17: Alquimia

Registro interceptado por la Agencia Nacional de Seguridad

Clave de búsqueda 00062883 Acierto: A3H07HB Audiencia: 99% Clasificación: poema popular, derivado Remitente: anónimo Propagación: toda la red

Lo fantástico de los Gatillos

es que son una fantasía.

Adentro tienen chucherías

afuera tienen mucho brillo.

Cuando las bombas hacen ¡bum!

y las municiones hacen ¡pum!

es algo muy divertido,

pero lo más maravilloso de los Gatillos

es que yo tengo el ÚNICO.

Los principales miembros del equipo del Anexo —Karl Brohier, Leigh Thayer, Jeffrey Horton y Gordon Greene— viajaron hasta Washington para asistir a la presentación del Gatillo. Todos excepto Brohier estuvieron presentes en el discurso de Breland, como invitados del Presidente. De hecho, si Brohier no se hubiera opuesto en nombre de ellos, Breland habría aprovechado la oportunidad para felicitarlos en público por ser los inventores y presentarlos a los miembros del Congreso y al mundo.

—Todavía no quieren convertirse en celebridades —dijo Brohier durante un almuerzo en la Casa Blanca el día anterior.

—No está disfrutando de la comida, Karl —le dijo Gordie desde el extremo opuesto de la mesa—. Estoy seguro de que soy la primera persona de mi barrio que alguna vez logró sentarse en este restaurante.

—Créame, doctor Greene, lo entiendo. Sé cuan seductor puede ser estar sentado aquí, en este lugar que antes sólo existía para usted en la televisión. Es divertido que a uno lo inviten a tomar el té con el Presidente, ¿no es cierto? El solo hecho de estar en su compañía lo hacer sentir alguien importante. Por supuesto, no se es realmente alguien hasta que venir aquí se convierte en un hábito.

Hasta el Presidente se rio del comentario.

—Todavía tenemos mucho por hacer, y ser el centro de atención no lo hará más fácil. Los fundamentos teóricos aún están pendientes. No nos merecemos ser el centro de atención. No tenemos buenas respuestas para preguntas importantes. Todos ustedes pueden pensar en pares que se olvidaron de tener las cosas en claro antes de comunicarle sus hallazgos a la prensa. Les aseguro que el país, el mundo, se enterará en breve de quiénes somos. El archivo de Jeffrey anda circulando por allí. La patente secreta está registrada. Y lo publicaremos. Ninguna otra persona va a merecer los aplausos —o los abucheos— por su descubrimiento.

»Sin duda, no le pediría a ninguno que rechazara la oportunidad de estar aquí. Pero esta semana, por favor, acepten mi consejo, y córranse un poco a un costado. El Presidente es lo suficientemente generoso como para darnos esa oportunidad; creo que él entiende que podemos llegar a ser el centro de atención pero no por algo positivo. —En silencio, Breland alzó la copa en ese momento—. En poco tiempo más, sabremos si somos héroes o malhechores.

Siguiendo las sugerencias de Brohier, dieron un paso al costado y no sintieron que fuera demasiado sacrificio. Habían sido agasajados en privado por la Casa Blanca y por Aron Goldstein en su propiedad; Grover Wilman les había dado la bienvenida en Razón sobre la Locura y un general de cuatro estrellas los recibió en el Pentágono. Disfrutaban de tener a su disposición a los chóferes del gobierno y de los hoteles de cinco estrellas y de que la secretaria del Presidente pudiera conseguirles cualquier tipo de entrada o reservación sin ningún problema.

Brohier se quedó en Washington lo suficiente como para dar una fiesta del Anexo Terabyte en la suite de su hotel la noche del discurso de Breland. Un tanto ebrio por el champagne, elogió a los miembros de su equipo efusivamente, hizo varios brindis en su honor y recitó unos versos picaros. A la mañana siguiente, volvió a Princeton.

Los otros se quedaron en Washington, tentados por la oferta de Breland de permitirles acceder a cualquier monumento histórico que eligieran. Para Gordie, eso significó poder visitar la Sala de Situación de la era de la Guerra Fría y una recorrida minuciosa, después de que se cerrara al público, del Museo Smithsonian. Horton eligió recorrer la Casa de la Moneda y la posibilidad de ver una puesta del sol a través de los vitrales de la Catedral Nacional. Lee pasó todo un día revolviendo cajones y muebles, con los curadores de paleontología junto a ella.

—El camino no explorado —explicó, y los otros parecieron comprender.

Más allá de adonde fueran durante el día, siempre veían el noticiario juntos a la noche, por lo general en la habitación de hotel de Horton, para ver qué habían provocado con su descubrimiento. La semana posterior al incidente en Cabrini Green, se hicieron media docena más de allanamientos y rastreos con el Escudo de Vida. Todos fueron cuidadosamente seleccionados para mostrar a los villanos más despreciables e incuestionables, la más increíble ostentación de autoridad civil, la mayor amenaza a inocentes, la mayor posibilidad de una victoria y la mejor oportunidad para que todo fuera registrado por los medios.

En Roswell, al norte de Atlanta, la policía barrió una fábrica de drogas, y juntó más de una docena de armas automáticas. Cerca de South Bend, Indiana, un enclave anarquista blanco se rindió después de que la unidad Escudo de Vida desarmó a los guardias que lo custodiaban e hizo explotar un círculo de minas y de trampas explosivas. En Brooklyn, la casa de una banda de Chicago se incendió, y expulsó a sus ocupantes desarmados a la calle y a las manos de la policía, que esperaba afuera.

Nueve rehenes fueron liberados sanos y salvos después de un asalto a un Banco en Amarillo, Texas, cuando el arma de los ladrones se incendió en sus manos. Una operación del FBI desbarató el intento de un grupo separatista de Quebec de construir bombas para los trenes que pasaban por el paso Sarnia y el túnel Coleman Young, las principales vías ferroviarias que conectaban ambos lados del río Detroit.

Sorprendentemente, los informes diarios los dejaban a los tres menos y menos satisfechos con su obra, en especial el último, en el que murieron once separatistas. Después de que Horton apagó el televisor, miró a Lee y a Gordie, y puso en palabras lo que ambos estaban pensando.

—Es bastante duro, ¿no les parece? —dijo con seriedad—. Bastante problemático. Sería tanto mejor si encontráramos la manera de que los explosivos se extinguieran como las cargas de proyección. No quiero que nuestro Bebé siga matando gente.

—¿Se acabaron las vacaciones, jefe? —preguntó Gordie.

—Se acabaron —contestó, asintiendo con la cabeza.

Para el mediodía del día siguiente ya estaban de regreso en el Anexo.

Era inevitable, todos los que formaban parte de Sombrero de Bronce entendían que en algún lugar, en algún momento, un Gatillo mataría a un civil inocente.

Era inevitable, todos coincidían, que cuando pasara por primera vez, los medios le darían una cobertura que llegaría a la saturación y le ofrecerían a cualquier crítico mínimamente creíble todo el tiempo que él o ella quisiera para arremeter contra Breland y su política del Escudo de Vida.

Pero ninguno se daba cuenta exactamente de cuan terrible sería el desastre, porque ninguno tuvo la capacidad de prever una tragedia tan fácil de evitar y dolorosa como el hundimiento del Mutual Fun.

Durante alrededor de tres años, la guardia costera de los Estados Unidos había intentado, con poco éxito, poner fin a un problema de piratería a lo largo de la costa media del Atlántico y sus bahías internas y vías fluviales. Había habido más de cuarenta incidentes desde Absecon hasta Hilton Head, en la mayoría de los casos con vehículos deportivos. Parecía haber al menos tres grupos criminales que operaban en territorios superpuestos, que abordaban pequeños yates de motor con camarote o los engañaban enarbolando banderas que indicaban dificultades, y luego destruían sus radios, averiaban los motores y los despojaban de los objetos de valor. Aún no había sido atrapado ninguno de los bandidos, que jugaban con una ventaja de algunas horas o hasta días antes de que sus delitos fueran descubiertos.

—Pero la vigilancia creciente de las autoridades había tenido una consecuencia inesperada. Últimamente, y de una manera siniestra, muchos botes habían simplemente desaparecido, secuestrados o hundidos, y sus ocupantes, los únicos testigos, eran ahogados. Y una vez que cruzaron la línea de delito contra la propiedad y asesinato, nada era impensable. El único sobreviviente de un ataque de ese tipo, rescatado después de dieciocho horas en el agua cerca de la boca de Chesapeake Bay, informó que su esposa y una amiga de ésta habían sido tomadas por los piratas, quienes insinuaron perversamente que someterían a sus cautivas a tormentos sexuales.

Esa espeluznante historia encendió a los canales de noticias con mayor fuerza que todos los incidentes previos combinados, y forzó los esfuerzos ya en marcha de la industria de barcos y de los puntos turísticos de la costa para alejar el peligro de su entorno. Así fue como el comandante Robb de la estación de Cape Charles propuso poner un Escudo de Vida a bordo de un barco rastreador y usarlo así como cebo y como punto de control flotante.

—Cuando uno lo analiza, ve que la razón por la que no hemos podido encontrar a ninguno de los piratas es que se esconden a plena luz del día, como gente con aspecto común con barcos comunes, y hay demasiados barcos en una extensión de agua demasiado grande con una costa demasiado extensa como para que podamos patrullarla toda —había explicado al comandante de la guardia costera—. Para los piratas es mucho más fácil rastrearnos a nosotros que nosotros a ellos. Pero sabemos que están bien armados, y todos los dueños de barcos saben que las armas de fuego están prohibidas en el agua. Si jugamos el juego de los piratas, y nos instalamos en las zonas de intenso tráfico, finalmente atraparemos a los piratas cuando vienen o se van.

—Primero intente que ellos vayan detrás de usted —había ordenado el comandante, al darle su aprobación.

Robb se había atenido a las instrucciones, pero sólo en la letra, y no en el espíritu. Con once actos de piratería no aclarados solamente en la bahía, no tenía la paciencia de aguardar semanas o meses vigilando con un solo barco rastreador equipado con el Gatillo. Mucho mejor sería tomar el curso de acción más agresivo, y revisar secretamente cientos de botes por día.

Así que el rastreador Sea Me ancló una noche sin ser molestado cerca de Tangier Island en Pocomoke Sound (el lugar de uno de los hechos de piratería), y pasó otra noche en Mobjack Bay (donde había desaparecido el crucero Daddy’s Toy). Luego se dirigió hacia el canal navegable intercostero. Arrojó el ancla cerca del canal que se dirigía al sur, a la vista de Fair Port. Todo el tráfico que se encaminaba hacia el océano desde el Potomac o hacia el sur desde la bahía más arriba pasaba por esas aguas, por lo que estaba en un punto de control ideal.

El tercer barco que se acercó al Sea Me en los primeros minutos después que el Mark I fuera encendido fue un crucero deportivo Cross & Davisson de 10 metros que pertenecía a los corredores de Bolsa John y Jinx Morgenstern de Fredericksburg, Virginia. Cerca de los palacios flotantes que los piratas habían atacado, la modesta nave de los Morgenstern era un blanco poco probable. Tampoco tenían planes de dormir en el agua, puesto que ese viaje largamente planeado con viejos amigos terminaría en Virginia Beach antes del anochecer. Las posibilidades de que ellos se cruzaran con los piratas de Chesapeake eran, por lo tanto, pequeñas.

Pero como John Morgenstern era un hombre prudente, había tomado la precaución de agregar una pistola de bengala a las bengalas manuales a bordo del Mutual Fun. Y como John Morgenstern era un hombre ahorrativo, había recuperado un equipo de bengala Heckler & Koch de 37 milímetros de veinte años de edad del cobertizo para lanchas de su padre fallecido, antes que comprar un nuevo «lanzador de seguridad» a precio alto.

En el interrogatorio a puertas cerradas acerca de la muerte de los Morgenstern y de su amigo Thomas Welch, el comandante Robb admitiría que no había leído las instrucciones técnicas del Escudo de Vida antes de autorizar la cacería contra los piratas. Diría que aunque había ordenado una prueba con un bote «limpio» que llevaba bengalas y cohetes estándar de la guardia costera, no había pensado lo suficiente en la posibilidad de que podría haber otros barcos en la bahía que llevaran pirotecnia prohibida o pasada de la fecha de vencimiento.

Pero en el instante en que Mutual Fun alcanzó el límite del campo del Gatillo centrado en Sea Me, nadie en ninguno de los botes se dio cuenta del peligro que representaba la caja negra que Morgenstern había guardado en el armario para salvavidas detrás de él.

El único peligro en la mente de Morgenstern era una leve violación de la etiqueta si él tenía que bordear ese barco rastreador con el casco averiado con un giro de 25 nudos. Cuando buscaba con su mano derecha para poner los motores en marcha atrás la puerta del armario se abrió con una explosión, mostrando un violento fuego con aroma a magnesio.

Loretta Welch era quien estaba sentada más cerca del armario en ese momento. La sorpresa y una necesidad instintiva de huir del intenso calor la arrancó de su silla y la hizo chocar violentamente con Jinx, quien buscaba el extinguidor del barco. El choque llevó a Jinx hacia atrás y a Loretta a un lado del barco. Su grito fue silenciado por el agua que la cubrió.

La exacta secuencia de eventos posteriores nunca pudo ser determinada. Curiosamente, cuando el barco rastreador llegó a Cape Charles, se descubrió que los grabadores de vídeo que se activaban con sonido habían funcionado mal, con lo cual no había ningún registro oficial del accidente.

No obstante, los testigos a bordo de barcos cercanos informaron de una explosión que fue, en palabras de alguien, «completamente de Hollywood»: una oleada de dos pisos, púrpura y amarilla con toques de negro aceitoso, se elevó a treinta metros en el límpido cielo azul mientras los restos de pequeños pedazos de madera y de fibra de vidrio llovían sobre la bahía. Aun desde apenas cincuenta metros, no había nada que quienes estaban a bordo del Sea Me pudieran hacer, excepto avanzar y rescatar a una atónita Loretta Welch del agua, luego esperar a la búsqueda de la guardia costera y al helicóptero de rescate.

Cuando la noticia del incidente (todavía no relacionado públicamente con el programa Gatillo) llegó a la Oficina Oval, Nolby le suplicó a Breland que lo dejara pasar como un lamentable accidente.

—Se lo puede negar, completamente —insistió Nolby—. No hay razón para decirle a cualquiera que nosotros dimos la chispa que desencadenó esa explosión, y tenemos muchas para no hacerlo. Daños de responsabilidad, locos de las conspiraciones… en lugar de que la gente se sienta a salvo y tranquila, va a tener gente que tema cuando vea el símbolo del Escudo de Vida. Le ruego, Señor Presidente, si esta iniciativa significa algo para usted, deje las cosas como están. Este accidente será polvo de archivo en un día o dos.

—Hay una sola razón que usted parece no haber tomado en cuenta, señor Nolby: nos equivocamos. El comandante Robb obtuvo su Gatillo del Comando Conjunto en lugar del centro distribuidor del FBI, y no recibió el tipo de informe de riesgo que debería haber recibido. El rastreador no llevaba ninguna indicación externa, el punto de control no fue anunciado, y esa gente no recibió ninguna advertencia de que estaban navegando en una zona controlada por el Gatillo. Cuando usted lo analiza, esto fue un ataque no provocado por elementos de los servicios uniformados norteamericanos contra ciudadanos inocentes. ¿Usted espera seriamente que yo pase por alto eso?

—Usted puede disciplinar a los responsables sin poner su propio cuello en la soga. Todo puede hacerse silenciosamente.

Breland miró al secretario de la presidencia con una mirada helada.

—Richard, ¿usted tuvo la impresión de que yo pensaba que proteger al pueblo, es decir, a mis jefes, de la verdad era parte de mi trabajo?

—Para servir un bien mayor, a veces sí.

—¿Y qué bien hace combinar un error con una mentira?

—No le pido que mienta. Le pido que se muerda la lengua.

—¿Es ésa una distinción moral válida para usted, señor Nolby? ¿Es así como funciona su calculadora moral? ¿Y por qué yo debería pensar que el secreto se va a mantener como tal?

—Está bien mantenido por el momento, señor Presidente.

—Sólo si usted supone que todos los que saben o sabrán son amigos de esta administración y del Escudo de Vida. ¿Usted puede asegurarme que eso es así?

—No, señor —dijo Nolby con un suspiro.

—Entonces lo único que hace la mentira es duplicar el daño de una revelación posterior, y duplicar la tentación de hacer esa revelación. «¿Qué sabía usted, señor Presidente, y cuándo lo supo?» Si me arrojan a ese pozo de alquitrán, jamás podré salir —dijo Breland—. Dile a Aimee que organice una conferencia de prensa para las cinco. Si su conciencia no puede soportar tanta honestidad, puede dejar su renuncia en mi escritorio para las cinco.

—No me expliqué correctamente, señor Presidente. Discúlpeme —dijo Nolby ceremoniosamente—. Avisaré a Aimee.

La mañana siguiente, con el nombre de Loretta Welch en la boca de millones y su rostro en decenas de canales, los abogados que representaban a la Asociación Nacional del Rifle fueron al juzgado del Distrito de Columbia para declarar inconstitucional la tecnología conocida como Escudo de Vida.

—«… en manos del gobierno, esta tecnología representa una violación prima facie de las garantías de la Segunda Enmienda; en manos del ciudadano común, representa una seria amenaza a la vida, la libertad y el orden público» —leyó la procuradora general Doran Douglas de la pantalla de su comunicador—. «Los demandantes solicitan que esta corte ordene un inmediato interdicto de cualquier otro uso eventual de esta tecnología; además, la destrucción y el desmantelamiento de todos los ejemplares existentes de esta tecnología; y finalmente, una prohibición permanente de la manufactura, propiedad y venta u otras transferencias de los planos, especificaciones, componentes o ejemplos operacionales de esta tecnología».

Luego dejó el aparato y miró a través de la mesa al Presidente.

—Me sorprende un poco que no hayan pedido que usted y su gente reciba un lavado de cerebro.

—¿Quién dice que han terminado? —preguntó Breland con ligereza—. ¿Saben si la Asociación Nacional del Rifle está haciendo algún tipo de acercamiento por la puerta de atrás en anticipación a esta denuncia, algún intento de abrir un diálogo o una negociación?

—No —dijo Douglas—. Pero tampoco hicimos ninguna clase de acercamiento a ellos antes de sus anuncios la semana pasada.

—Supongo que ellos fijaron así el tono de la discusión —dijo Breland—. ¿Qué piensa que buscan realmente?

—Pienso que realmente quieren todo —dijo Douglas, acercándose un café—. Están proporcionándole asistencia legal a Loretta Welch para un juicio de muerte accidental. Y me dijeron que han contactado a la Oficina de Patentes. Pienso que podemos esperar algún tipo de acción contra la patente del Gatillo, que de todas maneras pende de un hilo.

—Quieren una máquina del tiempo —dijo Breland—. Quieren que todo esto desaparezca.

—Idealmente sí, señor. Aunque no me imagino que realmente esperen conseguir todo lo que piden. La corte tendría que destruir la Primera Enmienda para concedérselo.

—Puede ser que estén dispuestos a hacer ese intercambio —dijo Breland—. ¿Cómo sigue esto?

—Una audiencia el martes próximo sobre la solicitud de interdicto. Eso será ante la jueza Virginia Howarth, una nombrada por Engler, aunque con una mente más equilibrada de lo que eso hace pensar.

—¿Predicciones?

—Creo que ella rechazará la solicitud de interdicto, pero aceptará el resto del caso para una audiencia ante el panel completo.

—¿Cuánto tiempo llevará eso?

—Podría llevar tres meses si va por la vía rápida o, de lo contrario, tres años. Con el atraso que hay en este momento, no existen muchas posibilidades de algo intermedio. Por supuesto, si Howarth falla a nuestro favor, no tenemos razón para preferir la vía rápida.

—¿Puede manejar eso?

—Bien, podemos pedir a la Corte Suprema un auto de avocación. Eso es equivalente a que vengan y oigan la apelación con sus propios oídos. Por supuesto, la otra parte tiene la libertad de hacer lo mismo también. Espero que lo hagan, si pierden con Howarth. Y teniendo en cuenta las características de este caso, si cualquier parte lo pide probablemente le sea concedido.

—Bien, quiero esto arreglado rápidamente. ¿Podemos también evitar el juicio del Tribunal de Distrito?

Alzó la cabeza y miró a Breland con gesto inquisidor.

—Señor Presidente, ni siquiera consideraría la posibilidad de empezar a transitar ese camino a menos que estuviera absolutamente segura de adonde va a conducirnos.

—Y no lo está.

—Sólo medianamente.

Breland asintió.

—Bien. Quiero hablar con los demandantes. Los líderes de la Asociación Nacional del Rifle. El presidente, la junta directiva… el que tome las decisiones.

—Ya veo. —Douglas lo miró frunciendo el ceño—. Señor, ¿qué se imagina que lograría un encuentro así? No puedo pensar qué podría decirles usted a ellos ahora que los convenció de abandonar su demanda. Todo lo contrario, ya que probablemente interpretarán nuestra solicitud como un signo de que estamos preocupados por el caso, o por el calor de la discusión, o por ambos. Será como mostrar a los lobos una pierna débil.

—No tengo la intención de tratar de convencerlos de que abandonen el caso —dijo Breland—. ¿Puede organizarlo?

Douglas sorbió su café antes de responder.

—John Samuel Trent —dijo finalmente—. Él es el poder ahí. Lo organizaré. Si sus abogados están de acuerdo.

Para la mayoría de los que visitaban por primera vez la Oficina Oval, entrar en ese legendario santuario evocaba la humildad de un penitente al entrar en el Vaticano, la devoción de un simpatizante al entrar en Graceland, o el jubiloso orgullo de un joven al que se permite sentarse con los adultos por primera vez. Pero para John Samuel Trent, el sentimiento predominante era de una expectativa confiada.

El primer vicepresidente de la organización, una legendaria estrella de acción de la época de la televisión, había intentado muchas veces disuadir a Trent de aceptar la invitación del Presidente.

—No hay nada que nos pueda dar —le había dicho esa mañana—. No reviste ningún honor ser convocado a la Casa Blanca como un sirviente cumplidor. Si quiere hablar con nosotros, que venga a Fairfax y toque la puerta en nuestra sede.

—No, no. Usted no entiende. Le puede encantar la idea de que Breland venga a rogarnos a nuestra puerta con el sombrero en la mano, pero es infinitamente más dulce verlo humillado en su propia casa —había respondido Trent mientras tomaba su abrigo—. He esperado esto dieciocho años. Dieciocho años viendo que los presidentes que eran nuestros amigos nos consideraban incondicionales, y que los presidentes que nos despreciaban pisoteaban nuestros ideales. Ahora un presidente herido nos manda llamar pidiendo nuestra piedad, pidiendo nuestra ayuda. No me perdería por nada del mundo la oportunidad de caminar en el infierno y darle al diablo nuestra respuesta.

Pero la audiencia para el momento de delicioso shaedenfreude de Trent sería mucho menor de lo que él había esperado durante su breve viaje a Washington. Se había imaginado a Breland en una sesión con un séquito de miembros del gabinete y funcionarios superiores reunidos detrás de él para reforzar su prestigio. Pero sólo había otra persona con Breland en la Oficina Oval, un hombre más bien joven de jerarquía tan baja que el Presidente ni siquiera se molestó en presentarlo (quizás uno de los nuevos ninjas del Servicio Secreto).

—Pensaba que esta habitación era más amplia —dijo Trent, instalándose en una silla después de un formal saludo—. Debe de ser algo relacionado con los ángulos de la cámara, supongo. Soy un fanático de las películas políticas, sabe. Especialmente esas encantadoras películas posteriores al Watergate donde el Presidente resulta ser el malo. ¿Ha visto Betrayed?

—Supongo que todos disfrutamos la ficción que confirma nuestros prejuicios sobre el mundo —dijo Breland—. Mis gustos en películas clásicas abarcan más historias donde hombres buenos tienen que tomar decisiones difíciles que cuando tienen que hacer un disparo, como To Kill a Mockingbird o Casablanca.

¿O Mr. Smith Goes to Washington?

Touché —dijo Breland—. Un buen golpe.

Trent sonrió ampliamente.

—Vamos al punto, entonces. ¿Por qué me llamó aquí? Para intentar hacer desaparecer nuestra molesta demanda, supongo.

—No, en lo más mínimo.

Trent oyó la negativa, pero la había previsto. Pensó que vendría un pedido más oblicuo y que preservara más la imagen del Presidente.

—Agradezco su desafío. En realidad, he solicitado a la procuradora general que haga todo lo posible para acelerar el progreso del caso a través de las cortes inferiores. Quiero que todas las incertidumbres sean resueltas tan pronto como sea posible.

—No le está diciendo que usted puede esperar ganar, ¿verdad? Si lo hace, despídala. Obviamente, es incompetente. —Trent movió la mano en un gesto despectivo.

De manera inesperada y desconcertante, Breland sonrió.

—Le diré que usted lo dijo. Pero el hecho es que estoy muy al tanto de los argumentos que ella presentará en Baltimore el martes, y no veo cómo puede prevalecer su lado.

Trent se cruzó de brazos.

—Me está provocando.

—En absoluto. Usted obviamente esperaba que esta reunión fuera confrontativa. Pero cuando se trata de la Segunda Enmienda, estamos del mismo lado.

Una oleada caliente de rubor subió por su cuello, y la ira se amontonaba en los puños. Trent saltó de su sillón.

—Usted es un mentiroso descarado, señor Presidente, y debe de pensar que soy un tonto.

—Por el contrario, pienso que usted es un dedicado abogado de la libertad personal, un defensor vigilante de la Segunda Enmienda…

—No combine sus insultos con elogios vacíos —dijo Trent con furia fría.

—… pero su visión del mundo está desactualizada, me temo —insistió Breland—. No hay nada en la Segunda Enmienda que garantice que la tecnología de las armas podría o debería mantenerse. No había armas automáticas de fuego selectivo, ni visores láser, ni cartuchos de fuego central en el siglo XVIII. La Asociación Nacional del Rifle no defiende el derecho de llevar trabucos y pólvora negra. Ustedes quieren que los norteamericanos tengan todos los beneficios de doscientos cincuenta años de evolución y de invención. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, mientras que lo que usted quiere es negarnos esos beneficios. Usted nos quiere desarmados y obedientes.

—Usted no está entendiendo lo que quiero decir, señor Trent. Desarmar a alguien es un acto violento.

—Exactamente. Y esto es violencia contra sesenta millones de propietarios de armas, y contra dos siglos y medio de democracia.

Breland hizo un gesto hacia el sillón detrás de Trent.

—Por favor, señor Trent. Si me deja terminar…

A Trent le gustó el sonido de lo que él tomó como un ruego ansioso, y volvió a sentarse en los almohadones.

—Sólo porque me da curiosidad saber cómo usted se ha engañado y piensa que puede esperar la victoria.

—Porque el Escudo de Vida, o el Gatillo, como también se lo conoce, es un arma —dijo Breland suavemente—. Y la Segunda Enmienda protege la propiedad privada de él, con tanta fuerza como protege la propiedad de rifles y de armas de mano. Ganaremos porque ustedes no pueden usar la Segunda Enmienda para privilegiar una clase de armas sobre otra. Ustedes tienen derecho a sus armas de mano. Su vecino tiene derecho a un Escudo de Vida. Y no es problema de los tribunales si el arma de su vecino resulta que aplasta la suya.

La audacia y la arrogancia de la táctica de Breland dejó a Trent parpadeando y sin palabras por un instante.

—Usted está cambiando de terreno. No hay Escudos de Vida en manos privadas —farfulló—. Están todos en manos del FBI, la agencia federal de intimidación, y de la CÍA, la agencia central de interferencia, y de las fuerzas de policía fascistas y arrebatadoras de armas que ustedes están haciendo de nuestras fuerzas armadas. No se trata de derechos individuales, se trata de cómo el gobierno pisotea los derechos individuales. Se trata de cómo ustedes asesinaron al marido de Loretta Welch.

—Eso está más allá de usted, señor Trent —dijo Breland, sin encono evidente—. Eso fue un hecho desafortunado, una concatenación trágica de errores. Usted sabe tan bien como yo que los tribunales nunca han usado la Constitución para limitar al gobierno federal en el armamento de sus ejércitos, o a cualquier nivel de gobierno en el equipamiento de la policía. Los ejércitos y la policía existen para aplicar la fuerza. A veces ese poder es mal utilizado. Entiendo que ésta es la razón por la cual ustedes llaman a la propiedad de armas «la primera libertad».

—Es exactamente eso —dijo Trent con tono desafiante—. Un hombre que no se puede defender, que no puede proteger su hogar ni a su familia no tiene nada. No tiene derechos ni libertad ni propiedad.

—Entonces ayude a llevar este poder a esa gente —dijo Breland—. Estamos parados en el vértice entre el ayer y el mañana. No podemos cambiar eso. Ni usted ni yo. Por eso le pedí que viniera, para asegurarme de que entiende que no está en sus manos. Ningún hombre, ni siquiera un presidente, puede detener la historia.

—No lo veo de esa manera, en absoluto —dijo Trent con ligereza—. Usted perdió veinte puntos en tres días, y yo gané medio millón de miembros. Usted defiende la matanza de inocentes, y yo defiendo la Constitución. Usted piensa que la gente teme a las armas, y yo sé que temen más a su gobierno. Y hemos analizado las estadísticas de muerte por armas de fuego. Su plan no puede impedir más que un diez por ciento de esas muertes. Usted ha prometido de más, y vamos a encargarnos de que la nación lo sepa.

No pudo impedir una risa, señal de que había recuperado completamente la confianza.

—¿Cuántas fábricas están construyendo esas cosas? —continuó—. ¿Una? ¿Dos? ¿Qué es tan irresistible en la historia que esas fábricas no pueden ser clausuradas? ¿Hay tantas fábricas que no hay antorchas suficientes para hacerlas pedazos? ¿O que no hay suficientes fundiciones como para derribarlas y fundirlas? No, señor Presidente. Será más fácil detener esto que lo que usted piensa.

—Ya es tarde.

Trent volvió su cabeza hacia la nueva voz.

—¿Qué dijo?

—Dije que ya es tarde. —El joven se acercó desde el lugar donde había estado escuchando—. En este mismo momento hay por lo menos once líneas de producción en todo el mundo. Sé de cinco más que estarán listas antes de fin de mes, tres de ellas en Canadá, y de mi empleador. Y hay por lo menos treinta laboratorios trabajando en el mejoramiento. Los japoneses ya están haciendo las pruebas a un diseño que es un tercio más pequeño y tiene un quinto menos de partes. Los Estados Unidos no son el mundo, señor Trent. Quizá la Corte Suprema se vea afectada por las manchas solares, y seamos los últimos en beneficiarnos del Gatillo, en lugar de los primeros. Pero ocurrirá.

—¿Quién es éste? —Trent preguntó a Breland.

El Presidente se puso de pie e invitó al recién llegado al círculo con un movimiento.

—John Trent, tengo el gusto de presentarle al doctor Jeffrey Horton, director asociado de Laboratorios Terabyte e inventor principal del Gatillo.

—Y ex miembro vitalicio de la Asociación Nacional del Rifle —dijo Horton, dejando su tarjeta de asociación sobre la mesa, frente a Trent—. Mientras usted suma cabezas, cuente medio millón menos uno. No me interesa pertenecer a un anacronismo. Y eso es todo lo que será usted, tan irrelevante como un campamento de piezas de avancarga o una nueva realización de la batalla de Shiloh, si usted sigue cerrando los ojos a lo que está ocurriendo. A lo que ya ha ocurrido.

—Ya veo —dijo Trent, levantándose. Sus manos temblaban con una furia apenas contenida—. Espero que usted haya disfrutado de su pequeño engaño, señor Presidente. Y espero que disfrute su dinero ensangrentado, doctor Horton. Confío que estará sacando provecho hermosamente de haber traicionado a su país.

Horton negó con la cabeza.

—Nunca entendió, ¿verdad?

—¿Qué?

—Que las razones por las que usted ama sus armas son exactamente las mismas por las cuales otros las odian y las temen —dijo Horton.

—¿De qué está hablando?

—Es el poder. Ese terrible poder concentrado en sus manos y a su disposición. El poder de matar en un instante de rabia, de impaciencia, de codicia, en una habitación, en una calle. Hay un genio dentro del arma que le obedece, y por eso otros deben hacerlo también.

—Un filósofo —dijo Trent secamente—. Desprecio a los filósofos. Ellos disfrutan haciendo oscuro lo simple.

—No —dijo Horton—. Soy físico. Pero acepto la definición.

—No importa —dijo Trent—. Ni siquiera puede ver la erosión de los derechos individuales que usted y los de su tipo han dispuesto. Esos temas obviamente no le importan a usted. Así que hemos terminado aquí.

—No totalmente —dijo Horton de manera cortante, adelantándose para impedir la salida de Trent—. Quiero corregir su incorrecta suposición acerca de algo. Yo no estoy ganando un centavo de la patente del Gatillo. La doné al dominio público hace casi dos meses. Una licencia libre. También por eso las cosas están moviéndose tan rápidamente. Es verdad que me pagaron bien mientras trabajaba en él, y que alguien hará dinero vendiéndolo, pero si piensa que se trata de dinero o de política… bien, está muy equivocado.

Trent miraba incrédulo a Horton como si se le hubiera revelado como el diablo encarnado.

—Usted no se quedará tranquilo hasta que no nos haya quitado la última arma, ¿verdad?

Horton se puso las manos en los bolsillos traseros y le mostró una sonrisa cansada.

—Usted aún no entiende. No se trata de las armas. Pero tiene razón, no estoy tranquilo —dijo—. No estaré tranquilo hasta que los Gatillos sean del tamaño de un maletín y todos los dueños de un negocio puedan comprar uno. No me quedaré tranquilo hasta que sean del tamaño de un comunicador y todos los jefes de hogar puedan comprar uno.

»Diablos, no estaré tranquilo hasta que sean más baratos que una buena arma de mano y tan fáciles de esconder como ellas. ¿Así que usted dice que no se sentirá seguro llevando su Glock por la calle en un mundo así? Entonces cambiar de posición es jugar limpio. No nos hemos sentido seguros con usted llevándola en este mundo.

Trent respiró profundamente y juntó todo el desprecio que pudo para lanzarlo en cada palabra de su réplica:

—Ustedes deben de estar entre los dos hombres más tontos que esta oficina ha visto jamás —dijo, dando una vuelta para salir—. Su juguetito no los protegerá de un asaltante con un cuchillo, ni protegerá a sus hijas de una banda de violadores. No detendrá a una pandilla ni detendrá a una división del ejército chino. Ustedes viven en un mundo imaginario donde todos quieren entenderse. Yo vivo en el mundo real donde codician todo lo que uno posee.

Para entonces ya estaba en la puerta, con su mano derecha sobre el picaporte.

—Además, o bien están locos o son perdidamente ingenuos si realmente piensan que cien millones de norteamericanos van a quedarse quietos y dejar que ustedes les quiten sus armas y los derechos que Dios les otorgó.

Fue un momento perfecto, la mejor salida con palabras cortantes y presencia de ánimo que alguna vez había pensado, o podía esperar.

Lo malo, pensaba Trent mientras regresaba, era que para compartirla con alguien tendría también que revivir la pesadilla de la mañana más oscura de su vida.

El juicio con la intención de prohibir al Gatillo había perturbado a Horton tanto a nivel personal como filosófico. Le parecía que el hecho de que declararan inconstitucional al Gatillo era similar a cuando el Papa silenció a Galileo o a cuando Tennessee prohibió la enseñanza de la teoría de la evolución. Era un absurdo propio de mentes cerradas, con poca visión de futuro y egoístas. Horton sentía una necesidad imperiosa de expresar este parecer.

—Todas sus justificaciones son sólo para disfrazar su antiintelectualismo —le dijo a Greene después de leer la demanda ante la corte de la Asociación Nacional del Rifle por Internet—. Si por ellos fuera, seguiríamos con el mosquete y el trabuco. Éste es el siglo XXI, no el XVIII.

—No me lo diga a mí, dígaselo a ellos —le respondió Gordie—. Yo no fui quien criticó su Bebé.

Horton estuvo de acuerdo con la sugerencia y se puso en contacto con la Casa Blanca para ofrecer su ayuda en responder a la demanda. Eso lo había llevado a una extensa conversación con el Presidente y a un largo viaje hacia el este para una confrontación con John Trent.

No había resultado como lo esperaba. Horton quería evaluar personalmente cómo funcionaba la mente de Trent. El Presidente deseaba que Horton estuviera allí para poder recurrir a él si era necesario. Ninguno de los dos se imaginó que Horton jugaría un papel tan importante en lo que sucedió.

Pero para cuando se entabló la discusión, Horton había acumulado una enorme indignación. Al expresarla, se satisfizo a sí mismo por el momento, pero también cruzó irreversiblemente el límite sobro el que Brohier le había advertido. Salió de las sombras para convertirse en el centro de atención y ahora estaba junto al Presidente.

El día después de su confrontación con John Trent, un sitio en Internet sobre el derecho a la posesión de armas reveló que Horton como el inventor del Gatillo. La mayor parte del artículo era polémico y descalificador, fácilmente olvidable. Pero el material biográfico hizo estremecer a Horton. A juzgar por los errores y las omisiones, la mayor parte de la información parecía haber sido extraída directamente de los archivos de la Asociación Norteamericana para el Progreso de la Ciencia y de las propias publicaciones de Terabyte. Pero también había tres fotografías de él, incluyendo una imagen suya sentado en la galería para la sesión conjunta del Congreso, con círculos de mira dibujados.

Debajo de sus fotos, aparecía su antigua dirección en Columbus, junto con un mapa de la ruta desde allí hasta el campus de Terabyte, en Columbus.

—Podemos hacer desaparecer esa página —le dijo Mills, director del FBI, durante una reunión convocada a último momento que incluía al Presidente y al director del Servicio Secreto—. Pero ya lograron su objetivo. No podemos evitar que la información se divulgue. Las principales agencias de noticias probablemente la tendrán para esta tarde, si ya no la tienen.

—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó Horton, mirando a Breland.

—Eso depende de usted —respondió el Presidente—. Puede decidir salir en público u ocultarse en las sombras. Mi sospecha es que no afectará cuánto hablen de usted, pero sí podría afectar lo que digan.

—Todavía tiene un refugio seguro en Nevada —dijo el director del Servicio Secreto—. Nadie sabe sobre el Anexo aún. Quizá lo mejor sea que regrese allí.

La directora de relaciones públicas sacudió vigorosamente la cabeza y se inclinó hacia adelante en su silla.

—Ya he interceptado tres indagaciones sobre la identidad de algunas personas que han estado trabajando bajo nuestra ala esta semana y hay otros que andan husmeando —dijo Rochet—. Yo sugeriría que diéramos la cara y que respondiéramos a las preguntas. Permitamos que conozcan un poco al doctor Horton, incluso tal vez organicemos una conferencia de prensa. Luego puede marcharse a Nevada.

—Van a comérselo vivo —afirmó Mills, cortante—. Nada personal, doctor Horton, pero no tiene ninguna experiencia con lo que se considera «periodismo» aquí. No veo ninguna razón para aumentar su exposición y estoy seguro de que el agente Burke coincide conmigo. —El hombre del Servicio Secreto asintió con la cabeza.

—Siempre creí que no importaba si los nativos estaban preparándose para darle un festín a uno o para asarlo —manifestó Rochet con firmeza—. Lo mejor que uno puede hacer es ayudar en los preparativos antes que dejar todo en manos de ellos. Creo que podemos manejar esto muy bien, si el doctor Horton está de acuerdo. Es un hombre joven, apuesto, inteligente, que habla bien, no tiene ningún compromiso político, ninguna agenda extremista. ¿Por qué vamos a permitir que lo conviertan en un demonio cuando podemos tener la verdad de nuestro lado? El escándalo por la muerte de los Morgenstern no está cambiando la forma de pensar de la gente, sólo le está dando a la oposición algo con que regodearse. Podemos ofrecer nosotros también algo con que regodearse: un héroe modesto. ¿Qué opina, doctor?

Horton escudriñó sus rostros en busca de una respuesta.

—No me gustaría que el resto del equipo pensara que estoy tratando de quedarme con todo el mérito del invento —respondió lentamente.

—Hablará con ellos antes y les explicará la situación.

Asintiendo, Horton agregó:

—Pero tampoco me gustaría no responder a lo que Ammo Locker dijo.

—Coincido con usted —manifestó Rochet—. No deben quedarse con la última palabra. Sólo es una cuestión de percepciones.

—Pensé que tenía que ver con la verdad —contestó Horton.

—A menudo, no —aclaró Rochet—. Pero siempre tratamos de empezar por ahí.

—¿Está decidido? —preguntó Breland a Horton.

—Creo que sí.

—Bien —dijo Rochet, poniéndose de pie—. Más tarde venga conmigo a mi oficina y nos pondremos a trabajar.

Como un Picasso que dibuja figuras en el aire, Aimee Rochet era una artista cuando se trataba de lo transitorio y lo insustancial: impresiones, percepciones y, cuando era necesario, ilusiones.

De la noche a la mañana, organizó un evento que no era simplemente el lanzamiento de un nuevo candidato político, sino la coronación de un héroe. Cuando el Departamento de Comercio no aceptó darles la Medalla Nacional de Tecnología a los inventores del Gatillo, ella revisó todos los archivos de la Casa Blanca y encontró una orden que autorizaba una previa encarnación: la Medalla del Progreso presidencial. Reunió a un público entusiasta lo suficientemente numeroso como para llenar bien la pantalla: el personal de mediana jerarquía del Departamento de Estado. De inmediato, trajeron a la ciudad a los dos ganadores aún vivos del Premio Nobel de la Paz para que se sentaran en la primera fila y fueran vistos dándole la mano a Horton.

El típico discurso del Presidente fue redactado por los empleados de siempre, pero ella personalmente preparó a Jeffrey Horton para el suyo. Luego reescribió sus comentarios para hacerlos más simples y más adecuados a sus ritmos naturales. Ella escogió a dedo a los representantes de los medios que tendrían permitido participar y le dio una primicia de tres horas a un corresponsal especialmente amistoso de Bertelsmann Worldwide. Durante un desayuno, le hizo una representación a Horton lo que ella creía que era una conferencia de prensa verdaderamente exitosa. Y cuando llegó el momento, ella ofició como moderadora.

Lo único que Rochet no podía hacer, pensó lamentándose mientras miraba hacia la maraña de manos alzadas, era responder a las preguntas en vez de Horton. Cometía el mismo error que Breland: ora demasiado real como para memorizar una respuesta pulida, demasiado honesto como para evitar las zancadillas políticas. A diferencia de Breland, él era un principiante. Sólo podía desear que no se enterrara demasiado profundo.

Señaló, pensando: «Abrimos con un pez gordo».

—Sí, Richard, tú haces la primera pregunta.

—Doctor Horton, el senador Wilman dice que el Escudo de Vida es la respuesta a las plegarias de un pacifista. ¿Ha hablado de esto con el senador Wilman o con Dios? ¿Piensa que el desarme mundial es un objetivo realista?

«Vamos, con naturalidad; no tiene que responder a todo».

—No conozco al senador Wilman —contestó Horton—. Pero estoy más que seguro de que Dios está a favor de la paz. Sí puedo decirle que el equipo del Escudo de Vida va a estar muy feliz si nuestro descubrimiento orienta al mundo en esa dirección.

«Bastante bien», pensó ella. «Ahora este vicario…»

—Doctor Horton, Alfred Nobel hizo su fortuna vendiendo explosivos a ambas partes en una serie de guerras durante el siglo XIX. ¿Aceptaría un Premio Nobel por descubrir el antídoto para la dinamita o consideraría que es dinero ensangrentado?

—Nobel le dijo a su amiga la condesa Bertha von Suttner que hubiera deseado poder crear una máquina o un material que hiciera que la guerra fuera un imposible. Parece haber estado pensando en la disuasión —destrucción mutua asegurada—, pero no creo que cualquiera que sea honrado por su fundación tenga razones para sospechar.

«Muy bien. Ahora le toca al adulador».

—Doctor Horton, preferiría ganar el Premio Nobel de la Paz o de Física.

—Ni siquiera pienso en eso —contestó Horton—. Lo mío es la ciencia, no los premios.

«Oh, el adulador no va a tener nada lindo para decir esta noche. Le robó su momento de esplendor. Ahora vamos a dejar preguntar a los de la prensa universitaria».

—¿Quiénes son sus ídolos, doctor Horton?

—No creo que la gente que trabaja en lo mío pueda permitirse tener ídolos. Pero estoy en deuda con cada profesor que me enseñó y con cada pionero que contribuyó con una pieza para armar el rompecabezas y luego nos transmitió sus conocimientos.

«Oh, lo besaría. Veamos, veamos, con el risueño no habrá problemas».

—¿Se describiría a sí mismo como un genio?

—No, sólo soy un hombre que trabaja mucho.

«Sólo unas preguntas más y terminamos. Bien, señor…»

—Doctor Horton, ¿qué sabe de un documento en Internet relacionado con algo llamado «Gatillo Mark I»? Se afirma que es un listado completo de instrucciones para fabricar algo muy similar al Escudo de Vida. ¿Podría decirnos si eso es verdadero o falso? ¿Tuvo algo que ver en eso?

Cuando Horton quedó boquiabierto, Rochet, con calma, interpuso:

—Quiero recordarles que el doctor Horton no puede comentar sobre aspectos específicos de su investigación hasta que las restricciones relacionadas con la seguridad nacional sean levantadas. Eso incluye confirmar o negar rumores de la red. —“Rápido… Sí, la mujer del sombrero con flores.”— Eleanor.

—Doctor Horton, ¿qué le diría a Loretta Welch y a la familia Morgenstern?

«Mierda, nunca más vuelvo a llamarte, bruja».

—El doctor Horton se une al Presidente en sus expresiones de condolencias… —comenzó a decir.

—No, está bien, Aimee. Me gustaría responder —interpuso Horton—. Lamento lo sucedido. Ojalá no hubiera pasado. Nos sentimos muy mal en el laboratorio cuando nos enteramos. Espero que la gente que maneja el Escudo de Vida aprenda de esta tragedia. Pero cuando perdí a un amigo en un accidente de aviación hace mucho tiempo, no culpé a los hermanos Wright. Cuando los astronautas del Challenger murieron, no creo que nadie haya pensado que fue culpa de Robert Goddard. Cada tecnología nueva trae aparejados tanto riesgos como beneficios. Creo que no podemos exigir garantías.

«Cállese la boca, ya cállese la boca. Necesito una salida airosa».

—La última pregunta para Tania.

—Doctor Horton, ¿ha hablado con su hermana? Entiendo que es campeona olímpica de tiro.

—Así es —respondió él—. Estoy muy orgulloso de ella. No, no he tenido oportunidad de hablar con Pamela.

—¿Piensa que aprobará o desaprobará lo que está haciendo?

Horton estaba sorprendido.

—Siempre nos hemos apoyado mutuamente. Así es nuestra familia. No veo por qué eso vaya a cambiar.

«Suficiente».

Después de eso, Rochet lo llevó rápidamente hasta la Casa Blanca, le dijo que había estado espléndido, lo dejó a cargo de un supernumerario y salió corriendo hacia el área de prensa para tratar de limar las asperezas. Para cuando regresó, ella lo condujo a través de lo mejor de una combinación de los comentarios más favorables. Desde una sala de prensa de la Casa Blanca, desfilaron por todos los canales por un rato, hasta que Horton se puso de pie, temblando, y dijo:

—No lo soporto más. Odio mi voz.

Ella sonrió.

—Para mañana, ya no tendrás voz. Será simplemente un vídeo con una voz superpuesta.

Él rio ante el comentario de ella.

—Realmente lo hiciste muy bien —dijo Rochet y lo abrazó. Ella estaba acostumbrada a ver cómo se desinflaban después de las conferencias de prensa, y no sólo los principiantes—. De hecho, si te quedaras algunos días más, podrías colaborar mucho con nuestra causa. Piénsalo y comunícame qué decides, doctor.

Estuvo de acuerdo de inmediato y sobrellevó bien un vendaval de apariciones cuidadosamente orquestadas durante una semana. Rochet se sorprendió tanto como los demás cuando, nueve días después de regresar a Nevada, el doctor Jeffrey Horton se autorizó a sí mismo una licencia indefinida, sin goce de haberes, salió del Anexo en un vehículo de Terabyte y desapareció.

Alertado por los guardias de la entrada de que el senador Grover Wilman estaba en la planta baja, Jules Merchant saludó a su viejo amigo en el lobby de recepción del centro administrativo de Allied General.

La guerra los había reunido tres décadas antes, y los recuerdos compartidos del rugido a través de la noche del desierto en un tanque Abrams de sesenta toneladas los habían unido. Pero habían tomado caminos diferentes después de la guerra, y la política los había separado por más de una década. El presidente de lo que era la mayor empresa fabricante de armas del mundo y también la mayor contratista militar no podía permitirse una relación personal con el hombre que era el rebelde más locuaz del Senado, y también el más conocido defensor del desarme.

Pero una amistad formada en el fuego dura para siempre, y el saludo y la sonrisa de Merchant eran cálidos y genuinos.

—Grover —dijo, abriendo sus brazos para darle la mano y palmearlo en la espalda—. Hazme un favor y no me digas hace cuánto tiempo.

—Es bueno verte, Jules —dijo Wilman—. Creo que eres la primera persona que he visto en los últimos veinte minutos que no me mira azorado o con odio.

Merchant lanzó una carcajada.

—Ah, has recibido la mirada de «qué diablos está haciendo aquí».

Y yo he recibido el lado frívolo desde que dije a mi personal que venías. Pero todo cambia si esperas lo suficiente, ¿no? Vamos, unas ruedas nos esperan adelante. Quiero llevarte a la pista de pruebas y mostrarte algo.

Las ruedas a las que se refería el presidente estaban unidas a un vehículo bajo y ancho de cinco asientos que pese a su neutro color marrón indicaba por todas partes que pertenecía a un campo de batalla: tenía latas para combustible extra en una cavidad central protegida, un registro de un sistema de posicionamiento global en el tablero, las posiciones obvias de ataque protegidas por una armadura angular en las esquinas de atrás, y un arco de protección con una montadura para una ametralladora liviana.

—¿Éste reemplaza al vehículo Hummer? —dijo Wilman, mientras revoleaba una pierna sobre el guardabarros que hacía las veces de puerta, y se ubicaba en el segundo asiento.

—Sí, esta versión es la respuesta al «Fiver», el vehículo de avance de infantería de reconocimiento o patrulla. También por el equipo de cinco hombres (conductor, tirador de pie, observador y cargador, y dos fusileros que cuidan tus espaldas). Empezamos a entregarlos en mayo pasado, y el contrato actual es por mil trescientas unidades en todas sus versiones. Puede llegar a los cien kilómetros por hora en terreno llano, subir una pendiente de cincuenta por ciento, y vadear cualquier cosa más baja que la toma de aire de la turbina. Pero tú sabes todo eso, supongo. Tú condujiste la lucha para cortar las compras de mil quinientos a mil trescientos.

—No fue nada personal, Jack —dijo Wilman—. Y nunca dije que Allied General no entregara buenos productos.

—Lo sé —dijo Merchant, acelerando el motor de la turbina y apuntando el vehículo hacia un sendero que desaparecía en los bosques hacia el oeste del estacionamiento.

—La primera vez que he visto uno en persona, eso es todo.

—Bien, no es el Fiver lo que quiero mostrarte —dijo—. ¿Has avanzado lo suficientemente en los archivos negros para leer acerca de algo llamado «Basilisco»?

—No. He estado ocupado con otras cosas.

Merchant asintió.

—Bien, como antiguo tanquista, pensé que apreciarías un vistazo al prototipo. No podría haberte mostrado esto antes de que fueras trasladado al comité del presupuesto negro, sabes. —Aminoró la marcha ante un puesto de control, pasaron a través de una puerta doble y entraron en el área de pruebas de alta seguridad—. ¿Has visto alguna vez una de esas competiciones donde la gente interviene para ver hasta dónde pueden manejar un vehículo para la nieve en aguas abiertas?

—Claro —dijo Wilman—. Aunque tendrías que preguntarte quién fue el primero que decidió intentarlo, y por qué pensó que era una buena idea.

—Me imagino que fue un muchacho de dieciséis años, borracho o extremadamente aburrido. O ambos. De cualquier modo, eso es el Basilisco. Se lo llama así por el lagarto que corre por el agua. Esencialmente es un CFV Bradley que toma pastillas para adelgazar y esteroides a la vez. Está lleno de material sintético: blindaje de plástico, un chasis sellado que es un pariente cercano de los caños de baño, y la nueva turbina GE de gran salida que es un hermano mayor del que está bajo el capó del Fiver.

—¿Estás hablando de un tanque liviano que puede nadar?

—Yo no usaría el verbo «nadar». Pero ya llegamos. Barraca 7. Puedes verlo por ti mismo.

Merchant entregó el volante a un ayudante general que conduciría durante la prueba, y siguieron al Basilisco a alta velocidad a una parte remota del campo de pruebas que tenía colinas, matorrales, un río natural y un lago artificial. Allí el personal encargado de la prueba hizo una demostración que provocó una alegría y un asombro elementales en el rostro de Wilman. Parecía un niño maravillado ante el ruido y el poder de las grandes máquinas.

El Basilisco trepó altas paredes de piedra, avanzó sobre un pequeño árbol, corrió por un camino desparejo y luego vadeó el río sin aminorar la marcha, dejando una estela detrás. Para terminar la demostración, el Basilisco cruzó el pequeño lago en su parte más ancha, y luego dio la vuelta y empezó de nuevo. A mitad de camino aminoró y se detuvo; se hundió un poco en el agua pero permaneció a flote y seguro. Con las orugas girando en direcciones opuestas logró dar una vuelta completa en el sentido de las agujas del reloj, y luego en sentido opuesto. La torreta dio la vuelta y el cañón de 25 milímetros disparó a un blanco hacia el oeste. El retroceso debido al disparo apenas hizo balancearse al Basilisco, que avanzó y salió del agua, y luego empezó a levantar velocidad y fue hacia la costa.

—Intenta eso en otro vehículo —dijo Merchant orgulloso.

—¿Puede subir por una costa inclinada?

—Por supuesto. Mientras llegue al agua con el lado correcto arriba, no se hundirá.

—Bien, estoy impresionado. Una máquina fabulosa —dijo Wilman—. No la hubiéramos necesitado en Irak, pero sí en casi cualquier otro lado. Tienes la movilidad de un aerodeslizador sin el efecto del disco del jockey sobre hielo.

—Gracias —dijo Merchant—. Pensé que deberías verlo antes de que siga el camino del B-49, y que sea desarmado para venderlo como chatarra o guardado en el Museo de Curiosidades Históricas.

—¿Qué?

Merchant inclinó la cabeza hacia la derecha y los hombres empezaron una lenta caminata por la playa de concreto del lago artificial.

—El Basilisco estaba destinado a reemplazar ambas versiones del Bradley. Pero me dijeron el lunes que la orden de los siguientes seis prototipos fue suspendida, y que toda la producción está en duda, ya que el Pentágono está haciendo nuevas evaluaciones del desarrollo y adquisición de todo tipo de plataformas para armas. Todos los contratos están siendo detenidos.

—No es una gran sorpresa, ¿no? —preguntó Wilman.

—No, pero parece ser que muchos de ellos nunca volverán a empezar, incluyendo éste. Y si no tenemos una demanda grande doméstica, nunca conseguiremos una licencia de exportación, ni para vender a los amigos. Lo que significa el fin de una inversión de cuatrocientos millones de dólares y de una línea de producción que podría habernos dado veinte mil millones de nuestro lado, y podría haber mantenido sesenta mil trabajadores calificados con trabajo. No tenemos nada para ellos si esto se suspende.

—¿Me dices esto para hacerme sentir culpable, o me estás pidiendo algo? Y si es así, ¿estás seguro de que es algo que yo puedo darte?

—Te pido la mirada más amplia que puede dar un amigo, nada más —dijo Merchant—. Grover, pasé la mayor parte de la semana pasada en Vail, hablando en privado con algunos conocidos que tienen preocupaciones similares. Al final, no pudimos ponernos de acuerdo acerca de cómo responder. Nos fuimos, digamos que profundamente divididos, y con mucha angustia.

—Si esos conocidos se llaman Burton, Lightner y Sullivan, eso es comprensible —dijo Wilman, tras nombrar a los presidentes de los otros tres conglomerados de defensa norteamericanos—. Tienen mucha responsabilidad, y mucha influencia sobre las vidas de la gente.

Merchant dio un paso frente a Wilman y se detuvo, mirándolo de frente.

—Grover, sabes que a mí no me importa la política. Yo estaría muy pronto construyendo submarinos crucero y vehículos de recreo para Marte, si eso es lo que los gobiernos quieren. Allied General construye vehículos de alta tecnología para cualquier ambiente (tierra, mar, aire, espacio). Son nuestros clientes quienes insisten en llenar esos vehículos con armas.

—«Si los deseos fueran naves espaciales…» Sé que tú crees eso, Jules. Y por el valor de nuestra antigua amistad, no quiero discutir eso, no ahora por lo menos.

—Gracias —dijo Merchant—. Lo malo de ello es que tengo ciento setenta y cinco mil personas que dependen de la teoría de la disuasión armada para pagar sus cuentas y las cuotas de la universidad de sus hijos. Así que tengo que preguntar, ¿es muy tarde para descarrilar este tren en el que vamos?

En ese momento ya tenían la privacidad del aislamiento, a doscientos metros de los vehículos y las tripulaciones sobre la curva del lago. Wilman lanzó una mirada en esa dirección, y dijo:

—Demasiado tarde, Jules.

Era la respuesta que Merchant esperaba, la que validaba la posición que había tomado durante las reuniones en Vail.

—¿Entonces tienen alguna idea acerca de lo que sabemos nosotros? Estamos hablando de setenta mil millones por año en contratos con el gobierno, que desaparecerán. Veinticinco mil por año en exportaciones de armas que desaparecerán.

—Si buscas comprensión, Jules, tendrías que haber sabido que yo sería un interlocutor duro —dijo Wilman—. Ustedes son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis: Allied General, Boeing, Lockmar, United Textron. A ustedes les ha ido muy bien con el sufrimiento de los demás. Si van a ser los que sufran ahora, bien, francamente, es difícil para mí indignarme demasiado.

—No seremos nosotros los verdaderos heridos, Grover. Podemos destruir las planillas de pagos, cerrar plantas, cancelar proyectos hasta que nos achiquemos al tamaño que el resto de nuestra actividad pueda soportar. Para mí sería más difícil que para los otros tres, puesto que más de la mitad de la actividad de Allied General es militar. Pero aun nosotros podríamos probablemente sobrevivir de alguna manera.

—¿Cuál es el problema entonces, Jules? ¿El valor de tus acciones? ¿Cuál es la razón de esta «gran angustia»?

Merchant movió la cabeza.

—Me sorprende que tengas que preguntar eso. Los Cuatro Jinetes tienen instalaciones grandes en sesenta y tres ubicaciones en treinta y dos estados. Será el equivalente económico de un terremoto en Los Ángeles, una inundación del bajo Mississippi y un huracán en la costa de Florida en la misma semana. Vas a ver cien mil despidos en la primera oleada solamente, la mayoría de ellos de empleados muy calificados, con trabajos bien pagos que sostienen a familias de clase profesional.

—Hemos pasado por ciclos de este tipo en el pasado: contracción en una industria, reacomodamientos de comercio, cambios tecnológicos —dijo Wilman—. Es temporario. Después de un año o dos, la economía reabsorbe el talento.

—Y pierde las capacidades especiales, la sinergia, la fuerza tecnológica e intelectual que obtienes cuando concentras el talento en un lugar. Grover, me gustaría tratar de mantener la mayor cantidad de esa gente con trabajo. Me gustaría mantener unidos los equipos y mantenerlos ocupados.

Wilman hizo una mueca de disgusto.

—Estás hablando de fabricar trabajo, del bienestar de las corporaciones. «Compremos unos bombarderos más para mantener abierta la planta de Palmdale, vamos a construir una nave de transporte que no necesitamos para mantener unido Newport News». Pero tú haces eso cuando sabes que necesitarás esa fuerza más tarde. Y, esta vez, no sé si habrá «más tarde».

—Acerca de eso exactamente quiero hablar —dijo Merchant—. Acerca de cómo podríamos usar esa fuerza en otra cosa. Acerca de si estamos seguros de que nunca más necesitaremos saber cómo construir un submarino de ataque rápido o un bombardero furtivo, y acerca de qué queremos hacer de nuestras vidas mientras esperamos averiguar eso.

—Pero no acerca de guerra, Grover. No acerca de hacer cosas que no sirven para nada, o tomar el doble del tiempo para hacer cosas que sí necesitamos. Me gustaría sentarme con el Presidente y hablar de las posibilidades. —Merchant vaciló, y luego decidió jugar todas sus cartas—. Me gustaría tener la oportunidad de hablar con él acerca de una misión tripulada a Europa. Acerca de poner una nave espacial en órbita, una oruga en el hielo y un submarino en el océano. ¿Piensas que querrá escuchar?

Wilman abrió los ojos de la sorpresa, y su mirada delataba que finalmente había escuchado algo inesperado y tentador. Merchant no sabía si era la idea misma o la perspectiva de convertir a uno de los Cuatro Jinetes en actores de la creación, en lugar de actores del caos. Pero las palabras de Wilman abrieron una puerta lo suficientemente ancha como para darle esperanzas.

—No sé si el Presidente querrá escuchar —dijo el senador lentamente—. Pero yo sí. ¿Te dejan el suficiente espacio para dos sillas y una percha por algún lado cerca de aquí?

Merchant lanzó una carcajada.

—Sí, Grover. Y todo el café que yo puedo tomar y una llave para el baño de caballeros también.

—Si vas a aceptar el ofrecimiento para el primero, vas a necesitar el segundo… especialmente a nuestra edad. —Le puso una mano a Merchant en el hombro y lo hizo volverse en dirección de donde partieron—. Bien, pistolero, vamos a hablar acerca de lo que haremos después de la guerra.

«Está fuera de nuestras manos ahora».

Cuando Mark Breland había dicho esas palabras a John Trent esa mañana cuatro meses antes, había sido con una comprensión puramente intelectual de su verdad. Ahora ya tenía todas las pruebas que necesitaba de su propio presagio. No había más días «normales». Cosas completamente inesperadas, y a la vez completamente comprensibles, parecían ocurrir a cada momento.

—En los buenos tiempos —le explicaba a Stepak—, ser presidente era como tratar de guiar un minibús destartalado cuesta abajo por un camino de montaña desconocido mientras tres tías y una suegra intentan simultáneamente tratar de aconsejarte cómo conducir.

—¿Y ahora?

—Es más bien como aprender a hacer surf —dijo Breland—. Y el surf no es algo que practiquemos mucho en Pennsylvania.

Pero la metáfora era más que el pie para un chiste. Su control de la situación era tan precario, y las fuerzas tan poderosas y turbulentas, que le parecía que todo el tiempo estaba cayéndose, volviendo a subirse, o tratando de mantener el equilibrio.

A veces los acontecimientos, ya consumados y distantes, simplemente trepaban hasta el primer lugar de las noticias, y daban lugar sólo a la maravilla o al rechazo, a celebraciones o lamentos. Otros exigían un lugar preferencial en la agenda diaria del Presidente, y ocasionalmente se demoraban ahí y pedían atención constante. Breland ubicó los dos intentos de asesinato (uno doméstico, el otro importado) en la primera categoría. El intento de acusación (por acuerdo general, una exigencia mucho más cercana) pertenecía a la segunda.

Breland había sobrevivido ambos ataques, pero tenía otras heridas que no cicatrizaban. Al subir las expectativas había bajado su índice de aceptación. Una coalición improbable de defensores de las libertades civiles, y de libertarios no civiles, de industriales patricios y de patriotas industriosos, le disparaba desde ambos lados del espectro político, con una sofisticada campaña de cartas y una campaña de protesta coordinada como armas principales.

Aun dos años antes de la elección, un segundo período parecía una causa perdida, y por orden de Nolby no se hablaba de ello delante del Presidente. El objetivo de los colaboradores del Presidente era, según lo definió la vicepresidenta Toni Franklin, «curar la fundación».

«No podemos controlar lo que ocurra cuando nos hayamos ido de aquí, ni cuándo llegará ese día», explicó ella en un memo que se conoció como «la apología». «No podemos estar seguros de que completaremos lo que hemos comenzado. No podemos estar seguros de que nuestros sucesores honrarán nuestro intento o nuestros esfuerzos. Todo lo que podemos hacer, en el tiempo que nos queda, es lograr lo mejor posible de nuestra presencia aquí. Si sólo dejamos planes, serán fácilmente ignorados. Si sólo dejamos un agujero en el suelo, será fácilmente tapado. Si sólo dejamos un acopio de trabajadores y de insumos, serán fácilmente dirigidos a otras causas.

»Pero si nos comprometemos a esta meta solamente, procurando ayuda de todos los lugares donde podamos hallarla, creo que tenemos suficiente tiempo para poner en su lugar una sólida fundación para el desarme pacífico, con pilotes que atravesarán toda la base social. Y si nosotros tendemos y atendemos cuidadosamente los cimientos hasta que el concreto esté sólido, y esté listo para cargar todo el peso que queremos, entonces quienes vengan después de nosotros tendrán mucho trabajo si quieren desmantelarlo o pasarlo por alto. Será una disposición permanente en el paisaje político, un recuerdo de las nuevas posibilidades. Lo que nuestros sucesores decidan construir ahí será influido por lo que hayamos hecho para preparar el terreno, y sus elecciones serán visibles a la vista y el juicio de todos.

»Puede ser que aún no sea tiempo para que esta visión se haga realidad. Pero podemos cambiar para siempre la naturaleza de la discusión, y proveer a aquéllos que comparten nuestra visión un símbolo y un ejemplo alrededor del cual se puedan reunir. Puede ser que no esté en nuestras posibilidades acelerar el futuro. Éste es un país aún joven, obcecadamente estrecho de miras a veces. Pero todavía podemos ser la voz de la profecía que se cumple por el propio esfuerzo, la partera, o aun la madre, de una nueva era. Nuestro compromiso y nuestro ejemplo asegurarán que el futuro, cuando llegue, tendrá una similitud no sólo pasajera a nuestros ideales de una sociedad más segura y más civilizada.

»Eso es lo que el momento pide de nosotros. Eso es lo que el Presidente necesita de ustedes. Hagan valer cada día».

El memo de la apología, impreso en fina letra de imprenta en lugar de ser enviado electrónicamente, con firma manuscrita de la exsenadora de Alabama y entregado en mano por ella en los casi trescientos escritorios en el Edificio de la Oficina Ejecutiva, tuvo mucho más impacto en el personal que lo que Breland jamás se hubiera imaginado. Hubo unas pocas defecciones y renuncias, pero aquéllos que se quedaron cerraron filas alrededor del Presidente y trataron de protegerlo de la tormenta que arreciaba.

Irónicamente, una de las bahías de protección que encontraron para él fue Europa occidental. Breland era más popular en Colonia que en Chicago, más respetado en Bonn que en Boston. Todos los países de la Unión Europea habían decidido mucho tiempo antes resolver los temas concernientes a la posesión privada de armas de fuego, y los habían resuelto a favor de la seguridad pública. Era difícil para el ciudadano común de Inglaterra, de Alemania o de Francia entender por qué un presidente norteamericano podía encontrarse en problemas por ofrecer una solución, largamente postergada, a lo que ellos consideraban una horrible mancha en el carácter norteamericano.

Pero la popularidad de Breland se debía a algo más que la simpatía hacia quien se considera víctima de una calumnia. La mayoría de esas naciones de la Unión Europea había luchado contra el terrorismo urbano durante décadas, y el regalo del Gatillo había dado a la policía una poderosa arma nueva contra los coches bomba y las bombas en paquete. Y, a diferencia de los Estados Unidos, no hubo resistencia al uso creativo y agresivo del Gatillo.

Retoños del Mark I fueron ubicados bajo tierra, debajo de docenas de intersecciones en París y otras tres ciudades francesas, creando así cuadrículas de restricción que hacían difícil transportar una bomba por la ciudad. Había puestos de control con grandes muros de desviación de explosiones en las cercanías de los túneles de tren y de carretera en los Alpes suizos. Grandes zonas de Londres, Belfast, Ginebra, Ámsterdam, Roma, Varsovia y Berlín (algunas tan extensas como cuarenta manzanas) fueron evacuadas y revisadas por artillería que no había explotado, y luego fueron puestas bajo la protección permanente de un destacamento de Mark I.

Crear esas «zonas seguras» era un riesgo calculado, y hubo algunas víctimas, pese al detector de metales y a revisiones de anomalías magnéticas. Así fue como una iglesia del siglo XIII en Bolonia, San Francesco, y un centro de servicios del gobierno de diez años de antigüedad en Bonn se derrumbaron parcialmente en los cráteres dejados por bombas aéreas profundamente enterradas, y un fuego causado por una cabeza V-1 que explotó bajo el sótano afectó gravemente una serie de departamentos cerca del Parlamento. Pero las zonas seguras, marcadas por el símbolo de la paloma azul y blanca, eran tan populares para los turistas y los residentes que esas pérdidas no hicieron tambalear el programa.

Al mismo tiempo, campos y bosques a través de todo el continente europeo eran limpiados en grandes extensiones de bombas y armamento dejados por casi dos siglos de guerra. Se vio que había aún un el suelo una sorprendente cantidad de artillería vieja, y la limpieza se convirtió en un evento para ver, y producía vistas espectaculares para los noticiarios en forma regular.

Fuera de la Unión Europea, empezaron a aparecer a lo largo del Nilo «protocolos antiterroristas» y «zonas de interdicción» similares. El nuevo gobierno democrático de Egipto estaba ansioso por volver a atraer a los occidentales a las pirámides y templos. También en Sarajevo, que estaba decidida a volver a ser la hermosa ciudad cosmopolita que había sido antes de la guerra civil, y en Singapur, que se rodeó de lo que terminó siendo una fortificación de Gatillos y se declaró «la ciudad isla de la paz».

En otras partes, en el Lejano Oriente, los gobiernos de más de una docena de Estados-isla, desde las Islas Salomón a las Filipinas, solicitaban a los Estados Unidos y a Japón que devolvieran y despejaran no sólo los campos de batalla sino las aguas territoriales sobre las que habían luchado. Así, la Marina de los Estados Unidos comenzó una serie de pruebas de una disposición de Gatillos remolcados frente a Guadalcanal. El primer ministro del Vietnam unificado hizo el mismo llamado a los gobiernos de Francia y de los Estados Unidos.

Vista desde el condado de Eureka, en Nevada, o desde Princeton, o desde la propiedad de Goldstein en Maryland, toda esta actividad parecía una reivindicación completa, una garantía de que no habría de dar marcha atrás.

Pero la visión era diferente desde las oficinas del senador Wilman y el grupo Razón sobre la Locura, del general Madison y los otros jefes del Comando Conjunto, de Anson Tripp y el Consejo de Seguridad Nacional, de Richard Carrero y los analistas geopolíticos en el Departamento de Estado. Estaban preocupados no por la limpieza de artillería después de la última guerra, sino en impedir (o, si llegaba a ser necesario, ganar) la próxima guerra. Y todavía no estaba claro para nadie si el Gatillo podría ayudar a una u otra cosa.

Nadie en esos círculos creía que las demostraciones civiles de la tecnología convertirían por sí solas al Gatillo en un elemento disuasivo creíble contra la agresión. Se creía por lo general que alguien, en alguna parte, tendría que poner fuerzas armadas en movimiento y en línea. «Hará falta un Hiroshima», era la frase fría que circulaba.

Y eso esperaban, mientras se preparaban para lo que consideraban que sería la verdadera prueba del Gatillo, sabiendo que si su respuesta era demasiado lenta o débil, tendría que hacerse nuevamente. Esperaron a escuchar los rugidos de agresión en algún lugar al que pudieran llegar a tiempo y con fuerza, y rugidos lo suficientemente fuertes como para que nadie dejara de saber cuándo y cómo habían sido silenciados.

Esperaron, helados en un empate incierto con un oponente no declarado. Esperaron, y mientras esperaban continuaron con los entrenamientos, preparando pilotos, marineros y soldados desarmados para enfrentar a un ejército o una flota invasores. Si el Gatillo no funcionaba, muchas vidas se perderían en las unidades especiales de intervención táctica.

La espera finalmente terminó el 6 de junio, cuando el presidente vitalicio Hassan Hussein exigió que Siria, Arabia Saudita y Kuwait detuvieran la construcción de una serie de delgadas torres de cincuenta metros ubicadas justo en las fronteras de aquellos países con Irak.

—Conocemos el verdadero propósito de esas estructuras —declaró Hussein en un fervoroso discurso nacional—. Sabemos que la afirmación de que es un escudo defensivo es una mentira. Esas torres están siendo construidas para que nuestros enemigos puedan espiarnos, de modo que los infieles puedan asomarse a nuestros pueblos, ciudades, calles, hogares, mezquitas. Esas torres están siendo construidas para que nuestros enemigos puedan lanzar energías destructivas en nuestros cuerpos mientras dormimos, energías que causarán tumores y robarán la vida a nuestros hijos no nacidos.

»No permitiremos que esos ataques tengan lugar. No aceptaremos esas insidiosas invasiones de nuestras tierras soberanas y de nuestros lugares sagrados. Las torres deben ser derribadas. Si aquéllos que conspiran contra nosotros no abandonan sus planes y destruyen esas armas malvadas, yo enviaré nuestros valientes pilotos y soldados para destruirlas y desparramar a nuestros enemigos en el desierto.

Para respaldar su ultimátum, Hasan Hussein envió dos divisiones armadas apoyadas por baterías de artillería y antiaéreas hacia el sur en un viaje de cuatro horas desde el cruce de Rafah en la frontera con Arabia Saudita. Pero antes de que las columnas de tanques llegaran siquiera a esos campamentos, un escuadrón de Raptor F-22 y de Nighthawk F-117B recorrió todo el mundo y aterrizó en Al-Hayyaniyah, a cuarenta minutos de la frontera.

Los antiguos Nighthawk transportaban la versión militar del Mark I en sus compartimentos interiores, mientras que los Raptor transportaban al Mark II de amplio alcance en sus amplias vainas. Pero aun las tripulaciones de esos aviones se preguntaban en silencio cuánto podrían hacer esos ocho aviones sin misiles, y con cámaras en lugar de armas en sus narices, contra más de ciento veinte tanques. Escucharon la advertencia pública de Breland a Hussein sin esperanza alguna de que éste hiciera caso.

A la mañana siguiente, las fuerzas iraquíes se desplazaron hasta quedar a una hora de distancia de la frontera, y Hasan Hussein lanzó otro ultimátum, incluyendo en esta oportunidad a los Estados Unidos en la lista de villanos.

—No esperaremos a ser sus víctimas, ni pondremos en peligro innecesariamente a nuestros combatientes. No nos dejaremos desviar a largas negociaciones ni nos veremos detenidos por promesas vacías. Las torres deben ser derribadas ahora.

Para la noche, ya se había retirado el último de los grupos de construcción que trabajaba en la frontera Saudita.

A las 02:00, hora de Washington, Stepak y Tripp interrumpieron al presidente Breland en una reunión con la noticia de lo que parecía un avance iraquí.

—Tenemos nuevos datos satelitales —dijo Stepak mientras se apresuraban por los pasillos hacia el salón de conferencias—. Las unidades iraquíes cerca de Rafah se desplazan hacia el este a alta velocidad, y seis divisiones más van por la ruta de Al-Basrah hacia la entrada de Safwan a Kuwait.

—Entonces Kuwait era el blanco después de todo —dijo Breland, estudiando el mapa—. Rafah fue un engaño.

—Así parece —dijo Tripp.

—¿Cuánto falta?

—Pensamos que las fuerzas occidentales probablemente cruzarán a Kuwait por Wadi al-Batin, donde el conjunto aún está en construcción; si mantienen este paso, pueden cruzar justo antes del amanecer, hora local. Las fuerzas del este pueden llegar a Safwan una hora antes. La cuadrícula está activada allí.

—¿Misiles y artillería?

Llegaron al salón cuando Breland hacía su pregunta, y el secretario de Defensa fue directamente al mapa del teatro de operaciones.

—En posición de alcanzar Al-Kuwait, aquí, aquí y aquí. Y mientras este escenario se desarrolla, señor Presidente, esperamos usarlos.

Stepak dudó, y luego se volvió para enfrentar a Breland.

—Sé que ustedes tenían la intención de esperar hasta que los tanques cruzaran la frontera, para que no hubiera dudas de que Irak era el agresor. Pero si los GA-30 tienen cabezas con armas químicas, tendríamos que esperar diez mil muertos en Ciudad de Kuwait. Si tienen armas biológicas, la cantidad será por lo menos de treinta mil. ¿Esperamos hasta que los iraquíes pongan la artillería en juego, o vamos detrás de ellos preventivamente?

—¿Cuán rápidamente podemos responder una vez que empiecen? ¿Podemos acercarnos lo suficiente para esperar el primer cañoneo?

El general Hawley dio un paso y respondió la pregunta.

—Los Nighthawk no tienen mucha capacidad de estar ociosos. Los Raptor tienen más, pero, francamente, no tenemos los suficientes aviones ahí para cubrir todas las bases, o para cubrir las bajas probables si realmente exponemos nuestros aviones de esa manera.

—¿Tenemos otras naves que podamos llevar?

—Hay seis aviones de combate equipados con Gatillos en el USS Truman, en el Mediterráneo —dijo el almirante Jacobs—. Están demasiado lejos. Hay seis más en el USS Reagan, en el océano índico occidental. Con reabastecimiento a mitad de camino podríamos llevarlos sobre la frontera de Irak y Kuwait para la madrugada, pero los tiempos son difíciles. Necesitamos dar la orden en la próxima media hora, y no podrán demorarse.

Breland se instaló en su silla en la mesa redonda de conferencias.

—Necesito oír recomendaciones —dijo—. No esperen que yo haga el lanzamiento.

—Muy bien, señor Presidente —dijo Stepak—. Nuestra recomendación es que violemos la frontera y actuemos anticipadamente. El general Madison propone enviar un vuelo de F-22 y de F-117B tras la artillería en Irak, con el ataque previsto para treinta minutos antes de que las unidades del ejército lleguen a Kuwait. Las otras cuatro naves en Al-Hayyaniyah podrían perseguir a la columna blindada desde Ash-Shabakah e interceptarlos en la frontera. Cuatro naves desde el Reagan serían enviadas para interceptar la columna este en Safwan.

—¿Pérdidas previstas?

—Veinte por ciento. Tres naves.

—¿Pueden realizar el trabajo?

—Yo preferiría tener el doble de aviones, y algún tipo de protección superior para ellos —dijo Madison—. Pero haremos lo mejor para hacer el trabajo con lo que tenemos.

—¿Podemos estar seguros de que esto no es otro engaño?

—No si disparamos primero.

—Yo querría enviar otra advertencia.

—Entonces las pérdidas previstas suben al doble, y no puedo garantizar los resultados. Yo no se lo aconsejaría en absoluto. Usted ya les dijo que estamos ahí, y por qué. Si les hace saber que nos hemos dado cuenta del engaño nos quita un margen que probablemente necesitemos.

Tripp apareció al lado del codo derecho de Breland.

—Y además, señor, considere… —empezó a decir en voz baja—. ¿Qué pasaría si usted les envía otra advertencia, y ellos verdaderamente se detienen? ¿Eso nos da lo que queremos?

Lo que dio a entender era tan desagradable para Breland como la perspectiva de iniciar hostilidades en el territorio iraquí. Empujando su silla hacia atrás, caminó hacia el mapa del teatro de operaciones y lo estudió con los brazos cruzados. Pero el mapa sólo eran píxeles de colores, un extraño tablero de ajedrez con exóticas piezas. Tenía que obligarse a ver a los seres humanos, a los pilotos norteamericanos, a los tanquistas iraquíes, a los soldados y ciudadanos kuwaitíes, a los hombres de artillería esperando a cincuenta kilómetros de la lucha.

«Realmente necesitamos un Hiroshima, después de todo. Malditos sean por no creer», pensaba Breland con amargura. «Malditos sean por querer levantar el palo, y obligarme a quitárselo de las manos. Y eso significa que no hay medidas a medias. Tiene que hacerse con la suficiente autoridad como para que nunca lo vuelvan a levantar. Malditos sean todos».

—Autorizo el plan delineado por el secretario de Defensa —dijo sin quitar la vista del mapa—. Envíen los aviones a Irak.

Los aviones entraron a la carrera a través de la casi total oscuridad de una mañana sin luna antes del amanecer, y pasaron rasando de a cuatro a doscientos metros de lado a lado sobre el desierto. Ni el radar ni los guardias vieron las sombras negras angulares cortando el cielo, superando el sonido de sus propias turbinas. No hasta que fue demasiado tarde, y los infernales pilares de fuego marcaron la ubicación de los camiones de municiones que estaban preparados para alimentar los grandes cilindros de la artillería de largo alcance.

Desde adentro de las cabinas, cada explosión centelleante de abajo parecía lanzarse contra ellos, intentando alcanzar las delicadas superficies de los aviones, arrojando metralla a las aspas de las turbinas que giraban y a los débiles cuerpos de los pilotos. El peor de los golpes sacudió los aviones en el cielo como una cápsula en una tormenta. Pero la velocidad los alejó rápidamente, poniéndolos a salvo, como si huyeran del borde del caos.

Dividiéndose en pareja, hicieron cuatro pasadas más sobre las ubicaciones de las armas y el campamento adyacente, ambos ya encendidos nítidamente por violentos fuegos. La última pasada fue en silencio, ya que no había en el campo debajo de ellos nada, ni nadie, que pudiera ser una amenaza para los aviones.

Por la ruta de Az-Zubayr, cuatro fantasmas más persiguieron y alcanzaron una presa diferente: un largo convoy de apoyo mal enhebrado que seguía a una columna de tres kilómetros de armamento de fabricación rusa e india. Con un Nighthawk volando precisamente sobre la ruta y a la derecha de ésta y otro justo arriba hacia la izquierda, una sola pasada fue suficiente para dejar el convoy en ruinas. Los Raptor, rezagados como observadores de tiro, no encontraron nada adonde apuntar sus Mark II, ni razón alguna para una segunda pasada.

Cuando alcanzaron la columna armada, la hallaron dispersándose, desparramándose fuera de la ruta hacia la arena. No hizo ninguna diferencia. En menos de dos minutos, todos los tanques eran un sarcófago en llamas. El fuego de las ametralladoras dirigido a los aviones en los primeros segundos no provocó daños, y aun con la advertencia que llegó por radio desde el convoy de atrás, ninguna de las armas móviles antiaéreas pudo disparar una sola ráfaga a los aviones que atacaban volando bajo.

El tercer elemento de las fuerzas en acción, el contingente de la Armada del Reagan, llegó tarde a Safwan, puesto que su implacable horario quedó desbaratado por una cantidad de situaciones caóticas menores y un problema de reabastecimiento en el aire. Ya había amanecido cuando finalmente hicieron contacto con sus blancos.

Pero para el asombro de los pilotos, la columna iraquí, que contaba con más de doscientos veinte tanques y otros vehículos, no se dirigía a Kuwait ni volvía por el camino que había hecho. En lugar de ello, estaba detenida, inmóvil, en la ruta a un kilómetro de Safwan, una desigual fila doble de vehículos claramente visible desde el puesto de frontera kuwaití. Y a ambos lados de la ruta, desparramados por la tierra desierta pero bien alejados de los tanques, había cientos, quizá miles de soldados iraquíes a pie.

Fueron necesarias muchas llamadas de radio en los siguientes minutos para resolver el misterio. No obstante, finalmente los pilotos recibieron la confirmación de las fuerzas kuwaitíes en la frontera de que lo que pensaban increíble era la extraña realidad: los soldados a pie eran las tripulaciones de los tanques, que habían abandonado sus vehículos antes de explotar con ellos.

—Escuadrón, obviamente se enteraron de lo que podían esperar. No los desilusionemos —dijo el líder de la misión, y condujo a sus compañeros hacia abajo.

Fue, por lo menos, el final del principio. En menos de una hora, una docena de naves sin armas habían desarmado una moderna fuerza de invasión, destruyendo minuciosamente su equipamiento y, lo que era más importante, quebrando su voluntad. Pero los hechos de Safwan, las increíbles imágenes capturadas por las filmaciones de vídeo en el campo, fue la historia de la batalla que nunca fue, y que confirmó a los creyentes y a los escépticos que una nueva era había amanecido, y que no habría marcha atrás.