15: Secreto

Nagasaki. Registros sísmicos «prueban sin lugar a dudas» que China llevó a cabo una prueba nuclear subterránea, violando así la Prohibición General de Pruebas, de acuerdo con el director de Control Mundial Nuclear. «Las oscilaciones de la bomba son inconfundibles. Éste era un nuevo diseño, con un alcance mayor que el que habíamos visto hasta ahora», dijo el doctor Ray Milius. «Espero que sea la cabeza para el DF-10». La Agencia Espacial China disparó su nuevo cohete de largo alcance el mes pasado. Pero los funcionarios en Beijing insisten en que el acontecimiento sísmico, centrado cerca de la zona de pruebas nucleares de Lop Nor, fue un terremoto y no una explosión, y que el Dong Feng 10 fue diseñado como propulsor de la nave tripulada Lotus.

Historia completa - Reseña del Departamento de Estado - Vídeo: lanzamiento del DF-10 - El primer ministro del Japón protesta - ¿Fue la prueba una «advertencia» para Rusia y los Estados Unidos?

Apenas había empezado a secarse la transpiración en la piel de Gordon Greene cuando su comunicador empezó a sonar.

La alarma era un sonido sorprendentemente moderado, en parte porque lo había dejado en modo continuo, y en parte porque los jeans donde estaba se encontraban en una pila amontonada en el suelo a tres metros, cerca de la puerta de la habitación. Era en parte una vibración sorda, en parte un zumbido de tono bajo, y no era más fuerte que la respiración de la mujer desnuda acurrucada a la derecha de Greene. Lentamente, se soltó del abrazo de la muchacha, reemplazando su hombro con una almohada bajo la mejilla de ella y el calor de su cuerpo, con una manta.

No era la ternura ni el cariño lo que lo guiaban, sino más bien una combinación de cortesía y su deseo de privacidad. Como la mayor parte de los encuentros cuando los extraños se convierten en amantes, la última hora había sido de mutuo egoísmo, no de intimidad. La necesidad de ella de no estar sola y la de él de calmar sus ansias de un cuerpo habían arreglado todo, negociando con promesas medidas bajo la luz fría de un bar bailable a ocho cuadras del campus.

Pese a todo, habían armonizado, y sus cuerpos habían encajado el uno en el otro con facilidad, con besos apasionados y todo lo que seguía, la intensidad de ella a la par de la de él, su cuerpo que se encogía ante sus caricias, el cuerpo de él que respondía a la llamada de ella. El acoplamiento final había sido salvaje, vocal, febril, desenfrenado, y se habían desmayado juntos sobre las sábanas húmedas sin ningún arrepentimiento. En realidad, con muy poco que pudiera molestar la agradable niebla de memorias sensoriales y el suave descenso al sueño.

Luego se oyó la alarma. Greene recordó al instante por qué la había puesto, y se dio cuenta de que era una razón suficiente para abandonar la agradable y suave presión de Kiera contra él. Escapó de la cama con apenas un chirrido de los resortes. Para entonces la alarma ya no sonaba. Pero levantó sus jeans con una mano mientras salía de la habitación, y se detuvo en el pasillo para ponérselos.

Había suficiente luz que pasaba a través de las persianas, proveniente de una luz de seguridad, para que Greene pudiera llegar a una silla giratoria en su estudio. Cuando tocó la esfera de la computadora, el visor de cien centímetros se despertó, vertiendo bastante luz sobre el escritorio como para que él pudiera ver su teclado dividido, un accesorio antiguo que requería una antigua habilidad, pero que no obstante era la primera elección de Greene para hablarle a su sistema. La mayor parte de las cosas interesantes que podían hacerse con una computadora exigían abandonar las cómodas facilidades de la interfaz multimedia. Y, al nivel de la máquina, la sintaxis era importante.

Todos sus agentes de noticias estaban activados y le mostraban sus nuevos hallazgos. Como aún tenían un poco de tiempo antes de la transmisión programada desde Phnom Penh, Gordon empezó a mirar rápidamente los mensajes que tenía.

Había tantas entradas en la cola de Explosión que casi le parecía que la tierra estaba vibrando a sus pies. Un camión-bomba en Colombia, minas en una ruta muy transitada en el Valle del Jordán, un ataque con cohetes en Argel, duelos de mortero en las afueras de Bogotá… ésos eran asuntos de todos los días. Greene había mirado cientos así sólo en el último mes. Bombas norteamericanas de cincuenta años que mataban a unos granjeros al norte de la ciudad Ho Chi Minh, una bomba suicida en un tren alemán, munición en buen estado de artillería de 105 milímetros encontrada en un basural en Kentucky… por lo menos éstos ofrecían alguna novedad, aunque ningún rastro de lo que Greene buscaba. Y cada tanto había historias que Greene podía solamente considerar macabras y raras: un ataúd con una trampa en un funeral en el sur de Italia, o los «asnos dirigidos» que pasaban lanzadores de granadas por las montañas a Grecia.

Ocasionalmente (e inevitablemente), los buscadores se equivocarían, y le ofrecerían a Greene un instante más divertido: un artículo sobre una «explosión» de las poblaciones de hormigas rojas en Missouri o un impacto de un cometa devoniano en Nevada. Pero había otras historias ante las cuales Greene no podía encogerse de hombros, las insensatas y crueles, las desvergonzadas y brutales. Las imágenes mentales permanecían en él durante días: granadas de fragmentación arrojadas en el medio de una iglesia atestada en Manila, o un asesinato equivocado con una carta bomba en Grozny que mató a una niña de un mes en los brazos de su madre.

Pero los agentes de noticias aún no habían hallado evidencia acerca de que el Gatillo estuviera siendo usado como se le había prometido a Greene: acerca de bombardeadores matados por sus propias bombas, acerca de déspotas depuestos y los ejércitos privados de su armamento, de matones, delincuentes y hombres listos despojados de su masculinidad de azul y acero. Los que sangraban y morían, los que sufrían y lloraban seguían siendo mayoría, en todos los continentes, en todos los países, y sólo las muertes más terribles y dramáticas eran registradas en la conciencia y el conocimiento de desconocidos del otro lado del mundo. Todo era como siempre había sido.

Greene no perdía las esperanzas porque era lo suficientemente cínico como para no esperar demasiado. Aun así, sentía que se perdía una oportunidad cada día que pasaba. Lo sentía por él, por aquéllos a quienes había llamado amigos, y por aquélla que nunca estaba fuera de sus pensamientos. Un gesto noble y en vano, un año perdido, y vidas alteradas sin objeto. Su desilusión no provenía del abandono de la esperanza, sino del sacrificio de las buenas intenciones. Habían caído en terreno duro y cada vez le parecía más que él tenía que dar un paso para mantenerlas.

Esa posibilidad parecía tan cierta, en realidad, que Greene ya había estado haciendo sus preparativos. Ya tenía tres copias encriptadas del archivo Gatillo en servidores remotos, todos ubicados físicamente fuera de los Estados Unidos. Dos de esas copias estaban envueltas en un sobre digital dirigido a más de cien sitios públicos de distribución, desde grupos de noticias como alt.peace y sci.physics a servidores de impresión en dieciséis países. El tercero estaba dirigido a casi doscientas casillas de correo individuales de activistas por el desarme y sus compañeros de Terabyte en todo el mundo: físicos de todas clases, ingenieros experimentales y directores de investigación de compañías de alta tecnología.

En general, Greene calculaba que sus esfuerzos —que incorporaban los trucos más nuevos y escurridizos para el envío masivo de mensajes— podrían distribuir por lo menos diez mil copias del enorme archivo en una hora. Según la velocidad y efectividad de cualquier intervención del Pentágono (barricadas, asesinos y canceladores entre una infinidad de posibilidades), podría haber medio millón de copias o más en circulación para cuando hallaran y cerraran los servidores de origen. Y en ese punto, sería ya demasiado tarde. Demasiada gente habría tomado nota de los elefantes digitales que Greene había dejado en su puerta. Sería imposible hacerlos desaparecer a todos.

La amenaza que más temía Greene ahora era el golpe en la puerta que podía llegar sin ninguna advertencia. Él era el eslabón más débil, un clásico modo de fallo único. Así que había puesto a todas sus computadoras con remitentes de «hombre muerto», y sus relojes estaban tres días adelantados. Si algo le ocurría, de modo que algún inocuo llamado de la red no podía llegar a sus remitentes por lo menos una vez cada tres días, todo se pondría en marcha sin mayor participación de su parte. Eso mismo le daría a Greene una ventaja, unas horas, unos días si quería arriesgarse, en los cuales podría desaparecer en la sombra, cuando llegara el llamado, si es que llegaba.

Pero la razón por la que estaba sentado frente a la terminal a la madrugada, en lugar de estar acariciando a la mujer en la cama, como haría cualquier hombre en sus cabales, era averiguar si todo ese trabajo había sido en vano.

Unos pocos minutos antes de las dos, mientras cerraba sus agentes de noticias, oyó un crujido del suelo del living.

—Hola —dijo ella suavemente, acercándose.

—Hola —dijo él, poniendo CNN y bajando el sonido—. Tienes el sueño ligero.

—No tanto como tú, evidentemente. ¿Qué estás haciendo? ¿Enviando una reseña a alt.suertudo.com? —musitó, abrazando el pecho descubierto de él desde atrás.

—Poniéndome al tanto de los acontecimientos actuales —dijo él—. El Presidente está en una gira en el Lejano Oriente.

—He conocido hombres que tenían que fumar después, y hombres que tenían que comer después, y hombres que tenían que salir corriendo y lavarse los dientes después…

—Eso es atractivo.

—Muy —dijo ella, mientras aparecía una señal de CNN en vivo en la pantalla—. Pero si no vuelves a la cama, voy a ir a casa pensando que fui dejada de lado ante una pantalla por un político… y por uno con bastante cara de tonto.

Con un toque de su mano izquierda, Greene empezó a capturar la imagen de vídeo. Con otro hizo subir el volumen. Con la mano derecha apretó la mano de Kiera y la detuvo antes de que se fuera.

—Quince minutos y estaré todo junto a ti otra vez.

—¿Esto te excita? —dijo ella con una risita.

—Bueno, supongo que has oído hablar del vínculo genético entre la testosterona y las explosiones, ¿verdad?

Después de las presentaciones, el presidente Breland empezaba a hablar.

Kiera apareció sobre su hombro.

—¿Estás esperando explosiones?

—Ése es el rumor. No en el podio —agregó rápidamente—. Van a despejar un campo minado.

—¿No es peligroso? ¿Y no lleva mucho tiempo?

—Generalmente sí. Por eso esto es una novedad.

Ella miró a la pantalla y vio solamente cabezas que hablaban.

—¿Quince minutos? ¿Me lo prometes?

—Veinte, como máximo.

Ella lo besó en la cabeza.

—Quizá vaya a darme una ducha, entonces.

—Eso es lo que Napoleón le dijo a Josefina.

—¿Hmm?

—No.

Ella hizo un ruido de sorpresa, pero no de disgusto.

—No me hagas esperar.

—No lo haré.

Después de que se fue, Greene se permitió una sonrisa. Había podido atisbar el vehículo de colchón de aire en el fondo, detrás del Presidente. La sonrisita se amplió con una sonrisa complacida cuando llegó el primer plano. Cuando una maqueta apareció en la pantalla, Greene se reclinó en su asiento y empezó a reírse por lo bajo en la oscuridad.

—«Vehículo de Retiro de Minas Armónico» —susurró para sí mismo—. Me gusta eso. Me gustan las antenas falsas también, y esos grandes parlantes Leslie adelante y atrás. Muy barato. Retiro de minas armónico, sí, va a funcionar.

Greene había subestimado su propia alegría y fascinación. Pasó más de una hora antes de que finalmente volvió en puntas de pie a su habitación. Cuando lo hizo, encontró a Kiera completamente dormida y roncando suavemente. Tenía la intención de arreglar el asunto por la mañana, pero ella dejó la cama temprano y no regresó, ocultándose en una larga ducha y luego manteniéndolo a él a distancia hasta que ella pudo escapar.

Para su sorpresa, Greene se dio cuenta de que no le importaba demasiado la oportunidad perdida, ni lamentaba no haber cumplido su promesa. No intentó detenerla ni darle explicaciones. Su primer pensamiento esa mañana fue preguntarse cómo ese hecho estaba siendo presentado en los principales servicios de información. Su segundo pensamiento fue acerca de Leigh Thayer, y acerca de las posibilidades mucho mayores ahora de volver a verla.

—Antes de Pol Pot y de Lon Nol, antes de la guerra secreta de los Estados Unidos, antes de la brutal guerra civil en Camboya, esto era una granja —dijo el presidente Breland a las cámaras que llevaban su imagen por todo el globo. A su derecha estaba el presidente del Consejo Nacional Supremo. A su izquierda, el director del Centro Camboyano para el Retiro de Minas—. Estos campos producían arroz, y los bosques detrás de ellos daban madera y fruta.

»Esto no era una granja-fábrica, o una cooperativa del Estado, o siquiera una fuente de gran riqueza. Ésta era la granja familiar de Ngos Tran. —Breland miró hacia la plataforma donde un hombre delgado y encorvado estaba de pie, descalzo, con su chaqueta y sam-pot.— El y sus ocho hermanos, y sus padres, Poth y Ravi, trabajaron estos campos inundados para sobrevivir. Si en un año había lo suficiente para llenar un carro para vender en un mercado, se consideraban bendecidos.

»Pero luego llegaron los soldados, y el señor Tran perdió un hermano por un disparo. Más tarde, esos soldados fueron empujados por otros soldados, y el señor Tran perdió un segundo hermano, reclutado a punta de bayoneta, y nunca más oyeron de él. Una y otra vez, cuatro diferentes ejércitos se han tiroteado en esta tierra, que está demasiado cerca del río Mekong y de la ruta de Kámpóng Cham para escapar a su atención.

»Esos ejércitos ya no están, pero sus tarjetas de la muerte siguen aquí esperando: docenas de minas antipersonales envueltas en plástico, escondidas bajo el agua, ocultas en el barro. Una mató a la hermana mayor del señor Tran. Otra se llevó la pierna derecha de su padre. Nadie vive de esta tierra ahora. Nadie siembra arroz aquí. Es demasiado peligroso, aun para gente pobre y desesperada.

»Pero las minas en Camboya no son sólo la tragedia de una familia. Son una tragedia nacional. Hay más amputados aquí que en cualquier otro lugar del mundo: una cada doscientas personas. Cuatrocientos civiles mueren por mes en lo que el Khmer llama tiempo de paz.

»¿Por qué nadie hace algo? Alguien lo ha hecho. Durante más de una generación, el Centro Camboyano por el Retiro de Minas ha dirigido uno de los programas de retiro de minas mejor organizados, más dedicados y más exitosos del mundo. Trabajando lentamente, retirando una mina por vez, los equipos del Centro (más de tres mil hombres y mujeres, la mayoría de ellos entrenados por el Centro) han quitado más de siete mil minas y limpiado más de seis mil kilómetros cuadrados de tierra. Y cada kilómetro cuadrado que el Centro limpia permite a cincuenta refugiados volver a casa.

»Pero pese a sus incesantes esfuerzos, aún hay ocho millones de minas escondidas bajo tierra, esperando a lo largo de los caminos y senderos, ocultos en los bosques de Camboya. Estos campos han sido marcados con banderas rojas y han figurado durante nueve años en una lista de sitios que tienen que ser despejados. El Centro (la gente de Camboya) ha hecho todo lo que alguien puede pedir para librar a su país de esta plaga. Necesitan y merecen nuestra ayuda. Y eso es lo que hemos traído.

»Detrás de mí hay una máquina notable, la primera de cientos de Vehículos de Retiro de Minas Armónicos, que habrá, y que tengo la intención de instalar donde nuestra ayuda sea recibida. Valiéndose de principios de energía del sonido que serán familiares para cualquiera que haya asistido a un concierto, el Vehículo puede hacer en una hora lo que a un pelotón de retiradores de minas entrenados le llevaría una semana, y sin las terribles bajas tan frecuentemente sufridas por estos valientes voluntarios.

»Esta tierra ha visto demasiada sangre derramada, y ha estado en barbecho demasiado tiempo. Es hora de que el señor Tran y su familia vuelvan a casa, vuelvan a sus campos. Por eso le he pedido a la Brigada de Ingeniería 318 de los Estados Unidos, recientemente formada, que traiga su primer Vehículo aquí para demostrarle al mundo que la era de la mina se ha terminado, y que el día de esa arma ha pasado. Señor Tran, espero que éstos sean los últimos soldados que sean vistos en sus campos.

Breland se alejó del podio e hizo una señal (un círculo en el aire con el índice) al teniente del ejército que estaba de pie con su gente frente al Vehículo. El teniente respondió con un saludo. Mientras él y sus hombres subían al vehículo, Breland se dejó llevar hacia una de las cinco sillas protegidas por tres largos, paneles oblicuos de un escudo transparente de acrílico contra metralla, una concesión al Servicio Secreto, que había querido que Breland hiciera su discurso desde un estudio en Phnom Penh.

Hubo un susurro y un murmullo de anticipación mientras las turbinas del Vehículo se encendían, y el vehículo de colchón de aire se elevó dejando su falda de goma. Con todos sus ventiladores funcionando, se volvió y se acercó hacia las banderas de demarcación. Cuando se acercó al primero de los banderines que marcaban el límite, se agregó el ruido grave de los parlantes de gran salida, que llegaba a los oídos de Breland casi como un pulso, aunque sabía que era un sonido continuo.

Casi inmediatamente, media docena de pequeñas fuentes empezaron a surgir del arrozal abandonado en un arco justo encima del Vehículo. Las explosiones individuales, ahogadas por la sobrecarga, eran apenas más fuertes que sus ecos salteados, pero sin embargo hicieron sobresaltar a la centena de espectadores, y quienes luego, inexplicablemente, empezaron a acercarse. Mientras el Vehículo se desplazaba sobre el borde del campo, las explosiones continuaron, y la multitud, complacida, aplaudía.

Cuando el vehículo se detuvo en la fila de árboles y luego giró para empezar a pasar nuevamente, de manera paralela, Breland pudo ver que la falda del colchón de aire estaba salpicada del barro del Mekong, pero no había señales de ningún daño.

—¿Cuántos de éstos puede prestarnos? —preguntó el presidente del Centro, acercándose a Breland.

—Estamos organizándolos en escuadrones de cuatro —dijo Breland—. Yo esperaba que ustedes me permitieran ubicar dos escuadrones aquí. Mis expertos me informaron que deberían estar en condiciones de despejar todas las zonas bajas para fin de año.

—Para fin de año… —repitió el presidente del Consejo Nacional Supremo, maravillado.

En ese preciso instante, sin ninguna advertencia, una gran explosión surgió a unos metros dentro del borde de la zona con banderines.

Algo resonó contra el escudo, y la plataforma entera se sacudió. Breland se arrodilló instintivamente, y empezó a incorporarse, todavía con un zumbido en los oídos. La explosión había ocultado el Vehículo de sus ojos detrás de una pared sólida de barro, humo y agua.

Dos agentes del Servicio Secreto tomaron a Breland, con la intención evidente de llevarlo al suelo protegiendo el cuerpo de él con el de ellos. Pero él los alejó, enojado, justo cuando el coronel Grassley del regimiento 318 subía corriendo a la plataforma.

—¿Qué ocurre, coronel? —llamó, mientras ayudaba al presidente del Centro a levantarse.

—Una carga que no explotó, señor Presidente. Probablemente una carga de artillería o una salva de mortero que se enterró ahí. Sonó como una grande. Los chinos copiaron el mortero remolcado ruso de 82 milímetros, y puede haber sido algo así. Hasta puede haber sido una bomba de hierro que nosotros dejamos.

—¿El Vehículo está dañado? —Pero entonces pudo ver que no. Aunque estaba ahora muy pintado de lodo, seguía avanzando, y pasó cerca de un pequeño cráter que se estaba llenando rápidamente de agua.

—No, señor. ¿Quiere que continuemos?

El comandante de la unidad del Servicio Secreto dio un paso y trató de responder a esa pregunta, pero Breland fue más rápido:

—Por supuesto, coronel. Despejen todo el campo.

Los hombres del Servicio Secreto estaban ahora muy cerca de Breland, enojados e insistentes.

—Señor Presidente, tenemos que retirarlo de aquí.

—Me sentaré abajo, John —dijo en voz baja, y los micrófonos no captaron sus palabras—. Es todo lo que te permitiré moverme.

En diez minutos más todo terminó. No hubo más grandes explosiones y sólo una mediana, que Grassley identificó como una mina antitanque. En total, unas tres docenas de «rosetas de maíz», como el director del Centro llamaba a las pequeñas minas antipersonales, explotaron en el primer barrido del campo. El Vehículo hizo un segundo barrido en ángulo recto, pero no hubo ni una explosión más. Parecía que la primera barrida había sido ciento por ciento efectiva, ubicando y destruyendo todas las amenazas que acechaban bajo la superficie.

Cuando el Vehículo se posó sobre su falda en el área de estacionamiento, Breland bajó de la plataforma y cruzó la calle para felicitar a la tripulación. El destacamento del Servicio Secreto fue detrás de él nerviosamente, esperando que su próxima parada fuera el helicóptero presidencial, y un rápido viaje de vuelta a la seguridad de Singapur. Pero cuando Breland terminó con la tripulación, vio que Ngos Tran también había bajado de la plataforma, y se dirigía, vacilante, hacia los banderines rojos, completamente solo en su maravilla e incertidumbre.

Fue entonces cuando, siguiendo un impulso, Breland tuvo el gesto que casi todos los editores de noticias de todo el mundo elegirían como la imagen representativa de ese día. Después de cruzar el campo con pasos largos pero tranquilos, alcanzó a Ngos Tran, y se quedó allí.

Los dos hombres no podían ser menos parecidos, o de dos mundos más diferentes: este y oeste, ciudad y campo, de hombros anchos y delgado, alto y encorvado, poderoso y pobre. Un presidente y un campesino. Ninguno podía entender una palabra que dijera el otro. Pero en unos pocos gestos, se hicieron entender.

«¿Es realmente seguro?», le preguntaba Tran.

«Venga, véalo usted mismo», fue la respuesta de Breland.

Los dos hombres caminaban lado a lado. Pasaron los banderines y entraron en el campo empapado que media hora antes ninguno de ellos hubiera osado pisar.

Enseguida los siguieron los funcionarios camboyanos, luego otros de la plataforma, todos corriendo para demostrar que ellos tampoco tenían miedo. Pero los demás eran irrelevantes. Las cámaras apenas les prestaban atención.

Fue la imagen de gratitud de Ngos Tran, quien miraba llorando a Breland y le tomaba las manos, y la escena de los dos hombres en el barro con el agua hasta los tobillos, lo que le valdría al fotógrafo Milo Thurban un Premio Pulitzer.

Y al presidente Breland le valdría muchísimo más.

El equipo de control y mediciones de la doctora Leigh Thayer tenía el control de rango de pruebas para la tarde. Habían preparado más de cuatrocientas muestras de materiales para ser evaluadas como escudos del Gatillo (entre ellos, metales, cristales, líquidos, compuestos inorgánicos ricos en nitrógeno). Cada material sería probado en tres espesores diferentes (de uno, tres y cinco centímetros), y en dos distancias (diez y veinticinco metros).

Lee llamaba a estas sesiones de prueba el «revoltijo», porque la imagen predominante era la de todo el equipo desparramado por la zona de alcance de la prueba, unos llevando bandejas de muestras y apresurándose de una almohadilla de prueba a otra. Las pruebas en sí sólo ocupaban unos pocos segundos cada una, así que parecía como si estuvieran en un ciclo interminable de preparación y recolección de las muestras.

Había ahora un total de veinte almohadillas de prueba desplegadas en dos arcos hacia el norte del laboratorio principal. Lee había pedido más, así podían probar más materiales a la vez. Pero después de observar el primer revoltijo antes de irse a Princeton, Brohier había decidido en contra del pedido de ella.

—Tal como están las cosas, tienes una persona por material. Es muy ordenado, y hay poca posibilidad de error —le dijo—. Si pasas ese límite, sólo aumentarás las posibilidades de un error.

Los errores no eran tan graves como lo habían sido al principio, porque ya no usaban explosivos en sus pruebas. En lugar de ello, usaban lo más parecido a un detector operativo del Gatillo que habían diseñado: las «cápsulas humeantes» de Leigh Thayer.

Como las cintas reactivas o las placas de radiación, las cápsulas consistían en un panel de plástico con un disco de tela impregnado con una solución derivada de la pólvora negra. Cuando se las exponía a un campo del Gatillo, las cápsulas explotaban con una columna de humo oloroso muy visible.

La información que proveían era estrictamente binaria: sí o no, presencia del Gatillo o no, y las cápsulas eran consumidas en el proceso. No obstante, a diferencia de las pequeñas explosiones pirotécnicas, que habían costado a uno de los ayudantes de Lee la yema de dos dedos, las cápsulas podían ser manejadas sin entrenamiento especial, y el ciclo de la prueba se reducía a la mitad. También eran casi silenciosas, lo que significaba que los días de prueba no sonaban más como un 4 de Julio. El Pentágono vio que eran potenciales alarmas perimetrales, por lo cual Goldstein ordenó la producción acelerada de ellas, y Lee presentó una solicitud de patente.

Pero Lee aún buscaba el descubrimiento que le permitiría construir un detector adecuado y un medidor de la intensidad para los campos del Gatillo. Los dos problemas (protección contra los campos y medición de éstos) parecían inextricablemente vinculados. Dentro del rango del Mark I, el campo del Gatillo parecía poder atravesar cualquier cantidad de materia como si no estuviera allí.

Había probado con cápsulas humeantes suspendidas a cien metros en un pozo y ubicadas en el extremo de un monte de granito. Las había probado con el pozo inundado y el emisor cubierto de plomo. Habían sellado una cápsula dentro de una caja hecha de uranio reducido. Los resultados (todos positivos) destruían todas las nociones de propagación basadas en la conducta de cualquier forma de energía electromagnética. Fuera lo que fuera lo que salía del emisor de un Mark I, consideraba la roca tan transparente como el aire.

Dado que la interacción del Gatillo con la materia era tan débil y selectiva, era inevitable que Horton y Brohier empezaran a prestar atención a los neutrinos. El modelo CERN había relegado esas misteriosas partículas fantasma a la misma categoría que al éter interespacial, despreciado como una simple convención de libro de un modelo teórico inmaduro. Aun así, los neutrinos seguían siendo atractivos. Durante casi dos semanas, Horton no habló casi de otra cosa.

En sus últimos días en la escena teórica, los neutrinos habían sido los más raros de una serie de extrañas criaturas en el zoológico subatómico. Con su masa variable, los números de espín fracciónales, su variedad de tienda de dulces y la rara habilidad de pasar por toda la masa de la Tierra como si no estuviera allí, los neutrinos eran el último Santo Grial del físico del Modelo Estándar, y la última esperanza de Jeffrey Horton.

La esperanza era que en algún lugar en el registro experimental acechara, olvidada y no reconocible, otra anomalía del Gatillo. Molestaba a Horton no haber podido relacionar su descubrimiento con cualquier fenómeno que ocurriera naturalmente.

—Daría mi brazo derecho por poder ver este asunto desde otro ángulo —le había dicho a Lee en una cena, poco después de que ella llegó al Anexo.

—Tendrías que encontrar alguien que quisiera tu brazo derecho primero.

Horton ya no conservaba el humor para entonces.

—Sabes lo que quiero decir. Lo que estamos haciendo aquí con la tecnología debería estar copiando algo que ocurre afuera sin ella. Me incomoda no tener fenómenos análogos naturales. Si esto es un fenómeno real, ¿cuáles son las observaciones que nos está ayudando a entender?

—La Paradoja de Horton —había dicho ella—. ¿Qué apareció en la bibliografía?

—Nada —había respondido él, moviendo la cabeza con una expresión de disgusto.

—Tal vez hayas buscado en la bibliografía equivocada —había sugerido ella—. Quizá necesites el The Weekly World News en lugar de Physics Today.

—¿Piensas que no estoy dispuesto a recurrir a los fenómenos en este punto? Quizá no llegue a los periódicos tabloides, pero deliberadamente dejé los parámetros de búsqueda lo más abiertos posible. Me aseguré de que abarcaran toda la seudociencia y la paraciencia.

—¿Y?

—No querrás que continúe.

—Vamos, dime.

—El buscador me dijo varias veces que la combustión espontánea humana era un buen resultado para mis criterios de búsqueda.

Ella se había reído, complacida.

—¡Claro que sí!

—No —había dicho él suavemente—. No hay un solo caso documentado con testigos. Ningún predicador inmolado en el púlpito, aunque te digan lo contrario. Por lo que puedo decir, en todos los mejores casos hay una anciana encerrada, obesa, que vivía sola, bebedora y fumadora.

—Hmm. No suena como si necesitaras a Sherlock Holmes para que te explique.

—Y la ciencia forense es o anecdótica o inexistente. Nunca has visto historias tan crédulas como ésas.

—Por supuesto que sí. Recibí educación católica.

—Reservada —dijo él con una sonrisa burlona—. Pero de todas maneras, si necesitamos a Mary Reeser o a la señora Oczki para explicar nuestro caso…

—Y bien… ¿Qué hay de los «fuegos de origen dudoso»? Alguien debe guardar registros.

—Alguien lo hace: el Centro Nacional de Datos sobre el Fuego. Cubrimos ese campo cuando todavía estábamos en Utah entrenando a los operadores del ejército.

—¿Y?

—Sólo pudimos llegar a un claro «quizás». El Centro Nacional rastrea dos millones de incendios y explosiones por año, y uno de cada cinco son de «causa desconocida». Contratamos a una compañía privada de investigaciones de incendios para que buscara en la base de datos del Servicio Nacional de Incendios. Volvieron con un informe muy largo, y no había nada allí que yo pudiera usar. No había suficiente información, no se podía reproducir, no había pautas que resistieran un análisis más fino.

—No hay pruebas.

—En una palabra.

—Tiene que estar por ahí.

—Si es que estamos haciéndonos las preguntas correctas —había dicho Horton—. Una de las verdades que todavía creo bastante es que la materia y la energía interactúan. Pero empiezo a preguntarme si lo que sale del emisor quizá no sea ni materia ni energía.

—¿Tienes algún otro sospechoso? —había dicho ella, sorprendida.

Horton la había mirado frunciendo el ceño.

Esa pregunta era ahora para Karl Brohier. Menos de tres semanas después de volver de Washington con Horton, el director había vuelto a hacer las valijas, esta vez para ir al Instituto de Estudios Avanzados en Princeton.

Ante el viaje de Brohier, Horton volvió a ser una presencia visible en el Anexo, y daba señales de que estaba recuperando su antigua actitud. Ya no era un ermitaño, demostraba un renovado entusiasmo por su trabajo, que a veces se manifestaba en un interés casi entrometido en el trabajo de Lee. Había pasado casi una semana recorriendo los registros de la unidad de ella y hablando con el equipo de ella sobre el problema de la detección y de la medición.

Y al final de esa semana, había pronunciado frente al equipo de ella una exhortación a la antigua:

—Si pueden detectarlo, pueden dirigirlo. Si pueden medirlo, pueden modularlo —les dijo Horton—. Mantengan la concentración y mantengan su entrega. Si pueden, mantengan el optimismo. Todos tenemos problemas con él a veces. Pero su trabajo puede bien ser la clave de todo lo que hemos estado haciendo aquí. Si hallan algo que interactúa fuertemente con un campo del Gatillo, podemos tener un escudo al día siguiente, y direccionalidad un día después.

El compromiso de Horton llegaba un poco tarde, desde el punto de vista de Lee, pero ella se sorprendió de hallar que el entusiasmo de él mantenía a flote su propio ánimo desalentado. Y se alegró cuando Horton apareció en el control de pruebas media hora antes de la hora planeada para el segundo revoltijo. Le recordó los viejos tiempos, antes del Bebé; una época que, como muchos otros padres, ella miraba con cierta nostalgia selectiva.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Horton.

—Acepto donaciones de sinapsis en buen estado —dijo ella—. ¿Sabías que el último gran crecimiento del cerebro ocurre justo después de la pubertad? Después de eso vamos deslizándonos… cuesta abajo.

—Lo sabía. —Horton mostró una amplia sonrisa—. Hasta desarrollé una teoría propia acerca de cómo los caminos de la vida se deciden por cómo usamos los últimos miles de millones de conexiones, en el estudio o en el sexo.

—Debes de haber mirado a tu alrededor en la escuela de postgrado y debes haberte dado cuenta de cuánta gente brillante no tiene idea acerca de las relaciones —dijo ella, y enseguida lamentó el toque de amargura que subyacía a sus palabras.

—Pude darme cuenta ya en la clase de matemática de la secundaria —dijo Horton—. Sólo dos del grupo fueron al baile de egresados, y yo no estaba entre ellos. ¿Tienes un juego de auriculares de más?

—En el cajón de abajo —señaló ella.

Luego estuvieron demasiado ocupados como para charlar. Lee revisó la lista final de tareas con una eficiencia enérgica que tuvo a todo el mundo de un lado a otro. Horton se caracterizaba por arreglárselas para quedarse fuera del camino de ella, lo cual ella apreciaba más que cualquier ayuda.

La prueba en sí fue algo decepcionante. Después de despejar el campo de alcance de la prueba, Lee llevó el Mark I hasta el diez por ciento durante quince segundos. Todas las bandas de la prueba estaban selladas dentro de pequeñas cajas de resina forradas con el material de la prueba. No había salidas de ventilación, así que no hubo humo ni ruido. Cuando volvió a encenderse la luz verde, uno de los miembros del equipo trajo el camión eléctrico desde afuera del radio de la prueba, y las cajas numeradas fueron apiladas y llevadas para su exanimación.

Mientras se alejaba el carro llegó otro con un juego de muestras más. Hubo un momento de tranquilidad en el control de pruebas mientras eran ubicados.

—¿Acaso el doctor Brohier te dijo algo de cuánto esperaba quedarse en Nueva Jersey? —preguntó Lee.

—Dijo que no era un lugar tan terrible como la gente suele decir, y que no me sorprendiera si se quedaba varias semanas.

—¿Piensas que pronto sabremos algo de él mientras esté afuera?

—No a menos que tenga algo —dijo Horton—. Simplemente, no es el tipo de persona conversadora.

—¿Te dio alguna pista de por qué viajó allá? Quiero decir, ¿con quién en particular quería hablar?

—Bueno… él tiene muchos amigos en la facultad. Buhl y Esterovich, especialmente. Pero todo lo que en realidad me dijo fue que se había preguntado si habíamos estado empujando el lado equivocado del palo. Si lo que necesitábamos era no una nueva física, sino una nueva matemática. Yo interpreté eso como una señal de que iba a hablar con Reichart y Wu.

Ambos nombres eran familiares a Lee. Reichart pertenecía al cuerpo docente de la Facultad de Matemática, y había ganado recientemente el Premio Wolf. Wu era un profesor invitado en la Facultad de Ciencias Naturales, y un conocido librepensador cuyas críticas al modelo CERN eran parte de su reputación tanto como su propio trabajo en física estelar.

—La lista de autores va a ser tan larga como el artículo cuando hayamos entendido todo esto —dijo ella.

—Me preocupa más que termine publicado en El diario de hechos extraños de Kreskin —dijo Horton.

—Podría ser peor. Podrían invitarte a aparecer en Maravillas de la naturaleza —bromeó ella. Se trataba de un programa diario y sin pretensiones intelectuales, el más exitoso de Phenomenal!, un canal de información y entretenimientos dedicado a religiones de moda y a seudociencias paranormales. La conductora era una voluptuosa ex-modelo disfrazada de sacerdotisa egipcia. Sus atributos descubiertos, revelados por su traje neotradicional, pueden no haber motivado el título del programa, pero ciertamente explicaban gran parte de su audiencia.

—Es una esperanza que vale la pena mantener —dijo Horton con el rostro muy serio.

Ella rio y tomó el micrófono:

—Ésta es Lee en la cabina. Preparados para la segunda ronda. Suspendan las actividades por puesto.

Pocos días después, era mucho más difícil encontrar algo gracioso en su situación. Lee y Horton estaban terminando su inventario de las muestras expuestas en el tercer revoltijo, y empezaban a enfrentar el hecho de que los resultados no habían diferido de los primeros dos. Ninguno de los materiales de protección había funcionado; todas las cápsulas humeantes habían sido destruidas.

Horton se reclinó en su asiento y revisó la línea de mesas llenas de las cajas abiertas de las pruebas.

—Supongo que necesitaremos hacer orden, ¿no?

—Jeffrey, quiero hablar contigo sobre eso.

Él notó que ella no le decía más «jefe».

—Adelante.

—Y a he recorrido toda la tabla periódica dos veces. Con tiempo y dinero ilimitados, podría recorrer todo el Manual de compuestos químicos también. Pero no me parece que así se haga buen uso de uno o del otro. No sin algún estímulo de parte de las pruebas que ya hemos hecho, alguna dirección que prometa algo. Pero los únicos materiales que interactúan con el campo del Gatillo explotan o se disgregan. Y aun ahí, yo no entiendo el proceso. Ni siquiera puedo probar que algo es absorbido. Es un callejón sin salida, Jeffrey. Esta maldita cosa… —Movió la cabeza, y la frustración le quitó las palabras para continuar.

—¿Hemos hecho un buen relevamiento?

—Sí, absolutamente. —Ella hojeó los informes de las pruebas—. Metales, no metales, de transición, gases nobles, actínidos, sulfuros, carbonatos, complejos de cobalto, fosfatos, resinas, aleaciones… Geri es una química muy buena, y entendió lo que yo quería.

—¿Qué quieres hacer ahora, entonces?

Lee suspiró y miró hacia otro lado.

—Supongo que podríamos trabajar los metaloides un poco más.

Y he estado rehuyendo los líquidos por los problemas de manipulación, dado que tantos de ellos son reactivos. Pero podríamos dirigirnos hacia allí, supongo.

—Muy bien —dijo Horton con tono alentador.

—Lo que realmente quiero es salir de aquí un poco —dijo ella, quejándose—. ¿Es posible? Tú tuviste tus vacaciones. ¿O aún estoy en libertad condicional, en arresto domiciliario?

—¿De qué hablas? ¿Qué tienes en mente?

—¿Cuán lejos estamos de Las Vegas?

—En helicóptero, lo suficientemente cerca como para pasar una noche en la ciudad. Si vas en auto, necesitarás quedarte tres días.

—No es divertido ir a Las Vegas sola —dijo ella, mirándolo con esperanza—. Eso es para adictos al juego y para supuestas coristas, y yo no soy ni lo uno ni lo otro.

—Sabes más que yo. Nunca he estado ahí.

—Ni yo.

—Razón suficiente —dijo Horton, y se levantó—. Toma tu cepillo de dientes. Voy a despertar a los pilotos de su juego de naipes.

Horton y Thayer se sumergieron en el brillo y el espectáculo de Las Vegas con la alegría imprudente de unos niños que se han escapado con una tarjeta de crédito prestada. Alquilaron una limusina Cadillac blanca en el aeropuerto internacional McCarren, y le dijeron a la conductora (una jovial mujer de Lousiana llamada Ruby) sus intenciones. Cuando la limusina llegó a The Strip, Ruby y su guía celular de la ciudad Alfombra Roja les habían reservado una suite en Bellagio y entradas para los dos mejores shows de casino.

El primer show; en el Luxor, incluía una cena lujosa servida por «esclavas de templo» que llevaban joyas doradas de fantasía y faldas cortas de colores que parecían más basadas en Hollywood que en la egiptología. El espectáculo que siguió representaba el surgimiento y la caída del Primer Imperio, y estaba organizado sobre la sensualidad y la ovnilogía. Sus puntos culminantes eran una inundación en escena del Nilo, una orgía sibarítica y la destrucción del Gran Templo en Karnak por una nave espacial.

Ruby les dijo que entre los dos shows tenían el tiempo justo para alcanzar uno de los placeres más duraderos de The Strip. Los dejó enfrente de la Bahía del Bucanero del Hotel Isla del Tesoro en el momento en que el primer cañón del HMS Britannia rugía, lanzando una llama púrpura y un humo plateado. La multitud de quinientos espectadores que llenaba el puente lanzó un grito de encanto, y aplaudió cuando el corsario Hispañiola devolvió el fuego.

—¿Alguna vez te preguntaste por qué las armas y las explosiones son una diversión tan atractiva? —preguntó Lee mientras miraba el programa—. ¿O es algo que la testosterona entiende instintivamente?

Un cañonazo ensordecedor del Britannia lanzó al aire a unos piratas y unos tablones, y Horton se guardó la respuesta hasta que los piratas triunfaron y él y Lee estuvieron en la limusina.

—Me lo pregunto con frecuencia —dijo—. Hay algo visceral, con seguridad. Las luces brillantes, los colores intensos, los sonidos fuertes, la onda expansiva contra tu pecho…

—Eso explica los fuegos artificiales. No las películas de guerra.

—Está relacionado con algo primario, me parece. Algo profundo en la mente animal. Todos esos mitos sobre el Gran Hombre, padres, reyes y guerreros.

—El amigo con un arma es nuestro héroe. El enemigo con un arma es una bestia asesina —dijo en tono reflexivo.

—Y matar a la bestia sin ser herido es para los hombres lo más cercano a la magia. No tan interesante como la magia de las mujeres. Pero es lo esencial y lo que otorga la condición de héroe, protector y del que provee. —Movió la cabeza y bajó la voz, tomando conciencia de la conductora—: Es un antiguo libreto. Será raro ver cómo queda cuando terminemos de reescribirlo.

—¿Qué haremos para divertirnos? —dijo ella entre risas—. La mitad de los escritores de Nueva York van a quedarse sin trabajo.

—¿No lo están ya?

—Muy bien, entonces la otra mitad también se quedará sin trabajo.

Horton se encogió de hombros.

—Siempre está la ficción histórica.

Una sonrisa esperanzada apareció en el rostro de ella.

—Sólo piensa en esto, Jeffrey. Quizás en mil años las historias de vaqueros sean historias situadas entre la invención del trabuco y del Gatillo, un momento en que las reglas eran diferentes. Una era colorida, fascinante, una rica fuente de leyendas y de folclore, pero fundamentalmente trágica y brutal, sin razón para que nadie la extrañe.

Horton cruzó el ancho asiento de cuero y tomó la mano de ella.

—Una hermosa idea. Aférrate a ella. Si alguna vez podemos mirar atrás con tanta claridad, bien, habremos aprendido algo, ¿no?

—Podría ocurrir —dijo ella con convicción—. ¿Cuándo fue la última vez que oíste a alguien defender el genocidio contra los indios norteamericanos, o a alguien que deseara que vivieran en Tombstone, hacia 1880?

—Oh, estoy seguro de que podríamos encontrar a alguien. La gente se vuelve nostálgica de las épocas más raras. Hay fanáticos del medioevo de fin de semana, otros que querrían revivir la Guerra Civil…

—Pero la mayoría de la gente piensa que el presente es mejor que antes —dijo ella, mirando por la ventana el alboroto brillante de Las Vegas—. Y pienso que la mayoría seguirá pensando lo mismo dentro de cincuenta años.

«En cincuenta años, te lo garantizo», pensó Horton. «Son los próximos cinco años los que me preocupan». Pero no dijo nada, dejando que el optimismo de ella quedara en el aire como una fragancia en el aire de la noche.

No estaba en la naturaleza de Jeffrey Horton permitirse disfrutar una demostración de arte escénico porque sí. Obtuvo su recompensa de competir en agudeza con los magos profesionales, y en agujerear sus ilusiones descubriendo la realidad detrás de ellas.

Mucho antes de haber pensado remotamente en una carrera en ciencias, sus dos grandes curiosidades eran los efectos especiales y la magia escénica, dos dominios donde el engaño es el arte mayor, y la realidad se vuelve elusiva.

Cuando los padres de Horton lo habían llevado a ver a David Copperfield en Minneapolis como regalo para su noveno cumpleaños, habían interpretado su atención absorta como fascinación juvenil. En realidad, había pasado toda la función intentando penetrar en las atrevidas ilusiones de David Copperfield, que en esa época llenaba auditorios. En el viaje de vuelta, Horton se había esforzado por arruinarles a los demás la ilusión, diciéndoles todo lo que había podido ver o deducir. Cuando muchas de esas ilusiones aparecieron en uno de los especiales de Copperfield, Horton lo grabó en un disco compacto y lo estudió hasta que pudo contar una detallada disección.

—Fue entonces cuando supe que él sería un científico —decía su madre—. Doscientos dólares por entradas para ver al mayor ilusionista del mundo, y Jeff insistía en decirle a toda la familia: «No se engañen. Esto es lo que pasó…».

A los trece años, su película favorita era El doble, que manipulaba de manera audaz la realidad, no sólo para la audiencia sino para el protagonista, un desesperado Steve Railsback que bailaba al final de una carrera divina de Peter O’Toole. El libro favorito de Horton era 1LM: El arte de los efectos especiales, un caro regalo de Navidad del hermano de su madre, en el cual eran revelados los secretos de prácticamente todas las películas populares de la juventud de Horton. Miraba todos los documentales de detrás de escena que podía, hasta el punto de que su hermano Tom decía que el programa favorito de Horton era La filmación de…

Esa obsesión resultó no darle muchos más réditos. Cuanto más sabía Horton, más difícil era engañarlo, o inclusive sorprenderlo. Las herramientas de los magos y técnicos de efectos cambiaban lentamente, y las verdaderas innovaciones eran raras.

Las imágenes de pixeles eran mejores que los de pantalla azul, que eran mejores que los de proyección, que era mejor que saber que una escena en El mago de Oz tenía que terminar como terminaba porque Dorothy estaba por bailar en primer plano en una enorme pintura de tinte mate. Pero eran todos trucos diseñados para ubicar actores reales en escenarios irreales, y todos eran igualmente increíbles una vez detectados.

Y lo mismo ocurría con todas las herramientas en el repertorio típico de los magos y los técnicos. Y como a Horton no le interesaba utilizar lo que sabía para engañar a otros, había llegado a un punto donde necesitaba otros rompecabezas para probarse a sí mismo.

Lo había encontrado en la clase superior de segundo año del señor Tomkins, donde se le presentó por primera vez la idea de que la ciencia era una indagación constante con preguntas sin respuesta, y no simplemente un catálogo de cosas ya descubiertas. Esto último apenas podía interesarle; pero lo primero llegaba a consumirlo.

La realidad misma resultó ser la más grande y más fascinante ilusión de todas: la materia sólida era en gran parte espacio vacío, los objetos estacionados estaban en movimiento constante, las líneas rectas eran en realidad curvas, la mayor parte del universo era invisible, la materia se creaba a sí misma espontáneamente desde el vacío, el tiempo era una variable, y todas las respuestas llevaban a más preguntas.

Con todos esos misterios y otros aún más paradójicos para ocuparse, nunca se había aburrido antes, ni una vez en veinte años. Una misa de domingo, una larga fila en una oficina estatal, un programa especial de televisión de beneficencia, una tía abuela charlatana, un viaje en auto por el campo, las actas de cualquier legislatura, un partido de golf… el señor Tomkins lo había inmunizado efectivamente contra cualquier forma de aburrimiento. Sus pensamientos eran libres aun cuando las obligaciones o la etiqueta esclavizaban su cuerpo, y siempre su mente tenía algún lugar más interesante adonde ir.

Así que Horton dejó a Lee elegir sus diversiones esa noche, porque le importaba más a ella que a él qué había para hacer. Pero como Las Vegas era básicamente un milagro en el desierto, ilusiones era lo que tenía para ofrecer, y todo lo que Lee tenía para elegir despertaba al muchacho de trece años que había en él.

Los shows en el Luxor y en la Isla del Tesoro le habían demostrado que él era ahora capaz de apreciar habilidades artísticas en escena, y no sólo creatividad de diseño. Poner una inundación de trescientos ochenta millones de litros de agua y un incendio que destruía los decorados en el mismo escenario con media hora de diferencia no era un logro pequeño. Y hacerlo dos veces por noche y doce veces por semana era arte escénico superior. Disparar a la audiencia en el medio de una batalla naval (Lee juró que había oído las balas de cañón pasando sobre ella, y no fue la única espectadora que bajó instintivamente la cabeza) fue muy osado. Finalmente, el Britannia fue completamente demolido.

Pero fue en la última escala que hicieron donde Horton entendió todo, donde el pasado y el presente, el trabajo y el juego, se cruzaban y se unían. Efectos especiales había sido la gran obra de los estudios MGM durante dos generaciones, y sus muchas encarnaciones eran el cumplimiento de una solemne promesa de que dentro de las puertas del Gran Teatro esperaba algo que no podía ser visto en ninguna otra parte, ni en otro escenario, en un parque de diversiones de estudio, en una pantalla. «Debes venir aquí», le susurraba, y ellos fueron, esperando no sólo el mejor show de The Strip sino del planeta.

Quizá fue porque Horton no llevó esas expectativas a su asiento, o porque los magos de la ilusión habían tenido quince años más para pulir su artesanía. Todo lo que supo fue que durante la primera hora miraba con una alegría arrebatada que nunca había experimentado de niño. Como en el final espectacular de los fuegos artificiales, los dobles y los trucos se sucedían tan rápidamente que apenas había tiempo de apreciarlos, y menos de analizarlos.

Era un despliegue ostentoso de virtuosismo técnico, un desfile continuo de miradas y sonidos aparentemente conectados por una música grandiosa y por el tema (que no merecía el nombre de trama) de un viajero del tiempo que saltaba por los momentos más importantes de cinco mil millones de años de la historia de la Tierra.

Pero en la mitad del show, poco después de que el asteroide de Yucatán cayó del cielo con un resplandor enceguecedor, Horton se vio arrancado súbitamente de su credulidad. No fue el movimiento del suelo bajo sus pies, ni el golpe del viento cálido en su rostro, ni la selva aplastada ante sus ojos, ni el enorme tronco humeante que se desplomaba sobre las primeras filas que habían caído.

Fue más bien el solitario pteranodonte que volaba en círculos con un cuervo, mirando el paisaje devastado, el ocaso de su era. Horton vio enseguida que no era una suspensión animada que colgaba de un cable, ni un modelo controlado por radio, ni una proyección, o cualquier otro truco de escena que él reconociera. La criatura volaba sobre el cielo raso, y a los ojos de Horton era tan real como cualquier pájaro con alas que haya existido jamás.

«Un holograma», pensaba mientras el pteranodonte se alejaba volando, desapareciendo en la oscuridad creciente de la gran nube que anunciaba el fin de la era de los dinosaurios. Pero Horton nunca había visto holoanimación sintética con tanto detalle o en una escala tan grande. Aún más, no había habido rastros de un láser o de cualquier otra iluminación en el auditorio oscurecido.

«Hologramas de transmisión, montados en el cielo raso e iluminados desde arriba», pensó.

Horton pasó el resto del show mirando atentamente y esperando que se repitiera el efecto. Tuvo el premio a su paciencia al principio del final, que ofrecía un futuro tecnológico y utópico en el espíritu de Popular Science de la década del 50, con autos voladores y una maqueta de un lado a otro de una megalópolis.

Ambos efectos eran más convincentes que el pteranodonte, quizá sólo porque las formas eran más simples y la escala más familiar. Horton apenas se dio cuenta de que el final llegaba a su punto culminante. Estaba evaluando las dificultades de crear esas imágenes, en la increíble capacidad de cálculo que se requería, primero para modelar las imágenes con suficiente detalle, y luego para derivar los patrones de interferencia para el escritor digital holográfico. Hacer un fotograma fotorrealista de un objeto imaginario ponía a prueba aun al más poderoso taller gráfico. Hacer una animación fotorrealista era más exigente en varios órdenes de magnitud. La complejidad de la rejilla de difracción…

—Interferencia —dijo Horton en voz alta, luego se tapó la boca con la mano cuando Lee lo miró sorprendida. No le dio explicaciones, ignorando su mirada inquisitiva. Pero cuando el público se levantó para hacer una ovación y los actores empezaron a saludar, se dirigió al pasillo.

—Tengo que hacer un llamado —dijo y fue hacia la salida—. Volveré a buscarte.

Horton podría haber usado el intercomunicador seguro que llevaba en el bolsillo de atrás, y haber hablado desde su asiento. Pero lo que quería era privacidad. Tuvo que llegar hasta la limusina para encontrarla, buscando a Ruby en el sendero.

—General Stepak, sí. Luna y oscuridad, y todo eso —dijo—. General, quiero que los últimos dos Mark I que salieron de la planta sean llevados al Anexo. A la puerta cero ochocientos, si es posible. Sí, sé que hay algunos en ubicaciones más cercanas. Pero necesito dos que sean casi idénticos, en lo posible.

Cuando Horton volvió con Lee al casino, ella le pidió una explicación. Él vaciló, y le dijo:

—Te lo diré cuando volvamos a la suite.

—¿Intentas evitar arruinarme mi noche?

—Estoy intentando evitar terminarla prematuramente. Ya es algo bastante malo que uno de los dos siga pensando en el trabajo.

—¿Por qué? ¿A quién llamaste?

—Administración —dijo—. Confía en mí. Esto se mantendrá hasta que te hayas saciado de Las Vegas.

Ella dijo que sí, pero se contentó con apenas una escala más en Nueva York, donde había una réplica del parque de diversiones de Coney Island que se planeaba demoler la primavera siguiente. Insistieron a Ruby para que los acompañara, y subieron a la montaña rusa tres veces seguidas, giraron en la rueda inclinada, se rieron a carcajadas buscando su camino en el laberinto de espejos, y subieron a la rueda mágica para tener una vista panorámica desde lo alto. Aun pensando que eran una pareja, Ruby insistía en que fueran a la rueda solos.

—La avenida principal del carnaval —dijo Horton, asomándose fuera del auto que se bamboleaba y mirando hacia The Strip.

—¿Vas a decirme ahora por qué volvemos antes?

Él le dijo. Ella no discutió. Su última visión de la ciudad esa noche fue desde el helicóptero de la compañía mientras giraba sobre el aeropuerto internacional McCarren y volvía al Anexo.

Los Gatillos llegaron pocos minutos después de las nueve. Fueron entregados por una caravana de cinco vehículos y un pelotón de hombres uniformados que parecían claramente enfadados de tener que dejar las unidades en la custodia de Horton.

Para media tarde, Val Bowden había alineado cuidadosamente las unidades y las había montado de manera segura a cada lado del pedestal de pruebas en el extremo sur del campo de pruebas. Thayer terminó de instalar su improvisado sincronizador del controlador bajo la luz de los reflectores.

—Dos controles, amplitud y combinación —explicaba a Horton—. He calibrado las dos unidades tan cerca como puedo sin poder medir directamente la potencia del campo.

—Podemos afinarlo en el camino, por ensayo y error si hace falta. ¿Tienes suficientes cápsulas humeantes?

—¿Qué clase de cuadrícula quieres?

—Fina. Una por metro cuadrado.

—Bien. Hoy puse a tres personas a trabajar en cápsulas todo el día. El triple de nuestra tanda normal. Aunque no sé si ya están secas.

—Averigualo, ¿quieres?

—¿Quieres que hagamos una prueba hoy? Pensé que esperaríamos a la mañana.

—No puedo esperar —confesó Horton.

—¿Tan confiado estás?

—No. Tan inseguro estoy.

Era casi medianoche cuando la cuadrícula estuvo lista. Para entonces, se había corrido la voz, y se había reunido una multitud. A Horton le parecía que nadie estaba trabajando en la prueba, y que todos esperaban y observaban. Todo el personal del Anexo estaba reunido cerca del campo de pruebas.

A las 12:20, Thayer informó a Horton que la cuadrícula de prueba estaba lista. Había mil quinientas cápsulas humeantes desplegadas en una formación de treinta por cincuenta metros desde el pedestal de pruebas. Horton se volvió al administrador del sitio de pruebas.

—¿Tenemos suficiente luz para las grabadoras? No vamos a obtener otros datos de la mayoría de esas ubicaciones.

—Hay luz suficiente —aseguró—. Las luces con ángulo bajo nos deberían dar una cobertura perfecta, mejor que de día.

—Muy bien —dijo—. Despejen el campo de prueba. —Cuando empezó a sonar la advertencia de cinco minutos a través del complejo, se volvió a Thayer—: ¿Alguna razón para no hacer esto?

—Ninguna que yo conozca.

En un minuto, una segunda y más urgente sirena empezó a resonar —la señal de que todo el material susceptible al Gatillo debía estar para entonces más allá del radio de seguridad de quinientos metros. A los treinta segundos, las grabadoras de audio y vídeo, y las infrarrojas, empezaron a registrar datos.

—Auméntalo lentamente ahora —dijo Horton a Thayer, quien estaba en el sincronizador con las manos en los controles.

—Conozco los pasos de la prueba, jefe. En serio, los conozco —dijo ella.

Horton retrocedió, y se acercó a Val Bowden en el puesto de observación con escudo de plexiglás a unos metros.

—¿Le gusta apostar, doctor Horton? —preguntó el ingeniero.

—Ni siquiera en Las Vegas —fue la respuesta de Horton—. Pero esto no es juego, es una adivinanza. Y tu respuesta puede ser tan buena como la mía.

Una penetrante chicharra electrónica marcó los últimos diez segundos. Luego Thayer puso el control de energía de a uno por ciento por vez.

Las muchas pruebas realizadas en ese sitio habían condicionado las expectativas de la gente. Sabían que el límite delantero de la cuadrícula de cincuenta metros llegaba al umbral de reacción al quince por ciento, y el límite trasero al cuarenta por ciento. El cincuenta por ciento era considerado la línea roja para los objetivos de la prueba.

Así que hubo una audible exclamación de asombro de los espectadores (hasta entonces callados), cuando el centro de la primera línea de la cuadrícula explotó en humo justo después de que Thayer anunciara:

—Seis por ciento. —Y agregó rápidamente—: Manteniendo. —Levantó la mano desde el control de amplitud, y dijo—: ¿Jefe?

—Conté cinco cápsulas —dijo Horton al micrófono—. ¿Cuántas contaste tú?

—Lo mismo —dijo Bowden.

—No vi nada —dijo Thayer con un suspiro—. No esperaba nada aún.

—Llévalo al siete por ciento, gradualmente —dijo él, e hizo un gesto levantando la mano.

—Retomando, gradualmente —dijo Thayer.

Había una tranquilidad extraña en el campo de prueba, considerando la cantidad de gente reunida. Estaba tan tranquilo que muchos oyeron el pfff cuando las cápsulas de las siguientes tres líneas de la cuadrícula explotaron. Hasta los más observadores tardaron un instante para darse cuenta de que sólo el centro de las tres filas siguientes había sido afectado. El resto de la primera fila no había reaccionado todavía. Y les llevó un momento más largo, aun a los más sagaces observadores, darse cuenta de lo que ello significaba, pero sólo un momento. Al darse cuenta, surgieron algunos aplausos y vítores salteados entre la multitud.

Horton no estaba entre los que aplaudían. Aun sin emitir juicio sobre lo que veía, ordenó:

—Ocho por ciento.

Esta vez nadie pudo no ver lo que ocurría: los dos Mark I estaban haciendo un camino a través de la mitad de la cuadrícula, sin afectar las cápsulas que estaban a cada lado. El campo del Gatillo se había convertido en un rayo de Gatillo, y entonces la gente celebró con mayor firmeza, los vítores fueron a viva voz, los aplausos dispersos se condensaron.

—Deberíamos haber hecho esa apuesta, doctor Horton —dijo Bowden, dándole una palmada en la espalda.

—No te apresures a las conclusiones —dijo Horton, obcecadamente aferrado a su fatalismo—. Nueve por ciento, Lee.

Pero apenas unos minutos después, hasta Horton tuvo que aceptar la prueba de sus ojos. A un nivel del quince por ciento de energía, el haz despejó el centro de la cuadrícula hasta la última fila. Las cápsulas restantes seguían sin verse afectadas.

—Cambia la energía, ahora. Menos uno —gritó. Eso reduciría la salida de la unidad uno en uno por ciento, mientras que aumentaría la salida de B en la misma proporción.

El haz giró hacia la izquierda, tomando la mayor parte de las dos filas en la mitad del fondo de la cuadrícula.

—Menos dos.

Más cápsulas del lado izquierdo explotaron en humo, despejando la cuadrícula hasta el borde. Los espectadores ya habían empezado a mermar debido al frío.

—Más dos.

El cuarto trasero derecho de la cuadrícula explotó cuando el haz del Gatillo pasó por ahí.

—Jefe, creo que con un poco de práctica podría ponerle mi nombre a esto —dijo Lee—. Pero lo primero que haré mañana será empezar a construir un mejor controlador.

Horton miraba al campo de la prueba bajo la luz. La euforia inicial del logro ya se había disipado, y en su lugar quedaba una vaga y creciente aprensión, y la fatiga acumulada de un largo día y de una búsqueda aún más larga.

—Suficiente para mí. Apágalo, Lee. Manda a todos a dormir, y mi agradecimiento —dijo—. Val, difunde esto: los jefes de departamento se reunirán en el salón de conferencias C a las once para evaluar los datos de la prueba.

—¿Vas a llamar al director ahora? —preguntó Thayer.

Horton asintió.

—Él esperaría que lo haga. —Respiró profundamente el aire frío y suspiró—. Te veré a las once.

—Jefe…

Su voz lo detuvo en el momento en que se volvía para irse.

—¿Sí?

—Esto fue un buen logro. Felicitaciones.

—Fue sólo suerte —dijo Horton, como restándole importancia—. Si no me hubieras arrastrado a Las Vegas…

—Newton y la manzana. Arquímedes y el baño. La suerte favorece a la mente que está lista para recibirla. —Thayer sonrió—. Pero quizá favorece al que está relajado, también. Así que también me llevaré un poco de los méritos cuando hables con el director.

—Por lo menos no habrá ningún problema con la cuenta —dijo Horton, y se rio—: Pasé la cuenta de todo a la compañía, hasta la propina de Ruby.

A Karl Brohier no le importaba que lo despertaran temprano. Dio la bienvenida a la noticia del descubrimiento, y estaba ansioso por ver los datos con sus propios ojos. Volvió al Anexo a tiempo para el desayuno a la mañana siguiente.

Para entonces, ya había más noticias. Surgieron de una larga tarde dedicada a un método no muy sofisticado pero efectivo de trazar el alcance del Gatillo de doble caño. Thayer lo llamaba «espigar», y a Horton le pareció una denominación adecuada. El trabajo de mapeo consistía en desparramar en la periferia del campo de pruebas cuantos cuerpos calientes se pudiera llevar. Cada voluntario tenía una espiga corta con un trozo del material de las cápsulas humeantes encajado en una ranura en un extremo.

El Gatillo dipolo era activado en una combinación y amplitud dadas, y los espigadores empezaban a caminar hacia el pedestal de la prueba, sosteniendo la espiga frente a sí. A medida que la banda de prueba empezaba a humear, dejaban de caminar. Finalmente, llegaban a formar un mapa humano de los límites del campo en esa configuración. Se tomaba una foto, apagaban el Gatillo, recargaban las espigas, preparaban el Gatillo y se repetía el proceso. En el curso de una tarde emergía el cuadro completo de las capacidades de los «gemelos».

La zona de mayor intensidad tenía de cinco a ocho metros, según el ángulo de desviación. El ángulo se limitaba a unos nueve grados en ambas direcciones. Más allá de ese punto, la interferencia entre las dos unidades parecía anularse, y los gemelos se comportaban como un típico Mark I monopolar.

También descubrieron una segunda zona de intensidad, a ciento ochenta grados de la que estaba en el campo de pruebas.

—Alguien comparó el dipolo con una bazuca que dispara en ambas direcciones a la vez —explicó Horton a Brohier, sobre un plato de wafles belgas con frutillas—. Tienes que ser muy cuidadoso con la dirección en que lo apuntas, lo cual pienso que limitará su utilidad.

—No demasiado. Apúntalo hacia arriba —dijo Brohier inmediatamente—. Ponlo en una torreta bajo tierra, a veinte metros de profundidad, y puedes olvidarte de la zona de intensidad detrás de ti. O ponlo en un avión y apúntalo hacia abajo. Hallarán la manera, Jeffrey. Puedes estar seguro de eso. ¿Ya has determinado el rango?

—No —dijo Horton—. Pero será un gran salto en comparación con el Mark I.

—Veamos si podemos tener al menos una aproximación para cuando termine el día.

—Si lo hacemos, probablemente no hagamos nada más por hoy.

—No estoy seguro de que haya algo más importante. Quiero esos números, y el Comando Conjunto quiere cada parte del mejoramiento del rendimiento que podamos ofrecerle.

—¿Cuánto tiempo piensas que podemos retenerlo antes de que les demos algo?

Brohier miró a Horton con sorpresa.

—Suponía que ya habías informado de esto. ¿Por qué quieres retenerlo?

—Para darle al resto del mundo un poco de tiempo para alcanzarnos —dijo Horton, confundido por la sorpresa de Brohier—. Aun con los planos, le llevará meses a cualquiera empezar a producir Gatillos.

—Ya veo. Estás hablando de nuestra amiga, la póliza de seguros.

—Por supuesto. Karl, pensaba que ya habíamos decidido esto. Con este Mark II, el Pentágono obtiene lo mejor de ambos mundos. Pueden mantener las armas que quieren y tomar las de todos los demás. Por lo cual yo pensé que ya había dado a nuestra amiga la señal de avanzar.

—¿Qué? Oh, no. Realmente no creo que sea necesario —dijo Brohier—. Mira el progreso que han hecho con el retiro de minas, un progreso enorme, sólo en unas semanas, con apenas un puñado de unidades por ahí, y más que van llegando todo el tiempo. No pienso que vamos a necesitar esa póliza para desastres, Jeffrey. Pienso que estamos donde esperábamos estar.

—Entonces usted y yo debemos de haber esperado cosas diferentes —dijo Horton—. Yo no planeaba darle al gobierno una manera de tomar las armas de los demás y mantener las propias.

—Jeffrey, ¿qué ganamos si desarmamos a la policía, a las fuerzas armadas? Atamos las manos del Presidente. Caos, hijo, solamente caos. Esto tiene que ser manejado con cuidado, y meditadamente.

—Todo bajo el mismo techo.

—Exacto. Confío en Mark Breland —dijo Brohier—. Confío en Roland Stepak. Son hombres buenos, Jeffrey. Quieren lo que nosotros queremos.

—¿Y Grover Wilman?

Brohier se encogió de hombros.

—Es un extremista, un ideólogo. Lo que quiere no es realista. El desarme global sólo significaría caos. El jardín de infantes sin el maestro.

—Alguien tiene que poder hacer cumplir la ley.

—Sí. Porque los seres humanos quieren eso. Necesitamos límites. Respondemos a la autoridad. La disciplina humana.

—Y si un niño hiere a otro con un juguete…

—Le quitas el juguete. Entiendes, entonces.

—En absoluto —dijo Horton—. No escuché nada de esto antes de que fuera a Washington con Aron. No escuché nada como esto cuando volvió aquí y me habló de sus planes para una contingencia.

—Fue un error de mi parte. Pero será corregido.

—¿«Corregido»? ¿Con quién ha estado hablando, Karl? ¿De quién son esas palabras?

—Ahora, Jeffrey…

—Dice que confía en Breland y en Stepak. Bien. ¿Y qué pasaría si dentro de dos años, hay otro Nixon y Haldeman? ¿O uno de los perros rabiosos del Congreso? ¿Realmente piensa que no puede ocurrir aquí? No se supone que debamos manipular el juego para nuestro lado, Karl. Se supone que debemos ser los árbitros. Las mismas reglas para todos, ¿recuerda? ¿Qué ocurrió?

—Me han puesto al tanto… algunos temas que no consideramos en nuestro entusiasmo.

—¿Qué quiere decir?

—Los tipos de enemigo que enfrentamos. El verdadero mal que nos amenaza. Gente de la que nunca has oído hablar. Historias que no llegan a los cables de noticias. —Con una mueca, movió la cabeza—: Cosas que ojalá no supiera.

—¿Y quién lo ha puesto al tanto de ellas?

—Tuve visitas en Princeton. El general Stepak vino a hablarme con un coronel de Investigación del Ejército.

—¿Por qué?

—Yo… estaban interesados en mis progresos. Y Stepak quería presentarme al coronel Weiss porque acababa de destinarlo a la tarea de enlace con el proyecto.

—¿No dijeron nada sobre la seguridad?

—Bien… el general me pidió algunas garantías acerca de cuánta información compartía yo con mis colegas en el instituto.

—Porque estaban preocupados por Wilman. Probablemente se imaginaron que podían llevarlo a usted a decirles lo que sabía de las intenciones de él, y también inducirlo a pensar que estaba haciendo lo correcto al hablar.

—Ahora, estoy seguro de que tienen mejores fuentes de información sobre el senador y sus actividades que yo —musitó Brohier.

—Pero usted realmente habló sobre él.

Brohier empezaba a perder su equilibrio, y su tono se volvió defensivo.

—Terminó siendo una conversación bastante larga. Tomamos dos jarras de café.

—Vamos, Karl, piénselo bien. Se preguntaba por el archivo de investigación. Querían saber cuántos había realmente, quién los tenía. ¿Estoy en lo cierto?

—No, no. El coronel me dio un número que yo podía usar si descubría una filtración en la seguridad —dijo Brohier lentamente—. Se me ocurrió después. Ya estaban por irse…

—Hasta que usted les dijo que Wilman tenía uno. Lo hizo, ¿verdad? Ésa fue su «corrección».

—Si tú hubieras escuchado lo que yo escuché…

—¿Le preguntaron por Gordie?

—No —dijo Brohier—. Que Dios me ayude, Jeffrey, yo les hablé de él por mi cuenta.

Horton dio un golpe en la mesa con su mano abierta, sobresaltando a los comensales en muchas otras mesas. Durante un momento dolorosamente largo, su ira no le permitió siquiera mirar a Brohier.

—Jeffrey, tienes que entender.

—No me pida eso ahora —dijo Horton con sequedad—. ¿Cuándo fue esta conversación?

—Quizás hace una semana. Déjame ver… fue el martes.

—Hijo de puta. —Horton se restregó los ojos con fuerza, luego tiró su silla para atrás y se levantó.

—¿Adónde vas?

—Quizá todavía no lo hayan atrapado. Quizás estén esperando hasta que sepan que pueden llevarse todas las copias del archivo a la vez.

—¿Vas a contactarte con él?

—Lo intentaré. Si usted tiene algún problema con eso, supongo que es mejor que llame al coronel Weiss y me entregue a mí también.

—No, no. Ve. Hazlo ahora. Jeffrey, lo siento.

La aflicción del anciano era tan patente y palpable que los sentimientos de Horton hacia él se ablandaron inesperadamente.

—Nos han estudiado muy bien, parece —dijo Horton ásperamente—. Supongo que yo también voy a hacer mis averiguaciones tan bien como ellos.

Ni el mensajero personal de Jeffrey Horton ni el mensajero corporativo del Anexo pudo completar una llamada al número de Gordon Greene. El primero informó que Greene estaba fuera de la red, y se ofrecía para enviar un mensaje oral cuando él reactivara su servicio. El último informó que el número de Greene no era una cuenta válida.

Horton no le creyó ni a uno ni al otro, e intentó con dos mensajeros itinerantes de la lista, y recibió dos variaciones de lo mismo. Uno pretendía simplemente hacerse pasar por el contestador automático de Greene, aunque la voz no era siquiera parecida.

El otro (el ComFree, libertario) avisó directamente a Horton que «una agencia estatal o federal había emitido una orden según el artículo 209 para la cuenta de este suscriptor». Horton recordó vagamente que el artículo 209 había sido agregado a las reglas de la FCC como una herramienta para desterrar la pornografía digital. «Nosotros en ComFree pensamos que el artículo 209 es inconstitucional. Objetamos esta intromisión opresiva en la comunicación libre y privada, y lo instamos a agregar su voz a la campaña por la libertad de expresión. Para bajar una lista de direcciones inteligente, apriete la tecla Sí».

—Supongo que no necesitará darles mi nombre después de todo, Karl —murmuró Horton para sí mismo mientras desconectaba la comunicación.

Había otra opción, aunque no le ofrecía a Horton la certeza de saber si había tenido éxito. Anticipando la posibilidad de que lo desconectaran, Greene había dado a Brohier una breve lista de alias, un lenguaje codificado, una clave de verificación, y una breve introducción acerca de cómo mandar mensajes anónimos.

—Si tengo que desaparecer, éstas son las cuentas de correo electrónico que miraré. Todas internacionales, así que deberían ser intocables.

No le llevó mucho tiempo preparar los mensajes. Horton había instalado un archivo seguro en su comunicador personal la misma noche que le había dado la información. Pero cuando llegó el momento, Horton dudó. Si Gordie ya había sido apresado, si Inteligencia del Ejército ya había revisado sus archivos y registros, todo lo que Horton haría si le enviara un mensaje sería implicarse. Intentar llamar a Greene era un acto completamente inocente. Pero dar instrucciones…

—Al diablo —dijo Horton en voz alta, y apretó la tecla—. Vamos, arréstenme. Es mi patente, maldición, y la entregaré si yo quiero.

El aislamiento del doctor Gordon Greene de sus recursos de la red era casi completo en el momento en que Horton envió el alerta. Tres de las cinco cuentas con seudónimo de Greene habían sido descubiertas por una búsqueda de registros de pago, y una cuarta había sido hallada a través de una agencia de seguridad nacional, que había penetrado en un servidor mal protegido de Santiago. Todos los mensajes que salían eran vigilados, todos los mensajes que ingresaban eran filtrados o engañados en tiempo real por un simulador de tráfico de la Agencia de Seguridad Nacional.

Greene no sabía nada de esto, ni sabía que estaba siendo vigilado desde el departamento de arriba y que era seguido cuando salía del complejo.

Por el momento todavía tenía su libertad, y su rutina habitual lo llevaba por toda la ciudad. Sus paradas regulares incluían la biblioteca de la Universidad de Ohio con sus estantes digitales y sus gabinetes interconectados, y un servicio de teleconferencias virtual por hora cuyas cabinas individuales atraían a clientes que apreciaban el precio modesto. Gordon también era una presencia familiar en otros emprendimientos bien conectados pero de peor reputación, desde un club nocturno alternativo en la red con conexiones abiertas a sitios escandalosos del exterior, sin censura, hasta un quiosco en Worthington de publicaciones en CD que era muy informal acerca de los derechos intelectuales de los datos que consumían.

Todos ésos podían explicarse o por el estilo de vida de Greene o por el trabajo de consultoría por contrato que había estado haciendo desde su partida de Terabyte. Pero cada uno le daba la oportunidad de escudriñar sus cuentas por medio de una cuenta de un tercero, una oportunidad que se aseguraba de tener una vez por día.

Gordon recibió el mensaje de Jeffrey Horton en un café perteneciente a una cadena de café y churros llamado Hot Bytes, donde cada mesa tenía una gran pantalla de cristal líquido doblada construida en ella. Una tecnología antigua, pero que tenía la ventaja de hacer difícil a cualquiera leer por sobre el hombro mientras uno tomaba un café y navegaba. Él no sabía quién había enviado el mensaje realmente, ni que era el único sobreviviente de cinco que habían empezado su viaje juntos.

Pero los nombres que llevaba (nombres que él mismo había elegido) ocultaban sus contenidos. El nombre del remitente era Pandora.

Y estaba dirigido a Michael Armstrong, el nombre de un personaje en una antigua película de espías, el de un físico norteamericano que era un desertor y un doble agente.

El cuerpo del mensaje consistía en dos palabras, que daban tanto el título de la película como una evaluación del estado de las cosas.

Decía Cortina doblada.

Significaba «Da a conocer el archivo sin demora».

Sin que su rostro diera ni una pista de la agitación de sus entrañas, sin dudarlo y sin perder un movimiento, Greene obedeció inmediatamente. Conectó su comunicador personal a los puertos abiertos del café, utilizó la cuenta de Armstrong para activar sus agentes indisciplinados y autoprotegidos. Cuando alguno de los reconocimientos esperados no llegaba, evaluaba sus opciones, luego volvía a enviar los comandos de activación a través de otra cuenta con otro alias. Seguridad, pensó Greene, aunque sabía que el precio de eso podía ser alto.

Luego se dirigió a su casa, que estaba apenas a diez minutos de distancia, para buscar un bolso ya hecho y luego desaparecer de Columbus.

Fue un error, aunque se dio cuenta demasiado tarde. Debería haber dejado el bolso, haberlo llevado antes en sus viajes por la ciudad y no preocuparse por las apariencias. Pero no lo hizo, y ahí estaban esperándolo. Fue interceptado en el sendero fuera de su departamento por cuatro hombres en ropas civiles pero con tarjetas de identificación de Inteligencia del Ejército. Momentos después un furgón amarillo verdoso frenaba en la vereda a su lado.

Greene no trató de huir o de resistirse. No tenía sentido. Todas sus ambiciones personales, ya apenas sostenidas contra su pesimismo, se habían desvanecido en el momento en que recibió el mensaje de Pandora. Sólo hizo una pregunta mientras lo detenían:

—¿Qué tal estuve?

—No tan bien —dijo uno de los oficiales de inteligencia con una arrogante alegría.

Después de eso, Greene no tenía nada que decir. No tenía sentido discutir con los esclavos. Cuando se encontrara, si es que eso sucedía, frente a los amos, entonces diría lo que pensaba.

En la parte de atrás de la limusina que se dirigía hacia las Naciones Unidas, el presidente Mark Breland hizo una pregunta muy similar al general Stepak. Pero Breland recibió una respuesta mucho más completa y honesta.

—Once minutos y algo más desde que Greene envía sus órdenes hasta el momento en que empieza nuestro contraataque. En esos once minutos, se las arregló para desparramar más de seis mil copias del archivo. Un buen trabajo, dado su tamaño. Aparentemente había tomado sus precauciones y había hallado grandes caños y bombas rápidas. La distribución fue en todas direcciones: correo electrónico, servidores de impresión, servidores de noticias, FTP. Un poco de todo.

—¿Cuántos de esos seis mil han sido limpiados?

Stepak echó un vistazo a la pantalla de su comunicador.

—No todos —dijo—. Las cancelaciones suprimieron todos los mensajes públicos, y la Agencia de Seguridad Nacional está intentando ubicar al siguiente interlocutor. No habrá ningún mensaje de «Por favor vuelva a enviar» o de «Lo que le ocurrió a…». Pero aún están trabajando en unas pocas decenas que son difíciles de rastrear. Pienso que todas las copias que aún quedan fueron enviadas a cuentas de llamado, la mayoría en el exterior. Lo cual es un inconveniente.

—Entonces la Agencia de Seguridad Nacional tiene que esperar a la próxima vez que esa gente se conecte para intentar incendiar ese archivo.

—Sí. Y realmente deberíamos visitar personalmente a cada uno de ellos para asegurarnos de que esas copias no tienen copias. Eso requerirá mover a un directivo de la Agencia de Seguridad Nacional de su escritorio.

—Ocúpese de ello —dijo Breland—. ¿Tan grande es el daño?

—No. Había alrededor de treinta impactos en el servidor de impresión de Physics Today antes de que lo cerráramos.

—¿Treinta? ¿En once minutos? ¿Siempre es un sitio tan activo?

—Parece que Greene avisó con anticipación a algunos amigos que estuvieran atentos a ese servidor. Puede haber hecho lo mismo con todas las copias públicas. —Movió la cabeza—. Señor Presidente, el jefe de sección me dice que aun cuando terminen de recorrer todas las conexiones de cada máquina en línea, no pueden garantizar que no haya miles de copias privadas, fuera de la red y de nuestro alcance.

—¿Cómo es posible?

Stepak se encogió de hombros.

—La generación de «la información quiere ser libre» no ha muerto por completo todavía. Algunos servidores anónimos realmente lo son, y tiran los datos del intercambio. Greene usó varios de ésos. Pero el jefe de sección me promete que pueden impedir que esta cosa se mueva por la red de ahora en más. Una operación activa es más eficiente que una reactiva.

Breland se estiró para alcanzar su vaso.

—Por supuesto, cuanto más hagamos eso, más obvio será que lo estamos haciendo. La gente va a percibir que sus mensajes no aparecen, que su correo no llega.

—Sí —admitió Stepak—. Y todo lo que intentemos hacer sólo acelerará la bola de nieve. Aparte de lo cual, puede moverse de mano en mano, y eso no lo veremos.

—Los peligros de la sociedad libre —dijo Breland—. Todo lo que podemos hacer es lo que hacemos. Asegurémonos de que todos recuerdan dónde está la línea, y de qué lado trabajamos. Envía al jefe de sección una copia de la Declaración de Derechos.

—Señor Presidente, ésta es una situación extremadamente seria.

—General, confío que no espere que empiece a encerrar gente por esto.

—¿Ni siquiera al doctor Greene?

—¿Para qué serviría?

—Si le damos un castigo ejemplar, podemos no necesitar detener a muchos otros. Un golpe en la puerta, dos agentes del FBI explican que cierto material secreto ha sido robado y ubicado en la red en un virus por un hombre que está bajo arresto y acusado de cargos graves, y preguntan si cooperarían permitiendo a nuestro técnico que busque en sus computadoras este virus.

—Usted habla de golpear en decenas de miles de puertas. ¿Tenemos los efectivos necesarios? ¿Y vale la pena el esfuerzo?

—Sí, y creo que puedo darle una razón. El archivo que Greene envió no es el mismo que el original que tenemos de Brohier.

—¿Qué quiere decir? ¿En qué difería?

El estilo distintivo del edificio de las Naciones Unidas era visible delante de la limusina. En algún lugar de él, el secretario general estaba preparándose para otorgar a Breland un premio humanitario por su campaña de retiro de minas, que había tenido un éxito espectacular.

—Greene le ha agregado cosas. Más de trescientas páginas de ideas sobre cómo modificar el diseño del Mark I, qué hacer para hacerlo más poderoso, más eficiente, más compacto —dijo Stepak, y su voz delataba su alarma—. Ha entregado diseños y planos realizados por computadora de una unidad de energía mediana que entraría en el baúl de este auto. Habla de vías de investigación que piensa que pueden llevar a una versión del tamaño de un maletín, y que se podrá producir en masa. Todo eso puede ser extremadamente desestabilizador.

—Probablemente lo sea, general. Y cuanto antes mejor. El velo está ya un poco deshilachado. Y vamos a tener que divulgar esto pronto. Pienso que es momento de empezar a decidir cómo queremos manejar eso.

—Y entretanto…

—Que la Agencia de Seguridad Nacional saque todas las hierbas malas que pueda. —Suspiró—. ¿Hay legislación sólida para sustentar la detención de Greene?

—La Ley de Espionaje de 1917 aún está en vigencia, y se aplica claramente.

—¿Cuánto tiempo pueden tenerlo sin acusarlo?

—Ah, tendré que confirmar eso con el procurador general, pero creo que treinta días. ¿Qué importa, señor? Hay pruebas más que suficientes no sólo para acusarlo, sino para condenarlo.

—No voy a dejar que alguien sea condenado a muerte por intentar revelar un proyecto secreto que voy a terminar y hacer público pocas semanas después. Es un precio terriblemente alto simplemente por ganarme de mano —dijo Breland mientras la limusina giraba para dirigirse a la entrada oeste de la ONU.

—Pero, señor Presidente…

—Además —prosiguió Breland—, desde que oímos de esto, lo que realmente queremos es tener a este hombre de vuelta en el equipo, trabajando para nosotros. Entonces aquí está, general. El FBI tiene treinta días para usar a Greene como una vara para agitar los matorrales. ¿Cuándo será eso, el 19 de marzo? Programaré un discurso al Congreso para esa mañana, y esa tarde, Greene sale libre. Dígale eso, y ocúpese de que sea tratado civilizadamente entre tanto. No, no discuta conmigo sobre esto. Sólo encárguese de que se haga.

—Sí, señor. ¿Qué quiere hacer con la gente de Terabyte?

—Me ocuparé de ellos cuando termine aquí.

—Tienen que haber participado —dijo Stepak—. Brohier fue demasiado vago, hasta falaz, acerca de cómo Greene consiguió su copia del archivo del proyecto, y Horton le envió a Greene una advertencia codificada que aparentemente precipitó la publicación. Es claramente una conspiración para cometer traición.

—A usted le gustaría que los tres sean acusados.

Stepak asintió.

—Absolutamente. Señor, no importa si lo que un traidor entrega a un enemigo es algo que el enemigo podría haber finalmente obtenido por su cuenta. Deben ser retirados del proyecto inmediatamente y enviados a un lugar donde no puedan hacer más daño.

La limusina aminoró hasta frenar junto a la acera, y Breland levantó una mano para impedir al agente del Servicio Secreto que abriera la puerta.

—Eso no va a ocurrir, general. Voy a ser completamente claro acerca de esto. El Gatillo ya no es un secreto. Vamos a enfrentar esta realidad. Nunca se tuvo la intención de que fuera un secreto para siempre.

—Pero dejar que esa gente lo entregue sin que nosotros queramos…

—Intente entender: yo no necesito, nosotros no queremos y usted no puede sostener una hegemonía tecnológica. Es completamente adecuado para nosotros compartir lo que sabemos. Es necesario, si es que el Gatillo va a realizar todo su potencial. Y hay un precedente. Puede ser que usted no esté enterado —como yo antes de algunas lecturas recientes— de que nuestro gobierno difundió un informe detallado sobre armas atómicas apenas días después de la rendición de los japoneses.

—Las situaciones no son comparables, señor Presidente.

—No, no lo son —coincidió Breland—. El Gatillo es un arma defensiva que solamente amenaza a atacantes armados. General, los intereses de nuestro pueblo y de los pueblos del mundo son atendidos mejor si permitimos la proliferación del Gatillo, no si buscamos su supresión. Es inhumano e inmoral continuar reteniéndolo.

—Como ideal, en un mundo ideal, sí, pero tenemos que ser prácticos.

—Ahora bien, general. Hemos tenido casi un año para asegurarnos de que no nos vemos sorprendidos por esto, y que no estamos en desventaja. ¿A cuánta gente que podríamos haber salvado hemos sacrificado como precio de nuestra cautela? No es solamente que no podamos ayudar a Chechenia a protegerse de Rusia, o a India de Cachemira. Mantener esto en secreto significa que no podemos hacer la mitad de lo que es posible para proteger a nuestro pueblo.

»Entonces, ¿a quién protegemos mientras lo retenemos? Obviamente, a nosotros mismos. Nuestros trabajos, nuestras reputaciones, nuestro cariño a la posibilidad de enviar fuerza a cualquier lado en cualquier momento. —Breland movió la cabeza—. General, el hecho es que me siento un fiasco viniendo aquí hoy para aceptar sus elogios, sabiendo que lo que hemos hecho es solamente una centésima parte de lo que podríamos haber hecho. ¿Ha leído el libro de Gil Elliot, Twentieth Century Book of the Dead? Ciento diez millones de personas muertas por la maquinaria y las privaciones de la guerra. Podemos hacer algo mejor. Lo haremos, si tengo derecho a decidir sobre esto.

—Entiendo, señor Presidente.

—Sinceramente, espero que así sea, general. —Hizo una señal, y la puerta de la limusina fue abierta desde afuera. Antes de que saliera, se acercó a Stepak y agregó—: Porque si hombres como usted no están listos para el siglo XXI, quizás éste no llegue acá hasta el XXII.

No había rostros felices entre el cuarteto apretado en la casa-remolque de colores. Brohier parecía evidentemente malhumorado; Horton todavía mostraba los rasgos de ira en su rostro; la expresión de Thayer era de una tristeza distante, mientras que Val Bowden todavía no había perdido la sorpresa aturdida de cuando se enteró de los secretos insospechados de su trabajo.

No fue una discusión larga, pero sí desgastante. Horton había hablado primero, y había desplegado su posición inconmovible:

—No podemos darle al gobierno el Mark II. Ni hoy ni nunca. Tenemos que desarmar la unidad de prueba y destruir todos los registros de las pruebas de ayer, y rápidamente. Si no nos movemos con la rapidez necesaria, perderemos la oportunidad. Y todos los que saben lo suficiente sobre el principio operativo del Mark II como para recrearlo, y especialmente nosotros cuatro, tienen que jurar por el dios al que más le teman que nunca lo entregarán a esa gente.

Para su sorpresa, fue Lee Thayer quien más se había opuesto a su propuesta.

—Hay demasiada gente en el sitio que conoce partes del rompecabezas. Había quinientos testigos la otra noche —había dicho ella—. Lo que deberíamos hacer es apoyar a Gordie. El Anexo debe tener mil vínculos diferentes hacia el exterior. Deberíamos usarlos mientras los tengamos, y seguir usándolos hasta que estemos completamente paralizados. Necesitamos más peso, no más secretos. Necesitamos al senador Wilman para las últimas noticias, y al doctor Brohier para las primeras noticias.

Pero nadie pensó que podrían montar una campaña tal con la suficiente rapidez para que tuviera efecto. Horton finalmente convenció a Thayer con el hecho indiscutible de que el plan de él no requería en absoluto la cooperación externa que el de ella exigía.

—Podemos ocuparnos de esto solos —había dicho él—. Está todo en nuestro establo, y a nuestro alcance. —Cuando agregó una promesa de que la propuesta de ella sería la segunda prioridad, ella aceptó.

Pero cuando salieron del remolque, fueron llamados inmediatamente con un grito:

—¡Doctor Brohier! ¡Doctor Horton! No se muevan, por favor. —Era el Sastre, uno de los oficiales del ejército sin uniforme de la cabaña de comunicaciones, que estaba cruzando por el terreno oeste del Anexo hacia ellos—. Llame a los sabuesos, teniente. Acá están todos —dijo al micrófono que llevaba en el cuello mientras se acercaba.

—¿Por qué tanta agitación, hijo? —preguntó Brohier, adelantándose.

—Lo hemos estado llamando y buscando por todas partes durante casi una hora, señor —dijo el Sastre, jadeando y transpirando—. Hay una llamada en la cabaña.

—¿Para quién?

Señaló a los tres en orden.

—Doctor Brohier, doctor Horton, doctora Thayer. Lo siento, doctor Bowman. El Presidente no lo mencionó a usted.

—¿El Presidente? —preguntó Horton.

—Sí, señor. Ha estado esperándolos mientras los buscábamos. Quisiera pedirles que vengan rápidamente.

Las miradas que intercambiaron los cuatro iban del escepticismo al miedo.

—Avise que iremos enseguida —dijo Brohier mostrando una sonrisa amable—. Los cuatro.

Los cuatro estaban aún más apiñados que en el remolque, y los de la fila de atrás aún estaban maniobrando para lograr una posición cómoda cuando la señal se aclaró y Mark Breland apareció frente a ellos, sentado en su escritorio en la Oficina Oval.

—Buenas tardes, doctores…

Antes de que Breland pudiera completar su saludo, Brohier lo interrumpió:

—¿Dónde está el doctor Greene? ¿Está bajo custodia federal?

Breland los miró sorprendido, luego se rio apenas y movió la cabeza.

—Muy bien —dijo—. Primero lo primero. —Levantó la mirada, más allá de la cámara, y dijo—: ¿Doctor? —antes de levantarse.

Pocos momentos después, Gordon Greene estaba sentado en el lugar del Presidente.

Tenía su habitual sonrisa divertida, y miraba a la derecha.

—Dígame, ¿cuál es la tarifa vigente para ser desfachatado detrás del gran escritorio? ¿Qué tal una donación de cinco mil dólares al Partido? —Luego miró hacia la cámara—: ¿Alguien puede tomar esto? Mis padres van a querer colgar esto en la pared del comedor. —Volvió a mirar hacia afuera a la derecha—. ¿Puedo estar con el presi en esta toma?

A la distancia, Breland lanzó una carcajada.

Lee tuvo que luchar contra su sorpresa.

—Gordie, ¿estás bien?

—Estoy bien ahora. Te extrañaba.

Greene lanzó una mirada hacia la derecha y luego oyó la voz de Breland que le respondía.

—Adelante. Cuénteles.

—Muy bien —dijo—. Una consulta. Van a querer que ustedes estén también. El Gatillo se hace público en un mes, y los muchachos aquí tienen serias intenciones de que ustedes hagan una demostración como corresponde. —Se reclinó en el gran asiento, con las manos sobre su abdomen—. Pienso que todo va a andar bien, gente. Aun si no puedo creer que lo he dicho.