16: Cortesía

Bonn. Los investigadores aún buscan indicios que expliquen el bombardeo suicida del día martes a bordo de un tren monorraíl de alta velocidad de Berlín a Bonn. Las escalofriantes imágenes de la cámara de seguridad muestran a un hombre joven, vestido con traje, gritando consignas de odio a un vagón lleno hasta la mitad, antes del estallido que mató a 22 pasajeros y destruyó una sección de 30 metros de la vía en dirección al sur. «No se supone que algo así pueda suceder aquí», dijo un oficial de la Deutsch Rail.

Historia completa - Lista de víctimas - Vídeo de la explosión - Cómo llegar allí: los trenes funcionan, pero se han reducido los horarios.

Dado que la gente bien conectada podía elegir entre más de mil fuentes de noticias, comercios y entretenimientos durante las veinticuatro horas, más una variedad de casi sesenta mil canales no regulados de la red subterránea, era un desafío, aun para el Presidente de los Estados Unidos, conseguir la atención simultánea de más de un pequeño porcentaje de la población.

Con toda seguridad, no todos los que se consideraban norteamericanos podían considerarse «bien conectados».

Un pequeño porcentaje simplemente no se preocupaba por estarlo. Algunos entre ellos militaban activamente contra lo que llamaban «mente de red», que Michael Adamson, el fundador de Desenchúfate, definía como «este estado de sobreestimulación masturbatoria del electrodo en el cerebro del mono que coloca la diversión sobre cualquier otra cosa, y en particular, sobre la ambición y el logro personal». Pero la mayoría de los disidentes simplemente se retiraba a uno de los pequeños pueblos del movimiento de Bienvenida. Ahí sólo se permitía tecnología de comunicaciones analógicas, y principalmente para mantener el contacto entre los pueblos que estaban desparramados, y para que la Tierra continuara transmitiendo hacia las estrellas.

Para una familia de cada siete, los servicios elementales de la red incluidos en una cuenta básica de telecomunicaciones de un hogar eran todos los que podían pagar o todos los que se preocupaban por manejar. News 1, News 2, Talk 1, Talk 2, Arts 1, FedFacts, NetSearch, NetTeach, NetAgent y MultiMail llevaban los elementos básicos de la interactividad a los hogares de las dos variantes de la clase sumergida que habían resistido la erradicación: los marginados económicamente, y los marginados intelectualmente. Irónicamente, la facilidad de llegar a este estrato se debía a la pobreza misma de sus opciones. Ellos eran los principales receptores del cable, esponjas pasivas de los canales financiados por la publicidad.

Pero las conexiones privilegiadas eran una inversión que las familias de clase media incluían en su presupuesto, que las familias de clase media alta consideraban indispensable, y de la que todos los modelos de educación ilustrada dependían. La alfabetización digital los convertía en participantes más que en espectadores, y abría las puertas de las bibliotecas digitales y virtuales en todo el planeta. También fragmentaba la audiencia en miles de millones de partes y dejaba así que muy pocos de ellos recibieran pasivamente una conexión en tiempo real.

Ningún evento mediático del nuevo milenio había todavía alcanzado a un cincuenta por ciento de la audiencia conectada. El último evento que había llegado a atraer a un diez por ciento de la audiencia conectada fue la final de la Copa del Mundo entre Escocia y los Estados Unidos, hacía tres años. Ocho años antes, el terremoto de Santa Rosa que había derribado el tramo norte del Golden Gate había tenido el treinta por ciento.

Aun conociendo las dificultades, Mark Breland quería algo mejor para su discurso a la nación, e insistió a su gente para lograrlo.

—Esto es algo que la gente tiene que oír de primera mano, sin editar. Quiero a las familias escuchando juntas, a todo el bar de deportes escuchando, todas las pantallas del imperio electrónico mirando lo mismo. Como los mensajes de Roosevelt sobre los combates, y el descenso en la Luna —dijo Breland—. Quiero tener la oportunidad de hablar a todos directamente, así escuchan esto directamente de mis labios, y no de algún resumen digerido y escupido de segunda mano.

—No puede cambiar los hábitos de la gente —dijo el secretario Richard Nolby—. La gente no detendrá su vida para sentarse y prestar atención a una figura que habla en la televisión. Ni siquiera a alguien en tres dimensiones que hable en un mensaje virtual dirigido a cada uno. Tan pronto como intenten hacer una pregunta, sabrán que es una conferencia, no una conversación. No, pienso que haremos bien en intentar conseguir una fracción del catorce por ciento. Lograr que los primeros cuatro licenciatarios de entretenimiento acepten transmitir el discurso fue una hazaña. Y pienso que todavía podemos conseguir que Financial Newswire y WorldMarket muestren su mensaje en el transmisor central, lo que nos llevaría por encima del dieciséis por ciento.

—No es suficiente —dijo Breland.

—Nuestra difusión de saturación sólo empezará en una hora, y seguirá hasta el momento de comenzar —dijo Aimee Rochet, la directora de relaciones públicas—. Sigo pensando que tenemos la posibilidad de llegar a veinte. Y la propagación posterior al evento será muy extensa. Estoy modelándola con algoritmos acelerados, lo que significa un conocimiento del setenta por ciento en tres días.

—Quiero el setenta por ciento al momento de terminar —dijo Breland—. Mañana seré o un héroe o un villano para millones de personas que apenas conocen mi nombre hoy. Quiero que recuerden dónde estaban cuando escucharon esto. Quiero que sea el más importante tema de conversación en las habitaciones y en salones de reunión esta noche y en los trenes mañana por la mañana.

—Usted pide números de medios masivos de comunicación, pero éstos ya no existen más —protestó Rochet—. Todo está dirigido a una audiencia fragmentada, y hay interactividad. Si la gente no quiere venir a jugar, señor, ¿cómo vamos a obligarla?

—¿Los licenciatarios no tienen obligaciones contractuales en el área de los servicios cívicos? ¿No hay alguna manera de hacerlos transmitir el discurso?

—Está el Sistema de Transmisión de Emergencia —dijo el general Stepak—. Aunque nunca ha sido usado para conducir multimedia en tiempo real en esa escala. Los anuncios de prueba son solamente texto y audio. Si anunciamos esto para ser transmitido por el Sistema, puede ser que terminemos ahogando a todo lo demás.

—Y eso es lo que sería un desastre —dijo Rochet inmediatamente—. Cero por ciento de espectadores, ciento por ciento de enojados.

—¿Pueden hacer una prueba a pequeña escala esta tarde? —preguntó Breland a Tettlebaum, el asesor científico.

Tettlebaum se quedó callado un segundo, sorprendido de que alguien le preguntara algo.

—Podríamos hacerlo, señor Presidente. Pero una prueba a pequeña escala no nos dirá nada. La escala es la fuente de potenciales problemas.

Breland gruñó, insatisfecho, y se volvió a los otros.

—Aparte de esta imposibilidad de medir, ¿cuál es el inconveniente de invocar el Sistema de Transmisión de Emergencia? ¿Por qué no hemos hablado antes de esto?

—Aun una transmisión exitosa del Sistema molestará a millones —dijo Rochet—. La comunidad de la red subterránea detesta que sus servidores queden paralizados por cualquier razón en cualquier momento. Apenas toleran pruebas de treinta segundos, así que un discurso de veinte minutos los hará organizarse para pedir el juicio al Presidente, o para hacer una revolución.

—Cuarenta y cinco minutos —corrigió Breland—. Quizás un poco más.

Rochet se sobresaltó.

—¿Habla en serio, señor?

—¿Por qué no lo haría?

—Pues… Señor Presidente, puedo prometerle catorce, quizá dieciséis por ciento en la apertura. Pero si usted habla cuarenta y cinco minutos, tendrá suerte de mantener una fracción de cinco por ciento al final. Y no obtendrá los números que quiere para el día siguiente. Además, si empieza con una llegada negativa, nunca podrá revertiría. Es simplemente esperar demasiado de la gente.

—Por el contrario. No pienso que ustedes esperen lo suficiente de ellos —respondió Breland—. También pienso que ustedes no entienden lo que está en juego y acepto mi responsabilidad en eso. ¿Ustedes piensan mirar el discurso esta noche?

—Por supuesto, señor Presidente.

—Bien. Que alguien me diga esto: ¿pagamos a los licenciatarios por sus pérdidas cuando ellos transmiten el discurso de apertura de las sesiones del Congreso?

—No. Por eso no se puede conseguir que los licenciatarios de entretenimientos lo transmitan —dijo Rochet.

—¿Les pagamos a Dreamworks y a Sony-Fox y a Alliance por transmitirme esta noche?

—Sí, señor.

—Entonces paguémosles a todos —dijo Breland—. Notifique a los licenciatarios que invocaremos al Sistema de Transmisión de Emergencia por una hora a partir de las 09:30 esta noche. Infórmeles que si mantienen sus sistemas funcionando y la transmisión sin interrupciones, les reembolsaremos sus ganancias habituales más un veinte por ciento, por servicios técnicos. Los canales que aceptaron por adelantado obtendrán un cincuenta por ciento más.

—¿Suspendemos la campaña de promoción, entonces? —preguntó Rochet.

—Por supuesto que no. Lo único que el Sistema puede hacer es ponerme en las pantallas de la gente. Todavía hace falta sentar a la gente frente a la pantalla —dijo Breland—. En cuanto a la red subterránea, empiece a informar que ahora vamos a necesitar su ancho de banda esta noche un rato. Una advertencia preliminar debería servir para acallar por lo menos un poco de su indignación. Y tenemos que invitarlos a pasar del otro lado. Podemos soltar algunas fuertes insinuaciones sobre el Gatillo y la carta de Greene sin nombrarlos.

La directora de relaciones públicas miraba perpleja. Breland siempre había sido un cliente difícil, pero raramente rechazaba sus consejos de manera tan absoluta.

—Señor, sin faltarle el respeto, ¿está seguro de que este discurso puede soportar el peso de las expectativas que usted está tratando de crear? —preguntó—. ¿No sería mejor ir en este punto un poco más lentamente, apuntar a las audiencias más receptivas primero, tener éxito con ellas, y luego usarlas para que arrastren el carro de la victoria a la calle principal?

Breland había escrito solo su discurso, y Rochet no estaba entre los muy pocos que habían visto al menos partes de él. Pero si estaba intentando lograr que se lo mostrara, fracasó estrepitosamente.

—No tiene que preocuparse por eso —dijo el Presidente—. Mi trabajo es hacer el lanzamiento. Usted ocúpese de los ojos y los oídos de ellos. Depende de mí ocuparme de sus corazones y sus mentes. —Breland sonrió y se encogió de hombros con una despreocupación estudiada, y agregó—: Y si no puedo, quizá yo no deba estar en este lugar. Ahora, a trabajar. Tienen apenas doce horas antes de que empecemos a enterarnos.

* * *

Mark Breland había deliberado consigo mismo durante días, intentando decidir el mejor ambiente para su anuncio. ¿Debía ser un discurso al Congreso desde el podio de la cámara del Senado, con la pompa y el ambiente formal de una sesión conjunta? Eso agregaba lo impredecible de una audiencia en vivo: quinientos treinta y nueve hombres y mujeres que le debían poco, y de quienes estaría pidiendo mucho.

¿Debía ser desde la Oficina Oval, que evocaba mucha autoridad, pero achicaba la distancia al ancho del gran escritorio? Algunos de sus predecesores habían utilizado esa ilusión de intimidad para su provecho, pero otros habían perdido estatura en el intento, esforzándose por parecer personas comunes, o, aun peor, pequeños y patéticos.

Había otras opciones, por supuesto. Breland consideró muchas de ellas cuidadosamente, incluyendo una toma desde la sala de emergencias de un hospital, la escalinata en la entrada de una estación de policía, las calles del Distrito de Columbia, un campo de tiro en Fort Knox, un estudio con una pequeña audiencia de un ayuntamiento y una clase llena de niños. A iniciativa de Nolby, Servicios Técnicos ofreció dar al discurso el tratamiento de efectos especiales, colocando a Breland en tantos paisajes digitales como necesitara para sus argumentos.

Finalmente, eligió la cámara del Senado, en parte porque era el Gran Templo de todas sus opciones, pero principalmente porque sabía que era muy probable que su audiencia más dura estaría ahí en la sala con él. Pero cuando se encontró detrás del alto podio y mirando a sus rostros, cuando el aplauso obligatorio se desvaneció, y ellos tomaron asiento, se preguntó si había elegido bien.

«Habla por la cámara, no le des un discurso a ella».

—Hay verdades que creemos que son evidentes por sí mismas: que todos los hombres reciben de su creador ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

»Todos ustedes reconocen estas palabras. Éstos son los ideales del experimento norteamericano, los ideales de los fundadores de esta nación, las promesas que Norteamérica siempre ofreció a sus ciudadanos y al mundo: vida, libertad y la búsqueda de la felicidad.

»Pero ninguno de estos ideales puede alcanzarse, ninguna de estas promesas puede cumplirse si no tenemos el requisito esencial de la seguridad.

»Ésta es la razón por la cual uno de los grandes temas de la vida humana en todas partes es el ansia de seguridad. Esta necesidad es expresada en muchos aspectos de nuestras vidas. Buscamos la seguridad de nuestra nación, la seguridad de nuestros hogares, la seguridad de nuestros hijos, la seguridad en nuestros trabajos, la seguridad en nuestras relaciones.

»Cada uno de nosotros puede definir esta bendición de manera diferente. Algunos de nosotros pueden necesitar más de ella, y otros menos. Pero es raro que un ser humano que dispone su vida deliberadamente la rechace por completo.

»Porque si no tenemos esa seguridad, vivimos en el miedo. Tememos por nosotros mismos, y por los que amamos. Tememos a la pérdida, al sufrimiento, a la muerte.

»Pero lo que nosotros llamamos seguridad no es simplemente la ausencia de miedo: es el antídoto contra el miedo. Es la confianza que nos permite dejar de lado nuestros pensamientos más oscuros y abrazar nuestras esperanzas más altas. Es la posibilidad de un mañana que valga la pena esperar. Es la llave que abre la puerta a las interminables posibilidades de nuestras vidas. No garantiza nada, pero permite todo lo que tiene importancia.

»No puede haber una “buena vida” a menos que satisfagamos esta primera y más primaria necesidad: el conocimiento de que, al menos en un momento, estamos a salvo. Todas las mejores cosas de que los hombres somos capaces (la música, el arte, la literatura, los logros atléticos, la filosofía, la invención, la caridad, hasta la civilización misma) tienen lugar en los espacios protegidos que creamos.

»Estamos en uno de esos espacios protegidos en este mismo momento. Ninguno de nosotros estaría aquí en el Senado si nos sintiéramos amenazados aquí. Ninguno de ustedes estaría mirando si un extraño estuviera golpeando su puerta principal, o si sintieran el olor de una pérdida de gas en su habitación.

»Pero nuestro sentido de la seguridad es un estado subjetivo de la mente. No es tanto una cuestión de estar a salvo, como de sentirse a salvo. Nos sentimos seguros aquí, pero podría haber una bomba terrorista escondida bajo el asiento de alguien, con su contador que avanza. Ustedes se sienten seguros donde están, pero podría haber alguien que acechara afuera, pensando en la mejor manera de atacarlos.

»Lo interesante es cómo el solo hecho de decir algo así altera nuestras percepciones por un momento. ¿Han pensado en buscar bajo su asiento, o en escuchar el sonido del tictac? ¿Han pensado en ir a asegurarse de que la puerta esté bien cerrada, o en respirar profundamente?

»Estoy seguro de que muchos de ustedes lo han hecho. Reaccionamos ante la simple mención de una posible amenaza como si fuera una amenaza real. Evaluamos constantemente nuestra seguridad, como lo hacemos cuando manejamos en tráfico pesado en la autopista. Tratamos de mantenernos dentro de una zona de confort personal, ni muy rápido, ni muy lento, ni muy cerca. Es como la moda, tratamos de vivir en una zona de confort personal.

»Pero consideren esto: si ustedes se levantaran ahora y fueran H la calle, eligieran una dirección al azar y empezaran a caminar, solos y vestidos tal como lo están ahora, ¿cuántas cuadras podrían hacer antes de empezar a perder esa sensación de seguridad, antes de empezar a sentirse inquietos, incómodos, temerosos? ¿Sabemos qué hay afuera? ¿Sabemos si estamos en peligro? La incertidumbre es la enemiga de la seguridad.

»Dos errores trágicos son posibles. Uno es creerse en peligro cuando uno está a salvo. El otro es creerse a salvo cuando uno está en peligro.

»Como nación, ambos peligros nos acechan.

»Más que cualquier otro pueblo en cualquier otra época, nosotros, los norteamericanos, hemos tratado de hallar seguridad a través de las armas. Nuestras armas nos hacen sentir poderosos. Nos hacen sentir seguros. ¿O no?

Hubo una pequeña agitación del lado derecho de la cámara cuando se abrió una puerta y entró un hombre. La agitación se convirtió rápidamente en una conmoción cuando los presentes fueron viendo la vestimenta naranja de cazador que llevaba, y la carabina que traía frente a sí. Gritos irritados de protesta y llamados al oficial de orden se oían mientras el hombre subía los escalones del nivel más bajo del estrado y se acercaba a Breland.

A un paso del podio, el pistolero se detuvo y se puso la carabina al hombro, apuntando directamente a la cabeza de Breland. Todos estaban con la boca abierta y luego un murmullo nervioso se instaló en la cámara mientras las cámaras tomaban esa extraña escena.

—Sólo hace falta un arma en este salón para cambiar las percepciones de las quinientas cuarenta personas aquí presentes —dijo Breland—. Sólo hace falta un arma para sacudir nuestra ilusión de seguridad. Lo que ven ante ustedes es la ecuación del miedo: los desarmados, los indefensos ante los armados. Y en toda nuestra historia, ha habido sólo una manera de equilibrar esa ecuación.

Breland buscó detrás de sí, sacó una 9 milímetros militar con su pistolera, y la desenfundó.

—¡Qué diablos…! —exclamó alguien desde el estrado superior. Sonaba como el presidente de la cámara, pensó Breland.

Breland levantó el brazo derecho y apuntó la pistola al rostro del hombre. La cámara volvió a explotar en una expresión y consternación.

—Pueden ver por sí mismos la respuesta. La ecuación claramente equilibrada —dijo Breland, alzando la voz por sobre el tumulto—. La única respuesta a un arma es otra arma. Podemos construir paredes y cerrar puertas, pero una pared es solamente una manera de esconderse, una cerradura una manera de demorar. La única respuesta que hemos hallado a un arma es otra arma. Destrucción mutua asegurada, el mismo principio del que dependimos durante la Guerra Fría, pero en la escala más pequeña posible. Dos hombres, dos armas. Equilibrio. Seguridad.

Todos escuchaban, sacudidos de su complacencia y de sus cómodos hábitos de pensamiento por su teatralidad anticonvencional.

—Pero ¿es esto seguridad, realmente? —preguntó, haciendo un gesto hacia las armas con su mano libre—. ¿Se sienten tan seguros ahora como cuando pensaban que no había armas en el salón? Debo decirles que para mí, personalmente, ésta es una paz precaria.

Hubo unas risas incómodas ante eso, que Breland aceptó con una sonrisa.

—Me parece que hay muchas más cosas que pueden salir mal ahora, y con consecuencias mucho más graves. Me parece que mi arma no me devuelve lo que el arma de él me quita.

»Lo diré una vez más: mi arma no me devuelve lo que el arma de él me quita. En este momento, no soy tan libre como era cuando ninguno de los dos estaba armado. No estoy tan seguro como estaba cuando ninguno de los dos era capaz de matar con un movimiento del dedo.

»¿Me sentiría más seguro si supiera que diez, cincuenta o cien de ustedes están también armados? ¿Eso convertiría a esta cámara en una sociedad civil nuevamente? ¿O sólo aumentaría el número de amenazas por las que me tengo que preocupar, las posibilidades de un accidente, de un malentendido? —Miró hacia la primera fila, buscando un rostro familiar—. Senador Baines, cuando usted discutía sobre el proyecto de ley sobre el suicidio asistido con el senador Kastin hace un mes, ¿pensaba que hubiera ayudado a mejorar el diálogo que ambos hubieran tenido rifles automáticos a mano?

Eso provocó abucheos y risas burlonas, porque el debate sobre el proyecto Loomis-Figer había sido el más candente y acerbo en varios años. Poniéndose de pie, Baines dijo a los gritos:

—Sospecho que podría haberlo abreviado, señor Presidente.

No todos los micrófonos de transmisión captaron el comentario, pero todos captaron la consecuente ola de risas que rompió la tensión en la cámara. A continuación, tanto el Presidente como el pistolero vestido de naranja bajaron sus armas.

—La verdad es que sólo cuando tenemos seguridad real podemos disfrutar verdadera libertad de expresión. Si tememos ser silenciados por un arma, nuestra seguridad está en peligro.

»Sólo cuando tenemos la seguridad real de que podemos dedicar nuestras energías a mejorarnos a nosotros mismos y a construir un futuro.

»Hace varios meses me llegó la noticia de una sorprendente invención. Una invención que nos da, por primera vez, otra respuesta al arma que se alza contra nosotros. Me vi obligado a considerar si podemos estar más seguros —como pueblo, como nación—, si hacíamos uso de esa invención.

»Después de largas consultas con mi gabinete y con mi conciencia, he concluido que la respuesta es sí.

Caminó alrededor del podio hasta el borde del estrado y apoyó su pistola ahí. El pistolero se adelantó, cerca de sus talones, y dejó la carabina al lado de la pistola.

—Oficial de orden, por favor retire estas armas —dijo Breland. Mientras el oficial se adelantaba, inseguro, desde el fondo de la cámara, Breland se volvió al hombre vestido de naranja—: Gracias por su ayuda, mayor Imhoff.

Imhoff hizo un elegante saludo y se alejó del estrado. Para entonces, se oía un zumbido desde la audiencia, que intentaba anticipar lo que vendría. Muchos habían hecho la conexión entre sus palabras y un mes de rumores y desmentidas. Breland casi podía oír los susurros: «¡El Gatillo, está hablando del Gatillo! La carta de Greene no era un fraude».

—Eso está mejor —dijo Breland, volviendo a subir al podio y recuperando su lugar después de que el oficial se llevó las armas—. Me siento mejor sin esa arma en la mano, y sin la otra apuntándome. Porque no quiero vivir así. Imagino que muchos de ustedes tampoco.

»Me he dado cuenta de que la seguridad que nuestras armas nos dan no es la genuina. Es un engaño, una sombra de la cosa verdadera. Una sociedad armada no es una sociedad amable, es una sociedad asesina y aterrorizada. Bosnia en el siglo pasado, Cachemira y Egipto en este siglo. Y los Estados Unidos en ambos.

»El arma es la primera elección de nuestra aprensión para protegernos a nosotros mismos. También es la primera elección de nuestra población criminal para forzar nuestra voluntad.

»¿Qué opción nos deja al resto de nosotros? Podemos convertirnos en pistoleros, o en refugiados, huyendo de las calles, escondiéndonos en nuestros hogares, escapando de las zonas de guerra.

»Pero de una manera o de otra, aun podemos ser víctimas. Y muchos lo son, demasiados lo han sido.

La enorme pantalla en la pared detrás de Breland había estado mostrando el sello presidencial. En ese momento cambió a un mapa digital de los cincuenta y dos estados, blanco sobre un fondo azul, con los estados delineados en negro. Pequeños puntos rojos empezaron a aparecer, aparentemente al azar, aunque al ritmo del veloz contador con grandes números rojos que apareció bajo la península de Florida al mismo tiempo.

—No hay ningún solemne mural de mármol negro para las víctimas de nuestra guerra incivil, sus pequeños monumentos están desparramados en los cementerios de las ciudades y de las iglesias del Atlántico al Pacífico —dijo Breland—. Pero ojalá hubiera un monumento así, porque entonces yo podría olvidar todas las estadísticas y simplemente señalarlo ante ustedes, y pedirles que caminen de un extremo a otro de él. Y cuando hubieran terminado, entenderían por qué algo tiene que cambiar.

»Pero el monumento mismo nunca podría terminarse. Rápidamente empequeñecería al monumento a los caídos en Vietnam. En realidad, necesitaríamos agregar una sección tan grande como el monumento de Vietnam cada año.

»Y así ha sido durante casi un siglo. Nuestra Guerra de los Cien Años.

»Aun en los peores años de aquel terrible conflicto en Vietnam, la tasa de muerte en las selvas y en los arrozales del sudeste asiático era menor a la mitad de la tasa de muerte en las calles y hogares de los Estados Unidos. Llevó quince años de lucha poner los nombres de algunos cincuenta y ocho mil veteranos en el muro. En esos mismos quince años, los Estados Unidos enterraron casi medio millón de víctimas civiles de nuestra propia guerra casera. Nueve veces más.

»Aun si tomáramos el primer día del nuevo milenio como el comienzo de nuestro Monumento a los Ciudadanos, necesitaríamos una pared lo suficientemente larga para rodear por completo el estanque del Malí, y la pared debería tener cinco metros de altura.

Detrás de Breland, el contador seguía acelerándose y los puntos seguían apareciendo. Había horribles manchones púrpura sobre las mayores ciudades, pero aun los estados menos poblados tenían puñados de rojo.

—Cada año, nuestras armas matan a tantos como lo hizo el SIDA en su peor momento, más que nuestros autos, dos veces más que el alcohol, cuatro veces más que las drogas ilegales.

»El año pasado, la tasa de muerte fue la tercera mayor en la historia: cuarenta y seis mil trescientos cuarenta y uno.

Breland hizo una pausa y se volvió para mirar el indicador numérico cuando las últimas cinco mil víctimas aparecían en el mapa. La cámara estaba completamente en silencio. Más tarde se enteraría de que hasta los comentadores de noticias habían observado un respetuoso silencio.

—Nos llevaría tres días solamente leer sus nombres desde este podio. Nos llevaría muchos meses contarles todas sus historias. Pero no puedo dejar que sean sólo números, anónimos y sin rostro. —Levantó la mano, señalando un controlador láser a un punto en el sur de Idaho. Un zoom digital convirtió el punto en una fotografía de un hombre caucásico con cara de búho, con un desordenado cabello rubio y una amplia sonrisa.

»John Carpani, de treinta y dos años, un profesor de inglés, ganador de un premio, y organizador del club de teatro en Manning Central High —dijo Breland, e hizo un clic en su controlador. Se abrió una segunda fotografía, que provocó susurros y exclamaciones aquí y allá. Mostraba a Carpani boca abajo en un estacionamiento. Tenía la camisa manchada con el charco de sangre que estaba abajo—. John recibió dos tiros de un estudiante de dieciséis años llamado Michael Pace, quien había llevado el arma de su padre a la escuela para matar a su ex novia.

Otro clic y un punto cerca de Houston se expandió para tomar la fotografía de una niña hispánica de cabello negro con mejillas redondas con una sonrisa que mostraba los dientes separados.

—Juanita Ramírez, cinco años. —Otro clic, y vieron una forma pequeña y rígida en el barro frente a un bungalow de madera de tres apartamentos—. Juanita fue alcanzada por una bala perdida de la policía cuando una persecución a alta velocidad (un robo de un auto) terminó a media cuadra de distancia. Estaba jugando con sus muñecas en el jardín, mientras su hermano mayor miraba desde el porche.

El siguiente clic fue cerca de Los Ángeles, y les presentó a un adolescente oriental con anteojos, llamado David Chen.

—David era un estudiante de excelentes calificaciones en la academia preparatoria Point Reyes. Una semana después de que dio el discurso de despedida en su graduación, ordenó su cuarto, tomó un arma calibre 357 de un armario cerrado de la oficina de su madre, y se suicidó en el bosque que estaba detrás de la casa familiar. —La espeluznante foto policial mostraba que a Chen le faltaba la mitad de la cabeza—. David dejó a su padre una nota disculpándose por haberlo decepcionado, y a su madre una nota disculpándose por el desorden.

El último clic fue para una mujer de mediana edad llamada Julia Myers.

—Julia iba a ReadiMart a buscar leche y pan cuando alguien la detuvo, la asaltó y luego le disparó al cuello. Estuvo sangrando media hora, desangrándose en la acera, sin poder pedir ayuda. Sus tres niños aún no entienden por qué alguien pudo matarla por un billete de veinte dólares. Eso ocurrió apenas a diez cuadras del Capitolio, apenas hace dos semanas.

Breland hizo desaparecer las fotografías de Julia y se dio vuelta hacia la cámara.

—Les pido que vuelvan a pensar. ¿Cuánta seguridad tenemos realmente? Una respuesta honesta sería: no la suficiente. No la suficiente en absoluto.

»¿Podría haber salvado a esta gente la antigua respuesta? ¿Más armas habrían hecho más seguras sus vidas? No lo creo, aunque otros pueden no estar de acuerdo.

»Pero creo esto con todo mi corazón: hay ciertos lugares que no deberían convertirse en fortalezas armadas para ser seguros, ciertos lugares donde las armas simplemente no deberían aceptarse —dijo Breland—. Nuestras escuelas, nuestras iglesias, nuestras calles y, sí, también nuestras legislaturas. Éstos deberían ser santuarios.

Eso ocasionó el primer genuino aplauso de la noche de los espectadores, y quizá porque habían estado conteniéndose, empezó a crecer hasta ser una ovación que duró más de un minuto.

—Confesaré ahora un pequeño engaño —dijo cuando todos se hubieron saciado—. Yo no tenía miedo cuando el mayor Imhoff me tenía en la mira, porque sabía que su arma no estaba cargada. Lo sabía no porque él me lo asegurara, sino porque este edificio está protegido por el invento del cual hablé: el Escudo de Vida.

»Si el mayor Imhoff hubiera intentado, por accidente o intencionalmente, entrar en el predio del Capitolio con un arma cargada, hubiera recibido una enorme sorpresa. La munición en su arma se habría destruido violentamente en el momento en que hiciera contacto con el campo protector del Escudo de Vida. Su arma habría sido destruida o arruinada en el proceso, y habría tenido suerte si no salía herido.

»El Escudo de Vida nos da el medio de desarmar una amenaza sin tomar las armas. El Escudo de Vida que protege el Capitolio es sólo uno de casi quinientos que ya están en uso en el gobierno y en instalaciones militares en todo el mundo. El Escudo de Vida es también el secreto tecnológico detrás de la campaña humanitaria de los Estados Unidos para liberar al mundo de las minas terrestres y de las municiones sin explotar de las guerras del siglo XX.

»Esto es sólo el comienzo de lo que podemos hacer y haremos con este milagro de la ciencia. Pero quiero decir algo primero sobre lo que no haremos.

»No tocaremos la Segunda Enmienda. No tomaremos una sola arma de cualquier dueño que tenga derecho. No habrá Escudos de Vida en los bosques, y los cazadores podrán seguir cazando como siempre lo han hecho. No habrá Escudos de Vida en los clubes de tiro y en los campos de tiro, y los tiradores deportivos continuarán disparando para regocijo de su corazón. No entraremos en sus casas para llevarnos las armas de fuego de sus mesas de noche. Por más que quisiéramos que fuera de otra manera, el peso de la defensa personal sigue cayendo sobre ustedes.

»Pero sí haremos todo lo que podamos para proteger más a sus hijos. Sí trabajaremos para hacer más seguras las calles alrededor de sus casas. Sí empezaremos a borrar esta mancha vergonzosa del tejido de la sociedad norteamericana. ¡Cuarenta mil muertos! Podemos hacerlo mejor. Vamos a hacerlo mejor.

Hubiera sido una frase para un aplauso, pero Breland no esperó. Las manchas rojas del mapa de la nación habían empezado a desvanecerse cuando Breland mencionó el nuevo nombre del Gatillo. Ahora habían desaparecido por completo, y habían sido reemplazadas por un grande y desconocido símbolo colocado en el centro del mapa: una paloma blanca estilizada, con las alas extendidas y protectoras, en un círculo azul de las Naciones Unidas.

—Mañana por la mañana, los sitios que ya están protegidos por el Escudo de Vida llevarán este signo de manera visible en todas las entradas. Ésta no es la paloma de la paz. Como el ave verdadera, esta paloma es agresiva en defensa de su territorio. Esta paloma es tanto una advertencia a los agresores y una protectora de los inocentes. Y ella llegará a ser una visión familiar, y (espero, y creo) bienvenida.

»Esta mañana he instruido a los directores del proyecto Escudo de Vida que expandan las instalaciones actuales de producción de modo que puedan entregar un total de quince mil unidades para fin de año. Mi intención es que los usemos para mantener armas y bombas fuera de los lugares a donde claramente no pertenecen.

»Los pondremos en las escuelas urbanas, de modo que sus hijos y sus maestros tengan un escudo contra la violencia de las bandas y la ira juvenil. No habrá más masacres como la de la escuela Henry Ford.

»Los pondremos en las oficinas de correo, en los juzgados y en los edificios de gobierno, de modo que puedan abrir su correo y hacer sus cosas sin temer al terrorismo. No habrá más tragedias como las de Oklahoma o Austin.

»Los pondremos en los aeropuertos, y en su momento en los aviones, de modo que puedan viajar libremente y con confianza. No habrá más vuelos como el vuelo 209.

»Ubicaremos un décimo de la producción (una mínima parte, si quieren) en iglesias, templos y sinagogas, de modo que disfrutarán de la protección tanto de Dios como de la ciencia. No habrá una repetición de la bomba de Beth El.

»Y a propósito, el costo de estas unidades ya ha sido pagado por un generoso regalo de un donante anónimo. Ni un solo dólar proveniente de impuestos ha sido derivado para esto.

»También he decidido dar muestras y especificaciones para construir el Escudo de Vida a nuestros amigos en todo el mundo, y para empezar, a Gran Bretaña, Canadá, Israel, Alemania y Japón.

»Seguiremos buscando maneras de usar el Escudo de Vida en nuestro país. No existe el derecho intrínseco de nadie de llevar una bomba o un arma de fuego a una propiedad federal, sea en las autopistas y puentes del sistema interestatal o en nuestros parques nacionales, monumentos y museos.

»Para apoyar estos esfuerzos, seguiremos expandiendo la producción hasta que lleguemos al punto donde nos quedemos sin ideas y tengamos algunas de repuesto. Al mismo tiempo, organizaremos un impetuoso proyecto de investigación destinado a reducir el tamaño y el costo del Escudo de Vida, para que ubicaciones que no son posibles ahora lo sean en el futuro.

ȃsas son algunas de las cosas que haremos.

»Ahora, esto es lo que pueden hacer ustedes.

»En primer lugar, nos pueden ayudar a pensar en más maneras de salvar más vidas. Hay un número y un sitio en la red gratuitos para recibir sus sugerencias para ubicaciones públicas. —Mientras hablaba, las direcciones aparecían en el indicador que estaba a sus espaldas—. Necesitamos el conocimiento que ustedes tienen de su barrio, su afición a su familia y a su comunidad, y su compasión por sus conciudadanos para ayudarnos.

»En segundo lugar, pueden pedir a sus gobernantes, a sus alcaldes, a sus legisladores, que participen en Proyecto Vida. Éste es nuestro plan para entregar licencias para la producción del Escudo de Vida a gobiernos estatales y locales, así pueden dar los pasos para proveerlos localmente de la misma calidad de seguridad que tenemos la intención de proveer en la esfera federal.

»Finalmente, dentro de seis meses a partir de ahora, algunos de ustedes podrán comprar un Escudo de Vida en forma particular de Laboratorios Terabyte, y usarlo para crear su propio santuario.

»Al principio, las ventas se limitarán a los dueños de grandes viviendas de familia, tales como edificios de departamentos; instituciones financieras, como Bancos; instalaciones públicas, como hoteles; establecimientos comerciales minoristas, como los paseos de compras; y las propiedades comerciales, como las torres de oficinas. Quiero que esos dueños puedan ofrecer un ambiente libre de armas a sus inquilinos, sus clientes y sus empleados, que puedan usar en su publicidad y al tomar a sus empleados. Nada ayudará a difundir la bendición del Escudo de Vida más rápidamente o más extensamente que el anticuado capitalismo competitivo norteamericano.

»Pero levantaremos esa restricción tan pronto como podamos, y reduciremos el precio tan frecuentemente como podamos. Espero ansiosamente el día cuando el símbolo del Escudo de Vida sea tan común como una calcomanía de un autoclub o un logo de una tarjeta de crédito, cuando un ambiente libre de armas no sea más una curiosidad vendible, sino una expectativa básica, como el aire acondicionado o el acceso para discapacitados.

»Quiero ser muy claro acerca de algo: mañana no es el primer día de los Estados Utópicos de América. El Escudo de Vida no nos convertirá en personas más morales, ni resolverá los conflictos que tan frecuentemente explotan en violencia. No es una varita mágica que eliminará el homicidio, el suicidio, la estupidez, la codicia, en una noche. No es una garantía. Es sólo una herramienta que podemos usar para construir una sociedad mejor. Tendremos que trabajar duro y crecer rápidamente. Tendremos que aceptar algunas concesiones y hacer algunos arreglos para que esa sociedad sea una realidad.

»Pero hay, creo, menos concesiones que las que ya están haciendo. Piensen en todos los lugares donde se han acostumbrado a ver detectores de metales, revisaciones de equipaje, guardias armados y en todas las veces que han tenido miedo. Son ajustes nimios al lado de los ajustes de las cuarenta mil familias que cada año pierden un padre, una madre, un hijo, un hermano, un cónyuge.

»Benjamín Franklin nos advirtió: “Quien puede abandonar las libertades esenciales para obtener una pequeña seguridad temporaria no merece ni la libertad ni la seguridad”. El fantasma de Franklin puede descansar tranquilo, porque el Escudo de Vida desafía la vieja ecuación de intercambiar libertad por seguridad. Podemos tener y tendremos más de ambas. Ésa es la promesa del Escudo de Vida, y ésa es mi promesa a ustedes.

»Gracias, y que Dios los bendiga a todos.

La ovación de pie que siguió no tenía precedentes en la historia del Congreso, o, por lo menos, no en los recuerdos de los observadores más antiguos que la presenciaron. No había ningún tinte partidario, y se mantuvo por más de diez minutos, y continuó aun después de que Breland abandonara el estrado. Inmediatamente fue rodeado y casi abrumado por el saludo efusivo de los líderes del Senado y de la Cámara de Representantes y de otras figuras importantes. Toda la etiqueta formal de la cámara había desaparecido en la explosión de entusiasmo que la llenó.

Luego el senador Grover Wilman apareció de la nada y ayudó a la tarea de despejar el camino para el Presidente. Con la ayuda de Wilman, Breland lentamente se abrió paso hasta el pasillo central hacia las puertas dobles y hasta la ayuda más experimentada del destacamento del Servicio Secreto. Inmediatamente después de Breland, con una multitud que llenaba los pasillos y el suelo, la vicepresidenta abandonó el procedimiento parlamentario y unilateralmente declaró cerrada la sesión.

Aimee Rochet y Aron Goldstein esperaban a Breland en su limusina. Goldstein estaba sin palabras, pero tomó la mano del Presidente fervientemente con ambas manos y le agradeció con los ojos brillosos de lágrimas.

—Eso fue, bien, fue increíble, señor —dijo Rochet, quitándose sus pantallas para los ojos—. El porcentaje que esperábamos lo obtuvimos, pero el rating, los números siguieron ascendiendo desde el principio hasta el final, como si la gente llamara a sus amigos y dijera «¿Estás mirando esto?». Me equivoqué, señor Presidente. Me equivoqué, y usted tenía razón.

Breland se instaló en los almohadones con una sonrisa agotada.

—Me temo que es muy temprano para estar seguros de eso, señora Rochet. Pero gracias, de todos modos.

—Lo digo sinceramente —dijo ella, inclinándose hacia adelante, hacia el centro de comunicaciones del vehículo—. ¿Quiere ver algún canal en particular en el monitor, señor? ¿Para ver la reacción y el análisis?

—Apáguelo, por favor —dijo—. Si sólo están hablando acerca de mi pequeño alejamiento del alcalde, no quiero saberlo hasta mañana.

—Tendremos una impresión menos superficial mañana —coincidió ella—. Yo tendré una idea de cómo se desarrolló y de cuál es la tendencia para, más o menos, las diez de la mañana. ¿Podemos encontrarnos entonces?

—Ocúpese de eso. Estaré allí —dijo el Presidente, y cerró los ojos.

La mayoría de los colaboradores de Aimee Rochet no durmió esa noche. Si no estaban controlando y analizando el diálogo público, estaban haciendo todo lo posible para darle forma.

Inmediatamente después del discurso, los más verborrágicos fueron los más ocupados, dando entrevistas en los servicios de noticias y en los enérgicos debates en los ayuntamientos virtuales.

A medida que la noche avanzaba y terminaban los análisis posteriores al hecho, la tarea más pesada recayó en quienes trabajaban en silencio, quienes habían empezado a trabajar en los tableros de mensajes de la red subterránea y en los salones de conversación varias horas antes del discurso. Con sus banderas de fidelidad discretamente arriadas y su anonimato protegido por imágenes falsas de ellos mismos y por alias y los mejores trucos de ocultamiento de la Agencia de Seguridad Nacional, plantaron y enfatizaron los temas que Rochet quería que emergieran.

Con ese fin, Rochet siguió atentamente en una lista creciente de titulares, eslóganes y consignas que funcionaban y se propagaban bien. «Nuestros niños no pertenecen a los campos de batalla» y otras variantes encabezaban la lista, con el técnicamente inadecuado «Esto no es control de armas, es control de balas», y el gramaticalmente incorrecto «Los muertos no necesitan derechos y no obtienen libertad» entre los primeros.

Los analistas siguieron trabajando durante la madrugada, tabulando y clasificando, buscando los puntos de cristalización donde el debate se endurecía hasta llegar a una pelea, y las opiniones empezaban a polarizarse hacia ambos extremos. En ese punto desaparecía la incertidumbre —casi como si fuera parte de una función de onda cuántica—, y las posiciones de la minoría y de la mayoría se definían.

Fiel a su promesa, para las diez de la mañana siguiente Rochet tenía un extenso informe preparado para Breland y los otros jefes: Nolby, Stepak, la procuradora general Doran Douglas, el director del FBI Edgar Mills, y el asesor nacional de seguridad Anson Tripp.

—Tenemos una situación extremadamente dinámica esta mañana —dijo—. Perfil alto, alta inversión, altas desviaciones. Setenta millones de clics en el sitio de las sugerencias, y uno de cada diez dejó un mensaje.

—Va a pasar mucho tiempo antes de que tengamos siete millones de Gatillos —dijo Nolby.

—La mayoría de los mensajes no son sugerencias, sino expresiones de apoyo. Les envío a cada uno de ustedes un resumen y extractos para que vean cómo es ese lado positivo. Los números son excelentes en general para las mujeres casadas con hijos, y para los hombres de más de cuarenta años.

—¿Y el lado negativo? —preguntó Breland.

—Algo que surgió muy temprano fue un valor de alta incertidumbre en lo atinente a la geopolítica. Usted no habló mucho sobre cuestiones militares; les dio una dieta completa de asuntos internos. Pero la audiencia incluía a nuestros uniformados, nuestros veteranos y todos sus asociados, es decir, gente que sabe lo suficiente sobre asuntos militares para hacer preguntas difíciles.

—El mismo tipo de preguntas que hemos estado haciendo en el último año, me imagino —dijo Tripp.

—Dado que no participé de esas conversaciones, dejaré ese análisis para otros —dijo Rochet—. Pero necesitaremos un rápido seguimiento para responder directamente a esas cuestiones.

—¿Cuán rápido? —preguntó Breland.

—Para el fin del día de hoy, si es posible. Y recomendaría que considere a alguien con sólidos lazos con el lado uniformado del Potomac: necesitamos un rostro de credibilidad de nuestro lado. Mi sugerencia es el general Stepak, aunque cualquiera del Comando Conjunto tendría los requisitos necesarios.

—Con su permiso, señor, me encontraré con el general Madison y nos ocuparemos de esto —dijo Stepak, mirando a Breland.

—Bien.

Rochet hizo un gesto de aprobación.

—Tengo algunos datos que el general debería mirar, quizá más tarde, cuando hayamos terminado aquí. Ahora, vamos a los principales puntos de acción. Tres zonas difíciles, y una fácil.

»La primera zona difícil es una herida autoinfligida. Usted ha elevado las expectativas del público fuertemente, señor Presidente. Usted también los ha obligado a mirar algo que no quieren ver, y les dijo que su mundo es un lugar más feo y más peligroso que lo que pensaban antes. Desde ahora, vamos a tener que luchar por no defraudar esas expectativas.

»Todo lo que ocurra será medido en relación con los ideales con los que usted se ha identificado, y no en relación con las realidades de ayer, y hay un peligro muy real de un “escenario Gorbachov”, donde en lugar de obtener el reconocimiento por el progreso, puede ser culpado cuando el progreso no es lo suficientemente rápido. Hay una serie de cosas que podemos hacer para mejorar eso, pero hará falta un esfuerzo total de equipo para evitar que cualquier disparo perdido le vuelva a usted como una acusación de fracaso.

—Comprendido —dijo Breland—. Continúe.

—Sí, señor —dijo Rochet—. La segunda zona difícil era completamente predecible: los muchachos de la Segunda Enmienda no se creen sus garantías. Piensan que usted está detrás de las armas de ellos. Las voces más desmesuradas piensan que usted ha vendido su alma a la izquierda internacionalista, y que ésta es la ronda inicial de la lucha que han estado esperando durante cincuenta años: el gobierno federal que intenta desarmar al pueblo norteamericano antes de entregar su soberanía al secretario general de las Naciones Unidas. Se habla mucho acerca de organizar una resistencia armada, aunque hay fundamentalmente más griterío que disparos por ahora.

—¿Ha habido disparos realmente?

—Yo clasificaría los incidentes que hemos seguido como despliegues individuales de desafío —dijo el director del FBI—. No hay muertos ni heridos.

—¿Cuántos incidentes?

—Sesenta y tres; dos terceras partes al oeste del Mississippi.

—No me sorprendería si los elementos moderados o los fabricantes de municiones hacen una presentación judicial antes de que termine el día, buscando la prohibición del Gatillo, quiero decir, del Escudo de Vida —dijo Douglas, la procuradora general—. Pero ya estamos preparando respuestas por adelantado. Dudo de que puedan detener el programa más de una semana, si eso ocurre.

—Mi mayor preocupación es que mantengamos esas teorías conspirativas en el margen, donde predican a los convertidos —dijo Rochet—. Tenemos que ser muy cuidadosos para evitar pasos en falso que puedan llegar a otorgar alguna credibilidad a esas acusaciones.

—Buena suerte —dijo Mills—. Esa gente creerá lo que quiera creer, con lo que ellos consideren pruebas o no. Además, puede que tengan razón. Puede que estemos detrás de sus armas, si las armas pesadas que han estado desapareciendo de los arsenales militares durante los últimos veinte años han terminado en sus manos. No hay ninguna razón por la cual alguien que vive en Iowa o en Idaho necesite un cohete antitanque o un SAW.

Breland ya había escuchado lo suficiente sobre ese tema.

—¿La tercera zona? —preguntó a Rochet.

—El oportunismo criminal —dijo—. Las tasas de crimen, de asesinato, en realidad pueden empeorar en lugar de mejorar en el corto plazo, una vez que el Escudo de Vida llegue a ser una amenaza creíble para las ambiciones de los criminales.

—¿La gente habla abiertamente de esto? —preguntó Breland—. ¿De salir corriendo a matar a alguien mientras puedan?

—Lo suficiente como para encender las luces de alerta —dijo ella—. «No nos demoremos. ¡Fuera la perra!» Ése lo vi yo misma, en un salón de charla misógino.

—La libertad de expresión es un desperdicio en cierta gente —dijo Stepak con clara repugnancia.

El director del FBI se inclinó hacia adelante y apoyó sus brazos cruzados en el borde de la mesa.

—Para volver al punto… Si yo me hubiera armado, con la intención de algún tipo de ataque, como robar un Banco, un ajuste de cuentas, lo que sea, quizá saldría inmediatamente a hacerlo si pensara que después perdería mi oportunidad. Es absolutamente plausible.

—Úsalos, o tíralos —dijo Tripp, asintiendo—. Podemos esperar esto en la escena internacional también.

—¿Cómo lo manejamos? —preguntó Nolby.

—Máxima vigilancia, inmediata respuesta, consecuencias seguras —dijo Mills—. Tenemos que adelantarnos al golpe, y derrotar a los malos muchachos antes, con frecuencia, y con toda la publicidad posible, hasta que se corra la voz de que no es un buen momento para poner a prueba el sistema.

—Lo cual puede ser exactamente lo que la facción conspirativa necesita para vender su palabrerío al señor y la señora Estados Unidos —señaló Rochet—. No pretendo aquí decirle a nadie lo que tiene que hacer, pero puedo asegurarles que esas filmaciones de la policía en trajes negros de combate derribando puertas no nos ayuda con el público.

—Volveremos sobre esto —dijo Breland—. ¿Dijo que había una zona fácil?

—Sí, señor Presidente, una grande, y justo en el medio. Hay mucho escepticismo residual. Usted habló mucho del dragón, pero al final, no les mostró un dragón, ni siquiera una buena llama. No tienen que entender cómo funciona el Escudo, pero van a necesitar saber que funciona.

—Lo cual nos lleva a la cuestión del día de hoy —dijo Breland—. Considerando todos los factores, ¿queremos seguir adelante con la demostración de Chicago?

—No es una demostración al Departamento de Policía de Chicago —dijo la procuradora general—. Ha habido seis personas asesinadas por los francotiradores de Cabrini Green, incluyendo un paramédico y un sargento de policía. Los francotiradores han estado usando a los medios de comunicación para burlarse de las autoridades. Va a terminar en sangre, en una transmisión nacional en vivo, a menos que les demos una alternativa.

—Tomaré eso como una recomendación no obligatoria para proceder —dijo Breland—. ¿Qué opinan los demás?

La cuenta dio cinco a favor, uno (Rochet) en contra.

—Me alegra escuchar tanto apoyo por la opción que yo he elegido —dijo Breland—. Director Mills, ¿podrá poner a disposición una de las unidades tácticas de calle del FBI?

—Podemos tener un equipo ahí en una hora —dijo, dirigiendo una mirada vagamente burlona a Rochet—. Aunque me temo que nuestros trajes de primavera aún no han llegado, así que tendremos que ir con el clásico negro.

«¿Seré la única en esta habitación que intenta que Breland no reciba una acusación pública?», se preguntaba Rochet.

—Señor Presidente, si vamos a hacer público esto, quisiera sugerir que por lo menos hagamos lo posible para construir una mística positiva alrededor del Escudo de Vida y su personal. Aun si significa una demora de un día o dos.

—Ya está decidido, señora Rochet —dijo Breland, y sonrió—. Pienso que estará orgullosa de nosotros cuando vea.

La Torre 11 era el último fantasma de Cabrini Green, un monolito de catorce pisos de concreto de una parte desolada del desierto urbano. La Torre 11 era un monumento a una equivocada caridad pública que había sido construido junto con otras torres ya demolidas como viviendas financiadas por el gobierno federal. Éstas pronto se convirtieron en un vergonzoso gueto vertical, y además en un caso típico de la tragedia de la gente común, y en un símbolo de todo lo que no funcionaba en las ciudades de los Estados Unidos.

Pese a todo el dolor que causaron a sus ocupantes, y a toda la vergüenza que representaban para sus creadores y sus cuidadores, las torres de Cabrini Green habían persistido durante un tiempo sorprendentemente largo en el firmamento del sur de Chicago. Aun después de que Cabrini Green fuera clausurado, tapiado y rodeado de vallas, las poderosas torres sin ventanas se mantuvieron durante otros diez años mientras los proyectos de reurbanización caían uno tras otro.

Sólo cuando la ciudad finalmente aceptó subdividir el terreno y el gobierno aceptó compartir los gastos de la demolición, las torres empezaron a caer. A la Torre 11 le faltaba simplemente una semana para la inspección del Control de Demoliciones cuando fue ocupada por el autodenominado «Ejército de la Herencia Africana», que reclamaba propiedad moral del lugar, y anunció sus planes de convertir a la Torre en un museo de la historia de las bandas y de las «reservas negras del siglo XX».

Si estos objetivos de los ocupadores despertaron alguna simpatía entre los funcionarios de Chicago, desaparecieron en una tarde. Impaciente por la falta de atención seria de parte de la prensa y de las encuestas, Jordán Nkruma subió al último piso de la torre y empezó a disparar a los autos de la autopista cercana en dirección norte.

Nkruma era un amateur furioso con un rifle de asalto barato de fabricación china, y tenía poco control sobre lo que acertaba a esa distancia. Simplemente siguió disparando media docena de cargadores, hasta que la autopista quedó desierta. La torre fue rodeada de autos de la policía, un helicóptero sobrevoló el lugar, y Nkruma fue la historia del día en las noticias de último momento de CNN y en los canales de noticias de Chicago. Fue entonces cuando se enteró de que sus balas y los accidentes a alta velocidad que habían provocado habían matado a cinco personas y herido a otras nueve.

Entonces fue cuando Nkruma se convirtió en el problema del capitán Kaminski, y viceversa.

Kaminski era un veterano con diecisiete años de servicio en los departamentos de policía de Gary, Indiana y Chicago. Había servido los últimos cinco años en la «oficina de los titulares», es decir, en el muy armado y entrenado Equipo de Respuesta Selectiva. En los últimos dos años había servido como comandante del Equipo de Respuesta Selectiva, ocupándose de casos de perfil alto como las bombas en los paquetes de carne (adjudicados a la Liga de la Vida Animal) y la situación con los rehenes en el Museo de Campo (resuelto con sólo una víctima fatal entre los extremistas creacionistas).

Le había tocado a Kaminski informarle a Nkruma, en el primer contacto que tuvieron, que la mayoría de sus víctimas habían sido blancos, incluyendo un niño de ocho años y una mujer embarazada de su tercer hijo.

Nkruma no pidió disculpas.

—Hay mártires de la causa de la verdad, y sus muertes pesan sobre las cabezas de nuestros opresores —dijo—. Escribiremos sus nombres firmemente en estas paredes. —Cuando Kaminski le preguntó a Nkruma qué esperaba lograr asesinando niños negros, el ocupador respondió—: Un esclavo es invisible al rey hasta que el esclavo mancha de sangre la nariz del rey —una frase que repitió en su siguiente (y última) entrevista a los medios.

Luego Nkruma había rechazado las propuestas de Kaminski para que se rindiera y evitara más derramamiento de sangre. Juró que él y su ejército (que decía que tenía unos cien hombres) no se moverían hasta que el gobierno federal garantizara «justicia a los prisioneros negros de guerra que murieron en la reserva Cabrini».

El Ejército de la Herencia Africana de Nkruma y el Equipo de Respuesta Selectiva de Kaminski habían quedado detenidos en un empate desde entonces. La banda de Nkruma, que Kaminski sospechaba que no tenía más de veinte personas, tomó la parte superior y tenía mil ventanas abiertas para disparar. También estaban armados con cartuchos de dinamita industrial, con la cual hicieron granadas improvisadas que usaban para alejar el vehículo de los miembros del Equipo de Respuesta Selectiva en el único intento por entrar en la torre.

Pero la policía controlaba el perímetro, lo que significaba que al Ejército no llegaban comida, agua, municiones o refuerzos. También controlaban las ondas de radio, por lo menos en cuanto a lo que se emitía de la torre, y Nkruma quedó completamente silenciado. Aun así, la historia continuaba. Y el persistente interés de la prensa significaba la persistente presión sobre Kaminski para resolver la situación.

Kaminski había resistido la presión, esperando que el hambre y el frío del fin del invierno finalmente ablandarían la determinación de Nkruma, porque sabía que no había manera de tomar por asalto la torre sin el riesgo de un Waco. Pero después de los disparos esporádicos de la última semana (Kaminski pensaba que era la manera que tenía Nkruma de molestar) produjeron dos víctimas más, él y sus lugartenientes se habían visto forzados a volver a pensar esa estrategia y planear un segundo ataque.

Entonces el director de la oficina de Chicago del FBI había llamado con una proposición insólita, y pocas horas después el Presidente de los Estados Unidos hizo un anuncio extraordinario. Así dio a Kaminski una oportunidad de revisar el plan de ataque una vez más, y de ir a la puerta del perímetro para esperar la llegada de la caballería.

También había más de dos docenas de testigos de la prensa esperando ahí; parte del precio de la ayuda del FBI era que se daba aviso con anticipación a la prensa, que tenía acceso al sitio desde ubicaciones diferentes. Cuando Kaminski llegó, los periodistas reaccionaron como hilos de hierro ante un imán, y él les dio la ración que querían.

—Espero que el señor Jordán Nkruma haya mirado las noticias anoche, así podemos darle breves explicaciones y todos podemos volver a casa a tiempo para dar las buenas noches a nuestros hijos —dijo Kaminski—. En breve, vamos a quitarle a Nkruma sus armas, y un poco después él estará detrás de las rejas, respondiendo por las vidas que él tomó con esas armas.

—¿Qué hay de los derechos morales de los ocupadores ilegales? —gritó alguien desde el fondo—. ¿Usted espera que ellos reciban justicia desde la prisión?

—La política no me interesa. Los asesinos de niños no pueden reclamar particularmente derechos morales, que yo sepa —respondió Kaminski—. Y sí, espero que ellos obtengan justicia, más justicia que la que ellos dieron a Donnie Stavens, o a Vernon Thagard o a Jonita Walkey.

En ese mismo instante, las sirenas anunciaron la llegada del equipo de asistencia del Escudo de Vida. En lugar de ese nefasto sonido de los vehículos de emergencia norteamericanos, tenía la vibración de dos tonos que Kaminski asociaba con las viejas películas policiales inglesas. Aun así, el sonido hizo volver todas las cabezas (y las cámaras con auriculares) desde Kaminski hacia la calle.

Momentos después, un par de vehículos blancos (un auto de exploración todo terreno y una camioneta de reparto de cuatro ruedas) apareció en la puerta. El auto de exploración tenía cuatro parlantes a prueba del mal tiempo sobre el techo; el camión, cuatro antenas blancas de medio metro de altura. Las únicas señales en ambos vehículos eran los grandes emblemas azules del Escudo de Vida en el capó, el techo y las puertas.

El grupo de cinco hombres que salió en tropel de los vehículos estaba vestido con los mismos colores: monos blancos con emblemas del Escudo de Vida en el pecho, del lado izquierdo, y sobre el hombro derecho. Uno de los cinco también tenía un círculo dorado rodeando sus emblemas, el mismo que avanzó a través de los observadores y se presentó a Kaminski.

—John Grodin, coordinador del equipo —dijo—. ¿Algún cambio con respecto a lo que nos envió esta tarde?

—Ningún cambio.

—¿Estableció el perímetro de seguridad?

—A doscientos metros. Estamos listos para retroceder ante su señal.

—Entonces vamos —dijo Grodin—. ¿Usted viene con nosotros?

—Me gustaría.

—Hay un asiento libre en el primer auto —dijo Grodin.

Kaminski tocó el micrófono de la solapa.

—Comando de Operaciones a todas las unidades, despejen zona azul. Repito, despejen la zona azul y tomen sus posiciones de Panadero Caliente.

Mientras los otros se replegaban, la pequeña caravana se movía hacia el borde de lo que había sido el jardín de juegos de la torre.

—¿Usted quiere el reconocimiento? —dijo Grodin, alcanzándole un comunicador a Kaminski.

—Ya he tenido toda la publicidad que puedo soportar —dijo Kaminski—. Es su movida.

Grodin aceptó el teléfono que le devolvía Kaminski.

—No responden —dijo después de un rato—. No hay que preocuparse, conseguiremos su atención. —Con su pulgar, ingresó un código en el teclado de su comunicador—. Atención, ocupantes de la Torre Verde Cabrini 11 —dijo, y sus palabras explotaron en la noche desde los parlantes en el techo del auto—. Atención, Nkruma y Ejército de la Herencia Africana. Habla John Grodin con el equipo de asistencia del Escudo de Vida treinta y uno. Por favor escuchen atentamente. No habrá otro aviso.

»En este momento, sus armas son más peligrosas para ustedes que para nosotros. Puedo detonar sus explosivos y destruir su munición en un segundo, con apretar un solo botón. Ése es el punto número uno. Si ustedes disparan a mis vehículos, apretaré ese botón. Ése es el punto número dos. Si ustedes están demasiado cerca de sus armas cuando yo haga eso, van a salir heridos. Ése es el punto número tres.

»Como no espero que ustedes me crean inmediatamente, estoy preparado para ofrecerles una demostración. Tienen dos minutos para poner algo de su arsenal (un arma cargada, un explosivo, no importa) en el extremo del corredor de cualquier piso del ala sur. Ustedes eligen el piso, eligen el arma y luego sacan a todo el mundo de ahí. En dos minutos, activaré el Escudo de Vida y destruiré el arma desde aquí.

»Después de eso, voy a esperar tres minutos, y luego empezaré a subir la energía. Ustedes pueden usar esos tres minutos para dejar sus armas y salir de ahí, o pueden quedarse. De cualquier modo, en cinco minutos a partir de ahora, todos los explosivos de ese edificio van a salir.

»Un minuto para la demostración.

»No pueden hacer nada sobre esto. Solamente tienen una elección: deponer las armas y vivir, o aferrarse a ellas y morir. Si disparan a mi equipo ustedes pierden la elección. No piensen que las paredes los protegerán. No piensen que pueden esconderse o esconder sus armas. No piensen que pueden correr. El Escudo de Vida estará por todas partes, adentro y afuera.

»Treinta segundos.

»Salgan desarmados, y no serán heridos. Si mantienen sus armas, terminarán en el hospital o en la morgue.

»Diez segundos. —Continuó la cuenta regresiva hasta cero, y luego cambió el canal de transmisión—. Técnico uno, habla el director del equipo. ¿Tiene el rango dirigido hacia la esquina sur, primer piso?

—El rango es uno, siete, dos.

—Póngalo en uno, nueve, cero y prepárelo para empezar.

—Uno, nueve, cero, sí.

—Inicie.

Hubo un relampagueo brillante desde la ventana del cuarto piso, seguido un instante después por un trueno atronador que hizo vibrar el auto. Después de que el viento alejó el polvo, los reflectores mostraron un agujero que se abría en la pared de la torre.

—Atención, ocupantes de Torre Cabrini 11 —dijo Grodin—. Ahora saben que digo la verdad. Sus armas no les son más útiles. Sus armas ahora son un grave peligro para ustedes. Tienen tres minutos para abandonarlas y entregarse a las autoridades. Salgan del edificio por la entrada oeste y caminen directamente hacia los vehículos del Escudo de Vida. No intenten llevar un arma fuera del edificio con ustedes.

—Allá —dijo Kaminski, señalando. Había movimiento en la entrada oeste, una figura que apareció en la puerta arruinada, y luego desapareció. Momentos más tarde surgieron dos mujeres que avanzaban por los paneles destruidos de madera terciada que alguna vez habían cubierto la entrada. Protegiéndose los ojos contra los focos dirigidos hacia ellas, caminaron con paso inseguro en dirección de Grodin.

—Muy bien, sigan avanzando —dijo él—. Dos minutos.

Otros siguieron. Cuando la cuenta regresiva llegó a cero, veinticuatro personas habían salido de la torre y habían sido escoltadas por los miembros del Equipo de Respuesta Selectiva de Kaminski con sus chalecos antibala. Pero pronto se hizo evidente que Nkruma no estaba entre ellos. Había ordenado salir a sus seguidores, pero permanecía adentro de manera desafiante, aparentemente para inmolarse.

Kaminski hizo un último intento para llamar al comunicador de Nkruma, pero éste no respondió.

—¿Tenemos lo suficiente como para declarar la victoria? —preguntó Grodin—. Por ahora no hay bajas, lo cual agradará a la gente para la que yo trabajo. ¿O cumplimos con nuestra amenaza y le damos a Nkruma lo que quiere? Puede tener los suficientes explosivos aquí como para derribar grandes pedazos de ese edificio.

—No creo que sea del tipo que da la vida por la causa —dijo Kaminski—. Para no mencionar que es demasiado listo como para quedarse sin opciones.

—¿Piensa que él cree que estamos jugando?

—No creo que esté junto a su armamento para averiguar eso. Supongo que está abajo, en la planta baja, y desarmado. —Tocó su micrófono en la solapa—. TacData, habla Kaminski. Buscamos uno más. ¿Hay algo en infrarrojo o en audio?

—Tuve algunos sonidos momentáneos en el 114 hace dos minutos.

—¿Puede haber sido un llamador de comunicador?

—Puede —coincidió el técnico.

Kaminski apagó su radio.

—Lo tenemos —dijo a Grodin, luego dio la orden de entrar.

El Equipo Rojo Cinco encontró a Nkruma agazapado cerca de una ventana, en las ruinas del departamento 112, esperando la explosión, esperando a saltar del alféizar y salir corriendo. El Equipo Rojo Dos encontró su escondite de armas contra la pared externa del sexto piso, donde hubiera logrado una enorme distracción para cubrir el intento de huida de Nkruma.

—Como dije, es listo —dijo Kaminski mientras veía junto con Grodin cómo Nkruma era llevado con esposas—. Lo suficientemente listo como para salir de esto vivo.

—Me alegro de que hayamos tenido uno listo esta primera vez —dijo Grodin—. ¿Usted puede soportar el hecho de que no le haya dado la oportunidad de matarlo?

La pregunta sorprendió a Kaminski.

—Sí —dijo después de unos instantes—. Sí, puedo. Hasta podría acostumbrarme a ello. No creo que usted me pueda dejar esa cosa —dijo, señalando en dirección del furgón del Escudo de Vida.

—Lo siento —dijo Grodin—. Pero le conseguirán uno para usted en algún momento. Esto es sólo el comienzo.