«La guerra contiene tanta locura y perversidad, que hay mucho que esperar del progreso de la razón; y si hay algo que se puede esperar, todo debe intentarse».
James Madison
El cambio había sido veloz, súbito y final. El día después de que Toni Franklin había sido incorporada al proyecto Gatillo, el Consejo de Seguridad Nacional había asumido formalmente su administración en lugar del comité de Sombrero de Bronce.
No hubo papeleo, ya que Sombrero de Bronce nunca había tenido jerarquía oficial. Y dado que tres de los cuatro asientos en cada organismo eran ocupados por los mismos individuos (el presidente Breland; Carrero, secretario de Estado; y Stepak, secretario de Defensa) el significado del cambio no fue inmediatamente evidente. En la superficie, en realidad, las ramificaciones parecían no tener consecuencias.
Las reuniones se desplazaron a un salón de reuniones diferente en otra ala del edificio. Como no había necesidad de contar con el tiempo del Presidente, las reuniones podían realizarse con mayor frecuencia, y así fue como se reunían dos veces por semana en lugar de una. También podían ser más largas, y lo eran. Frecuentemente, insumían una mañana o una tarde enteras.
Pero los temas eran los mismos, y los dolores de cabeza eran los mismos. El Consejo de Seguridad Nacional todavía tenía que hacer malabares con el peligro que significaba la resistencia pasiva del Pentágono y la resistencia activa del Congreso. Todavía tenía que luchar con una situación de seguridad que se desarrollaba muy rápidamente, y que cambiaba día a día, tanto dentro como fuera de las fronteras del país. Y, tal como antes, toda la dedicación que se pudiera dar no alcanzaba para poner fin a las sorpresas.
Con todo, el cambio trajo algunos beneficios, si uno miraba atentamente.
El más fácil de ver era el reemplazo de Richard Nolby por Toni Franklin. Eso forzó al asesor a quedarse fuera del ámbito principal del Gatillo, y de esa manera resolvió un problema molesto para Breland. Éste se había sentido cada vez más incómodo con la ambivalencia de Nolby acerca del Gatillo. El ex ayudante del presidente de la Cámara de Representantes era el único verdadero conocedor de Washington en el grupo de colaboradores de Breland, quien hallaba desagradable su obsesión de calcular la ventaja política de cada escenario. Es decir, hacer lo contrario de lo que Breland consideraba el espíritu del emprendimiento.
Ahora Nolby había sido marginado, y de una manera que no le dejaba lugar para quejarse ante Breland, pues la vicepresidenta era miembro del Consejo de Seguridad Nacional por estatuto, y los temas que concernían al Gatillo claramente colocaban a éste bajo la supervisión del Consejo. Franklin cerraba filas en el Capitolio y rompía obstáculos en las reuniones, y eso contribuía a dulcificar el trato.
El cambio que desplazó a Nolby también empujó a Grover Wilman muy lejos de la toma de decisiones. Los protocolos formales de seguridad alrededor del Consejo de Seguridad Nacional hacían imposible a Breland incluir informalmente a Wilman, o aun informarle en detalle después. Eso era del agrado del general Madison y de los jefes del Comando Conjunto, quienes consideraban a Wilman como un iconoclasta en el mejor de los casos, y un traidor en las filas en el peor.
Pero por lejos la consecuencia más significativa del cambio fue que convirtió a los sustanciales recursos del Consejo y a su personal profesional disponible para Breland. Ya no dependía de la buena voluntad de los jefes del Comando Conjunto para tener las opiniones y el conocimiento militar, ni de su propia habilidad para hacer las preguntas correctas. Los analistas del Consejo eran buenos para pensar las preguntas por sí mismos, aun las preguntas que ponen el pie sobre los zapatos brillantes y lustrados. Aún más, cuando era necesario, el Consejo tenía el conocimiento, las conexiones y la autoridad para buscar respuestas dentro del Pentágono.
Un ejemplo de una pregunta que a Breland nunca se le hubiera ocurrido era: ¿quiénes eran las personas cuyas aspiraciones profesionales se veían amenazadas por el Gatillo, y cómo era ese mapa entre los generales y almirantes? El trabajo del analista John Miller señaló que los «comandos de combate» más afectados por la nueva tecnología eran tradicionalmente la vía rápida para ascender en la cadena de comando. Sus casos, descarnadamente descriptos, eran un bochorno para dos generales, que ponían el territorio y el status por encima de la disposición y la seguridad.
No obstante, mejor información no significaba necesariamente buenas noticias. Y el trabajo firmado por el analista superior Wendell Schrock y titulado «La próxima guerra» no fue precisamente bienvenido.
A instancia de Harris Drake, el ayudante del Presidente en seguridad nacional, Schrock y tres ayudantes habían investigado la respuesta de las cuatro fuerzas ante la perspectiva de enfrentar a un enemigo armado con el Gatillo. El día anterior a presentar el informe en una reunión del Consejo dio a Breland un informe preliminar en la Oficina Oval que hizo sentir al Presidente que estaba escuchando la historia completa, y contada directamente, por primera vez.
—Buscamos tres diferentes escalas de participación: conflictos globales de superpoderes, conflictos de teatro y conflictos de escaramuza. Consideramos cada uno a la luz de dos escenarios diferentes: uno en el cual los Estados Unidos retienen su monopolio actual a largo plazo con el Gatillo Mark II, y uno en el cual no. Eso nos dio un total de seis diferentes modelos de conflicto.
»En cada uno de esos modelos, atendimos a nuestra disponibilidad para enfrentar a adversarios equipados con el Gatillo en los cuatro sectores del cubo de combate: tierra, aire, mar y espacio.
»Nuestra conclusión general, señor Presidente, es que en todos los modelos de conflicto, excepto uno, no estamos a más de seis meses de poder restablecer un nivel de dominación en el campo de batalla comparable al que teníamos antes de que apareciera el Gatillo. En seis meses, tendremos la habilidad de abrumar las defensas basadas en el Gatillo y podremos usar nuestro armamento convencional para aplicar cualquier grado de letalidad destructiva apropiada a nuestros objetivos.
—Y la excepción es…
—La excepción es un conflicto global de superpoderes con una China que tenga la tecnología del Mark II. En ese modelo, tenemos de doce a dieciséis meses de restaurar una ventaja decisiva.
—Permítame asegurarme de que entendí bien. ¿Está diciendo que estamos como máximo a seis meses de poder neutralizar el Gatillo como factor de disuasión?
—Sí, señor.
Breland oyó eso como «Mi sucesor podrá empezar una guerra impunemente».
—¿Cómo logramos esto tan rápidamente?
—Si usted mira la segunda sección… —Esperó mientras Breland pasaba las hojas—. Hay en realidad solamente dos cuestiones tácticas que el Gatillo presenta. Una es la detonación previa de proyectiles explosivos, principalmente torpedos, misiles crucero, misiles aire-aire y cápsulas de artillería. Para enfrentar eso estamos construyendo misiles con ojivas de mayor alcance y diferentes modelos de fragmentación. El objetivo es asegurarnos de que podemos acertar dentro del radio efectivo del Mark I. Esto hasta ahora ha resultado muy factible.
—Una gran explosión. ¿Eso es todo? —dijo Breland con expresión seria.
—Es el tipo de desafío que adoran los diseñadores de armas feroces, señor. Poner más en menos. Y tenemos gente excelente en el NAWC y en el Laboratorio de Combate de Marina. En algunas aplicaciones, estamos reemplazando explosivos convencionales con algunos de los exóticos que no contienen nitratos, y podemos esperar más de eso con el tiempo. En otros casos, estamos sacando completamente las ojivas de nuestros misiles, y las reemplazamos con masa inerte. Después de todo, lanzar una roca desde la tobera de un Su-27 funciona tan bien como arrojar una bomba.
—Supongo que si un ave en el motor puede bajar un avión…
—Exactamente. Ahora, el otro tema es la precisión y la letalidad de las armas de energía cinética. No es una cuestión de rango, porque todas las armas de combate excepto las armas portátiles tienen el rango suficiente desde afuera del radio efectivo del Mark I. El problema es estrictamente el de dar en el blanco. El rango efectivo de algunas de nuestras armas es menor que el radio del Gatillo, y nuestra experiencia en combate es que la mayor parte de los blancos ocurren inclusive a distancias menores.
—¿Y cómo están abordando eso?
—De diferentes maneras. Cambiamos la mezcla de armas en una unidad de infantería, así hay más armas pesadas como el SAW, y más rifles de francotiradores. Y, por supuesto, hay que cambiar la táctica al mismo tiempo. Al llevar las rondas explosivas fuera de la carga para armas automáticas y cañones aéreos. Hasta cierto punto, complementar las armas de fuego convencionales con armas de ballesta y armas eléctricas. Cambiar las cargas de nuestras municiones para lograr expansión no explosiva, fragmentación y bordes cortantes desde los proyectiles.
—¿Eso es todo lo que se necesita? Esos cambios suenan… casi triviales.
—Son reacomodamientos —dijo Schrock—. El verdadero cambio está a nivel del teatro tácito. Aparte del rango limitado, la real vulnerabilidad de los Gatillos es su susceptibilidad al pulso electromagnético. Un efecto lateral de una explosión nuclear.
Breland, sorprendido, parpadeó.
—¿Qué?
—Los tres servicios se están preparando para llevar ojivas nucleares tácticas de nueva generación al campo nuevamente. La Fuerza Aérea tiene dos versiones en desarrollo: una para combate aéreo, y una para apoyo en el campo, que usa una plataforma de misiles crucero. La Armada busca ambas versiones, una contra submarinos y otra contra barcos. Quizá quieran también algo para combate aéreo. El ejército trabaja en cápsulas con cubiertas nucleares, tanto para la plataforma de 120 milímetros, como para la de 150 milímetros, ambas con asistencia de misiles, de modo que puedan alcanzar la altura y la distancia de alejamiento que se necesita, aun con una pequeña arma nuclear.
Entonces Schrock leyó tardíamente la desaprobación en el rostro de Breland.
—Por supuesto, todos estos proyectos necesitarán su aprobación tanto para las pruebas como para el despliegue. Tendrá que cancelar la directiva 99-15.
—¿Y no tenemos algún tipo de obligación por tratados? —preguntó el Presidente con malhumor.
—En realidad, no, señor. El Congreso nunca ratificó el tratado salt IV. Hemos observado sus condiciones voluntariamente. Podemos llevar ojivas nucleares tácticas de nuevo al campo cuando lo queramos… Cuando el Presidente lo quiera —se apresuró a corregir.
—¿Y qué pasa si vemos que nuestras fuerzas están demasiado cerca de las fuerzas contrarias como para disparar un proyectil de artillería nuclear sobre la cabeza?
—Señor, uno de los cambios necesarios en la doctrina de combate es impedir que esa situación se desarrolle. La nueva doctrina exigirá mantener las unidades convencionales fuera del frente hasta que el área haya sido despacificada.
Breland reaccionó contra el horrible neologismo con un estremecimiento involuntario, y pensó: «Hacer el mundo más seguro para la guerra».
—¿Qué pasa si el enemigo no quiere cooperar con nuestra nueva doctrina, y se rehúsa a mantener una distancia prudencial?
—La nueva doctrina exige compromiso excluyente.
—¿Excluyente? Eso significaría por anticipado, ¿no? Y con armas nucleares. «La próxima guerra», verdaderamente. Y una linda guerrita va a ser —dijo, y arrojó el informe hacia la mesa, donde giró antes de detenerse.
—Señor, quisiera recordarle que éste es un informe con lo que encontramos, no lo que recomendamos.
Breland levantó una mano.
—Sí. Sí, y me agrada tenerlo. Ha hecho un buen trabajo aquí. Sólo detesto lo que significa, lo que dice. —Miró hacia el mapa de la pared, y, lanzando un suspiro, se pasó los dedos por el cabello—. Señor Schrock, cuando tenga el escritorio despejado, intente descubrir por qué estamos trabajando con más empeño en hacer que esto desaparezca, en lugar de usarlo. Dígame por qué no podemos abandonar el poder de matar.
—Señor…
—¿Sí?
—¿Eso fue puramente retórico?
Breland se reclinó en su asiento.
—No. Continúe.
—He pasado mucho tiempo del otro lado, incluyendo diez años en uniforme antes de ser civil. Es completamente cierto que algunos de esos muchachos, y unas pocas entre las chicas, también, están enamorados del poder. Grandes máquinas, veloces, el rayo, el poder de destruir. Es divertido. Usted puede hacer un fetiche de la maquinaria de la guerra, y no ver nunca la sangre. No tiene que estar de uniforme para hacerlo, tampoco. Demostraciones en el aire, fuegos artificiales, películas de acción.
—¿Pero?
Schrock empujó el ejemplar del trabajo del Presidente con un ligero toque de un dedo hacia el centro de la mesa.
—Pero pienso que esas clases de personas son la excepción, y que están muy controladas por los otros.
—¿Y quiénes son los otros?
—Los que se dan cuenta de que nadie quiere una pelea, pero alguien tiene que saber cómo. Eso es lo que pasa aquí, señor Presidente. Los soldados profesionales intentan saber cómo hacer. Lo hacen porque es su trabajo. Y lo hacen bien porque tienen que pelear y morir cuando hombres como usted deciden cuándo y por qué. Por lo menos, funciona así. No quise ofenderlo.
—No lo hizo. ¿Qué quiere decir?
—Creo que sí —dijo Schrock, y se quedó en silencio un instante—. Quizá nuestras guerras tecnológicas modernas son demasiado limpias y prolijas. Uno nunca se mancha con la sangre del hombre que acaba de matar. Quizá nuestra última horrible guerra personal está demasiado lejos en la memoria para recordárnoslo. Pero todavía pienso que ellos abandonarían con gusto ese poder el día que usted los convenza de que no lo necesitamos más. El día que se lo pueda abandonar sin poner en riesgo todo lo que ellos aman.
—Supongo que ésa es la cuestión, ¿verdad? Lo que ellos más aman.
—Discúlpeme si esto suena como tonterías de reclutamiento, pero pienso que la mayoría de ellos aman las mismas cosas que nosotros. Pienso que ellos aman sus vidas, sus familias, su libertad mucho más que las armas, las bombas y la matanza. Si usted puede darles una alternativa, señor Presidente, si usted puede darles una manera de proteger una cosa sin la otra, la adoptarán. Sé que lo harán.
—¿Y el Gatillo no es eso?
Schrock hizo un gesto de negativa.
—No. Si tiene algún valor, yo siento mucha simpatía por su punto de vista. Lamento decir que no pienso que el Gatillo es suficiente para llevarnos hasta allí.
Breland se levantó, dando a entender que la reunión había terminado.
—Si está en lo cierto, señor Schrock, eso sólo significa que tenemos que trabajar con más empeño. Gracias por sus esfuerzos en este informe, y por su franqueza. Usted me ha abierto los ojos a ciertos temas que he dejado de lado. Quiero que siga tratando de hacerlo.
—Haré lo mejor que pueda, señor Presidente —dijo Schrock. Se puso de pie y se tocó la solapa del saco, llamando la atención de Breland hacia el prendedor de plata que llevaba. El prendedor tenía la forma de una P, y la cola de la letra era una flecha—. ¿Conoce esta figura?
—Me temo que no. ¿Es la insignia de su unidad?
—Es más como el prendedor de mi fraternidad. Es una creación de Theodore Sturgeon, un escritor olvidado del siglo pasado —dijo Schrock—. Significa: «Haga la siguiente pregunta». Lo uso para recordarme lo que debo hacer.
—Si no le molesta que le pregunte, ¿cuál es esa fraternidad?
—No me molesta. Pertenezco a la Alianza para un Futuro Humanista, los Futuristas. —Cuando vio que Breland no parecía reconocer nada, Schrock agregó enseguida—: No es una organización proscripta. Tenemos una agenda social y tecnológica, no política.
—¿Cuál es, exactamente?
Schrock sonrió.
—En realidad, usted tomó la declaración de nuestra misión en su discurso del año pasado, «podemos hacerlo mejor». Esa frase me hizo buscar con el zoom para ver si usted estaba usando uno de éstos.
—Bueno, como puede ver…
—No es importante —dijo Schrock haciendo un gesto como para alejar la objeción—. Sea o no miembro, lo consideramos parte de la alianza. Y cuando usted vea uno de éstos (puede sorprenderse si encuentra uno), sabrá que tiene un amigo ahí.
Fue un final curioso para una conversación perturbadora. Breland no sabía qué pensar de Schrock ni de sus insinuaciones, así que las dejó de lado hasta que pudiera averiguar algo sobre los autodenominados «Futuristas».
Pero sabía que la información que Schrock le había traído significaba problemas. Era lo suficientemente difícil escuchar que el camino elegido no lo llevaría a la cumbre, especialmente porque él mismo había empezado a sospechar. Era mucho más inquietante descubrir que, lejos de llevar el mundo hacia el desarme, el Gatillo podría estar empujándolo de nuevo no sólo hacia la proliferación sino también al uso de armas atómicas.
Este tipo de descuido era intolerable, completamente inaceptable. La pregunta cuya respuesta Breland ignoraba era qué podía hacer él, si es que podía hacer algo.
El Presidente no era el único en el Distrito de Columbia en albergar una aprensión creciente sobre la dirección de los acontecimientos. En las oficinas de Razón sobre la Locura en Georgetown, el senador Grover Wilman se preocupaba por informes de un ámbito completamente diferente.
Meses antes Wilman había abandonado efectivamente las obligaciones de la oficina del Senado, poniendo a sus colaboradores en piloto automático a la manera de los Stennis y Thurmond. Ante la insistencia de su asesor, Wilman iba dos veces por semana al Capitolio en lugar de ir al edificio de tres pisos y piedra marrón a dos cuadras de la universidad. Pero era simplemente por las apariencias. Detrás de su puerta cerrada, hablaba en teleconferencia con la gente de Razón sobre la Locura en Kuala Lumpur, Praga o Nairobi.
Sus posibilidades en las elecciones habían caído por debajo del treinta por ciento, y habrían caído aún más si no hubiera sido por las nuevas reglas de voto a distancia. Wilman no podía cambiar para tomarse el tiempo para cruzar la avenida Constitution y aparecer en la Cámara del Senado. En la oficina externa, donde se encontraba el verificador de votos sobre un pequeño escritorio, estaba la mayor concesión que estaba dispuesto a hacer sólo para cuidar las apariencias. La campaña del Gatillo era lo único que le importaba, y la situación no podía esperar.
Así que dejó que sus colaboradores del Congreso respondieran el correo y manejaran los problemas, y que alejaran a los que llamaban y a los visitantes que se consideraban lo suficientemente importantes como para sentirse con derecho a pedir algo del tiempo del senador. Era el trabajo del personal de la fundación lo que se llevaba su atención, y que era su fuente de preocupación.
A instancias de Wilman, Razón sobre la Locura había emprendido la tarea de facilitar la transición al nuevo paradigma. En un lapso de sólo cuatro meses había triplicado su presupuesto, utilizando sus fondos para financiar proyectos en todos los puntos donde la aplicación inteligente de dinero podía ser significativa. Sus esfuerzos iban mucho más allá de los anuncios acerca de la conducta y de mover influencias. Intentaban proveer la mayor cantidad de respuestas posibles a un problema creado por el Gatillo: cómo la gente no violenta y que respeta la ley podía protegerse de los abusadores.
El dinero de Razón sobre la Locura pagaba cursos gratuitos de artes marciales en dieciséis áreas metropolitanas donde ocurrían el sesenta por ciento de todos los homicidios con armas y ataques armados. El programa había sido desarrollado bajo el auspicio de la fundación, y consistía en seis técnicas para poner fuera de combate a atacantes solos y dos para enfrentar a varios atacantes. Graduados de entre nueve y setenta y tres años ya se habían podido defender con éxito, y la prensa había acuñado la frase «ninjas ciudadanos» para describir el fenómeno.
La rama de comercio sin fines de lucro de la fundación había expandido sus operaciones a partir de una editorial en Internet y una tienda (La Biblioteca de la Paz). Razón sobre la Locura estaba comprando la producción completa de bastones de asalto, amortiguadores para impactos y aerosoles de cinco compañías diferentes de defensa personal (todas, excepto una, propiedad de Aron Goldstein).
Vendían esas armas no mortales al costo, no sólo en la red, sino a través de quioscos StreetSmart en cientos de paseos. Los bajos precios y el carácter de casi monopolio alimentaban la producción, aunque casi uno de cada cuatro postulantes que pasaban el examen de registro criminal era rechazado después de una entrevista con un psicólogo.
En el ámbito del entretenimiento, la fundación había instituido los premios anuales Pax, que consistían en cien mil dólares en premios en efectivo en ocho medios diferentes para escritores cuyo trabajo ejemplificara mejor las ideas de que para lograr el entretenimiento no era necesario hacer explotar cuerpos, y que para la tensión dramática no hacía falta desenfundar armas de fuego. Participando de manera más activa, Razón sobre la Locura había comprado una pequeña compañía productora de multimedia, la había bautizado PaxWorks, y tenía la esperanza de convertirla en una gran productora para medios interactivos y de representación.
No obstante, de manera inquietante, empezaban a aparecer grietas en la base de este ambicioso edificio, una tras otra.
La primera llegó a la atención de Wilman en un informe dedicado a los patrones de delito. Llamó al autor (un veterano que había estado catorce años en el FBI que trabajaba como voluntario en la oficina de Georgetown) para interrogarlo en detalle.
—A medida que leo lo que me envió, después de la baja inicial, no se ve un decrecimiento en las categorías de crimen analizadas. Vemos números constantes o en aumento y un cambio en la población de víctimas.
—Así es.
—¿Qué ocurre al nivel de la calle? Lléveme más allá de los números.
El analista se encogió de hombros.
—Contrariamente a lo que se piensa, la mayoría de los delincuentes no son idiotas. Si hay cincuenta sucursales de Banco en una ciudad, y las veinte mayores están protegidas por Gatillos, el resto de ellas van a recibir una atención adicional. Y como el promedio de ganancia es menor…
—Hay delincuentes que trabajan tres días por semana en lugar de dos —dijo Wilman, con una expresión seria—. Esto es lo que lleva a la proliferación de los signos falsos del Escudo de Vida. La gente que aún no está protegida quiere tener ese signo para decir «Vaya a robar a otro lado».
El analista del FBI asintió.
—En la misma línea, si la asociación de comerciantes protege el paseo de la avenida oeste con un Escudo de Vida, los pistoleros van a empezar a merodear por el paseo Northland. Y cuando la Tribu de los Animales de la Estrella en la Barriga se da cuenta de que la banda El Gato en el Sombrero reclama Northland como territorio propio, hay una guerra de territorios que probablemente no hubiera ocurrido antes.
—Así que en la medida en que la gente quiera reubicar sus armas en lugar de abandonarlas, el Gatillo agrava la situación al restringir artificialmente la cantidad de territorio e incrementar la demanda.
El analista volvió a asentir.
—El efecto es que se concentran las armas que quedan en un área más pequeña que nunca, y las cosas empeoran en lugar de mejorar para aquéllos que habitan esa área.
—Guetos de violencia.
—Por decirlo así.
—¿Y éste es un fenómeno estrictamente de transición? ¿Qué espera que ocurra, digamos, dentro de tres años, cuando Northland y la mayoría de esos pequeños Bancos estén protegidos por el Escudo de Vida también?
—Los lobos siempre buscan a los inválidos y los rezagados. No hay ninguna proyección que yo haya visto que nos lleve a tener protegidas ciudades enteras. Yo esperaría la situación actual pero más acentuada, es decir, dos sociedades, dos culturas, los que tienen y los que no.
Otra grieta apareció en un estudio longitudinal del impacto económico del Gatillo, que incluía un catálogo comprensivo de productos relacionados con el Gatillo. Un día, al revisar la lista actualizada, Wilman halló un ítem marcado como nuevo que era lo suficientemente inquietante como para que él lo verificara personalmente.
En un negocio digital basado en un servidor en las Islas Caimán, Wilman encontró una base de datos llamada Pasaje de Seguridad, que era ofrecida a la venta por una organización llamada La Resistencia. La base de datos era un catálogo de instalaciones del Escudo de Vida en América del Norte, ofrecida como un accesorio para navegadores de sistema de posicionamiento global y otros direccionadores de viaje. Si la base de datos era precisa, cualquiera que tuviera una copia podría contrabandear explosivos o municiones con seguridad casi entre dos puntos cualesquiera del mapa.
Wilman hizo que alguien consiguiera una copia de Pasaje de Seguridad, y luego lo entregó al Consejo de Seguridad Nacional para que lo analizara. Resultó ser una copia de la base de datos supuestamente secreta utilizada por el transporte de Escudo de Vida para hacer entregas, con veinticuatro días de desactualización, pero ciento por ciento correcta y completa. La filtración fue obstruida diez días después con el arresto de un conductor del transporte de Escudo de Vida y gerente de depósito en Idaho, pero Wilman no se quedó tranquilo. Ni el negocio digital ni la Resistencia podían ser tocados, y había la suficiente cantidad de dinero detrás de ese tipo de información como para que otros pudieran ser comprados.
—Entonces, vamos a vender a un precio menor, y hagamos desaparecer el incentivo de la ganancia —dijo el coordinador estratégico superior de Wilman—. Si ofrecemos abiertamente una lista que esté completa en un noventa y cinco por ciento por diez dólares, ¿cuánta gente cruzará la línea para pagar mil dólares por ese último cinco por ciento?
—No es la información lo que importa —dijo Wilman—. No hay ni siquiera cien instalaciones de Gatillo sin indicación. El tema del riesgo hace imposible tener instalaciones ocultas en lugares públicos, por lo menos aquí. Lo haríamos si pudiéramos, pero no podemos. No, es el discurso de venta, la razón para poner los datos juntos de esta manera, lo que importa. La gente está empezando a encontrar caminos laterales. Y, maldición, es poco lo que podemos hacer acerca de eso.
La siguiente fisura apareció en una teleconferencia urgente convocada por el coordinador de campo de los estados atlánticos inmediatamente después de bombas mortales en Baltimore y en Manhattan.
—La gente se ha dado cuenta del hecho de que puede usar el Gatillo como mecha de una bomba —dijo el coordinador a Wilman—. Y que simplifica enormemente la manufactura y colocación de una bomba.
—Nada de esas complicaciones con cronómetros o controles remotos.
—Nada de tecnología, en absoluto. Hacer una bomba es una cuestión de tener acceso a un explosivo, y luego esconderlo en el baúl del auto de otro, o en el compartimiento de equipajes de un ómnibus, de un tren, o en un paquete que irá por correo, es decir, en algo que otro tendrá que transportar. Y este enfoque tiene el impacto psicológico de la paranoia de la gente acerca de los lugares protegidos por el Escudo de Vida. En ese momento, la gente se pregunta si están entrando con un paquete de muerte, una de esas «bombas de aquéllos que hacen autostop».
Pero lo más alarmante para Wilman, porque le decía mucho de las actitudes de la mayor parte de la gente, era una grieta que descubrió por sus propios medios.
Durante casi dos décadas, el Algonquin Saloon había mantenido una existencia intrascendente en una calle lateral a tres cuadras del campus de la Universidad de Georgetown. Era una cruza entre un grupo de noticias de Internet, un anticuado talk show y un aún más anticuado pub inglés, y satisfacía dos vicios en peligro de extinción: la cafeína, y la conversación viva, cara a cara.
Era la creación de un solo hombre, Martin Groesbeck, un ex periodista enérgico y locuaz que había preferido retirarse «en lugar de pasarse al enemigo» cuando el Washington Post fue adquirido por DisneyNet. Groesbeck tenía oído para los temas de interés, un rostro confiable y una destreza para hacer sentir cómodos a quienes visitaban las siete mesas circulares del Algonquin, y que ocasionalmente podían sentirse intimidados. A través de la combinación de una visión idiosincrásica y una absoluta obcecación, Groesbeck había podido crear una comunidad constante y peculiar que él llamaba con orgullo «un circo intelectual de siete cuadriláteros».
Ponía a los desconocidos juntos al azar en las mesas de nueve asientos, y se sentaba para llenar los espacios vacíos o para revolver el avispero cuando la mesa era aburrida. Escribía y publicaba un diario llamado Las verdaderas noticias lentas que abordaba temas sociales y políticos, y cuyas copias llegaban a aparecer lejos de Georgetown. Se desplazaba de mesa en mesa al principio de la noche, repartiendo cartas color rojo furioso del abogado del diablo (cada una con una frase controvertida escrita con la letra distintiva de Groesbeck) en las mesas como propuestas para iniciar la conversación.
Groesbeck complacía a los parroquianos regulares y ofendía a los recién llegados con su política de «flores e insultos», según la cual rompía las cuentas de los clientes cuya participación mantenía la discusión, y duplicaba la cuenta de los clientes que eran conspicuos espectadores o brutos aburridos.
Los sábados por la noche estaban reservados para presentadores invitados, un evento que Groesbeck promocionaba como «Las noches de la mesa redonda». Aplicando sus propios parámetros idiosincrásicos, ofrecía a «gente interesante» de todos los ámbitos de la vida (no necesariamente políticos) la oportunidad de probar sus ideas frente a un auditorio de pensadores críticos que no otorgaban puntaje por las credenciales. Considerando que sólo ofrecía un regalo como pago, un sorprendente número de los invitados aceptaron participar, y produjeron algunos de los momentos más memorables del Algonquin.
Pero como negocio, el Algonquin era un gran fracaso, pese a que estaba lleno la mayor parte de los días de semana y todos los sábados. El recambio era demasiado lento y el monto promedio por mesa era demasiado bajo como para lograr algo más que la supervivencia del negocio.
A Wilman el Algonquin le parecía demasiado valioso como para arriesgarse a verlo reemplazado por un negocio de cerámicas o un gran emporio de perforación. De todos los lugares que frecuentaba en Washington y los alrededores, era el único donde podía estar seguro de que quienes hablaban no cambiaban su opinión por ambición, o debido a la celebridad o posición de él. Ni siquiera dentro de las oficinas de la fundación podía confiar en eso. El Algonquin era su piedra de toque, su punto de referencia para la opinión pública, el tipo de opiniones bien fundamentadas y sostenidas con pasión, críticas del poder.
Por eso Wilman había encontrado maneras, indirectas y anónimas, de dirigir dinero hacia los bolsillos de Groesbeck para así mantener abiertas las puertas del Algonquin, mediante becas, regalos privados, el contrato para un libro, una consultoría breve. Si llegaba a ser necesario, Wilman estaba preparado para hacer más: instituir un fondo que podría comprar la propiedad y contratar a Groesbeck como administrador.
Pero por el momento, podía caminar por el local como un parroquiano y no como un salvador, y juntar opiniones mientras bebía una clásica Pepsi. O, cuando tenía tiempo, podía llegar más temprano, sentarse ante el mostrador al fondo y exprimir a Martin Groesbeck como a una esponja.
—¿Qué escuchaste de nuevo, Marty?
El hombre se alejó de las canillas de cromo que estaba limpiando.
—Pide algo, y hablaremos. Veamos, tú tomas tu cafeína fría. Tengo un poco de Royal Crown Draft. Azúcar de Cuba, agua mineral norteamericana, concentrado de Canadá.
—¿En botella de vidrio?
—Con tapa de metal y todo.
—Saca una del hielo.
—Me gusta un cliente que no pregunta «¿Cuánto cuesta?» —dijo Groesbeck con una sonrisa, hundiendo una mano en la heladera—. Entonces, ¿cuál es la palabra clave hoy, Grover? ¿Breland?
—Podemos empezar por ahí. ¿Cómo se está vendiendo la «conspiración internacional»?
—No muy bien, pero bueno, esto no es Dakota del Sur. La gente aquí ha viajado a otros países, y no me refiero a las cataratas del Niágara, o a Tijuana.
Wilman lanzó una risita.
—¿Y esta gente tan mundana e ilustrada qué dice?
—Ha habido una evolución interesante. A Breland realmente le ha ido mejor. Hace dos meses, nunca oí a nadie que lo defendiera. Tenía sus simpatizantes, es verdad, pero no defensores. Todavía buscaban una posición defendible.
—¿Y encontraron una, entonces? Pensaba que prevalecían las posturas de «él trajo el caos», y «es un enemigo de la libertad».
—Olvidaron vigilar el campo de arriba —dijo Groesbeck—. La posición defendible es de un idealismo perdonable. Siempre que Breland vuelve a su tema de «podemos hacerlo mejor», algunos de los de la postura «él trajo el caos» parecen darse cuenta de que Breland habla en serio, y que siempre había hablado en serio.
Wilman lo miraba, con una ceja levantada.
—¿Y qué inspira? ¿Respeto, pese a todo?
—Integridad. La agenda secreta que todos los cínicos querían imputarle a él, o a sus manipuladores, o a la Comisión Trilateral, no se ha materializado. La agenda de Breland está ahí, a la vista de todos, y así fue desde el principio. Más civilidad y menos matanza.
—Lo cual, al volver a considerarlo, empieza a no ser una idea tan mala.
—Hasta cierto punto. —Groesbeck se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el mostrador—. Lo que escucho suena como la admiración reticente que reservamos para alguien que decide que hagamos cosas tan elevadas que no estamos seguros de que podamos cumplirlas.
Wilman asintió lentamente.
—Tenemos que fortalecer ese apoyo de alguna manera, como una defensa para que no se diga que seguimos una quimera.
Groesbeck golpeó el mostrador con la palma de la mano.
—Exactamente. En el caso de Breland, se lo acusa de esperar demasiado de nosotros. Ya ves, él tiene la desventaja de haber estado rodeado toda su vida por gente buena. La exposición temprana a la maldad amplía los horizontes de uno, o por lo menos eso se dice.
—Suena como la conclusión de alguien que vive en Newsworld, o en Movieworld —dijo Wilman—. El mundo real no es tan violento como cualquiera de esos lugares. La mayoría de la gente puede pasar todo el día sin ver un arma o poner las manos sobre una. Lo cual incluye a la mayoría de los propietarios de armas, si son honestos.
—No discutiré sobre eso —dijo Groesbeck—. Sé que mi padre tenía una escopeta, y mi madre tenía un revólver. Pero en veinte años de vivir en casa, nunca vi una ni la otra, y eso que era un niño revoltoso. Con todo, podría oponer un argumento al tuyo, si quieres.
—¿Sin ir a Dakota del Sur?
—Así es. —Groesbeck apretó los labios—. Hace dos noches, había un tipo en la mesa cinco explayándose acerca de por qué el programa Escudo de Vida era un desastre. No era el cliente más elocuente de la casa, pero estaba muy molesto con esas violaciones en un condominio en Milwaukee.
—La semana después de que el condominio adoptó el Escudo de Vida —recordó Wilman—. Tres hombres que vivían ahí fueron arrestados.
—Ése es un caso. Recuerdo lo que dijo este tipo: «No cualquiera con un arma es un mal tipo. No cualquiera sin un arma es un buen tipo. Un mal tipo sin un arma todavía puede hacer mucho daño. Un buen tipo sin un arma no siempre puede impedir que ocurra».
—¿Y pudo convencer a la mesa con eso?
—Me pareció. —Hizo una pausa—. Grover, durante unos meses después del discurso de Breland, seguí escuchando variaciones sobre «Es una pena que no tuvieran un Gatillo…», en referencia a algún asesinato, a alguna tragedia que no debía haber ocurrido. Había una mujer en la mesa cinco que dijo algo que nunca había oído antes.
—«Es una pena que no tuvieran un arma».
—¿Estabas ahí, y no me di cuenta? Sí, eso es lo que dijo, con esa misma mezcla de bronca y lamento que yo solía escuchar de los otros.
—Yo no estaba ahí —dijo Wilman, y bebió el último sorbo de su bebida—. Sólo tuve que pensar en lo último que hubiera querido escuchar. La nostalgia por los buenos viejos tiempos, cuando los verdaderos norteamericanos guardaban pistolas en sus mesas de luz.
—No puedes pasar por alto el hecho de que si una de esas víctimas hubiera tenido un arma…
—Probablemente habría un muerto —terminó Wilman—. Quizás uno de los violadores. Quizás una de sus víctimas.
—Y quizás esos tres hombres se hubieran quedado simplemente en su condominio, bebiendo su piedad de sí mismos —dijo Groesbeck—. No puedes negar que algunas armas hicieron muchísimo bien a alguna gente, y el Gatillo también está quitando esas armas. Ya sé, a ti te gusta el equilibrio. Pero, claro, ninguna de esas mujeres era tu hija.
—No —dijo Wilman—. Así como ninguno de esos hombres era mi hijo. No quiero que violen a mis hijas, Marty, pero tampoco quiero que maten a mis hijos. ¿Por qué tendría que elegir entre esas dos opciones? —Se levantó de su banco y señaló la botella vacía—. ¿Cuánto es?
Groesbeck respondió con un gruñido.
—Sólo dame tu tarjeta de crédito. Pero, por más que necesite el dinero, en el futuro deberías preguntar el precio antes de comprometerte.
—Cuando el precio me importa, lo hago —dijo Wilman, entregando su tarjeta—. Pero no todas las decisiones deben ser hechas con una calculadora. En realidad, dudo de que cualquiera de las decisiones importantes deban hacerse así.
En teoría Karl Brohier disponía de ocho maneras diferentes de comunicarse con Jeffrey Horton.
El comunicador normal que los Laboratorios Terabyte entregaba a sus empleados era una Celestial Personal Office 3000, que, no casualmente, tenía memoria de estado sólido de Terabyte y se producía en una fábrica propiedad de Aron Goldstein. El CPO-3000 aceptaba voz, vídeo plano, radiollamada y señales de radiollamada prioritarias en tiempo real, y podía guardar correo de voz, vídeo de tres dimensiones, fax e hipermedia que se podía reproducir en una estación base. Y con una posibilidad de búsqueda global de tres bandas, Celestial afirmaba que sus clientes poseían «conectividad universal, de polo a polo y de la montaña al mar».
Pero el Celestial no podía hacer nada con un cliente que silenciaba el llamador, desconectaba el radiollamado y dejaba que su casilla de correo se llenara con publicidad de sexo y recetas para hacerse rico. No había recurso tecnológico útil para un hombre que simplemente no quería ser ubicado.
Brohier había acosado a Horton durante más de una semana con mensajes urgentes, rogándole que volviera a Princeton. A medida que no recibía respuesta, más preocupado e impaciente se ponía el director. Hacia el final de la semana, se vio llevado a violar su propia regla de seguridad para el trabajo no publicado. Confiando en la encriptación de kilobytes de Celestial, Brohier envió a Horton las ecuaciones fundamentales que quería discutir con él, esperando que ello lo tentaría al menos a trabajar a distancia.
El mensaje adjunto decía:
»He llevado esto lo más lejos que he podido, Jeffrey. Necesito verificar las transformaciones Ruyens, y también un poco de ayuda con la combinamétrica beta. Entonces será el momento de doblar el metal, como dicen los ingenieros.
»Pensábamos que habíamos visto toda la ópera. Cuando mires estos archivos te darás cuenta de lo ingenuos que fuimos. Todo lo que ha ocurrido hasta ahora no es más que la obertura. Espero que me ayudes a escribir el final. Pero si eliges no hacerlo, entiende que tendré que recurrir a otro. No puedo soportar la idea de dejar sin terminar este trabajo. Tal como están las cosas, apenas puedo evitar hacer el tonto alrededor de cada físico que veo».
Pero para gran desilusión de Brohier, tampoco ese llamado tuvo respuesta, ni siquiera un lamento y buenos deseos. Dejó que pasaran cuarenta y ocho horas, luego lo pensó y extendió su plazo un día más, pero sin resultados.
Aun entonces era difícil para el director llegar a darle la espalda a Horton, y dio un largo y lento paseo por los bosques del instituto para pensarlo bien.
Era imposible para él estar enojado. Y más que con cualquiera de los otros jóvenes talentos que Brohier había reclutado al fundar Terabyte, sus sentimientos hacia Horton habían adquirido algo del sabor de la relación entre un padre exitoso y un hijo promisorio. Lo entendiera así o no, Horton era el heredero evidente, el hijo que Brohier esperaba que finalmente asumiera el «negocio familiar».
Y tal como para un padre, era difícil para Brohier saber que Horton estaba luchando, y más difícil darse cuenta de que no había nada que Brohier pudiera hacer para ayudarlo. De alguna manera, Brohier sentía que le había fallado a Horton, que no lo había preparado para el peso que había caído sobre su conciencia.
Sin embargo, ¿quién podría haber anticipado adónde los llevaría? ¿Con cuánta frecuencia un físico teórico necesita usar su conciencia?
Después de todo, no era la ciencia lo que había transformado el mundo, sino el matrimonio de la tecnología y el capitalismo. Los ignorantes podían culpar a la ciencia por las desgracias y los males de la era moderna, pero se trataba de un caso de error de identidad. Ningún investigador científico había contaminado una mesa de agua con bifenilo policlorado, ni había realizado un aborto en el tercer trimestre, ni había negado protección de seguro sobre la base de un monitoreo genético, ni había convertido a la Internet en un medio encubierto de inmiscuirse en la vida privada de la gente.
Los verdaderos científicos eran invisibles fuera de su propio círculo de pares. Aun los ganadores de los Premios Nobel quedaban apenas registrados en la conciencia popular, como Brohier sabía bien. Un trofeo Heisman o un Osear valían mucho más, no había un mercado para figuritas de Héroes de la Ciencia. El status todavía se medía en unidades arcanas: artículos publicados, citas, nombramientos, becas.
No, aparte del empresario ocasional, como Sagan o Pauling, estaba a merced de la mano poderosa de los políticos elevar a un científico a la jerarquía de una marca conocida, y otorgar peso moral a sus investigaciones. Einstein dio a Roosevelt el mapa de ruta para una bomba atómica. Eisenhower inyectó la vacuna de Salk en los brazos de veinte millones de niños. Von Braun y sus alemanes le construyeron a Kennedy un cohete a la Luna.
Y Jeffrey Horton entregó a Mark Breland el Gatillo.
Aunque él mismo había participado en eso, Brohier tenía la conciencia limpia. Albergaba un desprecio de toda la vida por aquéllos que recurrían a la violencia para resolver sus problemas, y especialmente por aquéllos que se valían de la violencia para aplastar decisiones tomadas por medios racionales o democráticos. Como muchos de su profesión, él vivía y creía en la meritocracia, en el triunfo de las ideas superiores y en el liderazgo de hombres superiores.
Los enemigos de la civilización eran el terrorista, el bandido, el asesino, el bravucón, el anarquista, precisamente por la manera en que los hombres mezquinos sin ningún mérito podían derribar a los buenos y los grandes sólo con tirar de un gatillo o apretar un botón. Era una perversión del orden social natural, un tipo de igualitarismo rabioso que no toleraba el éxito del otro.
A los ojos de Brohier, la violencia no era simplemente el último refugio del incompetente. También era la venganza perversa del perdedor irritado.
La quintaesencia de la civilización era el concepto del buen espíritu deportivo, y sus principios eran fácilmente comprendidos: bondad en la victoria, resignación ante la derrota. Podían verse en la manera en que los presidentes salientes entregaban el poder, la manera en que los perdedores del Osear aplaudían a los ganadores, la manera en que los vencedores mostraban piedad a los vencidos. Hasta podían ser vistos en los duelos de caballeros que terminaban en muertes, porque ese combate tenía reglas que eran válidas para ambos contendientes.
Pero la violencia terrorista (el disparo desde la oscuridad, la bomba en el correo, la amenaza de chantaje) era la antítesis de la civilización. Y, en la visión de Brohier, la violencia de clase era indistinguible del terrorismo. Por eso el director había sido indulgente con Lee y Gordie después del incidente de Cleveland. Brohier no tenía ninguna defensa para matones con armas que salían a aterrorizar a la buena gente que jugaba de acuerdo con las reglas.
Sin embargo, no tenía muchas ilusiones. La civilización era difícil, y el terrorismo era fácil. La tensión entre el orden y el caos estaba en todas partes y era eterna. Brohier sabía en su corazón que la lógica y la razón eran fácilmente ahogadas en el diálogo humano por las voces insistentes de la pasión y del egoísmo.
Con todo, creía firmemente en su propia teoría del progreso; creía que una minoría comprometida con la razón, con la excelencia, con los altos principios de la civilización, podía cambiar las cosas. La sociedad no era conducida desde la mitad, sino desde arriba, por las ideas de los pensadores, los descubrimientos de los exploradores, las creaciones de los inventores, las palabras de los filósofos, las maravillas de los constructores, los sacrificios de los pioneros.
Como le gustaba decir: los timones son generalmente mucho más pequeños que los barcos que conducen. La mecánica jugaba un papel importante.
La mecánica, y qué manos guiaban el timón.
Eso era lo que el Gatillo representaba para Brohier: mecánica. Mecánica que podía ser usada para llevar a la sociedad en la dirección correcta, hacia una existencia más sana y más civil. Y si no había suficiente mecánica, o si se necesitaban más manos para mantener firme el timón en mares embravecidos, entonces era tarea de él hacer lo que pudiera para ayudar.
Finalmente, eso fue lo que empujó la decisión, una obligación más profunda y más fuerte que sus sentimientos por Horton. Sentado al sol en un banco en el límite del bosque, se dio cuenta de que había esperado a Horton todo lo que su conciencia se lo podía permitir. Era necesario avanzar sin él.
Al volver a su oficina, escribió una pequeña nota a Samuel Bennington-Hastings: «Cuando tengas unos minutos, quisiera hablar contigo sobre algo en lo que he estado trabajando».
A Brohier le pareció que apenas había levantado las manos del teclado cuando el joven matemático abrió la puerta y asomó su cabeza.
—¿Probando el transporte interdimensional de Ashby, doctor Sam? —preguntó Brohier levantando una ceja.
Bennington-Hastings mostró una brillante sonrisa.
—Por favor, disculpe mi indecoroso apuro, pero me preocupa que usted coma carne para la cena y entonces —dijo, tocándose el pecho y haciendo un sonido gutural como una explosión— lo encuentre boca abajo sobre el puré de papas.
Brohier lanzó una carcajada.
—Vamos, doctor Sam. Entra y vamos a mirar esto.
Cuando Samuel Bennington-Hastings hablaba de matemática se tornaba serio.
—Esto… Esto está mal —dijo, borrando el pizarrón con un paño—. La relación es asimétrica. Ve, acá está la expansión correcta, y este valor cae del lado correcto.
Brohier lo miró frunciendo el ceño.
—Entonces la función covalente es indeterminada.
—Por supuesto. Toda esta recapitulación es innecesaria. ¿De dónde sacó esto?
—Esa sección da la inercia morfológica que restaura la matriz inicial de resonancia.
Bennington-Hastings hizo un sonido de burla.
—La hipótesis de Sheldrake. Lo borraré.
—Espera, espera. Si pierdo esa función, entonces no hay nada para restaurar el eigenstate tiempo-cero. El material no volverá a su condición inicial.
—No hay nada en lo que me mostró que me indique que debería hacerlo.
—Pero ¿el nuevo eigenstate sería estable?
—Si la solución puesta para la matriz de resonancia es completa y significativa y si la estabilidad es un rasgo del conjunto de la solución.
Brohier, la mano derecha en la mejilla, se dio vuelta y caminó hacia su escritorio. Tomó su taza de café indio y bebió un sorbo mientras consideraba la amenaza y la oportunidad en la afirmación de Bennington-Hastings.
—Yo esperaba, contaba con una red de seguridad morfológica —dijo Brohier finalmente—. Para crear un cambio local que varíe solamente mientras continúe la alimentación, y luego para revertir el material bajo la influencia de sus parámetros universales de resonancia. Presión de los pares para conformarse, si quieres.
Bennington-Hastings volvió a mirar el pizarrón.
—Como dijo Descartes de Dios, no tengo necesidad de esa hipótesis.
—Podemos cambiar el envoltorio de información permanentemente.
—No veo aquí nada que lo impida.
—Entonces podríamos también destruir el envoltorio de información.
—No veo nada aquí que lo prohíba, tampoco.
Brohier apoyó su taza con una mano no muy firme y volvió al pizarrón. Recuperó el marcador de manos de Bennington-Hastings y señaló el rincón inferior derecho del pizarrón.
—Corríjame si me equivoco, pero esto es inconsistente con los parámetros de una reacción materia-antimateria —dijo. Escribió varios símbolos matemáticos en el espacio vacío, borrando la extensión morfológica con la manga—. ¿Ves? Los valores para partículas y antipartículas se cancelan, y su energía destinada se libera en aniquilación mutua. Quita la matriz de resonancia…
—Y tendremos evidencia experimental directa de las condiciones al principio del universo —dijo Bennington-Hastings—. Es una pena, nuestros funerales tendrán que ser a cajón cerrado.
—El Ultimo Teorema de Brohier.
—Así es.
El tono ligero intentaba desmentir un descubrimiento muy serio: que una descarga de energía elemental de una materia despojada de su matriz empequeñecería no sólo a la mayor explosión humana jamás realizada, sino también todos los cataclismos que la Tierra había presenciado desde el impacto de Yucatán.
—Quizás eche otro vistazo a la hipótesis de Sheldrake —ofreció Bennington-Hastings, rompiendo el silencio—. Usted no querrá tener resultados inesperados cuando saque esto del pizarrón y lo lleve al laboratorio.
—Voy a volver a ver cada parte de ella, desde el principio hasta el final —dijo Brohier sombriamente—. Mi tolerancia por la incertidumbre se volvió muy débil, de repente.
No compartió el resto de sus pensamientos, que lo habrían de perseguir en los días siguientes. «Ya estamos realizando este experimento. Hemos alterado la envoltura de información de la cultura humana, y hemos cambiado la conducta de su materia constituyente. ¿Ha habido resultados inesperados? ¿Hemos impedido muchas pequeñas calamidades, o hemos sentado las bases para un gran desastre que sacudirá todo?»
Al día siguiente de una prueba exitosa de los gemelos y de la partida de Jeffrey Horton, el Anexo había llegado a una cúspide. La primera pregunta que Leigh Thayer y Gordon Greene habían enfrentado después de hacerse cargo era si el laboratorio aún tenía una misión que cumplir, y en tal caso, si era una que requiriera las instalaciones de Nevada.
—El problema es que este lugar es demasiado grande y demasiado pequeño al mismo tiempo —decía Greene a Goldstein y a Brohier en una videoconferencia—. Demasiada gente que pasa demasiado tiempo junta demasiado lejos de la civilización, y el espíritu de aventura finalmente se debilita, especialmente cuando no hay lugar donde ir para alejarse de los demás. En este punto, esta gente siente que ya ha cumplido su misión para el coronel. Es tiempo o de empacar y volver a casa, o de convertir el campamento en un asentamiento.
Thayer, desde una perspectiva diferente, había llegado a la misma conclusión.
—La situación de prueba y desarrollo es imposible. Mis laboratorios y el rango de las pruebas han quedado aislados de todo lo demás desde el principio. Con el Mark I actualizado y el Mark II, siempre estamos chocándonos con todo el campus, incluyendo las viviendas. En este punto, no sé si va a costar más mover las unidades de prueba o las residencias y las instalaciones de apoyo, pero de alguna manera tenemos que separarlas. Si no lo hacemos, no puedo ver para qué vale la pena mantener el Anexo abierto.
Fue Goldstein quien sintetizó sus presentaciones a lo esencial:
—Así que, o bien ponemos más dinero en el Anexo, o damos por perdido todo el dinero que invertimos ahí. Tenemos que decidir si convertimos el Anexo en una parte permanente de Terabyte.
—Exactamente —dijeron Greene y Thayer al unísono.
—Muy bien. Karl y yo necesitamos hablar. Les informaremos tan pronto como haya una decisión.
Dos días después, Brohier había dado una respuesta. Una sorprendente respuesta, dado que no tenía sentido desde el punto de vista económico. Goldstein iba a comprar una propiedad de dos mil trescientas treinta hectáreas adjunta al sitio del Anexo, e iba a abrir los fondos de la compañía para una transformación integral de las instalaciones.
—Hay dos condiciones —les había informado Brohier—. Una, que ambos acepten quedarse por lo menos hasta que se hayan implementado sus recomendaciones. Dos, que aseguren que tengamos por lo menos una unidad operacional de prueba disponible durante la transición.
Entonces había sido el turno de Greene y de Thayer de deliberar en privado.
—¿Qué piensas? —había preguntado Greene.
—Es un compromiso de por lo menos un año, ¿no?
—Yo diría dos, si damos tiempo a que se asiente el polvillo. ¿Puedes soportar la idea de otros dos años aquí?
—Soy ambivalente —dijo encogiéndose de hombros—. Me gusta el aire. Odio el calor. Amo el cielo por la noche, todas las estrellas. Extraño el color verde.
—¿Y qué piensas del trabajo? ¿Y de la compañía?
—Puedo ver algún potencial en ambos —había dicho ella, con apenas una insinuación de una sonrisa esperanzada—. ¿Qué te parece a ti? Tú eres el que no tiene compromisos. ¿No extrañas Columbus, todos esos bares de estudiantes llenos de lindas candidatas?
—Me gusta la decoración aquí, y los desafío. Pienso quedarme.
—Entonces supongo que yo también. —Luego había dicho, con una dulce sonrisa—: Después de todo, estarías en un gran problema tratando de manejar todo esto sin mí.
Casi siete meses habían pasado desde entonces, y la primera fase de la metamorfosis ya había terminado. Donovan King, el jefe de seguridad, tenía ahora responsabilidad sobre un perímetro no cercado de veinticinco kilómetros, protegido por cuatro mil sensores, cinco perseguidores de cuatro ruedas y un helicóptero silencioso color rojo cereza que llevaba una vaina de luces de un millón de bujías, bengalas y bombas de tintura. Donovan disfrutaba sus nuevos juguetes desenfadadamente, y se había informado (sin confirmar) que se había visto a varios oficiales fuera de servicio usando remeras negras con la leyenda traviesa que decía: «seguridad del área 5.1».
En la esquina sudoeste del sitio ampliado del Anexo, un nuevo pueblo había empezado a crecer sobre un cauce seco. Se enorgullecía de tener tres calles pavimentadas, veinte casas nuevas, un parque de dos mil metros cuadrados de césped y campo de juegos, una tienda general, un centro de educación física y sala de recreación con un miniteatro de primera clase, y el centro familiar, con un ala para una clínica de salud, y otra para instalaciones de clínica de día.
Pero el pueblo aún no tenía residentes, aunque muchos trabajadores ya habían embalado sus departamentos anticipándose a la mudanza. Pero estaban a merced del inspector de construcciones del condado de Eureka, un cargo de tiempo parcial que en ese momento era ocupado por el dueño del mayor comercio de insumos para la construcción en la zona central de Nevada. El inspector ya había cancelado dos entrevistas y no concurrió a la tercera.
Greene sospechaba que estaban siendo castigados por una ruptura de la etiqueta, en particular, por no haber untado la mano del inspector. Como los compradores corporativos y regateadores de Aron Goldstein habían firmado las órdenes de compra, muy poco de lo que había ido a la construcción del Anexo o del pueblo había sido adquirido localmente, y ninguno de Tillman Construcciones.
La sospecha se volvió más cierta cuando Greene recibió una llamada temprano por la mañana desde la caseta del guardabarrera.
—Doctor Greene, tenemos a un tal Robert Tillman aquí. Dice que vino por una inspección final de una serie de permisos, y que usted lo espera.
Greene miró el reloj con los ojos nublados.
—Que alguien lo lleve al pueblo, y quédese con él hasta que el señor Colquit o yo estemos ahí. Ofrézcale café, pero no lo deje entrar en los edificios sin nosotros. En realidad, déle mucho café. Quizá lo ayude a él a mejorar su opinión de nuestros caños. —Cerrando su comunicador ante la risa del guardia, Greene rodó sobre su lado derecho y tocó suavemente a una dormida Leigh Thayer—. ¿Lee?
Ella se estiró y se volvió hacia él.
—La respuesta es no —murmuró ella—. Inténtalo más tarde.
—Tillman sigue jugando con nosotros. Tengo que ir al pueblo ahora. Hazme cosquillas cuando te levantes. Si aún estamos ahí, quizá quieras venir con nosotros —dijo mientras salía de la cama—. Además, creo que no has estado por ahí desde antes de que estuviera el centro familiar y los paisajistas pusieran el césped para el campo de juegos.
Ella bostezó, se incorporó, dejando que la sábana cayera con una descuidada despreocupación. El demonio de Tasmania le sonrió a Greene desde el camisón de ella.
—No es que yo no tenga trabajo que hacer —dijo ella.
—Lo sé —dijo Greene mientras se ponía los pantalones—. Sólo pensé que si todos pudiéramos firmar al mismo tiempo, quizá podamos dar la luz verde a la gente que ha estado esperando para mudarse.
—¿Realmente piensas que Tillman nos dejará ocuparlo? Creo que nos llenará de letra pequeña. Pero iré de todos modos en un rato para dar apoyo moral. Péinate, querido, parece como si hubieras estado toda la noche de fiesta con una prostituta.
Cuando Thayer llegó dos horas después, su profecía se había cumplido. Tillman había abierto una pared terminada y había rasgado un suelo alfombrado antes de poner etiquetas rojas en las casas construidas en California, con tanta fuerza que las etiquetas parecían parte del decorado. Pero no se había demorado mucho en eso; ya estaba volviendo hacia la entrada cuando Lee encontró a un sombrío Gordon Greene sentado en los escalones del parque de una de las dos mayores casas prefabricadas.
—¿Mal?
Greene sacudió el manojo de carteles de fallas ante ella.
—Rechazó los papeles de certificación del fabricante porque no eran originales, es decir, no estaban firmados de puño y letra por el inspector, con sello grabado, una copia para cada unidad.
—Qué arrogante, ese hijo de…
—Cuanto más pequeña es la corona, más mezquino el rey. Pero esto no nos retendrá más que un par de días. Ya he contactado al fabricante. Nos enviarán los nuevos certificados tan pronto como los puedan reunir.
—No sabía que eras capaz de ser tan filosófico —dijo con una sonrisa burlona.
—Alguna gente no es digna del ácido de su estómago —dijo Greene. Señaló con el pulgar sobre su hombro hacia la puerta detrás de él—. ¿Tienes unos minutos? Todavía me gustaría mostrarte esto.
Ella lo miró extrañada.
—¿Por qué? ¿No es éste el edificio administrativo de suministros? —Luego ella levantó una ceja—. ¿O es ésta tu manera de intentarlo más tarde?
Greene lanzó una carcajada y se levantó.
—La respuesta a ambas preguntas es no. Vamos, te mostraré.
Era obvio a una primera mirada que el espacio adentro estaba dispuesto para una residencia más que para almacenamiento. Pero la estructura era la mitad de grande que la casa normal del pueblo.
—No entiendo. Estaba segura de que el plan del sitio indicaba que habría un edificio administrativo aquí.
—Yo sí —dijo Greene animadamente—. Pienso que la residencia del director puede ser considerada un edificio administrativo, ¿o no?
—La residencia del director —repitió ella, mientras se asomaba a un pasillo—. Oye, mira el tamaño de ese baño. Me convenciste: lo tomaré. ¿Y dónde vivirás tú?
—Bien, me temo que es la única residencia de director, y resulta que nosotros tenemos dos directores.
—No estuvo bien planeado.
—De acuerdo. Pero es demasiado tarde para hacer algo ahora. Entonces… —Se encogió de hombros—. Me temo que no tenemos otra alternativa más que compartir.
Ella se cruzó de brazos y se apoyó contra el marco de la puerta, con una expresión divertida.
—Gordie, ésta es la manera más dulce y más torpe que escuché en mi vida de pedirle a alguien que viva contigo.
Greene sostuvo su inocencia.
—Simplemente estoy tratando de llevar a cabo mis responsabilidades para la administración eficiente de las instalaciones. Aquí estamos, ocupando dos lugares, consumiendo el doble de luces, utilizando el doble de rollos de papel higiénico…
Lee lo miró frunciendo el ceño.
—Supongo que si realmente nos mudamos juntos, finalmente tendremos las suficientes almohadas para la cama.
—Y podríamos devolver la mitad de los cubiertos que nos hemos robado de la cafetería. Más ahorro para Terabyte. ¿Qué dices, Lee?
Ella le devolvió la sonrisa, tierna y pensativa a la vez.
—¿Cómo resistirme a un ejecutivo?
Greene le devolvió la sonrisa. Pero antes de que pudieran decir algo más, los comunicadores de ambos empezaron a sonar con la señal de radiollamada.
—Estaba pensando en acercarme y darte un beso —dijo él—, pero supongo que un ejecutivo debería responder.
Thayer ya buscaba en su bolsillo.
—Es Karl —dijo, mirando el indicador.
Tocaron sus botones de respuesta a la vez, y en un instante estaban conectados.
—¿Gordie? ¿Lee? Habla el doctor Brohier. —La voz del científico sonaba ansiosa y vibrante—. Sea lo que fuere lo que están haciendo ahora, déjenlo. Sea lo que fuere lo que planean hacer, olvídenlo. Necesito que me construyan algo.