«Nunca hubo una guerra buena ni una paz mala»
Benjamín Franklin
Era media mañana, y la lluvia ligera que había estado cayendo desde el amanecer finalmente se había filtrado por los árboles para caer sobre el techo de metal con gotas gordas y ruidosas. El sonido era irritante para Horton, ya con los nervios exacerbados por la tensión acumulada del confinamiento.
—Nada —dijo Horton, alejándose de la mesa donde estaban el analizador y el Obstructor lado a lado—. No hay nada aquí. ¿Correcto? Usted tampoco vio nada, ¿verdad?
—No hubo coincidencias… —empezó Schrier.
—Espero que le diga eso a Wilkins.
—Pero eso no significa que no haya nada aquí. El código puede ser diferente para un Obstructor. O usted puede equivocarse, y puede estar oculto en el código base.
—O puedo estar mintiendo.
—O puede estar mintiendo —coincidió Schrier—. Pero pienso que usted es demasiado inteligente como para mentir acerca de algo en lo que lo pueden sorprender. Pienso que es demasiado inteligente como para subestimarnos.
—Yo no soy el enemigo —dijo Horton, moviendo la cabeza—. Simplemente quiero volver a mi vida. Pero si Wilkins me hace elegir, podría convertirme en uno.
Schrier se mordió los labios y no dijo nada.
Horton suspiró.
—¿Qué hay ahora?
—Siga mirando. ¿Quién sabe cuántos agregados hay en este sistema? Por lo que hemos visto hasta ahora, tengo la sensación de es un montón de basura.
Acercando su silla, Horton dijo con cansancio:
—Eeny, meeny, miney, moe…
Sólo tuvieron una hora más para ellos antes de que el coronel Robert Wilkins abriera la puerta de la barraca y mostrara su silueta en el marco de la puerta.
—Informe —dijo simplemente.
—Sí, señor, coronel, señor —musitó Horton por lo bajo.
—Nada que informar, señor —dijo Schrier, poniéndose de pie—. No hay coincidencias entre los dos sistemas que no estén cubiertas por funciones normales de control.
—¿No tienen nada que mostrarme por tres días de trabajo? Está dejando que este hombre demore el trabajo.
—Oh, podemos mostrarle muchas cosas —dijo Horton, levantándose detrás de Schrier—. Podemos mostrarle una pequeña imagen del supervisor del proyecto de ADT, completa con cuernos y un bigote. Podemos mostrarle los resultados de los últimos diez juegos de fútbol americano entre Texas y Texas A&M, los números de teléfono de tres mujeres de honestidad dudosa y como quinientas palabras de La balada del viejo marinero.
Horton rodeó al técnico y quedó frente a Wilkins.
—Oh, no, no se nos escapó nada. Encontramos los lugares donde la gente colocó subrepticiamente los nombres de sus hijos, o su homenaje a una estrella del sexo, o su cita favorita de Calvin&Hobbes o de In Sanity. Pero lo que no hallamos es ninguna maldita entrada secreta con un interruptor asesino a control remoto de una conspiración fantasmal secreta, porque simplemente no existe. Sólo existe en sus fantasías paranoicas. No, no es paranoia, son ilusiones. No sé por qué, maldición, pero ustedes adoran esto. Ustedes quieren en realidad esta guerra.
—La guerra es una necesidad moral, doctor Horton, cuando se enfrenta a un enemigo inmoral. No hay ningún placer en hacerla.
De los ojos de Horton se derramaba su desprecio.
—¿Usted se cree la persona adecuada para juzgar lo que es moral? ¿Usted piensa que está en una posición lo suficientemente elevada para juzgarme a mí? ¿Se ha mirado en un espejo recientemente?
—¿Y usted, doctor? Su actitud de «avance del progreso» no va conmigo. Ustedes, los científicos, nos dieron el Zyklon-B, el sida, el aborto a la orden, la evolución, y ahora esto. Ustedes nunca cuentan el costo. Y usted, Jeffrey Horton, traicionó personalmente a setenta millones de familias norteamericanas respetuosas de la ley. Usted condenó a diez mil buenas personas a la muerte a manos de matones y ladrones. No represente su papel de noble conmigo, doctor. Usted es tan culpable como si los hubiera asesinado usted mismo.
La seguridad impenetrable del líder de la milicia provocó una furia terrible en Horton, y le respondió a Wilkins con un torrente de palabras enfurecidas.
—Usted necesita tan desesperadamente ser un héroe que va creando sus enemigos. Pero si eso es lo que quiere de mí, muy bien. Lamento que lo que descubrí costó a alguna buena gente como mi padre sus aficiones. Y realmente me molesta que otra gente resulte herida por no tener un arma para protegerse. Pero estoy terriblemente orgulloso de haberme interpuesto en el camino de un terrorista como usted. Usted es un hombrecito egoísta con una cabeza llena de engaños, y cualquier cosa que yo pueda hacer para obstaculizar sus planes es un servicio público. Su revolución sería un desastre.
Algo de lo que Horton dijo debe de haber hallado un punto débil en la coraza de Wilkins y su orgullo. El coronel golpeó con ambas palmas el pecho de Horton, empujándolo hasta Schrier.
—¿Cree que ha logrado algo? ¿Piensa que nos ha desarmado? —Se volvió hacia la llovizna—. ¡Llévenlo! —gritó a los guardias.
Horton fue levantado por los brazos y arrastrado frente al coronel, luchando para pararse sobre sus pies y controlar sus emociones. «No niegues», pensaba. «No le des ese placer».
Los largos pasos de Wilkins los llevaron hasta la segunda barraca de metal, que estaba a unos ciento cincuenta metros del campo principal.
—Espósenlo y contrólenlo —dijo Wilkins, mientras se inclinaba hacia la cerradura.
En el siguiente momento, Horton se encontró boca abajo en el césped, con una bota en el cuello para mantenerlo ahí. Sus brazos estaban doblados a su espalda y sus muñecas atadas con un delgado lazo de plástico que le cortaba la piel. Oyó un ruido en la puerta, y luego que ésta se abría.
—Tráiganlo —dijo Wilkins.
Lo alzaron otra vez. Su camisa y un lado de su cara estaban manchados de barro y pasto, y Horton luchó contra el impulso de resistir. Inexplicablemente, le vino a la mente un cuarteto de Matthew Halverson:
El control es una ilusión,
el orden, nuestra mentira tranquilizadora.
Del caos, por el caos,
hacia el caos volamos.
Mientras era empujado por la puerta, las luces dentro de la barraca se encendieron. Era un armero, con las cuatro paredes llenas de diferentes armas, todas de tipo militar, todas más pesadas que las armas personales llevadas por la milicia (saw, ametralladoras livianas, lanzagranadas, un mortero de 40 milímetros, un par de misiles antiaéreos Stinger). La base de cada pared estaba cubierta con municiones, apiladas de a dos o tres cajas.
El medio del suelo estaba vacío, salvo por cuatro paneles cuadrados de madera, cada uno con un agarre para una soga. Wilkins se paró sobre uno de ésos y se dio vuelta para enfrentar a Horton.
—Usted dice que nos ha detenido, y sin embargo todas las armas en este armero funcionan perfectamente. Estoy muy tentado de probarlo usando su propio cuerpo fláccido como blanco, pero eso le impediría apreciar la fina ironía que está por serle revelada. —Luego llamó a uno de los guardias que estaban afuera, y señaló uno de los paneles de madera—. Traiga una de las cajas del bunker dos.
—Sí, coronel. —El guardia levantó el panel, revelando un túnel del tamaño de un hombre en el suelo. Entró en la abertura como si estuviera acostumbrado, y volvió no mucho después trayendo un cilindro tan largo como su antebrazo y del diámetro de una pelota de tenis.
—Ahora uno de los aerosoles del tres —dijo Wilkins, tomando el cilindro del guardia y moviéndose hacia Horton—. Ve, doctor, somos muy, muy buenos con nuestras armas, y rara vez acertamos a algo a lo que no hayamos apuntado. Pero si usted se las arregla para quitarnos nuestras armas de precisión, no se le ocurra pensar que eso nos deja desarmados.
»Quizás haya olvidado que la nafta puede ser un explosivo muy bueno, y que está disponible casi en todas partes. —El guardia reapareció, sosteniendo lo que parecía una pequeña botella presurizada—. Y cuando llegue el momento de empezar a matar traidores más rápidamente que con palos y garrotes, bien, el Señor proveerá.
Sostuvo el cilindro color amarillo verdoso frente al rostro de Horton, permitiéndole leer las palabras y los números grabados en el costado. Junto a él, el guardia hizo lo mismo con su paquete.
—¿Qué es esto? —preguntó Horton.
—Armas químicas y aerosoles biológicos no requieren explosivos convencionales, doctor Horton —dijo Wilkins con aire de triunfo—. ¿Qué piensa de eso?
Horton levantó lentamente su mirada desde las letras grabadas hacia el rostro de rasgos marcados de Wilkins.
—Pienso que significa que mi trabajo aún no ha terminado, y que cuanto más pronto vuelva, mejor —dijo serenamente.
—Hijo de… Saquen a este desgraciado de mi vista —dijo Wilkins, revelando la fría malevolencia de su alma en su mirada—. ¡Devuelvan a este animal a su jaula, ahora, antes de que le abra la maldita garganta!
—¡Sí, señor!
Horton fue arrastrado sin mucha ceremonia fuera de la barraca. La voz de Wilkins lo siguió, elevándose en tono y volumen con cada palabra.
—¡Piénselo bien! ¡Piense mucho, y detenidamente, señor maldito niño genio héroe presidencial! ¡Va a decidir cuál de estas armas se usan: las de la pared, o las del agujero! ¡Usted, Jeffrey maldito Horton, usted va a decidir cuántos vamos a matar y cómo van a morir! Piense en eso, doctor. ¡Piense en eso!
Pero lo único que Horton podía pensar mientras lo devolvían al refugio seis y cerraban la compuerta sobre él era: «Llegué hasta usted. Finalmente llegué, y ahora sé exactamente quién es en realidad».
* * *
Aron Goldstein miraba cómo el tren eléctrico GG-1 de Pennsylvania aminoraba en la estación Broad Street con una fila de seis vagones violetas y blancos de pasajeros. Era el tren de las 08:40 de Newmark. Debajo de él, un largo y lento tren de carga formado principalmente por furgones Erie & Lackawanna se dirigía hacia el norte a lo largo del río.
En el gran cartel indicador ante él estaba la vista de la pequeña cámara en el modelo de escala del GG-1. Como se quedaría varios minutos mientras descargaran el correo, Goldstein tocó una barra de control y cambió a la vista del primer motor del tren de carga, justo antes de que pasara bajo un viaducto de piedra. La vía de adelante incluía un par de túneles y una vista del zoológico, que era una de sus secciones favoritas de ese diseño, y una meditación agradable que lo distraía de otros asuntos.
Pero antes de que el tren alcanzara el primer túnel, Goldstein fue molestado en su santuario por una de las enfermeras que había contratado para poder controlar a su invitado en persona.
—Señor Goldstein, el doctor Brohier quiere verlo.
—Gracias —dijo Goldstein, empezando a apagar los trenes en marcha—. ¿Está en el salón de trabajo?
—No, aún está en la cama.
Ese informe hizo apresurar a Goldstein.
—¿Ha dicho algo más?
—Sólo que está cansado. No comió casi nada de su desayuno.
—Dígale al doctor Hubbs que suba ahí, ahora mismo —dijo Goldstein—. Ya le he dado a ese viejo cascarrabias lo suficiente.
—Iré a buscar al doctor.
Goldstein encontró a Brohier tendido contra una montaña de almohadas, con su computadora intacta a su lado sobre las mantas. Su mirada se dirigía hacia la ventana este, pero parecía perdida y confundida.
—¿Y cómo anda esta mañana, Karl? —preguntó Goldstein amablemente, aproximándose al pie de la cama—. ¿Demasiado vino con su ternera al marsala anoche?
—Ah, Aron. Aquí está. ¿Qué me preguntó? No, no voy a culpar a sus cocineros. —El esfuerzo de esas palabras y de esbozar una sonrisa lo dejó momentáneamente sin aliento. Respiró profundamente, y empezó a toser—. No me siento muy bien, y apenas tengo energías para preocuparme. Si fuera más joven, sospecharía una gripe, pero en mi estado la gripe podría matarme como cualquier otra cosa.
—Le he pedido al doctor Hubbs que venga a verlo —dijo Goldstein—. Espero que se porte bien con él.
—Brujos doctores curanderos —dijo Brohier con desdén—. No hay antídoto contra la entropía, Aron.
—Tal vez no. Pero no hay sustitutos para un buen médico geriátrico que lo revise una y otra vez.
—Ya sé todo lo que me puede decir, y nada es importante —dijo Brohier—. Pero lo dejaré manosearme un poco si eso significa que podemos hablar de otra cosa.
—Por supuesto, Karl. —Goldstein se sentó en la cama—. ¿Estuvo trabajando? —preguntó, señalando la computadora.
—Estaba tratando de escribir una carta —dijo—. ¿Dónde fue anoche? Oí el helicóptero.
—Washington —dijo Goldstein—. Otra reunión aburrida.
—Reuniones. Sí, gracias, ahora recuerdo lo que quería decir.
—Adelante, Karl.
—No convierta a Jeffrey en un administrador. No lo permita. Encuentre a alguien que escriba las cartas y dirija las reuniones. El necesita estar en el laboratorio. Él necesita escuchar su propia voz por encima del ruido.
—Muy bien, Karl.
—Él ha tenido problemas con eso. Por eso se fue. Quiero saber que usted mantendrá la puerta abierta para que vuelva.
—Por supuesto. Sólo que… —Goldstein suspiró—. Karl, en esa reunión de anoche… Se supone que no debo decirle, pero no sé cómo esperan que no lo haga. Aunque quizá por eso no me lo dijeron hasta ahora.
—Basta de balbuceos, Aron, o puede que yo no esté aquí cuando termine.
Goldstein hizo un gesto de disculpa.
—Karl, tengo novedades sobre Jeffrey. Está desaparecido. Fue secuestrado hace una semana. Pienso que posiblemente por algún tipo de grupo terrorista nacional. No se ha oído nada sobre él.
La única reacción visible de Brohier fue la manera en que su mirada recorrió la habitación.
—Está bien —dijo finalmente.
—Una semana es mucho tiempo para un secuestro —dijo Goldstein, moviendo la cabeza—. Están haciendo de todo, pero, Karl, el FBI no tiene muchas esperanzas.
—Jeffrey estará bien.
—Por supuesto que eso es lo que todos queremos —dijo Goldstein—. Sólo pensé que deberíamos hablar sobre el futuro de Terabyte si por alguna razón Jeffrey no vuelve.
—Un desperdicio de tiempo y energía… Estoy muy sensible a eso ahora. Volverá, Aron —dijo Brohier—. Él sabe a dónde pertenece. —Luego se hundió en las almohadas, casi como si quisiera esconderse—. Su amigo el doctor está aquí.
Goldstein miró hacia atrás y vio al doctor Hubbs de pie justo en la puerta.
—¿Tengo su palabra, Aron? —preguntó Brohier.
—Sí, Karl.
—Entonces pase, doctor, y no se demore. Usted es la última promesa que tengo que cumplir.
Durante más de un día, Jeffrey Horton fue dejado solo en el encierro húmedo y claustrofóbico del refugio seis. Nadie vino a vigilarlo, ni a llevarlo para usar el baño. Nadie le llevó bebida ni comida. Nadie abrió la compuerta de metal para permitir que unos segundos de luz y aire fresco aliviaran la oscuridad.
Hizo el mejor uso posible de su abandono: en una hora, empezó a tratar de excavar una salida.
La única herramienta disponible era una bota de excursión con una suela fina. Sus captores habían tomado sus botas junto con sus ropas el primer día, pero luego le habían devuelto las botas sin cordones durante el período de prueba. De alguna manera, se las había arreglado para mantener la bota derecha puesta mientras lo arrastraban hacia el armero y desde él, aunque no sabía dónde había perdido la izquierda, y luego se la había quitado justo antes de ser metido con entusiasmo y sin ceremonias por la compuerta.
Después de ver los túneles en el armero, Horton se preguntó si todas las estructuras del campamento estaban conectadas bajo tierra, aun los refugios, y especialmente éstos. Pero más que buscar un túnel sellado que podría no existir, eligió lo que esperaba que sería la manera más rápida y corta de salir: hacer un agujero bajo el borde del cono de acero del techo. Empezó en la parte más alta de la pared directamente bajo la entrada, donde sería más difícil de ver desde afuera, y desparramaba la tierra parejamente por el suelo del refugio con su pie desnudo mientras trabajaba.
Aun cerca de la superficie, la tierra era densa y similar a la arcilla. La bota resultó más adecuada para rascar que para cavar, y no demasiado adecuada para esto, pues el taco rugoso de la bota se trababa tras varios pases, y llevaba más tiempo limpiarlo con los dedos que volver a llenarlo de tierra. Después de un rato, dejó de preocuparse, al ver que el borde del taco le daba la mejor manera de hacer fuerza, y trabajando con las dos manos podía obtener mejores resultados.
La única ventaja de la bota es que era prácticamente silenciosa, aun trabajando con fuerza y rápidamente, inclusive cuando golpeó el techo metálico. Así que no le llevó demasiado tiempo darse cuenta de que el camino era bloqueado, pues el techo no simplemente estaba apoyado contra el suelo, sino contra un collar circular de acero. No se podría hacer un túnel fácilmente.
Sin desanimarse, siguió limpiando hasta encontrar el borde inferior del collar. Luego empezó a abrirse paso hacia el costado, empezando una cavidad que pronto creció hasta ser algo que podía aspirar a ser llamado un túnel. Trabajó hasta que su rostro estuvo bañado de sudor y sus brazos se agotaron por la fatiga, y luego un poco más. Descansó hasta que se le pasó la agitación, y luego volvió a empezar.
Estaban cantando himnos en las dependencias de las mujeres cuando Horton comenzó a desenterrar raíces. Cuanto más avanzaba, más gruesas y densas se volvían, hasta que no pudo arrancarlas más con sus manos dolientes. Trató de no pensar en todo el esfuerzo inútil y se dirigió a otra sección de la pared para volver a comenzar.
Cuando la luz de la mañana apareció por los agujeros de ventilación, el túnel tenía la mitad de la altura de Horton, y, según le parecía, un poco más de la mitad de la extensión necesaria. No era suficiente. Se sentó sobre una pila de tierra recién excavada, exhausto y desanimado, esperando que descubrieran sus esfuerzos en cualquier momento, y que así lo derrotaran.
Pero no vinieron por él. Y cuando se dio cuenta tarde de que el momento no había pasado todavía, atacó el túnel con vigor renovado. La bota ya era inútil desde hacía un rato. Apretado en un rincón, cavó con garras y dientes la tierra apisonada con sus manos desnudas, después de morderse las uñas para tratar de preservar las que no estaban ya dobladas y quebradas. La suciedad cubría su rostro y su cabello y ahogaba su respiración. Pero no se detuvo hasta que sus dedos alcanzaron el borde exterior del techo cónico, y supo que todo lo que lo separaba de la superficie eran unos pocos centímetros de tierra que podría quitar en minutos.
Se detuvo entonces porque tenía que decidir: arriesgarse a escapar durante el día, o arriesgarse a esperar hasta la noche.
Si el abandono no era más que el producto de la ira de Wilkins, entonces podía terminar en cualquier momento. Pero si era el comienzo de un esfuerzo calculado de quebrar su resistencia, podría continuar días.
Horton supuso que se trataba de lo segundo, y decidió esperar.
Supuso mal. Vinieron por él justo antes de la hora de la cena.
El coronel Robert Wilkins hizo un gesto inquisitivo ante la aparición de Jeffrey Horton, quien era empujado por los guardias.
—¿De qué se trata esto? —dijo Wilkins, señalando las ropas mugrientas de Horton.
—Lo hallamos tratando de escapar del refugio haciendo un túnel, señor.
El líder de la milicia hizo un gesto de desaprobación y movió la cabeza.
—Realmente, doctor, tendría que haberlo pensado mejor…
Al ver los ojos de Wilkins, se le ocurrió a Horton con una súbita certeza que no había novedades para el jefe.
—Tiene algún tipo de monitor en el refugio.
—Así es.
—Usted sólo quería que yo empezara a pensar que podía lograrlo, así podía desbaratarlo…
—Doctor Horton, la única razón que tengo para encerrarlo es para evitar que se lastime. Honestamente, ahora usted es sólo una amenaza para sí mismo. Y si por casualidad usted anduviera caminando por ahí sin decirle a nadie, usted se arriesgaría a ser herido. ¿Alguna vez le dispararon, doctor Horton? ¿Alguna vez ha visto a alguien herido por un rifle de combate con municiones de la OTAN?
—No —dijo Horton con tranquilidad.
—Bien, espero que siga mi consejo: es algo que tiene que evitar. —Levantó la mirada hacia los otros tres hombres que estaban cerca—. Frank, ¿está listo?
—Sí, coronel.
—Vamos a hacerlo, entonces —dijo, golpeando el banco que estaba a su lado.
Schrier avanzó y dejó un comunicador Celestial 3000 y su paquete de batería sobre el banco. Había una marca familiar en el borde de la caja de plástico del comunicador: era el de Horton.
—Gracias —dijo Wilkins, sin intentar levantar la unidad—. ¿Le diría al doctor Horton qué han hecho a su comunicador?
—Saqué el módulo del sistema de posicionamiento global y luego puse un módulo sustituto. Así los diagnósticos del sistema no sabrán la diferencia, y no habrá ningún mensaje de error enviado a su proveedor.
—Y éste es el mismo tratamiento que da a todos los comunicadores, ¿correcto?
—Sí, señor. Nada especial. Lleva más tiempo preparar la mesa de trabajo que hacer el trabajo. Pero recuerde, no tenemos ninguna ayuda más arriba, y aún pueden triangular sobre una llamada con un comunicador si les damos el tiempo suficiente.
Wilkins asintió.
—Eso es todo por ahora, Frank. —Se volvió hacia Horton—. La gente no piensa en el hecho de que cada vez que uno usa su comunicador, está informando al gobierno la ubicación. Y todo porque alguna perra idiota con un teléfono celular se perdió en una tormenta de nieve y casi murió, hace veinticinco años. Cada vez que ocurre algo malo, se puede contar con que habrá algún liberal a quien se le ocurra cómo, cediendo sólo un poquito de nuestra libertad, podemos evitar que esa terrible calamidad vuelva a ocurrir alguna vez. Personalmente, tengo una objeción filosófica contra tener la obligación de informar mi ubicación a cualquiera. Usted puede entender eso, supongo.
—Con seguridad puedo entender por qué usted no quiere que se conozca su ubicación.
—Espero que no sienta rencor por algunas palabras pronunciadas con ira, doctor Horton, especialmente después de que lo hice traer aquí como un favor.
—¿Un favor?
—Es verdad. Un poco antes, me enteré de que el doctor Karl Brohier ha muerto.
—Es un buen comienzo —dijo uno de los guardias.
—Vamos, Michael, no seas insensible —dijo Wilkins—. El doctor Horton y el doctor Brohier eran amigos.
—¿Por qué debería creerle? —preguntó Horton—. Usted me ha mentido antes.
—Preví que usted tendría algún grado de escepticismo. —Wilkins levantó el comunicador y le puso la batería—. Así que voy a dejarlo llamar al Presidente, y hablar con él. Y mientras usted esté comunicado, yo mismo hablaré unas palabras con él. —Tomando el comunicador en su mano derecha, se lo ofreció a Horton.
Horton dejó las manos sobre la falda.
—El hecho de que usted quiera que yo haga esto no es suficiente para que yo lo haga.
Wilkins hizo un gesto con la otra mano, y los rifles de los dos hombres que estaban con Schrier bajaron de sus hombros. Sin otra advertencia, uno disparó tres veces apenas sobre la cabeza de Horton y las balas se clavaron en el tronco de un árbol a una decena de metros detrás de él.
—Por favor —dijo Wilkins.
Con el corazón galopante y su boca súbitamente seca, Horton tomó el comunicador.
—Una llamada autenticada, por favor, así ambos saben bien con quién hablan.
—¿Qué le hace pensar que el Presidente toma mis llamadas?
—Pienso que lo hará —dijo Wilkins—. Hasta apostaría a que su dirección está en su agenda personal.
—¿Realmente piensa que valgo tanto como para que me den lo que usted quiere?
—Con la muerte del doctor Brohier, me imagino que su valor de mercado ha subido considerablemente. Y no tengo la intención de pedir demasiado. Además, ¿no es ése el mantra liberal? «Si salva la vida de una persona…» Pueden salvar la suya.
Horton volvió a poner el comunicador en el banco y lo empujó hacia Wilkins.
—No, gracias. El precio es demasiado alto. Usted mismo puede llamar al Presidente. No voy a colaborar.
Wilkins se movió con la velocidad de un gato. Horton nunca vio venir el golpe. En un momento ambos estaban en el banco, y en el siguiente la cabeza de Horton fue sacudida por un golpe tan poderoso que lo derribó al suelo. Confundido, trató de moverse con sus manos y sus rodillas, pero Wilkins lo volvió a empujar con el pie.
—¿Piensa que es tan valioso que no lo podemos herir? —gritó el coronel, levantándose sobre Horton—. ¿Es así? ¿Piensa ahora que es algo precioso? —El golpe en el abdomen que siguió fue lo suficientemente fuerte para casi levantar a Horton del suelo. Boqueando, sin poder respirar, trató de rodar para evitar el tercer ataque, pero Wilkins tomó su brazo derecho y le dobló el pulgar hacia la muñeca hasta que Horton no pudo resistir, y gritó de dolor.
—Así, eso es mejor, ahora empieza a entender —dijo Wilkins, manteniendo la tortura mientras se instalaba de nuevo en el banco—. Doctor, hay muchas maneras de herir que lo dejarían perfectamente capaz de volver una hora después para recibir más. Le he dado el beneficio de la duda, asumiendo que, como el hombre inteligente que es, se ofendería con esas tácticas burdas. Pero quizá lo sobreestimé. Ahora mismo, no parece tan brillante como dicen los recortes de la prensa.
Cada palabra de la respuesta de Horton fue un esfuerzo.
—¿Qué quiere de mí?
—No está prestando atención, doctor —dijo Wilkins, apretando con más fuerza—. Quiero saber cómo derrotar el Obstructor. Quiero el maldito código de desactivación.
Horton logró decir la respuesta por entre los dientes apretados.
—No… hay… ningún… código…
—Su credibilidad está cuestionada, doctor. Quiero que le pregunte a alguien más. Alguien que valore su vida un poco más que usted. —De repente, Wilkins liberó a Horton y caminó hacia sus hombres, dejando a Horton retorciéndose en el barro—. Gaylord, ocúpese de este asunto. ¿Alguien ha hecho una prueba para ver cuánto tiempo un pulgar amputado va a ser reconocido por el registro de huellas digitales del comunicador?
—Más tiempo de lo que podría pensar —dijo el soldado—. Diez, doce horas si toma las medidas para que no se seque.
Para entonces, Horton se había incorporado y estaba sentado, protegiéndose el pulgar herido con la otra mano.
—Déjeme entender esto. ¿Usted piensa que así voy a ser más cooperativo?
—Esperaba el mismo sentido refinado de autopreservación que los hace a ustedes, los arrebatadores de armas, temerosos de vivir en un mundo de ciudadanos armados libres —dijo Wilkins—. Pero como usted tiene problemas para entender, permítame simplificarle las cosas. Nosotros somos los pendencieros. Usted es el raro de la escuela. Nada ha cambiado. Usted todavía está en la escuela secundaria, y nosotros mandamos. Si yo quiero su maldito dinero del almuerzo, lo voy a tener. La única pregunta es cuánto dolor quiere antes de dármelo.
Horton lentamente se levantó del suelo hasta el banco.
—Usted quiere que el Presidente sepa que me tiene prisionero, ¿verdad? Eso es lo que quiere ahora.
—Así es. De ese modo sé que escucharán lo que tengo para decir.
Horton asintió lentamente, y dijo:
—Supongo que realmente no tengo nada que perder. —Suspiró profundamente, luego señaló el comunicador, que había caído del banco sobre un montón de pasto—. ¿Puedo usar eso?
—Por favor.
Horton avanzó unos pasos, moviéndose con vivacidad, luego se agachó y tomó firmemente el comunicador con su mano sana. Empezó a incorporarse, sonriendo. Su pulgar se deslizó fácilmente en la cavidad del lado de la unidad donde estaba la grilla de autentificador personal.
—Directorio personal —dijo—. Abrir carpeta segura. Mover hasta Breland. —Mientras lo hacía, vio en los rostros de ellos que estaban disfrutando su triunfo, los vio relajarse ese poco que quería. Buscó como para entrar un número en el tablero de datos.
Pero en lugar de hacer eso tomó el comunicador firmemente con ambas manos y empezó a mover las piernas. Agregando todo su peso a la fuerza que le quedaba en los brazos, rompió la unidad contra el borde del banco de troncos. El golpe fue dolorosísimo para su mano herida, pero produjo un agradable desparramo de plástico y pedazos de metal. Un segundo golpe, desde sus rodillas, destruyó los restos del comunicador y los envió al barro.
El guardia más cercano lo tomó antes de que pudiera completar su destrucción. El impacto lo arrojó hacia atrás, al suelo, y rápidamente perdió la lucha por lo que aún sostenía en su mano izquierda. Pero ya era demasiado tarde: la parte más grande que quedaba era el paquete de la batería.
Detrás de él, sin pensar el peso que tenía sobre sí, Horton buscó a Wilkins, y se encontró con su mirada incrédula con una sonrisa torcida.
—Váyase al infierno. Nunca podría respetar a un pendenciero.
Lo golpearon casi hasta matarlo, luego lo ataron al tronco de un árbol mientras discutían qué hacer. Horton se esforzó por seguir la discusión, pero sus guardias lo hacían difícil, pues cada vez que él dejaba de gemir por un tiempo lo suficientemente largo para oír claramente las voces, uno de ellos lo volvía a golpear.
Lo dejaron ahí mientras comían juntos, y el olor de la comida en el aire de la noche fue una tortura casi tan grande como sus dolores. Lo dejaron colgando mientras rezaban y cantaban en camaradería, lavando la sangre de sus manos con el purificador de la ideología.
Luego vinieron por él, rodeando el árbol mientras cortaban los cordeles de nailon que lo sostenían. Wilkins lideraba el grupo, y lo llevaron durante cinco largos minutos dentro del bosque, lejos del campamento. Horton estaba seguro de que habían decidido matarlo, pero la verdad era mucho peor.
Cuando se detuvieron, lo hicieron poner de rodillas en un gran lugar de tierra sin césped, y mirar cómo cuatro hombres con palas de mango largo cavaban una zanja no muy profunda frente a él. Los demás hombres estaban en círculo alrededor de ellos, y hasta los niños en brazos o aferrados a las piernas mantenían un silencio extraño.
—Eso servirá —dijo Wilkins finalmente, desenfundando su pistola y avanzando hacia adelante.
Horton casi no podía respirar. Unas manos fuertes le impedían correr.
—Traigan al primero —dijo Wilkins.
El círculo se abrió, y dos milicianos arrastraron a una mujer delgada hacia el centro, poniéndola de rodillas del otro lado de la zanja. Tenía los brazos atados a la espalda, y estaba amordazada con cinta como él el primer día. La sangre de una herida en la sien había manchado el pecho de su uniforme marrón claro. Horton no la conocía, pero conocía todos los colores de miedo y confusión en sus ojos suplicantes.
—¿Qué es esto? —preguntó Horton. Su curiosidad le valió un golpe desde atrás con el caño de un rifle.
Wilkins levantó su mano izquierda en un gesto de reproche.
—No hay necesidad de eso. Estoy seguro de tener toda la atención del doctor Horton. Jeffrey, me gustaría que conocieras a la comisionada del alguacil, Shannon Drayton. Tiene veintiocho años, y es madre soltera de dos niños.
»Eso ya es una afrenta suficiente contra el plan de Dios para nosotros. Pero también trabaja como despachadora, ayudando a los ladrones locales en uniforme a confiscar la propiedad y recortar las libertades de los ciudadanos soberanos. Eso la convierte en una traidora, y tenemos el derecho, de acuerdo con las reglas de guerra, de ejecutarla ya mismo.
Drayton no pudo responder con más de un lloriqueo, pero sus ojos mostraban terror puro, intentando entender, rogando piedad. Extrañamente, ella no luchó contra sus ataduras. Sus miembros parecían no tener más fuerza.
—Esto es una locura… —empezó Horton.
—Escuche con atención, Jeffrey, porque la oferta que voy a hacer es válida sólo por tiempo limitado. Voy a darle una oportunidad de salvar la vida de Shannon…
—¿Cómo puede esperar que alguien le haga caso? Usted es mucho más tiránico que lo que Breland jamás podría ser.
—… y que vuelva con sus hijos. Dado que las vidas de inocentes significan tanto para usted, le doy la oportunidad de intervenir. Dígame lo que ha estado ocultando, absolutamente todo lo que sabe, y perdonaré a esta mujer. —Levantó su pistola y la apuntó hacia el vientre de la mujer.
—Coronel… Robert… por piedad…
Wilkins levantó la mano.
—No, tiene razón, eso sería inhumano. Las heridas en el estómago duelen tanto y tardan tanto en matar… Esto es mejor. —Wilkins se movió hacia un lado y levantó su brazo hasta que el caño de la pistola quedó a una palma de distancia de la oreja de la mujer—. Hable, Jeffrey.
—No lo haga.
—Usted puede detenerme. Dígame cómo bloquear un Obstructor. Dígame cómo neutralizar un Gatillo. Yo tengo el arma, pero usted tiene la vida de esta mujer en sus manos.
—¡Por piedad, hay niños mirando!
—Bien. Que aprendan el precio de la traición.
—¡Esto es absurdo! ¡No puedo darle lo que quiere! No existe. ¡Es sólo una fantasía suya!
—Shannon es real. ¿Dónde está su compasión por ella, Jeffrey? Aquí está usted con una oportunidad dorada para impedir una innecesaria muerte con un arma de fuego. Pero se está quedando sin tiempo. Cuando expire este ofrecimiento, también expira la vida de ella.
—Usted no quiere hacer esto —dijo Horton, intentando hallar una pizca de convicción en sus propias palabras—. Usted no necesita hacer esto. ¡No hay ningún maldito código! Pídame algo que pueda darle. Déme una verdadera elección.
—Pienso que sé cuál es su problema, Jeffrey. Pienso que en algún nivel, usted simplemente no cree.
—No, no, no… No lo haga —rogó Horton—. ¡Por favor, Wilkins!
Wilkins no parecía estar escuchando siquiera. En unos pocos segundos, con una helada resolución, inclinó a la mujer hacia adelante con un pie en su espalda, luego se inclinó y disparó una bala en la base del cráneo.
El estampido sonó como un trueno, y aun así los árboles lo apagaron casi inmediatamente. Algo cálido y húmedo voló por el aire y salpicó el rostro de Horton, quien empezó a tener náuseas mientras la carne destruida y vacía que había sido Shannon Drayton caía de lado en la zanja.
Increíblemente, Horton oyó gritos de júbilo.
Las lágrimas caían libremente por su rostro. Wilkins, entretanto, levantó la vista desde su obra.
—Desgraciado —susurró el físico—. Ustedes están arruinados, Wilkins. Enfermo maldito asesino.
Pero la expresión de Wilkins no cambió en lo más mínimo.
—En mi mundo, eso fue una ejecución, por una causa buena y justa. Pero usted la asesinó, Jeffrey, usted eligió. Yo sólo sostuve el arma por usted. —Miró fuera del círculo—. Traigan al número dos.
—¡No! —gritó Horton. Por un solo breve instante, pudo soltarse de las manos que lo sostenían, lo suficiente para levantarse y dar un paso. Luego algo duro lo golpeó detrás de las rodillas, y cayó de boca en el barro y la sangre, a centímetros del borde de lo que era ahora una tumba.
—Ah, así que le importa realmente —dijo Wilkins, poniéndose en cuclillas a su lado—. Y puedo ver que ahora usted cree. Quizás esto facilite la siguiente decisión. —Movió la mano, y Horton fue llevado hacia atrás y obligado a arrodillarse para enfrentar a otro rehén—. Éste es Ray Macey, Jeffrey. Es un ayudante del tasador de impuestos del condado.
—¡No! —repitió Horton—. No voy a jugar su juego. No puede desplazar la responsabilidad a mí. Usted es responsable de todo lo que pasa aquí. Ésta es su pequeña religión, y éstos son sus crímenes. Y sería mejor que me mate a mí primero, porque si no lo hace, seré el testigo más feliz que haya visto cuando testifique en su juicio. Todos ustedes, todos los que están aquí y que podrían haber detenido esto, salvo porque son demasiado cobardes o demasiado autómatas para hacer algo.
Wilkins no dijo nada. Simplemente se ubicó detrás de Ray Macey y apretó el caño de su pistola contra la base del cráneo del rehén, que temblaba visiblemente. Luego Wilkins miró a Horton con una mirada desafiante que significaba «Elija».
Cerrando los ojos, Horton respiró profundamente. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba más calmado para expresar los pensamientos que gritaban dentro de sí.
—Usted realmente no entiende cuan pequeño es el poder que le da esa arma —dijo—. Usted es víctima de su propio mito. Está tratando de utilizar armas para controlar a la gente, cuando para lo único que sirven es para matar.
—¡Eso servirá hasta que aparezca algo mejor! —gritó alguien desde el círculo.
—¡Ya hay algo mejor! —replicó Horton, y fijó su mirada en Wilkins—. Pero aun si no hubiera ocurrido, igual estarían equivocados. Todo lo que tienen en la mano es el poder de infligir muerte, y eso no es nada especial. Es algo tan común que todos los seres vivos y la mayor parte de la naturaleza sin conciencia lo tienen también. Y ni siquiera alcanza para convertirme en otra cosa. No alcanza para convertirme a mí en usted.
»No tengo lo que usted quiere, coronel Wilkins. Nadie lo tiene. Pero si lo tuviera, esa arma no podría obligarme a dárselo. Es el miedo lo que nos controla, y lo que está controlándolo a usted en este mismo momento. Pero no me voy a dejar llevar por el miedo de usted, o de lo que usted decida hacer. Sé dónde termina mi responsabilidad y empieza la suya. Y esta pobre mujer es su lápida, no la mía. Vamos, apúnteme esa maldita cosa a mí, así puedo decir “Vayase al infierno” una vez más y terminar con usted. Sabe que usted disfrutará mucho más matándome a mí que a él.
—Bonito discurso. Muy filosófico. Aquí está mi respuesta —dijo Wilkins, y apretó el gatillo.
Silencio.
Macey lloriqueó y resolló.
Wilkins, con el ceño fruncido, corrió la guía y liberó el cartucho, y volvió a colocar el cañón contra el rehén. En el silencio y con la respiración contenida, todo el círculo oyó el sonido metálico del percutor, pero nada más.
—Qué diablos… —dijo Wilkins.
Luego Horton oyó el susurro de los helicópteros, y unos segundos después el rugido de los descensos. Luego vino el ruido de las ramas rotas sobre sus cabezas, mientras la bóveda del follaje se abría, y un comando de Fuerzas Especiales se desplegaba.
—¡Mantengan la formación! —gritó Wilkins—. ¡Tiradores, media vuelta! ¡Los demás muévanse al centro y vayan a la plataforma! ¡Disparen!
La disciplina del Ejército de la Justicia Divina duró sólo unos segundos. Ése fue el tiempo que necesitaron para darse cuenta de que las armas estaban obstruidas, y ninguna de sus armas de fuego funcionaría. Luego el círculo se rompió y se dispersó, como si fueran insectos bajo una piedra que ha sido quitada.
Wilkins los incitaba a luchar, y unos pocos milicianos ansiosos de combate respondieron sacando cuchillos o colocando sus bayonetas plegables para cargar contra los invasores. Pero Horton vio a muchos buscando a sus esposas e hijos y retrocediendo en la dirección de las viviendas. Algunos simplemente se agazaparon en el suelo donde estaban, los brazos alzados para rendirse.
Aquéllos que fueron al ataque se encontraron enfrentando lo que parecía ser una cantidad siempre mayor de enemigos, que no sólo descendían sino que se acercaban por los árboles de todos lados.
Los comandos estaban armados con picas y lanzadores de dardos de aire comprimido, y utilizaban los primeros con tanta habilidad y eficiencia que los lanzadores no fueron necesarios.
Y cuando la breve batalla empezaba a terminar, Wilkins y Horton se encontraron por un instante solos en el medio del caos. El rostro de uno mostraba incredulidad, y el del otro, deleite. Sus ojos se cruzaron un momento, y en ese momento ambos recordaron cosas que habían olvidado.
Inmediatamente, Horton arremetió contra Wilkins. Su ataque fue rechazado con vergonzosa facilidad, y Wilkins completó la afrenta al no prestarle más atención. Mientras Horton estaba tendido, boqueando, en el suelo, Wilkins empezó a correr hacia los árboles.
—Deténganlo —gritó con voz ronca, señalando a Wilkins.
Nadie lo notó. Horton trató de levantarse ayudándose con las manos y los pies y volvió a intentarlo.
—¡Por favor! ¡Escuchen! ¡No lo dejen llegar a donde están las armas! Hay armas químicas. ¡Deténganlo!
Su voz era más fuerte, pero no había nadie para responder. El combate disperso se había desplazado más allá. El único comando en veinticinco metros estaba completamente ocupado, llevando por lo menos a doce prisioneros.
Tomando una pala de mango largo que estaba en el suelo, Horton se levantó, tambaleante, y salió en busca de Wilkins. Aún estaba resollando, y sabía que no tenía posibilidades de alcanzar al ágil y veloz coronel. Pero no sabía qué otra cosa hacer, salvo intentarlo. Tropezó con raíces y rocas en la oscuridad creciente, cayendo al suelo antes de hacer veinte pasos. Volvió a ponerse de pie, y continuó, sin notar casi que el filo de la pala le había cortado profundamente el antebrazo.
Cuando vio la cabaña del armero, Horton ya había perdido largo tiempo antes a Wilkins. Pero la insistencia del físico había logrado finalmente llamar la atención que sus ruegos no habían podido atraer. Dos comandos aparecieron de la nada, y uno le tomó las piernas, mientras el otro le arrebataba la pala. Cayó con fuerza al suelo, pero intentó hacerse oír.
—Vamos, tranquilo, se acabó su guerra.
—Soldado, hay armas químicas y biológicas en esa cabaña —logró decir Horton—. Si la puerta no está cerrada, significa que la milicia fue ahí por ellas.
El rostro de uno de los soldados se iluminó.
—Éste es el rehén, es el doctor Horton —dijo, sorprendido.
—Quédate con él. Yo sigo —dijo el otro, y desapareció corriendo hacia la cabaña.
—Te buscaré refuerzos, Tejón —dijo el primero, y buscó el micrófono del cuello—. Jabalí a Señor de la Selva. Tengo el paquete, repito, tengo el paquete. Tenemos una estructura sin protección, sección noroeste, posibles municiones Charlie Bravo.
—Estamos en camino, Jabalí. Saca el paquete de ahí.
—Ése es usted, doctor —dijo el soldado—. ¿Puede caminar? Perdón por atraparlo, no sabíamos…
—Puedo caminar —dijo Horton—. Pero, oiga, esa cabaña es más importante que yo.
—Tejón es un excelente marine, doctor —dijo el soldado—. Él lo logrará.
Cuando la escolta de Horton ubicó al comandante del ataque, una fila de focos portátiles estaba convirtiendo el crepúsculo en mediodía. El comandante echó un vistazo a Horton, le insistió que se sentara, y llamó a un médico. Cuando éste llegó, lo miró y pidió una camilla.
—Soy el capitán Sandecki de la unidad 13, asignado a la Brigada Táctica 641 —dijo el comandante, agachándose y extendiéndole la mano—. Tiene un aspecto terrible, doctor. Lamento muchísimo que no fuimos lo suficientemente rápidos para ahorrarle algo de esto. Pero se terminó ahora, y puedo decirle que sus amigos en el este van a estar muy contentos de saber que está a salvo.
—¿Cómo me encontraron?
—Recibimos una llamada desde el localizador de refuerzo de la Agencia de Inteligencia de Defensa puesto en su comunicador. Luego un Global Hawk fuera de Minot ubicó el campamento y mantuvo la zona bajo vigilancia de IR y SSR hasta que pudimos poner pie aquí.
Horton asintió, aunque apenas pudo entender una palabra.
—Capitán, ¿dónde diablos estoy?
—La ciudad más cercana es Babbitt, Minnesota, a unos ciento cuarenta y cuatro kilómetros y unos cien años al norte de Duluth.
Le llevó un momento entender eso.
—¿Puede disponer que me lleven a Columbia, Carolina del Sur?
—Con seguridad, mientras no se oponga a un itinerario que incluya paradas en el hospital militar más cercano y una habitación de hotel en Washington. Hay algunos muchachos en ambos lugares que están ansiosos por verlo.
—Sólo quiero ir a casa —dijo Horton.
Sandecki sonrió, comprensivo.
—¿Tiene familia, en Columbia?
—No en este momento —dijo Horton, recostándose y cerrando los ojos—. Me las ingenié para desmembrar tanto mi vida que no estoy seguro de dónde está mi hogar. Pero quizá pueda recomponerla, si me dan una segunda oportunidad. —Emitió un quejido de dolor y luego agregó—: No estoy seguro de que me la merezca.
—Bueno, doctor, tal vez nadie se lo merezca. Pero me parece que todos tratamos de hacer lo mismo: aprovechar al máximo la segunda oportunidad —dijo Sandecki y palmeó la mano de Horton—. Usted y sus amigos nos dieron esa oportunidad. Si la justicia existe, y hoy estoy dispuesto a pensar que sí existe, usted también tendrá otra oportunidad.