«Estoy orgulloso del hecho de que nunca inventé armas para matar».
Thomas Alva Edison
En los diez meses desde que el rostro del doctor Jeffrey Horton apareció por primera vez en los canales de noticias, tanto su vida como su apariencia habían cambiado dramáticamente.
Porque en los días posteriores a que se revelara su identidad como inventor del Escudo de Vida, su rostro había estado por todas partes. Aceptó dar entrevistas, participó en debates, dio testimonio ante el Congreso y apareció en las Naciones Unidas con el presidente Breland, donde recibieron una ovación de pie de la Asamblea General.
Pero inmediatamente después de eso, había desaparecido, no solamente de la vista del público, sino de lo que había sido su vida. Pidió una licencia indefinida en Terabyte, y cambió su reclusión en el Anexo por la vida del vagabundo. Desde entonces, no tenía un lugar que pudiera llamar su casa, y vivía alquilando una habitación de hotel en Vancouver por una semana, una casa remolque en las Great Smoky Mountains por una quincena, una cabaña frente al lago en el norte de Minnesota por un mes, y así sucesivamente, saltando de un lugar a otro por toda América del Norte sin un propósito claro más allá de ir a donde no había estado y de ver lo que no conocía.
Llevaba con él sólo lo que podía llevar en la mochila de un viajero: una muda de ropa para unos pocos días, algunos elementos esenciales de tocador, un par extra de zapatos cómodos, su comunicador y libro de lectura. Los elementos de tocador no incluían afeitadora ni tijeras; se había dejado crecer su primera barba, y había dejado crecer su cabello ondulado.
«Parezco el típico terrorista ecológico que se esconde en los árboles —le había escrito a Lee, uno de sus muy contados contactos con la gente de Terabyte—. Es maravilloso, porque la gente respetable que podría reconocerme mantiene una distancia cautelosa, y la gente excéntrica y no respetable que se me acerca realmente no se preocupa por quién soy, mientras quiera escuchar sus consejos, sus quejas, su filosofía o sus sueños. Yo escucho, porque esta gente marginal es interesante, con perspectivas del mundo refrescantemente imposibles y discordantes. Había olvidado cuan diferentemente puede pensar la gente, y cuan pocos de ellos están cargados por la manera de pensar de la gente de los laboratorios y del mundo académico».
En una nota a Brohier, había agregado:
«Siento como si me estuviera volviendo a conectar con el mundo real… o quizá como si me conectara con él por primera vez. No me había dado cuenta de ello cuando teníamos esas conversaciones sobre lo que nuestro trabajo significaría para la sociedad, pero mi modelo teórico para la gente estaba tan equivocado como resultó estarlo nuestro modelo de física. Pero eso es lo que ocurre cuando uno recoge todas las muestras en el propio patio. Sobreestimé la influencia de la razón, y subestimé la de la pasión. Y se me escapó por completo el hecho de que la inteligencia puede servir a cualquiera de las dos igualmente bien».
Horton había estado en la Península Maya, transpirando mucho tras un largo ascenso por las empinadas escaleras de una pirámide de piedra de mil seiscientos años de antigüedad, cuando recibió la invitación entusiasta de Brohier de ir a Princeton y compartir un gran descubrimiento teórico. Pero Horton aún no estaba preparado para hablar sobre física. Había activado su comunicador simplemente para averiguar más acerca de la estructura donde estaba sentado, y sobre el pueblo que la construyó. Así que había dejado pasar la invitación sin responderla.
Pero pese a sus mejores esfuerzos para impedirlo, Princeton aún seguía entrometiéndose en su conciencia, amenazando con orientar su viaje sin rumbo. Se insinuaba en sus pensamientos como un elefante en la sala, algo imposible de pasar por alto. Ir a ver a Brohier determinaba de antemano el fin de su viaje e implicaba retomar su vida profesional, o representaba algo que Horton estaba evitando. Cualquiera de las dos posibilidades era inadmisible para él. La última escapatoria para esa situación sin salida era hacer de Princeton otra escala más en el camino, una visita al costado del camino en un viaje hacia otro lado.
Así que en su segunda semana en Cape May, Horton decidió dejar de ver cómo las tormentas de fin del invierno golpeaban contra los muelles y los espigones de piedra. Cerró su casa de tres pisos con todo el ritual de alguien que tiene la intención de volver, y alquiló un jet taxi para viajar de Wildwood a Philadelphia. Allí tomó un tren suburbano regular de Amtrak casi vacío hasta el cruce de Princeton, desde donde tomó un destartalado, viejo y bonito expreso al campus. De allí había un taxi a la estación, pero Horton prefirió caminar el último tramo de su peregrinaje, indiferente al frío húmedo en el viento de tormenta de marzo.
Pero mientras caminaba por College Road entre el campo de golf desierto y el seminario teológico, se dio cuenta de que se las había arreglado para crear una especie de paradoja de Zenón para sí mismo: cuanto más cerca estaba de su destino, más lentamente avanzaba.
«¿Aún me molesta tanto?», se preguntó. «¿Es esto una elección o una coincidencia?» Sin poder responder, aceleró el paso.
Cuando se acercaba al instituto, Horton fue tomado por sorpresa por los nombres de las calles: avenida Hegel, calle Newton, paseo Einstein. Sólo el último de estos hombres tan honrados había caminado alguna vez por esas calles, pero sólo los nombres hicieron sentir a Horton como si estuviera entrando en otro mundo, un enclave aislado donde los nombres de los grandes pensadores tenían más resonancia que los nombres de los soldados y políticos.
Eso era, entonces, lo que los benefactores del instituto habían intentado crear: un refugio para objetivos puramente intelectuales, sin la presión de los académicos, sin el compromiso de la comercialización. El instituto no tenía laboratorios ni programas ni clases ni títulos, pero sí excelentes bibliotecas, largos senderos en los bosques y un notable récord de éxitos.
Al considerar la capacidad intelectual combinada del actual plantel de profesores, Horton se sintió muy pequeño. Pero aun esa reunión de estrellas palidecía frente a la nómina de los profesores y alumnos del pasado, que se leía como una historia de la ciencia del siglo anterior, no sólo con Einstein, que había terminado su carrera y su vida en ese lugar, sin C. N. Yang, John Von Neumann, Kurt Gódel, Freeman Dyson…
«No soy digno de entrar en tu casa, señor», pensó Horton en broma, ante el cartel en la parte baja del sendero principal.
Tuvo que dar su nombre en la recepción en el Fuld Hall para ser admitido en los edificios del instituto, y recibir las indicaciones para ir a la oficina de Brohier. Se había esforzado por evitar eso durante sus viajes. Pero no hubo ni un atisbo de reconocimiento, ninguna ceja levantada ante su nombre, apenas la cortesía reservada del Viejo Mundo y la eficiencia del Nuevo Mundo en un personal bien entrenado.
—Ésta es su tarjeta de visitante, doctor Horton. No es necesario que la use, simplemente llévela consigo. También sirve como su pase para la cafetería, si quiere comer algo mientras esté aquí.
—¿Es un transmisor? —preguntó Horton, haciendo girar el pequeño disco de plata sobre su mano.
—Está conectado con nuestros sistemas de seguridad, sí. Pero es solamente para decirnos que usted es un visitante autorizado; no lo seguiremos. Pero expira a las once, cuando el instituto cierra a los visitantes.
Horton asintió y deslizó el disco en el bolsillo del pecho.
—Una noche tranquila para Cenicienta. ¿Uno-diecisiete, me dijo?
—Sí, doctor Horton. Ya le he informado al doctor Brohier que usted está aquí.
—Supongo que estoy atrapado, ¿no? Retirada imposible. —Hizo una sonrisa burlona—. Gracias por su ayuda.
El corredor estaba alfombrado con una pelusa que absorbía el sonido de los pasos. Las puertas y las molduras eran de una madera dura oscura con lustre artificial. Era madera real, no sintética, que recordaba miles de limpiezas y lustradas.
Un año antes, Horton probablemente no hubiera reparado en la vida de la madera. Ahora le decía mucho, no sólo sobre el cuidado de los detalles, sino sobre el principio, sobre una indudable dedicación a obtener lo mejor de lo mejor, sobre un lugar donde siempre había tiempo para hacer las cosas bien.
De repente, Horton se vio inmerso en una envidia melancólica por aquellos privilegiados que podían considerar esa meca como su hogar, y en una inesperada expectativa por escuchar lo que Brohier había develado ahí. Un momento después Horton lo vio cuando salía de la oficina de la esquina en el extremo del pasillo, levantando una mano en un saludo y caminando hacia Horton con un andar desparejo sobre la pierna derecha.
—Karl —dijo Horton, apurando el paso.
—Viniste. —Brohier rebosaba de alegría—. Estoy tan contento. ¡Tengo tanto para contarte! ¿Dónde has estado?
—Tomé el camino largo —dijo Horton. Señaló la pierna de Brohier, y luego le dio la mano en un afectuoso apretón—. ¿Qué le pasó?
—Me caí en el sendero del bosque. Mi propia tonta culpa. Fui a caminar después de la primera nevada, con los zapatos equivocados. No es nada ahora, sólo un mal hábito que no he abandonado. —Pero cuando Brohier tomó a Horton del codo como para llevarlo hacia la oficina, Horton se dio cuenta de que estaba sirviendo como el bastón del anciano—. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte? ¿Te consiguieron una habitación? Podría hacerte un lugar en mi cabaña. No es como Columbus, todo lo contrario, pero lo suficientemente grande para los dos.
—Hablaremos más tarde de eso —dijo Horton. Por el rabillo del ojo vio el número de la puerta que estaban pasando. Giró un poco y señaló con el pulgar—. ¿No era…?
Brohier siguió el gesto con la mirada.
—¿La oficina de Einstein? Sí, la última. Uno-quince Fuld. Aquí, yo estoy al lado.
—¿Cómo es eso? —Horton buscó el picaporte.
—¿Perdón?
—Bueno… podría ser un poco intimidatorio. Como trabajar en el mismo pasillo de Dios.
—A mí me resulta inspirador —dijo Brohier, soltando el brazo de Horton y abriéndose paso hasta su escritorio—. Las historias que todavía cuentan aquí sobre él… Ya es una persona real para mí, en lugar de un icono. —Luego se sentó pesadamente en una silla, riéndose—: Además, es Harry Beuge quien tiene que cargar el peso de la comparación. Yo sólo tengo que pasar por la oficina de Einstein todas las mañanas, pero él tiene que trabajar ahí. Lo cual quizás explique por qué viene por aquí seis veces por día.
Horton se rio junto a Brohier.
—Hay algo en este lugar, sin embargo, ¿no? —dijo, acercando una silla.
—Este edificio está bendecido por la grandeza, por el genio. Está en los ladrillos, en el yeso, en el aire. Siempre respiro profundamente a la mañana, esperando adquirir algo de todo eso. —Se inclinó hacia adelante con aire misterioso—. Cuando quiero hacer una travesura, le cuento a alguien que hay un campo morfológico en el campus. Se ha pensado tanto y tan profundamente en estas paredes que es más fácil hacerlo aquí que en cualquier otro lugar. La última vez lo dije delante del director.
—¿Invoca a Sheldrake frente al director del instituto? Es usted muy valiente.
—He cometido pecados peores.
—¿Cómo ser?
—Les he escondido algunos secretos, mientras te esperaba a ti.
—No debería haberlo hecho. No me debe tanto.
—Oh, ha habido tantas cosas que hacer. Tuve que volver a la escuela, para aprender un poco de química.
Horton lo miró atónito.
—¿Química? ¿Usted? ¿El hombre que tan seriamente me explicó con una botella de burdeos que la química era una ocupación para gente con poca imaginación para la física?
—El mismo hombre —dijo Brohier—. Y por todas las veces que he dicho palabras en ese sentido frente a testigos, probablemente tendré que hacer una reivindicación pública en una reunión anual de la Sociedad Norteamericana de Química. Pero mira detrás de ti: justo ahí en el estante de arriba está el lugar de donde empecé, La naturaleza del enlace químico de Pauling. Una primera edición en papel, nada menos, y corregida a mano por Pauling mismo.
Horton echó apenas un vistazo sobre su hombro.
—¿No hay todavía una edición en multimedia? —preguntó, no muy impresionado por el libro.
Brohier hizo una expresión de disgusto.
—Oh, por supuesto, y es horrible. Toda llena de animaciones en tres dimensiones y otras tonterías completamente ajenas. La devolví después de una semana. Ésta, en cambio, ésta la tengo de la Biblioteca de Ciencias Naturales desde agosto.
—¿Mal alumno?
Brohier lanzó una carcajada.
—Oh, gracias al cielo. Había una sola cosa que me preocupaba más que pensar que no volverías más.
—¿La idea de que yo volvería, pero mi sentido del humor no?
—Exactamente. Estuviste tan serio y por un tiempo tan largo, sabes.
—Bien, fue mi primera vez —dijo Horton con una sonrisa apesadumbrada—. Nunca había cambiado la historia antes.
—No hemos terminado aún, Jeffrey —dijo Brohier, y se reclinó en su asiento. Sus ojos tenían el brillo entusiasmado de un padre que anticipa la primera visión del hijo de un árbol de Navidad—. ¿No quieres saber por qué he estado leyendo a Pauling?
Horton frunció los labios, e intentó adivinar.
—Puede explicar algo sobre el Gatillo y las energías de enlace.
—Porque tú y yo tenemos que volver a escribir Pauling. Porque todo el modelo fundamental, la metáfora central, tiene que cambiar. Sé por qué trabaja el Gatillo, Jeffrey. Sé qué es lo que hiciste bien, y por qué seguiste en callejones teóricos sin salida.
—Bien, ¡adelante, entonces!
Brohier miró más allá de Horton para asegurarse de que la puerta estuviera cerrada.
—Fuimos unos idiotas fanáticos, Jeffrey, intentando calzar nuestra nueva maravilla en el zapato apretado de las modas de ayer. No pensábamos ni con la mitad de originalidad que deberíamos haber mostrado. Es comprensible, realmente. No lo censuro. Pienso que todos nos hemos engañado al pensar que la revolución ya había llegado y se había ido, que el sistema CERN era el cambio de paradigma que habíamos estado esperando. Pero no fue el cambio, sino apenas el cambio preliminar.
Horton movía la cabeza, exasperado, y dijo:
—¡Maldita sea! ¿No puede ir directamente al punto?
Los ojos de Brohier se abrieron, indignados. Horton no pudo discernir si era un enojo fingido o real.
—¿Me tuviste meses esperándote y ahora me escatimas unos pocos minutos? Juventud soberbia. Te sentarás ahí y te quedarás tranquilo todo el tiempo que haga falta. Tengo derecho a disfrutar esto.
—Lo siento —dijo Horton con una sonrisa sumisa y torcida.
—Quizá te disculpe —dijo Brohier—. O quizá demore otros veinte minutos sólo para fastidiarte. Ahora, ¿dónde estaba?
—Cambios de paradigma. Los fundamentos del modelo. Volver a escribir Pauling.
—Cambios de paradigma —repitió Brohier—. Jeffrey, en el modelo CERN, ¿por qué existe algo como la materia?
—¿Perdón?
Brohier repitió la pregunta.
—No creo que el sistema CERN diga nada sobre por qué existe la materia —dijo Horton, moviendo la cabeza—. Sólo aborda el cómo, la identidad material de la energía como una función de onda colapsada, la estabilidad del estado de campo colapsado, la simetría de los factores iniciales para las transiciones. Pero no es ésa la respuesta que buscaba, ¿no?
—No. Mira el cuadro que los físicos han pintado. La energía es energía. La materia es energía. ¿Qué más hay ahí? Fuerzas, que son transmitidas por vectores de bosones, que son partículas, y las partículas son materia, y la materia es energía. Entonces, ¿por qué el universo es tan complejo? ¿Por qué no consiste en nada más que la luz blanca de Dios, pura e indiferenciada? ¿Por qué debe haber aire, piedra, árboles, escritorios, paredes, o yo o tú?
—Las ecuaciones de Kastenmach.
—Describen cómo. No explican por qué.
Horton se sentó más adelante en su silla.
—Karl, quizá no entienda su empuje, pero ¿no estamos fuera del reino de su ciencia aquí? Pensé que la teología era algo que expulsábamos al departamento de humanidades.
—Estamos fuera del reino de la física de la materia-energía —dijo Brohier—, pero no fuera del reino de la ciencia.
—¿Qué más hay ahí?
Los ojos de Brohier se encendieron.
—Ahora estamos planteando las preguntas correctas. ¡Qué más, realmente! ¿Cuál es el factor que derrumba el campo primario de energía en tantos estados de campo discretos, cuatro fuerzas, una docena de partículas elementales, cien elementos, cien mil compuestos? ¿Cuál es la esencia de la diferenciación que permite la existencia de un cajón de lápices, un cielo lleno de copos de nieve, una playa llena de granos de arena, y que cada elemento del grupo mantenga su carácter individual y su existencia separada, sin sacrificar la identidad subyacente de forma?
—Pues… estamos hablando de los efectos de la indeterminación, ¿no? Variación fortuita. Todo depende de cuan completa sea la descripción de los sujetos que especifique. La arena muestra unidad en ciertas resoluciones, y variaciones en otras.
—Demasiado subjetivo. O hay mil millones de granos de arena, o no. Existen independientemente de la percepción, o debido a ella. Elige.
—Voto por el materialismo en esta elección —dijo Horton. Mostraba una expresión intrigada, y agregó a su respuesta una pregunta—: ¿Está tratando de decir que lo que les da su identidad, su existencia, es la especificación de sus propiedades?
Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro de Brohier.
—Sí, exactamente, Jeffrey. El «qué más» es información. La información organiza y diferencia la energía. La información regulariza y estabiliza la materia. La información se propaga a través de la materia-energía y mediatiza las interacciones de materia-energía. Es la mente de la creación, y la antifuerza del caos.
Horton miraba fijamente el suelo mientras trataba de entender el manifiesto de Brohier.
—Si el universo consiste en energía e información —dijo Horton lentamente—, entonces el Gatillo de alguna manera altera el envase de información de ciertas sustancias.
—Lo altera, lo destruye, lo abruma, lo desestabiliza —dijo Brohier—. Y mucho. Las unidades que estamos construyendo son inimaginablemente derrochadoras. Como golpear una computadora con diez mil voltios de luz para cambiar unos pocos bytes de su programación. Fue una casualidad, pura buena suerte, que en algún lugar en la mancha del ruido informacional que describe tu prototipo había unas pocas palabras coherentes en la lengua de la mecánica de resonancia, la nueva ciencia de la materia. Te topaste con la firma química característica de ciertos compuestos de nitrato, que recogieron tu señal del aire como un radioaficionado puede hallar una voz en la estática.
—Pero si podemos aprender a leer y escribir en ese lenguaje…
—Ves ahora por qué dije que necesitamos volver a Pauling y empezar de nuevo.
La idea era demasiado grande, y lo había tomado por sorpresa.
—¿Esto es solamente un juego de palabras, o tiene realmente resuelto un sistema de representación? —Su tono de voz mostró más escepticismo del que Horton quería.
—Vaya, Jeffrey, me estás hiriendo. Sabes que no hay ciencia hasta que lo puedas decir en números.
Esta vez, Horton vio el guiño y supo que el agravio era fingido. Se levantó las mangas de su suéter hasta los codos, y se puso de pie.
—Bien —dijo—. Vamos al pizarrón. Muéstreme los números.
Pasaron aproximadamente dos horas frente al pizarrón gigante que pendía bajo en la pared común con la oficina 115 Fuld. Durante la mayor parte de la primera hora, Brohier se sentó en una silla de secretario y se movió hacia adelante y hacia atrás con un grueso marcador negro en la mano. Durante la mayor parte de la segunda hora, Brohier estuvo sentado en el medio de la oficina, desde donde podía ver todo el pizarrón, y discutió con Horton mientras editaba y anotaba el pizarrón con un marcador rojo brillante.
Finalmente, también Horton se alejó del pizarrón. Entregó el marcador rojo a Brohier y se acercó a éste.
—¿Y bien? —lo aguijoneó Brohier—. ¿Qué has decidido?
—He decidido que debería invitarme a cenar —dijo Horton—. Una cena cara. Póngalo en la cuenta para cuando gane su segundo Premio Nobel.
—¡Oh, no! Eso sí que es extremadamente prematuro —dijo Brohier con un gesto de desdén. Horton se dio cuenta de que el profesor se sentía halagado, no obstante—. Sólo dime que suena bien.
—Así es —dijo Horton, poniendo una mano sobre el hombro de Brohier—. No pude encontrar una nota discordante. No es que yo sea el interlocutor más crítico que se encontrará. Pero si termina, tan bien como empieza… Karl, esto es un gran trabajo.
Brohier sonrió y dio una palmadita a Horton en la mano.
—Gracias, Jeffrey. Ahora borra el pizarrón, ¿quieres? E iremos a buscarte una cena.
El comedor del instituto no era exactamente lo que Horton tenía en mente para una cena de celebración, pero admitió ante Brohier que ésa no sería la última celebración allí.
—Por supuesto. Además —lo tranquilizó Brohier—, no hay nada de segunda clase en la comida de aquí. El instituto cuida muy bien de nuestros estómagos, también. Vamos, mira esto, dime la última vez que viste un menú como éste en un campus.
Horton vio en seguida que Brohier no exageraba. Las entradas, que aparentemente cambiaban todos los días, ya que el menú tenía la fecha de ese día, abarcaban cinco continentes y más de una docena de cocinas regionales.
Como en la última cena que habían compartido juntos, mientras esperaban su comida, Horton tuvo que soportar dos presentaciones y una intromisión. Le presentaron a Bárbara Glennie-Golden, distinguida profesora visitante de Estudios Históricos, una mujer de mejillas redondas y aspecto de abuela, y a Roger Petranoff, el jefe del departamento de matemáticas, un hombre con cuello de buitre.
Los dos académicos eran muy amables, pero Horton todavía se sentía incómodo mientras sonreía entre los encuentros. Era demasiado consciente de su propia notoriedad para estar relajado, y las palabras de despedida de Glennie-Golden sólo erizaron su sensibilidad.
—Sabe, joven, usted ha hecho mi campo de estudio mucho más interesante —dijo, deteniéndose junto a su silla—. Los leones de la escuela económica de análisis histórico dormían pacíficamente, pensando que estaban en la parte más alta de la cadena alimentaria, y ahora usted ha revuelto el avispero de la escuela tecnológica, y ha incomodado mucho a los leones.
—¿Y usted qué es, Bárbara? ¿León o avispón?
—Dinosaurio —dijo entre risas.
La intromisión llegó en la persona de Samuel Bennington-Hastings, un exuberante físico que hacía estudios de postdoctorado, y que parecía lo suficientemente joven como para hacer sentir viejo a Horton.
—Así que tú eres el hombre del Gatillo —dijo, instalándose en uno de los asientos vacíos en la mesa—. ¿Significa esto que nuestro reservado doctor Brohier finalmente nos va a dejar a los demás jugar con los nuevos juguetes?
Brohier lanzó un bufido.
—El doctor Sam piensa que le he estado ocultando algo.
—Oh, no, señor, por favor. No a mí, a todo el departamento —dijo Bennington-Hastings—. El doctor Brohier hace mil preguntas por cada una que responde. Yo le pregunto, ¿cuál es el truco dentro de la caja mágica? Él sólo sonríe como Buda. —Estiró el brazo a través de la mesa y palmeó a Brohier en el abdomen—. Empieza a parecerse a Buda, también.
Brohier dio un golpecito al joven físico en los nudillos con una cuchara, luego lanzó una mirada avergonzada en dirección de Horton.
—Me lastimé la cadera, y es invierno, después de todo. Y la comida es realmente buena…
—Mejor que se mantenga en excelente estado, así el doctor Horton no pasa su carrera descifrando el Último Teorema de Brohier. O, mejor aun, venga conmigo al gimnasio al amanecer para hacer Hatha yoga y veinticinco flexiones. Entonces vivirá para siempre, y será muy famoso.
—Si tengo que levantarme al amanecer para hacer flexiones, doctor Sam, ¿qué sentido tiene vivir para siempre? Pienso que ahí viene nuestra comida.
Con un guiño, Horton se acercó a Bennington-Hastings.
—Lo que no entiendes, Sam, es que el doctor Karl no sabe lo que hay en la caja mágica. Ves, la verdad es que lo he estado llevando durante veinte años. Está aquí sólo para espiar para mí.
—Oh, muy bien, estoy rodeado por mentirosos de los dos lados. Algo muy lindo para la marcha ascendente de la ciencia. —Se puso de pie cuando el camarero llegó a la mesa—. Coman, sí, que sus arterias se endurezcan como piedra y su virilidad cuelgue como una piel de serpiente vacía.
Brohier lanzó una carcajada. Horton le dirigió a Bennington-Hastings una mirada perdida y una sonrisa dubitativa.
—¿Qué fue eso? ¿Quién fue?
—Bueno, el doctor Sam te dirá que él desciende de una larga y distinguida familia de excéntricos ingleses y que John Cleese es su guía espiritual. —Con una amplia sonrisa, Brohier sacudió la cabeza—. Nunca se lo digas, Jeffrey, pero a mí me encanta. Es un talentoso imitador y absolutamente irreverente. Tiene una decena de distintos personajes viviendo en su cabeza y puede adoptar la personalidad de cualquiera de ellos sin aviso previo. Tiene algo del doctor Bombay. Pero no lo subestimes. El doctor Sam me dio clases de combinamétrica cuando llegué. Es un joven muy brillante. Y apuesto a que estará sentado en la primera fila cuando presentemos nuestro artículo sobre mecánica de resonancia.
Horton no respondió nada a eso, y resultó ser la última vez que alguno de ellos dijo una palabra sobre trabajo delante de un plato de comida. En lugar de eso, Brohier interrogó a Horton sobre sus viajes, y Horton se sorprendió al ver que tenía anécdotas entretenidas para contar sobre sí mismo.
—¿Has mantenido contacto con Lee y Gordie? —preguntó Brohier hacia los postres.
—Tanto como con usted —admitió Horton—. ¿Cómo están?
—Por lo que puedo saber, el Anexo parece estar equilibrado. Parecería como si cada uno compensara las deficiencias que tiene el otro como administrador.
—No es eso lo que preguntaba…
—¡Oh! —dijo Brohier—. Te refieres a eso. De acuerdo con el último informe, se iban acercando a un paso tan rápido que en comparación los glaciares parecen veloces.
—¿En serio? ¿Tanto progreso? ¿De quién era ese informe?
—De Lee.
—Ah, la versión pesimista. Si tuviéramos la de Gordie, podríamos sacar el promedio, y sabríamos realmente lo que pasa.
Brohier lanzó un bufido.
—Entonces supongo que no has mantenido contacto con la gente de Washington, tampoco.
—No. Me alejé, y no me buscaron mucho. Ni siquiera recibí una tarjeta de Navidad del Presidente.
—No creo que Breland las envíe —dijo Brohier con una sonrisa.
—Por suerte. Debería haberme llevado un recuerdo cuando fui a la Casa Blanca.
—Ya te tendrán de vuelta —dijo Brohier—. No van a alejarse de esto. Tienes amigos ahí.
—¿Ahí y dónde más?
—Dejaste de mirar las noticias demasiado pronto —dijo Brohier con un gruñido.
—¿Le parece? Breland va a perder por mucho esta vez.
—Probablemente —dijo el viejo profesor. Dejó su servilleta arrugada sobre el plato vacío—. Pero eso es política, Jeffrey. A ti no se te juzga por los mismos criterios. Y no deberías asumir una culpa que no es tuya.
—La gente sigue haciéndose cosas horribles ahí afuera, Karl.
—Lo sé.
—Algunas de ellas son imposibles de ver gracias a lo que les dimos —dijo Horton—. Ese hombre en Denver, el que usó el Gatillo del juzgado como el detonador de su bomba suicida.
—Fue su elección, Jeffrey.
—¿Y las otras dos mujeres que mató? —dijo Horton moviendo la cabeza—. Yo solía mirar las noticias, y pensar: «Un Gatillo podría haber salvado a esa gente». Ahora a veces, cuando escucho, me encuentro pensando: «Un arma podría haber salvado a esa gente».
—Ah. ¿Te refieres a St. Paul? —El nombre evocaba un titular de horror de un mes atrás. Una banda de un barrio había entrado a alborotar con cadenas y palos de metal a un pequeño paseo de compras protegido por el Gatillo, y había matado a un muchacho de diecisiete años y herido de gravedad a una docena de clientes. La ironía era que el Escudo de Vida había sido instalado en respuesta a una guerra de territorio en ese paseo de compras, una guerra que había visto una media docena de tiroteos en ese lugar o cerca de ahí.
—Y Birmingham Heights, y Louisville, y el sur de Boston. —Cada nombre traía el eco de un crimen brutal y trágico.
—Éste es un período de transición, Jeffrey. Habrá errores. En todos los lugares donde el arma era una respuesta fácil, la gente tiene que hacer algunos ajustes, tiene que enfrentar algunos problemas subyacentes. Las armas eran pequeñas vendas, y algunas heridas requieren más atención que eso. Puedes decir fácilmente que un ninja podría haber salvado a esa gente, y sería tan cierto como lo que tú dijiste.
—No lo sé —dijo Horton—. Sólo me parece que el agua se embarra todo el tiempo. La gente está reconsiderando si quería esto o no.
Brohier negó enfáticamente.
—No, no, tú lo estás reconsiderando. Mira, la producción ha aumentado diez veces en menos de un año, y aún hay una lista de espera de seis meses. ¿Sabes cuál es el mayor problema que tiene el comité en este momento? Los carteles falsos del Escudo de Vida. Han surgido por todas partes, tan deseosa está la gente de tener los beneficios del Gatillo.
—Pero si lo usan con tanta irresponsabilidad como antes usaban armas…
—Algunos lo harán. Tienes que aceptarlo. Mis microtarjetas de memoria de estado sólido sirvieron para entrar ilegalmente filmes documentales en China, y para enviar una biblioteca de un millón de volúmenes a Marte. También han sido usadas para pasar pornografía infantil de mano en mano, para robar secretos de empresa a IBM y para ocultar contabilidad ilegal, y éstos son unos pocos ejemplos que conozco.
—Así que se trata de quien la usa, no de la herramienta.
—Exactamente.
—Recuérdeme por qué este punto de vista no nos pareció convincente cuando las herramientas en cuestión eran armas y explosivos.
—Porque algunas armas son demasiado peligrosas para entregárselas a chimpancés o a niños —dijo Brohier—. Porque una herramienta diseñada para matar cuando es bien usada es una amenaza para todos, y fabricar más de ellas no cambiará la situación. Que cada hogar que tiene un arma es una posibilidad tan aterradora como que cada país tenga una batería de misiles CBN. O debería serlo para cualquier persona sensata. —Miró a Horton frunciendo el ceño—. Esta melancolía que tienes es un efecto secundario del no hacer nada, Jeffrey. Y conozco la cura para eso: volver al trabajo. Hablemos de dónde vas a dormir esta noche.
—Cape May.
—¿No vas a buscar tus cosas?
—Me voy, Karl. Éste es su trabajo, no el mío.
—Hay más que suficiente para ambos. Para diez personas —dijo Brohier—. Y no tiene que hacerse aquí. Podrías trabajar en Columbus, o en el Anexo. Quizá yo mismo tenga que ir allí pronto para supervisar el comienzo de las pruebas.
Horton negó con la cabeza, y se echó hacia atrás.
—Ofrézcaselo a otro. Yo cedí mi derecho al volver de Washington, ¿recuerda?
—Y yo lo he mantenido sobre mi escritorio, esperando que tú te repusieras de tu pánico y lo reclamaras. ¿Qué diablos pasa contigo, Jeffrey? —explotó Brohier, mientras se levantaba con dificultad y se ponía el abrigo.
—No quiero tener esta conversación, Karl —dijo Horton—. Y es hora de que me vaya.
Horton se dio vuelta, y se dirigió hacia la salida con pasos largos. Fue un gran esfuerzo para Brohier poder alcanzarlo.
—Jeffrey, Jeffrey, detente —dijo Brohier, y tomó al joven ya cuando llegaban a las puertas dobles que llevaban de vuelta al Fuld Hall—. Ya has perdido el último tren, así que bien puedes quedarte un poco para esperar este otro tren que te sigue. Y, francamente, creo que me debes un poco más de consideración.
Horton vio a Bennington-Hastings que miraba con curiosidad la escena desde el otro extremo del breve pasillo.
—Muy bien. Pero afuera —dijo, indicando con su cabeza hacia la puerta.
Se quedaron en los escalones de afuera. Las puertas y el frío protegían su privacidad.
—Sólo estoy tratando de entender, Jeffrey —dijo Brohier—. La mayoría de la gente en nuestro campo pasa toda su carrera sin una oportunidad como la que tenemos nosotros. Y muchos son mucho más listos que cualquiera de nosotros dos, aunque sin tanta suerte. Estamos frente a una revolución científica, no sólo frente a una revolución social. No entiendo cómo puedes irte.
Horton negaba con la cabeza.
—Simplemente no estoy listo para volver todavía.
—Ya veo —dijo Brohier—. ¿No hay nada más?
—No.
—Ya veo. Bien, estoy más tranquilo. Temía que tuvieras alguna tonta idea de que no merecías participar de esto. Estaba preocupado de que sintieras que no merecías ni el mérito ni la culpa que ya has recibido, que sintieras que lo máximo que podías reclamar era haber llegado primero a la escena del accidente del descubrimiento.
«Porque si resulta que tienes alguno de esos miedos, tendría que decirte que es una tontería. Que todos los que terminamos bajo los focos sentimos el síndrome del impostor cada tanto. Los únicos que no lo sienten son los incompetentes egoístas como Tettlebaum, cuya imagen de sí mismo depende del título, la oficina y las cámaras, y de aparecer en las noticias».
Horton frotó con el pie una capa de hielo en el segundo escalón.
—Quizás hubiera necesitado escuchar eso, en el caso de que hubiera estado pensando en eso.
—Probablemente no me hubiera detenido ahí —dijo Brohier—. Me hubiera gustado recordarte que gente como nosotros no eligió este camino por la fama. Fue porque queríamos saber cosas que nadie podía decirnos. Así que la cura para el síndrome del impostor no es abandonar el trabajo. Es concentrarse en él hasta que te olvides de que hay un público, y hasta que no sepas ni te importe qué dicen de ti.
Horton suspiró hacia arriba, y se elevó una columna delgada de humo en el aire.
—A veces es difícil ser indiferente.
—¿Qué son ellos para ti, Jeffrey? —dijo Brohier encogiéndose de hombros—. ¿Qué saben acerca de ti?
—Algunos saben mucho —dijo Horton, con un escalofrío—. Vamos, tengo frío, caminemos.
Empezaron a caminar en silencio, sabiendo ambos que Horton no había terminado.
—La mañana siguiente a que el Presidente y yo dimos la conferencia de prensa en el Rose Garden, mi padre me llamó —dijo Horton finalmente—. Ahora, tiene que entender que mi padre jamás llama a ninguno de sus hijos, y si por casualidad responde el teléfono cuando llamo, probablemente lo primero que diga sea: «Hola, Jeffrey. Te doy con tu madre…» No es de él ponerse a hablar, o regañar, o inmiscuirse. No es que no le importe, es sólo que…
—No pide nada que no quiera dar —sugirió Brohier.
—Supongo que es eso —dijo Horton—. Tendría que decir que él cree que hay límites. —Habían llegado a la entrada lateral al Fuld Hall, y Horton se detuvo—. Entonces me llama esa mañana, y, como es él, va directo al asunto. Me dijo: «Hay algo que quiero saber, hijo. En todos esos sábados que la familia pasaba en el campo de tiro, con cientos de personas caminando con armas, ¿conociste a alguien que te parecía atemorizante, o peligroso?». Y tuve que decirle que no. Ésos son buenos recuerdos, algunos de los mejores que tengo.
Brohier lo miraba con aire intrigado.
—¿Él pensaba que habías estado trabajando en el Gatillo por elección? ¿Qué era una cruzada personal, y que él quizá tenía que ver en el hecho de que tú hubieras participado?
Horton asintió, con los labios apretados.
—Entonces dijo: «Ojalá hubieras recordado eso ayer, y le hubieras dicho algo al Presidente. Bueno, gracias, hijo. Tu madre te manda cariños».
»Y ése fue el fin. Pero me pasé todo el resto del día pensando en lo que no me dijo, y también muchos días después.
—¿Porque él no estaba de acuerdo?
—No, mucho peor que eso —dijo Horton—. Que se sintió herido, confundido y desilusionado, como si por hacer lo que hice hubiera atacado a la familia, y la hubiera expuesto a la crítica de los amigos. No pudo decir nada de eso, por supuesto, porque me quiere.
—Y porque hay límites.
Horton asintió lentamente.
—Estoy seguro de que volveré a trabajar, Karl. Sólo pienso que tendrá que ser en otra cosa. —Esbozó una sonrisa, pero apenas pudo hacer un gesto melancólico—. Supongo que siempre, no importa la edad que tenga, un niño siempre quiere saber que sus padres están orgullosos de él.
—Entiendo —dijo Brohier—. Y un padre puede ser el público más difícil de agradar. Da la casualidad que yo también tuve un padre. —Brohier vaciló, y luego agregó—: No volveré a pedírtelo. Pero si cambias de idea, no seas tan orgulloso de no decírmelo.
—Pienso que puedo prometérselo, doctor Brohier.
—Bien. —Brohier dio un paso hacia la cálida y tentadora luz del vestíbulo principal, luego se detuvo y se dio vuelta—. Jeffrey, si puedo abusar, y hablarte como tutor más que como amigo…
—Por supuesto.
—Tienes que saber que puedes estar orgulloso de ti. No abandones sólo para ganar la aprobación de alguien más. Aprendí la sabiduría de eso de observar a mi padre. —Luego Brohier movió la cabeza y lanzó una risa sin alegría—. La pena es que él nunca lo aprendió. ¿Quieres quedarte esta noche conmigo, entonces?
—Pensé en tomar un expreso al aeropuerto tarde. O alquilar un auto y conducir hasta Cape May. Creo que eso me gustaría, en realidad.
Brohier asintió.
—Fue bueno verte, Jeffrey. Que tengas un buen viaje a casa, dondequiera que esté.
Jeffrey terminó pasando la noche en un motel cerca del campus, y tomó el primer tren de la mañana. Pero aun así, cuando finalmente llegó a su departamento, se dio cuenta súbitamente de que, fuera lo que fuera para él, no era muy parecido a su hogar.
Al día siguiente se despidió de ese lugar, y siguió viaje.