pero hay un llamativo ejemplo que resulta más caprichoso. Se dice que Alfred Nobel, celebrado fabricante de explosivos, se sintió tan disgustado por el especial énfasis que se hacía en la faceta de «mercader de la muerte» en las erróneas noticias sobre su propia extinción que decidió compensarlo y donar fondos para un premio por la paz y servicios a la humanidad (que, añadiría yo, ha supuesto un aburrimiento y un fraude gigantescos desde entonces). «Mientras no hayas hecho algo por la humanidad —dijo el gran educador estadounidense Horace Mann—, debería darte vergüenza morir». Bueno, ¿quién puede superar esa prueba?

En algunos sentidos, la fotografía que me muestra con Martin y James es del «difunto Christopher Hitchens». En todo caso, es de otra persona, o de alguien que en realidad no existe en la misma forma corpórea. Las células y moléculas de mi cuerpo y cerebro se han sustituido y han disminuido (respectivamente). El joven relativamente esbelto que miraba el futuro se ha metamorfoseado en una persona bastante corpulenta que sabe, con pena pero también con resignación, que cada día representa cada vez más y se sustrae de cada vez menos. Mientras escribo estas palabras, tengo exactamente el doble de la edad del chico de la imagen. El placer ocasional del paso de los años —mirar hacia atrás y reflexionar sobre lo lejos que ha llegado uno— es rápidamente modificado por la idea que surge inmediatamente después, sobre el relativo poco tiempo que queda. Siempre supe que había nacido en una lucha que iba a perder, pero ahora lo «sé» de una forma más objetiva y subjetiva que entonces. Cuando el obturador se cerró en París esperaba y trabajaba por el derrocamiento del capitalismo. Cuando me senté a escribir esto, después de que con el capitalismo me fuera algo mejor de lo que nunca esperé, los mercados financieros se habían desplomado, casi el mismo día en que cumplía cincuenta y nueve años y medio, y por tanto podía utilizar mis «fondos para la jubilación» administrados por Wall Street. Mi viejo marxismo regresó mientras contemplaba el «trabajo muerto» que se había acumulado en esa cuenta, lo veía despilfarrado en una victoria del capital financiero sobre el capital industrial, observaba la vieja dicotomía entre valor de uso y valor de cambio, y veía de nuevo la victoria de los monopolistas que «hacen» dinero sobre aquellos que solo tienen el poder de ganarlo. Decididamente, era interesante encontrarme actuarialmente extinto en el último trimestre del mismo año que también me había «eliminado» desde un punto de vista más literario y artístico.

Ahora poseo otra fotografía de esa misma visita a París, y demuestra ser un apuntador proustiano todavía más fuerte. Tomada por Martin Amis, me muestra junto a la ravissante Angela, en el exterior de una pastelería que parece encontrarse bastante cerca de la rué Mouffetard, elogiada en la primera página de París era una fiesta. (¿Es posible que la caja que llevo en la mano contenga una magdalena?). De nuevo, la persona que aparece no soy yo mismo. Y hasta hace poco no habría podido darme cuenta, pero ahora veo claramente lo que mi mujer discierne en cuanto se la muestro. «Te pareces muchísimo a tu hija», exclama. Y así es, o más bien, para ser justos, ella se parece a mí, o al menos a como era entonces. El siguiente comentario es también más evidente para ella que para mí. «Lo que de verdad pareces —dice tras una pausa— es judío». Y en algunos sentidos lo soy —aunque el concepto de «aspecto» judío me molesta un poco—, como explicaré. (También explicaré por qué el chico de la foto no conocía su origen judío). Todo esto también es un atisbo de la mortalidad, porque no hay nada que nos haga pensar más en nuestra inminente extinción que el crecimiento de nuestros hijos, a quienes hay que hacer sitio, y que de hecho son el único indicio del matiz de una esperanza de inmortalidad.

Y sin embargo sigo aquí, decidido a seguir adelante. De los muchos rostros que fueron bellos y hermosos en el catálogo, una dolorosa cantidad pertenece a antiguos amigos (el maravilloso ilustrador y caricaturista Mark Boxer, el encantador pero frágil Amschel Rothschild, el adorable personaje de sociedad y derrochador —y medio hermano de la princesa Diana— Adam Shand-Kydd) que murieron mucho antes de alcanzar mi edad actual. Las noticias de otras partidas todavía no habían llegado hasta mí. «Nunca habría creído que la muerte hubiera deshecho a tantos». A lo largo de mi carrera, me las he arreglado para asumir casi cualquiera de las tareas que se le pueden pedir al gacetillero, desde ser un corresponsal aficionado en el extranjero hasta sustituir al crítico de cine, pasando por escribir editoriales polémicos a contrarreloj. Sin embargo, puede que haya empleado mal la palabra «asumir» más arriba, porque hay dos trabajos que nunca he podido realizar: cubrir un acontecimiento deportivo y escribir el obituario de una persona viva. El primer fracaso se debe a que no tengo el menor conocimiento o interés por los deportes, y el segundo a que —pese a que estoy firmemente convencido de no ser supersticioso— no puedo, ni siquiera a cambio de dinero, escribir sobre el fallecimiento de un amigo o colega antes de que la lechuza de Minerva haya desplegado sus alas y yo sepa que la oscuridad ha llegado de verdad. Me atreveré a decir que alguien, en algún lugar, ya ha escrito mi necrológica provisional. (Stephen Spender estaba en casa de W. H. Auden cuando este último recibió una invitación del Times para escribir la necrológica de Spender. Se lo dijo en el desayuno, preguntándole con aire pícaro: «¿Hay algo que te gustaría que dijera?». Spender pensó que ese no era el momento de decirle a Auden que ya había escrito su necrológica para el propio editor del mismo periódico). Varios directores de los observatorios de la muerte me han rogado en distintas ocasiones que haga lo mismo para Edward Said, Norman Mailer y Gore Vidal —por citar unos nombres que se repetirán si te quedas conmigo—, y siempre he tenido que rechazar la oferta. Pero ahora me encuentras aquí, intentando construir mi propio puente, si no desde la mitad del río, al menos a cierta distancia de la otra orilla.

El periódico de hoy lleva la noticia de la muerte de Edwin Shneidman, que dedicó toda su vida al estudio y la prevención del suicidio. Se refería a sí mismo como «tanatólogo». La necrológica, repleta de la pseudoironía que tanto le gusta a la profesión casi moribunda del periodismo diario impreso, se cierra con estas palabras: «Morir es una cosa, quizá la única, de la vida que no tienes que hacer —escribió Shneidman—. Quédate por aquí el tiempo suficiente y estará arreglado sin que tengas que hacer nada». Un escritor más refinado podría haber observado la relación con unos celebrados ripios de Kingsley Amis:

Tengo algo que decir a favor de la muerte:

no te obliga a dejar la cama, y es una suerte.

A cualquier parte, estés de pie o tumbado

llega hasta ti sin cobrar recargo.

Y, sin embargo, no puedo aplaudir ese admirable fatalismo. Personalmente, quiero «hacer» la muerte en voz activa y no pasiva, y estar allí para mirarla a los ojos y estar haciendo algo cuando venga a buscarme.

Examinando la lista de todos los amigos que la Parca se había llevado, el gran bardo escocés William Dunbar escribió su «Lament for the Makers» a principios del siglo XVI y terminó cada estrofa de duelo con las palabras Timor mortis conturbat me. Es un estribillo casi litúrgico —«El miedo a la muerte me angustia»— y no confiaría en nadie que no haya sentido algo así. Pero imagina lo nauseabunda que resultaría la vida, y qué rápidamente, si nos dijeran que no tendría fin… Para empezar, yo no tendría ningún incentivo para escribir estos recuerdos. Incluirán algún relato sobre las varias veces que podría haber muerto y sobre las veces en que estuve a punto de hacerlo.

La mención de algunos de los nombres que he citado hace que me pregunte si, sin que yo fuera consciente de ello, me he convertido retrospectivamente en parte de un «grupo» literario o intelectual. La respuesta parece ser afirmativa y, por tanto, prometo ofrecer algún relato sobre cómo los «grupos» no se forman deliberadamente ni se construyen, sino que, como dijo Oscar Wilde, «sencillamente ocurren».

Jano es el nombre que dieron los romanos a la deidad tutelar que vigilaba las puertas y, por tanto, miraba hacia los dos lados. Las puertas de sus templos se mantenían abiertas en tiempos de guerra, el momento en que las ideas de la contradicción y el conflicto reinan con más naturalidad. Las guerras más intensas son las guerras civiles, del mismo modo que los conflictos más vividos y desgarradores son internos, y lo que espero hacer a continuación es dar una idea de cómo es luchar en dos frentes al mismo tiempo, intentar mantener ideas opuestas vivas en la misma mente e incluso mostrar dos caras distintas al mismo tiempo.