«Si hay una nación de hombres que se han elevado a tal grado de refinamiento moral que no declarará la guerra ni llevará armas, puesto que no les ha quedado tanta locura en sus mentes, es una nación de amantes, de benefactores, de hombres verdaderos, grandes y capaces».
Ralph Waldo Emerson
El juicio de la Asociación Nacional del Rifle contra el Gatillo recibió un tratamiento especial desde el día en que se inició la causa.
La jueza Virginia Howarth del Tribunal de Distrito de Washington D. C. había necesitado casi dos semanas de testimonios y cuatro días de deliberaciones para fallar a favor de la Asociación: los ciudadanos tenían derecho a las armas, pero no tenían derecho a los Gatillos. Su orden judicial prohibía el uso de fondos federales para desarrollar, fabricar o distribuir el Gatillo. Pero lo que exasperó a John Trent fue que, casi inmediatamente después, la jueza anuló la orden judicial antes de la apelación.
—¿Por qué? —le preguntó a Philby Lancaster, el jefe de su equipo de abogados—. Esta mujer borra con el codo lo que escribió con la mano. ¿Acaso no está de nuestro lado? ¿Quién más le pagó?
«Hace sólo tres años que ejerce respondió Lancaster. Este caso es demasiado para ella, y obviamente lo que está haciendo es pasarles el fardo a los tribunales de apelaciones. No te preocupes. La sentencia se inclina hacia nuestro lado, y la verdadera acción apenas está comenzando».
En pocos días, se presentaron ante la Corte Suprema nada menos que nueve peticiones para reclamar un auto de avocación, incluyendo la que todos esperaban que hiciera Doran Douglas en nombre del Departamento de Justicia. Como respuesta, la Corte Suprema acortó los plazos y se hizo cargo del caso antes de que la Cámara de Apelaciones del Distrito de Columbia programara las mociones.
Una vez que el caso estuvo en manos de los tribunales superiores, a la causa Asociación Nacional del Rifle contra los Estados Unidos no le dio prioridad en el calendario por sobre otros más de veinte casos que ya estaban en proceso. Las presentaciones orales comenzaron casi diez semanas después de que se iniciara el caso. En un alojamiento sin precedentes de los procedimientos tradicionales, la Corte aprobó las peticiones del artículo 28 que presentaron ambas partes, y extendió la media hora que usualmente se asigna a cada parte a cuarenta y cinco minutos.
En una ruptura con las tradiciones aún más notoria, la Corte Suprema permitió declarar ante los jueces a los representantes de los muchos grupos que presentaron escritos amicus curiae. Los Portadores de Armas de Norteamérica y la Alianza de la Segunda Enmienda aparecieron para apoyar a la Asociación Nacional del Rifle, mientras que Razón sobre la Locura y el HCI defendían a los grupos contrarios al uso de armas. A Trent le gustó el contraste que esto presentaba.
«Júzguenlos por quienes los rodean» comentó en un reportaje a los medios en vísperas de las presentaciones orales. «Los patriotas y los amantes de la Constitución apoyan nuestra postura. Los internacionalistas socialistas y los propagandistas estatistas apoyan a los otros. El desarme de Norteamérica estuvo en la agenda de la ultraizquierda durante cincuenta años. Confío en que la Corte Suprema no cometa la traición de unirse a ellos».
Era el primer caso desde Roe contra Wade en atraer tanta atención pública. Una fundación de asuntos públicos convirtió las transcripciones de las presentaciones en un documental dramatizado de tres horas literalmente de la noche a la mañana. Cuando se publicó, tanta gente trató de conseguirlo que los servidores del proyecto Oyez se saturaron y los productores tuvieron que recurrir a emisiones patrocinadas con horarios fijos. Aun así, el programa marcó récords de audiencia durante la semana.
Toda esa urgencia creó la expectativa de un fallo rápido, pero éste no llegaba. Pasaron los meses, hasta que quienes estaban apostados en la Corte coincidieron en creer que los votos de los jueces estaban tan divididos que posiblemente se tratara de un empate sin solución.
A medida que se acercaba el final programado de la sesión anual de la Corte, Lancaster comentó a Trent un rumor que decía que los jueces ni siquiera habían decidido quién iba a redactar el veredicto, cosa que, de ser cierta, elevaba las posibilidades de que la Corte entrara en receso el 12 de junio sin haber emitido el fallo, y retomara el caso en el otoño.
«¿Cómo puede ser que les resulte tan difícil?», preguntó Trent a Lancaster. «¿En qué cuestión se pueden haber trabado? La Segunda Enmienda con su lenguaje simple les da todo lo que necesitan. Las palabras de los propios fundadores de la nación: George Washington, cuando dijo “Las armas de fuego le siguen en importancia a la Constitución misma”; James Madison…»
«Por favor, John… no vas a recitar todo el libro de citas de los conservadores. Yo redacté el escrito, después de todo».
«Ya lo sé», dijo Trent con un suspiro. «Pero, por Dios, Philby, la jueza Howarth lo resolvió en la décima parte del tiempo que éstos ya se tomaron… sin contar la suspensión, por supuesto».
Por primera vez, Lancaster no se pudo mostrar confiado.
«La presentación del gobierno puede estar complicando las cosas para los construccionistas estrictos de la Corte», explicó. «Llegamos a un punto que los fundadores nunca imaginaron. Se dice que los jueces están divididos pero no entre dos opiniones, sino entre tres. Así se hace difícil llegar a un acuerdo. Podríamos terminar con aliados extraños y un veredicto torturador con el que nadie esté conforme. Creo que debemos estar preparados para eso».
«Y mientras tanto, los federales se arremangan contentos: las fábricas en plena actividad, los camiones andando y las nuevas instalaciones del Gatillo se ponen en marcha todos los días», protestó Trent con rabia. «¿No hay nada que podamos hacer para levantar el receso? ¿No existe ninguna manera de llegar a la Corte? ¿No tendríamos que estar ahí parados en las escalinatas cada mañana, seis mil, diez mil o veinte mil de nosotros?»
«Sí, claro. Y no te olvides de traer muchas armas para agitar en el aire, como lo hacen en esa manifestación estúpida cada año. Asustar a los jueces siempre es una buena idea», dijo Lancaster con aspereza. «John, ya lo hablamos hace meses: hay un maldito Gatillo en el sótano de la Corte Suprema. Si hacemos cualquier cosa que les dé la pauta a los jueces de que lo necesitan para protegerse de la gente como nosotros, todo se termina. Se acabó».
«Quizá deberían declararse descalificados para el caso. Conflicto de intereses», replicó Trent con resentimiento.
«Mejor dime que lo entiendes, John. Un error y echamos por la borda los ocho años que nos llevó poner de nuestro lado a la NFRRA. Los jueces no son ermitaños. Ellos saben lo apasionados que son ustedes, y la Corte tiene que cuidarse de iniciar otra controversia que dure mucho tiempo. Ustedes están llegando a ellos siendo pacientes, sensatos y civilizados. Sigan así. Y hagan todo lo posible para reprimir los espíritus libres hasta que tengamos el veredicto».
«¿Y si perdemos?»
«Si es así, analizamos la opinión de los jueces, y empezamos de nuevo desde otra dirección».
«Entonces el plan B es prácticamente lo mismo».
Lancaster resopló.
«Quémame en la hoguera por hereje, John, pero cuando tienes buenos abogados, no necesitas armas».
El 19 de junio llegó y pasó, y la Corte Suprema ni se pronunció con respecto a Asociación Nacional del Rifle contra los Estados Unidos ni tomó un receso de verano. No se hizo ningún anuncio, ni se ofrecieron explicaciones de por qué, por primera vez en más de veinte años, la Corte extendía su sesión. La frase «corte en pugna» hizo su primera aparición en Informe legal de la CNN, y pronto se empezó a oír en todas partes.
John Trent resistió el asedio de los medios durante la semana anterior y la posterior al 18 de junio con una actitud tranquila. Todos querían saber qué pensaba, y Philby Lancaster tuvo que obligarlo a no hablar.
«No se alarmen por este atraso. Significa que la Corte reconoce la gravedad de las cuestiones intrínsecas de nuestra queja, y que le está dando la importancia que merece explicó Trent, frente a un monumento dedicado a los hombres de la milicia de la Guerra de la Revolución en Brandywine, Pennsylvania».
Una semana después, frente a un póster de la Declaración de Derechos colgado en la entrada de la sede central de la Asociación Nacional del Rifle, declaró:
«Confío plenamente en que la Corte va a tomar la decisión correcta: correcta para la Constitución, correcta para el país y correcta para nuestros ciudadanos, cuyos derechos son primordiales en una nación libre y democrática».
Una semana después en una aparición en Egos alterados, un programa virtual, dijo:
«Desde mi punto de vista, Jay, no puede haber en Washington nadie más deseoso por resolver esto que los jueces mismos: en Washington es verano, y esas togas deben de ser calurosas».
Fue una buena frase, aunque estaba preparada, y las risas aumentaron por el hecho de que los productores le habían dado a Trent las vestiduras de un David bíblico para que fueran su atuendo en el escenario virtual.
«A propósito de ropa», replicó Jay, «si hay alguna Monica por ahí entre los magistrados, que haga el favor de presentarse, porque queremos saber si ésta es realmente una corte en pugna…».
Fuera de cámara, Trent estaba cada vez más intranquilo. Se quejó ante otros ejecutivos de la Asociación Nacional del Rifle sobre la falta de coraje y de conciencia en la Corte Suprema, y la falta de honor en la profesión legal en general. Se burlaba de Philby Lancaster y del resto del equipo de abogados de la Asociación, diciéndoles que eran como sanguijuelas capaces de alegrarse de perder un caso con tal de mantener abierta la billetera del cliente. Se abstenía de referirse a Mark Breland, Grover Wilman o Jeffrey Horton por sus nombres, pero cuando lo hacía, se tomaba la libertad de coronar sus comentarios con palabras de ira tales como «traidores», «mentirosos» «asesinos» y «corruptos cobardes».
Lo irónico fue que Trent terminó pasando gran parte del día oyendo críticas aún más venenosas y haciendo un esfuerzo para mantener la calma. Por haber sido la primera en llegar a la sala de audiencias, la Asociación Nacional del Rifle se había convertido en el centro gravitacional de la lucha contra el Gatillo. Parecía que los más altos funcionarios de las organizaciones defensoras de los derechos a las armas con más de tres miembros esperaban una oportunidad de llegar a los oídos de Trent: ya sea para ofrecerle consejo no solicitado, para elogiarlo y alentarlo, para compadecerlo, o lisa y llanamente para criticarlo por su cobardía.
Trent suprimió sus crecientes dudas y les respondió todo lo que Philby Lancaster le había indicado: que si ponían el resultado en la balanza, lo que más convenía a sus intereses era llegar a un cese del fuego sin amenazas ni violencia ni ninguna otra cosa más que manifestaciones pacíficas y persuasión discreta. Esos comentarios le valieron unas cuantas burlas, pero enfrentó las críticas con entereza.
«No queremos que esos jueces lean las noticias y piensen que Norteamérica necesita el Gatillo», le dijo al comandante de la Milicia de West Montana.
«No queremos que esos jueces piensen que los trajes elegantes ocultan matones, criminales, fanáticos, borrachos y pendencieros», le explicó al presidente de Libertad de Calibre 45.
«Queremos que la Corte sepa que Norteamérica es un país civilizado, lleno de propietarios de armas responsables. Queremos que sepan que nuestras armas de fuego están salvando vidas y protegiendo nuestras libertades y brindando recreación familiar», le explicó al presidente del Comité de Correspondencia de Arizona.
Con paciencia y perseverancia, y a veces una imagen de hermandad, Trent convenció a la mayoría de que apoyaran el concepto de un «cese de fuego civilizado». Lo hizo aun a sabiendas de que algunos de ellos, sin embargo, lo consideraban débil, blando y cobarde. Para ellos, estar preparados para matar por la causa era el único parámetro para medir la virilidad. Y aquéllos que habían perdido toda la fe en lo que consideraban cortes corruptas y juicios falsos dejaron en claro que estaban dispuestos a recurrir a la violencia.
Trent se sentía identificado con esa frustración, pero le resultaba difícil siquiera hablar sobre dar un siguiente paso. La prueba más difícil, sin embargo, fueron sus reuniones con las milicias extremistas. Afortunadamente para él sólo algunas de ellas fueran a verlo. Algunas habían establecido comunidades separatistas y prohibían cualquier tipo de contacto con el resto de «Norteamerika». Muchas otras sentían por la Asociación Nacional del Rifle el mismo desprecio que por aquéllos que estaban en contra de las armas.
Pero varias veces desde que la causa llegó a los altos tribunales, Trent se encontró sentado a la mesa frente a hombres de moralidad tan repulsiva y mentalidades tan raras que le daba asco considerarlos aliados. Estos hombres le llevaban ofertas que no quería escuchar: asesinar a los gerentes de las fábricas de Aron Goldstein, tomar como rehén a la bisnieta de seis años de edad del juez, envenenar las reservas de agua de la Casa Blanca, secuestrar un avión y estrellarlo contra el blanco que Trent eligiera.
Trent no sabía si ellos tenían los medios para hacerlo o si sólo estaban alardeando; tampoco le interesaba enterarse. La línea que Trent no iba a cruzar, la línea que sus visitantes lo ayudaban a definir, era la línea que separaba los actos de patriotismo de los actos de revolución. No iba a justificar la destrucción de la nación para preservarla. Esa paradoja, que Trent asociaba con la Inquisición, le parecía una especie de locura.
Irónicamente, era de esas sesiones que Trent salía con su humor muy negro, y descargaba su furia más inflexible contra Washington.
—Tienes que empezar a tratar la locura como un veneno contagioso, John —bromeó su asistente administrativo principal—. No entres allí sin guantes ni máscara.
—Ésa no es la cuestión —respondió Trent, sin poder reírse de la broma—. ¿Sabes por qué terminé así? Porque no puedo perdonar al Presidente por alimentar la paranoia de ese tipo de gente. La tiranía no es lo único que amenaza lo que amo. La anarquía es igualmente peligrosa.
En el vestíbulo, Trent oyó una voz a sus espaldas: una voz agradable, segura y desconocida.
—Quisiera saber si podemos tener una conversación franca, John Trent.
Trent giró sobre sus talones y vio a un hombre mayor, prolijamente vestido, parado a unos pasos detrás de él. Su mirada primero se dirigió a los típicos lugares donde un hombre de traje puede ocultar algo, y luego se puso a evaluar al hombre en sí. El extraño era unos centímetros más bajo que Trent, con una abundante cabellera plateada, un anillo de Princeton y un vientre un tanto abultado que el traje a medida no alcanzaba a ocultar. Trent calculó que tendría alrededor de sesenta años.
—Disculpe, ¿nos conocemos?
—Es posible —respondió el hombre mientras se acercaba—. De todos modos, tengo cierta información que le va a interesar.
Trent frunció el ceño. No le extrañaba que lo reconocieran en público y se acercaran a hablarle, especialmente en los últimos tiempos, pero ya se le había acabado la paciencia para esas cosas.
—Mire, estoy aquí con amigos, para escuchar la orquesta. Si es un asunto de la Asociación, le agradecería que me llame a la oficina mañana.
Como respuesta, el extraño tomó a Trent con fuerza del codo y lo hizo girar hacia el corredor que daba a las oficinas del teatro.
—Por favor —dijo—, me temo que no voy a poder esperarlo sentado aquí escuchando a Mahler. Mis gustos se inclinan hacia los románticos italianos: vine al concierto de Rossini, y para verlo a usted.
—¿Puede decirme su nombre, entonces? —inquirió Trent mientras se dejaba llevar.
—Pero qué descortesía de mi parte —respondió el hombre—. Me llamo Angelo DiBartolo. Venga… por acá. —DiBartolo había abierto la oficina del gerente de ventas, y se corrió para que Trent entrara primero. Trent retrocedió, desconfiado, y miró hacia el vestíbulo buscando a Jerry, su chofer y guardaespaldas, pero DiBartolo en seguida agregó—: No, no. Somos amigos, señor Trent. Por favor, olvídese de sus prejuicios de película policial. Su chofer está fumando un cigarrillo con mi chofer afuera, así nosotros podemos hablar en privado.
—Así que usted es el famoso Angelo DiBartolo —dijo Trent—. De Baltimore.
El hombre se encogió de hombros, con resignación.
—Tengo gente trabajando para sacar mi cara y mi nombre de las noticias. Lamentablemente, no siempre lo logran. Venga, por favor, y quizá terminemos a tiempo para que pueda sentarse a ver el primer movimiento.
Cuando entraron Trent encendió la luz, y DiBartolo la apagó al tiempo que cerraba la puerta y ponía la llave. Había suficiente luz de un farol en la calle que se filtraba en la habitación y la convertía en un mundo gris y blanco.
—Usted dijo que tenía información para mí…
—Así es. Bien, estuve siguiendo su juicio con un interés bastante personal —comenzó DiBartolo.
—¿Por qué? Dígame la verdad.
DiBartolo sonrió.
—Se podría decir que la violencia aplicada es para mi negocio lo que la publicidad es para General Motors. Así que cualquier cambio que afecte las condiciones de mi negocio me interesa sobremanera. Y siguiendo mi curiosidad, me acabo de enterar de algo que seguro le va a interesar. La Corte Suprema va a dar a conocer el veredicto el martes a la mañana…
Eso era en tres días.
—¿Cómo puede saber eso? —inquirió Trent.
—Por un amigo. Alguien que está extremadamente cerca de la Corte.
—Dígame, cómo puedo…
—¿No le interesa saber el resultado?
Con una sensación de náuseas, Trent tragó saliva y se quedó en silencio.
—La Corte se va a dividir: cinco contra cuatro —prosiguió DiBartolo—, para anular el fallo de Howarth y permitir que se siga usando el Gatillo. Se van a escuchar cuatro opiniones en total, incluyendo tres de la mayoría del tribunal. Liggett va a redactar el veredicto principal.
—Me está diciendo que perdimos.
—Lamentablemente, sí. Espero que haberle avisado con anticipación le sirva para preparar bien lo que va a decir.
No había ninguna razón para creer lo que le decía DiBartolo, excepto quizás una: Joseph Anthony Perry, juez de la Corte, ex juez del Tribunal de Distrito del estado de Maryland y del Juzgado 4 de la Corte de Apelaciones, actualmente nuevo miembro de la fraternidad Octubre.
—La noticia… ¿es de fuente confiable?
—Totalmente confiable —aseguró DiBartolo.
Trent se alejó para tomar el respaldo de una silla con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
—¿Cuál es el precio de esta información, señor DiBartolo? Me la ofreció antes de que yo le dijera si tenía algún valor para mí.
—No se preocupe por eso, señor Trent. No existe ninguna obligación. En realidad, le quiero preguntar si puedo hacer algo más por usted…
—¿Más? ¿Qué, golpear al Presidente? —dijo en tono sarcástico.
—Usted no me entiende, señor Trent —respondió DiBartolo sin indignarse—. Yo nunca aprobaría semejante acto de imprudencia. Existen las reglas. No es cuestión de tomar represalias contra alguien simplemente porque tiene una opinión contraria a la suya. Debe haber un fin comercial sólido, alguna ganancia clara que se quiera conseguir. Eso, o una cuestión de honor.
—¿Entonces, qué? —preguntó Trent, girando hacia DiBartolo—. ¿Qué está ofreciendo? Usted llega y me cuenta que nos vencieron. ¿Qué cree que va a poder hacer por nosotros ahora? Me temo que no sé leer entre líneas.
DiBartolo se encogió de hombros:
—Un hombre desarmado en la calle siempre sabe que corre peligro. Un hombre armado detrás de los muros de un castillo no siempre es tan precavido. Con el tiempo, todos los castillos se derrumban: ataques de artillería, sitios, corrupción y traición. Existe un camino, señor Trent, y alguien lo va a encontrar. —Hizo un ademán con la mano derecha—. Pero mientras tanto, hay gastos. Me gustaría hacer una contribución para solventar esos gastos. Eso es algo que nosotros podemos hacer…
Trent sintió que el ofrecimiento lo hería en su ego, y por la herida sangraba la necesidad de resistirse con un comentario mordaz.
—Podemos pagarnos nuestros propios abogados. O cualquier otro servicio profesional que necesitemos.
—Como quiera. —DiBartolo levantó las manos mostrando que se daba por vencido—. Pero si llega a necesitar ayuda para proteger otros recursos, alguien que conozca los secretos de la artillería o los motores que controlan las revueltas, por así decirlo, no dude en llamarme. Mi gente tiene razones para jactarse de su pericia en esa área…
El resplandor de la luz del pasillo que entraba por el vidrio de la puerta bajó de intensidad por un momento, una, dos, tres veces.
—Ah, ésa es la llamada. Ya ve, apenas está terminando el intervalo: todavía no se perdió nada. Por favor, vuelva con sus amigos. Yo no veo la hora de llegar a casa y ver a mi familia. Gracias por su amabilidad, John Trent. Que le vaya bien.
Trent no le contó a nadie sobre ese encuentro durante dos días. Cuando terminó la segunda sinfonía de Mahler, ya se había calmado lo suficiente para decidir cerrar la boca y esperar a ver qué pasaría el martes en lugar de exponerse por las palabras de DiBartolo.
Pero el lunes a la mañana temprano, el tesorero de la Asociación Nacional del Rifle llegó a la oficina de Trent con cara de preocupación y unos cuantos papeles impresos.
—Mira estos números —le indicó—. Durante la última hora, han depositado en la cuenta administrativa general casi un millón de dólares: todas transferencias telefónicas, todas de entre cuarenta mil y cien mil dólares, todas de donadores desconocidos. El Fondo Internacional para la Libertad, la Fundación Sophia Aiello, Amigos de la Libertad, algo llamado la Compañía de Empresas Marítimas, media docena de ciudadanos individuales de la Unión Europea, más dos cuentas del Caribe que pueden estar ocultando a cualquiera. ¿Acaso pasaste un buen fin de semana y no me contaste? Ninguno de estos donadores se contactó con nosotros para obtener la información de la cuenta. ¿Cómo voy a manejar esto?
—Pasé un fin de semana horrible, gracias, y supongo que la semana va a ser aun peor —dijo Trent fríamente mientras se ponía de pie—. Asigna el dinero a Educación y Extensión. Vamos a gastar mucho en las próximas veinticuatro horas. ¡Kenneth! —gritó dirigiéndose a la oficina externa.
Su ayudante administrativo llegó corriendo.
—¿Sí?
—Convoca al consejo. Tenemos trabajo que hacer.
La convocatoria enviada por correo electrónico funcionó perfectamente. En la madrugada del martes, los primeros manifestantes por el Día de la Justicia ya estaban marchando hacia Washington, a bordo de una pequeña flota de ómnibus y aviones alquilados.
Los ómnibus convergían en el extremo oeste del Malí, arrojaban su cargamento humano en el Lincoln Memorial, y luego se dirigían a buscar más. Los organizadores de la marcha agrupaban a los recién llegados de a doscientos o trescientos y los llevaban hacia el este por la avenida Constitución hasta el Capitolio. En su recorrido pasaban por las ventanas de la Casa Blanca, y muchos manifestantes abucheaban. Pero descontando eso se comportaban bien, y mientras los agentes de policía montados los observaban con atención y parecían muy ocupados hablando por sus radios, los manifestantes mantenían una distancia prudencial y no trataban de interferir.
A las ocho de la mañana, había más de diez mil personas fuera del Capitolio, arremolinadas sobre el pasto del extremo este del Malí, desde donde se veía la Corte Suprema a media cuadra de distancia. Para ese momento la procesión a lo largo de la avenida Constitución se había convertido en una corriente delgada pero sin interrupción, y las burlas y los gritos habían dejado paso a los silenciosos pero no menos elocuentes puños en alto y ademanes con el dedo del medio levantado. Los carteles y las pancartas que decían «¡Justicia ya!» y «¡Libertad ya!» no tardaron en llegar y enseguida se destacaron en toda el área del Malí.
Todas las calles laterales parecían tener al menos una patrulla de policía estacionada y vigilando, pero aún no se habían producido enfrentamientos. La marcha tomó a las autoridades por sorpresa y, aunque era obvio que les molestaba ver cómo crecía la multitud, no tenían una estrategia preparada para evitarlo.
Las cámaras se hicieron presentes desde el principio, algunas transmitiendo para los sitios que apoyaban a la Asociación Nacional del Rifle y otras pertenecientes a medios de prensa que cumplían con su deber, pero la marcha se convirtió oficialmente en un evento cuando dos de los cinco canales principales de noticias pusieron la historia en primera plana. Desde allí se distribuyó rápidamente a medios más pequeños, y los rumores corrieron aún más rápido por todo Washington: «Algo está pasando en el Malí».
Poco después de las nueve, el tránsito cerca del Lincoln Memorial se vio entorpecido por el tráfico matutino normal y por la cantidad de curiosos locales, por lo que la policía tuvo que intentar cerrar el puente Arlington Memorial. Casi inmediatamente, los seis oficiales cuyos vehículos formaban la barricada se encontraron atrapados en medio de más de mil manifestantes que desembarcaban de los ómnibus estacionados en el lado de Virginia del Potomac y casi tres veces más manifestantes que marchaban desde el Malí. Pero el inminente enfrentamiento nunca se produjo. Tras una rápida consulta con los cuarteles centrales, los vehículos que formaban la barricada rompieron filas rápidamente y, siguiendo el cambio de planes, comenzaron a dirigir el tráfico para que los ómnibus pudieran pasar.
Por lo general, los anuncios de la Corte Suprema se hacían a las diez de la mañana, y John Trent esperaba que para esa hora las dos cuadras de parque y calle que separaban las escalinatas del Capitolio de las escalinatas de los tribunales se llenaran completamente con su gente. Eso resultaba demasiado optimista había embotellamientos en todas partes y los pequeños atrasos se sumaban, pero no importaba. No se iba a hacer ningún anuncio ante cualquier posibilidad de que se produjera un disturbio. Sólo algunos organizadores sabían que no había sucedido nada inesperado, pero cuando CNN informó que el Servicio Secreto había sacado a los jueces de la ciudad, la multitud comenzó a abuchear.
¡Qué vacaciones ni vacaciones: no quisieron dar la cara! Gritó un hombre con boina militar. ¡Se fueron porque nos tienen miedo!
Los ómnibus siguieron llegando durante toda la mañana, y la parte del Malí al oeste de la calle 14 se había convertido en una zona de descarga de pasajeros y formación de la marcha. La caravana al este del Capitolio se transformó en una muchedumbre incontable que fluía hacia las avenidas Constitución e Independence, las calles que rodean el Malí. Por temor a que se produjeran incidentes, la policía local cerró ambas rutas de acceso al este de la calle 2. En pocos minutos, los manifestantes invadieron las dos avenidas.
Cuando corrió el rumor de que Breland estaba observando la marcha, empezaron a gritar «traidor… traidor… traidor…». Un periodista describió los cánticos como «tan fuertes que hacían temblar la Casa Blanca».
En el Capitolio, los ocupados organizadores de la marcha intentaban lograr una multitud mayormente paciente que ahora sumaba más de cien mil personas. Cuidando sus propios intereses, el Servicio de Parques Nacionales brindó asistencia inesperada al proporcionar un camión de agua y dos remolques con baños químicos. Finalmente, colocaron un podio en las escalinatas del Capitolio poco antes del mediodía, con parlantes inalámbricos distribuidos entre la multitud desde allí hasta la Corte Suprema.
—¿Qué quieren?
—¡Libertad ya! —respondieron los manifestantes, como les habían indicado los organizadores de la marcha. Al mismo tiempo, agitaban sus carteles y pancartas en el aire.
Un momento después, la gente que estaba más cerca de la Corte Suprema respondió:
—¡Justicia ya!
—¿Para qué están aquí?
—¡Justicia ya!
El eco de las voces rebotaba contra los muros de mármol.
—¡Libertad ya!
El sonido de las voces sacudió la calle congestionada.
Mientras los cánticos seguían, John Trent se bajó del asiento trasero del Cadillac azul estacionado del otro lado de las barreras y comenzó a caminar hacia el podio. Con la ayuda de unos diez organizadores encubiertos que estaban esperando su llegada, la gente lo vio y lo reconoció, y comenzaron a aplaudir mientras se apartaban para dejarlo pasar. Cuando llegó a las escalinatas, todas las cámaras y casi todos los ojos estaban sobre él, y mientras subía por las escaleras hasta el podio los cánticos se convirtieron en vítores. Trent extendió las manos para pedir silencio y luego se inclinó hacia el micrófono.
—Ésta es la nación más poderosa sobre la faz de la Tierra —dijo, arrancando una ovación de aprobación entre su audiencia—. Ésta es la nación más poderosa en la historia de la civilización humana —prosiguió y se detuvo. La ovación fue aún más fuerte que la primera—. Yo amo este país —dijo, impostando la voz. La multitud se desbordó, alzando sus voces sin interrupción durante más de un minuto en respuesta a las palabras conmovedoras de Trent—. Esta ciudad no es lo que hace que Norteamérica sea tan poderosa. Estos edificios no hacen a Norteamérica poderosa. Son ustedes, el pueblo norteamericano, lo que nos hace poderosos.
Todos se aplaudieron a sí mismos con entusiasmo, mientras los últimos en llegar continuaban apiñándose en los extremos de la multitud.
—Y el contrato que tenemos entre nosotros es lo que nos hace poderosos. El contrato que nos permite reunimos hoy aquí, sin que nos molesten. El contrato que nos permite expresarnos libremente, sin censuras. El contrato que promete libertad, sin obstáculos. El contrato que nos brinda justicia, inexorable.
»Este contrato, esta Constitución, que garantiza nuestro derecho de defendernos a nosotros mismos, a nuestras familias y a nuestra nación de nuestros enemigos.
Hizo una pausa y recorrió la multitud con la mirada.
—¿Qué es lo que quieren?
—¡Libertad ya! —gritaron.
—Asegúrense de que los oigan ahí adentro.
—¡Justicia ya!
—¿Para qué están aquí?
—¡Libertad ya!
—¡Qué los oigan!
—¡Justicia ya!
Trent señaló la Corte Suprema.
—En ese edificio hay nueve jueces que parecen tener problemas para entender nuestro contrato. —Hubo un abucheo, pero Trent no se detuvo para alentarlo—. Parece que tienen problemas para entender que los que crearon esta nación fueron ciudadanos armados, y que fueron los ciudadanos armados los que la forjaron y preservaron durante casi doscientos cincuenta años. Parece que están confundidos por el lenguaje simple de la Segunda Enmienda, que apuesto a que todos ustedes conocen de memoria.
Fue un tanto discorde, pero emocionante. Las cámaras hicieron un planeo de la gente, de rostros solemnes recitando las palabras de la Segunda Enmienda.
—La buena noticia es que hay mucha gente en ese edificio que sí entiende —prosiguió Trent—. Y en este momento quisiera presentarles a algunos de nuestros amigos. —Se dio vuelta, miró hacia un grupo de congresistas que descendían las escalinatas hacia el podio, y comenzó a aplaudir.
La gente aplaudió más que nada por compromiso, pero no importaba: ese momento era crucial para los medios. Cuatro senadores y cinco diputados. Siete hombres y dos mujeres. Tres demócratas, cuatro republicanos y dos progresistas. Seis blancos, dos negros y un asiático. Norteamérica en un microcosmos. «Los cuatrocientos mil dólares mejor gastados de mi vida,» pensó Trent.
Le estrechó la mano a cada uno y luego llevó al senador Gil Massey al podio.
—John Trent tiene razón: éste es un gran país. ¡Y John Trent es un gran norteamericano! —exclamó Massey, con el rostro iluminado por el aplauso que provocó—. Vine aquí hoy para decirles que, como miembro de la minoría principal del Comité Judicial del Senado, voy a presentar un proyecto de ley para prohibir el Gatillo ahora y para siempre…
Sus palabras se perdieron en un calidoscopio de voces de júbilo que superó todas las ovaciones anteriores.
Aprovechando su anzuelo, Massey repitió en cuanto tuvo oportunidad:
—Repito: ¡prohibir el Gatillo ahora y para siempre! No importa el veredicto de los altos tribunales. ¡Este aparato es antinorteamericano! Lo que dice es: «Vecino, no confío en usted». Dice: «Ladrón, violador, asesino, atrápeme, quiero ser su próxima víctima». Bien, yo digo que es una locura. Yo digo que esas cosas pertenecen al fondo del puerto de Boston con el té del rey. ¡No las necesitamos!
Trent aplaudió sonriente las otras ocho invocaciones patrióticas ocasionales, y luego volvió a ocupar el podio, con los congresistas formando un semicírculo detrás.
—¿Están dispuestos a ayudar? —preguntó a la multitud—. ¿Van a mantener vivo este recuerdo cuando vuelvan a sus hogares esta noche? ¿Van a seguir lo que suceda en Washington mientras cumplen con su rutina diaria? Porque el senador Massey los va a necesitar. El diputado Baines-Brown los va a necesitar. Yo los necesito. Será una lucha encarnizada. Con Breland en la Casa Blanca, este proyecto de ley va a necesitar un amplio apoyo, a prueba de vetos. ¿Van a ayudar a conseguir ese apoyo?
Hubo una ovación afirmativa, y en cuanto comenzó a decaer, entre la multitud alguien empezó a cantar a viva voz:
«Dios salve a Norteamérica, mi amada patria…»
El que cantaba era uno de los organizadores encubiertos, pero igual, en el estribillo final, a Trent le corrió un escalofrío por la espalda, y se le hizo un nudo en la garganta.
Más tarde, cuando la ciudad y los ómnibus lentamente comenzaron a reabsorber el gentío, llegó el turno de las entrevistas: una seguidilla que parecía interminable, comenzando con la eminencia de los noticieros, Bill Moyers, de ABCDisney. Finalmente, Trent encontró la oportunidad de escapar de la mirada del público, sacarse la máscara y celebrar tranquilo. Eligió una habitación privada en la tranquila posada Mondrian de Alejandría como lugar, y a su camarada María Néstor como compañía.
—Estuvo hermoso —comentó ella cuando lo saludó con un beso en la mejilla—. Montaste un espectáculo fantástico.
El perfume de Maria permaneció en la nariz de Trent hasta que ella llegó a la silla y se sentó.
—Tú hiciste el trabajo más pesado —repuso Trent mientras le servía un vaso de vino—. No puedo estar más conforme. ¡El senador Massey! Fue un golpe maestro. Y qué linda la fila de maniquíes que acompañaba.
—Me encanta volver a mi zona conocida. La Corte es difícil de amedrentar y más difícil de comprar. Pero el Congreso es corrupto. —Maria se rio—. Si lo sabré yo.
Para cuando terminaron la deliciosa cena de cinco platos y dejaron bien revueltas las sábanas de la enorme cama, el Malí ya estaba vacío. Una ciudad del tamaño de Madison, Wisconsin (quizás incluso de Riverside, California) había aparecido de la noche a la mañana en el medio de Washington, había pasado el día en el parque para luego retirarse en silencio, sin un solo arresto y con sólo algún que otro porro pisoteado como testigo de su presencia.
«Ojalá el mensaje haya llegado a quienes tenía que llegar», pensó mientras se volvía a subir al Cadillac y le indicaba al chofer que arrancara. «Esta vez, nos basta con que nos hayan escuchado. Por esta vez. Esta vez, dejamos las armas en casa. Por esta vez. Presten atención; reúnan las piezas: puedo poner a doscientas mil personas en la puerta de entrada en cualquier momento que sea necesario. Y no querrán hacer que sea necesario».
Sabiendo que la sentencia se iba a dar a conocer a la mañana, Trent ya había hecho planes para pasar la noche en Washington, así que podía aparecer frente a las cámaras otra vez. Pero al parecer había alguien más que también estaba pensando en el Malí vacío. Cuando el auto de Trent se aproximaba al Hotel Americana, Lancaster lo llamó para ponerlo sobre aviso:
—Escucha bien: van a anunciar la sentencia a las ocho de la noche. Yo estoy en camino hacia allá: nos avisaron con veinte minutos de anticipación.
—¿Dijeron algo sobre el horario? —preguntó Trent.
—Dijeron que se atrasó desde esta mañana por un problema de las impresoras —protestó secamente.
Al ingresar en el acceso al hotel, Trent y su chofer permanecieron sentados en el auto. Con un ademán indicaron al portero que se retirara, y se pusieron a escuchar las noticias por Iridium Ohio. Había cuatro opiniones distintas, dos firmadas por la misma persona. El resultado fue de cinco votos contra cuatro, que anulaban el fallo del Tribunal de Distrito de Washington.
Trent notó con sumo interés que el voto del juez Joseph Anthony Perry pertenecía a la minoría.
—Bastardos —protestó Jerry golpeando el volante con la mano—. Nos lo refriegan en la cara. Nos podrían haber dado unas horas más para disfrutar lo que pasó hoy.
—Los malos nunca descansan —agregó Trent, que no había compartido con su chofer el beneficio de enterarse de la noticia antes—. Bueno, no hay razón para quedarnos en la ciudad ahora. Vayamos a casa, Jerry. A Fredericksburg, no a Fairfax. Estoy pensando en darme el gusto de ir a pescar en el Rappahannock mañana.
La camioneta Ranchero roja los siguió todo el camino desde el Hotel Americana hasta la ruta interestatal 395, incluso cuando pasaron por el Cementerio Nacional de Arlington que Jerry incluyó en el recorrido solamente para ver qué interés tenía en ellos el conductor de la camioneta. El conductor pareció tan interesado en ellos que ni se fijó en el cementerio, y Jerry se preocupó tanto que lo mencionó.
—Pueden ser los medios, supongo —dijo Trent mirando hacia atrás. El atardecer se fundía en la noche, y no se veía nada excepto dos pares de luces: luces altas arriba, faros antiniebla debajo, que daban la vaga impresión de pertenecer a un vehículo deportivo—. Me oculté de los medios desde antes de que se anunciara el veredicto.
—No es realmente el tipo de vehículo que usan los medios, señor Trent. Más bien parece un vehículo de los que causan problemas. Debería llamar a seguridad para que nos mande una escolta, y ahora tendríamos que dirigirnos a Fairfax así la escolta nos alcanza antes.
—A ti te gusta manejar rápido, ¿no es así, Jerry? —preguntó Trent, recostándose en el respaldo—. Así que sigue acelerando.
El conductor le hizo caso y aceleró el Cadillac a ciento veinte kilómetros por hora.
—Se quedó atrás, pero todavía está ahí.
—Quizá sólo quiere saludarme —dijo Trent, y ahogó una risa—. O quizá formó parte de la marcha y no le dieron el dinero para los viáticos.
—Me sentiría más tranquilo si llamáramos a una escolta, señor.
—Si aún está ahí cuando tengamos que dejar la ruta 95, entonces me voy a preocupar.
Pero en cuanto pasaron Quántico, la camioneta roja se puso justo detrás de ellos y comenzó a acelerar. Jerry respondió acelerando más el gran Cadillac y ensanchando la distancia de nuevo. Pero, minutos después, se topó con dos autos que disimuladamente bloqueaban el paso en un tramo tranquilo entre Stanford y Falmouth. La camioneta venía detrás acelerando para encerrarlos: un furgón adelante, un coupé negro a la izquierda, el vallado y la zanja a la derecha, y la Ranchera atrás.
—Hijo de puta —gruñó Jerry—. Yo tendría que haberlo visto… —Trent oyó el ruido del cierre de Velero que se abría: Jerry levantó el almohadón del asiento del acompañante y de adentro sacó una Beretta ACP de 45 milímetros—. Sujétese, señor Trent. Creo que vamos a tener que jugar a los autos chocadores.
—Espera —dijo Trent—. Quizá se trate de unos pendencieros que ni sepan quiénes somos.
—Mejor, señor Trent. Creo que debería agacharse.
—No hay bolsa de aire en el piso, Jerry.
—No pienso chocar, señor Trent.
—No es tu forma de manejar lo que me preocupa, sino la de ellos.
En ese momento, el comunicador de Trent comenzó a sonar en modo local. Al mismo tiempo, la ventanilla del vehículo que tenían a su lado comenzó a bajar, y apareció un hombre joven que, riendo, levantó su propio comunicador, se lo llevó a la oreja y gesticuló. Fue fácil reconocer la cabeza rapada y las prominentes patillas del joven, así como la risa entrecortada que Trent oyó cuando respondió la llamada.
—Eh, ¿tienen mostaza?
Bowman… La ira que sentía contra el comandante de los Puños Patrióticos hizo que el nombre le saliera con un gruñido.
—¿No tienes? ¡Quizá si buscas entre tus calzoncillos encuentres un poco! ¿Qué tal estuvo eso, señor Presidente?
—Me alegra poder divertirte. ¿Deseas algo más?
—Sí, tenemos que hablar de algunas cosas. Haz que tu muchacho tome la primera salida, encontraremos un lugar tranquilo. —La comunicación terminó cuando la ventanilla del coupé se levantó y el vehículo se adelantó.
—¿Tenemos un problema aquí o no, jefe? —preguntó Jerry.
—¿Además del hecho de que Bob Bowman esté la mitad del tiempo drogado y todo el tiempo paranoico? Probablemente no.
—¿Qué quiere que haga?
—Síguelos cuando tomen la primera salida. Pero no seas demasiado confiado.
Tras algunos minutos de andar por las calles sinuosas de las afueras de Fredericksburg, el auto que lideraba la caravana se metió en un parque y embarcadero desiertos al costado de la ruta sobre la orilla del Rapidan, pasando Fox Run.
—Por un segundo pensé que íbamos a terminar en el embalse —comentó Jerry mientras apagaba el motor—. ¿Quiere la pistola?
Trent negó con la cabeza.
—No, sólo quédate en el auto y actúa con naturalidad. Ya tengo un problema de credibilidad lo suficientemente grave con este tipo como para encima agregar otro más.
Cuando se bajó del auto, Trent se sorprendió por un momento al ver otras caras familiares. El conductor de la Ranchero era Mel Yost, el editor de Crímenes de guerra de Washington, un boletín de la Resistencia Norteamericana. En el furgón había llegado al encuentro Zachary Taylor Grant. Era el fundador de la milicia Hedgehog: un hombre alto y de barba, que vestía pantalones camuflados, un chaleco de la artillería y una cadena en el cuello, de la que pendía una enorme cruz de plata que nunca se sacaba.
—Te dimos un buen susto en la ruta, ¿no, Johnny? —se burló Grant con una carcajada—. Te podríamos haber hecho bang bang. Sólo para ir ensayando. Tienes suerte.
—No deberían provocar a mi chofer como lo hicieron —dijo Trent—. Le encanta la oportunidad de doblar algunos metales. ¿De qué se trata todo esto?
—Bien, fuiste muy amable en invitarnos a todos nosotros a tu casa para decirnos lo que creías que debíamos hacer. Y simplemente queremos retribuirte tu amabilidad.
—Lindo lugar eligieron —replicó Trent.
—Vamos, no lo dilatemos mucho —dijo Bowman, titubeando nervioso—. El próximo satélite de la SRA va a pasar por sobre nosotros en once minutos. Pongámonos bajo los árboles, carajo. El sonido viaja por el agua.
Sin esperar aprobación, Bowman se encaminó hacia los árboles. Yost lo siguió con una linterna de bolsillo, mientras Grant se puso al lado de Trent:
—Johnny, una de las cosas que quería saber es hasta qué punto fue en serio todo ese espectáculo que montaste hoy.
—Fue en serio.
—¿De verdad? ¿No fue sólo una pantalla para encubrir tu rencor? ¿O realmente esperas que los mismos villanos que aprobaron los proyectos Brady I, Brady II, la fea prohibición de armas, el registro nacional y la ley de responsabilidad civil de Stoke-Williams vengan a rescatarte? Ves, me convertiste en un mentiroso.
En ese momento llegaron hasta donde estaba Bowman y oyeron el ruido de orina contra el tronco de un árbol.
—Eres un idiota, Bob, ¿dónde tienes la cabeza? Ahora van a saber que estuviste aquí —exclamó Grant.
—¿Qué? No hay ADN en la orina, ¿no? La puta madre…
Grant se rio con ganas al ver cómo el hombre más joven trataba desesperadamente de cortar el chorro y subirse el pantalón.
—Echaste todo a perder, Bob. Ahora no podemos matar a Johnny.
—Eres un cruel de mierda, Zack —dijo Yost—. Bob, no le hagas caso. No hay ADN en la orina a menos que te hayas masturbado en los últimos veintiún días.
—Dios mío —dijo Bowman, y Grant se rio aún más fuerte.
—Supongo que eso significa que te debo un favor, Bob —afirmó Trent a la ligera—. Zack, me están esperando. ¿Podemos ir al grano antes de que pase ese satélite y saque fotos de nuestros autos juntos? ¿De qué se trata todo esto?
Yost se acercó para responder:
—Queremos darte la posibilidad de que te unas a nosotros, ahora que perdiste el juicio. Vamos a trabajar juntos en una nueva estrategia, un poco más directa.
—Mucho más directa —corrigió Bowman, e hizo el ademán de sacar un arma y «disparar» a la oscuridad—. Me cansé de esperar. En el medio de los ojos, a todos esos traidores de mierda.
—¿Por qué a mí? —preguntó Trent.
—Hay dos razones, Johnny —contestó Grant—. Porque nos resultarías útil: tú eres nacional, nosotros somos locales; tú eres respetable, nosotros no queremos serlo; tú tienes buenas conexiones, nosotros no iríamos a ningún club que nos aceptara. Y la segunda razón: porque la conspiración te acaba de patear en la cara, así que ahora sí te queda muy claro que ellos no van a dejar que eso suceda.
—No puedes vencerlos si juegas con sus reglas, porque ellos tienen el juego arreglado. Como en Las Vegas, sólo que peor —aseguró Yost—. Así que vamos a jugar con nuestras reglas.
Trent frunció los labios.
—Si les pregunto qué tipo de blancos tienen en mente, ¿eso afectará mi condición aquí?
—Tengo una pequeña lista: nadie los va a extrañar —canturreó Bowman.
—No, Johnny. Tú estás al mismo nivel que nosotros —respondió Grant—. Pero antes de decirte, quiero que sepas que tu respuesta cambia las cosas. ¿Hay algunos blancos que estarías dispuesto a aprobar y otros que no? En ese caso, estarías entrando en el momento justo. Tenemos un ambiente lleno de blancos, y muchas decisiones que tomar.
Por primera vez desde que la Ranchera había aparecido en el espejo retrovisor, a Trent lo invadió un sentimiento de peligro. No confiaba del todo en que la respuesta equivocada no lo dejaría boca abajo en el Rapidan, así que trató de no responder nada.
—Lo voy a tener que pensar, muchachos.
Grant frunció el ceño y movió la cabeza.
—No creo que podamos hacer eso. Es como dijo Bob. Estamos cansados de esperar.
—No entiendo cómo no estás más enojado, mierda —exclamó Bowman, pateando una piedra—. Hombre, tendrías que estar saltando de alegría por la oportunidad que te estamos dando. ¿Por qué no lo estuviste pensando? Yo sí lo pensé. Nosotros vamos a hacer algo y no precisamente como todo ese despliegue demagógico que hiciste hoy. Quizá tú no quieres ganar realmente. O quizá no seas más que un cobarde de mierda.
—Eh, Bob, ¿cuánto falta para que pase el satélite? —preguntó Grant.
—¿Qué? —Bowman miró su reloj—. La puta madre… —Empujando a Yost para pasar, corrió hacia el estacionamiento.
Grant y Yost lanzaron una risita burlona hacia Bowman.
—Sé lo que estás pensando, Johnny: está totalmente trastornado. Pero tiene un buen acceso a los juguetes —explicó Grant—. ¿Cuál va a ser tu respuesta, John? ¿Estás con nosotros o no? Vamos a hacer un poco de ruido, eso te lo prometo.
—Entonces van a necesitar que yo siga haciendo lo que hago —dijo Trent en un impulso—. Perfil alto, puertas abiertas, la voz de la razón, buen ciudadano que encaja en el sistema. Es la mejor pantalla que pueden tener. Sé que suena brusco, pero si algo sale mal y los federales bajan a Bob Bowman, él es reemplazable, y el público piensa que está bien, que era sólo un loco suelto. Si algo sale mal y bajan a John Trent… Bueno, no puedo correr ese riesgo a menos que esté en juego algo realmente importante. Y no creo que hayamos llegado a ese punto todavía. Lo que no significa que no les vaya a desear que tengan suerte.
Luego contuvo el aliento.
Grant y Yost se miraron por un momento.
—Está bien, John —dijo Yost, y le extendió la mano—. Tú les diste un golpe con altura, nosotros les daremos un golpe bajo… y buena suerte para ti también. No volverás a saber de nosotros.
Trent sintió un cosquilleo que le recorrió la espalda hasta que llegó al estacionamiento. Una vez que se sintió seguro dentro del auto, un sudor frío le empezó a correr por todo el cuerpo.
—Salgamos de aquí, Jerry.
—¿Qué pasó?
—Mejor ni preguntes, Jerry. —Se acomodó en su asiento, sin saber si las manos le temblaban por el miedo o porque, pese al miedo, a la repulsión y al desprecio, una parte de él se había tentado.