«El mayor honor que la historia puede otorgar es el título de pacificador. Este honor ahora convoca a Norteamérica… Éste es nuestro llamado a la grandeza».
Richard M. Nixon
El Anexo demoró cinco semanas en diseñar un módulo de Obstructor añadible al Mark I, y el Arsenal del Escudo de Vida tomó ocho semanas más para convertir las plantas 4, 5 y 9 para la producción del Obstructor.
Entonces empezó el verdadero trabajo, y había más que suficiente para moverse.
—Acá vamos —dijo Támara Dugan, tirando del duro cuello de su nuevo uniforme azul claro mientras estudiaba el directorio—. Gerente de propiedad, D. Wright, tres A.
Su compañero pasó su caja de herramientas a su otra mano.
—Tú hablas si es un tipo, yo si es una mujer.
—¿Por qué no? —dijo ella, levantando la caja de equipamiento—. Necesitaremos todos los recursos para lograr que estos sitios vuelvan a estar integrados.
D. Wright era un hombre de rostro severo y hombros redondos. Parecía tener el doble de edad de Dugan y la mitad del tamaño del compañero de ésta.
—Señor Wright, ¡buenos días! —dijo, encendiendo su sonrisa—. Mi nombre es Támara, y éste es Tony.
—No se permiten vendedores en el complejo.
—Ojalá mi repartición tuviera esa política —dijo Dugan suavemente—. Somos del servicio técnico de Escudo de Vida, y estamos aquí para actualizar su instalación. Creo que se le notificó que vendríamos esta mañana.
—Ahora, le dije a esa muchacha que no usábamos más el Gatillo.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Como si hiciera falta preguntarlo. Demasiado peligroso, maldición. Vaya, tuvimos un camión de casi cinco metros incendiado en movimiento, incendió todo lo que tenía ese joven, sólo porque él no sabía de nuestra instalación. Nuestra compañía de seguros tuvo que arreglar esto, y luego se dieron vuelta y subieron nuestras cuotas un veinte por ciento. Tuve que apagarlo esa misma tarde.
—Ojalá se hubiera comunicado con nosotros cuando eso ocurrió —dijo Dugan con dulzura—. Podríamos haberlo puesto en contacto con un asegurador cooperativo. En realidad, aún podemos ayudarlo con eso. Pero esta actualización elimina toda posibilidad de otro incidente como ése.
—No lo quiero actualizado. Intenté decirle a esa muchacha que llamó…
—Señor Wright, si usted hubiera leído el acuerdo bajo el cual Bellwood Trace recibió esta instalación, encontrará que retuvimos el derecho de acceso y la responsabilidad por el mantenimiento del sistema. La notificación fue una cortesía.
—Entonces no quiero que lo vuelvan a encender. En realidad, deberían llevárselo en lugar de mejorarlo. Eso me devolverá un salón de almacenamiento, y podremos usar ese espacio.
—Señor Wright, ¿tuvo la oportunidad de mirar el DVD que se le envió? Ahí se explica el nuevo sistema de Obstructor que instalaremos hoy.
—¿Cree que no tengo nada que hacer, señorita? ¿Piensa que todo lo que hago es estar sentado frente a una pantalla todo el día como un fanático de la red con ojos de vidrio?
—Sé muy bien que usted trabaja duro, señor Wright. Nos dimos cuenta de que la propiedad está muy bien mantenida. Por eso estamos seguros de que una vez que entienda que su situación de responsabilidad ha cambiado completamente, se alegrará de que hayamos venido.
La miró con sospecha.
—¿Qué quiere decir con «ha cambiado»?
—Bien, simplemente es así: ahora que el Escudo de Vida desactiva armas de fuego sin dispararlas, cuando haya un tiroteo aquí y los familiares de la víctima se enteren de que usted lo desenchufó, ellos van a terminar siendo los dueños de este lugar, y de usted.
—¿De mí?
El compañero de ella se adelantó.
—Por supuesto. Para que nosotros quitemos esta unidad, usted tendrá que firmar personalmente un documento de renuncia, donde reconozca que el sistema era operacional y que usted eligió no activarlo. Está todo en el acuerdo original.
—Yo… voy a tener que hablar con la oficina de administración —dijo Wright nerviosamente.
—Por favor, hágalo —dijo ella—. Entretanto, no obstante, haremos nuestro trabajo.
—Un momento. La administración está en Bakersfield, así que no habrá nadie en la oficina por un par de horas —protestó Wright.
Ella sacó con destreza de un bolsillo del hombro una tarjeta de identificación de autollamada y se la entregó.
—Aquí tiene un número a donde puede llamar mientras espera, para que le respondan cualquier pregunta que tenga. Nuestra oficina de información está abierta las veinticuatro horas.
—Mire, señorita…
—Señor Wright, aun si usted decide vivir peligrosamente y firmar esa renuncia, tendremos que actualizar esa unidad antes de que se la instalemos a alguien más. Así que vamos a seguir adelante y hacer eso ahora, así usted mantiene las posibilidades de hacer lo correcto para la gente que vive aquí.
—Muy bien, muy bien —dijo, frunciendo el ceño y rascándose la frente—. Les daré la llave.
—No es necesario. Tenemos la nuestra. Volveremos y le informaremos cuando hayamos terminado. Está en el sótano del edificio F, ¿verdad?
—Correcto. Doble en Foxtree Lañe y sígalo.
Se mordieron la lengua hasta que estuvieron de vuelta en la privacidad del furgón rojo, blanco y azul.
—Vaya —dijo Tony con un suspiro—, espero que no sean todos como ése. Media hora de cháchara para entrar y hacer un trabajo de diez minutos. Tenemos programados doce de éstos para hoy.
—Sabes, me miraba como ésos que tienen una cuarenta y cinco en la mesa de luz que nunca usan —dijo Dugan.
—Si lo hace, ahora sólo servirá como pisapapeles —dijo Tony, lanzando una mirada sobre su hombro. El indicador del Obstructor del furgón sólo mostraba verde—. Si no quiere la reactivación, ¿le decimos?
—Sólo le diremos que tuvimos que encenderlo durante unos minutos para probarlo.
La llave era innecesaria. La cerradura había sido quitada con un cortador de perno. Adentro vieron que el mismo cortador había sido utilizado para quitar medio metro del tubo forrado de energía del Gatillo. También había cuatro concavidades de metal brillante en el sistema: agujeros de bala.
—Muy bien, entonces lo sobreestimé. Calibre veintidós —dijo Dugan, examinando los agujeros—. Sabes, éste podría resultar ser el primero de una serie de días muy largos.
—Abrámoslo —dijo Tony suspirando—. Empezaré a hacer una lista de partes.
La oficina del presidente del Comando Conjunto estaba rodeada de capas de protocolo y estaba decorada con iconos de tradición. Siendo la oficina del hombre sentado en la cúspide de la pirámide militar, era un ambiente intimidatorio para la mayoría de los visitantes. Pero fue precisamente para desafiar ese protocolo, tradición y poder que Roland Stepak se había invitado a ese lugar para enfrentar al ocupante de esa oficina, el general Donald Madison.
—Yo estaba revisando los últimos informes preliminares anoche, general Madison, y tengo que decirle que lo que vi no contribuyó a un buen sueño —dijo el secretario de Defensa, eligiendo un sillón. Miró a Madison, esperando a que el general lo acompañara.
—Pensé que los números estaban muy bien —dijo Madison—. Ochenta y ocho por ciento de nuestras naves ya están listas para el combate.
—Ésta es mi reunión, general. No intente copar la agenda. Y no trate de hacer más humo. Ya había lo suficiente de eso en el informe preliminar.
—Señor secretario, no entiendo por qué…
—¿Ah, no? ¿No le parece engañoso contar a todo el orden de batalla de las Fuerzas Especiales como preparado para un ambiente de combate neutralizado por el Gatillo?
—No, señor, pienso que es absolutamente legítimo. Cada uno de esos hombres recibe entrenamiento intensivo y extensivo con armas alternativas, particularmente el cuchillo y cuerpo a cuerpo.
—Y cada uno de ellos aún recibe un revólver como su arma primaria. Todos los francotiradores aún llevan un arma. Todas las unidades aún dan prioridad primera al rendimiento en el campo de tiro.
Y ninguna de esas unidades, ni siquiera la policía montada, están preparadas para desplegarse en gran número para derrotar a un enemigo numeroso en el campo.
—Señor secretario, si surgiera esa situación, no hay razón por la cual no podríamos utilizarlos de esa manera.
—Vamos, Donald, no está hablando con un abogado sorprendido que acaba de llegar a la ciudad —dijo Stepak ásperamente—. Usted y yo sabemos que la unidad operacional natural para las Fuerzas Especiales es algo más cercano a un pelotón que a un batallón. Usted y yo también sabemos que usarlos como tropas primarias de combate significa perderlos para las operaciones especiales.
—¿Y por qué debería importar? —dijo Madison con una amargura indisimulada—. El Presidente ha tenido la mitad de ellos asignados a tareas fijas de cuidado de bebés durante casi dos años, así que es obvio que su misión primaria no es considerada de mucho valor.
Stepak movía la cabeza.
—General Madison, eso no es digno de usted ni de esta oficina. Pero quizás ayude a explicar el resto del informe preliminar. El ejército tiene exactamente una compañía que entrena con arcos, una compañía con picas, una compañía con armas eléctricas, una compañía con armas de dardos de aire comprimido, como si sólo fuéramos a necesitarlos en números propios de operaciones especiales.
—Ésos son proyectos en desarrollo. Aún estamos evaluando las armas y los modelos de entrenamiento.
—Por supuesto —dijo Stepak—. Pero hablando de modelos: la Marina ha asignado a cada transportador de fuerza operativa destacamentos de lucha antisubmarina equipados con el Gatillo y vehículos de control remoto, pero no ha dado el primer paso hacia la creación de un modelo de proyección de una fuerza alternativa, algo que podría sobrevivir a un ataque con el Gatillo, lo cual ninguna de nuestras fuerzas podría hoy.
—Es imposible. Podemos poner quinientos, seiscientos o setecientos barcos en el agua, pero a menos que podamos equiparlos con armas, pueden funcionar como yates en una regata. No podemos volver a las catapultas y a la brea caliente, a los arietes y a los abordajes.
—¿Por qué no? En el país de los ciegos, el tuerto es rey. En el nuevo orden de cosas, el papel primario de la Marina puede ser entregar tropas y material, y la amenaza primaria puede ser que sean pequeños navíos de gran energía, a control remoto, diseñados para hacer agujeros en el casco, o para enredar los soportes de un cable de tracción.
—¿Qué «nuevo orden de cosas»? —preguntó Madison, con tono despectivo—. El revólver, el misil, la bomba, el torpedo, el proyectil de artillería… todos ellos son aún parte del «orden de las cosas», y lo serán hasta mucho después de que nosotros dos ya no estemos acá.
—¿Ha visto últimamente algún soldado de caballería montado, general? Los tiempos cambian. Su problema es que se niega a ver el cambio que ya está ahí.
Buscó junto a su silla y colocó su enorme maletín negro sobre sus rodillas. Apretó los pulgares sobre los pestillos inteligentes, levantó la tapa, giró el maletín para que Madison pudiera mirar adentro. Madison miraba azorado, sin comprender.
—Éste es el prototipo de Terabyte para un Obstructor de maletín —dijo Stepak suavemente—. Un prototipo en funcionamiento. Lo encendí fuera del principal punto de registro y desarmé todas las armas de esta parte del edificio.
—¿Qué hizo?
—Lo encendí hace un momento. No hay un arma que funcione en un radio de cien metros de esta oficina, arriba, abajo o a los lados. Si enchufo esto a la corriente de red, podría activarlo a trescientos metros y mantenerlo así. Puede revisar la pistola que tiene en esa caja de hierro, si quiere. O llamar al guardia. Ambos están desarmados.
—¿Qué piensa que le da el derecho…?
—Es mi maldita responsabilidad, Donald, tal como era la suya también. Pero usted apostó al caballo equivocado. No le gustaba la dirección que estaban tomando las cosas y se arriesgó a que no continuarían. Ahora sabe que estaba equivocado. —Stepak cerró el maletín—. Todo ha continuado, y no estamos preparados.
—No acepto esa evaluación.
—¿Cuál es su unidad de armas alternativas más cercana, general? ¿Qué ocurre cuando el destacamento de seguridad del Pentágono busca sus armas y las encuentra obstruidas? Usted nos mantuvo en una postura de defensa convencional, lo cual significa que somos vulnerables. Usted contaba con sus nuevos explosivos y cargas de proyección para preservar el estado de las cosas, y no se preparó para la posibilidad de estar equivocado. Eso es inexcusable, general.
Madison se ruborizó y apretó la mano derecha, pero no dijo nada.
Stepak se puso de pie y bajó la voz, de modo que no se oyera afuera.
—Ahora tenemos que recuperar el tiempo perdido, y transformar nuestra posición de defensa de un día para el otro. El Presidente y yo tenemos que tener la seguridad de que quien ocupe esta oficina tenga la capacidad y la visión para llevarnos a través de ese proceso.
Hizo una pausa, dándole la oportunidad a Madison de hacer el ofrecimiento, pero el hombre fue obstinado hasta el final, y Stepak tuvo que decirlo:
—Donald, el Presidente me envió para agradecerle por sus servicios y pedirle la renuncia.
Madison parpadeó varias veces, luego cerró sus ojos con fuerza durante un instante antes de levantarse.
—Puede informarle al Presidente que la tendrá antes de que termine el día.
—Sé que él aprecia su cooperación, general.
Stepak se movió como para irse, pero Madison le bloqueó el paso.
—Roland, yo hice lo que pensé que era bueno para el país.
—Si esto no estuviera decidido ya, le preguntaría cómo es que atrasarse en el cumplimiento de una directiva del Comando Conjunto es lealtad y no insubordinación.
—Lo sé, Donald. El problema es que nuestra experiencia no se aplica. Todo lo que sabemos está equivocado. —Stepak avanzó hacia la puerta.
Madison lo alcanzó y lo tomó del brazo.
—Roland, usted debería entender. Usted ha usado el uniforme. Yo no podía ser quien destruyera todo. No creo en ello. Les enseñamos a los soldados a amar sus armas por una razón, por una buena razón.
—Entiendo, Donald. Lo entiendo completamente.
Envalentonado, Madison añadió:
—Siempre me imaginé que si uno modela todas las espadas y las convierte en arados hoy, se combatirá con arados mañana. Así, uno podría bien conservar las espadas, especialmente si se es bueno con ellas.
—Si las espadas fueran nuestro peor problema, no tendríamos esta conversación. —Movió la cabeza—. Será un mundo nuevo, y no sé si fósiles como usted y como yo estarán cómodos en él. Pero no podemos detenerlo. Y si no podemos ayudar, lo único honorable que nos queda es salimos del camino.
Madison suspiró y pareció encogerse.
—Sí. Sí, supongo que eso hará falta. Quizá mentes más jóvenes y más flexibles puedan hallar oportunidades donde yo sólo puedo ver peligro.
—Estoy seguro de que nos sorprenderán agradablemente —dijo Stepak—. Son nuestros niños, después de todo.
Mostrando una sonrisa lánguida, Madison se retiró del camino de Stepak.
—Si se me permite una sugerencia acerca de mi reemplazo…
—Con mucho gusto comunicaré sus ideas al Presidente.
—Gracias —dijo Madison—. ¿Podría decirle, por favor, que haría bien en considerar al vicepresidente, el general Heincer?
—¿Y cuál es su razón para decir esto?
—Sé que Bill ha mantenido la boca cerrada frente al Presidente, por respeto. Pero en las sesiones privadas de los jefes, ha sido, de lejos, el más vigoroso defensor del punto de vista del Presidente. Tanto que me temo que el resto de nosotros empezó a llamarlo el «llanero solitario». Ascenderlo enviará un mensaje unívoco. Espero que cambie la perspectiva de los jefes sin cambiar ningún rostro más.
Ante la mirada inquisitiva de Stepak, añadió:
—No estoy protegiendo a nadie. Lo último que necesitamos ahora es crear la impresión de una revuelta de los generales, y que los remezones de esto se propaguen hacia las filas. Eso no sería conducente al buen orden y la disciplina durante lo que sabemos que será una transición difícil.
Stepak asintió.
—Me encargaré de que el Presidente reciba su opinión.
Evan Stolta asomó la cabeza en la oficina de Grover Wilman y golpeó con los nudillos el quicio de la puerta para llamar la atención de Wilman.
—Ha habido un poco de movimiento en los números —dijo, con un tono animado—. Debería echar un vistazo.
Antes de que Wilman pudiera decir algo, el consultor estratégico superior ya se había ido.
Wilman suspiró. Ése era el ritmo de la vida en la sede de Razón sobre la Locura en Georgetown: movimiento sin detenerse. En menos de tres meses, la fundación se había duplicado en tamaño, se había triplicado en personal y había integrado los quioscos de StreetSmart y La Biblioteca de la Paz en sus propias instalaciones. El crecimiento había sacrificado la atmósfera de muy seria dedicación que prevalecía antes. Ahora era más un cuartel de campaña que una fundación, más un centro de nervios que un lugar de generación de ideas.
Algo más había desaparecido junto con la oportunidad de la reflexión tranquila: la capacidad de Wilman de mantener la familiaridad activa y presente con todos los aspectos de las operaciones domésticas. Ocurrían muchas cosas en muchos lugares al mismo tiempo, y había que asomarse por sobre demasiada gente, muchas obligaciones que lo ataban a su comunicador del escritorio, que se había convertido en la única ventana a través de la cual miraba su trabajo y su mundo.
—Votación, tendencias actuales, en pantalla —dijo y se reclinó para estudiar los cuadros. La fundación compraba continuamente encuestas de dos servicios diferentes, buscando debilidades en cada lado de la gran división de la opinión pública.
De un lado estaban aquéllos que veían a las armas como el mayor peligro, que con mucho gusto vivirían en una residencia protegida por el Escudo de Vida, y que se sentían tranquilos con la idea de que la policía tuviera esta tecnología, y de que los lugares públicos estuvieran protegidos por ella. Después de caer de picos de sesenta por ciento o más, esos números habían quedado instalados en el cuarenta por ciento durante meses. La demografía de este grupo central se inclinaba hacia las mujeres, graduados universitarios, padres y madres de familia, adultos mayores y habitantes del suburbio. El valor central que los unificaba era la importancia que asignaban a la comunidad.
Del otro lado estaban quienes temían las fuerzas misteriosas y poco familiares del Gatillo más que la presencia familiar de las armas de fuego, quienes preferían tener y llevar un arma antes que depender de la protección de nadie, quienes estaban más preocupados por un estado policial que por las estadísticas de delitos. El grupo de votantes que estaba a favor de la propiedad de armas sin restricciones equivalía a no más del veinte por ciento de la población adulta, en su gran mayoría hombres blancos, muchos de los cuales tenían secretas actitudes racistas, clasistas o eran disidentes políticos.
Pero este núcleo intransigente había aprovechado con éxito el miedo para construir una mayoría aliada contra el uso público y privado del Gatillo. Su coalición se nutría fuertemente de familias rurales, hombres solteros de la ciudad, cristianos conservadores, trabajadores pobres, descontentos con el sistema, y jóvenes liberales engañados, que pensaban que defendían la libertad individual. Pero el verdadero valor que los unificaba, de acuerdo con las encuestas, era la comunidad del uno: un hombre, una familia, un color, un credo.
Volver a ganar al grupo oscilante significaba enfocar los miedos y despertar sus conciencias. No eran tareas fáciles. Demasiado pronto, el miedo se había vuelto sordo a la razón, y la conciencia era insensible al argumento de alguien de afuera.
Pero Stolta tenía razón. Los informativos mostraban un pequeño movimiento en los números.
Mirando los grupos afectados, Wilman pensó que sabía la razón. El comité de acción de la fundación había trabajado diligentemente en sacar a la luz historias de éxito del Escudo de Vida de todo el mundo, y las había promovido agresivamente en los medios. En las últimas semanas, el comité había conseguido varias instalaciones muy visibles, debido en general a eventos fuera de las fronteras del país.
En Yucatán, las antiguas ciudades mayas de Uxmal, Labná y Chichén Itzá habían sido abiertas a turistas y científicos por primera vez en casi una década. El Gatillo había puesto fin a la guerra civil que había hecho encerrar los tesoros arqueológicos, pero había hecho falta el Obstructor para limpiar los sitios sin más daño para los templos.
Jerusalén, que tenía catorce furgones marcados y seis no marcados que patrullaban sus calles todos los días, celebró el primer año en toda su historia sin una bomba ni una muerte por armas. La célebre columnista de vídeo Regina Wickman hizo el mejor trabajo con esa historia, demostrando con un dramático documental en el lugar de los hechos que el soldado con ametralladora liviana había desaparecido de la vista.
—He vivido con una mochila durante la mayor parte de los últimos dieciséis años —dijo Wickman frente al Muro de los Lamentos—. He caminado por las calles de doscientas ciudades en más de cuarenta países. No obstante, nunca me he acostumbrado como viajera a la vista de armas de ataque colgadas de los hombros de los policías, o llevadas por la gente en los mercados.
»Para algunos, esas armas muy visibles representan seguridad, pero a mí nunca me han hecho sentir segura. No importa cuánto me puede gustar, ni cuánto puedo admirar de Kinshasa, Seúl o Buenos Aires, pero no puedo decir que me sienta cómoda en esos lugares. Las armas son una mancha en el rostro de la sociedad, de cualquier sociedad, y nunca he visto un paisaje urbano que no mejoraría con la desaparición de las armas.
»Y eso es exactamente lo que ha ocurrido aquí en Jerusalén. En una ciudad por la que se ha luchado durante milenios, hay ahora una paz extraña y desacostumbrada. No es que las viejas enemistades se hayan resuelto, ni que los viejos adversarios se hayan hastiado de la lucha. Pero en una ciudad prolijamente limpiada de armas de fuego todos los días, podemos ver la promesa de la nueva tecnología. Matar se ha convertido en algo tan difícil aquí que simplemente podría ser más fácil aprender a convivir.
Pero aun a los periodistas talentosos les resultaba difícil hacer noticias de hechos que nunca ocurrían. Era más fácil notar las fallas que reconocer los éxitos. Y bajo las reglas aparentemente inmutables que gobernaban la identificación emocional humana, mil vidas salvadas en Etiopía contaban menos que una vida perdida en Erie, en la medida en que el rostro de la víctima era del mismo color que el de la persona que hacía la cuenta de los daños.
Aunque Wilman estaba muy contento por las buenas noticias de otros lugares, rezaba que hubiera un éxito más cerca de casa, y preferentemente uno muy público, con buena cobertura de cámaras y un arco iris fotogénico de posibles víctimas salvadas y agradecidas. Algo en la marquesina de un evento deportivo, quizás, o una amenaza al Mardi Gras o a los premios Osear.
Pero mientras esperaba oír a Dios, ocurrió algo que fue más que suficiente para mantener ocupado a Wilman.
—¿Senador Wilman?
El administrador del piso de los servicios de atención de Razón sobre la Locura mostraba una curiosa inflexión en la voz y una expresión perpleja, que no parecían congeniar con el canal prioritario de interrupción por el cual había entrado la llamada.
—¿Qué ocurre, Donald?
—Señor, ¿podría bajar a la sala de asesoramiento? Ahora mismo, si es posible.
—Podría ser. ¿Podría saber por qué?
Con el rostro preocupado, el administrador de piso miró hacia un lado.
—Senador, es lo peor. ¿Recuerda esa conversación que tuvimos después de la teleconferencia del lunes pasado?
—Creo que sí. Hablamos acerca de cómo manejar clientes prioritarios.
En realidad, la conversación había sido sobre el manejo de posibles problemas de seguridad, incluyendo una incursión al edificio. Wilman obtuvo en la red el vídeo con el mapa de cobertura del edificio y empezó a mirar las estaciones más cercanas a la que estaba usando el administrador del piso.
—Ésa es. Hay alguien aquí que pide verlo.
Para entonces, Wilman había encontrado la vista que quería, una que mostraba claramente al joven con cabello negro corto y que usaba algo similar a un cinturón de utilería de un miliciano nazi bajo su camisa de franela roja y negra.
—Entiendo que es alguien con un serio problema.
—Bueno, senador, él piensa evidentemente que es serio. Y quiere verlo a usted en particular.
—Puede decirle que bajaré en breve. Tengo un par de llamadas que hacer.
No fue difícil lograr que sus llamadas fueran recibidas por la gente correcta. Wilman vio desde su oficina del segundo piso cuando los sedán de NV25 y Action-Cam17 frenaban ruidosamente en la calle. Poco después, un SkyEye piloteado a control remoto (un derivado civil de un monitor de batalla Hughes) llegó a la escena y empezó a asomarse a las ventanas con su cámara de luz baja y su telescopio de audio.
Pero Wilman se demoró hasta que CNN apareció en vivo con la boca de seguridad interna que les había ofrecido. Esperó ante la pantalla chata montada en la pared lo suficiente para oír el tono seguro y solemne de la introducción:
—Noticias de último momento en CNN. Pacifistas sitiados en la capital. La comunidad tranquila y universitaria de Georgetown está en vilo esta mañana mientras un terrorista con una bomba tomó más de setenta rehenes en la sede de…
Satisfecho, Wilman se dirigió a las escaleras.
Hasta el momento en que se anunció al hombre alto detrás del escritorio de recepción, todo había marchado tal como David Thomas Mallock lo había planeado.
Su viejo Tracker, comprado en un remate en Dallas, había soportado entero el viaje de dos mil cien kilómetros desde Palestina, Texas, hasta Georgetown con sólo dos fallas menores. Había ido a baja velocidad y había pasado inadvertido en la ruta, aunque había tenido un susto cerca de Knoxville, Tennessee, cuando un policía del estado se había instalado detrás de él y lo había seguido durante casi tres kilómetros antes de tomar una salida. Mallock había utilizado los moteles de la autopista y las paradas de los camiones sin dinero de la red, administrando mezquinamente los valores que había juntado de sus amigos y su familia para su camioneta, su estéreo y su computadora.
La reunión en el parque Rock Creek había resultado como había planeado y sin tropiezos. Con el ruido del tráfico que tapaba las pocas palabras necesarias para la transacción, Mallock cambió lo último que le quedaba de su efectivo por quinientos gramos de explosivo plástico.
—¿Es material virgen? —había preguntado.
—Absolutamente. Hecho en casa, como dicen los libros. Conozco personalmente al cocinero.
Pese a esa garantía, Mallock había sido cauteloso. La participación del FBI en el engaño del Gatillo no se limitaba a insertar detonadores microscópicos por radio en explosivos comerciales y en irradiar subrepticiamente los suministros de pólvora. De acuerdo con la lista de correo electrónico de los Cazadores de la Verdad, la agencia también realizaba docenas de operativos subterráneos, haciéndose pasar por operadores de «laboratorios patriotas», pero sirviendo las mismas fórmulas alteradas.
Así que Mallock había abandonado su Tracker en el parque, y había ido a pie en busca de su blanco, siguiendo un itinerario sinuoso cuidadosamente planeado que lo llevó por senderos en el bosque y por calles tranquilas sin pasar ni una vez por una embajada, un sitio turístico, un edificio público o una intersección vigilada. Si había sido traicionado, y los explosivos que llevaba estaban adulterados, estaba decidido a no enterarse hasta que estuviera frente a la ciudadela de los enemigos.
Pero no había sido traicionado, ni por aquéllos de quienes dependía ni por un error propio. Había llegado y entrado en la ciudadela, había mirado los rostros estúpidos de los insectos de adentro y había llamado a su rey para una rendición de cuentas. Debería haber sido un momento culminante del drama, pero estaba saliendo como un anticlímax.
Mallock había esperado en la corta fila en la recepción, disfrutando por anticipado.
—Quiero ver al supervisor —había pedido cuando le llegó el turno. Cuando el administrador de piso se presentó, Mallock lo condujo a uno de los cubículos de asesoramiento sobre la pared oeste. Allí le había mostrado al administrador la bomba y el controlador pegado a su mano derecha.
—Conozco la verdad sobre el Gatillo. Quiero ver a Wilman. Tráigalo aquí sin hacer un escándalo, o todos en esta habitación van a morir. Si lo trae aquí, dejaré salir a esta gente.
—No estoy seguro de que el senador esté en este momento —había dicho el administrador—. Déjeme ver si puedo llegar a él.
—Haga algo más que intentarlo. Tengo puestos los suficientes explosivos vivos para volar estas paredes y derribar este edificio sobre nosotros.
—¿Puedo decirle eso al senador?
—No. Sólo tráigalo aquí. Yo le diré cómo serán las cosas.
Había escuchado la conversación del administrador con Wilman y se había quedado satisfecho con el tono. Luego, a instancias de Mallock, los dos volvieron a la recepción para esperar. Desde ahí, Mallock tenía una vista clara de ambas entradas a la sala: las puertas de adelante y el pozo de la escalera a la izquierda de la pared del fondo. También tenía cerca un considerable mostrador de roble y acero y seis empleados disponibles como escudos si alguien inoportuno o inesperado aparecía.
Aún había clientes en la zona de espera y en el mostrador, y Mallock le había dicho al administrador del piso que se ocupara de que el personal continuara con sus ocupaciones como siempre. Pero a medida que pasaban los minutos, y Wilman aún no había aparecido, Mallock reconsideró su táctica.
Había decidido anunciarse solamente ante un supervisor porque no quería tener que arrear un salón lleno de gente asustada, y porque funcionaban igualmente bien como rehenes aunque desconocieran la amenaza, pero había menos probabilidades de que intentaran algo estúpido. Había decidido insistir en que Wilman viniera a él antes que pedir que lo llevaran ante Wilman por el riesgo de una emboscada, puesto que no conocía el edificio, y no quería provocar sorpresas antes de terminar su misión.
Pero cuanto más esperaba, más se daba cuenta de que no había pensado lo suficiente en la posibilidad de que Wilman fuera un cobarde y necesitara que lo obligaran a actuar honorablemente. Cuanto más miraba al personal trabajando, menos inofensivos le parecían. Los veía más similares a termitas que a ovejas, destructivos en su derecho, irredimibles en su naturaleza. Y cuanta más gente miraba pasar por la entrada principal, más se preocupaba de que los últimos en llegar fueran policías de civil y asesinos de grupos de operaciones especiales.
—¿Por qué tarda tanto? —preguntó al administrador del piso—. ¿Dónde está?
—No lo sé —respondió el administrador—. Pero puedo volver a llamarlo…
—No. Lo que hará es cerrar el edificio. Saque de aquí a todos esos clientes o compradores o como los llamen, y cierren las puertas.
—¿Qué debo decirles?
—No me importa lo que les diga, en tanto los saque de aquí, y hágalo ahora. Filtración de gas, caída del sistema, alarma de incendio. Ustedes son buenos para mentir. Improvise.
Pero después de que se hiciera, Mallock no se sintió más seguro. Había más de una docenas de pares de ojos mirándolo, algunos expectantes, otros curiosos, uno claramente divertido, pero ninguno con miedo.
—No lo saben, ¿verdad? —preguntó—. Pobres tontos. No saben que es un engaño.
—¿Qué cosa?
—El Gatillo. Es un fraude. No existe. Todo lo que han visto en las noticias ha sido montado por el FBI.
—Oh, por favor —dijo una mujer, con un tono de desdén en la voz.
—Es cierto —dijo Mallock acaloradamente—. Desde que tomaron la Agencia de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, han estado buscando una manera de apoderarse de nuestras armas. No podían encontrar una manera de hacerlo por la vía legal, así que están tratando de asustarnos para que las dejemos.
Alguien detrás de Mallock carraspeó.
—Joven, ¿ha estado tomando su medicación?
Mallock giró sobre sí mismo, buscando al agresor.
—La Sección Cero del FBI empezó a adulterar los explosivos hace casi dos años. Han reclutado a técnicos de efectos especiales de Hollywood durante el doble de tiempo. Todo lo que ha ocurrido fue planificado meses antes por las Naciones Unidas.
—¿Y cómo sabe esto? —Era la misma voz y pertenecía a un hombre de cara redonda con la coronilla brillante y una corta barba blanca.
—¿Ustedes piensan que son tan listos que nadie podría jamás darse cuenta de lo que están tramando? —Esa pregunta fue recibida con más risas, y una furia fría subió desde el corazón de Mallock hasta controlar toda su expresión—. Se enterarán en poco tiempo. Conocerán la verdad, y entonces ustedes y yo, juntos, vamos a enseñarle al resto del mundo la verdad.
—Eso es lo que tratamos de hacer aquí todos los días —dijo una de las mujeres en el escritorio de recepción—. Quizás usted debería sentarse con uno de nuestros psicólogos y hablar de esas fantasías paranoicas de conspiración.
Esta vez Mallock rio, con una risa insegura y cínica.
—¿Sentarme con uno de sus hipnotizadores, dice? ¿Dejar que uno de sus programadores neurolingüísticos[2] me vapulee? No lo creo —dijo, negando enfáticamente con la cabeza—. Realmente no es culpa de ustedes si se les ha mentido siempre. Siento pena por ustedes, honestamente. Pero se darán cuenta cuando lo escuchen de su propio líder. —Se volvió hacia Donald y preguntó—: ¿Por qué no está aquí? Quiero una explicación. Quiero a Wilman, ahora.
—No sé por qué no está aquí. Pero dijo que estaba en camino. Estoy seguro de que llegará pronto —dijo el administrador de piso, con un tono apaciguador—. Por favor, a todos, el senador Wilman dijo que cooperáramos con nuestro visitante. Hagámoslo sin discutir ni ser provocativos.
—Bien —dijo una mujer negra, alta y delgada—. Voy a cooperar desde mi cubículo. Tengo mucho trabajo que hacer.
Empezó a alejarse, y Mallock saltó detrás de ella.
—Nadie va a ninguna parte —dijo, tomándola del brazo—. Wilman está jugando. Quiero que todos se sienten en el borde del mostrador, mirando hacia fuera. Serán mi escudo. ¡Vamos, muévanse!
Algunos de los otros empezaron a obedecer, pero la mujer se mantuvo en su lugar y sacudió su brazo hasta liberarse.
—Amor, necesitarás más fuerza de la que tienes para que te deje espiar bajo mi falda.
—Nettie —dijo el administrador con tono de reproche.
—Jefe, por favor, ¿no puedo simplemente derribarlo? Me puso la mano encima.
—¿No lo entienden? —gritó Mallock en la cara de ella—. Tengo una bomba puesta. Puedo matarlos a todos, cuando quiera. Y si no cooperan, traidores, lo haré, maldita sea. Y no hay ningún rayo mágico que me pueda detener.
En ese instante, oyó unos fuertes sonidos metálicos, y se dio vuelta hacia ellos. Vio a un hombre viejo, bien vestido, que abría una de las puertas de adelante mientras un SkyEye entraba volando, seguido de un hombre y una mujer que llevaban en la cabeza vinchas que decían «Testigo», y equipos de transmisión en los brazos.
—¿Qué hacen? —gritó Mallock—. ¡Esa puerta debía estar cerrada!
El hombre bien vestido giró, y Mallock lo reconoció. Era Grover Wilman.
—Estoy dejando entrar a los medios. Usted quería un público, ¿no? Usted quería hacer una declaración, ¿verdad? Bien, CNN2 está escuchando ahora, y también Reuters, StarNews y Associated Media. Diga su parte.
De repente, el resto de la gente en la habitación se volvió invisible como muebles para Mallock. Cruzó el recinto hacia Wilman, dejando caer su camisa de franela y levantando su mano derecha para mostrar el controlador atado a la palma de su mano.
—Usted es quien hará una declaración. Usted terminará esta farsa. Usted admitirá su parte en la conspiración. Usted le dirá al mundo la verdad sobre el Gatillo. O yo detonaré esta bomba que tengo, y el mundo leerá la verdad en nuestros cuerpos despedazados. Usted elige, senador. Usted decide si proteger su mentira cinco minutos más vale estas veinte vidas.
Wilman se cruzó de brazos y negó lentamente con la cabeza.
—Señor Mallock, alguien le ha estado mintiendo a usted. La verdad es que el Gatillo funciona. El Obstructor funciona aun mejor. Eso que usted tiene puesto no es una bomba. Si alguna vez fue una, no lo es más.
—¡Maldito mentiroso! —dijo Mallock dando otro paso—. ¡Dígales! Ésta es una conspiración para desarmar al pueblo norteamericano. El presidente Breland ya ha hecho un trato para entregar la soberanía a las Naciones Unidas. Pero usted tiene que quitarnos nuestras armas antes de que lleguen los Cascos Blancos, antes del último día del mandato de Breland. Así que usted cocinó este fraude para engañarnos y que las entreguemos. Ésa es la verdad, senador Wilman.
—¿Quién le vendió eso, señor Mallock?
—Hay documentación sobre todo lo que estoy diciendo en el sitio del Pregón Patriota en la red. Por supuesto, no estuvo ahí mucho tiempo. El sitio fue atacado por garrapatas y gusanos, y luego alguien lo bloqueó. Pero me imagino que ustedes saben todo de esto, ya que fueron ustedes, espías, quienes lo bajaron.
—Quizá quiera mejorar su calidad de información, señor Mallock. Me temo que alguien se ha aprovechado de su credulidad.
—Insúlteme todo lo que quiera, pues eso no cambiará la verdad.
Y si tengo que matarlos a todos para llevar la verdad a la gente, entonces es mi obligación como patriota hacer exactamente eso.
—No se engañe, señor Mallock. Usted no es un patriota. Usted es otro hombre a quien le cuesta aceptar el hecho de que no es el jefe —dijo Wilman, y luego miró más allá de Mallock—. Por favor, vuelvan a sus tareas, todos. Este hombre no constituye una amenaza para nosotros.
—¡Alto! —gritó Mallock, levantando la mano derecha sobre su cabeza—. ¡Por Dios, voy a hacerlo!
—Haga lo que crea que deba hacer, entonces —dijo Wilman. Luego se volvió como para irse.
«Recíbeme con misericordia, Señor», rezó Mallock en silencio. Luego cerró los ojos y giró el detonador.
Le llevó un segundo entero a Mallock darse cuenta de que su vida había continuado más de lo que debía. Abrió los ojos y miró, azorado, el detonador. Luego volvió a disponerlo para intentar nuevamente.
—¿Necesita ayuda, señor Mallock?
Mallock cayó lentamente de rodillas, con una expresión de incredulidad y desazón.
—Me engañó. Blade me engañó. Me dio… —Tomó su cinturón, buscando torpemente la lengüeta, y abrió uno de los bolsillos—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¿Plástico para modelar? ¿Pasta de escuela? Debía ser picrato de amonio y Cl…
—Es eso —dijo Wilman, acercándose—. Pero fue tratado por nuestro Obstructor.
—¡No, no! —dijo Mallock, moviendo violentamente la cabeza—. ¡No puede ser!
—¿Por qué no? ¿Eso haría muy difícil malograr todo?
—No, debo de haber hecho algo mal. Una instrucción mal comprendida, una conexión incorrecta…
—La conexión incorrecta es la que usted hizo entre armas y seguridad. ¿Realmente piensa que quienes luchamos por expulsar las armas de fuego amamos la libertad menos que usted? ¿Piensa que nos preocupamos por la seguridad de nuestras familias menos que usted?
—Su libertad… ¿Y la nuestra? Sus familias… ¿Y las nuestras? Usted nos arroja a los lobos para salvar su pellejo.
—Estamos intentando poner un bozal a los lobos, no alimentarlos —dijo Wilman. Le ofreció la mano a Mallock para ayudarlo a levantarse; después de un largo rato de vacilación, Mallock la aceptó—. Si usted realmente quiere entender, tengo una respuesta mejor para usted que eso.
Con el rostro ceñudo, Mallock dijo tranquilamente:
—Lo escucho.
—Lo único que evita que la sociedad sea un baño de sangre veinticuatro horas por día es el hecho de que la mayoría de los hombres, la mayor parte del tiempo, no quieren arriesgar todo en una pelea que podría dejarlos tullidos o muertos. Y la mayoría de las veces, aun cuando peleamos, lo hacemos sólo el tiempo suficiente para resolver un asunto. Alguien se rinde antes de pasar de la etapa de los magullones y de los ojos morados.
»Estamos ahora en el punto donde todo lo que la mayoría de nosotros puede recordar de las reglas es “Es bueno ser rey”, lo cual es una síntesis trágica. Demasiados padres han olvidado las lecciones que tienen que enseñar a sus hijos, o han abandonado la responsabilidad que tienen de darlas: honrar a los mayores, servir a la comunidad, deberse a la familia. Y demasiados hombres en el mundo han adoptado la idea incorrecta de que porque pueden derribar a un príncipe, merecen serlo ellos mismos.
»Usted vino aquí con una bomba, con la intención de destruirme a mí y reclamando el poder de mi fama. Si yo jugara con sus reglas, ahora me vería obligado a matarlo a usted, por intentarlo y fracasar. Pero me gustaría que tenga la oportunidad de darse cuenta de que hay otra manera, una ética más alta a la que podemos aspirar. Así que usted puede irse como llegó. Esos policías del estado que esperan afuera necesitarían mi colaboración para acusarlo a usted de algo, y no la tendrán.
Mallock echó un vistazo a través de las puertas del frente hacia la calle antes de responder.
—¿Usted piensa que esto termina todo?
—No. Pero pienso que usted puede terminarlo. Usted, y aquéllos que creen, como usted antes de entrar aquí.
—¿Cree que ponerme en una exhibición de misericordia nos hace amigos? ¿Piensa que simplemente vamos a aceptar este estado de cosas?
—Usted se considera un hombre religioso, señor Mallock. ¿Conoce esa plegaria que empieza con «Que Dios me dé el valor…»?
—La conozco —dijo Mallock con tono cortante.
—Entonces entiende que yo ruego por la sabiduría, todas las noches —dijo Wilman—. Ruego por que usted también lo haga.
Evan Stolta estaba esperando a Wilman en su oficina cuando éste regresó.
—Bien, ¿cómo resultó?
—Terriblemente bien, me pareció. Aunque usted se puso un poquito sermoneador al final —dijo Stolta.
Wilman sonrió.
—Eso viene de haber tenido demasiado tiempo para pensar qué diría. Estaba empezando a pensar que nadie mordería el anzuelo nunca, y que tendríamos que hacer todo y contratar a nuestro propio terrorista.
—Se da cuenta de que si alguna vez se sabe que nosotros colocamos ese material en el Pregón Patriota…
—Nunca ocurrirá.
—Los medios van a revolotear en masa alrededor de esta historia. Me pareció que estuvo horriblemente cerca de burlarse de él con la verdad cuando le dijo «Alguien le ha estado mintiendo», ese tipo de cosas.
—Quizá me divertí demasiado —admitió Wilman—. Pero no habrá problemas. No hallarán nuestras huellas digitales en la escena del crimen.
Stolta movió la cabeza, insatisfecho.
—Si se las hubiera arreglado para adquirir una bomba exótica o de polvo…
—¿Por qué se tortura con eso ahora? Se terminó. Salió bien.
—Supongo que es porque aún no entiendo por qué usted quiso correr tanto riesgo.
—Eso es porque somos diferentes. ¿Puede imaginarse apostando cien mil dólares contra un millón?
—No lo creo. Cien mil dólares sería una parte muy grande de todo lo que tengo.
—¿Ve? Ni siquiera preguntó las probabilidades.
—Las probabilidades son irrelevantes. Mi padre me enseñó dos reglas sobre las apuestas: una, apuesta sólo a lo seguro. Dos, no existe nada seguro. —Stolta mostró una sonrisa triste—. Muy bien, soy un hombre cuidadoso por naturaleza. Pero no creo que haya respondido a mi pregunta realmente.
—¿Me preguntó algo?
—Pienso que sí. ¿Por qué quiso arriesgarse a algo que hubiera destruido veinte años de trabajo?
—Ah. Esa pregunta —dijo Wilman, acomodándose en una silla—. Bien, es cierto que nunca fui un gran jugador. No puedo soportar la idea de esperar pasivamente a recibir mis cartas.
—Entonces, ¿por qué decidió hacer una apuesta arriesgada de repente?
—Esta empresa es más parecida a un combate que a las apuestas, Evan; es algo táctico, no estadístico —dijo Wilman, moviendo la cabeza—. Y muy frecuentemente, lo peor que puedes hacer en un combate es permitirte pensar en las probabilidades, especialmente si están en tu contra. Si lo haces, nunca llegas a la cima, nunca tomas la colina y nunca cambias las probabilidades a tu favor. Lo que hagas de un minuto a otro puede cambiar todo.
—Eso aún no explica por qué decidió cargar contra esta colina, en este momento en particular.
—¿Va a seguir insistiendo, eh? —Wilman estudió el rostro del otro hombre por un momento, y luego agregó—: La verdad del asunto es que estoy cansado de esperar. No sé cuánto tiempo más tengo, y quiero ver el final de esto. Así que quiero correr algunos riesgos. —Hizo una pausa, como pensando si quería continuar—. No se trata de una leyenda heroica, pero muchas batallas se deciden por alguien que no pudo aguantar más la espera.
—Me inclino ante su experiencia —dijo Stolta, que jamás había sido militar—. Pero, Grover, no pensará que convirtió a ese tonto, ¿o sí?
Wilman sonrió y movió la cabeza.
—Me sentiré contento si lo desalenté. Me importa el público. Y hablando de eso, vamos a ver cuan grande fue la repercusión.
El cubo de nogal con el emblema de bronce de la Policía Estatal de Missouri hacía más de seis años que descansaba sobre el escritorio de John Trent. Si bien se lo dieron por «sus servicios públicos» —el Programa de Seguridad Infantil con Armas de Fuego, introducido después de la tragedia del Truman Middle School—, para él era más un útil accesorio para el escritorio que un buen recuerdo. No le servía tanto como pisapapeles, función que probablemente el diseñador le dio, sino como un arma de primera línea para la guerra entre la Asociación Nacional del Rifle y las hormigas coloradas.
Cuando el trofeo golpeó en el centro y hacia la izquierda de la pantalla del televisor, se movía a una velocidad acorde con la fuerza de lanzamiento de un ex jugador de fútbol americano que aún podía lanzar una pelota a cuarenta metros de distancia. La pantalla se hizo añicos como un espejo gigante y el estrépito se oyó a cuatro oficinas de distancia.
Sin embargo, las consecuencias fueron menos satisfactorias. Lo que quedó de la pantalla simplemente se tornó opaco, sin una reconfortante chispa o hilito de humo.
La secretaria ejecutiva de Trent y el asistente administrativo principal llegaron a su oficina juntos.
—¿Está bien? —le preguntó Jolene. Kenneth estaba junto a los restos de la pantalla en el piso.
—¿Vieron lo que pasó? —gritó Trent con furia—. ¿Alguno de ustedes estaba mirando?
—Yo vi —admitió Kenneth, quien tomó el trofeo y comenzó a sacarle las astillas de plástico y vidrio—. Hizo que pareciera que sólo la gente loca quiere poder protegerse a sí misma.
—Averigüen quién es Mallock y qué diablos estaba haciendo allí.
—¿Piensa que estaba todo preparado?
—Por supuesto que sí —respondió Trent, cargando las palabras con todo el desprecio que pudo—. Wilman logró que llegaran allí cuatro buitres de los medios tan rápido que no se perdieron nada.
Cuatro buitres que están cubriendo y promoviendo un evento en vivo por una sola razón: esperan poder mostrarnos un bombardeo terrorista, un asesinato en masa, en tiempo real. ¿Qué hace Wilman? —Trent sacudió las manos en el aire—. Se toma el tiempo para darnos un sermón sobre la violencia y la evolución humana, sabiendo que van a transmitir cada palabra porque estamos todos mirando con la esperanza de ver una carnicería.
»No va a hacer eso a menos que esté seguro de que no habrá ninguna carnicería. Estoy seguro de que todo fue una puesta en escena.
Y se va a salir con la suya. Es una historia espectacular: cruzado corajudo, asesino fanático, una escalofriante danza con la muerte. Qué hijo de puta.
—Veré qué puedo averiguar sobre Mallock —dijo Kenneth colocando el trofeo en un extremo del escritorio de Trent—. Y voy a encargarte un nuevo televisor.
Jolene quedó parada junto a la puerta, dubitativa.
—¿Puedo hacer algo por usted, señor Trent?
—Ni siquiera sé lo que yo voy a hacer —le respondió Trent—. Hijo de puta. Se estaba riendo de nosotros, podía verlo en sus ojos. Están matando gente, quitándonos las armas y lanzándonos para enfrentar a los lobos. Están asesinando la Constitución. Y encima nos da un sermón sobre moralidad.
Tomó el cubo de nogal y lo arrojó contra la pantalla por segunda vez. Esta vez tuvo el placer de ver algunas chispas y un acre hilo de humo, pero no fue suficiente para satisfacerlo.
—Déjame solo, Jolene —le dijo con tono sombrío.
La secretaria dudó, luego obedeció y cerró la puerta al salir de la oficina. Cuando se marchó, Trent se apoyó con fuerza sobre su escritorio. Su pecho se inflaba y se desinflaba; la sangre le latía por la furia y la impotencia.
—Que Dios me ayude —murmuró—. No merece dormir bien de noche. Que Dios me permita ser quien le quite el sueño. Que me dé paciencia, coraje y sabiduría y que también me permita un disparo certero…
Luego, con manos temblorosas, Trent se sentó y comenzó a redactar su renuncia como presidente de la Asociación Nacional del Rifle.
Durante las siguientes semanas, John Trent les dijo a los amigos que llamaban lo mismo que les informó a las sanguijuelas de la prensa: que había sido presidente por el doble de tiempo que su antecesor y que estaba dispuesto a considerar la situación desde otra perspectiva; que quería tomarse unas vacaciones para viajar y para ocuparse de asuntos personales; que seguía comprometido con una inflexible defensa de la Constitución y las libertades esenciales de los ciudadanos, y que estaba analizando la posibilidad de participar más directamente en la política de una manera que la Asociación Nacional del Rifle no tenía permitido.
Todo era cierto, pero se aseguró de que sus amigos entendieran su mensaje de manera diferente de la prensa política, la cual le dedicó algunos programas al análisis de la historia de aquellos políticos que se dedicaban a un solo tema y a sus perspectivas. Luego los medios se concentraron en otra cosa.
Para ese momento, Trent había comenzado silenciosamente a contactar a las personas elegidas para formar parte de su cruzada. Se limitó a personas individuales. No convocó ni a comités ni a ejércitos ni a asociaciones ni a milicias. Su actuación en los últimos tiempos dejaba mucho que desear por su lamentable falta de profesionalismo.
Bob Bowman estaba muerto. Se ahorcó en una prisión estatal de Virginia mientras esperaba el juicio por empujar fuera de la ruta a un camión con un Obstructor, en Raleigh. El complot de Zachary Taylor Grant contra la jueza de la Corte Suprema Hannah Loeb fracasó por culpa de un miembro de Hedgehog que embolsó medio millón de dólares que le pagó FoxMedia por la primicia. Mel Yost estaba publicando Crímenes de guerra de Washington desde Barbados.
Entre los que aparecían en la primera plana, el bastión de los Boston Riders cerca del lago Chaplain había sido desarmado por la unidad de Tácticas Especiales del FBI. Tres fracasos seguidos bastaron para que quedaran suficientes pruebas como para vincular a los Riders con las bombas de la «carta roja» a las clínicas de abortos de Nueva Inglaterra. Kelly Martin y la Espada de la Libertad estaban todavía libres en la zona norte del Medio Oeste, adjudicándose el mérito de ser los autores de más de veinte bombardeos. Pero sus blancos —en su mayoría restaurantes, comercios minoristas en pequeñas ciudades que no contaban con Obstructores— eran un desastre en lo que a relaciones públicas se refería.
Había un total de dieciséis potenciales asesinos en prisiones federales por intentar llegar al Presidente. También hubo tres atentados contra el camarada Wilman, ocho contra el industrial judío, cinco contra distintos miembros del Gabinete. La mayoría no recibieron demasiada cobertura por parte de los medios, que habían decidido que los hombres que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas y su libertad no eran una buena historia. Los muertos y los prisioneros eran héroes para los medios a favor de la libertad, pero sin dietas de moda, sexo y estrellas del espectáculo para aumentar el rating, la cobertura fue mínima.
Deliberada y pacientemente, Trent analizaba cada una de las operaciones y todos los elementos que habían participado en el resultado. No todos los análisis le resultaron instructivos; de hecho la incompetencia raramente lo era. Pero sí surgieron dos patrones: uno de excesiva complejidad; el otro, de insuficiente osadía. Llegó a la conclusión de que la mayoría de las cosas que la gente definía como mala suerte, en realidad, no tenían que ver con la casualidad en absoluto.
Trent partió con todo lo aprendido hacia Atlantic City —al hotel y casino New Flanders, un lugar recomendado por Angelo DiBartolo—, donde se celebraría la única reunión de toda la conspiración. Sin embargo, iba a ser una reunión extraña. Los cuatro conspiradores debieron viajar una considerable distancia para estar en la misma ciudad, en el mismo edificio, pero Trent decidió que nunca estarían en la misma sala frente a la misma mesa juntos.
El primer recluta fue Terry Stewart, un ex contratista de la CÍA, de treinta y ocho años de edad, quien había perdido un lucrativo trabajo como «asesor» de una unidad paramilitar cuando Grover Wilman denunció la guerra encubierta del presidente Engler en Colombia. Stewart (o «Gooch», como él prefería) tenía el entrenamiento de un soldado de las Fuerzas Especiales, las conexiones de un mercenario y un perfil tan bajo que contactarlo requirió tres intermediarios.
El segundo trabajo más riesgoso era para Trent el del coordinador, el hombre de avanzada que se encargaría de todas las burocracias para hacer los arreglos para la confrontación. El coordinador debía saber exactamente lo que se planeaba. No era un trabajo que Trent pudiera encargarle a cualquiera. Pero su total participación también implicaba que el coordinador debía tener la capacidad de negar las intenciones de Trent, de declarar en forma convincente que lo habían contratado simplemente para hacer un trabajo.
Esa combinación de cobarde interés comercial, impiedad bien disimulada y alta capacidad de mentir exigía un abogado al estilo Hollywood. Trent encontró esa combinación en Roy Carney, cuya pequeña pero respetada firma había representado a un importante número de clientes conservadores. Además, su hijo del medio era miembro de la Guardia de Frontera de California, un grupo en contra de la inmigración cuyos esfuerzos habían mandado a unos cuantos latinos al hospital (y por lo menos a tres a la tumba).
La última pieza del rompecabezas era el consultor de seguridad de Atlanta Ben Brannigan, el hombre misterioso detrás de «El ecualizador» en Internet. A los pocos días del anuncio sobre la existencia del Gatillo, «El ecualizador» presentó un análisis especulativo e intuitivo sobre cómo podía derrotarse al Gatillo. Desde entonces, sus análisis habían presentado críticas más elaboradas y autorizadas sobre la tecnología y las estrategias de seguridad que dependían del dispositivo. Brannigan, quien se llamaba a sí mismo «la biblioteca gratis», se dedicó a convertirse en un experto indiscutible en los dispositivos de Horton. No había prueba alguna de que alguna vez hubiera hecho algo más que ofrecer asesoramiento público anónimo, pero Trent sabía cómo tentar a un hombre con orgullo.
Discutieron todo por la red de teleconferencias de fibra óptica del hotel, la cual, según DiBartolo le aseguró a Trent, era imposible de interferir, ni siquiera los empleados del hotel podían penetrarla. Por las conexiones internas, una llamada de habitación a habitación nunca iba ni por cable ni por aire y las cajas de distorsionadores en cada suite disuadían a los espías locales.
—A mi familia le gusta el Flanders —dijo DiBartolo, con una sonrisa cordial—. Nos reunimos allí dos veces por año desde hace tres años y nunca tuvimos problemas. Saben cómo ser discretos. Saben que es importante para el progreso del negocio.
Trent tomó ese comentario como palabra santa y por lo tanto creyó que fue DiBartolo quien colocó los dos microtransmisores que encontró en su habitación. Trent le había pedido a DiBartolo que le sugiriera un lugar seguro donde reunirse, pero no le dijo al mafioso ni el propósito de la reunión ni lo invitó a participar en ella. La curiosidad de DiBartolo era comprensible. Pero Trent tiró los micrófonos por el inodoro. Desde ese momento en adelante, registraba la suite después de cada vez que dormía allí o salía de ella o entraba una mucama, aunque nunca más volvió a encontrar micrófonos.
Si DiBartolo estaba escuchando, se enteró de todo lo que necesitaba saber en los primeros diez minutos, excepto los nombres de los demás participantes, ya que nunca se mencionaron.
—Quiero matar al senador Grover Wilman en una transmisión en vivo —anunció Trent con calma. No se tomó el trabajo de dar justificaciones por su decisión; eso no era necesario si había evaluado correctamente la disposición y el temple de los demás.
—Su trabajo en esto es ayudarme a reunirme a mí, a Wilman, un arma y, por lo menos, a un camarógrafo en la misma habitación al mismo tiempo.
—Wilman no va a ninguna parte sin un Obstructor. Vive en el espacio de Horton —señaló Brannigan—. ¿Vamos a tratar de forzarlo a que se aleje del dispositivo o a quebrar su fortaleza?
—Puedo hacerlo tomar cualquier carta que se nos ocurra —afirmó Trent—. Eso es lo que tenemos que decidir juntos. Pero mi primera elección sería reproducir la escena con Mallock lo más fielmente posible, cara a cara en un territorio que Wilman cree que controla.
—Presión psicológica —dijo Gooch—. La apruebo.
—Tengo una pregunta sobre toda esta puesta en escena —dijo el coordinador—. ¿Por qué se incluyo a usted mismo? O las cámaras, para el caso. Si ponemos la bomba y a Wilman juntos lograremos el mismo resultado e incluso eso no va a ser fácil de orquestar.
—No estoy de acuerdo —interpuso Gooch—. Sólo se necesita una bomba bien grande.
—Y un sacrificio —agregó el coordinador—. Pero ¿por qué ir hasta allí? Hay otras maneras de atraparlo. Recibe a los ciudadanos. Se desplaza de su casa a la oficina. Va a la iglesia.
—No, no va a la iglesia —lo corrigió Trent—. Es un humanista, un ateo.
—Entonces, no tenemos que preocuparnos de que Dios lo salve, ¿no es cierto? —bromeó Gooch con seriedad—. Un rifle militar de francotirador tiene un buen alcance a los mil metros. Incluso yo puedo darle a cualquier cosa que esté a seiscientos metros. No puede estar tan cubierto por el Obstructor como para nunca asomar la cabeza o circular por el límite de la cobertura.
—Casi nunca sale del Distrito de Columbia ahora y esa zona está completamente protegida —comentó Brannigan—. ¿Cómo va a hacer para que salga de ahí y dispararle en la cabeza a quinientos metros?
—No —dijo Trent sacudiendo la cabeza—. Escúchenme todos. No es suficiente matarlo. Hay miles de formas de hacer eso sin obtener nada a cambio. Su muerte tiene que demostrar que su causa es fútil. Si Grover Wilman no está a salvo, ¿cómo puede estarlo cualquier ciudadano común? Mejor sería con mi propia arma que estar dependiendo de rayos mágicos. Y además tiene que ser en público, con las cámaras encendidas. Adora a las cámaras. Antes de que muera, quiero que todos vean que debajo de toda esa bravuconería, se esconde un mentiroso y un cobarde. Un cobarde impotente.
El coordinador frunció la boca.
—¿Tiene algún temor de convertirlo en un mártir?
—No, no por el momento —respondió Trent con énfasis—. Los verdaderos mártires son las personas que están muriendo porque Grover Wilman las desarmó. Por ellas es necesario hacer esto. Alguien debe rescatar a todas esas personas que ahora están en peligro. Nosotros podemos hacerlo, caballeros. Creo que podemos hacerlo.
—Sabe que podemos —dijo Gooch.
—Bien, entonces —interpuso Brannigan—. Tendremos que obligarlo a salir de Washington. La pregunta es adonde lo llevamos. Luego veremos cómo lo hacemos.
—Que sea en algún lugar donde él crea que puede controlarnos —sugirió Gooch—. Le demostraremos que está equivocado.
* * *
Fue lo más cerca que alguna vez estuvo Evan Stolta de gritarle a Grover Wilman.
—¿Por qué siquiera está considerando esto? Es un perdedor, senador, y todo lo que puede hacer es darle credibilidad. Perdió su caso importante, su causa en el Congreso perdió fuerza y ahora perdió el trabajo. Sabe que lo echaron. ¿Por qué rescatarlo? ¿Por qué elevarlo a su nivel?
Wilman sonrió, con gesto tolerante, a punto de estallar.
—¿Por qué vamos a dejar sin responder lo que anda diciendo? ¿Por qué vamos a tener miedo de un simple debate si estamos convencidos de nuestra postura?
—¿Por qué tiene que ir? Deje que Martinson o Rocannon o Schultz lo hagan —insistió Stolta—. Ya tiene suficiente de que ocuparse. Gil Massey está amenazando con traer de vuelta a colación la S. B. 50 y podría tener que impedir que la ley se someta a votación. De hecho, ¿y si John Trent sigue trabajando con Massey? ¿Y si este gran desafío público es un juego que están jugando con usted?
—¿Para sacarme de la ciudad y hacer aprobar la ley en el Congreso mientras no estoy? —Wilman rio—. Estás un poco alterado. El Senado no funciona tan rápido como para hacer ese truco. De todos modos, no voy a viajar en carreta.
Con gesto sombrío, Stolta se sentó en uno de los brazos de los sillones para las visitas.
—Es el viaje lo que me preocupa. —Stolta sacudió la cabeza con vigor mientras trataba de encontrar las palabras para expresarse—. Puede pasar cualquier cosa. ¿Por qué tiene que ir en persona? Podría tener una enorme audiencia en realidad virtual.
—Podemos debatir en persona y aun tener una audiencia en realidad virtual —respondió Wilman—. ¿Qué puede suceder?
—Grover…
—Quiero ver si puede responderme.
—Muy bien —le contestó Stolta, con furia—. Ya que hay personas que quieren lastimarlo, no veo por qué tiene que darles más oportunidades.
—¿Crees que no lo sé, Evan? —dijo Wilman con tono suave, casi tímido—. Leo los mensajes de odio todas las mañanas desde antes de que te incorporaras. Sé que la mayoría de ellos no tienen intenciones de concretar las amenazas, pero sé que algunos sí. Soy el pararrayos de cualquier perro rabioso soberbio que piensa que su mundo va a derrumbarse si deja de tener el derecho de dispararles a su esposa, sus hijos, sus vecinos, su jefe o el turista borracho que golpea en la puerta equivocada.
—Creo que me está robando el repertorio, Grover. ¿Ése no es mi argumento?
—¿Cómo hago para ganar bajo esas reglas? ¿Cambio mi forma de pensar para intentar que me quieran? ¿Me escondo para que no puedan herirme? —Wilman hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Sé que sabes la respuesta. Tengo que ser quien soy, Evan. No es mi estilo vivir atemorizado. Si lo fuera, sería yo quien estaría soterrado en algún lugar de Idaho, sentado sobre un arsenal de la Guardia Nacional, con galletitas rancias para dieciocho meses.
Una sonrisa renuente se dibujó en el rostro de Stolta.
—Además, estás equivocado con respecto a John Trent —agregó Wilman—. No lo despidieron. Realmente fue él quien renunció.
—¿Por qué habrá renunciado?
—Para poder sacarse los guantes y convocarme —respondió Wilman—. Esto va a ser divertido. Arregla todo con ese Roy Carney. —Se rio—. Quince rounds sin guantes me parecen bien.
Había ocho SkyEye sobrevolando, casi trescientas personas y trescientos asientos vacíos en el auditorio Cohén de la Universidad Tufts para el debate entre Grover Wilman y John Trent.
La distribución de las entradas estuvo a cargo de la Facultad Fletcher de Asuntos Internacionales, con la consigna de lograr un público diversificado para lo que el decano había llamado «una importante afirmación de las tradiciones democráticas de la libertad de expresión y el intercambio de ideas». Se disculpó con los participantes entre bastidores antes de presentarlos.
—Lo lamento muchísimo. Hubo una importante demanda de entradas. Nuestros estudiantes no son apáticos; están muy interesados en los temas sociales y políticos…
—Tal vez los rumores sobre disturbios tienen algo que ver con esto —dijo Wilman, mirando con ecuanimidad a John Trent.
—¿Disturbios? Mi Dios. ¿De qué disturbios habla? —preguntó el decano.
—Mis asesores me informaron que durante las últimas horas ha habido un anónimo por Internet especialmente dirigido a los asistentes al debate —respondió Wilman—. Una de las versiones decía que usted no iba a presentarse, señor Trent. Otra recomendaba que lo mejor era no asistir, porque iba a haber disturbios en el auditorio…
—¿Disturbios en Tufts? Eso es absurdo —protestó el decano—. Ésta no es una fiesta de una universidad estatal. Esto es Tufts.
—El mensaje que me mostraron también incluía una amenaza de bomba; yo era el blanco.
—Eso es increíble —exclamó Trent, aunque su rostro no mostraba señales de estupor—. ¿La universidad ha recibido algún tipo de amenaza directamente?
—No, no —respondió el decano—. Hablé con el jefe de seguridad del campus hace algunos minutos. Todo está tranquilo afuera. Hemos disuadido a todo aquél que no tenía entradas para que se mantuviera alejado del área. Pero si lo que oyó es cierto, senador, tal vez eso explique por qué algunos de los concurrentes decidieron quedarse en su casa y conectarse. —Sacudió la cabeza con pesar—. Es una verdadera lástima, pero me temo que es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Al menos puede contar con que aquéllos que están presentes verdaderamente se interesarán y escucharán con atención.
—Está bien —dijo Trent—. Me gustan los públicos informados. Mi esperanza es que estén aún más informados cuando hayamos terminado.
La breve lista de potenciales lugares para el debate había incluido a Princeton, la Universidad de Pittsburgh, Columbia, Harvard e incluso la Universidad Carleton[3] en Ottawa. Eran todas universidades que albergaban famosas facultades de asuntos internacionales que se abalanzarían ante la posibilidad de tener a Grover Wilman en su campus. Brannigan dijo que los problemas logísticos hacían que Harvard y Columbia no fueran viables y Carney argumentó que Princeton tenía una imagen pública demasiado positiva. Trent había descartado Carleton porque consideraba que cruzar la frontera distorsionaba el mensaje, a pesar de que Brannigan había prometido que una operación en la universidad canadiense sería más que fácil.
La decisión final entre Pittsburgh y Tufts se redujo a dos hechos: que la Facultad Fletcher había aceptado casi medio millón de dólares en subsidios para investigación de Razón sobre la Locura, lo cual la convertía en socia de Wilman en la traición, y que el campus, a pe sar de estar junto a la periferia de Boston, no tenía un Obstructor permanente propio. La unidad móvil de Razón sobre la Locura se encontraba junto a las camionetas de SkyEye en la casi llena playa de estacionamiento adyacente al auditorio Cohén. Era perfectamente accesible; las puertas traseras y la mitad del costado derecho estaban expuestos. Había guardias recorriendo el campus a pie en ese costado del edificio, pero no estaban prestando especial atención al Obstructor. Además, los dos encargados del Obstructor estaban sentados en los asientos delanteros de la camioneta, aburridos.
La propia camioneta de Brannigan, con el logo de una editorial alemana con sede en Nueva York, estaba a tres espacios de distancia de la camioneta del Obstructor. Más que cerca como para hacer el trabajo sin interferencias. Fingiendo observar las exposiciones iniciales en la pantalla del comunicador sobre sus faldas, mentalmente repasaba sus movimientos, esperando la señal de Terry Stewart y analizando sus posibilidades de huir cuando todo hubiera terminado. Eran mejores que las de Stewart y las de Stewart eran aun mejores que las de Trent. Tenía mayores ventajas por ser el que daría el primer golpe.
A pesar de que no hubo dudas desde un comienzo de que el público del auditorio Cohén estaba inclinado a su favor, Wilman no pudo evitar sentirse complacido por la reacción. Después de una cálida bienvenida, fue interrumpido por fuertes aplausos cuatro veces en cinco minutos. Incluso había habido algunos vítores mezclados con los aplausos hacia el final, aunque el moderador rápidamente los reprendió, recordándoles las reglas. De todos modos, fue una buena actuación que ponía a Trent en una difícil situación.
Sorprendentemente, parecía ajeno al público y se dirigía exclusivamente a Wilman.
—Fue muy inteligente de su parte, senador, tratar de plantear el tema como razón contra locura —dijo Trent mirando de soslayo al auditorio—. Si dejamos que se salga con la suya, entonces todo el que se le oponga carga con el peso extra de tener que demostrar que no es insano.
»De hecho, usted y sus aliados han trabajado denodadamente para crear la presunción de que cualquiera que defienda la posesión privada de armas y el uso medido de la fuerza es irracional.
»Estoy aquí para refutar esa presunción. Estoy aquí para defender la profunda convicción de decenas de millones de norteamericanos razonables que consideran que el desarme es trágico y fatalmente irracional. Estoy aquí para afirmar sin vergüenza ni duda alguna que tomar un arma y matar a alguien puede ser un acto absolutamente lógico, el resultado del más alto nivel de razonamiento moral… y usted va a ayudarme a que así lo demuestre.
—Lo dudo —dijo Wilman y le sonrió al público. Una oleada de risitas recorrió las primeras filas y el moderador reprendió a Wilman por la interrupción—. Mis disculpas, señor Trent —dijo el senador—. Por favor, continúe.
El rostro del señor Trent no se puso rojo de ira.
—Senador Wilman, todas las veces que abordó este tema, en toda la propaganda con la que usted y su organización nos invadió, hay un aspecto que jamás tuvo en cuenta. Una vez que haya desarmado a todos los hombres con armas, ¿qué piensa hacer con todos los hombres con cuchillos? Evade este aspecto diciéndonos que por supuesto la policía va a seguir armada, que por supuesto no vamos a permitir que el enemigo saque ventaja, que podemos seguir viajando en grupos y formando patrullas vecinales y estudiando artes marciales.
»Pero eso quiere decir que sus dispositivos de desarme son un fraude. No quiere deshacerse de las armas, senador, sólo de nuestras armas…
Si bien eso pareció una señal, era a Stewart, no a Trent, a quien Brannigan había estado esperando. Respondió el comunicador chirriante con ansiedad e impaciencia.
—Estoy en posición —dijo Stewart.
—Me pondré en movimiento —respondió Brannigan. Desconectó la pantalla del comunicador y lo dejó sobre el asiento del acompañante; al igual que la camioneta, era prestado y ya no lo necesitaba más.
Sólo tomó la larga linterna negra de seis pilas a la que le había dedicado tanto tiempo y atención. Stewart la había bautizado burlonamente como el «rifle furtivo», pero de todos modos apreciaba la precisión de los mecanismos que juntos habían colocado en su interior.
No había nadie en treinta metros a la redonda cuando Brannigan salió de la camioneta. Caminó junto a las partes traseras de los vehículos estacionados balanceando la linterna sin dificultad y se dirigió hacia los baños que estaban usando los miembros de la prensa. Al cruzar detrás del vehículo del Obstructor, de repente cambió de dirección y se acercó a la camioneta. Sólo necesitó dar dos largos pasos para encontrarse cerca.
Sosteniendo el mango de la linterna con ambas manos, colocó el anillo de la lente contra la puerta izquierda y deslizó el pestillo hacia adelante. La herramienta saltó en sus manos y se produjo un sonido parecido al de una puerta de auto cuando se cierra. El sonido fue provocado por una púa de acero templado al hacer un agujero en la lámina de metal con una carga de aire comprimido.
El sonido sibilante que siguió podría haberse confundido con una goma desinflándose. El sonido se produjo por un aerosol condensador disparado a través de la punta de la púa. En escasos dos segundos, se detuvo. Todo se detuvo, esperando.
La puerta delantera derecha de la camioneta del Obstructor se abrió con la suficiente fuerza como para golpear al vehículo contiguo con un crujido y volver a cerrarse.
Brannigan arrojó la linterna y retrocedió. Su mirada se dirigió al punto ciego del espejo y se encontró con la mirada del conductor.
Un momento después, se oyó un ruido sordo cuando el aerosol produjo decenas de arcos para el paso de la corriente de alto voltaje que fluía a través del Obstructor y su generador. Brannigan lo vio por el espejo detrás del conductor: rayos que bailaban furiosos en su botella de metal. La vibración del generador se convirtió en un gemido, luego el silencio. Los hombres en la camioneta también estaban en silencio.
Brannigan giró y se alejó rápidamente. Un policía del campus, intrigado por algo que creía haber oído, pasó a cinco metros de distancia, pero no lo confrontó. En cuanto le fue posible, Brannigan se ocultó en la oscuridad.
—Gooch, es tu turno —dijo por su comunicador personal.
Ésa era su última obligación en el equipo. Desde ese momento, podía preocuparse por su huida. Ya había cumplido con su parte. Había una brecha en el escudo alrededor de Grover Wilman, una brecha que se elevaba hasta el cielo. Y mientras Brannigan huía, un fantasma negro descendía por esa brecha con sus alas negras, tan silenciosas como un susurro. Llevaba consigo un oscuro haz de muerte dirigido al auditorio Cohén.
El tono del moderador se había vuelto cortante de tanto repetir:
—Se le ha terminado el tiempo, señor Trent.
John Trent se inclinó levemente y aquietó el comunicador vibrando contra su muslo.
—No he terminado. Senador Wilman, usted es un mentiroso. —Su micrófono dejó de funcionar, pero no necesitaba uno en esa sala—. Les prometió que si todos nos reunimos en un rebaño, nadie correrá peligro de que lo ataquen los lobos. Pero las personas que viven en las áreas marginales sí están en peligro. Algunos morirán al calmar a los depredadores. No moriré yo ni tampoco usted morirá, porque sabemos cómo actuar en el medio de una manada; tenemos alternativas.
—Todos tenemos alternativas —respondió Wilman—. Podemos elegir ser civilizados.
—Más mentiras —dijo Trent y se bajó del podio—. No quiere que los animales que no están en el centro de la manada sepan qué va a sucederles. No quiere que estén armados y tengan la capacidad de defenderse a sí mismos, porque quizá se les ocurra preguntar por qué son ellos los que están en peligro.
»Toda su postura es un fraude. Se basa en la premisa de que uno seguirá estando seguro una vez que haya abandonado las armas.
—No sabía que usted iba a hablar por los dos —dijo Wilman riendo.
—Le estoy refregando sus propias palabras. Interdependencia. Formación de grupos. Vigilancia vecinal. Multiculturalismo en las escuelas. Planeamiento económico global. Fuerzas de paz internacionales. Comunidad, comunidad, comunidad. Todo se limita a quedarse en el rebaño. Hay que conformarse y soportar lo que vendrá…
—Las familias bien constituidas están integradas por personas que luchan juntas. En ningún hogar bien constituido los padres se enfrentan entre sí con armas o los hijos obedecen órdenes a punta de pistola.
En ese momento, el moderador agitó las manos y abandonó el escenario. Luego fue a sentarse en la sexta fila.
—Y somos todos parte de una gran familia, ¿no es cierto, senador? El abuelo no es un psicópata, la hermana no es una ladrona, el papá no es un violador, el hijo no es un asesino. Todos podemos dormir tranquilos en nuestras camas. Eso sería lo más razonable. Eso es lo que dicta la lógica. Todos podemos estar contentos en el rebaño. Es un disparate creer que hay lobos.
—Es un disparate tratar de enfrentarlos solo —replicó Wilman—. Allí es hacia donde siempre conduce su idolatría al individualismo. ¿Por qué cree que existen las familias, las tribus y las naciones? ¿Qué sentido tiene la identificación grupal si el inquebrantable individualismo siempre triunfa?
—Se ha desviado por completo de la cuestión principal —le respondió Trent—. La verdadera pregunta es si un hombre razonable puede tener razones suficientes como para armarse. La verdadera pregunta es si un hombre razonable puede tener razones suficientes como para matar. Todos sus argumentos sobre el desarme dependen de las respuestas. Si la mente racional responde que sí, entonces no hay locura alguna en la posesión de armas… la locura está en deshacernos de ellas.
El decano reapareció en el escenario mientras Trent estaba hablando y alejó a Wilman del micrófono para hablar con él sin que los oyeran. Mientras tanto, Trent dirigió su atención al público por primera vez.
—Aquí tenemos una sala llena de gente razonable. Jóvenes hombres y mujeres inteligentes, instruidos, adinerados acostumbrados a zanjar sus desacuerdos con gente también inteligente e instruida a través de una guerra verbal. Vinieron a esta sala para ver a su campeón exponer su lógica e ideas, su ciencia y humanismo y filosofía, y comenzar la lucha. Pero a ninguno de ustedes se le ocurrió que su oponente no iba a respetar las reglas establecidas.
»No, porque si se les hubiera ocurrido, habrían escuchado las advertencias que les envié esta tarde.
El decano estaba por abandonar el escenario, pero la confesión imprevista lo detuvo.
—¿Usted también, decano Franklin? Y con toda su experiencia… ah, pero me olvidaba de que usted también se graduó en esta universidad. Otro hombre inteligente e instruido que vive en un mundo de buenos modales. ¿Por qué no informa sobre lo que acaba de decirle al senador Wilman? —sugirió Trent. Se dio cuenta de que verdaderamente estaba disfrutando muchísimo ese momento.
—Señor Trent, creo que deberíamos redondear.
—Como guste —respondió Trent—. Yo se lo diré. Damas y caballeros, al decano Franklin le gustaría informarles que el Obstructor del senador Wilman ha sufrido un desperfecto desafortunado y que en este momento no puede protegerlos. —Miró al público y se decepcionó ante la falta de reacción—. Quizás el decano pueda decirnos cuál sería una reacción lógica ante esta noticia. ¿O el senador? ¿No les parece?
Giró hacia su podio, tomó bruscamente la tapa superior inclinada con ambas manos, la retorció. Cuando la tapa se soltó, la arrojó al piso con un estruendo. Metió la mano en el interior y tomó la pistola escondida y la levantó por encima de su cabeza para que todos pudieran verla.
—Y ahora, ¿qué me dicen? —preguntó en medio del silencio, del estupor de los presentes—. Y ahora, ¿qué? —Apuntó el arma hacia el público y la deslizó lentamente de un extremo al otro de la sala. No hubo ni llantos ni gritos, sino sólo un crujido y un murmullo—. Recuerdo cuando el Presidente hizo esto en el Congreso, como si se tratara de una lección. Bueno, diremos que esto también es una especie de lección. Usted, el que está en el pasillo, siéntese. Nadie lo autorizó a marcharse.
Giró y apuntó el arma contra el pecho de Grover Wilman.
—Todos dicen que usted es un nombre reflexivo, senador Wilman. Me gustaría que analizara esta situación y me dijera si no le gustaría ser el que apunta el arma.
—Ha estado aquí antes de que el Obstructor se desactivara. ¿Está seguro de que funciona?
Con los SkyEye acercándose y luchando para obtener el mejor ángulo, Trent alzó la mano levemente y disparó por encima de la cabeza de Wilman. La bala penetró los paneles de madera del revestimiento acústico. El sonido fue lo suficientemente convincente como para alentar a una decena o más miembros del público a salir corriendo hacia las puertas. En el escenario, el senador comenzó a temblar, pero se contuvo, mientras que el decano Franklin se agachó y no volvió a levantarse.
—Azidas —dijo Trent a modo de explicación—. Decano, ¿por qué no va a sentarse con los estudiantes?
—¿De qué se trata todo esto, John? —preguntó Wilman.
—No trate de manipularme, Grover. Sólo responda a mi pregunta —dijo Trent—. Quiero la verdad: ¿no le gustaría ser el que apunta el arma?
—No.
—Mentiroso. —Volvió a mirar al público—. No comprenden realmente el concepto del rebaño que ha tratado de meterles en la cabeza. Si se lanzaran todos juntos sobre el escenario, sin duda me quitarían el arma. Si todos corrieran hacia la salida, la mayoría lograría escapar. ¿No es extraño? No quieren estar entre los que van a morir. ¿No le parece eso una reacción razonable?
—¿Qué quiere Trent? ¿Me quiere a mí? Entonces, deje que se marchen.
—Lo lamento. Necesito su ayuda para demostrar mi parecer. La suya también. Aquí están, como quiso usted que estuvieran: desarmados y desvalidos ante la agresión. ¿No cree que algunos desearían tener un arma ahora? ¿No cree que finalmente estén aprendiendo algo sobre el mundo real? Diga la verdad esta vez, senador. ¿Cómo se siente el ser ahora el indefenso?
—Estaba pensando que no elegí cuál sería mi podio hasta cinco minutos antes de salir al escenario —dijo Wilman, conservando la calma.
Trent rio.
—¡Bien! ¡Muy bien! Entonces tal vez debería mirar dentro de su podio.
Con evidente renuencia, Wilman hizo girar la cubierta de su podio. Cuando se movió, la levantó deliberadamente y con cuidado la colocó a un costado. Los SkyEye se desplazaron hacia la izquierda del escenario para mirar por sobre su hombro al mismo tiempo que él miraba serio hacia el interior del compartimento.
—Para aquéllos que no están mirando en sus casas, el senador Wilman acaba de descubrir que tiene un arma como la mía —informó Trent—. ¿Cuáles son sus opciones «racionales» ahora, senador? ¿Está considerando nuevas opciones? ¿Qué piensa que sus compañeros de banca esperan de usted? ¿Qué le parece algo al estilo Jimmy Stewart? ¿Qué le parece algo al estilo John Wayne?
—Siempre sospeché que usted aprendió todo lo que sabe sobre armas de las películas de cowboys, John. ¿Estamos haciendo algo al estilo Shane? «Toma el arma, muchacho».
—Bueno, por qué no la toma. Tome el arma y tal vez pueda reescribir esa escena.
Con exasperación, Wilman bajó los brazos y los colocó a sus costados y dio un paso alejándose del podio.
—¿De eso se trata todo esto? ¿Necesita una justificación pública para matarme?
—No va a convencerme, senador, así que no se tome la molestia. Soy un hombre razonable que ha tomado una decisión racional. Ahora quiero ver cómo funciona su lógica moral.
—No —dijo Wilman—. No pienso participar en este juego.
—Si salvarse a usted mismo no es razón suficiente para tomar el arma, puedo darle más motivos. —Trent extrajo el comunicador del bolsillo del pantalón y desplegó la antena—. Creó que la primera vez que se utilizó un teléfono inalámbrico como un detonador remoto fue en el incidente en el Malí, ¿no es así? Por supuesto, el pobre hombre se olvidó de borrar las llamadas de cortesía de la compañía de la tarjeta de crédito de su esposa, entonces las cosas no salieron tan bien como las había planeado.
—Usted está loco, John Trent —dijo Wilman con un gruñido—. ¿Dónde está la bomba?
La simple mención de la palabra fue suficiente como para provocar exclamaciones y gritos de parte del público, ahora perturbado. Trent esperó a que la cálida oleada de triunfo pasara antes de responder:
—Podría estar en cualquier parte, ¿no es cierto? Afuera de un bar. Debajo de un puente. En un salón donde jovencitos con sus novias están mirando una película que es más vieja que ellos.
»¿Pero cuál sería el acto de justicia en ese caso? ¿Qué han hecho ellos para merecer eso? ¿Acaso ellos conspiraron para hacer que los ciudadanos norteamericanos se volvieran indefensos y débiles? ¿Acaso le hicieron una promesa falsa a una nación crédula? ¿Deliberadamente se propusieron destruir una libertad constitucional fundamental para asegurar su propio poder?
»No. Usted hizo eso. Usted y todos sus amigos de la Facultad Fletcher y la Facultad Elliot y la Facultad Woodrow Wilson y la Facultad Kennedy —acusó Trent señalando al público con un movimiento de su mano libre.
—Usted no organizó todo esto sólo por estas armas —dijo Wilman lentamente—. No era necesario.
—Es cierto, senador. Analice la situación racionalmente.
—Está aquí —dijo, apretando los labios—. Maldita sea, está aquí, donde están las cámaras. —Wilman comenzó a agitar el brazo en dirección al público—. Salgan —gritó—. Salgan ya.
Unos pocos comenzaron a moverse, pero la mayoría de ellos quedaron paralizados en sus asientos.
—No me parece que deberían hacer eso, senador —dijo Trent, acercándose al borde del escenario—. Puedo ponerme nervioso y presionar el botón equivocado. ¿No sería mejor que tomara el arma? Mire cuántas vidas se podrían salvar si tuvieran armas.
—La misma cantidad que se salvarían sin armas —replicó Wilman.
—Es cierto, pero significaría rendirse ante algo que yo considero que es el mal. Y ésa no es mi elección racional. ¿Cree que un conteo quizá lo ayude a decidirse, senador? No tengo intenciones de esperar a que llegue la caballería. Diez, nueve, ocho…
Como respuesta a la presión de Trent, finalmente Wilman, con indisimulado odio, se lanzó hacia el podio y soltó la pistola del pestillo donde estaba enganchada. Cuando hizo esto, Trent bajó el arma y la colocó a un costado de su cuerpo, apretando y sosteniendo el gatillo. No se produjo ninguna detonación. No había más cartuchos. El cargador había sido reemplazado por un transmisor. La segunda vez que apretó el gatillo, la bomba se activó. Cuando lo soltara, se detonaría.
A casi cinco metros de distancia, Wilman apuntó hacia la cabeza de Trent con el arma.
—Muy bien —le dijo—. Aquí tiene la imagen que quería. Se está viendo en todo el mundo en este momento. Usted ganó. Así que coloque todo eso en el escenario. Dígales a estas personas que pueden marcharse.
—No puedo hacer eso, senador, porque nunca sabremos si todo esto fue otra puesta en escena. —Comenzó a levantar el comunicador para poder leer el visualizador.
Wilman hizo una mueca, desplazó la mano con el arma hacia la derecha, le sacó el seguro y disparó.
La bala penetró el hombro izquierdo de Trent, le desgarró tendones y vasos sanguíneos y le astilló el hueso. El shock, no el impacto, le quitó fuerza de las piernas y lo hizo tambalearse hacia atrás. Cuando tropezó con el podio, se le cayó el comunicador de su mano entumecida. Era apenas consciente del tumulto en el auditorio cuando comenzó un éxodo de personas aterrorizadas.
—Gracias —dijo Trent jadeando y aferrando la pistola con fuerza—. Ahora sé que entiende de cálculos. Aquí está su Gatillo, senador. —Temblando, alzó el arma por encima de su cabeza, la apuntó hacia el laberinto de andamios y cables encima de ellos y dejó que su dedo índice se relajara.
Una mujer ya estaba gritando y rogando. Nadie más podía haber oído el clic cuando una palanca se movió, un trinquete se cayó y un contacto se cerró. Pero fue estruendoso en los oídos de Trent. Nunca oyó la explosión; ocho kilos de explosivos estallaron sobre el escenario, provenientes de una abertura superior. Sólo oyó los gritos, el coro de voces alzadas, que pensó que estaban dedicadas a él, en éste, su día de triunfo.